sábado, 24 de octubre de 2009

Una antología que dará para hablar (y leer): Promiscuos&Promisorios


Ya está en prensa y sale el mes que viene. Promiscuos&Promisorios contiene a poetas mendocinos que van del '60 al '79. El sello es Ediciones de LunaRoja, que arranca con esta primera obra, a su vez se presenta como la primera de tres antologías: Juego de damas (Antología de la poesía femenina en Mendoza para el siglo XXI), Quién dijo que Comala (Antología de narradores en Mendoza para el siglo XXI). Todos los títulos están ya en preparación.
La dirección de esta editorial la comparten el poeta y docente Dionisio Salas Astorga con Juan Redmond, mendocino licenciado en Filosofía que se está doctorando en la Universidad de Lille, Francia. Cada antología tiene un consejo editorial que se renueva. En Promiscuos... fueron Juan López, poeta y periodista, Alejandro Frias, escritor y editor de la revista Serendipia y Fernando G.Toledo, periodista y poeta. Se trata de construir independientemente (pero no en contra) de los avales de la academia o el canon, una parte de la historia de esta literatura.

La revista El Desaguadero ofrece a sus lectores un adelanto: el más que inquietante y nada complaciente prólogo a la antología.


Promiscuos&Promisorios

Antología de la poesía en Mendoza para el siglo XXI. Ediciones de LunaRoja.


Por Dionisio Salas Astorga*




Los poetas de esta antología tienen en común sus diferencias. Comparten el envasado en origen de Mendoza, pero no a todos los ha deshojado por igual la rosa del viento Zonda del siglo XXI. Por más que desilusionen a un romántico lector, no hicieron sus primeras letras sobre la arena de desierto que aprieta a la ciudad. No gritaron a un amor perdido desde la altura del Aconcagua -6969 m sobre el nivel del mar-; no distinguen los matices del blanco andino ni se han bañado cuando chicos en las sospechosas aguas de las acequias que refrescan el cuerpo de sus calles. Son mendocinos, pero algunos toman gaseosa.

De sus improbables pecados, el de Edipo o Electra no los atormenta cuando llegan a la almohada. Son hijos/hijas de una familia numerosa, «moderna» así empujan con serenidad su filiación literaria. Cierto que estudiaron en escuelas con nombres de probos escritores mendocinos, pero esa literatura húmeda y pastoril al modo de Tudela o Bufano, andina o telúrica a la manera de Ramponi y Tejada, no llegó a cismar sus destinos.

Los poetas mendocinos del s. XXI, entonces, no son extraños o bárbaros a los hombres que habitan más allá de las columnas de Hércules (Arco del Desaguadero, Uspallata, Luján). A su birome rara vez la inclina la presencia magnética de los Andes y su verso no es más diáfano por la sola presencia de los ríos que hacen trekking. La poesía de los poetas del sol y el buen vino para el tercer milenio -como la poesía de Santiago, Rosario o Córdoba- sufre de claustrofobia y agorafobia, de ombliguismo, del síndrome del hermano del medio y otras tantas cosas que acosan también al resto de los organismos vivos, escritores o lectores del reino de este mundo.

Ninguno/a alegaría responder a un plan providencial para sus vidas poéticas. Los/la/el poeta está fundido con su circunstancia: es un ser indefenso frente al televisor, los mismos canales y el inestable servidor de Internet. Viaja por el mundo desde su casa, come sobras de pie, escribe crónicas de municipio o policiales o dicta clases a adolescentes que siguen por ventanas sin vidrios las huellas del mensajito en el que sin saber –por no prestar la atención debida– pudieron digitar algo de poesía.

En las noches de San Rafael, en San Martín o Las Heras, desde Chapanay (aterrorizados por la factura del gas cuando preparan la milanesa de rigor), ninguno -o casi ninguno- aceptaría ser un instrumento en la orquesta de la Providencia.

No impera ni opera sobre ellos ninguna definición de escuela secundaria sencilla que los pueda desordenar: la poesía mendocina actual es narrativa, concreta, hermética, transparente, barroca, neo barroca, coloquial, realista, neo romántica, objetiva, estética, experimental, canónica, de barrio. A veces quiere comunicarse, otras no tiene crédito para nadie. Unos se asoman hasta el borde de la página –prefieren como el Axolotl mirar detrás del vidrio de la literatura– porque para ellos el lenguaje es un acuario confortable, el único territorio. Otros, sobrevuelan las calles del Borbollón en plena siesta, cuando el techo de un Falcon en llantas es cama solar sin regulador o una atalaya desde donde calcular a las cajeras del súper. Los más, juegan a la rayuela buscando en la extensa nube de la hoja limpia flechas o carteles que conduzcan su nave hacia el sentido irónico de las cosas o las cosas sin sentido.

De insistir, se pueden reconocer en su poesía –cuándo no, quién no- «influencias extranjeras» como decían los críticos de antes, lo que no podemos decir ahora es dónde, qué es lo extranjero. O mejor, lo extranjero es el espacio interior que defienden, el lote moral o intelectual que «okupan» en medio o al margen de una sociedad de infinitos guetos y hordas que asolan los muros, de niños que limpian vidrios en las esquinas para que los vean.

Si para los autores latinoamericanos de los ’70 la cuestión era «el compromiso», sin importar el mapa de su geografía intelectual, en los poetas mendocinos montados en la medianera de los dos siglos, las urgencias pasan por otra vereda: el agujero negro en el que se ha convertido el mundo (propio y ajeno), la heladera vacía, su promiscua, adúltera relación con el periodismo o la docencia, la soledad pertinaz que los acompaña por las calles como una mascota sin correa. Son tipos especiales viviendo vidas comunes y corrientes. Ven perder a la selección, compran a desgano en el shopping y lavan el auto los domingos a la mañana (si no les toca cocinar). Uno las/los puede encontrar estacionando en doble fila a la salida de algún colegio, probando el volumen del escote que se impone, acurrucados debajo de una novela aguantando el colectivo, eligiendo costillas, tintura, lavandina sin olor en el súper o mirando libros de oferta unos metros más allá. Los une la corrupción de la lectura, el amor por otros escritores como ellos, pero canonizados por el marketing o por las revistas contra el marketing.

Algunos desaparecerán con el tiempo. ¿Quién no desaparecerá con el tiempo?

Los 14 antologados aquí no tuvieron la suerte ni mucho menos la enorme desgracia de atravesar una guerra civil o mundial declarada; a los grandes dictadores los reconocen por el History y por más que se pellizquen, se emocionan más con los primeros garabatos de sus hijas que con las últimas estadísticas de muertos en Sudán, cuestión que por supuesto cada tanto los hace sentir normales y se preguntan, con justa razón: ¿Ante quién doblar las rodillas? Son casi todos nihilistas, ateos sin vocación de culto y a la fe la ven pasar por las carpetas de la escuela de retoños o sobrinos por los que ya vendieron su alma; fuera de eso, aprenden a perdonar porque dan crédito a la conciencia.

Unos cuantos son hijos no reconocidos del rock argentino (20 años ha), sus poemas saludan a Spinetta desde noches de estricta soledad en compañía. Leyeron lo que había en los primeros casetes y después en la Biblioteca Central, lo que encontraba Susana en la de Filo, los suplementos de Clarín o La Nación atrasados. Cuando vieron que nunca saldrían en sus páginas empezaron a publicar en fotocopias amarillas, a repartir entre las estudiantes de inglés sus poemas de amor encolerizado (serían como precursores del rap latino); entraron a los diarios y fundaron Altillos donde refugiar lo que se pudiera del asalto, echaron a andar editoriales financiando con la amistad y la confianza. Últimamente, y a pesar de las pestes bíblicas que imponen la asepsia comunitaria, se volvieron cíclicos, elefantiásicos; llenan de atriles y cerveza la vieja alameda para proclamar su lealtad condicional a la poesía. Se escuchan como en un coro de sirenas frente a al mercado del puerto.

Escribir no es fácil. Nada es fácil.

El/la poeta de estas latitudes cordilleranas tuvo que asumir con dignidad su existencia ad hoc. Aceptar el equilibrio de elefante con el que se enrosca a su destino. Se pregunta, más o menos como Altazor, quién es él para condenarse por los pecados del mundo. Sabe claramente que no es un pequeño dios sino a penas quien lo niega, un modesto profesor de lengua o comunicación, un periodista escrito por la realidad.

Se les imputa, a algunos, auto legitimarse, pelear en pareja (como los espartanos, los romanos, esa gente), pero quién no ha construido desde el principio de los tiempos su muralla China. Su sintonía con el imperio masmediático y monopolizar los escasos suplementos de cultura. Se sabe: la literatura hispanoamericana está llena de honrosas biografías salvadas por la empresa periodística, sin que éstas sean –por supuesto– mesiánicas. Los escritores de todos los tiempos han estado ligados al tráfico de la información, porque estos silos fueron hasta hace poquísimos años el único sitio donde hacer pública y masiva la palabra, además de los baños y los bancos de la plaza (hasta que los montaron en cemento áspero).

Los que se asoman al balcón de los 40 han hecho sus primeras armas en las carreras de Comunicación o Letras y, contrariamente a lo que dice el mito, las terminaron. Sus premios y sus libros han trasnochado con ellos y nacieron mientras la ciudad ululaba o los domingos en que los civiles se aferran al mate. Como Carver, no tienen espacio ni tiempo, pero escriben porque una página es todo lo que flota, a veces, después del naufragio.

Los que vienen del fondo del mapa -según cómo pongamos el mapa- sin confesar oficios varios, enumeran sin equivocarse los clásicos del siglo, la selección ideal y su reserva. No sería acertado fotografiarlos profesando algún canon tardío, más bien se abanican con él, deshojan la historia literaria con la irreverencia del que sabe que se puede cortar todo, menos el tallo.

Y dos o tres son peregrinos solitarios. Como los derviches, se tejen sobre la manta del camino que recorren.

Y aunque los más mentados de la academia lamenten que estos últimos años de poesía solo amontonen anécdotas, que nada supera los recursos métricos de Horacio (Anadón) o que la poesía solo hable de la épica del hombre común, lo confesional y la falta de énfasis (Piña) es innegable que esta poesía mendocina de fin y principio de siglo está viva y consciente, contando las pesadillas de este mundo, no del otro. No siente remordimientos «versiculares» y parece saber con más claridad (e ironía) que ninguna, que no puede confiar en un género zurcido de palabras. De ahí que, inaugurales, emergentes o novísimos (Castellino), promiscuos y promisorios, los poetas mendocinos de hoy no recogen las esquirlas del mundo. Escriben para leerse, para que los quieran los amigos, porque el poema es un petroglifo con el que se exorcizan estos años de invierno o porque el lenguaje es un columpio solitario en la plaza una mañana de domingo.

¿Qué es un poema? Una página de color que espera que daltónicos lectores la encuentren en el espacio cibernético. Una voz o el coro que resuena en la caverna informática. Un mensaje en la botella de plástico al costado de la ruta.

O quizá lo que sentenció Teillier mucho antes que nosotros: palabras, palabras, para ocultar quizás lo único verdadero, que respiramos y dejamos de respirar.



Setiembre de 2009

Los 14 poetas de Promiscuos&Promisorios (de arriba a abajo, de izquierda a derecha):


Bettina Ballarini, Patricia Rodón, Juan López, Rubén Valle, Claudio Rosales, Fabricio Capelli, Darío Zangrandi, Fernando G.Toledo, Claudio Ferreyra Barro, Pablo Martín Arabena, Hernán Schillagi, Débora Benacot, Eugenia Segura y Eliana Drajer.


*Dionisio Salas Astorga (1965) ha publicado Sentimiento -Valparaíso, 1982- y Sábanas sin flores -Mendoza, 2003- poesía. Su novela infantil Las aventuras de Cepillo el león -Mendoza, 2007- (financiada por el Ministerio de Turismo y Cultura de la Provincia), fue llevada al teatro en el 2008 y avalada con un subsidio del Fondo (Ubriaco, investigación teatral) para su representación en escuelas primarias de Mendoza ciclo 2009/2010. El 2006 y 2008 obtuvo subsidios para la producción cultural de la Subsecretaría de Cultura del Gobierno de Mendoza. Cursó el profesorado de Lengua y Literatura y la Maestría en Literatura Argentina Contemporánea (2006) en la Facultad de Filosofía y Letras en la UNC.

sábado, 17 de octubre de 2009

Aquel que ayer nomás decía...

Ricardo Strafacce, Osvaldo Lamborghini; una biografía, Buenos Aires, Mansalva, 2008.

por Gastón Ortiz Bandes*
-Colaboración especial-








Osvaldo Lamborghini, una biografía de Ricardo Strafacce es un largo relato, minucioso hasta el mareo, en torno de un hombre que fue leyenda al hacer de su relación con la escritura un solo cuerpo ya violentamente indisociable. Pues pocos textos de nuestra literatura tajean más hasta el hueso el idioma de los argentinos y, con tanta intensidad y crudeza, llegan a desnudar, en el más acá físico de la letra, la monstruosa maquinaria de sexo y muerte que este país pone en marcha con cada acto de habla, que ese conjunto de papeles inacabados que constituyen su (por comodidad llamésmole) obra. Y porque tampoco ningún otro escritor fue venerado con tanto celo y sigilo como este sensei de un grupo de pares que, con los años, vendrían a imbricar -alianzas aquí, trifulcas allá- la red más interesante, quizá, del corpus literario y teórico argentino de los últimos años: César Aira, Josefina Ludmer, Fogwill, Néstor Perlongher, María Moreno, Arturo Carrera, Tamara Kamenszain, Luis Gusman, Héctor Libertella, Daniel Link… Strafacce, contextualizando el trayecto vital de Lamborghini hasta en sus últimos intersticios, pone en crisis las formas de leer y pensar la cultura nacional de los últimos 40 años: aquellos que, al leer literatura, se ufanan por atesorar un “mensaje” edificante o, como diría Macedonio, “alucinar la vida”, suelen –obvio- deleznar a Lamborghini. Sin embargo, su lugar en el canon argentino añuda “la lengua desatada” hacia el pasado (Echeverría, Alberdi, Hernández, Arlt, Girondo, Borges, Gombrowicz) y el futuro: Roberto Bolaño vaticinó que, si hubiera un mañana para la literatura rioplatense, éste sólo podría estar en esa cajita olvidada en el sótano (de la institución literaria) que contiene todo su infierno…

Sabido es que, para crearse alrededor de su persona un mito, a Osvaldo Lamborghini le bastó publicar en vida apenas tres libritos y un puñado de poemas, relatos y artículos en revistas y diarios muy disímiles. En 1969 su carta de presentación fue El fiord, orgía de retóricas imperativos retóricos e idiolectos inconciliables, donde cierta Carla Greta Terón (CGT) paría a un bebé onanista, Atilio Tancredo Vacán (Augusto Timoteo Vandor), en medio de un grupúsculo guerrillero formado por un yo narrador ex-seminarista y antaño militante de la Restauradora, un marxista con look de campo de concentración (Sebas, “bases” al vesre) y una cancerígena burguesa pro-salir-en-manifestación, que aterradamente obedecían a un tal Loco Rodríguez, ultraviolento padre de la malograda “criatura”[1]. En 1973, y siguiéndolo ya el rumor minoritario de poseer genio, Lamborghini publica, dificultosamente, Sebregondi retrocede, nouvelle que contiene “El niño proletario”, narración exasperante en que tres niños burgueses violan y asesinan con saña al típico canillita de la tradición boedista: “Identificarse con el proletariado = Regodearse con los sufrimientos de los oprimidos mediante la coartada masoquista de sentirlos, cómo diríamos: ‘en carme propia’”, aullaba, como correlato teórico, un artículo de la última revista vanguardista de la Argentina, Literal, que por ese mismo año, junto a Germán García y Luis Gusman (entonces compiches y luego enemigos íntimos), urdió. Por una práctica subversiva de la letra en defensa del significante y en detrimento del significado (“Terminar con los juegos de palabras = Conservar analmente la representación decimonónica”), Literal disparaba contra la izquierda biempensante y sus novelas “de denuncia” que pactaban “con la escritura burguesa de los medios de información” fundando “el imperialismo de la representación realista”.

Suficiente entonces para que, miembro VIP de la bohemia setentista, deviniera mito viviente: además de su parla hechizante y una actitud entre histriónica y cimarrona, muchas anécdotas y chismes en torno de sus filiaciones políticas, su sexualidad, sus adicciones (sesenta cigarrillos, codeína y litros de alcohol que no desdeñaban, a falta de whisky, el medicinal 96º) y sus arranques de violencia (televisores, máquinas de escribir y hasta una gata “que lo miraba mal” arrojados por la ventana de octavos pisos, la destrucción del depto de Perlongher en compañía de una suerte de díler proto-skinhead a principios de los ‘80) le dieron, en fin, la típica aura del “maldito”. Su último libro publicado en vida fue Poemas, de 1980, por la editorial Tierra Baldía, de Rodolfo Fogwill, quien divertido propicia unas cartas donde Osvaldo, a causa de los obstáculos tipográficos y de distribución que sufre el poemario, no deja de mostrar su diabólico talento para recontraputearlo: así, el arte argentino de la injuria (Sarmiento, Viñas) llega aquí a su cenit, con un fondo de carcajadas del autor de Los pichiciegos. Tras su reclusión y aparente silencio en Barcelona, Osvaldo muere en 1985. Tres años después Aira, su albacea y “mejor amigo”, reúne su obra narrativa en Novelas y cuentos, dando a conocer los inéditos Las hijas de Hegel, La causa justa y El pibe Barulo, ficciones magistrales que le corroborarían, a un pequeño público ya ávido de devorar al misterioso gólem, su infrecuente genio. Recién en 2001 Sudamericana, otra vez vía Aira, saca en cuatro tomos toda su obra, que incluye todos sus Poemas (1969-1985) y su novela Tadeys.

96 cartas a Aira, 15 a Fogwill, 42 al matrimonio de Tamara Kamenszain y Héctor Libertella, más muchas otras enviadas también por Lamborghini a sus mujeres, amigos, editores y familiares; archivos públicos y personales; manuscritos, agendas, cuadernos, subrayados de libros, recibos de hoteles; testimonios de 92 personas que conocieron a Osvaldo (de Tina Serrano a Lilia Ferreira, de Jorge Asís a Alan Pauls), inclusive de su su hermano Leónidas (junto a Marechal el más grande poeta peronista, voz inmensa de Las patas en las fuentes y El solicitante descolocado), su hija y su última compañera, Hanna Muck; más una cantidad excepcional de bibliografía, la necesaria para poner a trabajar críticamente esa obra con el resto de cultura latinoamericana. Estos son, apenas, los indicios cuantitativos de la importancia de esta investigación del también novelista Ricardo Strafacce: proyecto hecho sin ningún tipo de ayuda (ni beca, ni subsidios) y largamente esperado por los fans de Lamborghini. Entre ellos, su autor el primero: en 1985 “después de leer ‘La novia del gendarme’ [capítulo de Las hijas de Hegel] empecé a necesitar ese libro que me revelara cómo era Osvaldo Lamborghini. Y me prometí que iba a ser uno de los primeros en leerlo, de punta a punta y a toda velocidad, en cuanto alguien lo escribiera”, confiesa Strafacce. Pero como en la raíz de estas palabras están clavados los años que pasaron y pasaron sin que nadie lo escribiera, entonces, en el transcurso de los 90, decidió ser él mismo quien lo llevara a cabo: diez años de trabajo recopilando datos y relatos en Argentina y España, pero también leyendo y releyendo con lucidez microscópica las inscripciones más herméticas y punzantes que jamás hijo alguno hizo en la carne desnuda de su lengua materna, con una devoción obscenamente extrema para exhumar el secreto letal e indecible de su funcionamiento, de su origen: “Y sin embargo SOY Edipo / Un Edipo que besa los pies de su madre ahorcada / […] / Y arrodillado / Lengüetea Lame / con su única lengua / lengua posible / La vagina todavía tibia de su madre ahorcada: / en el momento crucial”. Trabajo heurístico, pero también filológico, que va desde percibir los cambios de lapicera hasta determinar motivaciones atroces o banales para abandonar o retomar algún proyecto, y que determina, además de fechas de escritura, los porqués de los cambios de palabras, sustituciones y tachaduras entre distintas versiones. Así asistimos al develamiento de sus procedimientos para alcanzar lo más sorprendente e inalienable del estilo de Lamborghini, esa la “prosa cortada” que se respira como verso pero se inscribe “todo seguido”: “cuando se reemplaza una palabra por otra, en ningún caso se trata de sinónimos, sino de palabras que casi siempre tienen la misma cantidad de sílabas y casi siempre la misma asonancia y acentuación”. Música porque sí, música vana…

Como buena biografía “clásica”, ésta se desentiende de las modas universitarias (luego de Barthes y el primer Foucault, conectar vida y obra para interpretar textos literarios implica el ostracismo de la academia) y empieza, tradicionalmente, por “la familia”: orígenes, problemas económicos, la militancia sindical, la fascinación por la gauchesca… Y aquí sí se plantea ya uno de los ejes principales de esta absorbente non-fiction: la áspera e ineluctable relación del menor Osvaldo con el (trece años) mayor Leónidas. Para demostrar esta competencia entre hermanos poetas hipnotizados por la rima octosílaba del Martín Fierro y la terrible ambigüedad de la lengua oral, Strafacce no sólo se sirve de cartas de Osvaldo y otros testimonios, también confronta fragmentos de las obras de ambos cuya carga autobiográfica no deje dudas al respecto: de la violencia anal contra el nalgudo Nal y su goleador hermano Noel (León[idas] al vesre) en El pibe Barulo, hasta la descarnada gritería de las “Diez escenas del paciente” de El solicitante…: “…dando vueltas con eso penetrándolo por detrás / que tenía desde niño / de años / hace años // y trataba de hablarme de eso de clavarme eso […] -¡pero eso fue solo un penetrante accidente! / nada más / le grito violento // entonces / -¡no elijas la inocencia! / me gritó él también”. ¿Abuso infantil, violación?: todo un conflicto familiar que producirá dos de los más radicales deslengües de nuestra poesía, una payada privada y pública que, a la vez, es un siniestro y consanguíneo pacto de silencio alrededor de secreto inenarrable[2].

De entre las muchas tesis o, mejor, revelaciones del libro, quizás tres sean las que posiblemente cambien la forma de leer, si la desordenada biblioteca argentina de los últimos años no, al menos esa temible “cajita de cartón, pequeña, con la superficie llena de polvo” (Bolaño) que comunica con lo más peligroso y socialmente inconveniente de nuestro “salón literario”.

1) La imposibilidad estructural de que la escritura de Lamborghini entrara en el mercado literario de los ‘70, a pesar de los desesperados deseos de su autor por figurar en el pelotón de los “grandes renovadores” de la literatura anti-boom: Puig, Sarduy, Cabrera Infante, Sánchez. Ahora bien, la causa de que la mayoría de su obra acabara –muerto su autor- inédita, no se debió a una política de escritura (caso Macedonio) o a la voluntad más o menos explícita de su autor (caso Kafka, Rimbaud), como muchos suponen (Saccomano, Prieto), sino porque su estilo y su temática, es decir, su propuesta, eran literalmente ilegibles para el negocio editorial de entonces (“impotencia para hacerme un lugar en el mercado”). Y sin embargo, pese a los esfuerzos de Libertella[3], su único amigo entonces “académico”, a Osvaldo, ingenuo pero valiente, indeclinable, jamás se le ocurrió cambiar de modo de escribir, hacerse más “claro”, más soft, más –cómo decirlo- digerible: “Sólo cuando pueda afirmar que ‘naides me entiende’ habré llegado al punto casi de la sabiduría”.

2) La comprobación de que la condición fragmentaria de su obra radica en que fue escrita “desde” la muerte (o el suicidio), como una producción en vida de los típicos papeles de escritor genial hallados post-mortem. Suerte de afasia que Lamborghini padeció durante todos los ‘70 (“Me es difícil escribir porque ya lo hice, porque ya escribí”), pero que, ya tranquilamente radicado en España, desaparecería dando lugar a un frenesí creativo ilimitado, como lo demuestran sus últimas novelas (de su congénere Kafka y sus novelas inconclusas, Blanchot –creo recordar- dijo que ese mismo no acabar era la condición misma de su producción, lo cual puede ser asignable asimismo a la etapa final de Lamborghini).

3) Una insólita concepción del género a partir del deseo masculino heterosexual que, posiblemente, ponga en crisis –fortaleciéndolos- tanto al feminismo como a los queer studies: la idea de que es el deseo de (ser) mujer (es decir, de “poseer” –en todos los sentidos del término- un cuerpo femenino) lo que, “por una cuestión de rigor lógico”, unifica tanto a heterosexuales como a homosexuales en la envidia de la Otredad: una noción que dejaría sin palabras a las propuestas filosóficas más sólidas de este siglo para corroer el sistema patriarcal, tanto al “devenir-mujer” de Gilles Deleuze como a la deconstrucción del falogocentrismo derridiana.

¿Por qué este libro excede por todos lados su propio objeto de estudio? Porque sus derivas cartográficas, al poner la matriz lamborghiniana en relación con lo que se escribía entonces en Argentina y Latinoamérica, ofrecen un panorama espléndido de las líneas de fuerza discursivas, ideológicas y mercantiles en pugna en nuestra cultura contemporánea. Transcripciones de entrevistas; préstamos, homenajes, afinidades electivas, contraseñas, missed readings, debates, peleas. Toda una radiografía espeluznante de una ciudad que entonces bullía de un público ansioso de literatura, filosofía, psicoanálisis, antropología, semiótica, teoría política… Ah, tiempos: el libro de Strafacce es, por último, la crónica melancólica de una época intelectualmente hiperproductiva, y sabiamente tiene como protagonista al más marginal y utópico de sus testigos, el que eligió vivir post-mortem en la más cruda intensidad de su lengua materna.


Enero y octubre, 2009

*Gastón Ortiz Bandes nació en Mendoza en 1977. Es docente, escritor y, eventualmente, periodista y performer. Ha publicado pequeños ensayos sobre literatura en Los Andes. Algunos de sus poemas y narraciones breves serán publicadas este año en las antologías La ruptura del silencio (DGE) y Desertikón (Eloísa Cartonera)".

***
[1] ¿Perón?, ¿el Padre de la horda (Freud/fiord)? El libro de Strafacce torna inconducentes, sin embargo, estas preguntas, pues viene a desmentir la relación causal que la crítica estableció entre el lacanismo y este texto inaugural. “El fiord se abre a la producción literaria que privilegia el discurso psicoanalítico como procedimiento desautomatizante del realismo. Lamborghini (como García) pertenecía al círculo de Oscar Massota”, dice Martina López Casanova en su estudio incluido en la Historia crítica de la literatura argentina (tomo 11) sobre la “narración de los cuerpos” de los ’70. Pero, en este caso inusual, no es una novedad teórica importada de París lo que produce el texto literario, sino que, al revés, Masotta lo utilizará para ejemplificar a sus alumnos ciertas ideas de Freud y Lacan –castración, parricidio, etc.-, que el relato de Lamborghini, en cierto modo, escenifica.

[2] Por qué, siempre, todos los personajes de Lamborghini son violados y, a la vez, ejercen una violencia sexual de la cual la explicitada en la lengua no es más que un preámbulo o un correlato. Cuenta pendiente: pensar las relaciones entre obsesium de escritura –la patografía (Libertella)- y violencia sexual, analizar la configuración de lo simbólico y lo imaginario en textos firmados por sujetos víctimas de abuso durante la infancia. Ahora bien, ¿cómo saber si ha sucedido esto (Strafacce, respetuoso, no indaga demasiado en este punto)? Conjeturo, un poco irresponsablemente tal vez, que el enigma de la escritura de Lamborghini (y de Pizarnik, Silvina Ocampo, Puig y muchos otros), posiblemente radique en cierta marca indeleble en el cuerpo y la psique, cierta herida de silencio central e irreversible en torno de una experiencia impronunciable –iniciación funesta, análogo de la muerte. Una herida áfona, sí, pero por causas menos “platónicas” quizá que las formuladas por Julia Kristeva en su famosa teoría de la khora semiótica.

[3] Libertella lo incluyó como ejemplo de la Nueva escritura en Latinoamérica junto con Puig, Sarduy, Arenas, Elizondo y Lihn, oponiéndolos a García Márquez, Carpentier, Cortázar, Vargas Llosa y Goytisolo, los representantes del canon que Carlos Fuentes instauraba en su Nueva novela en Hispanoamérica (los títulos de ambos ensayos ayudan a percibir las “diferencias” políticas): Strafacce recomienda sopesar cómo y por qué se insertaron en los discursos dominantes las novelas llamadas “de imaginación” (el boom) y no las “del lenguaje” (agrupadas irresponsablemente bajo el sambenito de neobarrocas) e, inclusive, confrontar el destino de los propios autores, bien asentados en los ámbitos oficiales y llenos de salud y responsabilidades cívicas los unos, enfermos, olvidados y en el exilio los otros.

viernes, 9 de octubre de 2009

El reportaje haiku: Facundo López y su moledora de palabras


por Hernán Schillagi

Intro

La sección consiste en que los poetas nos respondan tres preguntas (tres versos tiene el haiku) que están referidas a las tres características esenciales -según Matsuo Basho- del haiku japonés: en este momento, en este lugar, atravesados por una reflexión.

El mendocino Facundo López, autor del poemario Mariposa sobre las cenizas (Libros de Piedra Infinita, 2007), partícipe de la antología Policronías y reciente ganador de la Beca del Fondo Nacional de las Artes para el taller dictado por Alicia Genovese; con paciencia oriental respondió a las tres preguntas que, de algún modo, lo definen.



1/En este momento
¿Cómo ves tu primer libro, «Mariposa sobre las cenizas», hoy, a dos años de haberse publicado?

Este libro es la primera caída. Es saber que ya no se vuelve ileso de la poesía, me permite mirar atrás y reconocer dónde no debí poner el pie antes de dar el paso; es reconocerme en la necesidad y la torpeza de mi escritura. Es saber que el poema sigue siendo una necesidad. Es tener conciencia de lo mucho que falta y lo difícil que me resulta escribir un buen poema.


2/En este lugar
¿En qué se modificó tu escritura actual con la experiencia del Taller del Fondo Nacional de las Artes aquí en Mendoza?

La experiencia del taller es aun muy reciente, pero intuyo que mi escritura se modificó mucho más de lo que ahora alcanzo a percibir. Se logró con la ayuda de Alicia Genovese conformar muy buen grupo; logramos funcionar como tal y a mi entender cada uno fue trabajando y entrando en la escritura del otro con sinceridad y compromiso. Los poemas llegaban a la mesa y comenzábamos a triturarlos, con el mayor de respetos hacia el dueño. Llegabas con un poema y te ibas con un «requecho» de poesía, y no te quedaba otra que seguir masticándolo y rumiándolo hasta sacarle el jugo. Para mí ha sido un ejercicio importantísimo.

A partir este trabajo, alguien del grupo dijo que éramos una Moledora de carne, y un poco en broma un poco en serio, el nombre quedó. Hasta el momento nos seguimos juntando a moler papeles. De hecho pensamos acercarnos a la Feria del libro con lo que sobreviva a la molienda.


3/Una reflexión
¿Cuáles son tus «rituales» a la hora de acercarte al momento de creación?

Más allá de los rituales creo en la pulsión, en el espasmo que nos arroja a la palabra y nos deja expuestos. Luego se instala el ritual y sus artefactos, y allí surge el desgarro y la pelea con uno mismo. Creo que en mi poesía todo el ritual gira en torno a evitar el sentimiento de comodidad, de complacencia en la propia palabra. Intento desconfiar del poema que cierra de entrada. Mi ritual consiste en escribir desde la incomodidad de la palabra, ese lugar desde donde siempre se podría haber dicho mejor.

Poemas inéditos
Facundo López

EL OTRO

Desconozco al que mira
detrás de tanta noche.

Sus ojos son un negro abismo
sin fondo,
donde nada comienza,
donde el reflejo cae
y se despide.

NO SON PALABRAS

Mancha oscura
en la que buscas
el rostro
que te niegan
los espejos.

*

Con la cara en el asfalto
y el frío en los bolsillos,
observaba desde el suelo,
como la helada cubría
a los que se iban
sin palabras.

*

Acaso te encuentras intimado
a cabalgar el alcohol,
a viajar montado sobre vinos flojos
y pianos desmayados.
Reventado ante el vaso,
El hielo azul contra el iris en llamas.