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La condesa de Charny
La condesa de Charny
La condesa de Charny
Libro electrónico2101 páginas19 horas

La condesa de Charny

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Los hechos de esta novela transcurren seguidamente a los ocurridos en Angel Pitou. Los sangrientos sucesos posteriores a la toma de la Bastilla continúan. El niño que había sido arrancado de los brazos de su madre vuelve a encontrarse con ella después de 15 años, produciendo sentimientos encontrados en ambos. Mientras tanto, la familia real es trasladada de Versalles a París, a las Tullerías más exactamente, escoltada por el pueblo que había asaltado el palacio queriendo tomar represalias.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ene 2017
ISBN9788826011080
La condesa de Charny

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    La condesa de Charny - Alejandro Dumas

    Los sangrientos sucesos posteriores a la toma de la Bastilla continúan. La familia real es trasladada de Versalles a París, a las Tullerías más exactamente, escoltada por el pueblo, que ha asaltado el palacio para hacer justicia por su propia mano. Un miembro de la Asamblea General, el doctor Guillotín, empieza a dar forma al invento que lo hará famoso.

    La familia real es apresada en Varennes y conducida a París. Luis XVI, secretamente y con ayuda de Charny y Bouillé, empieza a planear la huida. Mientras tanto, se proclaman los derechos del hombre y del ciudadano, y al grito de: Libertad, igualdad y fraternidad se inicia la revolución.

    El ciudadano Juan Bautista Drouet, es el primero en reconocer al rey en su fuga por el camino de Varennes, y da la voz de alarma. La familia real es apresada y conducida por la fuerza a París. Charny, al conocer el secreto de su esposa Andrea, empieza a amarla, sobre todo por el motivo del ocultamiento. Lamenta haberse dado cuenta tarde del tesoro que tiene a su lado. Andrea conoce la felicidad y, aunque durará poco, para ella será suficiente. (…el amor ha sido dado al hombre para que tenga la medida de lo que puede sufrir…).

    Reaparece Angel Pitou, que se ha convertido en capitán y héroe de la revolución, pero sigue siendo el noble e inocente enamorado de Catalina a pesar de todo. Esto terminará por revertir su mala suerte en el amor, al convertirse tempranamente en un buen padre de un niño de quien tal vez él no hubiera esperado.

    Alexandre Dumas

    La Condesa de Charny

    PRÓLOGO

    Capítulo I

    LA TABERNA DEL PUENTE DE SEVRES

    Si el lector tiene a bien recordar un instante nuestra novela Ángel Pitou, y, abriendo el tomo segundo[1], fija un momento su mirada en el capítulo titulado La noche del 5 al 6 de octubre, verá descritos algunos hechos que no estará demás tenga presentes antes de dar principio a este libro, el cual comienza con la mañana del 6 del mismo mes.

    Después de citar nosotros algunas líneas importantes de este capítulo, resumiremos los hechos que deben preceder en la continuación de nuestro relato, y esto se hará con el menor número posible de palabras.

    Estas líneas son las siguientes:

    «A las tres, como ya hemos dicho, todo estaba apaciguado en Versalles, y la misma Asamblea, tranquilizada por el informe de sus ujieres, se había retirado.

    »Confiábase en que esta tranquilidad no se perturbaría.

    »Pero se confiaba mal.

    »En casi todos los movimientos populares que preparan las grandes revoluciones hay un tiempo de espera, durante el cual se cree que todo ha concluido y que se puede dormir sin cuidado; pero se incurre en un error.

    »Detrás de los hombres que hacen los primeros movimientos, están los que esperan a que estos terminen, y que, fatigados o satisfechos, pero no queriendo en ningún caso ir más lejos, dejan a los otros entregarse al descanso.

    »Entonces es cuando a su vez, esos hombres desconocidos, misteriosos agentes de las pasiones fatales, se deslizan en las multitudes, continúan su obra allí donde la dejaron, y llevándola hasta sus últimos límites, espantan, al despertar, a los que les abrieron camino y se echaron después en medio de este, creyendo que ya estaba todo arreglado y conseguido el fin».

    Hemos nombrado tres de esos hombres en el libro de que tomamos las pocas líneas que preceden.

    Permítasenos introducir en nuestra escena, es decir, en la puerta de la taberna del puente de Sevres, un personaje que, a pesar de no haber sido citado aún por nosotros, no había tenido por eso menor importancia en aquella noche terrible.

    Era hombre de cuarenta y cinco a cuarenta y ocho años, con traje de obrero, es decir, calzón de terciopelo, preservado por un mandil de cuero con bolsillos, como los de los herradores o cerrajeros; llevaba medias de un color gris, zapatos con hebilla de cobre, y una especie de gorra de pelo, gorra semejante a la de un hulano, cortada por la mitad; bajo ella se escapaban abundantes cabellos grises, que uniéndose con enormes cejas, sombreaban grandes ojos a flor de la cabeza, vivos e inteligentes, cuyos reflejos eran tan rápidos que difícilmente se podía decir si tenían color verde o gris, azul o negro. Completaban el conjunto del rostro una nariz más gruesa de lo regular, labios abultados, dientes muy blancos y tez curtida por el sol.

    Sin ser alto, aquel hombre estaba admirablemente formado: tenía el pie pequeño, así como también la mano, y hasta hubiera parecido esta delicada a no ser por aquel color bronceado de los operarios que trabajan el hierro.

    Pero remontando desde esta mano al codo, y desde el codo hasta la parte del brazo donde la camisa arremangada permitía ver el principio de un músculo vigoroso, se hubiera podido notar que, a pesar de la robustez de este último, la piel que le cubría era muy fina, casi aristocrática.

    Aquel hombre, de pie en la puerta de la taberna del puente de Sevres, tenía a su alcance un fusil de dos cañones ricamente incrustado en oro, y en uno de aquellos se podía leer el nombre de Leclére, armero que comenzaba a gozar de gran reputación en la aristocracia de los cazadores parisienses.

    Tal vez se nos pregunte cómo tan magnífica arma se hallaba en manos de un simple obrero. A esto contestaremos que en los días de motín, y no hemos visto pocos, no se encuentran siempre en las manos más blancas las mejores armas.

    Aquel hombre había llegado de Versalles hacía una hora, poco más o menos, y sabía perfectamente lo que acababa de pasar, pues a las preguntas que le hizo el posadero al servirle una botella de vino, sin destapar aún, había contestado:

    Que la Reina venía con el Rey y el Delfín.

    Que había marchado al mediodía, poco más o menos.

    Que se habían decidido, al fin, a vivir en el Palacio de las Tullerías; de modo que, en lo futuro, París no carecería probablemente de pan, puesto que tendrían tahoneros.

    Por último, el hombre añadió que esperaba, para ver pasar el cortejo.

    Esta afirmación podía ser verdadera; pero era fácil notar que su mirada se dirigía más curiosamente hacia el lado de París que en dirección a Versalles, lo cual inducía a creer que no se había creído obligado a dar cuenta exacta de su intención al digno posadero que se permitía interrogarle.

    Por lo demás, al cabo de algunos instantes, su atención quedó al parecer satisfecha: un hombre vestido poco más o menos como él, y que sin duda ejercía una profesión análoga a la suya, apareció en lo alto de la cuesta que limitaba el horizonte, del camino.

    Aquel hombre avanzaba pesadamente y como viajero que ha recorrido ya una larga distancia.

    A medida que se acercaba, se podían distinguir sus facciones y calcular su edad.

    Esta última parecía ser la misma del desconocido, es decir, que se podía afirmar previamente, como dice la gente del pueblo, que estaba en la parte triste de la cuarentena.

    En cuanto a sus facciones, eran las de un hombre ordinario, de instintos bajos y vulgares.

    La mirada del desconocido se fijó curiosamente en él con una expresión extraña, y como si hubiera querido calcular de una sola ojeada todo cuanto se podía esperar de impuro y de malo del corazón de aquel hombre.

    Cuando el obrero que llegaba por el lado de París no estuvo más que a una veintena de pasos del personaje que esperaba en la puerta, este entró y sirvióse el primer vino de la botella en uno de los dos vasos colocados sobre la mesa; hecho esto, volvió a la puerta con el vaso en la mano y levantado.

    —¡Hola compañero! —dijo—; hace frío y el camino es largo. ¿No tomaremos un vaso de vino para reanimarnos?

    El obrero que llegaba de París miró en torno suyo, como para ver si era a él a quien se dirigía la invitación.

    —¿Es a mí a quien habláis? —preguntó.

    —¿Pues a quién, si os place, puesto que estáis solo?

    —¿Y me ofrecéis un vaso de vino?

    —¿Por qué no?

    —¡Ah!

    —¿No somos, acaso, del mismo oficio, o poco menos?

    El obrero miró por segunda vez al desconocido.

    —Todo el mundo —replicó—, puede ser del mismo oficio; lo importante es saber si en este es uno compañero o amo.

    —Pues bien, esto es lo que veremos bebiendo el vino y conversando.

    —Vamos allá —dijo el obrero dirigiéndose hacia la puerta de la taberna.

    El desconocido le señaló la mesa y el vino que estaba sobre ella.

    El obrero, cogiendo el vaso, miró el vino, como si tuviese alguna desconfianza, la cual se desvaneció cuando el desconocido, después de servirse por segunda vez, apuró su vaso de nuevo.

    —Y bien —preguntó—, ¿tenéis acaso demasiado orgullo de brindar con el que os invita?

    —A fe mía que no; todo lo contrario. ¡Brindo por la nación!

    Los ojos grises del obrero se fijaron un instante en el que acababa de pronunciar este brindis, y después respondió:

    —¡Pardiez!, sí, bien dicho. ¡,Por la nación!

    Y apuró el contenido de su vaso de un solo trago, enjugándose después los labios con la manga.

    —¡Hola! —exclamó—, esto es Borgoña.

    —¡Y del bueno! Me han recomendado la marca; al pasar por aquí entré y no me arrepiento de ello; pero sentaos, buen amigo, pues aún queda algo en la botella, y cuando esta se apure, mandaré subir otra de la bodega.

    —¿Y qué nacéis aquí? —preguntó el obrero.

    —Ya lo veis; vengo de Versalles y espero el cortejo para acompañarle a París.

    —¿Qué cortejo?

    —¡Toma! El del Rey, la Reina y el Delfín, que vuelven a París, en compañía de las señoras del mercado y de doscientos individuos de la Asamblea, bajo la protección de la guardia nacional y del señor de Lafayette.

    —¿Conque ha resuelto el ciudadano volver a París?

    —Ha sido forzoso.

    —Ya lo sospeché yo a las tres de la madrugada, cuando marché a París.

    —¡Ah, ah! ¿Habéis marchado a las tres de la madrugada, saliendo de Versalles por curiosidad, a fin de saber lo que iba a pasar?

    —Sí tal; bien deseaba enterarme de lo que sucedería al ciudadano, tanto más cuanto que, sin elogiarme, se trata de un conocido mío; pero ya comprenderéis que el trabajo se antepone a todo; uno tiene mujer e hijos, y es preciso darles de comer, sobre todo ahora, que no se tendrá más la fragua real.

    El desconocido dejó pasar las dos alusiones sin recogerlas.

    —¿Conque era un trabajo urgente el que habíais de ejecutar en París? —insistió.

    —A fe mía que sí, o, por lo menos, lo parece; y se pagaba bien —añadió el obrero haciendo sonar algunos escudos en su bolsillo—, aunque haya recibido el dinero de manos de un criado, lo cual no es nada cortés, sobre todo siendo este alemán, lo que ha impedido que pudiéramos hablar un poco.

    —¿Y vos sois aficionado a hablar?

    —¡Diablo!, cuando no se habla mal de los otros, esto distrae.

    —Y aunque se hable, ¿no es verdad?

    Los dos hombres se echaron a reír, el desconocido mostrando dientes muy blancos, mientras que los del obrero se hallaban en muy mal estado.

    —Así, pues —repitió el desconocido, como hombre que avanza paso a paso, pero que no se detiene por nada—, ¿habéis ido a París a ejecutar un trabajo urgente y bien pagado?

    —Sí.

    —¿Sin duda era cosa difícil?

    —Mucho.

    —¿Alguna cerradura secreta, tal vez?…

    —Una puerta invisible… Imaginaos una casa dentro de otra; cualquiera que tuviese interés en ocultarse, puede estar o no estar; el criado abre la puerta, preguntan por su señor, y responde que no está. «Sí, que está, replica el visitante. ¡Pues bien, buscadle!». Se hace así; pero yo desafío a cualquiera a encontrar al señor. Una puerta de hierro encaja perfectamente en una moldura, y por ella se escapa. Ahora trátase de cubrir todo esto con madera vieja de encina, y será imposible distinguir entre la madera y el hierro.

    —Sí, pero ¿y golpeando encima?…

    —¡Bah!, una plancha de madera sobre una hoja de hierro de una línea, aunque bastante gruesa, para que el sonido sea igual en todas partes… tac… tac… tac… tac… Una vez acabada la cosa, yo mismo me engañaba.

    —¿Y dónde diablos habéis ido para hacer eso?

    —¡Ah!, esta es la cuestión.

    —¿No queréis decirlo?

    —Es que no puedo, atendido que no lo sé.

    —¿Os han vendado los ojos?

    —Precisamente. Se me esperaba con un coche en la barrera, y allí me preguntaron: «¿Sois fulano?». «Sí», contesté. «¡Bueno!, a vos es a quien esperamos; subid». «¿Es preciso?». «Sí». Obedecí, me vendaron los ojos, el coche comenzó a rodar, sin detenerse durante media hora, y después se abrió una puerta, que debía ser muy grande; tropecé en el primer peldaño de una escalinata, y habiendo franqueado diez más, penetré en un vestíbulo, donde encontré un criado alemán, que dijo a los otros: «Está bien; retiraos, porque ya no se os necesita». Todos se fueron, y entonces el alemán, quitándome la venda, me mostró lo que debía hacer. Puse manos a la obra como buen trabajador, y al cabo de una hora ya estaba concluida. Me pagaron en buenos luises de oro, vendáronme los ojos de nuevo, me hicieron subir al coche, me apearon en el lugar mismo en que subí deseáronme buen viaje, y aquí estoy.

    —¿Sin haber visto nada, ni aun de reojo? ¡Qué diablo!, una venda no se oprime tanto que no se pueda atisbar alguna, cosa a derecha o izquierda.

    —¡Oh, oh!

    —¡Vamos… vamos! Confesad que habéis visto alguna cosa —dijo el extranjero con viveza.

    —La verdad es que al dar un paso en falso, al chocar contra el primer escalón, me aproveché de esto para hacer un ademán, y entonces se desarregló un poco la venda.

    —¿Y entonces?… —preguntó el desconocido con la misma viveza.

    —Vi una fila de árboles a mi izquierda, lo cual me hizo creer que la casa estaba en un bulevar; pero esto es todo.

    —¿Todo?

    —Palabra de honor.

    —Pues a la verdad que esto no dice mucho.

    —Es cierto, atendido que los bulevares son largos, y que hay más de una casa con puerta grande y pórtico desde el café de San Honorato a la Bastilla.

    —¿De modo que no reconoceríais el edificio?

    El cerrajero reflexionó un instante.

    —No, a fe mía —dijo—; no sería capaz de ello.

    El desconocido, cuyo rostro no decía al parecer sino lo que él quería, quedó aparentemente satisfecho de aquella seguridad.

    —Pero ¡ah! —exclamó de repente, como pasando a otro orden de ideas—. ¿Cómo es que habiendo cerrajeros en París, envían a buscarlos a Versalles las personas que necesitan puertas secretas?

    Al decir estas palabras, llenó el vaso de vino de su compañero y golpeó la mesa con la botella vacía, a fin de que el dueño trajese otra llena.

    Capítulo II

    EL MAESTRO GAMAIN

    El cerrajero elevó el vaso a la altura de sus ojos y miró el vino con marcada complacencia. Después lo probó con satisfacción.

    —Sí tal —dijo—, en París hay cerrajeros. —Y bebió algunas gotas de vino—. Y también maestros.

    Y volvió a beber.

    —Eso es lo que yo me decía —dijo su interlocutor.

    —Sí; pero hay maestros de maestros.

    —¡Ah, ah! —exclamó el desconocido sonriendo—, veo que sois como San Eloy, maestro de maestros.

    —Y sobre todo. ¿Sois del oficio?

    —Casi, casi.

    —¿Y cuál ejercéis?

    —Soy armero.

    —¿Tenéis aquí alguna muestra de vuestro trabajo?

    —Ved este fusil.

    El cerrajero tomó el arma de manos del desconocido, la examinó atentamente, hizo funcionar los resortes, aprobó, con un movimiento de cabeza, el crujido del gatillo, y, al fin, leyendo el nombre inscrito en el cañón y en la llave:

    —¿Leclére? —preguntó—. ¡Esto es imposible, amigo! Leclére tiene veintiocho años cuando más, y nosotros dos nos acercamos a los cincuenta, dicho sea sin que os desagrade.

    —Es verdad —replicó el otro—, yo no soy Leclére, pero es lo mismo.

    —¿Cómo que es lo mismo?

    —Sin duda, puesto que soy su maestro.

    —¡Ah!, esto es bueno —exclamó el cerrajero riéndose—; esto es codo si yo os dijese: «No soy el Rey, pero es lo mismo».

    —¡Cómo! —exclamó el desconocido.

    —Es claro, puesto que yo soy su maestro —dijo el cerrajero.

    —¡Oh! —exclamó el desconocido levantándose y parodiando el saludo militar—, ¿tendría acaso el honor de hablar con el maestro Gamain?

    —El mismo en persona, y para serviros si pudiera —contestó el cerrajero, satisfecho del efecto que su nombre había producido.

    —¡Diablo! —exclamó su interlocutor—, no sabía que trataba con un hombre tan notable.

    —¿Cómo?

    —Con un hombre tan notable —repitió el desconocido.

    —Tan consecuente, si os place.

    —Vamos, dispensad —continuó el armero sonriéndole—; pero ya sabéis que un hombre de mi oficio no habla el francés como un maestro. ¡Y un maestro del Rey de Francia!

    Y después, prosiguiendo la conversación en otro tono, añadió:

    —Decidme, creo que no tendrá nada de divertido ser maestro del Rey.

    —¿Por qué?

    —¡Diablo!, cuando es preciso arreglarse siempre para decir buenos días o buenas noches…

    —Eso no es nada.

    —Cuando se debe decir: «Tome Vuestra Majestad esta llave con la mano izquierda», o bien: «Señor, coged esa lima con la mano derecha».

    —Pues precisamente, he aquí dónde está el encanto con el Rey, porque es un buen hombre en el fondo, os lo aseguro. Una vez en la fragua, cuando tenía puesto el mandil y las mangas de la camisa arremangadas, jamás se hubiera dicho que era el hijo mayor de San Luis, según le llaman.

    —En efecto, tenéis razón, es extraordinario que un rey se parezca tanto a otro hombre.

    —¿No es verdad que sí? Largo tiempo hace que los que se acercan a él lo han echado de ver.

    —¡Oh!, esto no sería nada si solamente los que se acercan a él lo hubiesen notado —repuso el desconocido con una sonrisa extraña—; pero los que se alejan son particularmente los que se aperciben de ello.

    Gamain miró a su interlocutor con cierto asombro.

    Mas el armero, que había olvidado ya su papel, tomando una palabra por la otra, no le dio tiempo para pensar el valor de la frase que acababa de pronunciar, y reanudó la conversación, diciendo:

    —A mí me parece humillante que a un hombre que es como otro, se le llame Señor y Majestad.

    —Pero advertid que no es preciso llamarle así; una vez en la fragua, ya no hay nada de esto; yo le llamo ciudadano, y él me llama Gamain a secas; pero él me tuteaba, y yo a él no.

    —Sí, pero cuando llegaba la hora de almorzar o de comer, se enviaba a Gamain a la cocina, con los criados y los lacayos.

    —¡Oh!, no jamás ha hecho eso; y muy por el contrario, mandaba que me trajeran una mesa, ya servida, a la misma fragua, y a menudo sentábase a ella para almorzar conmigo. «¡Bah!, decía, no iré a ver a la Reina para almorzar con ella, y así no será necesario lavarme las manos».

    —No comprendo bien.

    —¿No comprendéis que cuando el Rey acababa de trabajar conmigo, manejando el hierro tenía las manos como nosotros? Por lo demás, esto no nos impide ser honrados; pero la Reina le decía, con su aire de timorata: ¡Uf!, ¡señor, tenéis las manos sucias! ¡Como si se pudiera tener las manos limpias cuando se acaba de trabajar en la fragua!

    —No me habléis —dijo el desconocido—, porque eso hace llorar.

    —En resumen, el Rey no estaba contento más que allí o en su gabinete de geografía, conmigo o con su bibliotecario; mas creo que a mí era a quien profesaba mayor cariño.

    —No importa, siempre creeré que no tiene nada de divertido ser maestro de un discípulo malo.

    —¡Un discípulo malo! —exclamó Gamain—. ¡Oh!, nada de eso; no debéis decir tal cosa, y hasta es una desgracia que haya venido al mundo como rey, y que deba ocuparse en una infinidad de necedades como las que le distraen, en vez de seguir haciendo progresos en su arte. No será nunca más que un pobre monarca; es honrado en demasía y hubiera sido un excelente cerrajero.

    —Hay un hombre a quien yo aborrecía, en el tiempo de que hablo, por las horas que le hacía perder: era el señor Necker. ¡Dios mío!, ¡cuánto tiempo le hizo malgastar con sus consultas y conferencias!

    —Y con sus cuentas azules, o cuentas en el aire, como se decía.

    —Bien, amigo mío, pero decid…

    —¿Qué?

    —Que debía ser una fortuna para vos tener un discípulo de ese calibre.

    —Pues nada de eso, y precisamente en este punto os engañáis; a ello se debe que yo tenga mala voluntad a Luis XVI, al padre de la patria, al restaurador de la nación francesa; a mí me creen rico, como Creso, y soy tan pobre como Job.

    —¿Que sois pobre? ¿Pero que se hacía del dinero?

    —Pues el Rey daba una mitad a los pobres y la otra a los ricos; de modo que jamás tenía un cuarto, sin contar que los Coigny, los Vaudreuil y los Polignac, saqueaban al pobre hombre. Cierto día quiso reducir el sueldo del señor de Coigny; pero este fue a esperarle a la puerta de la fragua, y cinco minutos después de hallarse fuera, entró muy pálido en sus habitaciones, diciendo: ¡Ah!, a fe mía he creído que se proponía pegarme. ¿Y el sueldo, señor?, le pregunté yo. «Le he dejado como estaba, me contestó; no tenía más remedio». Otro día quiso hacer observaciones a la Reina acerca de una canastilla de la señora de Polignac, que valía trescientos mil francos.

    —¿Qué os parece?

    —Muy bien.

    —Pues no era bastante; la reina quiso que se la diese una de quinientos mil; y he aquí cómo esos Polignac, que diez años hace no tenían un cuarto, acaban de salir de Francia con dos millones. ¡Si al menos valiesen algo, pase; pero dad a todos esos personajes un yunque y un martillo, y no servirán ni para forjar una herradura; y dadles una lima, y no serán capaces de construir un tornillo de cerradura! En cambio son buenos oradores, caballeros, como ellos dicen, que han impulsado al Rey hacia adelante, y que hoy le dejan salir de sus apuros como pueda, con M. Bailly, el señor de Lafayette y Mirabeau; mientras que a mí, que le he dado tan buenos consejos, si hubiera querido escucharme, me deja así con mil quinientas libras de sueldo que me ha señalado; ¡a mí, su mejor maestro, a mí, su amigo, a mí, que le he puesto la lima en la mano!

    —Sí; pero cuando trabajáis con él, siempre habrá alguna gratificación.

    —¿Acaso trabajo yo con él ahora? ¡Por lo pronto, esto sería comprometerme! Desde la toma de la Bastilla no había puesto los pies en el palacio; una vez o dos le encontré; mas a la primera había mucha gente en la calle y se limitó a saludarme; la segunda fue en el camino de Satory; estábamos solos y mandó detener su coche. «Buenos días, mi pobre Gamain», dijo suspirando.

    —Vamos, ¿no es verdad que la cosa no marcha como deseáis? —le dije—. Así aprenderéis… «¿Y tu mujer y tus hijos, están todos buenos?…». «Perfectamente, con un apetito del diablo», y esto es todo… «Toma, dijo el Rey, les harás este regalito de parte mía». Y rebuscando en sus bolsillos, reunió la cantidad de nueve luises. «Es todo cuanto llevo, mi pobre Gamain, dijo, y estoy avergonzado de hacerte tan pobre donativo». En efecto, convendréis en que hay de qué avergonzarse: un rey que solamente lleva nueve luises en los bolsillos, un rey que hace a un compañero, a un amigo, un regalo de nueve luises… Por eso…

    —¿Habéis rehusado?

    —No. Yo me dije: «Debo tomarlos de todos modos, pues encontraría otro menos vergonzoso que los aceptaría». Pero es igual, y puede estar muy tranquilo, pues no pondré los pies en Versalles si no envía a buscarme; y aún, aún…

    —Corazón agradecido —murmuró el armero.

    —¿Qué decís?

    —Digo que es conmovedor, maestro Gamain, ver una abnegación como la vuestra, que sobrevive a la mala fortuna. ¡Vaya el último vaso de vino a la salud de nuestro discípulo!

    —¡Ah!, no lo merece mucho; pero, no importa. ¡Vaya, a su salud!

    Y bebió.

    —Y cuando pienso —continuó—, que tenía en sus bodegas diez mil botellas, de las que, la más barata, valía diez veces más que esta, y que nunca dijo a uno de sus lacayos: «Fulano, lleva algunas botellas de vino a casa de mi amigo Gamain». ¡Ah!, sí, ha preferido que beban sus guardias de corps, sus suizos y sus soldados del regimiento de Flandes. ¡De mucho le ha servido!

    —¡Cómo ha de ser! —replicó el armero apurando su vaso a sorbitos—; los reyes son así, todos ingratos. Pero ¡chist!, no estamos solos.

    En efecto, tres individuos, dos hombres del pueblo y una vendedora de pescado, acababan de entrar en la misma taberna, y tomando asiento en la mesa opuesta a la en que el desconocido apuraba su segunda botella con el maestro Gamain.

    El cerrajero fijó la vista en los recién venidos y los examinó con una atención que hizo sonreír al armero.

    Efectivamente, aquellos tres personajes parecían dignos de alguna atención.

    De los dos hombres, uno de ellos era todo busto, y el otro todo piernas; en cuanto a la mujer, hubiera sido difícil averiguar lo que era.

    De aquellos dos hombres, el primero parecía un enano, pues apenas llegaba su estatura a cinco pies, debiéndose esto tal vez a la conformación de sus rodillas, que, cuando el individuo estaba derecho, se tocaban por dentro, a pesar de la desviación de los pies. Su rostro, en vez de compensar esta conformidad parecía hacerla más marcada; sus cabellos, grasosos y sucios, aplanábanse sobre una frente deprimida; sus cejas, mal dibujadas, parecían haber crecido por casualidad; sus ojos, vidriosos en el estado normal, eran opacos y apagados como los de un sapo; pero en los momentos de irritación, brillaban como la pupila contraída de una víbora furiosa; tenía la nariz achatada, y desviándose de la línea recta hacía resaltar más la prominencia de los pómulos de las mejillas, completando, en fin, tan repugnante conjunto una boca torcida, con labios amarillentos y algunos raros dientes vacilantes y negros.

    A primera vista, aquel hombre parecía tener en las venas hiel en vez de sangre.

    El segundo hombre, al contrario del primero, que tenía las piernas cortas y torcidas, parecía una garza subida en zancos; la semejanza con el ave que acabamos de compararle era tanto mayor cuanto que, jorobado como ella y con la cabeza completamente perdida entre los hombros, no se distinguía esta sino por dos ojos, que parecían dos manchas de sangre, y por la nariz, puntiaguda como un pico. Hubiérase creído a primera vista que, así como la garza, tendría la facultad de prolongar su cuello, como un resorte, para hacer daño a cierta distancia; mas no era así; solamente sus brazos estaban dotados de la elasticidad que faltaba al cuello, y sentado como se hallaba, le habría sido suficiente prolongar el dedo, sin la menor inclinación de su cuerpo, para recoger un pañuelo que se le acababa de caer, después de enjugar su frente humedecida a la vez por el sudor y la lluvia.

    El tercero, o la tercera, como se quiera, era un ser anfibio, cuya especie se podía reconocer muy bien; pero era difícil distinguir el sexo. Era hombre o mujer de treinta a cuarenta años, que llevaba un elegante traje de pescadera, con cadenas de oro, pendientes de lo mismo y pañuelo de blonda. Sus facciones, en cuanto podían distinguirse a través de la capa de blanquete y de colorete que las cubría, y de las moscas de todas formas que parecían constelaciones en aquella, estaban ligeramente gastadas, como se nota en las razas vulgares. Cuando se habían visto una vez, y cuando su aspecto inspiraba la duda que acabamos de expresar, se esperaba con impaciencia que su boca se abriese para pronunciar algunas palabras, considerándose que el sonido de su voz comunicaría a toda su persona dudosa un carácter por el cual sería posible reconocerla. Pero no era así: su voz, que parecía de soprano, dejaba al curioso y al observador más profundos sumidos en la duda respecto a su persona; el oído no explicaba el aspecto ni completaba el conjunto.

    Las medias y los zapatos de los hombres, así como los de la mujer, indicaban que recorrían las calles hacía largo tiempo.

    —Es extraño —dijo Gamain—; me parece que conozco a esa mujer.

    —Tal vez; pero desde el momento en que esas tres personas se hallan juntas, apreciable señor Gamain —dijo el armero cogiendo su fusil y encasquetándose el gorro hasta las orejas—, es porque tienen algo que hacer, y siendo así, es preciso dejarlos solos.

    —¿Pero los conocéis vos? —preguntó Gamain.

    —Sí, de vista —contestó al armero—. ¿Y vos?

    —Yo diría que no es la primera vez que veo a esa mujer.

    —En la corte probablemente —replicó el desconocido.

    —¡Bah! ¡Una pescadera!

    —Es que van allí con frecuencia desde hace algún tiempo.

    —Pues si conocéis a esta gente, nombrad los dos hombres, y esto me ayudará sin duda a reconocer a la mujer.

    —¿Los dos hombres?

    —Sí.

    —¿Cuál queréis que nombre primero?

    —El patizambo.

    —Es Juan Pablo Marat.

    —¡Ah, ah!

    —¿Qué más?

    —¿Cómo se llama el jorobado?

    —Próspero Varrieres.

    —¡Ah, ah!

    —Vamos, ¿recordaréis ahora quién es la pescadera?

    —A fe mía que no.

    —Buscad.

    —No puedo formar idea.

    —Pues bien, la pescadera…

    —Esperad… pero no… sí… no… sí… no.

    —Vamos, sí.

    —¡Es imposible!

    —Bien parece serlo.

    —¿Es?…

    —Vaya, veo que no la nombraréis nunca, y que es preciso que yo lo haga: la pescadera es el duque de Aiguillon.

    Al oír pronunciar este nombre, la pescadera se estremeció y volvió la cabeza, así como sus dos compañeros.

    Todos tres hicieron un movimiento para levantarse, como se haría a un jefe a quien se quisiera manifestar diferencia.

    Pero el desconocido aplicó un dedo a sus labios y pasó.

    Gamain le siguió, creyendo que soñaba.

    En la puerta tropezó con un individuo que al parecer huía, perseguido por gente que gritaba:

    —¡El peluquero de la Reina, el peluquero de la Reina!

    Entre los perseguidores que corrían y gritaban, veíanse dos que llevaban cada cual una cabeza ensangrentada en la punta de una pica. Eran las de dos desgraciados guardias, Varicourt y Deshuttes, que separadas del cuerpo por un individuo llamado el gran Nicolás, habían sido colocadas en las picas por la multitud.

    Aquellas cabezas, como hemos dicho, servían de banderas a la gente que corría en persecución del desgraciado con quien Gamain estaba a punto de tropezar.

    —¡Toma! —exclamó este—, es Leonardo.

    —¡Silencio!, no me nombréis —exclamó el peluquero precipitándose en la taberna.

    —¿Qué le quieren? —preguntó el cerrajero al desconocido.

    —¿Quién sabe? —contestó este—; tal vez se desea que rize las cabezas de esos pobres diablos. ¡Se conciben tan singulares ideas en tiempo de revolución!

    Y se confundió con la multitud, dejando a Gamain, de quien sin duda había obtenido todo cuanto necesitaba, y el cual marchó en dirección a Versalles, a lo que le llamaba su taller.

    Capítulo III

    CAGLIOSTRO

    Era tanto más fácil para el desconocido confundirse en la multitud cuando que esta era muy numerosa.

    Se titulaba vanguardia del cortejo del Rey, de la Reina y del Delfín.

    Había salido de Versalles, según dijo el Rey, a eso de la una de la tarde.

    La Reina, el Delfín, madame Royale, el conde de Provenza, madama Isabel Andrea, habían tomado asiento en la carroza.

    Cien coches conducían a los individuos de la Asamblea nacional que se habían declarado inseparables del Rey.

    El conde de Charny y Billot se habían quedado en Versalles, para cumplir con los últimos deberes respecto al barón Jorge de Charny, muerto, como ya hemos dicho, en aquella terrible noche del 5 al 6 de octubre, y para evitar que se mutilase su cuerpo, como se habían mutilado los de los guardias de corps Varicourt y Deshuttes.

    Aquella vanguardia, de la cual hemos hablado ya, y que había salido de Versalles dos horas antes que el Rey, precediéndole en un cuarto de hora poco más o menos, se había reunido en cierto modo con los que llevaban las dos cabezas de los guardias a guisa de bandera.

    Como la vanguardia se había detenido delante de la taberna del puente de Sevres, las cabezas quedaron inmóviles.

    Esta vanguardia se componía de míseros descamisados casi beodos, espuma flotante en la superficie de toda inundación, bien sea esta de agua o de lava.

    De improviso prodújose en aquella multitud gran tumulto: se acababan de ver las bayonetas de la guardia nacional y el caballo blanco de Lafayette, que precedía seguidamente al coche del Rey.

    A Lafayette le agradaban mucho las reuniones populares; en medio del pueblo de París, del que era el ídolo, reinaba verdaderamente.

    Pero no le agradaba el populacho.

    París, como Roma, tenía su plebe plebécula.

    Le disgustaban, sobre todo, esa especie de ejecuciones que el pueblo practicaba por su mano, y ya se ha visto que hizo cuando le fue posible para salvar a Flesselles, a Foullon y a Bertier de Sauvigny.

    Aquella vanguardia había tomado la delantera para ocultar su trofeo, conservando las sangrientas insignias que demostraban su victoria.

    Mas parece que, reforzados con el triunvirato que habían tenido la suerte de encontrar en la taberna, los portaestandartes hallaron medio de eludir a Lafayette, pues, rehusaron marchar con sus compañeros, alegando que como Su Majestad había declarado que no quería separarse de sus fieles guardias, esperarían al Rey para servirle de cortejo.

    En su consecuencia, la vanguardia, habiendo recobrado fuerzas, emprendió de nuevo la marcha.

    Aquella multitud que avanzaba por el camino real de Versalles a París, semejante a una cloaca desbordada, que después de la tempestad arrastra en sus hondas negras y cenagosas a los habitantes de un palacio que halló a su paso y derribó con su violencia, aquella multitud, decimos, tenía a cada lado del camino una especie de remolino formado por las poblaciones de los pueblos inmediatos, que acudían para ver que pasaba. De los que llegaban así, algunos, y era el menor número, confundíanse con la multitud para formar parte del cortejo del Rey, mezclando sus gritos y sus clamores con los que ya se oían; pero la mayor parte de los curiosos se quedaban en ambos lados del camino, inmóviles y en silencio.

    ¿Diremos por eso que simpatizaban con el Rey y la Reina? No, pues a menos de pertenecer a la clase aristocrática de la sociedad, todo el mundo, hasta la clase media, se resentía poco o mucho del hambre espantosa que acababa de invadir a toda Francia. Por lo tanto, para no insultar al Rey, a la Reina y al Delfín, se callaban, y el silencio de la multitud es tal vez peor aún que sus insultos.

    En cambio, por el contrario, aquella muchedumbre gritaba a voz en cuello: «¡Viva Lafayette!», y este levantaba su sombrero de vez en cuando con la mano izquierda, saludando con su espada en la derecha. También se oía gritar: «¡Viva Mirabeau!», el cual asomaba de vez en cuando la cabeza por la portezuela de la carroza donde iba, oprimido entre los demás, ansioso de aspirar el aire exterior, necesario para sus grandes pulmones.

    Por eso el desgraciado Luis XVI, para quien todo era silencio, oía aplaudir delante de él la cosa que había perdido, la popularidad, y lo que le había faltado siempre, el genio.

    Gilberto, así como lo había hecho en el viaje del Rey solo, iba confundido con todo el mundo junto a la portezuela derecha de la carroza del monarca, es decir, al lado de la Reina.

    María Antonieta, que no había podido comprender jamás aquella especie de estoicismo de Gilberto, a quien la rigidez americana había comunicado mayor aspereza, miraba con asombro a aquel hombre que, sin amor y abnegación para sus soberanos, llenaba simplemente cerca de ellos lo que llamaba un deber, aunque mostrándose dispuesto a practicar en su favor todo cuanto se hace por fidelidad y por cariño.

    Más aún, pues no hubiera vacilado en morir por ellos; y muchas abnegaciones de amor no llegan hasta este punto.

    A los dos lados del coche del Rey y de la Reina —además de aquella especie de fila de personas a pie que se había apoderado de aquel sitio, los unos por la curiosidad y los otros para estar dispuestos a socorrer, en caso necesario, a los augustos viajeros, siendo muy pocos los que tenían malas intenciones—, avanzaban por las dos orillas del camino, hundiéndose en el barro, que tenía seis pulgadas de profundidad, las mujeres y los hombres fuertes del mercado, que parecían rodar de vez en cuando, enmedio de su abigarrada corriente de ramos y cintas, un objeto más compacto.

    Era tal vez algún cañón o un furgón cargado de mujeres, que cantaban ruidosamente, gritando con voz descompasada.

    Lo que cantaban era nuestra antigua canción popular, que comienza así:

    La panadera tiene cuartos,

    pero bien poco le cuestan.

    Lo que decían era la nueva fórmula de sus esperanzas:

    «Ya no nos faltará pan, porque traemos al panadero, la panadera y el mozo de la tahona».

    La Reina parecía escuchar todo esto sin comprender nada. Tenía entre sus piernas, de pie, al pequeño Delfín, que miraba a aquella multitud con ese aire de espanto con que los hijos de los príncipes miran a la muchedumbre —en la hora de las revoluciones—, como nosotros vimos que la miraban el rey de Roma, el duque de Burdeos y el conde de París.

    Pero nuestra multitud era más desdeñosa y más magnánima que aquella otra, porque era más fuerte y comprendía que le era dado hacer gracia.

    El Rey, por su parte, miraba todo aquello con expresión grave y triste; apenas había dormido la noche anterior; comió mal en su almuerzo; faltóle tiempo para empolvar otra vez su cabeza; llevaba la barba muy larga y la ropa blanca arrugada, cosas que le molestaban infinitamente. ¡Ah!, ¡el pobre Rey no era hombre para las circunstancias difíciles, y por eso en todas ellas doblaba la cabeza! ¡Un solo día la levantó, y fue en el cadalso, en el momento en que iba a caer!

    Madame Isabel era ese ángel de dulzura y de resignación que Dios había puesto junto a dos seres condenados; debía consolar al Rey en el Temple, por la ausencia de la Reina, consolando después a esta en la Conserjería por la muerte del Rey.

    El conde de Provenza, como siempre, tenía su mirada oblicua y falsa; bien sabía que por el pronto, al menos, no le amenazaba ningún peligro, pues en aquel momento era popular en la familia. ¿Por qué? No se sabe nada; tal vez porque se había quedado en Francia, mientras que su hermano, el conde de Artois, se había marchado.

    Pero si el Rey hubiese podido leer en el fondo del corazón del conde de Provenza, falta saber si lo que hubiese encontrado allí le habría dejado intacto ese agradecimiento que le consagró, por lo que él consideraba un acto de abnegación.

    En cuanto a Andrea, parecía de mármol; no había dormido más que la Reina, ni comido tampoco mejor que el Rey, pero las necesidades de la vida no hacían mella, al parecer, en aquella naturaleza excepcional. Tampoco había tenido tiempo para arreglar su tocado a cambiar de traje; pero ni un solo cabello de su cabeza estaba fuera de sitio, ni un solo pliegue de su vestido indicaba un rozamiento inusitado.

    Así como una estatua, aquellas oleadas que se movían en tomo suyo, sin que fijase en ellas su atención, parecían dejarla más lisa y más blanca; era evidente que aquella mujer tenía en el fondo de la cabeza o del corazón un pensamiento único y luminoso para ella sola, al que tendía su alma, como tiende a la estrella polar la aguja imantada. Especie de sombra entre los vivos, tan sólo una cosa indicaba que vivía, y era el relámpago involuntario que se escapaba de sus ojos siempre que estos se encontraban con los de Gilberto.

    A unos cien pasos de llegar a la pequeña taberna de que hemos hablado, el cortejo se detuvo y los gritos redoblaron en toda la línea.

    La Reina se inclinó ligeramente fuera de la portezuela, y este movimiento, aunque pareciese un saludo, hizo murmurar a la multitud.

    —Señor Gilberto —dijo.

    El doctor se acercó a la portezuela; y como desde Versalles llevaba el sombrero en la mano, no le fue necesario descubrirse en señal de respeto a la Reina.

    —¿Qué deseáis, señora? —preguntó.

    Estas palabras, por la entonación con que fueron pronunciadas, indicaban que Gilberto estaba completamente a las órdenes de la Reina.

    —Señor Gilberto —continuó—. ¿Qué canta ahora, qué grita, o qué dice vuestro pueblo?

    Por la forma misma de esta frase, que la Reina había preparado de antemano, y que hacía largo tiempo sin duda murmuraba entre dientes, veíase que su intención era lanzada a la faz de aquella multitud por la portezuela.

    Gilberto dejó escapar un suspiro que significaba «¡Siempre la misma!».

    Después, con una profunda expresión de melancolía, exclamó:

    —¡Ay de mí!, señora, ese pueblo que llamáis mío, ha sido vuestro en otro tiempo, y hace menos de veinte años que el señor de Brissac, seductor cortesano, a quien inútilmente busco aquí, os mostraba desde el balcón de la Casa de la Ciudad a ese mismo pueblo, gritando: «¡Viva la Delfina!», y os decía después: «¡Señora, ahí tenéis doscientos mil enamorados!».

    La Reina se mordió los labios; era imposible hallar ninguna falta en la contestación, ni tampoco en cuanto al respeto.

    —Sí, es verdad —repuso la Reina—; esto prueba tan sólo que los pueblos cambian.

    Esta vez, Gilberto se inclinó, pero sin contestar.

    —Os había hecho una pregunta, señor Gilberto —dijo la Reina, con esa insistencia que manifestaba en todo, incluso en las cosas que debían serle desagradables.

    —Sí, señora —dijo Gilberto—, y voy a contestar, puesto que Vuestra Majestad se empeña. El pueblo canta:

    La panadera tiene cuartos,

    pero bien poco le cuestan.

    —Ya sabéis a quien llama el pueblo la panadera.

    —Sí, caballero, ya sé que me dispensa este honor; pero estoy acostumbrada a los sobrenombres, y en otro tiempo me llamaban señora Déficit. ¿Habrá alguna analogía entre el primer nombre y el segundo?

    —Sí, señora, y para asegurarlo basta que penséis los dos primeros versos que os he dicho:

    La panadera tiene cuartos,

    pero bien poco le cuestan.

    La Reina repitió estas palabras, y dijo después:

    —No comprendo, caballero.

    Gilberto guardó silencio.

    —¡Vamos! —exclamó la Reina impaciente—. ¿No habéis oído que no comprendo?

    —¿Y Vuestra Majestad insiste en obtener una explicación?

    —Sin duda.

    —Esto quiere decir, señora, que Vuestra Majestad ha tenido ministros muy complacientes, sobre todo los de Hacienda, y en particular el señor de Calonne; el pueblo sabe que a Vuestra Majestad le bastaba pedir para obtener, y como pedir cuesta poco cuando una es Reina, atendido que la demanda es una orden, el pueblo canta: «La panadera tiene cuartos, Pero bien poco le cuestan». Es decir, que no le cuestan más que el trabajo de solicitar.

    La Reina oprimió su blanca mano sobre el terciopelo rojo de la portezuela.

    —Pues bien, sea —dijo—, ya sabemos lo que canta, y ahora, señor Gilberto, ya que lo explicáis tan bien, pasemos a lo que dice.

    —Es lo siguiente: «No carecemos ya de pan, puesto que tenemos el panadero, la panadera y el mozo de tahona».

    —¿Vais a explicarme esta segunda insolencia tan claramente como la primera? Confío en ello.

    —Señora —dijo Gilberto con la misma dulzura melancólica—, si quisierais pesar bien, no las palabras tal vez, sino la intención del pueblo, veríais que no tenéis tanto motivo como os parece para quejaros.

    —Veamos eso —replicó la Reina con una sonrisa nerviosa—. Ya sabéis que no deseo más que instruirme; señor doctor, decid; ya escucho.

    —Con razón o sin ella, señora le han dicho al pueblo que en Versalles se hacía un gran comercio de harinas, y que por esta causa no llegaban ya a París. ¿Quién alimenta al pobre pueblo? El panadero y la panadera del barrio.

    ¿Hacia quién vuelven sus manos suplicantes, el padre, el esposo y el hijo, cuando, faltos de recursos, se mueren de hambre? Hacia el panadero y la panadera. ¿A quién suplican, después de Dios, que hace crecer las mieses? A los que distribuyen el pan. ¿No sois vos, señora, no son el Rey y vuestro augusto hijo los distribuidores del pan de Dios? No os extrañéis, pues, el dulce nombre con que ese pueblo os designa, y dadle gracias por su esperanza de que, hallándose el Rey, la Reina y el señor Delfín enmedio de un millón doscientos mil hambrientos, estos últimos no carecerán de nada.

    La Reina cerró un instante los ojos, e hizo un movimiento con la mandíbula y el cuello como si se tratase de tragar su odio, al mismo tiempo que la amarga saliva que abrasaba su garganta.

    —¿Y debemos agradecer a ese pueblo que grita allá abajo, delante y detrás de nosotros, debemos agradecerle, así como los motes que nos da, las canciones que nos entona?

    —Sí, señora, y más sinceramente aún, porque esa canción no expresa más que su buen humor, y porque los sobrenombres que os da no son otra cosa sino la manifestación de sus esperanzas, mientras que los gritos que profiere indican su deseo.

    —¡Ah!, ¿el pueblo desea que los señores de Lafayette y Mirabeau vivan?

    Según se ve, la Reina había oído perfectamente los cantos, las palabras y hasta los gritos.

    —Sí, señora —contestó Gilberto—, pues viviendo el señor de Lafayette y Mirabeau, que están separados, como veis, en este momento, separados por el abismo sobre el cual estáis suspendida, pueden reunirse los dos y salvar la monarquía.

    —Es decir, que entonces, caballero —exclamó la Reina—, ¿la monarquía se halla tan baja que no puede ser salvada sino por esos dos hombres?

    Gilberto iba a contestar cuando algunos gritos de espanto, mezclados con atroces carcajadas, se oyeron en aquel instante, efectuándose en la multitud un gran movimiento que, en vez de alejar al doctor, acercóle más a la portezuela, a la cual se agarró, adivinando que sucedía o iba a suceder alguna cosa que tal vez exigiría, para la defensa de la Reina, servirse de su palabra o de su fuerza.

    Eran los dos individuos que llevaban las cabezas en las picas, y que después de haber obligado al infeliz Leonardo a enpolvarlas y rizarlas, querían tener la horrible satisfacción de presentarlas a la reina, así como otros, o tal vez los mismos, se proporcionaron el placer de presentar a Bertier la cabeza de su suegro Foullon.

    Aquellos gritos eran los que profería, a la vista de las dos cabezas, la compacta multitud, apartándose y rechazándose a sí propia con expresión de espanto, para que pasasen los dos individuos.

    —¡En nombre del cielo, señora —dijo el doctor—, no miréis a la derecha!

    La Reina no era mujer que obedeciera a semejante intimación sin asegurarse de la causa que motivaba aquella súplica.

    Por lo tanto, su primer movimiento fue volver la cabeza hacia el lado que Gilberto prohibía, y entonces profirió un grito terrible.

    Pero de improviso sus ojos se desviaron del horrible espectáculo, como si acabasen de ver otro más horrible aún, fijándose en lo que parecía ser para ella una cabeza de Medusa, de la cual no podían separarse.

    Esta cabeza de Medusa era la del desconocido a quien vimos antes hablando y bebiendo con el maestro Gamain, en la taberna del puente de Sevres, y que estaba de pie, cruzado de brazos, apoyándose en un árbol.

    La mano de la Reina se apartó de la portezuela de terciopelo, y tocando el hombro del doctor Gilberto, se crispó sobre él con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en la ropa.

    Gilberto se volvió, y entonces pudo ver a la Reina, pálida, con los labios lívidos y temblorosos y la voz alterada.

    Tal vez hubiera atribuido esta sobreexcitación nerviosa a la presencia de las dos cabezas, si los ojos de María Antonieta hubieran estado fijos en la una o en la otra.

    Pero su mirada se dirigía más lejos, horizontalmente, y a la altura de un hombre.

    Gilberto siguió la misma dirección, y como la Reina había proferido un grito de terror, él dejó escapar otro de asombro.

    Y después los dos murmuraron a la vez:

    —¡Cagliostro!

    El hombre apoyado contra el árbol, veía por su parte a la Reina perfectamente.

    De pronto hizo una señal a Gilberto, como para indicarle que se acercara.

    En aquel instante los coches hicieron un movimiento para continuar la marcha.

    Maquinalmente, como por un instinto natural, la Reina empujó a Gilberto para que no le pasasen las ruedas sobre los pies.

    El doctor creyó que le impelía hacia aquel hombre.

    Aunque la Reina no le hubiera empujado, cuando hubo reconocido al hombre por lo que era, no era ya en cierto modo dueño de no ir a reunirse con él.

    En su consecuencia, esperó inmóvil a que pasara el cortejo, y después, siguiendo al falso obrero, que de vez en cuando volvía la cabeza para ver si era seguido, penetró detrás de él en una callejuela que conducía a Bellevue por una pendiente bastante rápida, y desapareció detrás de una pared, precisamente en el momento en que, por el lado de París, se perdía de vista el cortejo, tan completamente oculto por el declive de la montaña como si hubiera estado en un abismo.

    Capítulo IV

    LA FATALIDAD

    Gilberto siguió a su guía a la distancia de veinte pasos, poco más o menos, hasta la mitad de la pendiente, y allí, como se hallasen frente a una gran casa muy hermosa, el desconocido sacó una llave de su faltriquera y abrió una puertecilla destinada a dar paso al amo de aquel edificio, cuando este quería salir sin que le vieran sus criados, o bien volver desapercibido.

    Dejó la puerta entornada, indicando con esto, tan claramente como le era posible, que invitaba a su compañero a entrar también.

    Hízolo así Gilberto, empujando con suavidad la puerta, que se deslizó sobre sus goznes, cerrándose sin que se oyera ruido.

    Semejante cerradura hubiera sido la admiración del maestro Gamain.

    Una vez dentro, Gilberto se encontró en un corredor de dobles paredes, en el cual se hallaban incrustadas, a la altura de un hombre, es decir, de manera que los ojos no perdieran ninguno de los maravillosos detalles, unas planchas de bronce, modeladas sobre aquellas con que Ghiberti había enriquecido la puerta del bautisterio de Florencia.

    Los pies se hundían en una suave alfombra de Turquía. A la izquierda veíase una puerta abierta, y pensando Gilberto que se había dejado así para que él pasara, entró en un salón tapizado con seda de la India, con los muebles forrados de la misma tela. Una de esas aves fantásticas, como las que pintan o bordan los chinos, cubría el techo con sus alas de oro y azul, sosteniendo entre sus garras la araña que, con sus candelabros de un trabajo magnífico, representaba grupos de uses iluminando el salón.

    Un solo cuadro adornaba aquel lujoso aposento, formando juego con el espejo colocado sobre la estufa. Representaba una virgen de Rafael. Gilberto se entretenía en admirar aquella obra maestra, cuando oyó, o más bien adivinó, que se abría una puerta detrás de él; volvió la cabeza y reconoció a Cagliostro, que salía de una especie de gabinete tocador.

    Un instante le había bastado para borrar las manchas de sus brazos y de su rostro, y para comunicar a sus cabellos, negros aún, la forma más aristocrática, y cambiar completamente de traje.

    Ya no era el obrero de manos negras y de cabellos aplanados, de zapatos manchados de barro, de pantalones de pana muy tosca y de camisa de lienzo crudo.

    Era el señor elegante que dos veces ya hemos presentado a nuestros lectores, en José Bálsamo, primeramente, y después en El Collar de la Reina.

    Su traje, cubierto de bordados, y sus manos cuajadas de brillantes, contrastaban con el traje negro de Gilberto, y el simple anillo de oro, regalo de Washington, que ostentaba en el dedo.

    Cagliostro se adelantó con expresión alegre y risueña y ofreció sus manos a Gilberto. Este se precipitó para estrecharlas.

    —¡Querido maestro! —exclamó.

    —¡Oh! —repuso Cagliostro sonriendo—, habéis hecho, amigo mío, tales progresos desde la última vez que nos vimos, sobre todo en filosofía, que hoy sois vos el maestro y yo apenas digno de ser el discípulo.

    —Gracias por el cumplido —contestó Gilberto—; mas suponiendo que hubiese hecho grandes progresos, ¿cómo lo sabéis, haciendo ya ocho años que no nos vemos?

    —¿Creéis, pues, querido doctor, que sois uno de esos hombres que se olvidan porque se ha dejado de verlos? Cierto que han transcurrido ocho años sin saber que hacíais; pero casi podría deciros, día por día, en qué os habéis ocupado durante este tiempo.

    —¡Oh!, parece imposible.

    —¿Dudáis siempre de mi doble vista?

    —Ya sabéis que yo soy matemático.

    —Es decir, incrédulo… Vamos, pues: habéis venido la primera vez a Francia, llamado por vuestros asuntos de familia; nada tengo que ver con ellos, y de consiguiente…

    —No —replicó Gilberto creyendo confundir a Cagliostro—, decid lo que sepáis.

    —Pues bien, esta vez se trataba para vos de ocuparos de la educación de vuestro hijo Sebastián, y de ponerle en el colegio en una pequeña ciudad situada a dieciocho o veinte leguas de París. También deseabais arreglar negocios con vuestro arrendatario, un buen hombre que retenéis en París contra su voluntad, y al que, por mil razones, le convendría mucho estar con su mujer.

    —¡A decir verdad, maestro, sois prodigioso!

    —¡Oh!, esperad… La segunda vez vinisteis a Francia porque los asuntos políticos os traían, como otros muchos; además teníais ciertos proyectos, que enviasteis al rey Luis XVI, y como aún hay en vos algo del hombre viejo, y como os enorgullece más la aprobación de un monarca que tal vez la del que me precedió a mí para educaros, de Juan Jacobo Rousseau, que sería muy diferente de un rey, si viviese aún, deseabais saber qué pensaba del doctor Gilberto el nieto de Luis XIV, de Enrique IV y de San Luis. Por desgracia existía un pequeño asunto en el cual no habéis pensado; no recordabais que cierto día os encontré ensangrentado, por tener el pecho atravesado de un balazo, en una gruta de las Islas Azores, donde mi buque hacía escala por casualidad. El asunto se relacionaba con la señorita Andrea de Taverney, que había llegado a ser condesa de Charny para servir a la soberana. Ahora bien, como la Reina no podía rehusar cosa alguna a la mujer que consintió en casarse con el conde de Charny, pidió y obtuvo una orden de prisión contra vos; fuisteis detenido en el camino del Havre a París, y conducido a la Bastilla, donde aún estaríais, querido doctor, si el pueblo no la hubiese derribado. Como buen realista que sois, amigo mío, tomasteis parte en favor del Rey, y he aquí porque sois su médico. Ayer, o más bien esta mañana, habéis contribuido poderosamente a la salvación de la familia real, corriendo a despertar a ese buen hombre Lafayette, que dormía con el sueño de los justos; y hace un momento, cuando me habéis visto, creyendo que la Reina —que dicho sea de paso, os aborrece— estaba amenazada, os disponíais a escudar con vuestro cuerpo a la soberana… ¿No es así? ¿He olvidado alguna particularidad de poca importancia, como una sesión de magnetismo en presencia del Rey, y la recogida de mi cofrecillo de ciertas manos que se habían apoderado de él por mediación de cierto Paso de Lobo? Veamos, decid si he cometido algún error u olvido, porque estoy dispuesto a corregir la equivocación.

    Gilberto estaba estupefacto ante aquel hombre singular que sabía preparar tan bien sus medios de efecto, que se inclinaba a creer que, semejante a Dios, tenía el don de abarcar a la vez el conjunto del mundo y sus detalles, para leer en el corazón de los hombres.

    —¡Sí eso es —dijo—, y siempre sois el mágico, el hechicero, el encantador!

    Cagliostro sonrió satisfecho; era evidente que le enorgullecía haber producido en Gilberto la impresión que este último, a pesar suyo, manifestaba en su semblante.

    Gilberto continuó:

    —Y ahora, como os amo seguramente tanto como vos a mí, querido maestro, y como mi deseo de saber lo que ha sido de vos después de nuestra separación, es por lo menos tan vivo como el vuestro, puesto que os indujo a informaros acerca de mí, ¿queréis decirme, si la pregunta no es indiscreta, en qué lugar del mundo habéis ejercido vuestro genio, manifestando vuestro poder?

    —¡Oh!, en cuanto a mí —repuso Cagliostro sonriendo—, he visto reyes, y no pocos, mas con otro objeto. Vos, según veo, os acercáis a ellos para sostenerlos, mientras yo lo hago para derribarlos; tratáis de hacer un rey constitucional, y no lo consiguiréis; yo hago emperadores, reyes y príncipes filósofos, y realizo mi objeto.

    —¿De veras? —interrumpió el doctor Gilberto con aire de duda.

    —¡Perfectamente! Cierto que habían sido muy bien preparados por Voltaire, Alembert y Diderot, esos nuevos Mecenas, esos sublimes menospreciadores de los dioses, y también, por ejemplo, de ese querido rey Federico, a quien hemos tenido la desgracia de perder; pero, en fin, ya lo sabéis, excepto aquellos que no mueren, como yo y el conde de Saint-Germain, todos son mortales. Tan cierto como que la Reina es hermosa, mi querido Gilberto, y que recluta soldados que combaten contra sí propios, hay reyes que ayudan a la caída de los tronos, con más fuerza que los Bonifacio XIII, los Clemente VIII y los Borgia contribuyeron a la caída del altar. Así, por ejemplo, tenemos por lo pronto al emperador José II, hermano de nuestra bien amada Reina, que suprime las tres cuartas partes de los monasterios, que se apodera de los bienes eclesiásticos, que expulsa de sus celdas a los mismos carmelitas, y que envía a María Antonieta grabados representando religiosas sin capucha, hablando de las nuevas modas, y frailes sin hábito, rizándose los cabellos. Tenemos al rey de Dinamarca, que comenzó por ser el verdugo de su médico Struensée, y que, filósofo precoz, decía a los diecisiete años: «Voltaire es quien me hizo hombre y me enseñó a pensar». Además tenemos a la emperatriz Catalina, que da tan grandes pasos en filosofía, desmembrando la Polonia, por supuesto, y a quien Voltaire escribió: «Diderot, Alembert y yo, os erigimos altares». Citaré, por último, a la reina de Suecia, y a muchos príncipes del imperio de toda Alemania.

    —No os falta más que convertir al Papa, querido maestro, y como creo que nada es imposible para vos, espero que lo consiguiréis.

    —¡Ah!, en cuanto a eso será difícil. Escapé de sus uñas seis meses hace, hallándome en el castillo de San Angelo, así como vos estabais en la Bastilla.

    —¡Bah! ¿Y han derribado también los Transteverinos el castillo de San Angelo, como el pueblo del arrabal de San Antonio derribó la Bastilla?

    —No, querido doctor, el pueblo romano no ha llegado aún a esto… ¡Oh!, estad tranquilo, ya vendrá algún día; el papado tendrá su 5 y 6 de octubre, y por este concepto, Versalles y el Vaticano se igualarán.

    —Pues yo creía que una vez entrado en el castillo de San Angelo, no se volvía a salir…

    —¡Bah! ¿Y Benvenuto Cellini?

    —¿Y habréis hecho, como él, un par de alas para volar sobre el Tíber, como un nuevo Ícaro?

    —Hubiera sido muy difícil, pues me hallaba alojado, para mayor precaución evangélica, en un calabozo profundo y muy negro.

    —¿Y al fin

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