Tom Maver (foto de Camila Toledo). |
por Tom Maver (*)
Especial para El
Desaguadero
«A veces quisiera acercarme
a mi música por primera vez como si nunca la
hubiera escuchado antes»
John Coltrane
Los poemas empiezan antes que uno. Hablan antes que uno. La
verdadera tarea es poder escucharlos, y ese aprendizaje lleva tiempo. Yo estuve
largo rato con el oído puesto en este poema antes de escribirlo. Luego tuve que
darme cuenta de que mis latidos, mis sueños, mi respiración, no eran el poema. Y
que debía empezar de nuevo. A escuchar por primera vez la fuente de donde
venía.
Ya hacía un tiempo que estaba obsesionado con la figura de
John Coltrane, su música, ese manejo de la velocidad, del ritmo (si escuchan
sus solos vertiginosos improvisando con el demonio, o sus baladas: la seducción
más demorada, masticando deseo, uno tiende a pensar que hizo un pacto con el
Tiempo). Y sobre todo con su versión de My favorite things, grabada en 1960 en el disco de 1961 del mismo nombre.
Desde mi infancia conocía la versión de Julie Andrews para The sound of music (que a su vez era una
versión del musical de 1959). Cuando escuché por primera vez esos compases de
la versión de Trane y en la espalda de mi memoria resonaba inquieta la otra que
conocía, quizá ahí ya estaba empezando a escribirse este poema. Después fui
sabiendo de su relación con el bebop, el free style, el maestro Thelonius Monk,
el quinteto de Miles Davis, con la droga, la noche, el trabajo, con Naima, con
la religión, con el aire entrando a sus pulmones y saliendo hecha historia
negra. Pero esto fue después.
En los poemas están las obsesiones. Pero estas pueden
aparecer sólo para escucharse repetir lo mismo. Cuando ya había empezado a
escribir el de Coltrane, fallando, perdidamente pifiando notas porque no tenía
un poema sino lo que yo quería decir, me topé con el dato que me mostró el
Coltrane que buscaba, el ritmo de locomotora que sí podía seguir. Era la escena
en que Trane quiere poner sus cosas en orden y decide dejar toda su vida de
músico atrás, con las noches eternas, las giras, la droga como despabilador. En
ese trance decide hacerse cartero postal. Imaginen a John Coltrane, con 35
años, una extensa carrera en el mundo del jazz preguntándose qué poner en su CV o si tiene una bicicleta para hacer los mandados… Ahí lo vi más verdadero que
nunca. Algo en él estaba a punto de morir. Pero aparecía su amor de entonces,
una mujer, siempre una mujer, para hacerle ver que no era eso. Que lo que debía
morir en él era otra cosa, otro demonio.
Mi amiga Nadina me contó que en algunos lugares de Perú se
cree que a los moribundos hay que ayudarlos a morir. A darles el empujoncito
que necesitan para soltar este mundo. En el lugar que ella visitó,
particularmente se buscaba una madre que amamantara y se le pedía un poco de su
leche y se la daba de beber a la persona moribunda. Al poco tiempo moría.
Pareciera que en el roce entre lo que más vida tiene y lo que más lejos está de
la vida, permite el corte y dar ese giant
step.
Eso era Naima para mí. La que le da una comprensión, unas
palabras (cuándo mejor dicho) de aliento. Entonces empecé yo también a escribir
de nuevo. Quizá el mayor logro sea que nuestros poemas no sean fieles a los que
los escribimos. Mi plaga seguía a ese flautista maldito y santo.
Trane cuenta un sueño [John Coltrane]
Es noche cerrada y estoy en medio de
una plantación
enorme de algodón tocando el saxo
soprano.
No hay nadie en kilómetros a la
redonda y nieva
como si nunca fuera a dejar de
hacerlo.
Sé que estoy en el Sur porque a pesar
de que acá
jamás nieve, mis pies están
encadenados a la tierra.
Los copos salen disparados cuando
llegan a la boca
de mi saxo donde soplo como un desquiciado.
Pero a pesar de que toco así sólo
sale un murmullo,
voces que giran en la nieve, en mi
sueño, y ya no sé
si estoy tocando o más bien oyendo
algo antiguo,
una mujer pidiendo que por amor
de Dios dejen de darle latigazos a
su hija, la voz
de Nina Simone cantando Strange fruit, Billie
Holiday aceptando que cuando viene
el amor
ya no se puede hacer nada, Malcolm
X manifestando que él
odia como un negro de la
plantación, Langston Hughes
proponiendo que la poesía sea como
la música, B.B.
King sonriendo al decir que tocar
blues es ser dos veces negro,
Frederick Douglass contando cómo escapó
del Sur
y en las plantaciones los cantos
de los esclavos
expresaban la más profunda
tristeza y la más plena alegría,
y yo recibo estas frases de una
historia poco oída en un sueño
donde hago que mi respiración sea
sonido, y que el sonido
sea un soplo que le dé vida a
viejos terrores, a modos
de resistencia. Me encadeno a
estas voces y las llevo
conmigo como en los barcos
negreros a pesar del hambre
y del mareo y del maltrato, de una
orilla a la otra, atravesando
el infierno, llegó con nosotros
también un ritmo,
una presencia todavía más antigua
que los cuatrocientos años
de esclavitud. Y cierro los ojos y
avanzo a ciegas siguiendo
las entonaciones, igual que en la
iglesia metodista
de High-Point donde mi abuelo, el
reverendo Blair,
predicaba y hacía que hombres y
mujeres se sacudieran
en trances espirituales,
despejando de sus almas al diablo
que los atravesaba de pies a
cabeza, así yo me dejo llevar
hasta que de mi voluntad no queda
nada más que unos
piolines electrizados. Cuando
vuelvo a abrir mis ojos
estoy en un escenario en uno de
esos bares perdidos
que no faltan en las giras, pero
acá también nieva
y el público no quiere que toque, me
silban, abuchean
a la banda, y comprendo como sólo
se comprende en sueños,
que un músico negro siempre toca
en una plantación
donde antes fue linchado un
familiar suyo, donde
una tátarabuela vio por primera vez
a los encapuchados
rodear a quien ella amaba
prendiendo fuego
cruces de madera en la noche de
Georgia.
Por eso yo soy en este escenario
un pulso que tiembla
en el centro de los reflectores, conciente
de que tengo una alegría que sólo mi
tristeza
puede comprender, y miro a mis
compañeros y le digo
a Elvin con plena seguridad:
“Estoy perdido. Seguime”,
y arrancamos a tocar y los
silbidos y toses y charlas
se apagan y llegado un punto yo
dejo de oír incluso
la música que sale de mi saxo
soprano
hasta que lo único que existe es
el sonido de mi respiración,
como si la hubiera aguantado por
años y ahora
la fuera soltando de a poco,
abriendo al medio mi instrumento
como un baúl enorme de cosas
perdidas
de donde recupero objetos,
recuerdos, personas.
Todavía no lo puedo saber pero
cuando despierte
me voy a dar cuenta de que durante
todo el sueño
estuve tocando un tema que se
llama Mis cosas
favoritas, una canción
que habla de aquello
en lo que alguien piensa para
alejar la tristeza.
Sólo que yo no pienso en ponis de
colores
ni en gotas de lluvia sobre los
rosales. No es esa
mi felicidad. Todavía para mí la
alegría es una palabra
sin contenido, pura forma, que
tengo que llenar
con pedacitos de mí, con música, y
entre el envión y el salto
que sólo puede darse con la
emoción, ahí debo soplar
hasta quedarme sin aire, porque la
felicidad
también es un gran mareo, y ¿cómo
frenar su desequilibrio?
“Vos sos parte de lo que tocás”,
me dice Naima
acariciándome. Naima es, por
ejemplo,
una de las partes más punzantes de
mi alegría.
La conocí cuando yo era un pobre
tipo comido
por la heroína y el alcohol, el
lugar común
de los negros de esta década, pero
ella me tomó
la mano y me dijo: “Vos sos parte
de lo que tocás”
y separó mis dedos pegoteados para
que contara
los días que hacía que no dormía, 3,
4, 5, haciendo
que le diera la razón a Miles por
echarme a la mierda
del quinteto y haciendo que me
diera cuenta de que
ir al correo con vergüenza a dejar
un currículum
-¿qué podría decir un currículum
mío?- para trabajar
como cartero, era dejarme vencer. “¿Qué
es más revulsivo”,
me dijo, “que ver a un negro amar
lo que hace?
Vos vivís de respirar adentro de
tu saxo. Eso es Mis cosas
favoritas, amar la
alegría, su soledad, esa cosa densa
que nos pierde”. Entonces empezó a
susurrarme
Cada vez que decimos adiós, de Cole Porter. “¿Oís,
Trane? Tu música va a la inversa.
Junta todo lo que sentís
durante esa soledad para luego, en
el momento de volver
a abrir los ojos, decirme
finalmente, “Hola, Naima, acá estoy.
Mirá lo que hice”.
(inédito)
(*) Tom Maver nació en Buenos Aires, 1985. Poeta y traductor, estudió poesía con Osvaldo Bossi y Walter Cassara. Traduce principalmente poesía estadounidense, y publica algunas de esas traducciones en su blog Hasta Donde Llega la Voz. Desde el 2013 edita junto a Patricio Foglia el blog Malón Malón. Fue editor de Viajero Insomne Editora. Actualmente dicta talleres de poesía junto a Martín Vázquez Grillé. En 2009 publicó Yo, la incesante nieve (poesía).