Los Miserables - Edicion completa e ilustrada - Espanol
Por Victor Hugo
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Victor Hugo
Victor Hugo (Besançon, 1802-París, 1885) es quizá el escritor más representativo de las letras francesas del siglo xix. De vocación temprana, comenzó su andadura literaria con Odas y poesías diversas (1822), su primera obra poética. Muy pronto fue considerado el jefe de las filas del Romanticismo francés y sus obras encontraron un reconocimiento generalizado debido, fundamentalmente, al virtuosismo de su prosa y a la elección de unos argumentos en los que se entremezclan a la perfección lo misterioso y sobrenatural con la denuncia social más inteligente y certera. Entre sus obras más destacadas se encuentran Las orientales (1829), Nuestra señora de París (1830), Ruy Blas (1838), Los miserables (1862) o Los trabajadores del mar (1866), además de un buen número de obras teatrales, poemas, ensayos históricos y discursos políticos. Victor Hugo murió el 22 de mayo de 1885 a causa de una pulmonía. Su ataúd permaneció durante varios días bajo el arco del triunfo, donde se dice que fue visitado por cerca de tres millones de personas.
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Los Miserables - Edicion completa e ilustrada - Espanol - Victor Hugo
El progreso, la ley, el alma, Dios, la Revolución Francesa, Waterloo, el idilio amoroso, la prisión, el contrato social, las barricadas de 1832, el crimen, las cloacas de París todo tiene cabida en esta monumental novela. Y, como su título indica, todo gira en torno a la palabra «miserable», pues Victor Hugo distingue entre los miserables hijos de la degradación material, aquellos que nada tienen salvo su dignidad, y los miserables producto de la degradación moral, a los que ya nada les queda, pues han perdido incluso aquello que les hace personas: su humanidad.
Ambos tipos de miserable giran en un fantástico torbellino, los unos luchando denodadamente por avanzar hacia la luz, los otros deslizándose sigilosamente hacia las tinieblas, que siempre, en el fondo, tienen un origen que hay que ir a buscar lejos de quien las sufre. Con todo ello, Victor Hugo invoca al progreso, entendido como el triunfo de las libertades personales, el camino que la sociedad recorre para ser más justa, procurando a todos sus miembros trabajo, salud, educación y, en definitiva, libertad. Una obra monumental, de gran valor histórico y moral, y con una trama apasionante.
Victor Hugo
Los Miserables
Título original: Les Misérables
Victor Hugo, 1862.
PRÓLOGO
Inmenso poeta y novelista fecundo para quien, y tras una efímera etapa de militancia juvenil monárquica, «el romanticismo es en literatura lucha misma por la libertad», Victor Hugo (París, 1802-1805) obtuvo un inmenso éxito con su obra Los miserables. Título que entusiasmó a Rimbaud, quien dijo que «esa novela es una maravilla, un verdadero poema», y continúa hoy día cosechando un imparable éxito de lectores de todas las edades. Lectores subyugados por la épica de un texto habitado por personajes de la talla de la pequeña Cosette, hija de una madre soltera abatida por la pobreza y el abandono, o el formidable Jean Valjean, condenado a décadas de trabajos forzados por haber robado un pan para sus sobrinos hambrientos.
«No me creo con derecho para matar a un hombre; pero me siento con el deber de exterminar el mal… Es decir, el fin de la prostitución de la mujer, el fin de la esclavitud del hombre, el fin de la ignorancia del niño», escribió el patriarca del romanticismo francés, que definió a Los miserables como a una novela «de la conciencia». Y añadió: «El culpable no es aquel que comete el delito, sino quien instaura las condiciones para que éste sea cometido».
Novela de luces y tinieblas, de caídas y revueltas —Hugo es tan inmenso cuando narra el dolor de una niña maltratada como cuando relata el fragor de las barricadas del París insurrecto—. Los miserables posee la modernidad de las grandes obras de la literatura universal. Una modernidad que rescata el esplendor de sus páginas de la hoguera del tiempo, salvándolas de las cenizas del olvido.
«Mientras haya ignorancia y miseria sobre la tierra, los libros de igual naturaleza que éste podrán no ser inútiles», escribió el autor, como breve nota introductoria, en 1862… Pero, hay que advertirlo, Los miserables no se limita a ser un mero texto de denuncia de la injusticia y las más sangrantes desigualdades. Es, en primer lugar, una espléndida y visionaria novela, una de las obras cumbres del prolífico siglo XIX. Victor Hugo no es lo que se ha etiquetado, tan banal como osadamente dentro de los llamados «cánones» literarios, un «realista». Victor Hugo es un artista de la «videncia» aun cuando escribe sobre la «evidencia». Sus héroes, como el evadido Jean Valjean que rescata a la pobre Cosette-Cenicienta de las garras de sus verdugos caseros, los avaros posaderos Thénardier, y es siempre perseguido por Javert, el frío policía que encama a la «Ley» social, a la ley del mal y a la propiedad privada, es un hombre atormentado por la fatalidad que se interroga siempre a sí mismo, y a su «estar» en el mundo. En la óptica de un Hugo obsesionado, al final de su vida, por la no violencia y el rechazo de cualquier clase de tiranía (durante el reinado de Napoleón III se exilió a Inglaterra), los poseedores de la nada se alzan frente a los poderosos como los acusadores de un invisible tribunal de las afrentas. La sociedad es para el poeta de «La leyenda de los siglos» moderna dialéctica donde astralidad e infernalidad libran un eterno combate sin medias tintas, o con tintas de un rojo de sangre. Hombres que acosan y pegan a otros hombres desnutridos, leyes que amparan a los sinvergüenzas e hipócritas partidarios de doctrinas cuyos preceptos moldean a su imagen y semejanza, niños que trabajan por un mísero trozo de pan, rebeldes que izan banderas de una pobre barricada… En Hugo, rebelde y cristiano, está ya todo el peso de La desesperación más lúcida; aquélla, llevada a rajatabla por el siglo XX de los Holocaustos, que sabe nada hay más humano que lo supuestamente inhumano.
Tal vez por ello esta obra maestra de contrastes y claroscuros, visionaria y febril, no es un canto de esperanza. Es un grito apocalíptico, con escenas que pasan de lo íntimo a lo colectivo, toda una dramatización de las soledades humanas sumidas en esa desdicha que priva a «algunos», desde su nacimiento, del pan, el juguete, La caricia, la escuela. Jean Valjean podría haber nacido hoy en una chabola cualquiera de las barriadas más infames de esta Europa de Internet y misiles crucero (¿se llaman así porque buscan nuevas formas de crucifixiones?), Cosette podría ser uno de esos muchos niños que ingresan en modernísimos hospitales con hematomas o quemazones de quienes supuestamente se hallan a su cargo para velar la salud de sus días… Jean Valjean «podría» estar hoy muriéndose de sida en una cárcel por haber robado, no ya un pan, sino una «moto», siete años atrás, en una adolescencia hechizada por el machaconeo de La publicidad…
El dinero no sabe de tiempos ni de patrias. Es lo único que tiene en común con el gran Verbo de la literatura sin cobardías ni facilidades al uso de su «público». Los últimos textos del gran Oscar Wilde recién salido de aquella cárcel infame donde lo martirizaron, junto con niños «ladrones» de ocho años alimentados con agua y harinas podridas, son, también, baladas sobre la Miseria con mayúsculas…
«El sufrimiento social empieza a cualquier edad… La gente, porque el pueblo ama las metáforas, la llamaba Alondra… Sólo que esa pobre alondra no cantaba nunca».
Mercaderes del templo, señores de las guerras, explotadores que «blanquean» su dinero merced a la sangre y al expolio ajeno, nada hay nuevo bajo el sol. Perdura lo bello, porque, y tanto Victor Hugo como Arthur Rimbaud, lo supieron muy bien y lo pagaron con distintas, pero auténticas creces, lo bello no es nunca, al menos inconscientemente, cobarde. Ni sentimentaloide. Pero eso, Los miserables es tan «actual» como un cuadro de Velázquez, habitado por infantes enfermos y bufones de mirada no ya triste, sino enajenada. Nada que ver con obras nacidas muertas ya desde su impresión. Hugo es siempre Hugo, en sus poemas y en sus novelas. Un hombre que sabe del dolor, del miedo a la muerte, y «ve», no sólo mira. Un artista, un hijo del Verbo, nunca un esclavo de la palabra dictada por el «¿buen gusto?» de los que mandan, matan y roban, no panes ni motos. Vidas, horas de vida, de trabajo, de libertades.
JUANA SALABERT
Mientras a consecuencia de las leyes y de las costumbres exista una condenación social, creando artificialmente, en plena civilización, infiernos, y complicando con una humana fatalidad el destino, que es divino; mientras no se resuelvan los tres problemas del siglo: la degradación del hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por las tinieblas; en tanto que en ciertas regiones sea posible la asfixia social; en otros términos y bajo un punto de vista más dilatado todavía, mientras haya sobre la tierra ignorancia y miseria, los libros de la naturaleza del presente podrán no ser inútiles.
VICTOR HUGO
Hauteville House, 1862.
PRIMERA PARTE
FANTINE
LIBRO PRIMERO
UN JUSTO
I
M. MYRIEL
En 1815, monseñor Charles-François-Bienvenu Myriel era obispo de Digne. Era un anciano de cerca de setenta y cinco años y ocupaba la sede de Digne desde 1806[1].
Aunque este detalle no interesa en manera alguna al fondo de lo que vamos a referir, quizá no será inútil, aunque no sea más que para ser exactos en todo, indicar aquí los rumores y las habladurías que habían circulado acerca de su persona, en el momento en que llegó a la diócesis. Verdadero o falso, lo que de los hombres se dice ocupa en su vida, y sobre todo en su destino, tanto lugar como lo que hacen. Monseñor Myriel era hijo de un consejero del departamento de Aix; nobleza de toga. Decíase de él que su padre, reservándole para heredar su puesto, le había casado muy pronto, a los dieciocho o veinte años, siguiendo una costumbre muy extendida entre las familias parlamentarias. Charles Myriel, no obstante este matrimonio, había dado —decíase— mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura pequeña, elegante, gracioso, inteligente; toda la primera parte de su vida había estado consagrada al mundo y a las galanterías.
Sobrevino la Revolución, precipitáronse los sucesos; las familias parlamentarias, diezmadas, perseguidas, acosadas, se dispersaron, y el señor Charles Myriel, en los primeros días de la Revolución, emigró a Italia. Su mujer murió allí de una enfermedad del pecho, que padecía desde mucho tiempo atrás. No tenían hijos. ¿Qué pasó, después, en la vida del señor Myriel? El hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos espectáculos del 93, más espantosos aún quizá para los emigrados, que los veían de lejos con el aumento que les prestaba el terror, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de renuncia y de soledad? En medio de las distracciones y de los afectos que ocupaban su vida, ¿fue súbitamente herido por uno de estos golpes misteriosos y terribles que algunas veces llegan a derribar, lacerándole el corazón, al hombre a quien las catástrofes públicas no conmoverían, si le hiriesen en su existencia o en su hacienda? Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que, a su vuelta de Italia, era sacerdote.
En 1804, el señor Myriel era cura párroco de B. (Brignolles). Era ya anciano y vivía en un absoluto retiro.
Hacia la época de la Coronación, un pequeño asunto de su parroquia, no se sabe a punto fijo cuál, le llevó a París. Entre otras personas poderosas, fue a solicitar amparo para sus feligreses al cardenal Fesch[2]. Un día en que el emperador fue a visitar a su tío, el digno párroco, que esperaba en la antecámara, se halló ante Su Majestad. Napoleón, al ver que aquel anciano le observaba con cierta curiosidad, se volvió y preguntó bruscamente:
—¿Quién es este buen hombre que me mira?
—Señor —dijo el señor Myriel—, vos miráis a un buen hombre, y yo miro a un gran hombre. Ambos podemos sacar provecho.
Aquella misma noche, el emperador preguntó al cardenal el nombre de aquel cura y, algún tiempo después, el señor Myriel quedó sorprendido al enterarse de que había sido nombrado obispo de Digne.
¿Qué había de verdad, por lo demás, en las habladurías sobre la primera parte de la vida de monseñor Myriel? Nadie lo sabía. Pocas familias habían conocido a la de Myriel antes de la Revolución.
Monseñor Myriel debía sufrir la suerte de todos los recién llegados a una pequeña ciudad, donde hay muchas bocas que hablan, y muy pocas cabezas que piensan. Debía sufrirla, aunque fuera obispo, y precisamente porque era obispo. Pero, después de todo, las habladurías, en las que se mezclaba su nombre, no eran más que habladurías, ruido, frases, palabras; menos aún que palabras, «palabrerías», como se dice en el enérgico lenguaje del Mediodía.
Sea como fuere, tras nueve años de episcopado y de residencia en Digne, todas estas murmuraciones, temas de conversación que ocupan en los primeros momentos a las pequeñas ciudades y a las gentes pequeñas, habían caído en un profundo olvido. Nadie se hubiera atrevido a hablar de ellas, nadie hubiera osado ni siquiera recordarlas.
Monseñor Myriel había llegado a Digne acompañado de una solterona, la señorita Baptistine, que era su hermana y contaba diez años menos que él.
Por toda servidumbre, tenían una criada de la misma edad que la señorita Baptistine, llamada Magloire, la cual, tras haber sido la sirvienta del señor cura párroco, llevaba ahora el doble título de doncella de la señorita y ama de llaves de monseñor.
La señorita Baptistine era una persona alta, pálida, delgada, dulce; encarnaba el ideal de lo que expresa la palabra «respetable»; pues parece ser necesario que una mujer haya sido madre para ser «venerable». Nunca había sido bonita; su vida, que no había sido más que una serie ininterrumpida de buenas obras, había acabado por extender sobre su persona una especie de blancura y de claridad; y, al envejecer, había adquirido lo que podría llamarse la belleza de la bondad. Lo que en su juventud había sido flacura, en su madurez se había convertido en transparencia; esta diafanidad dejaba ver al ángel. Era más bien un alma que una virgen. Su persona parecía hecha de sombra; apenas tenía bastante cuerpo para que en él hubiera un sexo; un poco de materia que contenía un resplandor; unos grandes ojos, siempre bajos; un pretexto para que un alma permaneciese en la tierra.
La señora Magloire era una viejecita blanca, gorda, repleta, afanosa, siempre sofocada; primero a causa de su actividad, luego a causa de su asma.
A su llegada, instalaron a monseñor Myriel en su palacio episcopal, con los honores dispuestos por los decretos imperiales, que clasifican al obispo inmediatamente después del mariscal de campo. El alcalde y el presidente le hicieron la primera visita, y él, por su parte, hizo la primera al general y al prefecto.
Terminada la instalación, la ciudad aguardó los actos de su obispo.
II
M. MYRIEL SE CONVIERTE EN MONSEÑOR BIENVENU
El palacio episcopal de Digne estaba contiguo al hospital. Era un edificio amplio y hermoso, construido en piedra, a principios del siglo anterior, por monseñor Henri Puget[3], doctor en Teología de la Facultad de París y abad de Simore, que había sido obispo de Digne en 1712. Este palacio era una verdadera morada señorial. Todo en él respiraba grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio de honor, muy ancho, con galerías de arcos, según la antigua costumbre florentina, los jardines con magníficos árboles. En el comedor, una larga y soberbia galería del piso bajo, que se abría sobre los jardines, monseñor Henri Puget había ofrecido un banquete, el 29 de julio de 1714, a los monseñores Charles Brülart de Genlis, arzobispo-príncipe de Embrun, Antoine de Mesgrigny, capuchino, obispo de Grasse, Philippe de Vendóme[4], gran prior de Francia, abad de Saint-Honoré de Lérins, François de Berton de Grillon, obispo-barón de Vence, César de Sabran de Forcalquier, obispo-señor de Glandéve, y Jean Soanen, sacerdote del oratorio, predicador ordinario del rey, obispo-señor de Senez. Los retratos de estos siete reverendos personajes decoraban esa sala, y aquella fecha memorable, 29 de julio de 1714, estaba grabada en letras de oro sobre una mesa de mármol blanco.
El hospital era un edificio estrecho y bajo, de un solo piso, con un pequeño jardín.
Tres días después de su llegada, el obispo visitó el hospital. Una vez terminada la visita, rogó al director que tuviera a bien ir a verle a su palacio.
—Señor director del hospital —le dijo—, ¿cuántos enfermos tenéis en este momento?
—Veintiséis, monseñor.
—Son los que había contado.
—Las camas —replicó el director— están muy próximas unas a otras.
—Lo había notado.
—Las salas son más bien verdaderas celdas, donde el aire se renueva difícilmente.
—Eso me ha parecido.
—Y además, cuando penetra un rayo de sol en el jardín, éste resulta muy pequeño para los convalecientes.
—Eso me he figurado.
—En tiempo de epidemia, este año hemos tenido el tifus y hace dos años una fiebre miliar; se juntan hasta cien enfermos a veces, y no sabemos qué hacer.
—En ello había pensado.
—¡Qué queréis, monseñor! —dijo el director—, hay que resignarse.
Esta conversación tenía lugar en la galería-comedor de la planta baja.
El obispo guardó silencio por un instante; luego, se volvió bruscamente hacia el director del hospital.
—¿Cuántas camas creéis que cabrían en este comedor?
—¡En el comedor de monseñor! —exclamó el director, estupefacto.
El obispo recorría la sala con la vista, y parecía que su mirada tomaba medidas y hacía cálculos.
—¡Bien cabrían veinte camas! —dijo, como hablando consigo mismo; luego, levantando la voz, añadió—: Mirad, señor director del hospital, voy a deciros algo. Aquí, evidentemente, hay un error. En el hospital hay veintiséis personas en cinco o seis pequeñas habitaciones. Nosotros somos aquí tres, y tenemos sitio para sesenta. Hay un error, lo repito. Vos tenéis mi casa, y yo la vuestra. Devolvedme la mía. Esta es la vuestra.
Al día siguiente, los veintiséis pobres enfermos estaban instalados en el palacio del obispo, y éste en el hospital.
Monseñor Myriel no tenía bienes, al quedar su familia arruinada por la Revolución. Su hermana recibía una renta vitalicia de quinientos francos que, en el presbiterado, bastaban para sus gastos personales. Monseñor Myriel recibía del Estado, como obispo, una asignación de quince mil francos. El mismo día en que se instaló en el hospital, monseñor Myriel determinó, de una vez por todas, el empleo de esta suma del modo que consta en una nota escrita de su puño y letra, que transcribimos aquí:
Nota para arreglar los gastos de mi casa.
Para el pequeño seminario (1550 Libras).
Congregación de la misión (100 Libras).
Para los lazaristas de Montdidier (100 Libras).
Seminario de las misiones extranjeras en París (200 Libras).
Congregación del Espíritu Santo (150 Libras).
Establecimientos religiosos de la Tierra Santa (100 Libras).
Sociedad de caridad maternal (300 Libras).
Ídem para la de Arles (50 Libras).
Obra para la mejora de las prisiones (400 Libras).
Obra para el alivio y rescate de los presos (500 Libras).
Para libertar a padres de familia presos por deudas (1000 Libras).
Suplemento a la asignación de los maestros de escuela pobres de la diócesis (2000 Libras).
Pósito de los Altos Alpes (100 Libras).
Congregación de señoras de Digne de Monosque y de Sisteron, para la enseñanza gratuita de niñas pobres (1500 Libras).
Para los pobres (6000 Libras).
Mi gasto personal (1000 Libras).
TOTAL (15 000 Libras).
Durante todo el tiempo en que ocupó la sede de Digne, monseñor Myriel no cambió en nada este arreglo. Llamaba a esto, como se ha visto, tener regulados los gastos de la casa.
Este arreglo fue aceptado con absoluta sumisión por la señorita Baptistine. Para aquella santa mujer, monseñor de Digne era, a la vez, su hermano y su obispo; su amigo, según la Naturaleza, y su superior, según la Iglesia. Le amaba y le veneraba a la vez, sencillamente. Cuando él hablaba, ella se inclinaba; cuando obraba, se adhería a sus obras. Sólo la criada, la señora Magloire, murmuró un poco. El obispo, hemos podido observarlo, no se había reservado más que mil francos, que unidos a la pensión de la señorita Baptistine, sumaban mil quinientos francos por año. Con estos mil quinientos francos vivían aquellas dos mujeres y aquel anciano.
Y cuando un párroco de aldea venía a Digne, el obispo podía incluso obsequiarle, gracias a la severa economía de la señora Magloire y a la inteligente administración de la señorita Baptistine. Un día —hacía cerca de tres meses que se hallaba en Digne— el obispo dijo:
—¡Con todo esto, no ando muy holgado!
—¡Ya lo creo! —exclamó la señora Magloire—; como que monseñor ni siquiera ha reclamado la renta que el departamento le debe para sus gastos de carruaje en la ciudad, y de visitas en la diócesis. Ésta era la costumbre de los obispos, en otros tiempos.
—¡Vaya! Tiene usted razón, señora Magloire.
Presentó su reclamación.
Algún tiempo después, el Consejo General, tomando en consideración su demanda, votó una suma anual de tres mil francos, con el siguiente epígrafe: «Asignación a monseñor el obispo, para gastos de carruaje, de posta y de visitas pastorales». Aquello hizo gritar bastante a la burguesía local y, con este motivo, un senador del Imperio, antiguo miembro del Consejo de los Quinientos, favorable al 18 Brumario, y agraciado, cerca de la ciudad de Digne, con una magnífica senaduría, escribió al ministro de Cultos, Bigot de Préameneu[5], una nota irritada y confidencial, de la cual extraemos estas líneas auténticas:
¿Gastos de carruajes? ¿Para qué, en una población de menos de cuatro mil habitantes? ¿Gastos de posta y viajes? ¿Qué falta hacen estos viajes? ¿Y cómo correrá la posta, en este país montañoso? No hay carreteras y no se pueden andar más que a caballo. El puente que hay sobre el Durance, en Cháteau-Arnoux, apenas puede sostener las carretas de bueyes. Todos estos curas son lo mismo: avarientos y ambiciosos. Este, al llegar, hizo el papel de buen apóstol. Ahora hace como los otros: necesita carruaje y silla de posta. Ya quiere lujo, como los antiguos obispos. ¡Oh, qué tropa! Señor conde, las cosas no marcharán bien hasta que el emperador nos haya librado de las sotanas. ¡Abajo el papa! (los asuntos con Roma estaban, entonces, algo embrollados). En cuanto a mí, siempre estoy sólo por el César, etc.
Aquello, por el contrario, regocijó a la señora Magloire.
—Bien —dijo a la señorita Baptistine—. Monseñor ha comenzado por los demás, pero ha sido preciso que acabara por sí mismo. Ya tiene arregladas todas sus obras de caridad, y estos tres mil francos serán para nosotros. ¡Por fin!
Aquella misma noche, el obispo escribió y entregó a su hermana una nota concebida de la siguiente forma:
Gastos de coche y de viaje.
Para dar caldo de carne a los enfermos del hospital… Mil y quinientas libras.
Para la sociedad de caridad maternal de Aix… Doscientas cincuenta libras.
Para la sociedad de caridad maternal de Draguiñan… Doscientas cincuenta libras.
Para los niños expósitos… Quinientas libras.
Para los huérfanos… Quinientas libras.
TOTAL… Tres mil libras.
Tal era el presupuesto de monseñor Myriel.
En cuanto a los derechos episcopales, dispensa de amonestaciones, predicaciones, bendiciones de iglesias o de capillas, matrimonios, etc., el obispo cobraba a los ricos con tanto rigor como presteza tenía en dar a los pobres.
Al cabo de poco tiempo afluyeron las ofrendas de dinero. Los que tenían y los que no tenían llamaban a la puerta de monseñor Myriel, unos a buscar la limosna y otros a depositarla. En menos de un año, el obispo se convirtió en el tesorero de todos los beneficios y el cajero de todas las estrecheces. Por sus manos pasaban considerables sumas; pero nada hizo que cambiara su género de vida, ni añadiera la menor cosa superflua a lo que le era necesario.
Lejos de esto. Como siempre hay abajo más miseria que fraternidad arriba, todo estaba, por así decirlo, dado antes de ser recibido; era como agua arrojada sobre una tierra seca; por más que recibía dinero, nunca alcanzaba para dar lo suficiente; entonces se despojaba de lo suyo.
Al ser costumbre que los obispos anunciaran sus nombres de bautismo, al encabezar sus escritos y sus cartas pastorales, los pobres del país habían elegido, con una especie de instinto afectuoso, entre los nombres del obispo, aquel que les ofrecía un significado, y no le llamaban por otro nombre que por el de monseñor Bienvenu. Haremos como ellos, en adelante, y le llamaremos del mismo modo cuando se tercie. Por lo demás, al obispo le agradaba esta apelación.
—Me gusta ese nombre —decía—. Bienvenu suaviza lo de monseñor.
No pretendemos que el retrato que trazamos aquí sea verosímil; nos limitamos a decir que es parecido.
III
A BUEN OBISPO, UN MAL OBISPADO
No porque el obispo hubiera convertido su carruaje en limosnas, dejaba de hacer sus visitas pastorales; y la diócesis de Digne es un poco fatigosa.
Hay muy pocas llanuras, muchas montañas, y carece casi de carreteras, como antes ya se ha visto. La diócesis comprende treinta y dos parroquias, cuarenta y una vicarías y doscientas ochenta feligresías. Visitar todo esto es tarea ardua; pero el señor obispo llegaba para todo. Iba a pie, cuando tenía que ir a las inmediaciones; en tartana, cuando iba a la llanura; en jamuga, cuando iba a la montaña. Las dos mujeres le acompañaban siempre, salvo cuando el trayecto era demasiado penoso para ellas; entonces iba solo.
Un día llegó a Senez[6], que es una antigua ciudad episcopal, montado sobre un asno. Su bolsa, harto flaca en aquel momento, no le permitía otra montura. El alcalde de la población salió a recibirle a la puerta del obispado y miróle con ojos escandalizados, mientras bajaba del asno. Algunas personas se reían en derredor.
—Señor alcalde —dijo el obispo—, y señores regidores, bien sé lo que os escandaliza; creéis que es demasiado orgullo en un pobre sacerdote el subir a una montura que fue la de Jesucristo. Lo he hecho por necesidad, os lo aseguro; no por vanidad.
En sus viajes era indulgente y piadoso, y predicaba menos que conversaba. No ponía virtud alguna sobre una bandeja inaccesible. Nunca iba a buscar muy lejos sus argumentos. A los habitantes de una comarca les citaba el ejemplo de la comarca vecina.
En los parajes donde eran poco caritativos con los pobres, decía:
—Ved a los de Briançon. Han concedido a los pobres, a las viudas y a los huérfanos el derecho de hacer segar sus campos tres días antes que los de los demás. Les reconstruyen gratuitamente sus casas cuando están en ruinas. Es un país bendecido por Dios. Durante todo un siglo de cien años, no ha habido allí un solo asesinato.
En los pueblos cuyos habitantes eran perezosos, decía:
—Ved a los de Embrun. Si, en tiempo de la cosecha, un padre de familia tiene a sus hijos en el Ejército y a sus hijas sirviendo en la ciudad, y está enfermo o impedido, el párroco lo recomienda desde el púlpito; y el domingo, después de la misa, todos los habitantes de la aldea, hombres, mujeres y niños, van al campo del pobre, para hacerle su siega y llevarle paja y grano a su granero.
A las familias divididas por asuntos de dinero y herencia, les decía:
—Ved a los montañeses de Devolny, comarca tan agreste que en ella no se oye al ruiseñor más que una vez cada cincuenta años. Pues bien, cuando muere el padre de una familia, los hombres se marchan a buscar fortuna y dejan los bienes a las muchachas, a fin de que puedan encontrar marido.
En las comarcas donde reinaba la manía de los litigios, y donde los granjeros se arruinaban gastando papel timbrado, decía:
—Ved esta buena gente del valle de Queyras. Son tres mil almas; ¡Dios mío!, es como una pequeña república. Allí no se conocen ni el juez ni el alguacil. El alcalde lo hace todo. Reparte los impuestos, tasa la cuota de cada uno en conciencia, juzga gratis las querellas, divide los patrimonios sin honorarios, dicta sentencias sin costas; y le obedecen, porque es un hombre justo entre los hombres sencillos.
En las aldeas donde no encontraba maestro de escuela, citaba también el ejemplo de los de Queyras.
—¿Sabéis lo que hacen? —decía—. Como un pequeño lugar de doce o quince hogares no puede alimentar a un maestro, tienen maestros de escuela pagados por todo el valle, los cuales recorren las aldeas, pasando ocho días en ésta, diez en aquélla y enseñando así. Estos maestros van a las ferias, yo los he visto. Se los reconoce por las plumas de escribir que llevan en sus sombreros. Los que enseñan sólo a leer, llevan una pluma; los que enseñan la lectura, la escritura y el cálculo, llevan dos plumas; los que enseñan la lectura, la escritura, el cálculo y el latín, llevan tres plumas. Éstos son grandes sabios. ¡Pero qué vergüenza ser ignorantes! Imitad a las gentes de Queyras.
Hablaba así, grave y paternalmente; a falta de ejemplos, inventaba las parábolas; iba derecho al fin propuesto, con pocas frases y muchas imágenes, que era la elocuencia misma de Jesucristo, convencida y convincente.
IV
LAS OBRAS PARECIDAS A LAS PALABRAS
Su conversación era afable y alegre; acomodábase a la inteligencia de las dos ancianas que pasaban la vida a su lado; cuando reía, era su risa la de un escolar.
La señora Magloire le llamaba siempre «Vuestra Grandeza». Un día, se levantó de su sillón y fue a la biblioteca a buscar un libro. Estaba en uno de los estantes de arriba. Puesto que el obispo era de corta estatura, no pudo alcanzarlo.
—Señora Magloire —dijo—, traedme una silla, porque mi Grandeza no llega a ese estante.
Una de sus parientas lejanas, la condesa de Lo, dejaba raramente escapar la ocasión de enumerar en su presencia lo que ella llamaba «las esperanzas» de sus tres hijos. Tenía varios ascendientes muy ancianos y próximos a la muerte, de los cuales, naturalmente, sus hijos eran los herederos. El más joven de los tres debía recoger de una tía más de cien mil libras de rentas; el segundo había de heredar el título de duque de su tío; el mayor tenía que suceder a su abuelo en la dignidad de senador. El obispo escuchaba habitualmente en silencio estos inocentes y disculpables desahogos maternos. Una vez, sin embargo, se quedó más meditabundo que de costumbre, mientras la señora de Lo volvía a exponer los pormenores de todas estas sucesiones y de todas estas «esperanzas». Se interrumpió, con cierta impaciencia:
—¡Dios mío, primo! ¿En qué estáis pensando?
—Pienso —contestó el obispo— en una máxima singular, que es, creo, de San Agustín: «Poned vuestra esperanza en Aquel a quien nadie sucede».
En otra ocasión, al recibir la esquela de defunción de un gentilhombre de la región, donde se expresaban, en una larga página, además de las dignidades del difunto, todas las calificaciones feudales y nobiliarias de todos sus parientes, exclamó:
—¡Qué buenas espaldas tiene la muerte! ¡Qué admirable carga de títulos le hacen llevar alegremente, y cuánto talento es menester que tengan los hombres para consagrar así la tumba a la vanidad!
A veces empleaba una sátira suave, que envolvía casi siempre un sentido serio. Durante una cuaresma, llegó a Digne un joven vicario y predicó en la catedral. Fue bastante elocuente. El tema de su sermón era la caridad. Invitó a los ricos a socorrer a los indigentes con el fin de evitar el infierno, al que pintó lo más espantoso que pudo, y ganar el paraíso, que bosquejó adorable y encantador. En el auditorio había un rico comerciante retirado, un poco usurero, llamado Géborand, el cual había ganado medio millón fabricando gruesos paños, sargas y bayetas. El señor Géborand no había dado en su vida una limosna a un desgraciado. Desde este sermón, observaron que todos los domingos daba un cuarto a las viejas mendigas del pórtico de la catedral. Eran seis las que debían repartirse la caridad del mercader. Un día, el obispo le vio mientras hacía su caridad y dijo a su hermana, con una sonrisa:
—Ahí tienes al señor Géborand, que compra un cuarto de paraíso.
Cuando se trataba de la caridad, no retrocedía ni aun ante una negativa, y solía encontrar palabras que hacían reflexionar. Una vez, pedía para los pobres en una tertulia de la ciudad; hallábase allí el marqués de Champtercier, viejo, rico y avaro, el cual se las había ingeniado para ser a la vez ultrarrealista y ultravolteriano; es ésta una variedad que ha existido. El obispo se acercó a él y le tocó el brazo.
—Señor marqués, es preciso que me deis algo.
El marqués se volvió y respondió secamente:
—Monseñor, yo tengo mis pobres.
—Dádmelos —replicó el obispo.
Un día, en la catedral, predicó este sermón:
«Queridos hermanos míos, mis buenos amigos, hay en Francia un millón trescientas veinte mil casas de aldeanos que no tienen más que tres aberturas, un millón ochocientas diecisiete mil que tienen dos aberturas, una puerta y una ventana, y trescientas cuarenta y seis mil cabañas que no tienen más que una abertura, la puerta. Esto, a consecuencia de un impuesto que se llama de puertas y ventanas. ¡Poned allí familias pobres, ancianos, niños, y veréis cuántas fiebres y enfermedades! ¡Ay! Dios dio el aire a los hombres, y la ley se lo vende. No acuso a la ley, pero bendigo a Dios. En el Isére, en el Var, en los dos Alpes, altos y bajos, los campesinos no tienen ni carretillas, y han de transportar los abonos a cuestas; carecen de velas y para alumbrarse queman teas resinosas y cabos de cuerda impregnados en alquitrán. Así pasa en toda la región alta del Delfinado. Amasan pan para seis meses y lo cuecen con boñiga seca de vaca. En invierno, rompen este pan a golpes de hacha, y lo sumergen en agua durante veinticuatro horas, para poder comerlo. ¡Hermanos míos, tened piedad, ved cuánto padecen en derredor vuestro!»
Nacido en Provenza, se había familiarizado fácilmente con todos los dialectos del Mediodía, hablándolos sin dificultad. Aquello agradaba al pueblo, y no había contribuido poco a darle acceso a las voluntades. Hallábase en la choza o en la montaña como si estuviera en su propia casa. Sabía decir las cosas más grandes en los más vulgares idiomas. Hablando todas las lenguas, se introducía en todas las almas.
Por lo demás, era siempre el mismo para las gentes de mundo y para la gente del pueblo.
No condenaba a nadie apresuradamente y sin tener en cuenta las circunstancias. Decía:
—Veamos el camino por donde ha pasado la falta.
Siendo un ex pecador, como se calificaba a sí mismo sonriendo, no tenía ninguna de las asperezas del rigorismo y profesaba muy alto, sin preocuparse del fruncimiento del ceño de los virtuosos intratables, una doctrina que podría resumirse en estas palabras:
«El hombre lleva la carne sobre sí, que es a la vez su fardo y su tentación. La arrastra, y cede a ella.
»Debe vigilarla, contenerla, reprimirla, y no obedecerla más que en última instancia. En esta obediencia puede existir aún la falta; pero la falta así cometida es venial. Es una caída, pero una caída sobre las rodillas, que puede terminar en una oración.
»Ser santo es una excepción; ser justo es la regla. Errad, desfalleced, pecad; pero sed justos.
»Pecar lo menos que sea posible, es la ley del hombre. La ausencia total de pecado es el sueño del ángel. Todo lo que es terrestre está sometido al pecado. El pecado es una gravitación».
Cuando veía que ciertas personas gritaban fuerte y se indignaban pronto, decía sonriendo:
—¡Oh, oh!, parece que éste es un gran crimen que todo el mundo comete. Las hipocresías, asustadas, se apresuran a protestar y a ponerse a cubierto.
Era indulgente con las mujeres y los pobres, sobre los que recae el peso de la sociedad humana. Decía:
—Los pecados de las mujeres, de los niños, de los servidores, de los débiles, de los indigentes, de los ignorantes, son los pecados de los maridos, de los padres, de los dueños, de los fuertes, de los ricos, de los sabios.
Decía también:
—A los ignorantes, enseñadles cuanto podáis; la sociedad es culpable, por no darles instrucción gratis; ella es responsable de la oscuridad que produce. Si un alma sumida en sombras comete un pecado, el culpable no es el que peca, sino el que no disipa las tinieblas.
Como se ve, tenía un modo extraño y peculiar de juzgar las cosas. Sospecho que lo había tomado del Evangelio.
Un día, oyó relatar en un salón un proceso criminal que se instruía y que iba a sentenciarse. Un hombre miserable, por amor a una mujer y al hijo que de ella tenía, y falto de todo recurso, había acuñado moneda falsa. En aquella época, se castigaba aún este delito con pena de muerte. La mujer había sido apresada, al poner en circulación la primera pieza falsa fabricada por el hombre. La tenían en prisión, pero carecían de pruebas contra ella. Sólo ella podía declarar contra su amante y perderle. Negó. Insistieron. Se obstinó en negar. Entonces, el procurador del rey tuvo una idea: sugerir la infidelidad del amante. Lo consiguió, con fragmentos de cartas sabiamente combinados, persuadiendo a la desgraciada mujer de que tenía una rival y de que aquel hombre la engañaba. Entonces, exasperada por los celos, denunció al amante, lo confesó todo y todo lo probó. El hombre estaba perdido. Próximamente iba a ser juzgado en Aix, junto con su cómplice. Relataban el hecho, y todos se maravillaban ante la habilidad del magistrado. Al poner en juego los celos, había hecho brotar la verdad por medio de la cólera, y había hecho justicia con la venganza. El obispo escuchaba todo aquello en silencio. Cuando hubo terminado el relato, preguntó:
—¿Dónde los juzgarán?
—En el tribunal de la Audiencia —le respondieron.
Y él replicó:
—¿Y dónde juzgarán al procurador del rey?
En Digne sucedió una trágica aventura. Un hombre fue condenado a muerte por asesinato. Era un desgraciado, no completamente ignorante, no del todo falto de instrucción, que había sido acróbata en las fiestas, y memorialista. El proceso dio mucho que hablar a la ciudad. La víspera del día fijado para la ejecución del condenado, el capellán de la prisión cayó enfermo. Precisábase un sacerdote para que asistiera al reo en los últimos momentos. Fueron a buscar al párroco, y parece ser que se negó, diciendo:
—Esto no me concierne. Nada tengo que ver con esta tarea, ni con este saltimbanqui; también yo estoy enfermo; además, no es ése mi lugar.
Llevaron esta respuesta al obispo, el cual dijo:
—El señor párroco tiene razón; no es su lugar, es el mío.
Se dirigió inmediatamente a la cárcel y bajó al calabozo del saltimbanqui. Le llamó por su nombre, le tomó la mano y le habló. Pasó todo el día y toda la noche a su lado, olvidando el alimento y el sueño, rogando a Dios por el alma del condenado, y rogando al reo por la suya propia. Le dijo las mejores verdades, que son las más sencillas. Fue padre, hermano, amigo. Obispo, sólo para bendecir. Le enseñó todo, tranquilizándole. Aquel hombre iba a morir desesperado. La muerte era para él como un abismo. En pie, y estremecido en el umbral lúgubre de la tumba, retrocedía horrorizado. No era lo bastante ignorante para ser totalmente indiferente. Su condena, sacudida profunda, había en cierto modo roto acá y allá, en torno suyo, el cercado que nos separa del misterio de las cosas, al que llamamos vida. Miraba sin cesar fuera de este mundo, por aquellas brechas fatales, y no veía más que tinieblas. El obispo le hizo ver una luz.
A la mañana siguiente, cuando fueron a buscar al condenado, el obispo estaba allí. Le siguió, y se presentó a los ojos de la multitud con su traje morado y con su cruz episcopal al cuello, al lado de aquel miserable amarrado con cuerdas.
Subió con él a la carreta, y con él también subió al cadalso. El condenado, taciturno y abatido la víspera, estaba radiante. Sentía que su alma se había reconciliado, y esperaba en Dios. El obispo le abrazó y, en el momento en que la cuchilla iba a caer, le dijo:
—Aquel a quien el hombre mata, Dios le resucita. Aquel a quien los hermanos apartan, encuentra al Padre. Orad, creed, entrad en la vida, el Padre está allí.
Cuando bajó del cadalso, había algo en su mirada que hizo que el pueblo le abriese camino. No sabían qué era más admirable en él, si su palidez o su serenidad. Al volver a aquel humilde alojamiento, que él llamaba sonriendo «su palacio», dijo a su hermana:
—Acabo de oficiar pontificalmente.
Como las cosas más sublimes son, por lo general, las menos comprendidas, no faltó gente que, comentando la conducta del obispo, dijera que aquello era afectación. Pero sólo fue una palabra de salón. El pueblo, que no supone malicia en las acciones santas, quedó enternecido y admirado.
En cuanto al obispo, la vista de la guillotina fue para él un golpe terrible, del cual tardó mucho tiempo en recobrarse.
En efecto, el patíbulo, cuando está ante nuestros ojos, en pie, tiene algo que alucina. Es posible tener una cierta indiferencia ante la pena de muerte, no pronunciarse, no decir ni que sí ni que no, mientras no se ha visto una guillotina con los ojos; pero si se llega a encontrar una, la sacudida es violenta; hay que decidirse y tomar partido. Unos admiran, como De Maistre[7], y otros execran, como Beccaria[8]. La guillotina es la concreción de la ley; se llama «vindicta»; no es neutral, y no os permite que lo seáis tampoco. Quien llega a verla se estremece con el más misterioso de los estremecimientos. Todas las cuestiones sociales alzan sus interrogantes en torno a esta cuchilla.
El cadalso es una visión. El cadalso no es un tablado, el cadalso no es una máquina, el cadalso no es un mecanismo inerte hecho de madera, de hierro y de cuerdas. Parece que es una especie de ser, que tiene no sé qué sombría iniciativa. Se diría que estos andamios ven, que esta máquina oye, que este mecanismo comprende, que este hierro, esta madera y estas cuerdas tienen voluntad. En la horrible meditación en que aquella visión sume al alma, el cadalso aparece terrible, mezclándose con lo que hace. El cadalso es el cómplice del verdugo; devora, come carne, bebe sangre. El cadalso es una especie de monstruo fabricado por el juez y el carpintero; un espectro que parece vivir, con una especie de vida espantosa hecha con todas las muertes que ha infligido.
La impresión fue, pues, horrible. Al día siguiente de la ejecución, y durante varios días después, el obispo pareció abatido. La serenidad casi violenta del momento fúnebre había desaparecido: el fantasma de la justicia social le obsesionaba. Él, que de ordinario obtenía en todas sus acciones una satisfacción tan pura, parecía como si se acusara de ésta. A veces, hablaba consigo mismo y murmuraba, a media voz, lúgubres monólogos. He aquí uno que su hermana oyó y recogió una noche:
—No creía que eso fuera tan monstruoso. Es una equivocación de la ley humana. La muerte pertenece sólo a Dios. ¿Con qué derecho los hombres tocan esa cosa desconocida?
Con el tiempo, estas impresiones se atenuaron y probablemente se borraron. Sin embargo, observóse que, desde aquel instante, el obispo evitaba pasar por la plaza de las ejecuciones.
A cualquier hora se podía llamar a monseñor Myriel a la cabecera de los enfermos y de los moribundos. No ignoraba que aquel era su mayor deber y su mayor tarea. Las familias de viudas y huérfanos no tenían necesidad de llamarle; iba él mismo. Sabía sentarse y permanecer callado largas horas al lado del hombre que había perdido a la mujer que amaba, al lado de la madre que había perdido a su hijo. Así como cuándo callar, sabía también cuándo debía hablar. ¡Oh, admirable consolador! No trataba de borrar el dolor con el olvido, sino de engrandecerlo y dignificarlo con la esperanza. Decía:
—Tened cuidado al considerar a los muertos. No penséis en lo que se pudre. Mirad fijamente. Descubriréis la luz viva de vuestro muerto bienamado en el fondo del cielo.
Sabía que la fe es sana. Trataba de aconsejar y calmar al hombre desesperado, señalándole con el dedo al hombre resignado; y de transformar el dolor que mira una fosa, mostrándole el dolor que mira una estrella.
V
DE CÓMO MONSEÑOR BIENVENU HACÍA DURAR DEMASIADO TIEMPO SUS SOTANAS
La vida privada de monseñor Myriel estaba llena de los mismos pensamientos que su vida pública. Para quien hubiera podido verla de cerca, era un espectáculo grave y sublime aquella pobreza voluntaria en la cual vivía monseñor Myriel, el obispo de Digne.
Como todos los ancianos, y la mayor parte de los pensadores, dormía poco. Su corto sueño era profundo. Por la mañana, se recogía durante una hora y luego decía la misa, bien en la catedral, bien en su oratorio. Una vez terminada la misa, se desayunaba con un pan de centeno, mojado con leche de sus vacas. Después, trabajaba.
Un obispo es un hombre muy ocupado; es preciso que reciba todos los días al secretario del obispado, que de ordinario es un canónigo, y casi todos los días a sus grandes vicarios[9]. Tenía congregaciones que inspeccionar, privilegios que conceder, toda una biblioteca eclesiástica que examinar, libros de misa, catecismos diocesanos, libros de horas, etc., pastorales que escribir, predicaciones que autorizar, párrocos y alcaides a quienes poner de acuerdo, la correspondencia clerical, la correspondencia administrativa; por una parte, el Estado; por otra, la Santa Sede; en fin, mil asuntos.
El tiempo que le dejaban libre estas mil ocupaciones, sus oficios y su breviario, lo dedicaba primero a los necesitados, a los enfermos y a los afligidos; el tiempo que le dejaban libre los afligidos, los enfermos y los necesitados, lo dedicaba al trabajo. Tan pronto cavaba la tierra en su jardín como leía y escribía. Tenía una sola palabra para estas dos clases de trabajo; llamaba a aquello «jardinear». «El espíritu es un jardín», decía.
Hacia el mediodía, comía. La comida se asemejaba al desayuno.
Hacia las dos, cuando el tiempo era bueno, salía y se paseaba a pie por el campo o la ciudad, entrando frecuentemente en las casas pobres. Veíasele caminar solo, ensimismado, con los ojos bajos, apoyado en su largo bastón, vestido con su traje morado, bien entretelado y caliente, calzado con medias moradas y gruesos zapatos, y tocado con un sombrero plano, que dejaba caer por sus tres puntas tres borlas de oro de gruesos canelones.
Dondequiera que aparecía, había fiesta. Se hubiera dicho que su paso esparcía luz y animación. Los niños y los ancianos salían al umbral de las puertas para ver al obispo como para buscar el sol. El bendecía y le bendecían. Mostraban la casa del obispo a aquel que necesitara algo.
Deteníase acá y allá, hablaba a los chicos y a las niñas, y sonreía a las madres. Visitaba a los pobres, mientras tenía dinero; cuando se le terminaba, visitaba a los ricos.
Como hacía durar sus sotanas mucho tiempo, y no quería que nadie lo notase, nunca se presentaba en público sino con su traje de obispo; lo cual, en verano, resultaba un poco molesto.
Por la noche, a las ocho y media, cenaba con su hermana, y la señora Magloire, en pie detrás de ellos, les servía. Nada tan frugal como aquella comida. Sin embargo, si el obispo había invitado a cenar a alguno de sus párrocos, la señora Magloire aprovechaba la ocasión para servir a monseñor algún excelente pescado de los lagos, o alguna fina caza de la montaña. Todo párroco era un pretexto para una buena cena; el obispo dejaba hacer. Fuera de estos casos, su ordinario se componía de algunas legumbres cocidas y de sopa de aceite. Se decía en la ciudad: «Cuando el obispo no tiene mesa de párroco, tiene mesa de trapense».
Después de la cena, charlaba durante media hora con la señorita Baptistine y la señora Magloire; luego, volvía a su habitación y escribía de nuevo, bien en algunas hojas sueltas, bien en el margen de algún libro infolio. Era literato y aun un poco erudito. Dejó cinco o seis manuscritos bastante curiosos; entre otros, una disertación sobre el versículo del Génesis: «Al principio, el espíritu de Dios flotaba sobre las aguas».[10] Lo confrontó con tres textos: la versión árabe que dice: «Los vientos de Dios soplaban»; Flavio Josefo[11], que dijo: «Un viento de lo alto se precipita sobre la tierra»; y, por fin, la paráfrasis caldea de Onkelos[12], que expresa: «Un viento, procedente de Dios, soplaba sobre la superficie de las aguas». En otra disertación, examina las obras teológicas de Hugo[13], obispo de Ptolomeos, bisabuelo del que escribe este libro, y establece que hay que atribuir a este obispo los diversos opúsculos publicados, en el siglo pasado, bajo el seudónimo de Barleycourt.
A veces, en medio de una lectura, cualquiera que fuera el libro que tuviera entre las manos, caía de repente en una meditación profunda, de la que no salía más que para escribir algunas líneas en las mismas páginas del volumen. A menudo estas líneas no tienen relación alguna con el libro que las contiene. Tenemos a la vista una nota escrita por él en uno de los márgenes de un «in quarto» titulado: Correspondencia de lord Germain con los generales Clinton, Comwallis y los almirantes de la estación de América. En Versalles, librería de Poingot, y en París, librería Pissot, muelle de los Agustinos.
He aquí la nota:
«¡Oh, Vos!, ¿quién sois?
»El Eclesiastés os llama Todopoderoso; los macabeos os llaman Creador; la Epístola a los Efesios os llama Libertad; Baruch os llama Inmensidad; los Salmos os llaman Sabiduría y Verdad; Juan os llama Luz; los Reyes os llaman Señor; el Éxodo os llama Providencia; el Levítico, Santidad; Esdras, Justicia; la creación os llama Dios; el hombre os llama Padre; pero Salomón os llama Misericordia, y éste es el más hermoso de todos los nombres».
Hacia las nueve de la noche, las dos mujeres se retiraban y subían a sus habitaciones del primer piso, dejándole solo, hasta el día siguiente, en el piso bajo.
Es necesario, aquí, que demos una idea exacta del alojamiento de monseñor, el obispo de Digne.
VI
POR QUIÉN HACÍA GUARDAR SU CASA
Ya hemos dicho que la casa que habitaba se componía de una planta baja y un solo piso; tres piezas en la planta baja y otras tres en el primer piso; encima había un desván. Detrás de la casa había un jardín de un cuarto de acre. Las dos mujeres ocupaban el primer piso. El obispo se alojaba en la planta baja. La primera habitación, que daba a la calle, le servía de comedor; la segunda, de habitación; y la tercera, de oratorio. No era posible salir del oratorio sin pasar por la habitación, ni salir de la habitación sin pasar por el comedor. En el oratorio, al fondo, había una alcoba cerrada, con una cama para cuando tenían un huésped. Monseñor el obispo solía ofrecer esta cama a los párrocos de aldea, cuyos asuntos o necesidades de su parroquia los llevaban a Digne.
La farmacia del hospital, pequeño edificio añadido a la casa y ganado al jardín, había sido transformado en cocina y en despensa.
Había además, en el jardín, un establo que era la antigua cocina del hospicio y donde el obispo tenía dos vacas. Cualquiera que fuera la cantidad de leche que éstas dieran, enviaba invariablemente la mitad a los enfermos del hospital. «Pago mi diezmo», decía.
Su alcoba era bastante grande y bastante difícil de caldear en la estación fría. Como en Digne la leña estaba muy cara, se le había ocurrido hacer en el establo de las vacas un compartimiento cerrado con tablas. Allí era donde pasaba las veladas, en la época de los grandes fríos y, por supuesto, lo llamaba su salón de invierno.
En este salón de invierno, como en el comedor, no había otros muebles que una mesa de madera blanca y cuatro sillas de paja. El comedor estaba, además, adornado con un viejo aparador pintado de color rosa, al óleo. Otro aparador semejante a éste, revestido convenientemente con manteles blancos y falsos encajes, servía de altar en su oratorio.
Sus penitentes ricos y las mujeres devotas de Digne habían realizado frecuentemente, entre sí, colectas para costear un altar nuevo para el oratorio de monseñor; pero éste, cada vez que recibía el dinero destinado a la obra, lo daba a los pobres.
—El altar más hermoso —decía— es el alma de un infeliz consolado en su infortunio, y que da gracias a Dios.
Había en su oratorio dos reclinatorios de paja, y en la alcoba un sillón de brazos, también de paja. Cuando, por casualidad, recibía la visita de ocho o diez personas a la vez, el prefecto, el general y la plana mayor de la guarnición, o algunos discípulos del seminario, era menester ir a buscar al establo las sillas del salón de invierno, al oratorio los reclinatorios, y el sillón a la alcoba; de este modo se podían reunir hasta once asientos para las visitas. A cada una de éstas que llegaba, se desamueblaba una habitación.
En ocasiones, sucedía que las visitas eran doce. Entonces el obispo disimulaba la dificultad de su situación manteniéndose en pie delante de la chimenea, si era invierno, o paseando por el jardín, si era verano.
Había también una silla en la alcoba cerrada; pero, además de faltarle casi todo el asiento, sólo tenía tres pies, lo cual impedía utilizarla, como no fuese apoyada contra la pared. La señorita Baptistine tenía también, en su habitación, una gran butaca de las llamadas «bergére», cuya madera había estado dorada en otro tiempo, forrada de tela pekín, floreada; mas había sido necesario subirla al primer piso por el balcón, ya que la escalera era demasiado estrecha, y hubo que prescindir de ella en casos de apuro.
La ambición de la señorita Baptistine había sido poder comprar una sillería de salón, de terciopelo de Utrecht amarillo, con flores, y un canapé de caoba, con forma de cuello de cisne. Pero esto hubiera costado por lo menos quinientos francos y, después de ver que no llegaba a economizar, para este objeto, sino unos cuarenta y dos francos y medio en cinco años, había terminado por renunciar a este deseo. ¿Quién es el que consigue realizar su ideal?
Es imposible figurarse nada más sencillo que el dormitorio del obispo. Una puerta-ventana que daba al jardín; enfrente, la cama, una cama como las del hospital, con colcha de sarga verde; en la sombra que proyectaba la cama, detrás de una cortina, los utensilios de tocador, revelando todavía los antiguos hábitos elegantes del hombre de mundo; dos puertas, una cerca de la chimenea, que daba paso al oratorio; otra, cerca de la biblioteca, que daba al comedor. La biblioteca era un armario grande con puerta vidriera, lleno de libros; la chimenea era de madera, pero pintada imitando el mármol; habitualmente sin fuego, en ella se veían un par de morillos de hierro, adornados con dos vasos con guirnaldas y canelones en otro tiempo plateados, lo cual era un lujo episcopal; encima de la chimenea, un crucifijo de cobre, que en su tiempo había estado plateado como los morillos, estaba clavado sobre terciopelo negro algo raído, y enmarcado en un cuadro de madera que había sido dorada; cerca de la puerta-ventana había una gran mesa, con un tintero y una masa confusa de papeles y libros. Delante de la mesa, el sillón de paja; delante de la cama, un reclinatorio tomado de la capilla u oratorio del obispo.
Dos retratos, en marcos ovalados, estaban colgados de la pared, a ambos lados de la cama. Pequeñas inscripciones doradas, sobre el fondo oscuro del lienzo, al lado de las figuras, indicaban que los retratos representaban: el uno, al abad de Chaliot, obispo de Saint Claude, y el otro, al abad Tourteau, vicario general de Adge, abad de Grand-Champ, de la Orden del Cister, diócesis de Chartres. Al suceder el obispo, en este cuarto, a los enfermos del hospital, había hallado allí aquellos dos retratos y los había dejado donde estaban. Eran sacerdotes, y probablemente donadores, dos motivos para que él los respetase.
Todo lo que se sabía de aquellos dos personajes era que habían sido nombrados por el rey, el uno para un obispado y el otro para un beneficio, en el mismo día, esto es, el 27 de abril de 1785. Al descolgar los cuadros la señora Magloire, para quitarles el polvo, el obispo había hallado esta particularidad, escrita con una tinta blanquecina en un pequeño pedazo de papel, amarillo ya por el tiempo, pegado con cuatro obleas detrás del retrato del abad de Grand-Champ.
Cubría la ventana una antigua cortina de una tela gruesa de lana, que había llegado a ser tan vieja que, para evitar el gasto de una nueva, la señora Magloire tuvo que hacerle una gran costura en medio, en forma de cruz. El obispo lo hacía notar con frecuencia, diciendo que sentaba muy bien aquella cruz en la cortina.
Todos los cuartos de la casa, lo mismo del piso bajo que del principal, sin excepción, estaban blanqueados con cal, a la manera de los cuarteles o los hospitales.
Sin embargo, en los últimos años, la señora Magloire halló, como más adelante se verá, bajo el enlucido, pinturas que adornaban la habitación de la señorita Baptistine.
Antes de ser hospital, aquella casa había sido locutorio del pueblo. De ahí provenía aquel adorno. Los cuartos estaban enlosados con baldosas encarnadas que se aljofifaban todas las semanas, y delante de todas las camas había una esterilla de junco. Por lo demás, la casa, cuidada por dos mujeres, respiraba una exquisita limpieza, de un extremo al otro. Era el único lujo que el obispo se permitía. De ello decía:
—Esto no les quita nada a los pobres.
Es preciso confesar, sin embargo, que le quedaban, de lo que en otro tiempo había poseído, seis cubiertos de plata y un cucharón que la señora Magloire miraba con cierta satisfacción, todos los días, relucir espléndidamente sobre el blanco mantel de gruesa tela. Y como procuramos pintar al obispo de Digne tal cual era, debemos añadir que más de una vez se le oyó decir:
—Renunciaría difícilmente a comer con cubiertos que no fuesen de plata.
A estas alhajas deben añadirse dos grandes candelabros de plata maciza, que eran herencia de una tía segunda. Aquellos candelabros sostenían dos velas y, de ordinario, estaban sobre la chimenea del obispo. Cuando había invitados a cenar, la señora Magloire encendía las dos velas y ponía los dos candelabros en la mesa.
A la cabecera de la cama, en el mismo cuarto del obispo, había un pequeño cajón, en el que la señora Magloire guardaba, todas las noches, los seis cubiertos de plata y el cucharón. Debemos añadir que nunca quitaba la llave.
El jardín, ya un poco estropeado por las construcciones bastante feas de las que hemos hablado, se componía de cuatro senderos en cruz, que partían de un pozo situado en el centro; otro sendero lo rodeaba por completo, y se prolongaba a lo largo de la blanca pared que le servía de cercado. Estos senderos dejaban entre sí cuatro o cinco cuadros separados por una hilera de césped. En tres de ellos, la señora Magloire cultivaba legumbres; en el cuarto, el obispo había sembrado flores; aquí y allá crecían algunos árboles frutales.
Una vez, la señora Magloire dijo a monseñor, con cierta dulce malicia:
—Monseñor, vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un cuadro de tierra inútil. Más valdría que produjera frutos y no flores.
—Señora Magloire —respondió el obispo—, os engañáis; lo bello vale tanto como lo útil. —Y añadió, después de una pausa—: Tal vez más.
Aquel cuadro, compuesto de tres o cuatro platabandas, ocupaba al obispo casi tanto como sus libros. Pasaba allí gustosamente una o dos horas podando, cavando, abriendo aquí y allá agujeros en la tierra y poniendo semillas en ellos. No era tan hostil a los insectos como lo hubiera deseado un jardinero. Por lo demás, no tenía pretensión alguna de botánico. Desconocía los grupos y el solidismo; no trataba,