Mª JOSÉ GARCÍA SOLER
(EDITORA)
TIMHS CARIN
HOMENAJE AL PROFESOR PEDRO A.
GAINZARAIN
VITORIA
2000
GASTEIZ
APUNTES SOBRE CLASICISMO Y MODERNIDAD
ANTONIO DUPLÁ
Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
1. Si queremos hacer una breve reflexión sobre la relación entre el clasicismo, la tradición clásica y la modernidad, una ojeada a nuestro alrededor nos puede proporcionar de
partida algún dato interesante.1 ¿Qué pueden tener en común empresas como American
Express, Airtel, IBM, Telefónica, Honda o Citröen, por citar sólo algunas? La respuesta es
que todas ellas han recurrido en los últimos tiempos a elementos clásicos como reclamo
publicitario, aludiendo a la perfección, el equilibrio y la técnica o, simplemente, a la
estética. Si nos alejamos algo más, ¿qué nexo común une a ciudades como Viena, Edimburgo, Nueva York y la guatemalteca Quetzaltenango? Independientemente de otras posibles relaciones, en todos esos lugares nos encontramos con espléndidos templos dóricos,
eso sí, del siglo pasado o comienzos de éste: el templo de Teseo en el Volksgarten vienés,
el National Monument en recuerdo de las víctimas napoleónicas en la capital escocesa, el
Federal Hall National Monument en pleno corazón financiero neoyorquino o el templo de
Minerva, de tiempos del dictador Manuel Estrada Cabrera, en la ciudad del altiplano
guatemalteco.
En todo ello creo ver la fascinación que ha sentido y siente la modernidad occidental
por el mundo antiguo, por sus cánones estéticos, por sus formas artísticas y monumentales
y por sus ideales intelectuales y políticos. Nociones centrales de la organización de nuestra
sociedad, como la participación política o la ciudadanía, surgen entonces y la reflexión historiográfica occidental ha vuelto una y otra vez sobre el mundo antiguo para buscar inspiración en torno a problemas tales como la formación y decadencia de un imperio o el problema mismo del fin de una civilización, entre muchos otros. Podemos recordar al respecto
las especulaciones filosóficas de un Spengler sobre la decadencia de Occidente a la luz del
fin del Imperio Romano o, antes, las reflexiones de Edward Gibbon, por no citar las referencias al Imperio Romano a la hora de estudiar los movimientos migratorios actuales y las
relaciones Norte-Sur.2 Por cierto, la insistencia en la desaparición de la presencia romana
en Occidente es un buen ejemplo de la distorsión de la mirada occidental, pues en Oriente
esa presencia se mantuvo durante bastantes siglos más.
Apunto con ello la primera idea que quiero resaltar. Me refiero a la centralidad innegable de la cultura clásica en la sociedad occidental, cuya impronta se manifiesta, podría
decirse, en todos los ámbitos de nuestra cultura, entendido el término «cultura» en sentido
amplio. Desde luego no hablo sólo de la cultura, vamos a decir, elevada, donde la presencia
1 No entra en el deliberadamente muy limitado alcance de este trabajo discutir los conceptos de
clasicismo y modernidad. Se trata tan sólo de apuntar algunas ideas para un debate abierto. En todo
caso, es útil para adentrarse en la literatura sobre la modernidad E. del Río, Modernidad, posmodernidad (Cuadernos de trabajo), Madrid, Talasa, 1997; sobre la tradición clásica un «clásico» es Gilbert
Highet, La tradición clásica, México, F.C.E., 1986 (2ª reimpr.), 2 vols.
2 O. Spengler, Der Untergang des Abendlandes, 1918 (2º tomo 1922); E. Gibbon, The Decline
and Fall of the Roman Empire, 1766-1788 (trad. española en Ed. Turner); J. Ch. Rufin, El Imperio y
los nuevos bárbaros. El abismo del tercer mundo, Madrid, Rialp, 1992.
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clásica es supuestamente más amplia. Podríamos hablar incluso de cómo esa influencia se
refleja en nuestra propia vida cotidiana. Sin salir de Vitoria-Gasteiz y en un radio de acción
no demasiado vasto, es posible tomarse un café en la cafetería Atenea, preguntar por una
vivienda en la inmobiliaria Delfos o hacer algo de ejercicio en el gimnasio Olimpia.
Centralidad de la cultura clásica, pues, que viene magnificada sobre todo por el carácter
de la mirada occidental hacia el mundo clásico desde los comienzos de la modernidad. El
mundo clásico grecorromano ha sido un modelo, un ejemplo a seguir. De hecho es todavía
en muchos aspectos el canon de referencia «en nuestros criterios de ordenación y sistematización cultural».3
2.
Es un rasgo característico de nuestra época materialista el que nuestra educación científica
se oriente siempre casi exclusivamente a las disciplinas positivistas, es decir a las matemáticas, a la física, la química, etc. Aunque esto sea muy necesario en una época en la que
predominan la técnica y la química, las cuales manifiestan, por lo menos aparentemente,
sus logros más visibles en la vida cotidiana, sin embargo es muy peligroso que en una nación la educación general consista, cada vez más exclusivamente en tales disciplinas. Por
el contrario, la educación elemental debe ser siempre ideal, debe corresponderle principalmente a las disciplinas humanísticas y proporcionar los fundamentos para una posterior
formación científica especializada. En otro caso se renuncia a unas energías que siempre
serán más necesarias, para el mantenimiento de la nación, que cualquier disciplina técnica
o de otra clase. Sobre todo, no debemos apartarnos, en la enseñanza de la Historia, del estudio de la Antigüedad. La Historia de Roma, correctamente entendida en sus grandes líneas, es y seguirá siendo la mejor enseñanza, no sólo para el momento presente, sino también para cualquier época. Y también el ideal cultural helénico debe ser conservado en su
modélica belleza…
Así comienza un reciente e interesante artículo sobre las Humanidades y la modernidad.4 Como muy «efectivamente» nos recuerda su autor, esta fuerte proclama a favor de
las disciplinas humanísticas, en particular de los estudios clásicos, pertenece al Mein Kampf
de Adolf Hitler.
Esa cita no demasiado larga me permitirá abordar la segunda idea que quisiera presentar: la cultura clásica como modelo o como referencia político-cultural no tiene por qué
ir unida a valores positivos, democráticos o de una elevada talla e inquietud intelectual. El
mundo clásico, en general, ha sido patrimonializado por los grupos en el poder, como una
fuente de legitimación y prestigio histórico, político y cultural. Es más, lo ha sido en la
mayoría de los casos desde una óptica conservadora. No siempre, es cierto, y ahí está el caso de la Revolución Francesa, pero en general se ha reivindicado desde posiciones conservadoras, elitistas, incluso reaccionarias. Esto ha llevado a uno de los máximos especialistas
actuales en los estudios sobre el clasicismo, Luciano Canfora, a hablar de la «usurpación
moderna de la cultura clásica».5
3 Domingo Plácido, Introducción al mundo antiguo. Problemas teóricos y metodológicos,
Madrid, Síntesis, 1993, p. 112.
4 Gerardo Pereira, «Formación técnica vs. humanismo. Aproximación crítica», Mientras tanto
68/69, 1997, pp. 135-148.
5 Luciano Canfora, Le vie del classicismo, Bari, Laterza, 1989, pp. 237 ss.; vid. también Luciano
Canfora, Ideologie del classicismo, Torino, Einaudi, 1980 (trad. española Ideologías del clasicismo,
Madrid, Akal, 1991); sobre una dimensión más liberadora de la tradición clásica vid. recientemente
del propio Canfora: Le vie del classicismo. 2. Classicismo e libertà, Bari, Laterza, 1997.
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Cuando tanto se habla y se reivindica a propósito de las Humanidades, de la Historia y
de los Estudios Clásicos, generalmente con razón, conviene recordar estas variables para
evitar caer en «esencialismos culturales» a propósito del legado de la Antigüedad clásica
grecorromana.
3. Una tercera idea se podría exponer del siguiente modo: el clasicismo occidental es
un ejemplo de una concepción estática de la cultura. Con frecuencia se ha entendido la
cultura clásica como algo autónomo de la sociedad que la ha creado, de las relaciones sociales (en sentido amplio) que constituyen el escenario de esas producciones culturales que
se reivindican. El acercamiento ha sido en muchas ocasiones «culturalista», sin integrar esa
cultura en un proceso histórico dado, como algo dinámico, cambiante, sujeto a influencias y
transformaciones. Pero más todavía: en relación con ese acercamiento «culturalista» generalmente se reivindica, o mejor se ha reivindicado, una Antigüedad clásica que es sólo una
parte, muy determinada, del mundo antiguo grecorromano. Esta parte queda entonces también aislada y descontextualizada, fragmentada, sin relación con ese proceso histórico en
cuyo devenir debe ser integrada, en el que hay causas y consecuencias, transformaciones y
cambios. Hay numerosos ejemplos: la religión grecorromana entendida como algo autónomo y desligado de lo político y lo público, la tragedia ateniense analizada fuera del contexto de la ciudad democrática del siglo V a.C., el principado de Augusto visto como una
superación del caos de las guerras civiles republicanas y no como, al mismo tiempo, una
reacción autoritaria de corte populista en forma de dictadura militar encubierta. Podrían citarse muchos más ejemplos.
Como es lógico, esta selección e interpretación de determinados momentos de la Antigüedad clásica viene dada por los intereses de quienes, en época moderna, vuelven sus ojos
al mundo antiguo. Son las necesidades derivadas de esas circunstancias históricas modernas
las que fijan la atención en unos periodos, figuras y problemas políticos, ideológicos o
constitucionales determinados. Son también las mediaciones ideológicas y culturales modernas las que marcan las pautas de ese acercamiento. El llamado «milagro griego» para
explicar el surgimiento de la polis (y todo lo que significa) en el más temprano arcaísmo
griego de los siglos VIII y VII a.C. puede servir de ejemplo. La historiografía europea, y en
particular alemana, del siglo XVIII no podía plantearse, dados sus presupuestos etnocéntricos, incluso racistas, que ese fenómeno histórico trascendental pudiera haber nacido de un
entrecruzamiento de relaciones culturales en el Este del Mediterráneo, con influencias
orientales innegables. El origen de la polis, problema todavía hoy oscuro en muchos aspectos concretos, sólo podía explicarse para estos autores por razones de superioridad cultural, incluso biológica, del pueblo griego, ario, respecto a sus vecinos. El reciente libro de
Martin Bernal Atenea negra. Las raíces afroasiáticas de la civilización clásica, cuyo título
y subtítulo resumen bien sus tesis, es, a pesar de sus excesos, una excelente introducción a
estos problemas historiográficos. Su aparición supuso un auténtico revulsivo, en particular
en el mundo académico e intelectual estadounidense, muy sensibilizado al respecto al calor
de los recientes debates sobre el multiculturalismo.6
6 Martin Bernal, Atenea Negra. Las raíces afroasiáticas de la civilización clásica, Barcelona,
Crítica, 1993 (reseña de José Luis Castro en Gerión 9, 1991, pp. 309-315 y dura crítica de Carlos
García Gual en «Los colores de Atenea», Babelia, 30.X.93, p. 16). Vid. «The Challenge of "Black
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Con esto quiero subrayar esta tercera idea, a saber que, cuando se analizan las
relaciones entre el mundo moderno y el mundo clásico, generalmente se parte de una idea
estática, ahistórica, del mundo antiguo. En última instancia esto es así en la mayoría de los
casos, porque también se parte (al menos como pretensión más o menos inconsciente) de
una idea estática del presente. Como ha dicho un colega historiador de la Antigüedad, esto
viene favorecido al plantear el mundo antiguo como modelo y, así, «permite hacerlo imitable por el presente, para terminar haciendo estático el propio presente».7
4. Un muy rápido recorrido histórico nos puede proporcionar algunas claves de esa
particular relación del mundo moderno con la Antigüedad clásica.
El punto de partida se puede situar en la época del humanismo. En realidad, es sólo entonces cuando la cultura clásica es la «cultura moderna», a costa de reivindicar como innovador un pasado remoto y rechazar lo antiguo más reciente, esto es, la época medieval. De
ahí que, como una impronta de la tradición clásica, se deslizaba una concepción del mundo
interpretado en clave de decadencia cuanto mayor alejamiento del modelo perfecto, el clásico. La superación del paréntesis medieval implicaba, paradójicamente, una vuelta hacia
atrás, hacia un mundo que ya comenzaba a configurarse como un modelo fijo.
Más tarde, en el contexto de la Ilustración y la Revolución Francesa, Roma y Grecia
aportaban experiencia histórica a las nuevas necesidades políticas. Las reflexiones y debates sobre la ciudadanía, la democracia, la libertad republicana, la superación de la monarquía absoluta, el constitucionalismo, etc., reflejaban problemas nuevos que se alimentaban
de referentes clásicos, ahora convertidos en ideal de progreso. Un ejemplo concreto de esta
«funcionalidad» del mundo clásico (y de su ambivalencia) lo tenemos en el ideal antitiránico de los jacobinos, paladines de la igualdad, pero ellos mismos una élite.8 Ciertamente la Antigüedad clásica de la Revolución Francesa es una muy determinada, centrada
en la Roma republicana y sus instituciones, más en Esparta que en Atenas en lo relativo al
mundo griego e interesada particularmente por algunas figuras patrióticas y una serie de
ejemplos de moralidad pública. Todo ello estaba muy mediatizado por un conocimiento limitado del mundo antiguo y por el recurso a unas fuentes de información muy particulares,
en especial Plutarco.9
Desde mediados del siglo XVIII se produce en el terreno artístico otra revalorización
fundamental de las formas clásicas. Asistimos, primero en Inglaterra, después en otros países europeos y en los incipientes Estados Unidos de América, a una evolución desde las
formas barrocas a una mayor simplicidad, geometría e influencias clásicas. Surge el arte
llamado neoclásico, imperante sobre todo hasta mediados del siglo XIX. Los temas y
formas clásicas servían de inspiración y de modelo para las creaciones artísticas (plásticas,
arquitectónicas, musicales, etc.) de una clase emergente, ambiciosa y dinámica, en una
época nueva. El clasicismo se presentaba como una arquitectura de la razón y de la revolución, liberada de su servicio a la religión y a las relaciones feudales. La fe anterior es
sustituida como objeto de culto por el conocimiento, la razón o el progreso. Frente a la
abundancia antes de iglesias y castillos, ahora, de acuerdo con los ideales de la Ilustración y
Athena"», Arethusa, Special Issue, Fall 1989 y, recientemente, Mary R. Lefkowitz - Guy Maclean
Rogers (eds.), Black Athena Revisited, The University of North Carolina Press, 1996.
7 D. Plácido, op. cit., p. 112.
8 L. Canfora, Ideologie…, p. 7.
9 Claude Mossé, L'Antiquité dans la Révolution française, Paris, Albin Michel, 1989.
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la burguesía, se erigen por doquier museos, teatros, bibliotecas, universidades y también
edificios de Bolsa y bancos. En el terreno urbanístico las formas regladas y geométricas
aúnan estética y funcionalidad y configuran la totalidad de una ciudad nueva: es una arquitectura parlante, con edificios públicos que responden a ideales reformadores e igualitarios.
Es el arte de la Revolución y la burguesía.
Si, como hemos visto, la tradición clásica ha podido alimentar en determinadas circunstancias un ideal de progreso, en otras ha podido ser también un arma de la reacción. El
mundo clásico ha ejercido una notable fascinación en los regímenes totalitarios de masas
del siglo XX, especialmente en los fascismos, deseosos de emular a Roma en particular
como estandartes de una nueva civilización imperial. A partir de una concepción profundamente elitista de la cultura y la política, en unos regímenes que por otra parte abusaban de
una retórica sobre las masas, en Alemania e Italia florece el clasicismo a distintos niveles.
Es muy significativa esta reivindicación en el caso de la Italia de Mussolini quien, aprovechándose de la celebración del bimilenario de Augusto, se presentaba como el nuevo caudillo imperial. Luciano Canfora ha analizado y sistematizado los motivos directamente relacionados con el ideario clasicista presentes en la ideología fascista. En opinión del estudioso italiano esos motivos serían la crítica a la democracia, la hipótesis de una tercera vía
(entre capitalismo y comunismo), la idea de la continuidad de Roma y su misión imperial y
el antagonismo radical con el mundo moderno.10
Asistimos en los últimos tiempos a una nueva reivindicación del legado clásico, en este
caso en relación con uno de los problemas de más calado hoy día. Me refiero al proceso de
construcción europea. La experiencia romana aparece en dicha reivindicación como una de
las primeras creaciones y expresiones de la hoy tan comentada identidad europea. Ante la
puesta en marcha de un proceso de construcción europea que parece centrado ahora en los
niveles económico y policial, surge la necesidad de un cemento ideológico-político que
actúe como elemento de cohesión popular para sustentar esa construcción que hoy la opinión pública vive como muy lejana. En esa búsqueda de algún nexo común rastreable en la
historia la romanidad parece poder jugar ese papel. Pero, de nuevo, esa revalorización de lo
clásico pasa demasiado deprisa por unas realidades históricas innegables que sugieren diferencias fundamentales entre el ayer y el hoy. Por ejemplo, la distinta integración en ambas
situaciones de las orillas Norte y Sur del Mediterráneo, o la falta de correlación entre las
fronteras de la civilización y la barbarie en una y otra situación. También en este terreno es
grande el peligro del anacronismo. En última instancia, como ha señalado acertadamente
Edgar Morin, hay que huir de la idea de una sustancia o esencia europea primera según el
modo clásico de pensamiento para, en todo caso, construir un concepto de Europa basado
en la complejidad y la multiplicidad.11
5. Un estudioso particularmente desmitificador en muchos de sus trabajos, Paul Veyne,
ha escrito recientemente un artículo muy sugerente sobre la humanitas romana.12 Al plantear la contradicción entre las alusiones a la «unidad del género humano» en autores como
Cicerón o Séneca o el denominado universalismo estoico y la realidad histórica de la
10 Canfora, Vie …, pp. 257 ss.
11 Edgar Morin, Pensar Europa. Las metamorfosis de Europa, Barcelona, Gedisa, 19942, pp. 22 ss.
12 Paul Veyne, «Humanitas», en: A. Giardina (ed.), El hombre romano, Madrid, Alianza, 1989,
pp. 395 ss.
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esclavitud, comenta la «ilusión idealista o más bien academicista» de muchas interpretaciones modernas. «La filología clásica ha construido sobre ello una novela hagiográfica»,
dice Veyne. Hasta cierto punto, creo que las siguientes palabras bien pudieran corresponder
a alguna página de esa novela: «Grecia y Roma fueron el crisol en donde se fundió la civilización a ambos lados del Mediterráneo y sus solos nombres bastaban para distinguir el
progreso de la barbarie. Su generosísimo legado, en forma de lengua, de desarrollo del espíritu, de organización social o de cultivo de las bellas artes, ha superado, de manera válida y
fecunda, el paso de los siglos, hasta el punto de que Occidente ha progresado en la medida
en que ha sabido respetar el valor de ese legado». Se trata de un fragmento del «Manifiesto
en defensa de las Humanidades Clásicas» promovido en tiempos recientes por la Sociedad
Española de Estudios Clásicos al calor, sobre todo, de las campañas en favor de una mayor
presencia de las lenguas clásicas en la enseñanza no universitaria.13 El Manifiesto tuvo una
amplia difusión en círculos docentes e intelectuales y fue respaldado por conocidas personalidades del mundo universitario y de la cultura en general. Resulta difícil no estar de
acuerdo con el citado «Manifiesto» cuando denuncia el retroceso de las Humanidades clásicas en el sistema educativo o cuando reclama un mayor protagonismo de las lenguas y culturas grecolatinas en la formación intelectual y humana de la juventud. Sin embargo, se
puede legítimamente disentir de las afirmaciones genéricas acerca de la civilización y la
barbarie contenidas en el texto. En particular, resulta cuestionable la identificación que se
hace entre civilización, progreso y legado clásico. Y no tanto porque no pueda establecerse
con justeza esa relación en la historia de Occidente, sino, en mi opinión, porque hoy esos
conceptos, por ejemplo civilización, progreso o barbarie, distan mucho de tener un significado universalmente compartido.14 Aplicados al mundo antiguo resultan con frecuencia
igualmente difíciles de establecer. ¿Qué decir de los romanos definidos como la «civilización de las cabezas cortadas», a partir de la constatación de esta práctica, amplia y bien
documentada, a lo largo de toda la historia romana? Es cierto que los romanos no entendían
dicha práctica como reflejo de una particular crudelitas pero, en cualquier caso, la mirada
desprejuiciada del investigador moderno nos descubre una perspectiva menos tópica del
mundo romano.15
6. ¿En qué sentido somos todavía una civilización clásica, poliada? A las puertas del
siglo XXI nuestra sociedad occidental que, guste o no, marca hoy las pautas directrices a
escala mundial, es todavía una sociedad urbana, una sociedad dividida en clases, con
mecanismos de participación política que actúan sobre la base de la noción de ciudadanía,
con una base intelectual racional y con un sentimiento de identidad comunitaria, que se caracteriza a sí misma como la civilización superior y casi única, frente a distintas barbaries
que la rodean. En ese sentido nos movemos todavía, pienso, en los parámetros generales de
13 Estudios Clásicos, Suplemento Informativo nº 36, marzo de 1997, pp. 5 ss. (texto y firman-
tes).
14 Un recorrido nuevo por la historia de la barbarie (y de la civilización) en Francisco Fernández
Buey, La barbarie de ellos y de los nuestros, Barcelona, Paidós, 1995; vid. también Antonio Duplá Piedad Frías - Iban Zaldua (eds.), Occidente y el «Otro»: una historia de miedo y rechazo,
Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz, 1996.
15 Recogido en Andrea Giardina, «Introducción», en: Id. (ed.), El hombre romano, Madrid,
Alianza, pp. 14 s. (remitiéndose a J. L. Voisin, «Les Romains, chasseurs de têtes», en Du châtiment
dans la cité. Supplices corporels et peine de mort dans le monde antique, Roma 1984, pp. 241-292).
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la cultura clásica, pues todos los elementos que he comentado (carácter urbano, participación política, ciudadanía, racionalismo, oposición civilización-barbarie, etc.) han surgido o
se han configurado y desarrollado en el mundo antiguo y, particularmente aquellos más determinantes para nuestra cultura, en el mundo clásico grecorromano.
Vivimos en momentos convulsos de la historia de la Humanidad. No sabemos exactamente hasta dónde (hacia dónde quizá sí lo podamos intuir y no es demasiado tranquilizador) nos llevarán la alta tecnología de la información, el capitalismo financiero
especulativo, las armas de última generación, la destrucción ecológica, el enfrentamiento
Norte-Sur o la crisis de identidad posmoderna. Ahí delante nos enfrentamos a un horizonte
abierto. Es posible, incluso probable, como ha dicho un especialista en el Oriente Antiguo,
Mario Liverani, que estemos ahora cerrando un ciclo, el «ciclo de la ciudad», que se abría
hace 5.500 años en Mesopotamia, más exactamente en el bajo Eúfrates, en Sumer.16
En ese contexto resulta ineludible abordar un cambio en nuestra consideración de la cultura clásica, afectada también por la situación global de incertidumbre. La cultura clásica
resulta algo difícil, lejano y aparentemente inútil. En una conferencia reciente sobre la
lectura de los clásicos, Carlos García Gual planteaba que la crisis de la formación humanística se inscribe en una crisis más general que afecta a la relación de nuestra sociedad con el
pasado, con un pasado que «ha perdido prestigio».17 Siendo esto evidente, la crisis actual
de las Humanidades en general y clásicas en particular, puede ponerse también en relación,
en mi opinión, con algunos rasgos problemáticos de la propia tradición clásica.
Me refiero, por poner un ejemplo, a que la cultura clásica ha sido tradicionalmente una
cultura profundamente elitista, opuesta a la cultura de masas. El mundo antiguo ya compartía, intelectual e ideológicamente, un profundo rechazo de la igualdad como principio y son
ilustrativas al respecto las opiniones de un Cicerón o un Tácito acerca de la plebe. El clasicismo moderno también ha estado en general impregnado de ese recelo. Arrastramos hoy
todavía un problema derivado de la idea de totalidad y ejemplaridad de la cultura clásica
del Humanismo, que ha influido también en la consideración social del clasicismo y los estudios clásicos.18 La misma idea de cultura y de gente culta acuñada por Occidente, con esa
fuerte impronta clasicista, es un concepto claramente «acumulativo» y muy elitista.19
Un historiador de la Antigüedad, Gerardo Pereira, lo ha formulado en estos términos:
Las humanidades, tal como las conocemos, son hijas de la sociedad europea que desde el
siglo XVI y con más fuerza desde el XVIII hace una determinada lectura de los clásicos.
Son las humanidades de la sociedad capitalista o, con un término más amplio, de la
16 Mario Liverani, L'origine delle città. Le prime comunità urbane del Vicino Oriente, Roma
1986, p. 14.
17 Carlos García Gual, «El viaje sobre el tiempo o la lectura de los clásicos», EL PAIS (27 de
octubre de 1998). El texto completo de la conferencia se encuentra en EL PAIS Digital. Hace años ya
analizaba con lucidez esta crisis Agustín García Calvo: «Iniciación a una consideración social de la
crisis de los estudios clásicos», Comunicación al II Congreso Español de Estudios Clásicos, 1961
(ahora en Actualidades, Madrid 1980, pp. 71-90).
18 La orientación general se ha mantenido, pese a algunas propuestas que pretendían alterar el
ámbito de la cultura clásica, en particular reivindicando el mundo helenístico (Antonio La Penna, «Le
vie del anticlassicismo», QS 3, 1976, pp. 1-13).
19 Canfora, Ideologie…, p. 282. La biografía intelectual de Ranuccio Bianchi Bandinelli ilustra
las dificultades de combinar una actividad académica inevitablemente elitista con un horizonte
intelectual y político progresista (Canfora, «Umanesimo e funzione civile degli intellettuali: Ranuccio
Bianchi Bandinelli e Concetto Marchesi», en Vie…, pp. 290 ss.
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modernidad. La modernidad está ahora agotada, frente a una post-modernidad sólo
presentida. Sus humanidades también parecen agotadas,…20
La idea central la podríamos formular así: la cultura moderna está en un momento de
cambio, de transformación. Debemos huir de la idea de decadencia, tan clasicista, y buscar
el significado de dicho cambio, de esa transformación. Es en ese contexto en el que debe
analizarse también la cultura clásica y su posible aportación a este momento de cambio.
Son indiscutibles la actualidad de esta reflexión y la necesidad de un acercamiento renovador, de la mano de una idea de la cultura como algo dinámico, histórico, mestizo, en
particular en estos momentos de la historia de Europa. La identidad europea y las identidades nacionales, la presencia de elementos culturales nuevos procedentes del Tercer Mundo
que en realidad ya son europeos, la respuesta fanática de determinados sectores (un Le Pen
en Francia), convencidos de la superioridad de su cultura nacional tradicional (una idea
ciertamente muy clásica), son algunos de los aspectos en discusión.
Hoy se abre, teóricamente, la posibilidad de un nuevo acercamiento a la cultura y la tradición clásicas, analizables no ya como modelos a seguir, sino como productos históricos,
con valores positivos y negativos explicables históricamente, entre los que podremos distinguir elementos asumibles como partes de un bagaje cultural universal y otros absolutamente rechazables. Las reflexiones de Aristóteles sobre la esclavitud natural, el reverso de
una democracia ateniense imperialista y excluyente de importantes sectores de su población
o la voluntad claramente imperialista que reflejan los tan citados versos virgilianos21, son
extremos muy alejados de nuestra sensibilidad actual, pero forman parte inseparable e innegable de esa realidad histórica que conocemos como la Antigüedad grecorromana.
Precisamente hoy cabe pensar que es posible un nuevo acercamiento a la cultura clásica
para entenderla en toda su complejidad, incluso desde la perspectiva de una cultura popular
y democrática, alejada de los parámetros clasicistas habituales. En la actualidad estamos
dotados de un bagaje intelectual nuevo para entender mejor las sociedades del pasado, un
instrumental más crítico y más multidisciplinar, no sólo desde el punto de vista histórico,
sino también sociológico, antropológico o psicológico. Disponemos igualmente de estudios
más complejos sobre la cultura popular y en general sobre el concepto mismo de cultura.
En última instancia, cuando estamos reivindicando en nuestra propia época una profundización de la democracia, las preguntas que formulemos al pasado también estarán impregnadas (o pueden estarlo) de esas exigencias.22
En definitiva, también respecto a la relación entre clasicismo y modernidad, tal y como
le dice el gato a Alicia, todo depende de a dónde queramos ir.
20 Gerardo Pereira, art. cit, p. 147.
21 Tu regere imperio populos Romane, memento / (Haec tibi erunt artes), pacisque imponere
morem / Parcere subiectis et debellare superbos (Eneida VI, 851-853).
22 En este contexto es particularmente interesante el debate suscitado en la revista Quaderni di
Storia hace ya más de veinte años: L. Canfora, «Per una discussione sul classicismo nell'età
dell'imperialismo», QS 2, 1975, pp. 159-164; QS 3-4, 1976, 5, 1977, con aportaciones de Canfora, La
Penna, Flores, Cagnetta, Perelli, Orsi, Schnapp, etc.; Canfora, «Per un bilancio», QS 5, 1977, pp. 9198.