La Corona de los Tres Reinos
Por James L. Nelson
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Dubh-Linn acaba de ser reconquistada a los daneses por la flota vikinga noruega comandada por Olaf el Blanco.
Thorgrim Lobo Nocturno solo piensa en volver a sus tierras en su Noruega natal, pero se encuentra atrapado en Dubh-Linn sin barco y sin dinero. No le queda más remedio que aceptar participar en una última incursión en tierras irlandesas bajo el mando de Arinbjorn Diente Blanco, un hombre en el que no confía.
Pero las cosas se complican; Brigit nic Máel Sechnaill, la heredera del trono de Tara, tiene que huir precipitadamente y se refugia en Dubh-Linn, donde le pide a Arinbjorn que la ayude a recuperar su corona. Flann mac Conaing se proclama nuevo rey de Tara con la ayuda de su intrigante hermana Morrigan, que tiene en su poder la Corona de los Tres Reinos, que, según dice la leyenda, quien la ciña será el rey supremo de Irlanda..
Thorgrim, su hijo Harald, su suegro Ornolf el Incansable, el berserker Starri el Inmortal y el resto de sus hombres, se verán inmersos en la batalla por el trono de Tara, una batalla que pondrá a prueba su fuerza y su lealtad como nadie jamás lo había hecho.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Excelente historia, sin duda el autor te lleva a vivir cada instante de sus páginas.
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La Corona de los Tres Reinos - James L. Nelson
1
«Las palabras no lograron derribarme;
por todos los medios
yo, Roble de Guerra, he llevado
la muerte a muchos hombres,
haciendo que la boca de mi espada hablara».
Saga de Gisli Sursson
Las aves de presa esperaban pacientes en la oscuridad que precede al amanecer, en silencio, con las alas plegadas.
Media docena de langskips, prácticamente inmóviles, subían y bajaban sobre las olas que llegaban del mar; tenían las velas plegadas y sus mástiles se mecían hacia la popa y la proa. Cada uno de ellos lucía una fila de escudos redondos montados en la regala. A una milla de sus proas, más allá de las rodas elegantes y curvadas, con dragones y aves tallados en robusto roble, se extendía la costa sur de Irlanda y el corte que suponía el acceso fluvial más cercano hacia el monasterio de un lugar conocido como Cloyne. La tierra apenas era visible: una presencia oscura y amenazante a la luz de la media luna que tenían sobre sus cabezas.
La flota había llegado desde Dubh-linn, a vela y a remo, navegando hacia el sur, y luego hacia el oeste, siguiendo la línea de la costa. La noche anterior habían varado las naves en una playa arenosa a algunas millas de distancia. En las horas anteriores al amanecer, los hombres, habiendo sido despertados y gruñendo, volvieron a empujar las embarcaciones hacia el mar. La noche se mostraba tranquila, así que hicieron uso de los largos remos para recorrer el último trecho de costa hasta llegar a aquel lugar, a ese punto en el que desembarcarían y arrollarían el fuerte circular, el pueblo y el monasterio. En cuestión de una hora tenían intención de convertirse en los propietarios de todo hombre, mujer y niño a tres millas a la redonda, una población que, esperaban, aún no sabía que estaban allí.
Los barcos eran de diferentes tamaños. Los más pequeños llevaban unos veinte o treinta hombres apiñados a bordo, mientras que los grandes y esbeltos langskips, con bancos de remos para cuarenta hombres, albergaban con facilidad más del doble en sus elegantes estructuras alargadas. En suma, cerca de trescientos guerreros esperaban nerviosos a esas horas gélidas de la mañana.
No era la inminente batalla lo que les producía inquietud. Más bien al contrario. Pensar en un enfrentamiento sangriento animaba su espíritu; esa era la razón por la que estaban allí. Muchos de los hombres, anidados en la oscuridad, pensaban en los muros de escudos, en los tajos de las espadas y en la sensación que producía el hacha al alcanzar su objetivo. Tales pensamientos resultaban reconfortantes.
Lo que no les gustaba era la oscuridad. Los hombres del norte odiaban la oscuridad. No temían a ningún hombre vivo, pero les aterrorizaban esas cosas que se ocultaban en las profundas sombras, cosas que no eran del mundo de los hombres, que se agazapaban en los ignotos recovecos de la costa o, peor aún, en las negras aguas bajo las quillas. Así permanecían, sentados en sus bancadas mientras se ajustaban la cota de malla y las armas. Los hombres del norte esperaban la llegada del sol y la orden de hacerse a los remos para bogar hacia la costa lejana.
En el extremo posterior del langskip conocido como el Cuervo negro, Thorgrim Lobo Nocturno miraba a tierra, con una mano descansando sobre la empuñadura de la espada. Con la otra tiraba de la fíbula que le mantenía la capa abrochada al cuello, liberando así el metálico ornamento de sus barbas. Su vello facial ya no era negro carbón, como lo había sido en su juventud. Hacía unas semanas había visto su reflejo en un cáliz de plata; había visto que su barba lucía ahora mechones blancos por todas partes, como los últimos bancos de nieve invernal que se aferran a los lugares más sombríos y se niegan a derretirse.
Bajo sus pies podía sentir el leve bamboleo de la nave sobre las olas, y se volvió para darle al hombre que manejaba el timón la orden de girar la caña, pero se detuvo al recordar que aquel no era su barco, y aunque se le hubiera concedido un lugar de honor a popa, no tenía autoridad alguna a bordo.
El propietario del barco, el hombre que estaba al mando de aquellos noruegos sentados en sus bancadas, era Arinbjorn Thoruson, cuya refinada sonrisa le había valido el nombre de Arinbjorn Diente Blanco. Thorgrim podía distinguir su silueta en el extremo opuesto. Thorgrim pensó en decir algo sobre el modo en que la nave se retorcía sobre las olas, aunque no parecían correr el riesgo de golpear alguna de las otras embarcaciones, así que Thorgrim se ahorró el consejo. No le correspondía hablar cuando algo no era asunto suyo, y muchas veces ni siquiera decía una palabra aunque lo fuera.
Como si presintiese que Thorgrim estaba mirando en su dirección, Arinbjorn recorrió la estrecha cubierta y llegó hasta él, asintiendo hacia la costa.
—¿Qué opinas, Thorgrim? —preguntó, y había desenfado en su voz, un tono casual que puso a Thorgrim en guardia—. Estos irlandeses… ¿tendremos suerte de que se den a la lucha?
—Es difícil decirlo con los irlandeses —repuso Thorgrim escogiendo las palabras con cuidado.
Ya llevaba en Irlanda casi medio año, había aprendido muchas cosas sobre el territorio y sus gentes y, a grandes rasgos, despreciaba a ambos. La mayoría de los hombres que habían venido con él y con Ornolf el Incansable desde Noruega habían muerto a causa de la violencia que parecía rodear a la Corona de los Tres Reinos como un enjambre de abejas. Aquellos que sobrevivieron habían acabado a la deriva en un bote irlandés hecho de madera y pieles, y terminaron topando con la gran flota de Olaf el Blanco que se dirigía a arrebatarles Dubh-linn a los daneses.
—Es difícil decirlo —repitió Thorgrim.
Arinbjorn no estaba a más de unos pasos de distancia, una sombra negra y gris bajo la luz de la luna, voluminoso bajo su capa de pieles. Sus dientes parecían resplandecer. Thorgrim apartó la mirada y la dirigió hacia la costa. Supuso que ya estaba amaneciendo: la costa se veía algo mejor ahora.
—A veces huyen cuando ven un langskip —completó—; a veces se deciden a luchar. Muchas veces dependerá de lo que estén haciendo sus vecinos. Uno de cada tres irlandeses es rey de algo, señor de alguna tierra de pasto para las vacas. Si están en guerra entre ellos, no dispondrán ni de hombres ni de arrestos para luchar contra nosotros. Si deciden unir fuerzas, pueden poner en el campo un contingente respetable y luchar de verdad.
Arinbjorn permaneció en silencio un instante.
—Comprendo —dijo al fin—. Bien, veremos cómo están las cosas dentro de poco.
La mente de Thorgrim recordó la última vez que había estado allí, de pie, en la cubierta de un langskip, ansioso por la batalla. Aquella ocasión había culminado con la captura de Dubh-linn, y al final no había supuesto un esfuerzo excesivo. El contingente de Olaf era arrollador, y Dubh-linn había dejado de ser un enclave remoto aferrado a duras penas a territorio irlandés para convertirse en todo un asentamiento, con tenderos, cerveceros, herreros, carpinteros y todo tipo de comerciantes y artesanos a los que les traía sin cuidado quién gobernara en el enclave siempre y cuando les dejaran ganarse la vida en paz. Los pocos daneses dispuestos a morir defendiendo Dubh-linn cayeron rápidamente, mientras que el resto dio la bienvenida a los recién llegados encogiéndose de hombros.
Ornolf el Incansable y Olaf el Blanco, quienes se conocían desde hacía muchos años y eran grandes amigos, compartían pasión por la bebida, la comida y las mujeres; de todo ello había en cantidades abundantes en el próspero longphort. Ornolf no tardó en proclamar que el nuevo Dubh-linn era un lugar tan excelso como pudiera serlo el Valhalla, solo que sin la incomodidad de tener que tomar las armas y pasar todos los días luchando y matando a tus compañeros de juerga. Ornolf juró por Odín que tenía intención de volver a Noruega en cuanto pudiera. Pero tales declaraciones se fueron haciendo cada vez más infrecuentes con cada noche que pasaba en la casa comunal, hasta que al fin, incapaz de convencer a nadie de su sinceridad, Ornolf dejó de intentar convencerse a sí mismo.
Thorgrim ahora ya estaba seguro de que clareaba. Los hombres, de popa a proa, empezaban a moverse como si el grisáceo amanecer les hubiera insuflado vida. Thorgrim podía ver a su hijo Harald junto al cuarto remo desde popa, a babor. El muchacho había crecido desde que zarparan de Vik con Ornolf, el abuelo de Harald. Había crecido en muchos sentidos. Físicamente era el doble de lo que había sido entonces. Seguramente ya medía lo mismo que Thorgrim, si no más. A Thorgrim no le gustaba pensar en eso. Harald también había ensanchado de brazos y pecho. Era el tipo de muchacho que no soportaba la inactividad. Si había trabajo, era el primero en ofrecerse, y si no lo había, lo encontraba.
En Dubh-linn habían llegado a un acuerdo para alojarse en casa de un herrero de Trondheim llamado Jokul y de su adorable esposa irlandesa. De todos los artesanos que habían ido a Dubh-linn y se habían quedado —los carpinteros, los peleteros, los orfebres, los que se dedicaban a la manufactura de peines—, los más demandados eran los herreros, y, de estos últimos, Jokul era considerado el mejor. Tanto su casa como su taller eran más amplios que la mayoría, más cómodos.
Sin embargo, en un primer momento el herrero había mostrado reparo ante la idea de alquilarles un hueco a los dos hombres de Vik. De hecho, fue su esposa, Almaith, la que insistió para que se quedasen y la que logró convencer al herrero al final. Y eso, a su vez, había supuesto una preocupación para Thorgrim, porque no estaba seguro de por qué la mujer se mostraba tan ansiosa por tenerlos en casa, y temía que sus motivos no fueran los más decorosos. Y eso podía traer problemas por barlovento, lo sabía bien, ya que a lo largo de su vida había visto casi todas las formas que podían adoptar las historias entre hombres y mujeres, siendo él, por lo general, el protagonista de ellas.
Al final, ninguno de esos miedos llegó a materializarse. Thorgrim supuso entonces que lo que Almaith quería era el dinero del alquiler y alguna distracción del habitualmente desagradable Jokul, que esa había sido la razón de su insistencia para que se quedaran. Harald, por alguna incomprensible razón, estaba ansioso por aprender la lengua irlandesa, y Almaith, una maestra amable y paciente, se dedicó a enseñarle lo más elemental de su idioma. El joven era de naturaleza entusiasta y curiosa. Empezó a seguir al herrero a todas partes, buscando tareas que hacer, y no tardó en comprobar que Jokul estaba encantado de encomendárselas.
Después de meses cortando y apilando madera, reparando el brezo y los tablones que conformaban la estructura de la casa, manejando los fuelles de la forja e incluso aprendiendo los rudimentos del oficio de herrero, la actitud de Jokul se había tornado un tanto más amable, y Thorgrim sabía que iba a lamentar verlos marchar. De hecho, intentó disuadirlos de unirse a la expedición de saqueo de la que ahora formaban parte.
A la par que Harald crecía, de forma comparable a como lo hacen las malas hierbas, y el trabajo constante aumentaba, llegó un apetito que hubiera provocado el asombro de cualquier oso. Pero también esto último era saciado en Dubh-linn. Por mucho que los irlandeses despreciaran a los fin gall, y a los dubh gall antes de ellos, el longphort era un mercado activo, rebosante del oro y la plata saqueados. Todos los días los granjeros llevaban sus carretas con productos a través de las altas puertas de madera; todos los días los pastores de ovejas, cerdos y vacas recorrían los embarrados caminos de tablones hacia el mercado. Todo ello parecía confluir en el estómago de Harald sumando peso y músculo a su armazón físico. No hacía mucho que uno de los hombres de Ornolf le había apodado Harald Brazo de Hierro, y el mote parecía haber llegado para quedarse.
Thorgrim observaba cómo su hijo hacía estiramientos con los brazos, listo para hacerse con el remo. Se preguntaba, por pura curiosidad, quién de los dos saldría airoso si se enfrentaran. No era que tal cosa pudiera ocurrir. Thorgrim amaba a Harald por encima de todas las cosas, y hubiera dado la vida por el muchacho antes de levantar una mano contra él. Sin embargo, se lo preguntaba.
«Tengo experiencia y una serie de artimañas de mi lado —pensó—, aunque la juventud y la velocidad están con Harald». Pero, por supuesto, Thorgrim llevaba entrenando a Harald desde que el muchacho cumpliera los cinco años, con el escudo, la espada, el hacha y la lanza. Le había transmitido a su hijo gran parte de su considerable habilidad con las armas.
Una luz tenue pareció cortar el horizonte, el agua y el cielo, mientras el sol, sin demasiado entusiasmo, al fin asomaba. Una voz surcó las olas:
—¡A los remos!
Era la voz de Hoskuld Feilan, conocido como Hoskuld Cráneo de Hierro, el jarl propietario del langskip Dios de los truenos, el más grande de la flota que había allí reunida, el hombre que lideraba la incursión a la costa irlandesa. Ante aquellas palabras, las dos largas filas de remos a los flancos del Dios de los truenos se alzaron como una y bogaron en perfecta simetría. Con los remeros ocultos tras la línea de los lustrosos escudos pintados, a Thorgrim se le antojó que la nave desprendía una especie de misticismo, como si el barco mismo hubiera cobrado vida.
—¡A los remos! ¡Haceos a los remos! —gritó Arinbjorn Diente Blanco.
En las bancadas de remos del Cuervo negro, a babor y a estribor, de proa a popa, los hombres hundieron y tiraron de sus gruesas palas.
—¡Todos juntos! —dijo Arinbjorn acto seguido, y, como si todos fueran uno, los remos bajaron, los hombres se inclinaron hacia atrás y el Cuervo negro empezó a ganar velocidad. De ser un objeto dormido y letárgico, la nave cobró vida y las aguas fluyeron por sus costados. La estructura gruñó ante el efecto de palanca ejercido contra las escalemeras, y la nave pasó de un avance titubeante a un firme empuje en avante. Thorgrim sintió que su alma despertaba, como la nave bajo sus pies.
Miró al este y al oeste al tiempo que, una tras otra, las demás naves de la flota ganaban velocidad de camino a la costa, desplegándose a popa del Dios de los truenos como guerreros dispuestos en cuña. Hizo un barrido con la mirada y contempló a Harald, confiando en que este no le viera; no quería que el muchacho creyera que le observaba. Pero Harald estaba centrado en su tarea; sus ojos se movían del hombre que tenía delante, al mar, a los aparejos que tenía sobre la cabeza. Un buen marino, con ojo de navegante. Thorgrim miró hacia la costa. A babor y estribor el escabroso paisaje descendía hasta las aguas, pero justo frente a ellos la tierra parecía abrirse y darles la bienvenida. Penetrarían por aquel hueco; después unas pocas millas más allá de la bocana del río alcanzarían el lugar en el que desembarcarían. El noruego no pudo ver movimiento a lo largo de la costa. Allí no había nadie.
Fue cerca del final del verano cuando, por primera vez, encararon el río Liffey en el Dragón rojo, rumbo al longphort de Dubh-linn, y finales del otoño cuando volvieron como parte de la flota de Olaf el Blanco. Aunque Ornolf hubiera hecho lo posible por hacerse con un barco para volver con sus hombres a Noruega, lo más probable era que el invierno se les hubiera echado encima antes incluso de hacerse a la mar. Pero, por supuesto, Ornolf apenas hizo nada, así que tanto él como sus hombres pasaron los meses de invierno en Dubh-linn, el triste, gris y húmedo invierno en el atestado, fétido y embarrado enclave de Dubh-linn.
En cuanto Thorgrim tuvo claro que Ornolf no tenía intención de volver a casa con sus hombres, el noruego pidió y obtuvo permiso para hacer otros planes. Ornolf no quería verle marchar, menos aún a su nieto, pero a pesar de sus feroces borracheras Ornolf no era un hombre ajeno al modo en que los demás veían el mundo. Él, Ornolf, había convencido a Thorgrim para que se uniera a él, a su expedición de saqueo, en gran medida contra su voluntad. Sabía que Thorgrim había accedido con la esperanza de atenuar el dolor que le había causado la muerte de Hallbera. Cuando pensaba en ello, algo que procuraba hacer lo menos posible, Ornolf sospechaba que quizá él mismo había venido por la misma razón. Además, el jarl sabía que Thorgrim estaba listo para ir a casa.
Pero volver era cuestión aparte. Mientras Thorgrim merodeaba por los muelles y por la casa comunal, e iba conociendo a otros guerreros y jarls, se fue percatando de que nadie volvería a Noruega hasta que sus bodegas estuvieran abarrotadas con las legendarias riquezas de Irlanda. Habría más incursiones y más saqueos antes de que hubiera esperanza de volver a surcar las aguas hacia el este. Thorgrim no tenía nada en contra de las incursiones y el saqueo. Había hecho más de esto último de lo que pudieran hacer tres hombres juntos en toda su vida. Pero ya no era el joven que había sido, y echaba de menos estar en casa.
Para entonces, Thorgrim Lobo Nocturno era muy conocido en Dubh-linn, su reputación como guerrero era sólida. Historias de proezas pasadas habían recorrido la casa comunal, el relato sobre cómo había liderado a sus hombres en su huida de los daneses y de Dubh-linn, y sobre cómo había luchado contra las tropas del rey irlandés de Tara. Los rumores sobre su licantropía se susurraban cuando el noruego no estaba cerca.
Una noche, pasado más o menos un mes desde su retorno a Dubh-linn, tres hombres corpulentos, borrachos y bien armados se abalanzaron sobre Thorgrim mientras abandonaba la casa comunal. Querían labrarse una reputación, y estaban hartos de las historias sobre el Lobo Nocturno. La pelea había sido breve, y había acabado muy mal para el trío. Concluyó con cada uno de ellos de bruces sobre el suelo embarrado y en diferentes estados de desmembramiento. A partir de entonces Thorgrim no recibió más que decorosas muestras de respeto.
Thorgrim era consciente de esas cosas, y supuso que su reputación le serviría para hacerse un hueco entre la tripulación de alguna nave, pero ocurrió lo opuesto. Se le trataba bien, era cierto, los hombres se mostraban solícitos y le invitaban a comer y a beber; su compañía, cuando no estaba de mal humor, era codiciada, pero cuando se trataba de unirse a una tripulación, nunca parecía haber espacio para un hombre más. Le llevó un mes de pesquisas acabar por comprender que ningún capitán quería a alguien que también estuviera acostumbrado al mando, que quizá cuestionara las órdenes, que pudiera ser un foco de malestar. Era inútil intentar convencer a nadie de que lo que quería no era más que ocupar su lugar en el muro de escudos, hacer su trabajo e ir a casa.
Para ser justos, Thorgrim tenía que admitir que no hubiera querido a bordo a un hombre como él.
Había empezado a valorar la idea de construir un bote que pudiera llevarlos a él y a Harald de vuelta a Vik cuando Arinbjorn Diente Blanco se acercó a él en los muelles.
—Thorgrim Ulfsson, he oído que buscas unirte a una tripulación —dijo.
Thorgrim le miró de arriba abajo. Buenas ropas, incrustaciones de plata en la empuñadura de la espada, fíbula de plata y oro sosteniéndole la capa de piel de oso. Era un hombre bien formado, y tenía más aspecto de jarl que de granjero o de pescador. No, un jarl no. El hijo de un jarl.
—Has oído bien —dijo Thorgrim.
Su temperamento, que no solía ser particularmente jocoso, estaba ahora prácticamente anegado por la frustración constante, por la decepción y por la lluvia tormentosa e incesante de Irlanda. De haber ocurrido más avanzado el día, nadie se hubiera podido acercar a él. Aunque, también era cierto, que de haber ocurrido más avanzado el día, habría buscado un lugar seguro donde nadie pudiera encontrarle.
—Necesito a un hombre como tú —dijo Arinbjorn.
—¿En serio? Otros no.
—Puede que los otros le tengan miedo al Lobo Nocturno. Yo no. Recibiré a bordo, y de buen grado, a cualquier hombre que sepa usar una espada o un hacha.
Thorgrim solo tenía una condición, y era que a Harald también se le admitiera, y Arinbjorn aceptó entusiasmado. Así, dos semanas después, Thorgrim Lobo Nocturno se encontraba aproximándose a la costa irlandesa, listo para saltar por la borda del langskip a las aguas poco profundas, listo para ascender un estrecho sendero y caer sobre las gentes desprevenidas del fuerte circular y del monasterio que, supuestamente, quedaban un poco más allá las elevaciones de la costa.
La proa del Cuervo negro se alzó un poco cuando una de las olas recorrió la quilla, luego bajó y esta vez subió la proa. Ahora había tierra a ambos lados a medida que se adentraban en el ancho estuario, y las olas del océano dieron lugar a aguas más calmas. El sol ya había emergido; el cielo era gris, pero no llovía; la costa no era más que una silenciosa extensión verde y marrón, los langskips, bellos objetos que avanzaban ganando inercia.
—¡Mira allí! —dijo Arinbjorn.
Señalaba a estribor de la proa. Thorgrim siguió su brazo con la mirada. Había hombres sobre la leve cresta que daba al mar. Apenas visibles bajo el cielo gris, eran cuatro o cinco.
—¿Crees que son pastores? —preguntó Arinbjorn—. ¿Pescadores quizá?
—Puede ser… —dijo Thorgrim sin convicción.
Y en cuanto las palabras surgieron de su boca, aparecieron otros tres, montados sobre las pequeñas y patéticas bestias que los irlandeses llamaban caballos. Parecían estar observando la aproximación de las naves… Sí, ¿qué otra cosa podían estar mirando? Entonces dieron media vuelta y desaparecieron de su vista.
«Muy bien —pensó Thorgrim—, aún tenemos muchas ventajas de nuestro lado. Sencillamente el factor sorpresa no es una de ellas».
2
«Es difícil encontrar en quién confiar
entre los hombres que habitan
bajo el cadalso de Odín,
pues quien destruye a sus semejantes
cambia la muerte de su hermano por dinero».
Saga de Egil
La iglesia que se alzaba al abrigo del círculo que describía el fuerte, las defensas que rodeaban Tara, sede del rey de Brega, según algunos de toda Irlanda, no era nada excepcional, pues tanto Tara como Irlanda estaban en la periferia del mundo civilizado. La estructura era de madera, rectangular, no muy grande. Pero la alta y puntiaguda techumbre estaba cubierta de brezo nuevo, las largas y secas cañas de intricados trenzados se enroscaban en torno a los aleros y la cúspide. Los muros, hechos de zarzo, eran lisos, estaban encalados y parecían brillar en los escasos y extraordinarios días en los que asomaba el sol. Las ventanas lucían hojas de vidrio.
El interior estaba pulcro, limpio y barrido desde el sagrario hasta el vestíbulo. Tenía el mejor aspecto posible, es decir, solo correcto, porque ese día, el mismo día en que Thorgrim Lobo Nocturno y Harald Thorgrimson se preparaban para una batalla sangrienta en tierras irlandesas, se iba a celebrar una boda real.
De haber sido verano, las vigas, los travesaños y el altar, al fondo, se habrían mostrado resplandecientes de coloridas flores silvestres: convólvulos, adelfas rosas, cinerarias amarillas y pequeños geranios morados dispuestos en ramos estridentes. Quizá el sol hubiera estado brillando en el cielo azul, que las ventanas y las puertas de la iglesia hubieran estado abiertas y que el aire cálido hubiese recorrido el interior.
Pero no era esa época del año. Era el principio de la primavera y los cielos eran de un gris que a veces parecía negro y la lluvia caía a chorros. La iglesia estaba decorada con tiras de telas coloridas, pero estas no eran más que unas tristes sustitutas de las flores. Las ventanas y las puertas estaban cerradas contra la torrencial lluvia. El lúgubre interior de la iglesia se veía iluminado a rachas por velas y antorchas; sin embargo, gran parte del edificio quedaba oculto en las sombras profundas a pesar de que no era mediodía del todo. El suelo de piedra ya estaba moteado de barro resbaladizo, y eso tan solo merced al abad y a las mujeres de la corte que estaban preparando el interior para la feliz ocasión.
Al mando de la ceremonia, supervisando los preparativos como un rey a la cabeza de su ejército, Morrigan nic Conaing batía la iglesia, con cuidado de no resbalar en el suelo brillante. Se detuvo junto al altar, miró a lo largo del pasillo central y frunció el ceño. Cuando hubieran entrado todos los invitados, el pasillo se volvería realmente traicionero por efecto del barro. La novia podía resbalarse y acabar estrellada contra el suelo de piedra.
«Hmm… —Morrigan valoró la posibilidad—. ¿Sería algo malo?». Pero iba a ser su hermano, Flann mac Conaing, el encargado de entregar a la novia caminando con ella por el pasillo. Si la novia caía, quizá le arrastrase con ella. Acabar haciendo aspavientos en el suelo embarrado, hecho un ovillo con una patética ramera enfundada en un vestido casi blanco, no serviría para afianzar su posición en Tara.
—Eh, tú, Brendan —le espetó a una esclava que rascaba el suelo para retirar las gotas de cera.
—¿Señora? —dijo con un tono de voz apropiadamente sumiso.
—Asegúrate de que haya paja seca para colocar a lo largo del pasillo. Que la pongan antes de que los invitados tomen asiento.
—Sí, señora. —Eso era todo lo que quería oír Morrigan.
La novia era Brigit nic Máel Sechnaill, hija de Máel Sechnaill mac Ruanaid, fallecido rey de Tara, que había sido abatido en una de las tantas y pequeñas escaramuzas por el poder en las que los numerosos reyes de Irlanda se veían siempre sumidos. Al margen de que se llorase la muerte de Máel, del crujir de dientes y de los lamentos, Morrigan sabía quién había sido en realidad: un hombre brutal y violento. Estaba convencida de que su perversa naturaleza no había pasado desapercibida a ojos del Señor, y estaba segura de que antes incluso de que su cuerpo cayera al suelo, Dios había enviado el alma de Máel a las profundidades del infierno.
Su enemigo en el campo de batalla aquel día había sido Cormac Ua Ruairc, rey de Gailenga, hermano del fallecido marido de Brigit. Las lealtades, las enemistades, las intrigas de Irlanda se parecían a las tallas de bestias míticas de los hombres del norte, todas ellas entrelazadas, retorcidas una y otra vez, complicadas hasta el infinito.
Cormac había sido derrotado, y como «recompensa» por su intento de usurpar el poder al rey, señor de Brega, había sido atado a un poste y desollado ante lo que quedaba de su ejército. Hubo una contrapartida positiva: las tropas supervivientes de Cormac acogieron con alivio su nueva posición en la vida: la esclavitud.
No se sabía cómo había muerto Máel Sechnaill. En medio de la locura de la batalla, nadie le había visto caer. No fue hasta que los hombres de Gailenga pidieron cuartel y tiraron las armas al suelo que se encontró al rey, cubierto de barro, con los ojos abiertos al máximo y un gran boquete en el cuello, provocado por la estocada de una espada.
Morrigan barrió la iglesia con la mirada una vez más; frunció el ceño al fijarse en los altos cirios que brillaban a ambos lados del altar. Uno de ellos medía diez pulgadas menos que el otro. Habrían tenido mejor aspecto si hubieran tenido la misma altura, ¿pero merecía la pena el gasto de hacerse con dos nuevos? Si los dejaba como estaban ¿parecería que no le importaba la boda de Brigit? En realidad sí que le importaba. De hecho, no pensaba en otra cosa que no fuera Brigit y en lo que podía ocurrir como resultado de aquel matrimonio. Le importaba hasta el punto de perder los nervios de rabia. Era como un odre de vino, repleto hasta el límite de ira, pero conteniéndola, albergándola toda en el interior.
Los cirios estaban bien como estaban.
Morrigan oyó que se abría una puerta, y las llamas de las diferentes velas se bambolearon, se inclinaron y luego volvieron a erguirse cuando se cerró. Donnel entró en la iglesia; la capa le colgaba pesada y chorreante de los hombros; su calzado, así como sus calzas, brillaban marrones a causa del barro.
Donnel y su hermano Patrick eran pastores de ovejas, o lo habían sido cuando se toparon con el joven noble encargado de llevar la Corona de los Tres Reinos a Tara, y a quien los hombres del norte se la habían arrebatado. Los pastores habían traído al hombre a presencia de Máel Sechnaill, y les gustó lo que vieron en Tara. Y a Morrigan le gustó lo que vio en ellos: jóvenes, fuertes y listos, y lo bastante convencidos de que no querían volver al pastoreo como para hacer lo que se les pidiese.
—Donnel —dijo Morrigan—. ¿Acabas de volver?
—Sí, mi señora —dijo Donnel dedicándole una leve reverencia, como un obispo acaudalado haciendo una genuflexión—. He venido a verte nada más llegar, mi señora.
Morrigan asintió a modo de aprobación.
—¿Cloyne?
—Fueron avisados hace una semana, quizá más.
—¿Clondalkin? —preguntó Morrigan.
—Clondalkin también, si es que se puede confiar en tus hombres de Dubh-linn.
—¿Confías tú en ellos?
—Sí, mi señora. Tienen mucho que perder y nada que ganar. Patrick opina lo mismo.
Morrigan asintió. Aquellos jóvenes estaban aprendiendo las reglas del juego, y las estaban aprendiendo rápido. Información. Información. Eso era lo que ella había aprendido de ese bastardo de Máel Sechnaill. El finado rey se había asegurado de saber todo lo que ocurría en su reino.
Bueno, casi todo.
—Has hecho un buen trabajo, Donnel. Ahora ve a secarte, come y descansa. Tengo más encargos para ti, no quiero que enfermes.
Sí, Morrigan necesitaba a Donnel. Y a Patrick. Y a todos los hombres que tenía trabajando en las sombras. El hermano de Morrigan, Flann mac Conaing, se había hecho con las riendas de Tara a la muerte de Máel Sechnaill mac Ruanaid. Flann tenía a sus partidarios entre los reyes menores, los rí túaithe, quienes le debían lealtad al rey de Tara. Flann formaba parte del derbfine de Máel Sechnaill, esto es, familiares que se remontaban a cuatro generaciones. Eran, de hecho, primos segundos, y eso era suficiente, al amparo de las leyes irlandesas, como para que Flann fuera un legítimo aspirante al trono.
Pero solo porque Flann pudiera aspirar al trono, y el hecho de que lo ocupara en ese momento, no significaba que fuera suyo. Él no era el tánaise ríg, el heredero directo. Si Brigit daba a luz a un hijo, nieto de Máel Sechnaill, lo más probable era que el pequeño bastardo fuera considerado tánaise ríg, y Flann y Morrigan fueran expulsados de la corte en cuanto Brigit pudiera organizarlo. Y eso no podía ocurrir.
A pesar de su sangre real, Morrigan había sido capturada por los dubh gall hacía años, y había acabado como esclava en Dubh-linn. Durante años había sido objeto de todo tipo de vejaciones; había sido violada, golpeada y condenada a pasar hambre. Y, cuando dio con el modo de escapar, le llegó un mensaje de Máel Sechnaill diciendo que deseaba que permaneciese allí para observar a los dubh gall de Dubh-linn, e informar a Tara sobre sus intenciones. Tuvo que soportar más años de sufrimiento por ello, años de terror y degradación, hasta que al fin había ayudado a Thorgrim Lobo Nocturno y a sus hombres a escapar de los daneses, uniéndose a los noruegos en su huida de la ciudad.
No. Después de todo aquello, después de ver a su hermano alzarse con el trono de Tara y sentarse en él, con la Corona de los Tres Reinos en sus manos, después de disfrutar de la elevada posición que el estatus de su hermano le confería, no iba a permitir ser apartada por una zorra con la cabeza hueca. Y, desde su posición en Tara, Morrigan sería capaz de calmar la brasa ardiente que le corroía las entrañas: el odio hacia todos aquellos cerdos paganos que cruzaban el mar en sus naves y profanaban su querida Irlanda. Si había aprendido algo de aquel bastardo de Máel Sechnaill, había sido cómo obtener y cómo mantener el poder. Y no había estado ociosa, en ningún modo.
—Gracias, mi señora —dijo Donnel. Hizo otra leve y extraña reverencia, un intento de imitar el protocolo de la corte que hacía menos de un año le había sido ajeno por completo, dio media vuelta y desapareció.
—¡Muy bien! —Morrigan dio unas fuertes palmadas para llamar la atención de las sirvientas y esclavas que se afanaban en las diversas tareas—. Es la hora, acabad ya, y hacedlo rápido.
Había pasado al menos media hora desde que sonaran las campanadas del ángelus, y los monjes que vivían en el monasterio, al abrigo del fuerte circular de Tara, estarían concluyendo sus oraciones y centrando su atención en la ceremonia nupcial.
El repiqueteo de la lluvia en el exterior se hizo más intenso de repente; una ráfaga de viento frío y húmedo envolvió a Morrigan cuando se abrió la puerta de la iglesia y entró el padre Finnian, quien empujó el portón contra la tormenta. Una nube de paja seca se alzó merced al viento y se esparció por el suelo de la nave.
—Padre Finnian —dijo Morrigan inclinando la cabeza en señal de respeto.
—Morrigan. —Finnian alzó la mano e hizo la señal de la cruz hacia Morrigan, y la muchacha inclinó aún más la cabeza y se persignó en señal de agradecimiento por la bendición.
«Por supuesto que le había pedido a él que llevara a cabo aquella atrocidad», pensó Morrigan. Si algo era la muchacha, era fiel a su fe verdadera. Le había ayudado a soportar los años de cautiverio. Había pasado horas meditando sobre la pasión de Cristo y sobre su amado san Patricio, quien también había sido un esclavo. Esas habían sido las pocas cosas que habían aliviado la agonía de su ordalía.
Amaba a todos los sacerdotes y hermanos del monasterio. Eran buenos hombres, hombres sencillos, sabios, devotos y firmes. Pero el padre Finnian era diferente. Un enigma. Para empezar, no hablaba mucho. Eso le convertía en un caso aparte. El resto parecía parlotear a todas horas, como si quisieran mostrar gratitud por no haber sido obligados a hacer voto de silencio. Además, el padre Finnian no mostraba deferencia en relación a la nueva posición de Morrigan. Los demás, que no tenían claro hacia dónde se inclinaría la pugna por el poder, buscaban el favor de todos, pero Finnian tomaba otros derroteros; no parecía importarle ganarse a nadie.
Eso no significaba que Finnian fuese irrespetuoso. No lo era. Reservado. Era el mejor modo de describirle. Reservado. No era mayor, rondaba la treintena, quizá, y ni siquiera la tonsura afeaba su bello rostro; tampoco sus hábitos marrones y holgados lograban ocultar del todo su robusto y atlético cuerpo. Irlanda era una tierra de abundancia, y los monjes comían bien, algo que se hacía patente en muchos de ellos. No así en el caso del padre Finnian.
Morrigan no podía evitar encontrarle atractivo. Había soñado con él, visiones nocturnas e involuntarias, y eso le perturbaba profundamente. Cuando se confesaba era incapaz de hablar sobre esa atracción, la palabra «lujuria» le venía a la mente y procuraba apartarse de tales pensamientos…, y su negativa a confesarlo dejaba el pecado pendiente y sin perdón.
—¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer, padre Finnian? —preguntó Morrigan.
El monje miró a su alrededor; sus ojos azules se fijaron en la paja seca del suelo, en las coloridas tiras de tela, en las velas que adornaban el altar. Asintió. Sus labios se curvaron ligeramente hacia arriba esbozando una leve sonrisa.
—No, hija mía, parece que te has encargado de todo. ¿Sabes? Esta iglesia y toda Tara serían engullidas si no estuvieras aquí para cuidar de ambas. —Las palabras eran amables, aunque el tono de voz bien podría haber servido para hablar del tiempo.
—Bueno —dijo Morrigan—, parecen haberse mantenido en pie durante mis años de cautiverio con los dubh gall. —Las palabras surgieron mucho más amargas de lo que hubiera querido. Sintió que el rostro se le sonrojaba, pero el padre Finnian se limitó a asentir, con ese gesto de calmada comprensión.
—Se mantuvieron en pie, hija mía, pero no eran robustas.
Finnian estaba ataviado con sus prendas blancas, no con el basto hábito marrón con el que se le solía ver. De los muchos hombres que conformaban la orden (y era una de las más populares de Irlanda, en gran parte gracias a la protección que el fuerte circular de Tara ofrecía ante las incesantes incursiones de los hombres del norte), el padre Finnian era uno de los pocos ordenados como sacerdotes y, como tal, uno de los pocos que podían realizar el sacramento del matrimonio. El dobladillo de su hábito estaba empapado y cubierto de barro, y Morrigan sintió deseos de arrancarle la ropa para limpiársela.
Entonces, sobre sus cabezas, las campanas de la iglesia empezaron a sonar, a llamar a quienes esperaban: la corte de Tara, los rí túaithe, cualquier persona importante en un radio de veinte millas, para que acudieran a la boda de Brigit nic Máel Sechnaill, hija del finado y muy llorado Máel Sechnaill mac Ruanaid.
El padre Finnian se volvió hacia Morrigan.
—Es la hora —dijo.
«Así es», pensó Morrigan.
3
«Hay eras de hacha, eras de espada.
Los escudos yacen partidos.
Hay eras de viento, eras de lobos,
antes de que el mundo caiga muerto».
La alucinación de Gylfi
Thorgrim Lobo Nocturno estaba cansado.
Estaba harto de viajar, harto de las miles de preocupaciones propias de cualquier líder de hombres, harto de pensar. Y, pese a todo, no podía negar la ardiente sensación en las venas cuando oyó cómo la proa del Dios de los truenos rascaba la playa a la cabeza del resto de las naves.
A babor y estribor los hombres a bordo del Cuervo negro tiraron de los remos una vez más, y mientras la inercia hacía recorrer a la nave los últimos cincuenta pasos hasta la playa, Arinbjorn gritó:
—¡Remos dentro!
Como si fueran uno, los largos remos fueron metidos a bordo y los remeros los sostuvieron en vertical. Thorgrim hizo lo posible por no mirar a Harald, pero no pudo evitarlo. El muchacho manejaba el remo con la misma destreza que cualquiera de los hombres más expertos.
Una incursión. Por cansado que estuviera, le encantaba aquello. Le recordaba que seguía vivo. Y sabía que si en el espacio de una hora esto último dejara de ser cierto, habría muerto como debía hacerlo un hombre.
—¿Quién es ese? —le preguntó Thorgrim a Arinbjorn mientras el Cuervo negro ganaba la playa. Cerca de la proa, uno de los tripulantes daba vueltas, casi giraba sobre su propio eje.
Solo vestía pantalones, no llevaba cota de malla, ni túnica, ni un casco que le cubriera la desaliñada cabellera. Sus barbas se proyectaban en varias direcciones, como un arbusto descontrolado. Blandía una espada corta en la mano izquierda y un hacha de guerra en la derecha. Era delgado, y de haber ido vestido hubiera parecido débil y macilento, pero desnudo hasta la cintura como estaba, sus músculos se manifestaban como las raíces retorcidas de un árbol.
—Starri el Inmortal —dijo Arinbjorn—. Es un berserker. Lidera un grupo de berserkers.
Thorgrim asintió. Se percibía a primera vista que Starri era un berserker, miembro de un culto guerrero de hombres que se volvían locos ante la inminencia del combate. Se lanzaban a la lucha con una ferocidad insuflada por los dioses, una sed de sangre más intensa de lo que incluso los hombres del norte consideraban normal. Thorgrim había luchado al lado de berserkers y reconocía las señales: el desprecio por la armadura, la energía frenética en los instantes anteriores al combate…
—No me había percatado de su presencia hasta ahora —dijo Thorgrim.
—Se muestra reservado la mayor parte del tiempo. En medio de la lucha es imposible no saber que está ahí.
Y entonces el Cuervo negro encalló en la arena y Thorgrim se tambaleó ligeramente ante la brusca parada. Los hombres se pusieron en pie de un salto, retiraron los remos y los amontonaron en el centro de la nave, y Thorgrim pudo sentir que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Se deleitó con los golpes secos que emitían los escudos al ser recogidos de su lugar de descanso en la regala, el susurro metálico de las cotas de malla mientras los hombres saltaban por la borda baja del barco. Chapoteaban en las olas, aferraban la baranda y tiraban con tesón. El casco aplanado encalló en la arena. Largos cabos de amarre fueron llevados hasta la playa para mantener la embarcación en su sitio.
Harald miró a Thorgrim, indeciso sobre si, a su edad, podía unirse a los demás sin que su padre le diera permiso. Pero Thorgrim le dedicó el más leve de los asentimientos y Harald salió disparado como una flecha, corriendo hacia proa y saltando por el costado a las aguas poco profundas. Llevaba un casco de hierro y una cota de malla, un escudo en el brazo izquierdo y un hacha de guerra en la mano derecha. Thorgrim aún le veía como al niño que había sido, corriendo por la granja de Vik con su armadura de juguete y su hacha de madera.
El casco de Harald, su armadura y sus armas, como las de Thorgrim, habían sido un préstamo de Arinbjorn antes de hacerse a la mar. A pesar del ganado, las