VII Jornadas de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata
“Argentina en el escenario latinoamericano actual: debates desde las ciencias sociales”
Lenguaje, Deseo y Sociedad. Los Aportes de Julia Kristeva
Natalia Suniga (UBA-IDAES)
[email protected]
Sergio Tonkonoff (UBA-IIGG-Conicet)
[email protected]
Resignificar la lingüística estructuralista en el marco de una teoría general de la
significación que dé cuenta de la radicación tanto social como corporal del lenguaje: tal ha sido
uno de los objetivos más importantes de la intervención de Julia Kristeva en el campo de la
Teoría Social. Para ello, la autora retoma herramientas provenientes de distintos dominios (en
especial del psicoanálisis) a partir de las cuales logra enfrentar aquella lingüística con sus propios
límites, obligándola a transformarse para dar una visión más completa del funcionamiento del
lenguaje en general y de los conjuntos sociales y sus sujetos en particular.
En este marco (post-estructuralista), Kristeva propone entender que toda organización
social y subjetiva tiene la forma de un lenguaje. Pero donde el lenguaje ya no es sólo un sistema
y sus prácticas de actualización reproductiva, sino que comporta, además, un campo heterogéneo
y productivo, un campo donde el sistema se instituye tanto como se nutre, se transforma y se
derrumba. La presente ponencia se propone pues explorar los conceptos principales con los que
Julia Kristeva articula esta formulación de las modalidades de producción, reproducción y crisis
del espacio social y subjetivo.
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Introducción
La generalización del modelo lingüístico saussureano en las ciencias sociales ha
permitido el surgimiento de distintas teorías sociales estructuralistas (Barthes, 1895, 1988; LéviStrauss, 1987; Althusser, 1970) cuyo postulado común consiste en tratar los conjuntos sociales y
sus instituciones como sistemas de relaciones diferenciales que constituyen modelos de
significación, clasificación, jerarquización y acción para los sujetos de su sintaxis. Desde esta
perspectiva, los fenómenos sociales y culturales son entendidos como signos. Esto es, como
entidades compuestas por la unión entre un significado y un significante, allí donde el signo no
es natural y el significado no es intrínseco. Los signos se encuentran, en cambio, definidos por
una red de relaciones internas y externas, más aún, por su posición en un sistema de definiciones,
categorías y operaciones que hay que descubrir para conocer su verdadero sentido. El objetivo
principal que guía el análisis estructuralista será pues hacer explícito el conocimiento implícito
de dichos sistemas de relaciones.
En este marco, Julia Kristeva desarrolla una teoría general de la significación que toma
como punto de partida los fundamentos básicos de la teoría estructuralista que hacen posible la
descripción sistemática de la coacción social y simbólica dentro de cada práctica significante, a
la vez que logra trascenderlos para dar cuenta de la radicación tanto social como corporal del
lenguaje. Kristeva llamará Semiótica a esta teoría. Para construirla, recurrirá a diversos
desarrollos procedentes del campo de la filosofía, la semiología, la literatura, la crítica literaria,
la antropología y el psicoanálisis. Con ellos enfrentará a la lingüística estructural con sus límites,
obligándola a transformarse para dar una visión más completa del funcionamiento del lenguaje
en general y de los conjuntos sociales y sus sujetos en particular. En la presente ponencia
seguiremos pues sobre todo el filón psicoanalítico y sus implicancias en la formulación de tres
conceptos claves que Kristeva aporta al campo de la teoría social posestructuralista: función
simbólica, función semiótica, y significancia.
La introducción de la matriz psicoanalítica fincada en una noción de cuerpo pulsional
entendido como un campo plural de fuerzas heterogéneas respecto de los sentidos sociales
vigentes y los sistemas simbólicos que los sostienen, abre paso una teoría de la significancia
(Kristeva, 1977, 1981, 1984, 1988) capaz de romper la llamada “clausura estructuralista”. Es
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decir, capaz de ir más allá de la idea del lenguaje como sistema o código, como conjunto de
hábitos lingüísticos que permiten la comunicación, de aquello que sólo permitiría pensar la
dimensión estática y reproductiva de las estructuras significantes, incorporando la idea de un
trabajo discursivo (Kristeva, 1988) a partir de la cual se problematiza la producción del sentido.
Y esto porque el trabajo discursivo remite (al modo en que Freud hablaba del trabajo del sueño)
a comprender el proceso de significación como anterior al sentido producido por las estructuras
significantes socialmente dominantes. Se trata de un concepto que busca dar cuenta de la “otra
escena” de producción de significado anterior al significado mismo -aquel instituido junto con el
orden simbólico y sus límites. Una producción efectiva de (sin)sentidos que tienen lugar
desconociendo o, más bien, transgrediendo la trama lineal de la cadena hablada. Un modo de ser
del lenguaje que no es característico sólo del sueño, pues “(…) la volvemos a encontrar en toda
la imaginería inconsciente, en todas las representaciones colectivas, populares, en concreto: en el
folclore, los mitos, las leyendas, los dichos, los proverbios, los juegos de palabras corrientes:
(donde) se encuentra incluso más completa que en el sueño” (Kristeva, 1988:277)
Esto implica que la aparición de nuevos sentidos se debe a que el lenguaje no es
solamente un código que se reproduce en el conjunto de hábitos de una comunidad. El lenguaje
como código se encuentra sostenido en una superficie que resulta necesario explorar: la infinitud
de los procesos significantes. Tal es la dimensión textual del lenguaje, el campo donde los
significantes remiten los unos a los otros infinitamente por cuanto transportan y son
transportados por la energía polimorfa del cuerpo pulsional. Así, en oposición a todo uso
exclusivamente reproductivo y comunicativo del lenguaje, esta autora propone definir al texto
como productividad1.
Si lo que caracterizaba la posición estructuralista era la primacía del signo/sistema, el
postestructuralismo textualista propuesto por Kristeva supone la subversión de esta primacía.
Esto es, la afirmación de que efectivamente hay sistemas de sentidos socialmente vigentes pero
que tales sistemas se constituyen en la infinitud de un campo significante que los desborda y, a
“Al idealismo de un sentido anterior a lo que ‘expresa’, el texto opondría el materialismo de un juego significante que produce
los efectos de sentido. Al estatismo de un discurso limitado por lo que se ha propuesto copiar, el texto opondría un juego infinito,
fragmentado en lecturas según los caminos sin término último en que se combina y recorta el significante. A la unidad de una
subjetividad sustancial, cuya supuesta misión consistiría en sostener el discurso en su totalidad; el texto opondría la movilidad de
una enunciación vacía, variable según el grado de reorganizaciones del enunciado. Al modelo íntimo de la voz, próximo al alma
y al sentido; el texto –con su juego de significantes sin punto de partida ni término de interioridad- opondría una reflexión sobre
la escritura. A la ideología estetizante del objeto como arte, como obra depositada en la historia; el texto opondría la reinserción
de su práctica significante en el todo articulado del proceso social del que participa.” (Todorov, 1972:398)
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veces, los destituye. De modo que allí donde el estructuralismo subrayaba las funciones
simbólicas, del leguaje en general y de los sistemas sociales en particular, a través del concepto
de significación (el proceso de unir un significado a un significante que tiene lugar al interior de
un sistema), este postestructuralismo trae a un primer plano el trabajo de la significancia. Esto es,
un tipo de articulación donde prevalecen los procesos a los que el psicoanálisis llama primarios.
Oponiéndose así a quienes pretenden formalizar los sistemas semiológicos sólo desde el punto de
vista de la comunicación, Kristeva (1977, 1981) busca reorganizar la comprensión del lenguaje a
partir de la crítica de la noción de signo. Con eje en el concepto de texto como productividad,
Kristeva propone pues desarrollar un semanálisis, una ciencia crítica y des-constructora que, a
partir del texto y más allá de la lengua comunicativa, explore la lengua como producción,
transgresión y transformación de la significación (Todorov, 1972).
¿Qué consecuencias tienen estas formulaciones en los postulados más generales de la
teoría social de Julia Kristeva? Si, siguiendo a la autora, entendemos que toda organización
social y subjetiva tiene la forma de un lenguaje, pero donde éste ya no es sólo un sistema y sus
prácticas de actualización reproductiva, sino que comporta, además, un campo heterogéneo y
productivo donde el sistema se instituye tanto como se nutre, se transforma y se derrumba,
podemos decir que estamos frente a una nueva comprensión de las modalidades de producción,
reproducción y crisis del espacio social y subjetivo.
La heterogeneidad del lenguaje
Kristeva parte de los resultados alcanzados por el estructuralismo (Lacan, 2005; LéviStrauss, 1987; Barthes, 1985), por cuanto acepta el axioma según el cual toda realidad social es
entendida como una producción discursiva -lo que supone, en primer lugar, una ruptura con la
noción (realista) de referente. La ley social es aquí la ley del lenguaje, y las prácticas sociales
están regidas por esa ley. Todas las prácticas sociales son, por tanto, actos de comunicación
regidos por un código. Es decir, un conjunto de reglas que permiten la emisión de una serie
(limitada) de mensajes que tendrán mayor claridad cuanto más ajustado se encuentre el mensaje
al código que los permite. La autora propone llamar
función simbólica a esta dimensión
coercitiva y socializante del lenguaje -aquella que ya había sido formalizada por el
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estructuralismo- que refiere al código estructurado y estructurante que hace posible la
comunicación. Se trata de una función nominativa, judicativa, tética, que otorga sentido a las
cosas del mundo, distribuyendo además las posiciones de sujeto que socializan al cuerpo
pulsional que cada individuo es en primera instancia. En definitiva, la función simbólica refiere
al lenguaje como una sintaxis cuya estructura hace posible un universo de sentidos definidos y
comunicables, tanto como produce a los sujetos de la enunciación como sujetos sujetados (al
enunciado).
Ahora bien, en este punto Kristeva realiza un doble movimiento: 1) Devela que la teoría
del sujeto que corresponde a la concepción del lenguaje que sólo conoce su dimensión
sistemática y reproductiva, es la del ego trascendental de la filosofía husserliana (Kristeva, 1977,
1981) -entendida como explicitación del sujeto implícito en la razón lingüística saussuriana-, en
la que el signo, como acto de expresión de sentido, se encuentra constituido por una conciencia
operante que pone en práctica la estructura, a la vez que es construido y hablado por la estructura
misma. 2) Afirma que esta función de nominación, instauradora del sentido y de la significación,
es, además, posibilitada por un acto de exclusión fundante. Exclusión que instaura la función
simbólica como ley paterna-sacrificial. Lo que se excluye aquí es aquello que Kristeva (1981,
1984) denomina como “lo materno”. Es decir, los elementos pulsionales que corresponden a una
etapa previa a la significación, anterior al ingreso del futuro hablante en el mundo del sentido
organizado. Lo maternal aparece pues en este corpus teórico como aquello cuya reactivación
permitirá poner en proceso, e incluso subvertir, al lenguaje y al sentido. No es sino de la mano
del lenguaje poético que Kristeva propondrá abordar esta puesta en cuestión a la ley simbólica
del orden social. Se entiende pues que “sólo al precio de la represión de la pulsión y de la
relación continua con la madre, se constituye el lenguaje como función simbólica. En cambio,
será al precio de una reactivación de lo reprimido pulsional, materno, como se sostendrá el sujeto
del lenguaje poético, para quien la palabra nunca es exclusivamente signo.” (Kristeva, 1981:263)
Si la función simbólica corresponde al “nombre del padre” en el sujeto y a la institución
del orden simbólico en la sociedad, y si ambos se producen a partir de la instauración de límites
o exclusiones fundantes, aquello que permanece excluido como sinsentido será lo que irrumpa
bajo la forma de función semiótica o poética. De allí que lo semiótico sea visto por Kristeva
como una dimensión del lenguaje que mantiene una estrecha relación con el “cuerpo materno
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pulsional” en tanto fuente permanente de transgresión dentro de lo simbólico2. En este sentido,
se entiende que “los procesos semióticos que introducen lo vago, lo impreciso en el lenguaje son
desde un punto de vista sincrónico, marcas de los procesos pulsionales y, desde un punto de vista
diacrónico, se remontan a los acaísmos semióticos del cuerpo (…) en situación de dependencia
respecto de la madre.” (Kristeva, 1981:262)
Junto con la función simbólica como límite constitutivo pero no englobante del lenguaje,
subsiste pues una función semiótica, aquella que responde a la modalidad de significancia
heterogénea respecto del sentido. Una función que opera a través de éste, a su pesar y
excediéndolo, abriendo paso al sinsentido, a la destrucción de la sintaxis y la subversión del
código mismo.
Queda claro entonces que la propuesta de Kristeva (1977, 1981, 1984, 1988) no supone
una simple extensión del modelo lingüístico a todo objeto considerado dotado de sentido, más
bien se trata de una nueva concepción del lenguaje, en el marco de la teoría de la significancia,
que incorpora la noción de praxis en tanto que producción y puesta en crisis del sentido y del
espacio social y subjetivo, una teoría del lenguaje como productividad.
Por último. Para Kristeva (1977, 1981, 1984), las dos modalidades del lenguaje se hallan
presentes siempre en todo discurso comunicable: la función simbólica opera en el lenguaje sin
agotarlo, dejando lugar a la subversión del código; mientras que la heterogeneidad semiótica
necesita un sentido para poder negarlo y excederlo. Así se entiende que la emergencia de
distintos tipos de discursos y prácticas dependerá pues, no de la presencia (excluyente) de una u
otra función, sino más bien de la mayor o menor coacción que cada una adopte en la economía
general del discurso. De aquí que el lenguaje poético sea entendido como un tipo particular de
función -y no un género discursivo- cuya economía significante se caracteriza por una mayor
coacción de la dimensión pulsional en detrimento de las coerciones téticas. Pero donde, por
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De este modo, J. Kristeva incorpora la teoría de Klein -que permite considerar representaciones psíquicas
heterogéneas- al marco teórico freudiano, con miras a concebir un periodo pre- edípico en el desarrollo de la psiquis,
conectado directamente con la función materna. La constitución de la subjetividad queda pues relacionada con el
imaginario en la fase pre- edípica y no únicamente con el proceso simbólico (Elliot, 2003). En este marco, el
concepto de chora es entendido como un estado previo a la constitución del sujeto en el lenguaje e íntimamente
conectado a la experiencia con la madre. La chora provee una alternativa de subjetividad que resulta profundamente
disruptiva de las posiciones de sujeto hechas posibles en el lenguaje, del sujeto constituido en el marco de relaciones
patriarcales (Kristeva, 1986). Este foco puesto en la representación psíquica previa a la representación abrirá paso al
desarrollo de la función semiótica en tanto juegos heterogéneos de fuerzas inconscientes, de pulsiones y deseos que
se disciernen en el ritmo, el tono y las disrupciones del lenguaje.
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suprimida o atacada que esté la función simbólica, ésta perdura como límite constitutivo del
lenguaje. Mientras que el discurso científico se caracteriza pues por una mayor coacción de la
función simbólica por sobre la función semiótica -pero donde, claro está, no por ello, esta última
desaparece.
Producción, reproducción y crisis del espacio social y subjetivo
En la primera parte de este trabajo hemos esbozado la concepción del lenguaje tal como
es desarrollada por Julia Kristeva, esto es, dando cuenta de su radicación tanto social como
corporal. Queda por destacar uno de sus principales aportes a la Teoría Social en lo que respecta
a la producción, reproducción y crisis del espacio social y subjetivo.
Ya hemos dicho que la función simbólica del lenguaje es la condición necesaria para que
tenga lugar toda organización social y subjetiva, la comunicación y el sentido. Es además lo que
permite al sujeto reconocerse a lo largo del tiempo como un sí mismo, como sujeto al orden
significante (a la ley, “hijo del padre” en términos psicoanalíticos). Debemos agregar ahora,
siguiendo a Kristeva (2000), que todo conjunto social se constituye también por la negativa, es
decir, a partir de la producción y de la experiencia de alteridades radicales. La condición de
posibilidad de las identidades colectivas e individuales radica en la institución y vigencia de
fronteras simbólicas cuya especificidad reside en designar el límite de lo social simbolizado, en
producir simultáneamente un ámbito de interioridad jerarquizado, un espacio societal, y sus
contrarios. De modo que, es a partir de la instauración de un conjunto de exclusiones fundantes
que se producen, a la vez, la sociedad como orden simbólico y el sujeto como sujeto del
significante; y una exterioridad radical cuya re-emergencia coloca fuera de sí a esos sujetos. Los
procesos vinculados a esta re-emergencia fueron tematizados por Kristeva (2000) bajo la
categoría de abyecto, entendiendo por ello aquello que constituye el ámbito de lo que hay que
separar y mantener a distancia para que el sentido y el sujeto tengan lugar. Es el objeto de la
represión que permite la constitución del lenguaje como código, del orden simbólico e incluso de
las identidades, pero que, al mismo tiempo, se muestra persistente en su acontecer, coloca “en
proceso” a quienes quedan presos de su experiencia (Kristeva, 2000; 1977). Esta noción designa
pues aquello que altera las condiciones que hacen posibles a los objetos y a los sujetos en su
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distancia y reflexión -aquello que sólo puede acercarse a lo decible a través de la dimensión
semiótica o poética del lenguaje.
Así se ve cómo Kristeva prosigue y generaliza la labor iniciada por el psicoanálisis:
descentrar al sujeto parlante a través de su vinculación con lo que éste ha excluido para
constituirse. Específicamente, el sujeto descentrado por Kristeva es el sujeto tal como aparece en
el estructuralismo. A este sujeto sujetado (descentrado) por el orden simbólico, Kristeva
reintegra los procesos pulsionales, semióticos y maternales del cuerpo. De modo tal que donde
había un sujeto cuyos procesos inconscientes sólo podían reproducir el orden societal, emerge un
sujeto que, además, puede ser transgresor y productivo de nuevos sentidos: un sujeto de lo
reprimido y su retorno. La escritora y psicoanalista búlgara entiende pues al sujeto como siempre
vasculando entre la identidad y su exceso, entre yo y no-yo, como aquel que actualiza la
estructura simbólica del orden social al mismo tiempo que la excede y, en ese movimiento, se
subvierte a sí mismo. Se trata de un sujeto parlante que, cuando corresponde con su
heterogeneidad pulsional, se transforma en un sujeto en proceso. Esta escisión constitutiva será
la condición de posibilidad que permitirá la apertura hacia la crisis y transformación del orden
social (Kristeva, 1981, 1986).
En este mismo sentido, se entiende que el lenguaje poético corresponde “(…) a las crisis
de las estructuras y de instituciones sociales; a sus momentos de mutación, evolución, revolución
o locura” (Kristeva, 1981:250). Es el lenguaje de los periodos sociales críticos y las grandes
transformaciones históricas. La forma de expresión de los sujetos colectivos que emergen por la
vía de la transgresión social, cultural y/o política, que ponen en cuestión el orden simbólico y las
identidades individuales y colectivas que produce y por las que es reproducido.
Con estos antecedentes, en Sentido y Sinsentido de la Revuelta, Kristeva (1998) examina
críticamente las conexiones entre libertad personal y autonomía colectiva, y sostiene que la
revuelta contra los ordenamientos societales dominantes siempre será “íntima”, pues las
transformaciones sociales, culturales y políticas suponen necesariamente la puesta en cuestión
del propio sujeto. Puesta en cuestión que, según la autora, puede tener lugar (por ejemplo) a
partir de la poesía en tanto se trata de una práctica que supone el contacto con lo semiótico, la
irrupción de lo abyecto, y que será transformadora en tanto y en cuanto transgreda los límites que
el orden simbólico le confiere. Por eso revuelta íntima y subversión del orden simbólico se dan
aquí de manera conjunta, se retroalimentan paso a paso. Así, no será sino a través de medios
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discursivos y performativos que le permitan explorar el “propio” cuerpo pulsional, romper el
código vigente, encontrar un discurso más cercano a lo innombrable y lo abyecto, esto es, no será
sino a través del acceso a la dimensión semiótica del lenguaje y la práctica de la significancia,
que se producirán las verdaderas crisis y los verdaderos cambios (Kristeva, 1981, 1984). De allí
la importancia otorgada por Kristeva al movimiento feminista y a los grupos de vanguardia
artística. Dos sujetos históricos a los que caracteriza como transgresores del orden simbólico que
organiza los sentidos dominantes. Y esto, en tanto se trata de identidades paradójicas que
mantienen una relación cercana con aquello que fue excluido por la instauración del orden y,
precisamente por ello, se han mostrado productivas de nuevas formas de subjetividad. Formas
surgidas de la puesta en crisis del orden societal moderno, de la emergencia de lo que éste había
expulsado para constituirse, y de las prácticas que formalizan “poéticamente” esa emergencia,
excediendo y renovando al orden en cuestión.
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