Ya está en prensa y sale el mes que viene. Promiscuos&Promisorios contiene a poetas mendocinos que van del '60 al '79. El sello es Ediciones de LunaRoja, que arranca con esta primera obra, a su vez se presenta como la primera de tres antologías: Juego de damas (Antología de la poesía femenina en Mendoza para el siglo XXI), Quién dijo que Comala (Antología de narradores en Mendoza para el siglo XXI). Todos los títulos están ya en preparación.
La dirección de esta editorial la comparten el poeta y docente Dionisio Salas Astorga con Juan Redmond, mendocino licenciado en Filosofía que se está doctorando en la Universidad de Lille, Francia. Cada antología tiene un consejo editorial que se renueva. En Promiscuos... fueron Juan López, poeta y periodista, Alejandro Frias, escritor y editor de la revista Serendipia y Fernando G.Toledo, periodista y poeta. Se trata de construir independientemente (pero no en contra) de los avales de la academia o el canon, una parte de la historia de esta literatura.
La revista El Desaguadero ofrece a sus lectores un adelanto: el más que inquietante y nada complaciente prólogo a la antología.
Promiscuos&Promisorios
Antología de la poesía en Mendoza para el siglo XXI. Ediciones de LunaRoja.
Por Dionisio Salas Astorga*
Los poetas de esta antología tienen en común sus diferencias. Comparten el envasado en origen de Mendoza, pero no a todos los ha deshojado por igual la rosa del viento Zonda del siglo XXI. Por más que desilusionen a un romántico lector, no hicieron sus primeras letras sobre la arena de desierto que aprieta a la ciudad. No gritaron a un amor perdido desde la altura del Aconcagua -6969 m sobre el nivel del mar-; no distinguen los matices del blanco andino ni se han bañado cuando chicos en las sospechosas aguas de las acequias que refrescan el cuerpo de sus calles. Son mendocinos, pero algunos toman gaseosa.
De sus improbables pecados, el de Edipo o Electra no los atormenta cuando llegan a la almohada. Son hijos/hijas de una familia numerosa, «moderna» así empujan con serenidad su filiación literaria. Cierto que estudiaron en escuelas con nombres de probos escritores mendocinos, pero esa literatura húmeda y pastoril al modo de Tudela o Bufano, andina o telúrica a la manera de Ramponi y Tejada, no llegó a cismar sus destinos.
Los poetas mendocinos del s. XXI, entonces, no son extraños o bárbaros a los hombres que habitan más allá de las columnas de Hércules (Arco del Desaguadero, Uspallata, Luján). A su birome rara vez la inclina la presencia magnética de los Andes y su verso no es más diáfano por la sola presencia de los ríos que hacen trekking. La poesía de los poetas del sol y el buen vino para el tercer milenio -como la poesía de Santiago, Rosario o Córdoba- sufre de claustrofobia y agorafobia, de ombliguismo, del síndrome del hermano del medio y otras tantas cosas que acosan también al resto de los organismos vivos, escritores o lectores del reino de este mundo.
Ninguno/a alegaría responder a un plan providencial para sus vidas poéticas. Los/la/el poeta está fundido con su circunstancia: es un ser indefenso frente al televisor, los mismos canales y el inestable servidor de Internet. Viaja por el mundo desde su casa, come sobras de pie, escribe crónicas de municipio o policiales o dicta clases a adolescentes que siguen por ventanas sin vidrios las huellas del mensajito en el que sin saber –por no prestar la atención debida– pudieron digitar algo de poesía.
En las noches de San Rafael, en San Martín o Las Heras, desde Chapanay (aterrorizados por la factura del gas cuando preparan la milanesa de rigor), ninguno -o casi ninguno- aceptaría ser un instrumento en la orquesta de la Providencia.
No impera ni opera sobre ellos ninguna definición de escuela secundaria sencilla que los pueda desordenar: la poesía mendocina actual es narrativa, concreta, hermética, transparente, barroca, neo barroca, coloquial, realista, neo romántica, objetiva, estética, experimental, canónica, de barrio. A veces quiere comunicarse, otras no tiene crédito para nadie. Unos se asoman hasta el borde de la página –prefieren como el Axolotl mirar detrás del vidrio de la literatura– porque para ellos el lenguaje es un acuario confortable, el único territorio. Otros, sobrevuelan las calles del Borbollón en plena siesta, cuando el techo de un Falcon en llantas es cama solar sin regulador o una atalaya desde donde calcular a las cajeras del súper. Los más, juegan a la rayuela buscando en la extensa nube de la hoja limpia flechas o carteles que conduzcan su nave hacia el sentido irónico de las cosas o las cosas sin sentido.
De insistir, se pueden reconocer en su poesía –cuándo no, quién no- «influencias extranjeras» como decían los críticos de antes, lo que no podemos decir ahora es dónde, qué es lo extranjero. O mejor, lo extranjero es el espacio interior que defienden, el lote moral o intelectual que «okupan» en medio o al margen de una sociedad de infinitos guetos y hordas que asolan los muros, de niños que limpian vidrios en las esquinas para que los vean.
Si para los autores latinoamericanos de los ’70 la cuestión era «el compromiso», sin importar el mapa de su geografía intelectual, en los poetas mendocinos montados en la medianera de los dos siglos, las urgencias pasan por otra vereda: el agujero negro en el que se ha convertido el mundo (propio y ajeno), la heladera vacía, su promiscua, adúltera relación con el periodismo o la docencia, la soledad pertinaz que los acompaña por las calles como una mascota sin correa. Son tipos especiales viviendo vidas comunes y corrientes. Ven perder a la selección, compran a desgano en el shopping y lavan el auto los domingos a la mañana (si no les toca cocinar). Uno las/los puede encontrar estacionando en doble fila a la salida de algún colegio, probando el volumen del escote que se impone, acurrucados debajo de una novela aguantando el colectivo, eligiendo costillas, tintura, lavandina sin olor en el súper o mirando libros de oferta unos metros más allá. Los une la corrupción de la lectura, el amor por otros escritores como ellos, pero canonizados por el marketing o por las revistas contra el marketing.
Algunos desaparecerán con el tiempo. ¿Quién no desaparecerá con el tiempo?
Los 14 antologados aquí no tuvieron la suerte ni mucho menos la enorme desgracia de atravesar una guerra civil o mundial declarada; a los grandes dictadores los reconocen por el History y por más que se pellizquen, se emocionan más con los primeros garabatos de sus hijas que con las últimas estadísticas de muertos en Sudán, cuestión que por supuesto cada tanto los hace sentir normales y se preguntan, con justa razón: ¿Ante quién doblar las rodillas? Son casi todos nihilistas, ateos sin vocación de culto y a la fe la ven pasar por las carpetas de la escuela de retoños o sobrinos por los que ya vendieron su alma; fuera de eso, aprenden a perdonar porque dan crédito a la conciencia.
Unos cuantos son hijos no reconocidos del rock argentino (20 años ha), sus poemas saludan a Spinetta desde noches de estricta soledad en compañía. Leyeron lo que había en los primeros casetes y después en la Biblioteca Central, lo que encontraba Susana en la de Filo, los suplementos de Clarín o La Nación atrasados. Cuando vieron que nunca saldrían en sus páginas empezaron a publicar en fotocopias amarillas, a repartir entre las estudiantes de inglés sus poemas de amor encolerizado (serían como precursores del rap latino); entraron a los diarios y fundaron Altillos donde refugiar lo que se pudiera del asalto, echaron a andar editoriales financiando con la amistad y la confianza. Últimamente, y a pesar de las pestes bíblicas que imponen la asepsia comunitaria, se volvieron cíclicos, elefantiásicos; llenan de atriles y cerveza la vieja alameda para proclamar su lealtad condicional a la poesía. Se escuchan como en un coro de sirenas frente a al mercado del puerto.
Escribir no es fácil. Nada es fácil.
El/la poeta de estas latitudes cordilleranas tuvo que asumir con dignidad su existencia ad hoc. Aceptar el equilibrio de elefante con el que se enrosca a su destino. Se pregunta, más o menos como Altazor, quién es él para condenarse por los pecados del mundo. Sabe claramente que no es un pequeño dios sino a penas quien lo niega, un modesto profesor de lengua o comunicación, un periodista escrito por la realidad.
Se les imputa, a algunos, auto legitimarse, pelear en pareja (como los espartanos, los romanos, esa gente), pero quién no ha construido desde el principio de los tiempos su muralla China. Su sintonía con el imperio masmediático y monopolizar los escasos suplementos de cultura. Se sabe: la literatura hispanoamericana está llena de honrosas biografías salvadas por la empresa periodística, sin que éstas sean –por supuesto– mesiánicas. Los escritores de todos los tiempos han estado ligados al tráfico de la información, porque estos silos fueron hasta hace poquísimos años el único sitio donde hacer pública y masiva la palabra, además de los baños y los bancos de la plaza (hasta que los montaron en cemento áspero).
Los que se asoman al balcón de los 40 han hecho sus primeras armas en las carreras de Comunicación o Letras y, contrariamente a lo que dice el mito, las terminaron. Sus premios y sus libros han trasnochado con ellos y nacieron mientras la ciudad ululaba o los domingos en que los civiles se aferran al mate. Como Carver, no tienen espacio ni tiempo, pero escriben porque una página es todo lo que flota, a veces, después del naufragio.
Los que vienen del fondo del mapa -según cómo pongamos el mapa- sin confesar oficios varios, enumeran sin equivocarse los clásicos del siglo, la selección ideal y su reserva. No sería acertado fotografiarlos profesando algún canon tardío, más bien se abanican con él, deshojan la historia literaria con la irreverencia del que sabe que se puede cortar todo, menos el tallo.
Y dos o tres son peregrinos solitarios. Como los derviches, se tejen sobre la manta del camino que recorren.
Y aunque los más mentados de la academia lamenten que estos últimos años de poesía solo amontonen anécdotas, que nada supera los recursos métricos de Horacio (Anadón) o que la poesía solo hable de la épica del hombre común, lo confesional y la falta de énfasis (Piña) es innegable que esta poesía mendocina de fin y principio de siglo está viva y consciente, contando las pesadillas de este mundo, no del otro. No siente remordimientos «versiculares» y parece saber con más claridad (e ironía) que ninguna, que no puede confiar en un género zurcido de palabras. De ahí que, inaugurales, emergentes o novísimos (Castellino), promiscuos y promisorios, los poetas mendocinos de hoy no recogen las esquirlas del mundo. Escriben para leerse, para que los quieran los amigos, porque el poema es un petroglifo con el que se exorcizan estos años de invierno o porque el lenguaje es un columpio solitario en la plaza una mañana de domingo.
¿Qué es un poema? Una página de color que espera que daltónicos lectores la encuentren en el espacio cibernético. Una voz o el coro que resuena en la caverna informática. Un mensaje en la botella de plástico al costado de la ruta.
O quizá lo que sentenció Teillier mucho antes que nosotros: palabras, palabras, para ocultar quizás lo único verdadero, que respiramos y dejamos de respirar.
Bettina Ballarini, Patricia Rodón, Juan López, Rubén Valle, Claudio Rosales, Fabricio Capelli, Darío Zangrandi, Fernando G.Toledo, Claudio Ferreyra Barro, Pablo Martín Arabena, Hernán Schillagi, Débora Benacot, Eugenia Segura y Eliana Drajer.
*Dionisio Salas Astorga (1965) ha publicado Sentimiento -Valparaíso, 1982- y Sábanas sin flores -Mendoza, 2003- poesía. Su novela infantil Las aventuras de Cepillo el león -Mendoza, 2007- (financiada por el Ministerio de Turismo y Cultura de la Provincia), fue llevada al teatro en el 2008 y avalada con un subsidio del Fondo (Ubriaco, investigación teatral) para su representación en escuelas primarias de Mendoza ciclo 2009/2010. El 2006 y 2008 obtuvo subsidios para la producción cultural de la Subsecretaría de Cultura del Gobierno de Mendoza. Cursó el profesorado de Lengua y Literatura y la Maestría en Literatura Argentina Contemporánea (2006) en la Facultad de Filosofía y Letras en la UNC.