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La orilla del camino

La orilla del camino (Emilio Gavilanes)

Anteriormente ya había comentado en estos Devaneos otras obras de Emilio Gavilanes. Los poemas recogidos en Era una rosa; la novela: La primera aventura; los relatos de Historia secreta del mundo o textos misceláneos en Bazar.

En La orilla del camino (Pre-Textos, 2024), Emilio Gavilanes nos ofrece 158 relatos repartidos en 430 páginas. La extensión de los textos varía, y va desde la media página hasta otros de veintitrés, como en Las dos fosas.

El asombro y el deleite que experimenté al leer Bazar es parejo al que experimento ahora leyendo La orilla del camino; un ahora que ha consistido en una lectura que me he impuesto a un ritmo demorado, durante semanas y meses. De tal manera que cada texto leído fuese cayendo en el fondo de mi mente como la moneda que arrojamos en el centro de un estanque. Las ondas concéntricas son los recuerdos que luego van reverberando.

Un texto de estas características conquista al lector por su variedad en los temas, y aquí prima la variedad y la originalidad. No son relatos que se sustraigan a la realidad, sino que la abordan con astucia. Algunos textos van referidos a la Guerra civil española, como el de Las dos fosas, donde se nos sirve una interesante reflexión acerca de lo que supone indagar en el pasado, con la posibilidad de perderse en el agujero moral de la historia, no la universal, sino personal, la de los implicados. En otros, como en El ataúd, el autor explora al malentendido sustentado en una rencorosa alegría.

No se rehúye lo más escabroso y tenebroso de la naturaleza humana. Al contrario, pues también sirve esta como materia de estudio para el cedazo que siempre es la escritura. Así por ejemplo en el relato Tercera oportunidad, donde una fuga de presos sirve para impartir justicia -sea esto lo que signifique- con el encuentro entre el violador y asesino de una niña y el padre de la misma. Relato resuelto en términos filosóficos y morales, aventados por una habilidosa esgrima dialéctica.

Otro tema que se aborda en profundidad tiene que ver con la llamada conquista de América. Ahí veremos los desmanes de todo tipo llevado a cabo por esos llamados conquistadores, donde parece que sus cuerpos son serones cargados de tanta maldad que deben ir despojando de sí mismos, sino quieren acabar muertos bajo su propio peso.
Si Proust precisaba que su personaje Charles Swann se echase al buche una magdalena para recordar y conmoverse, C.G.R. necesita encontrar entre las cosas del padre la navajita con la que le afilaba los lápices de niño.

No faltan los literatos. Y pienso en Kafka, y se nos da una pista acerca de cómo dos anécdotas, o experiencias vitales vividas por Kafka son luego el armazón de La metamorfosis, El castillo o El proceso. Comparecen Cunqueiro, Stevenson, Kipling, Pessoa… Viajamos al Marruecos español de los años 20, en donde las prostitutas con enfermedades venéreas cobraban más que las sanas, pues libraba a los soldados enfermos de ir al frente. El absurdo empapa Calderilla bohemia, donde se nos cuentan las andanzas de un tal Crispín Roca, un camaleón que irá cambiando su nombre, mimetizándose con otros personajes (Sawa), o haciéndose pasar por judío, hasta que en Francia, en 1940, los nazis le dan caza, por judío. Otros relatos abordan cuestiones sorprendentes, así Las pausas del silencio, evidencia como muchos religiosos no pueden recuperar mediante la palabra la gracia que habían conquistado en el silencio. La velocidad de la vida es un buen ejemplo de como una novela puede contenerse en nueve páginas.

La escritura dentro de la escritura se nos sirve en La lluvia gallega, que no sé por qué, pero su tono salmódico me lleva a Mazurca para dos muertos, y vemos como la lectura transforma la realidad o cuando menos la aviva. En Enigma de la verdad vemos cómo la despiadada alma humana despacha humanos sin miramientos, pero luego se deshace en lágrimas ante la pérdida de su mascota.

Así irán desfilando ante el lector este centón largo de textos, hilados por la magnífica prosa de Gavilanes, en un libro que nace para la relectura y cuya lectura sosegada permitirá al lector atento y sosegado, apreciar los múltiples matices contenidos en cada historia.

Lo propio sería comentar aquí uno por uno los 158 relatos del libro, pero creo que es una pretensión que queda fuera de mis alcances. Por otro lado, sería desvelar el misterio de un libro al que conviene llegar casi virgen, a fin de ponernos también nosotros el atuendo, no de un conquistador, sino de un explorador de las letras.

Y concluyo con unas palabras de Henry James extraídas del libro El arte de la escritura (Montesinos; Jofre Casanovas, 2024) que se ajustan como anillo al dedo a la escritura ficcional de Emilio Gavilanes.

Capturar el matiz y el tono, el extraño e irregular ritmo de la vida; ese es el proyecto cuya extenuante fuerza mantiene activa a la Ficción.

La orilla del camino
Emilio Gavilanes
Editorial PRE-TEXTOS
2024
440 paginas

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Era una rosa (Emilio Gavilanes)

Era una rosa es un libro de poemas de Emilio Gavilanes, editado por Comares. Algunos poemas siguen la métrica del haiku. Otros son de métrica libre, pero siempre son tres versos. Se principia así, de esta manera tan bella:

Este desorden
de pétalos caídos
era una rosa
.

Otros poemas me traen ecos de haikus recogidos en El gran silencio:

Ermita en ruinas.
Un minúsculo insecto
se come al santo.

En Era una rosa:

Convento en ruinas.
En el dedo del Creador
Cagó un pajarito.

A su vez hay una especie de continuidad.

En El gran silencio:

El viento sigue
agitando las ramas
sin una hoja
.

En Era una rosa:

Sopló un gran viento.
Las hojas que cayeron
Ya están muy lejos.

Los poemas, en la brevedad que aquí el lenguaje les concede, son fogonazos, hallazgos visuales, retratos a vuela pluma a cuanto nos rodea, asedia y libera.

Una mirada escrutadora enfocada hacia la naturaleza y sus elementos: el sol, la luna, el viento, los árboles, las ramas, las hojas, el arco iris, los relámpagos, las aves, el ciclo del agua –agua de lluvia convertida en un charco sucio-; la presencia humana y sus artefactos que deja animales muertos en las cunetas, eviscerados, aflorando sus vívidos colores (la sangre que no se nombra); momentos prosaicos, como ese vecino al que vemos colgar la ropa y parece seguir dentro de ella, ancianas que toman conciencia de que sus muñecas –a pesar de su eterna infancia- son de su quinta, abuelos que murieron con veinte años. Son las contradicciones, el quiebro mental, la bisagra entre la res nullius (todo aquello intacto, ajeno a la propiedad) y la res derelictae (como ese molino de agua en ruinas, y ya independiente del agua que sigue fluyendo) que estos poemas sugieren y evocan para provocar la sonrisa cómplice ante el minucioso e inadvertido detalle que la escritura de Gavilanes desvela al lector.

Un: ¡Mira! (mirada azuzada por la sedimentación de la experiencia) sutil, suave, delicado, como el arrullo y balanceo de unas palabras que buscan su espacio en el verso y caen sobre el papel con la cadencia de los copos de nieve en el nido terroso.

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Bazar (Emilio Gavilanes)

Leer es como
la luz entre tinieblas
¡oh¡ fértil Bazar

La escritura aquí como sumatorio de fragmentos, paradojas: Toda la noche el gallo cantando. Tras horas de intento, por fin acierta y amanece, confesiones: el miedo a las muchedumbres y las manifestaciones, reflexiones: El placer tiene algo de efímero que no tiene el sacrificio; El relámpago deja en evidencia la mentira de la noche, aforismos: Lo que no se ve, si se imagina, acaba por verse; El escritor que no tiene qué contar, o qué decir, tiene estilo, pensamientos: Cómo me gustaría que alguien escribiera el Libro del sosiego, aunque fuera con una décima parte de la inteligencia de Bernardo Soares, citas: La poesía es un faisán desapareciendo en la maleza (Wallace Stevens). Un puñado de hojas abigarradas bajo el título de Bazar, con el que Emilio Gavilanes (Madrid, 1959) dará salida a un material heterogéneo que me trae en mientes otras lecturas satisfactorias como El libro del desasosiego de Pessoa, Pensar de Vergilío Ferreira o El murmullo del mundo de Tomás Sánchez Santiago, por citar algunas, aunque cada texto es tan distinto como lo es su autor.

La escritura como un medio de acceder al pasado y evocar recuerdos, ya sean los juegos de la niñez, los arrumacos maternales, las horas de encierro escolar y la algarabía una vez fuera, el cuño que imprime la paternidad y las ausencias irreparables –Por muchos hijos que tengas, hasta que no mueren tus padres no sabes nada de la paternidad-, un pasado -el de la niñez- que Gavilanes ya había registrado en La primera aventura.

Como en Historia secreta del mundo lo ponderable aquí no son las grandes gestas ni hazañas ni batallas ni fechas que cambiaron el rumbo de la historia -presente ésta siempre, no obstante: En las ruinas de Cartago aún se oye a la caída de la tarde el entrechocar de los metales que la destruyeron– sino las notas a pie de página, el día a día del común de los mortales, a saber, el camino de la casa al trabajo y del trabajo a casa, los paseos por Madrid, por pueblos Zamoranos, los comentarios favorables a lecturas de Cunqueiro, Baroja, Azorín, Hemingway, Stevenson, Robert Graves y nada o poco favorables sobre Ferlosio, Henry James, o sobre obras como La Regenta; apuntes sobre la escritura de Juan Benet o sobre la escritura en general, como que la emoción debe ser el fin último de todo escrito o que la inteligencia es lo que conforma el estilo de todo buen escritor; el visionado de películas como El gatopardo, o de Berlanga, o del oeste, las más disfrutadas y listadas: Sin Perdón, El fuera de la ley, Los valientes andan solos, Las aventuras de Jeremías Johnson…, la mirada del autor se posa a menudo en el paisaje, en lo ajeno a la piel, así el escrutinio de las nubes, la luna llena, los ríos, las piedras pulidas -con el mismo brillo que tienen las palabras en la mente y que trasvasadas al papel se agostan, mudan mates, mundanas, prescindibles- los vientos, el palimpsesto sonoro urbano, el oír cantar a los pájaros en primavera -y la remisión a Thoreau-, las sardinas (este texto luminescente me trae a los labios la palabra ardora) una naturaleza enhebrada con el hilo de los haikus, a veces una deriva natural hacia lo etimológico, y así uno descubrirá que en latín los nombres de los árboles son femeninos y el de los vientos masculinos.

El autor busca un sentido y lo encuentra en la escritura, con la posibilidad que esta brinda de organizar una vida con las hechuras de un relato, una narración que le permitiría a uno verse desde el otro lado, su vida como algo explicable. Recordar es, sobre todo, un acto creativo. Al relatar, la gente crea, redacta, su vida (Svetlana Alexiévich). Y si no, invéntate a ti mismo. Cambia el relato y modifica los hechos. Anida en los textos la zozobra de la identidad, el qué somos, el qué nos constituye, la terminología de los átomos, las moléculas y el nucleo y el precario auxilio de la religión, la innecesitada inmortalidad, la unión de cuerpo y alma, ¿la existencia de esta última?, la materia y la conciencia como su destino inevitable.

Emilio presenta esbozos de posibles relatos y materializa alguno (uno horripilante, ambientado en el seno familiar sobre un secador volador rumbo a una bañera ocupada), ofrece microrrelatos (El hombre célebre imitaba tan bien, con tanta naturalidad, a sus imitadores que dejaba de parecerse a sí mismo), piezas humorísticas: Hace un calor irresponsable; Hay muchas películas que tienen guiones inadaptados; Qué mala suerte tengo, en los últimos quince años se me han muerto tres oncólogos; abunda en la naturaleza de los sueños porque estos forman parte de nosotros, nos explican, nos abren puertas, como hace el lenguaje con sus metáforas. Las palabras crean realidad al ser nombradas, al escribir este Bazar, el empeño del autor parece ser el de la portada: poner la aspiradora a todo trapo y en su vientre albergar máquinas de escribir, edificios, cerillas ardiendo, lapiceros, libros de latín, libros de piratas, botellines de cervezas, pétreos rostros de faraones, labios, gafas de sol, faros, máscaras, acantilados y parabrisas.

La succión, todo ese afán centrípeto, en el ser del lector equivale al arrobamiento de una revelación estética que lo sumirá en un estado próximo al sosiego, anclado, según el caso, por la gravedad de la experiencia.

La Discreta. 2020. 248 páginas