S A LV A D O R E L I Z O N D O :
I DA Y V U E LTA
E STUDIOS CR ÍTICOS
t
Claudia L. Gutiérrez Piña
Elba Sánchez Rolón
(Coords.)
y literatura
de filosofía
CÁTEDRA
Salvador Elizondo: ida y vuelta
Estudios críticos
Ia edición,
D.R. © De la presente edición:
Universidad de Guanajuato, Lascuráin de Retana, núm. ,
Centro, C. P. , Guanajuato, Gto.
D.R. © Del texto: Claudia L. Gutiérrez Piña
Elba Sánchez Rolón
ISBN: 978-607-9426-58-3
---XXX-X
Este libro forma parte de la Cátedra José Revueltas de
los Departamentos de Filosofía y Letras Hispánicas
de la División de Ciencias Sociales y Humanidades del
Campus Guanajuato.
Todos los derechos reservados. Se prohíbe estrictamente
la reproducción total o parcial, por cualquier medio, sin
el consentimiento previo y por escrito del editor.
Este libro forma parte del proyecto Cátedra José
Revueltas de Filosofía y Literatura, apoyado por
la Convocatoria Institucional para Fortalecer la
Excelencia Académica 2015, de la Dirección de Apoyo
a la Investigación y al Posgrado de la Universidad de
Guanajuato. Colección Estudios Filosóficos y Literarios.
Cuidado editorial: Ernesto Sánchez Pineda
Diseño de forros: Lilian Bello-Suazo
Impreso en México / Printed in Mexico
Índice
Presentación
I. ESE CUERPO QUE TANTO AMAMOS
Bataille, Mallarmé, Elizondo... Farabeuf
Eduardo Becerra
Farabeuf o la precisión del delirio
Elba Sánchez Rolón
Entre el calígrafo y el poeta maldito: ethos
y autofiguración en Farabeuf y la autobiografía
de Salvador Elizondo
Adriana de Teresa Ochoa
II. VOCACIÓN Y DESTINO
La figura del artista en la revista S.NOB
Anuar Jalife
9
17
37
59
87
Salvador Elizondo en El hipogeo secreto
Julia Érika Negrete Sandoval
109
La escritura lúdica de Salvador Elizondo
José Miguel Barajas García
137
Salvador Elizondo: una poética de la escritura
Claudia L. Gutiérrez Piña
167
“Encerrado en un paréntesis” (Elsinore: un cuaderno) 195
Lázsló Scholz
Índice
Presentación
I. ESE CUERPO QUE TANTO AMAMOS
Bataille, Mallarmé, Elizondo... Farabeuf
Eduardo Becerra
Farabeuf o la precisión del delirio
Elba Sánchez Rolón
Entre el calígrafo y el poeta maldito: ethos
y autofiguración en Farabeuf y la autobiografía
de Salvador Elizondo
Adriana de Teresa Ochoa
II. VOCACIÓN Y DESTINO
La figura del artista en la revista S.NOB
Anuar Jalife
9
17
37
59
87
Salvador Elizondo en El hipogeo secreto
Julia Érika Negrete Sandoval
109
La escritura lúdica de Salvador Elizondo
José Miguel Barajas García
137
Salvador Elizondo: una poética de la escritura
Claudia L. Gutiérrez Piña
167
“Encerrado en un paréntesis” (Elsinore: un cuaderno) 195
Lázsló Scholz
PRESENTACIÓN
C
uando Salvador Elizondo dictó su lección inaugural en
el Colegio Nacional convocó la obra de dos de sus escritores favoritos: James Joyce y Joseph Conrad. El título que
dio a su lección fue “Ida y vuelta”. El hilo conductor de sus
palabras, la recuperación de uno de los motivos más antiguos
en la tradición literaria: el viaje. En sus palabras: “el de los
términos ambiguos o imprecisos que lo delimitan, origen y
destino, partida y retorno”. La elección del tema y los autores
resulta significativa. James Joyce acompañó, como una figura tutelar, la obra de Salvador Elizondo desde sus inicios; de
hecho, uno de sus primeros textos publicados fue dedicado al
Ulysses. Conrad, por su parte, hace eco en la descripción de la
entrañable aventura de Sal y Fred narrada en su última novela
Elsinore: un cuaderno: “un momento como sacado de un libro
de Conrad”. Consciente o no, Elizondo invitaba también a un
viaje de ida y vuelta por su propio universo literario.
La idea de la partida y el retorno es retomada en el título del presente libro como un homenaje al escritor mexicano,
pero también para definir la intención de los trabajos que lo
componen. En 2015 se celebraron 50 años de la publicación
de la novela que, en gran medida, fue el punto de partida del
camino literario emprendido por Salvador Elizondo: Farabeuf
o la crónica de un instante. A este propósito se realizaron en
México varias actividades: el Palacio de Bellas Artes dio espacio a la exposición Farabeuf: 50 años de un instante, con la
muestra de manuscritos, impresos, dibujos, fotografías y fragmentos fílmicos que reconstruyeron el proceso de creación de
la novela. El Colegio Nacional realizó una bella edición conmemorativa. Además, varios espacios académicos se sumaron
a la celebración. En este contexto surgieron los trabajos aquí
expuestos, como parte de un homenaje organizado por la Universidad de Guanajuato y la Universidad Autónoma del Estado de México.
La invitación estuvo signada por la idea de emprender una
vuelta a Farabeuf, con la mirada renovada para un texto que
en su vida de ya medio siglo ha sumado una nutrida crítica.
Además de la intención de regresar a uno de los títulos más
importantes de la literatura mexicana del siglo XX, el espíritu de celebración resultó ideal para dar cabida a la lectura
general de la obra elizondiana. Una revisión de los estudios
realizados deja ver la deuda que la crítica aún guarda con ella.
En este sentido, Salvador Elizondo: ida y vuelta. Estudios críticos busca sumar algunas lecturas que advierten sobre la necesidad de retornar a la obra de este escritor mexicano.
La primera parte del libro ofrece tres estudios de académicos que previamente aportaron importantes lecturas de Farabeuf. Eduardo Becerra analiza, en esta ocasión, la presencia
de dos escritores imprescindibles en el pensamiento de Salvador Elizondo: Georges Bataille y Stéphane Mallarmé. Becerra
muestra las relaciones que, en el tejido de Farabeuf, entreveran las nociones de cuerpo y texto, palabra y silencio, como
huellas de las lecturas que Elizondo realizó de los escritores
franceses.
Elba Sánchez Rolón indaga en el capítulo “Farabeuf o la
precisión del delirio” sobre la condición de la novela como dispositivo, al reconocer en ella un funcionamiento que asemeja
una “máquina-especular”, la cual pone en movimiento realidades múltiples, heterogéneas y fragmentadas. La finalidad,
acota Sánchez Rolón, no es la de un decir sobre el mundo
o un acto de significación, sino escenificar, poner en acto, la
disolución del sujeto.
Con el capítulo titulado “Entre el calígrafo y el poeta maldito: ethos y autofiguración en Farabeuf y la autobiografía de
Salvador Elizondo”, Adriana de Teresa Ochoa explora en la
figura de escritor que encarnó Elizondo. Para ello, advierte en
la relación que guardan la imagen de autor derivada de Farabeuf y la autorrepresentación que Elizondo construyó en su
temprana autobiografía. De Teresa analiza, además, cómo la
interacción entre la voz propia y la ajena, los aspectos textuales
y extratextuales, así como los elementos discursivos y extradiscursivos, articulan la complejidad de la figura del autor.
La segunda parte del libro recoge los trabajos que, con algunas muestras representativas, abren el panorama de la otra
parte de la obra elizondiana. La disposición de los capítulos
trata de seguir la cronología de su producción. Anuar Jalife
recupera la faceta de Elizondo anterior a la publicación de Farabeuf, como director de S.NOB, revista que congregó en su
equipo editorial y de colaboradores los nombres de aquellos
que conforman la llamada Generación de la Casa del Lago.
Jalife dibuja el temple iconoclasta de la revista, mediado particularmente por el análisis de la representación que entre sus
páginas se tejió de la figura del artista, como una imagen ambivalente: desacralizada a la vez que sublimada. Tal gesto resulta por demás significativo para comprender los principios
que Elizondo y su generación dictaron en un ambiente cultural que pugnaba por la renovación de los valores artísticos.
Julia Érika Negrete Sandoval presenta, en “Salvador Elizondo en El hipogeo secreto”, una lectura de la segunda novela
del escritor mexicano que recala en su carácter especular y metaficcional, pero con el acento puesto en la presencia del autor
como personaje de su propia ficción. Negrete advierte en El
hipogeo secreto una de las manifestaciones tempranas en la literatura hispanoamericana del gesto autofigurativo que se traza
en el hoy tan discutido género autoficcional. Su estudio revela
la relación compleja entre escritura y literatura que guía la pluma de Elizondo cuando dice yo en su universo de ficción.
Por su parte, “La escritura lúdica de Salvador Elizondo”,
de José Miguel Barajas García, repara en unos de los aspectos menos atendidos por la crítica elizondiana, al recordar que
los laberintos mentales, el decantado trabajo con la forma y
la prosa exacta de Elizondo tienden también puentes con la
idea del juego, orientado a las esferas del humor por medio
de mecanismos como los de la parodia, la ironía, el pastiche
y los ejercicios de estilo. Barajas toma una muestra de textos
pertenecientes a los libros El retrato de Zoe y otras mentiras, El
grafógrafo y Camera lucida, los cuales son descifrados a la luz
de una “lectopoyesis lúdica”.
El capítulo “Salvador Elizondo: una poética de la escritura”
propone reconocer “El grafógrafo” como un punto nodal en la
dinámica del proyecto del autor al funcionar como una suerte
de condensación de sus principios estéticos. Claudia L. Gutiérrez Piña establece un diálogo entre tres ensayos de publicación cercana: “La página en blanco”, “Taller de autocrítica” y
“Texto legible, texto visible”, cuyas reflexiones sobre el ejercicio de la escritura tienden claros puentes con su realización en
“El grafógrafo”.
László Scholz cierra el libro con un análisis del título que
clausura la obra ficcional de Elizondo. “‘Encerrado en un paréntesis’ (Elsinore: un cuaderno)” tiene como eje el íncipit de la
novela. Scholz se concentra en examinar a detalle el fenómeno
del paréntesis para revelarlo como un estrato textual al cual se
asignan funciones estéticas. Este funcionamiento se descubre
en el bilingüismo (uno de los aspectos más importantes de
la novela y menos atendidos hasta hoy), en el onirismo, en la
dinámica de los personajes y en la configuración del espacio
narrativo.
Salvador Elizondo: ida y vuelta. Estudios críticos guarda, por
supuesto, el aliento de homenaje que le vio nacer. Pero, ante
todo, es una invitación a continuar el diálogo con la obra de
Elizondo, una de las más inteligentes y seductoras que se han
gestado en las letras mexicanas.
I. E
BATAILLE, MALLARMÉ, ELIZONDO…
FARABEUF
Eduardo Becerra
Universidad Autónoma de Madrid
Es por ello que la violencia como noción permite postular, también, al cuerpo como sujeto del
mundo. Un cuerpo supliciado o violentado es
un signo muy específico, inequívoco, de un testimonio que sólo es formulable en los términos
de ese mismo cuerpo.
SALVADOR ELIZONDO, Cuaderno de escritura
A
la hora de conmemorar una de las mejores novelas en
español del siglo XX, una novela inigualable en su complejidad y perfección, cabe traer aquí una pregunta que los
críticos llevamos siglos buscando responder: ¿cuáles son los criterios que permiten establecer el valor y la calidad de las obras,
su vigencia a través del tiempo? No hay respuestas definitivas para este dilema, y por ello cada uno utiliza sus propias
pruebas. Yo propongo dos, subjetivas y parciales, por supuesto: la primera estaría en la capacidad de un texto literario para
seguir suscitando interrogantes acerca de él, años, décadas o
siglos después de su escritura, para provocar en cada lectura
la aparición de sentidos no vistos antes, de estrategias hasta
entonces desapercibidas o alcances aun mayores y más hondos
de sus propuestas respecto a los fijados en análisis previos. El
otro indicio es el que nos enseñó Italo Calvino en sus lecciones
sobre la literatura de este milenio, cuando afirmó: “La literatura sólo vive si se propone objetivos desmesurados, incluso más
allá de toda posibilidad de realización”.1
Farabeuf cumple ambos supuestos. Su argumento plantea
problemáticas diversas, se proyecta hacia múltiples escenarios,
reescribe y reúne marcos históricos plurales y discurre por
planos narrativos heterogéneos, que van fundiéndose en un
espacio ficcional común, unidad lograda gracias a un deslumbrante juego de vasos comunicantes entre elementos opuestos.
Su escritura avanza mediante analogías, ecos y correspondencias que multiplican los sentidos, a menudo ocultos, del relato,
haciendo del texto una máquina incesante en la emisión de
significaciones. Al mismo tiempo, y respondiendo a la afirmación de Calvino, Farabeuf es una narración continuamente
enfrentada a su propia imposibilidad, producto de la extrema radicalidad de sus metas: la temporalidad, la identidad, el
erotismo, la memoria y la propia escritura son llevadas a sus
límites, tratando de resolverse en ecuaciones irrealizables. La
desmesura de sus objetivos, aludida por Calvino, nos ofrece así
una caracterización precisa de esta novela.
Son numerosos los elementos argumentales que ilustran
hasta qué punto Farabeuf sostiene su trama en el intento de
conciliación de categorías opuestas, explorando sus vínculos
inéditos, puntos de aproximación inicialmente inverosímiles:
pasado/presente, memoria/acto, coito/suplicio, cirugía/tortura, dolor/placer, Oriente/Occidente, cuerpo/lenguaje buscan
1
Seis propuestas para el próximo milenio, trad. Aurora Bernárdez, Siruela, Madrid, 1989, p. 127.
encontrarse en un discurso más analógico que narrativo, más
conjetural que afirmativo. Como una parte más de este juego de contrarios, voy a centrarme en lo que podríamos denominar dos “poéticas”, en principio antagónicas, que Farabeuf
utiliza y pone en juego para desplegar su propuesta, explorando también aquí cruces, nudos, nexos entre instancias sólo en
apariencia irreconciliables.
Analizaré algunos rasgos de la novela como resultado de
la lectura por parte de Elizondo de dos autores clave para su
pensamiento literario: por un lado, Georges Bataille, referencia omnipresente, muy estudiada y destacada; al otro lado,
Stéphane Mallarmé, una presencia menos aludida y señalada
por los críticos pero, en mi opinión, con una importancia equivalente para el desciframiento de la obra. Traer y reunir ambos
nombres supone repasar los rastros, especialmente las imbricaciones y correspondencias de un filósofo cuyo pensamiento
giró en buena parte alrededor de la materialidad del cuerpo, la
carne y sus manifestaciones, con un poeta que llevó al límite
la palabra en busca de su abstracción radical, lindante con la
transparencia: un lenguaje vuelto hacia sí mismo y conscientemente alejado de la corporeidad del mundo para mostrarse en
su máxima pureza. El cuerpo y la palabra, emblemas del que
quizá sea el conflicto central de Farabeuf, escenifican así su
disputa a través de las huellas de ambos autores en su trama.
La fotografía del Leng-Tch’ é constituye el centro vélico de la
novela, el punto en el que convergen las fuerzas dispersas de
la narración. Como recordó Elizondo en más de una ocasión,
su descubrimiento se produjo gracias a la lectura de Las lágrimas de Eros, de Georges Bataille, y fue el detonante de la
escritura de Farabeuf:
Una experiencia singular vino a poner un acento todavía más
desconcertante en mi vida; un hecho que en resumidas cuentas
fue el origen de una obra que emprendí algunos meses después
y que se vería publicada con el título de Farabeuf o la crónica de
un instante. Este acontecimiento fue mi conocimiento, a través
de Les larmes d’Eros de Bataille, de una fotografía realizada a
principios de este siglo y que representaba la ejecución de un
suplicio chino […]. Esa imagen se fijó en mi mente a partir del
primer momento que la vi, con tanta fuerza y con tanta angustia, que a la vez que el sólo mirarla me iba dando la pauta casi
automática para tramar en torno a su representación una historia, turbiamente concebida, sobre las relaciones amorosas de un
hombre y una mujer, me remitía a un mundo que en realidad no
he desentrañado totalmente: el que está involucrado en ciertos
aspectos de la cultura y el pensamiento de China.2
Pocos años después señalaría: “Hay visiones –¿por qué no llamarlas así?– capaces de subvertir y trastocar cualquier concepción del mundo. Entre las que ha producido o valorado
el siglo XX basta citar tres: la fotografía del suplicio chino
reproducida por Bataille en Les larmes d’ Eros, la escena del ojo
en el proemio de Un chien andalou, la escena del asesinato de
Nadia en Rocco e i suòi fratelli”.3 Estos términos con los que
Elizondo se refiere a la fotografía son muy similares en su tono
y su significación a los utilizados por el propio Bataille en Las
lágrimas de Eros al mencionar la misma imagen, el impacto
que le produjo: “Este cliché tuvo un papel decisivo en mi vida.
Nunca he dejado de estar obsesionado por esta imagen del dolor, estática a la vez que intolerable”.4 La admiración y pasión
2
Salvador Elizondo, Salvador Elizondo, pról. Emmanuel Carballo, Empresas Editoriales, México, 1966, p. 43.
3
Salvador Elizondo, “El putridero óptico”, en Cuaderno de escritura,
Universidad de Guanajuato, Guanajuato, 1969, p. 71.
4
Las lágrimas de Eros, trad. David Fernández, intr. J. M. Lo Duca,
Tusquets, Barcelona, 1997, p. 247.
tempranas por el filósofo francés se debió, según él, a “su rigorismo filosófico, casi incomprensible” y a “sus deducciones
espeluznantes acerca de la relación entre el coito y la muerte”.5
Será, en efecto, el pensamiento de Bataille sobre el erotismo,
su acercamiento trascendente a esa experiencia, la marca más
honda de su influencia –y su traducción posterior de Madame
Edwarda confirmará esa atracción–.
“El cuerpo –apuntó Elizondo– es el ámbito en el que lo
antagónico se vuelve idéntico”;6 el erotismo, señalaría, por su
parte, Bataille al final de Las lágrimas de Eros, permite “acceder al instante, en el que, visiblemente, los contrarios aparecen vinculados”.7 Elizondo sigue la misma estela del filósofo
francés cuando recurre en Farabeuf a la vertiente erótica del
cuerpo como punto de unión de pulsiones contrapuestas: “El
expediente novelístico propiamente –continúa– es el empleo
del cuerpo como personaje central de la novela. Pero no todo
el cuerpo; sólo esa zona en la que las sensaciones dan cuenta de la existencia del mundo. El escenario de Farabeuf es la
epidermis del cuerpo. Todo lo que pasa allí, pasa en un nivel
sensible”.8 Es muy relevante este testimonio. El cuerpo no es
símbolo ni emblema; es sobre todo un lugar: el territorio que
se busca habitar y recorrer: espacio físico y material, llave de
acceso a un enigma que se encuentra más allá de él mismo
y que busca descifrarse mediante las intervenciones sobre la
carne: las de la cirugía, la tortura y el coito. “Lo que el acto de
5
Salvador Elizondo, p. 39.
“Ostraka”, en Cuaderno de escritura, p. 139.
7
Las lágrimas de Eros, p. 250.
8
Margo Glantz, “Entrevista con Salvador Elizondo y Edgar Allan
Poe”, en Ensayos de literatura mexicana, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1973, p. 28.
6
amor y el sacrificio revelan es la carne”,9 afirma Bataille en El
erotismo, cita que podría firmarla también el autor de Farabeuf
para describir la búsqueda emprendida en esta ficción.
En Cuaderno de escritura, Elizondo postuló la posibilidad
de “una nueva teoría del conocimiento que determinará el valor
gnoseológico de la relación entre dos experiencias que constituyen los polos de la sensación: el orgasmo y el suplicio”.10 Este
planteamiento define aspectos fundamentales de la recreación
de los mundos oscuros e inquietantes del erotismo en Farabeuf. En la incesante búsqueda de un sentido definitivo tras
la imagen extática del supliciado –“Te abandonas a la muerte
que reflejan los ojos de este hombre desnudo cuya fotografía
amas contemplar todas las tardes en un empeño desesperado
por descubrir lo que tú misma significas”11–, este cuerpo constituye el ámbito y la cifra de esa búsqueda. Las intervenciones
sobre la carne, llámense tortura, cirugía o coito, adquieren así
rango epistemológico: “El coito –sostuvo también Elizondo–
es el mayor atentado contra la razón que ha sido concebido”.12
La escritura de Farabeuf supone entonces un intento extremo
de aprehensión sensible del mundo, al sustentarse sobre las expresiones radicales de lo corporal, en una zona donde el dolor
y el placer, llevados a una intensidad límite –es decir, al borde
de la muerte y del orgasmo–, acaban confundiéndose:
9
Georges Bataille, El erotismo, trad. Antoni Vicens, Tusquets, Barcelona, 1988, p. 129.
10
“Ostraka”, en Cuaderno de escritura, p. 138.
11
Salvador Elizondo, Farabeuf, ed. Eduardo Becerra, Cátedra, Madrid,
2000, p. 138. Todas las citas de la novela harán referencia a esta edición y
el número de página se incluirá entre paréntesis en el cuerpo del texto.
12
“Ostraka”, en Cuaderno de escritura, p. 131.
Y ella se queda quieta, congelada en ese quicio figurado en la superficie del espejo suntuoso y manchado en el que se refleja una
puerta tras la cual él y ella ocultan un secreto pulsátil de sangre,
de vísceras que si no fuera por esa puerta y por ese espejo que
la contienen, su mirada todo lo invadiría con una sensación de
amor extremo, con el paroxismo de un dolor que está colocado
justo en el punto en que la tortura se vuelve un placer exquisito
y en que la muerte no es sino una prefiguración precaria del
orgasmo (p. 132).
Esta vertiente epistemológica de la experiencia erótica aparecerá insistentemente en la obra de Elizondo. En su texto “¿Quién
es Justine?” destaca cómo “los personajes de Sade no se excitan
en sentido pasional, sino sólo en sentido intelectual”;13 para el
autor de Farabeuf esta actitud científica en el acercamiento a la
experiencia erótica es definitoria de la obra de Sade y fue señalada por muchos de sus exégetas. Así se percibe en Baudelaire,
quien, según Elizondo,
En una sola frase había sintetizado genialmente esta actitud al
referirse a la más consumada de todas las novelas del género: Les
Liasons Dangereuses de Laclos, cuya lectura había provocado en
él la siguiente observación: Ma tête seule fermentait; je ne desirais
pas de jouir, je voulais de SAVOIR. Y es tal vez en esta frase en la
que podemos encontrar la esencia de la sensualidad sádica, esa
sensualidad encaminada a la posesión del fruto prohibido por
el solo hecho de ser prohibido, para SABER, para obtener esa
sabiduría en la que los teólogos veían el atentado supremo contra el Espíritu Santo y que constituía una de las determinantes
inmutables del pensamiento del racionalismo.14
13
Salvador Elizondo, “¿Quién es Justine?”, en Neocosmos, ed. Gabriel
Bernal Granados, Aldus, México, 1999, p. 203.
14
Ibid., pp. 202-203.
“Los personajes de Sade –concluye– no gozan, investigan”,15
actitud idéntica a la de los personajes de Farabeuf. En ella, el
cuerpo insinúa en su despliegue erótico el advenimiento de
la respuesta a una pregunta, un enigma o secreto imposible
de contestar: “‘¿Por qué?’, dijiste sin pensar que esa pregunta
revelaba el misterio de nuestra existencia, dominada ya para
siempre por la imagen de un criminal supliciado, cuya carne
sangrienta y desgarrada era para nosotros el símbolo de una
profanación exquisita” (p. 191); o bien: “Sí, hubiera querido
regalárteme muerta. Con ello hubiera podido conocer la respuesta a aquella pregunta” (p. 174). El orgasmo y la muerte,
polos de la sensación, se hermanan y apuntan al enigma que
la novela plantea. Ambos desembocan en la pérdida de la conciencia de sí y en su suceder acontece un instante plenario
donde el cuerpo queda traspasado, aniquilado, y la existencia
se abre a una experiencia inefable en su plenitud que es precisamente la que la escritura de Farabeuf busca rescatar, hacer
presente: “Ese abandono que va más allá de la vida, en ese
solo instante en que, como el coito, la desnudez y la muerte se
confunden” (p. 125).
“¿Podría aparecer en un solo instante –se pregunta Bataille
en Las lágrimas de Eros– el sentido de un momento preciso?
Es inútil insistir; sólo la sucesión de los momentos se esclarece.
Un momento sólo tiene sentido con relación a la totalidad de
los momentos. No somos más que fragmentos sin sentido si
no los relacionamos con otros fragmentos. ¿Cómo podríamos
reflejar el momento acabado?”16 No es otra la pregunta quimérica a la que Elizondo trata de contestar en la crónica del
15
16
Ibid., p. 203.
Las lágrimas de Eros, p. 210.
instante que es Farabeuf: interrogación sobre un tiempo mínimo –y su reflejo– donde el ser y el sentido plenarios se revelen y
transcurran a la vez; donde todo suceda absolutamente, como
en la escritura y el orgasmo, sin que nada signifique. Tanto
Bataille como Elizondo utilizan las fotografías del leng-tch’ é
para ilustrar esa fractura que, marcada por la muerte, se abre
entre el suceder absoluto del instante y su toma de conciencia
inmediata y plena, sólo uno o la otra es posible, nunca a la
vez. El saber erótico invoca la vivencia y no la intelección, y en
este punto la novela tantea los límites de esa forma de conocimiento, pues lo que al final se plantea es hasta qué punto el
lenguaje puede acercarnos a una experiencia vital límite en la
que el sentido desaparezca en ese momento donde la vida fluye
con una intensidad extrema y apoteósica, absoluta.
¿Puede la escritura, condenada a subsistir mediante signos
abstractos e incorpóreos, significar ese instante en que, como
en el suplicio y en el encuentro erótico, la vida humana pierde
todo significado ante el paroxismo de las sensaciones que atraviesan el cuerpo? Esta es la otra pregunta de Farabeuf. Sólo la
inminencia de ese acontecimiento puede abordarse. La escritura se vuelve así, en Farabeuf, escritura del deseo, del deseo de
encarnar, presentar, revivir (y ya no representar) ese momento
de placer extático que la fotografía del supliciado estampa:
El suplicio es una forma de escritura. Asistes a la dramatización
de un ideograma; aquí se representa un signo y la muerte no es
sino un conjunto de líneas que tú, en el olvido, trazaste sobre
un vidrio empañado. Hubieras deseado descifrarlo, lo sé. Pero
el significado de esa palabra es una emoción incomprensible e
indescifrable. Nada más que una sensación a la que las palabras
le son insuficientes. Tienes que embriagarte de vacío: estás ante
un hecho extremo (p. 211).
El cuerpo en Farabeuf es entonces página carnal, epidermis, escrita con las incisiones y trazos de las cuchillas, el escalpelo y el bisturí quirúrgicos, o las estacas de bambú al clavarse
en la carne durante el leng-tch’ é, o mediante las sacudidas del
cuerpo durante el coito; y es también herramienta que dibuja
un signo indescifrable, un garabato, a través de una imagen
inolvidable que promete el éxtasis y la muerte mediante una
pose que escribe el deseo; pero esa cifra no es el placer, sino su
marca; no lo encarna, tan sólo lo significa.
Al final de El erotismo, Bataille se lamentaba del hecho de
que la filosofía “excluya […] los momentos de emoción intensa” y se muestre “ajena a la humanidad extrema, es decir a las
convulsiones de la sexualidad y de la muerte”.17 Este, según él,
“aspecto gélido” del saber filosófico es el que trata de impugnar
en su libro sobre la experiencia erótica: el relato de Farabeuf
se coloca en la misma encrucijada. Otra manera de plantear la
pregunta que el relato formula es: ¿qué hay detrás, más allá, de
ese instante que busca ser narrado? Imposible saberlo, porque
allí el lenguaje no alcanza, a no ser para constatar su impotencia y la necesidad de su extinción si se quieren definir las condiciones que harían posible su irrupción. “La convulsión de la
carne –apunta Bataille–, más allá del consentimiento, solicita
el silencio, solicita la ausencia del espíritu. El movimiento carnal es singularmente extraño a la vida humana: se desarrolla
fuera de ella, con la condición de que se calle, con la condición
de que se ausente”.18 Y páginas después concluirá: “El erotismo
seguirá siendo algo que queda fuera [del discurso]. En particular, me parece que, para acceder a este más allá, debemos renunciar a la actitud del filósofo. El filósofo puede hablarnos de
17
18
El erotismo, p. 354.
Ibid., p. 31.
todo lo que experimenta. En principio, la experiencia erótica
nos compromete al silencio”.19
Entonces, el punto central de la trama de Farabeuf es una
ausencia, un hueco donde las palabras tienen vedado el acceso:
la escritura busca decir aquí lo imposible de decir o, sin más,
decir lo imposible. Si Bataille dibujó el territorio de esa quimera, el del cuerpo en su acontecer erótico, Mallarmé marcará
algunas pautas del viaje hacia ese lugar sin acceso.
“La obra de Salvador Elizondo –ha afirmado Juan Malpartida– forma parte de una tradición que, en lo moderno, tiene
como figura tutelar a Mallarmé. No quiero decir que Elizondo
sea un fiel administrador de la herencia mallarmeana, sino que
tiene que ver con la actitud de desplazar, en la tarea literaria, el
interés hacia las palabras, en el sentido complejo de someterlas
a un examen que va desde los procedimientos literarios a lo
ontológico”.20 La cita no sólo señala la importancia de la poética mallarmeana en Elizondo, también precisa la significación
de esa influencia y el espacio en que se despliega: el del propio
lenguaje, el de una escritura permanentemente vuelta hacia sí
misma, y en cuyo devenir se oyen, en efecto, resonancias tanto
poéticas como metafísicas.
Las menciones de la crítica a la importancia de Stéphane
Mallarmé en la literatura de Elizondo son más escasas que
las referidas a Georges Bataille. Sin embargo, en los ensayos,
artículos y ejercicios literarios elizondianos el nombre del
autor de Una tirada de dados aparece más a menudo incluso que el del estudioso del erotismo. Según testimonio de su
viuda, Paulina Lavista, Elizondo llegó a fundar, junto a un
19
Ibid., p. 347.
“Salvador Elizondo, el grafógrafo”, en Narrativa completa, Alfaguara,
Madrid, 1997, p. 12.
20
grupo de jóvenes escritores, una sociedad secreta llamada Célula Stéphane Mallarmé.21 También llevó a cabo una edición
de sus Poemas, publicada por la UNAM en 1978 y reeditada
en 2008. En ella se encargaba de la selección de los textos y la
redacción de la introducción, así como de la traducción de alguna de las piezas que la integran. En otros lugares homenajeó
explícitamente su literatura, como cuando en Camera lucida,
al describir los museos de la isla de Metaxiphos –homenaje
a su vez al Paul Valéry de Histoires brissés–, señala que en su
Museo Poético-Filosófico, donde “se guardan las concreciones
sensibles de las imágenes, nociones o figuras abstractas”,22 sus
piezas más notables sean el binomio de Newton, la estatua de
Condillac y el bibelot abolido mallarmeano. Más clara aún es
la admiración por el poeta francés que trasluce un texto como
“Anapoyesis”,23 que da noticia del anapoyetrón, una máquina
inventada por Pierre Emile Aubanel –especialista en termodinámica y lingüística y gran admirador de Mallarmé– capaz de
medir la energía de los versos incluso cientos años después
de su escritura. En el relato vemos cómo los versos de Stéphane
Mallarmé son capaces de mantener su energía prácticamente
intacta durante siglos, casi para toda la eternidad.
Esta admiración es temprana, ya en 1966 la poética mallarmeana aparece como la meta a la que la escritura debe aspirar
en cuanto a que representa “la esencia que solidariza al poeta
[…] con su lenguaje”.24 Mallarmé ejemplifica ya por entonces
el punto de llegada en la exploración de las posibilidades de la
21
Véase Salvador Elizondo, El mar de iguanas, pról. Adolfo Castañón,
Atalanta, Girona, 2010, p. 265.
22
“Los museos de Metaxiphos”, en Camera lucida, 3a. ed., Fondo de
Cultura Económica, México, 2001 (Letras Mexicanas, 130), p. 156.
23
Ibid., pp. 36-47.
24
Salvador Elizondo, p. 24.
palabra poética, su límite final. A partir de aquí se harán más
frecuentes las alusiones, apuntando casi siempre en una dirección parecida. En 1973 señala: “Cuántos artistas de vocación
hay que sólo se han realizado como el proyecto de algo que
se propone de antemano como imposible. […] Mallarmé sólo
entrevió en sueños la conjetura de su obra irrealizada. Pero de
los vestigios que dejaron podemos deducir, cuando menos, la
magnitud de la finalidad que perseguían”.25 Y añade páginas
después:
Fue tal vez Mallarmé, a finales del siglo XIX, el primero que
pretendió concretar una nueva visión del libro, no ya como instrumento de conocimiento, sino como una creación pura del
espíritu. Sus tentativas de crear un libro puro no sobrepasaron la
realización de un interesantísimo poema o texto puro intitulado
Una tirada de dados no abolirá nunca el azar que no era sino parte de un libro más vasto cuyo proyecto lo obsesionó desde 1866
hasta el día de su muerte.26
Se aprecia cómo la imposibilidad y el fracaso subsecuente que
definirían el proyecto mallarmeano constituyen para Elizondo
precisamente su legado más valioso. Y esta convicción marcará, según confesión propia, un camino central de su trayectoria literaria desde sus comienzos. En 1983, rememorando sus
inicios como escritor, declara:
Solamente en el vacío de la atención puede nacer la idea interesante o el proyecto de imposible realización digno de considerarse unos instantes más o de ser arrojado al cesto. No ha sido
uno de los menos resonantes el que me dictó, hace veinticinco
25
“La vocación artística”, en Contextos, Secretaría de Educación Pública, México, 1973 (SepSetentas, 49), p. 38.
26
“Proyectos”, en Ibid., p. 72.
años, la primera lectura de Un coup de dés… Intuí la posibilidad
de un proyecto aún más osado que el de Mallarmé: el proyecto de la página en blanco. Debo decir que si bien éste permanece irrealizado, su correlativo, el proyecto como destino de la
literatura, se manifiesta, a veces inquietantemente, como única
salida para el escritor.27
En las páginas anteriores trazamos el recorrido de una escritura que, guiada por las reflexiones de Bataille sobre el lenguaje y
el cuerpo, se enfrentaba finalmente a su propia imposibilidad;
vemos en esta última cita cómo Elizondo encontró muy pronto en Mallarmé la invitación a emprender esa misma aventura,
si bien jalonada por marcas y rastros de muy diferente condición. Si para Bataille el silencio constituía la condición sine qua
non de la apertura hacia la plenitud erótica, para Mallarmé el
silencio será la llave de la plenitud poética: el decir poético se
dirá para tratar de decir el silencio, lenguaje de la abolición de
la palabra para que, en su transparencia, logre que el universo
aparezca en la página.
El lenguaje, la escritura, se vuelve aquí su propio problema
y el discurso se articula sobre una reflexividad indetenible debido a la imposible solución del enigma que plantea. En este
punto, considero que un texto como “El grafógrafo”28 constituye una de las pruebas más claras de esta impronta mallarmeana. Y resulta llamativo también el hecho de que esté
dedicado a Octavio Paz, el poeta que, por las mismas fechas
en que aparece Farabeuf, escribe un texto fundamental –sin
duda conocido por Elizondo– para entender la influencia del
poeta francés en la literatura moderna: Los signos en rotación,
27
28
“Proyectos”, en Camera lucida, p. 49.
“El grafógrafo”, en El grafógrafo, Joaquín Mortiz, México, 1972, p. 9.
donde define Un coup de dés como el poema de la nulidad del
acto de escribir, para concluir: “Nuestro legado no es la palabra de Mallarmé sino el espacio que abre su palabra”.29
Si, como destacaba anteriormente, el cuerpo en Farabeuf
no es símbolo de nada sino el lugar de llegada que se vislumbra
en la búsqueda de un lenguaje imposible, porque sólo el silencio habita en ese hueco, ese mismo espacio es el legado por
Mallarmé en Una tirada de dados, poema que se extiende en el
“naufragio” de la palabra poética, que se hunde en “el abismo
blanqueado” de la página, para expresar el deseo de que las
palabras queden diluidas en la nada y la vacuidad, puertas de
acceso a la plenitud:
El canto brota de manantial innato –afirma el poeta francés en
“Sobre la filosofía en la poesía”–, anterior a un concepto, tan puramente como reflejar hacia fuera mil ritmos de imágenes […].
La armazón intelectual del poema se disimula y sostiene –tiene
lugar– en el espacio que aísla las estrofas y entre el blanco del
papel: significativo silencio que no es menos hermoso de componer que los versos.30
Más rotundamente señalará en carta a Villiers de l’Isle-Adam:
“Me queda la delimitación perfecta y el sueño interior de dos
libros, a la vez nuevos y eternos; el uno absoluto, ‘Belleza’, el
otro personal, ‘las Alegorías suntuosas de la Nada’”.31 Este es
el vislumbre del Libro Por Venir, un texto de palabras incandescentes, “lenguaje que se vuelve transparente –apunta Paz–
como el mundo mismo”,32 y donde –como destacara esta vez
29
Octavio Paz, Los signos en rotación, Fórcola, Madrid, 2012, p. 51.
Stéphane Mallarmé, “Sobre la filosofía en la poesía”, en Matemática
tiniebla, trad. Miguel Casado y Jordi Doce, sel. y pról. Antoni Marí, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011, p. 217.
31
Ibid., p. 221.
32
Op. cit., p. 50.
30
Blanchot– “la literatura va hacia sí misma, hacia su esencia que
es la desaparición”.33
Estos días he estado pensando mucho en Mallarmé –señala Elizondo en “Desde ningunia”–, el poeta abolidor por excelencia.
El tema o la idea de la nada es como el imperativo categórico
de todo su impulso poético. Las cosas que pueblan el rarificado
universo de su poesía son cosas ya suprimidas, carentes de existencia si no de cualidades, como el “bibelot abolido de inanidad
sonora” de su prodigioso soneto en ix.34
Maurice Blanchot afirmó que Un coup de dés supuso “el nacimiento de un espacio aún desconocido, el espacio mismo
de la obra”.35 No concibo una definición mejor del lugar que
construye Farabeuf: el del propio texto y su escritura, tejidos
por un discurso que remite incesantemente a sí mismo, que
se muestra en todo momento en su mismo hacerse y subraya
obsesivamente su imposibilidad de ir más allá de las palabras
que lo dibujan. Espacio a la intemperie donde nada está fuera
del texto y las palabras se escriben para expresar el deseo de su
desaparición y convocar así la presencia del mundo en la forma
límite de un cuerpo extático.
Ante esta imposibilidad, a la escritura sólo le queda interpelarse a sí misma, buscando el significado de su propio acontecer, pero su propio acontecer es al mismo tiempo el único
sentido rescatable. La escritura se convierte en el suceso exclusivo de la obra y todo sucede en el tiempo presente de una
enunciación encerrada en su reflexividad perpetua: esta es la
otra cara de la crónica del instante que articula la trama: el del
El libro que vendrá, trad. Piere de Place, Monte Ávila, Caracas, 1992,
p. 219.
34
Estanquillo, 2a. ed., Fondo de Cultura Económica, México, 2001
(Letras Mexicanas, 133), p. 118.
35
El libro que vendrá, p. 264.
33
presente de su propia escritura. Si, con Bataille en el horizonte,
el discurso de Farabeuf busca fundirse con un cuerpo, traer y
convocar las sensaciones extremas que su carnalidad augura,
el efecto Mallarmé desemboca en la textualidad como su rasgo
exclusivo. Frente a la ceremonia de la desencarnación que todo
lenguaje supone, el texto cobra cuerpo mediante la materialidad de sus signos, al no ir nunca más allá de su escrituralidad,
de su textura, de su calidad epidérmica, sobre la que las palabras tatuarían sus inscripciones: si partíamos del texto que
soñaba con encarnar en un cuerpo, llegamos al texto que se
corporeiza exclusivamente en sus propios signos.
La piel y la página se acercan y se entrecruzan, soñando con
fundirse en una sola, en un espacio común capaz de cobijar a
ambas. Y es que, como ya ha sido dicho, Farabeuf es fundamentalmente una obra que despliega un lugar: primero, tratando de que ese espacio sea el de un cuerpo concebido como
cifra absoluta de un deseo tan extremo como inevitablemente
insatisfecho, que busca ser colmado a través de las palabras;
finalmente resignado a que ese lugar tome cuerpo sin más en
los signos que lo atraviesan.
Elizondo, con Farabeuf, recupera y nos trae el ámbito evocado en ese verso de la tirada de dados mallarmeana que, en
mi opinión, resume como pocos el punto de llegada de las
aventuras más radicales de la literatura moderna, aquellas que
se propusieron llevar al límite la palabra poética, que culminaron sus búsquedas en el límite de un decir que constataba que
en el poema: “Nada habrá tenido lugar sino el lugar”; porque cuando se aborda lo innombrable la escritura sólo puede
dar cuenta del espacio por el que ella misma discurre, y en ese
devenir precario invoca en cada palabra la inminencia de su
extinción: “Ese es –señala Blanchot– el momento más oculto
de la experiencia. Exigir que la obra sea la claridad única de
lo que se extingue”, porque “escribir –continúa– comienza sólo
cuando escribir es la aproximación a ese punto donde nada se
revela, donde, en el seno de la disimulación, hablar aún no es
sino la sombra de la palabra, lenguaje que sólo es su imagen,
lenguaje imaginario y lenguaje de lo imaginario, lenguaje que
nadie habla, murmullo de lo incesante y de lo interminable al
que hay que imponer silencio, si se quiere al fin hacerse oír”.36
En El libro que vendrá, Blanchot evoca la afirmación de
Paul Valéry de que Un coup de dés elevó “al fin una página
a la potencia del cielo estrellado”;37 en el centro de ese cielo,
Elizondo colocó el sol de un cuerpo mutilado para escribir una
novela inolvidable que aún nos sigue interpelando.
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37
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36
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__________
FARABEUF O LA PRECISIÓN DEL DELIRIO
Elba Sánchez Rolón
Universidad de Guanajuato
Estás lleno de secretos que llamas YO.
PAUL VALÉRY, “Algunos pensamientos
de Monsieur Teste”
EL TEXTO COMO DISPOSITIVO: MADEJAS, ESPEJOS Y RAÍCES
L
a primera novela de Salvador Elizondo, Farabeuf de 1965,
es la formulación de una experiencia extrema, una experiencia de delirio articulada metódicamente como espectáculo.
Entrar a Farabeuf implica integrarse en este mecanismo; pero
no se entra como uno mismo, se exige un desprendimiento
de sí, una entrega figurada por analogías en la postergación de
la llegada del Dr. Farabeuf y en el acto amoroso de la mujerenfermera: esperar el instante en que todo se revelará. Esa es
la promesa del texto, y como tal produce un efecto en todos
sus sujetos, incluido el lector: el decir se fractura porque el
significado se encuentra diferido, el acento está en lo no dicho,
en el hacer del texto sobre el otro. En la novela se reitera esta
pretensión inconclusa de desciframiento y el imperativo del
efecto:
Asistes a la dramatización de un ideograma; aquí se representa
un signo y la muerte no es sino un conjunto de líneas que tú, en
el olvido, trazaste sobre un vidrio empañado. Hubieras deseado
descifrarlo, lo sé. Pero el significado de esa palabra es una emoción incomprensible e indescifrable. Nada más una emoción a la
que las palabras le son insuficientes. Tienes que embriagarte de
vacío: estás ante un hecho extremo.1
No son suficientes las palabras o sus posibles significaciones
–ni forma ni contenido en una distinción superficial de inicio–; no se trata tampoco de poner vida-emoción en palabras.
Se trata de un vacío inicial que propicie el involucramiento
con la acción extrema del discurso en su conjunto, como un
mecanismo o artefacto de esta experiencia. Esa es la advertencia recurrente: dejarse llevar, entregarse, ser parte del hecho
extremo que no puede ser relatado porque está hecho para ser
reproducido o simulado, como en una puesta en escena. El
libro es, entonces, una estrategia, funciona como dispositivo y
se insiste en su precisión y su necesidad.
Un momento es necesario antes de entrar en detalles. Situar a Farabeuf en su contexto puede contribuir al diálogo
si consideramos que la primera mitad de los años sesenta se
caracteriza en la literatura mexicana por la exploración de narrativas disconformes que complejizan la relación con la realidad, exploran opciones de escritura y ponen énfasis en una
configuración de lo múltiple, donde otras artes y discursos
1
Salvador Elizondo, Farabeuf, en Narrativa completa, pról. Juan Malpartida, Alfaguara, México, 1997, p. 173. En lo sucesivo anotaré sólo el
número de página entre paréntesis.
ocupan un lugar importante. No es caer en el error de lo “nuevo” decir que en la obra de Elizondo encontramos un giro de
perspectiva, nutrido de voces previas y en diálogo con discursos de su época. En este sentido, pensar la literatura como
experiencia es plausible desde este enlace de ideas literarias que
transitan textos, particularmente en el vínculo antes marcado
por la crítica de la obra elizondiana con el pensamiento de
Maurice Blanchot.2 El autor francés de las alegorías teóricas y
la indeterminación literaria forma parte ya indiscutible de la
biblioteca de Elizondo, donde los ecos de Mallarmé y Valéry
aportan a la articulación de un punto de vista de las obras
como espacios abiertos, no acabados y producidos por la necesidad de una búsqueda y la exigencia de una fascinación.
Para hablar de literatura como experiencia, Blanchot recurre a Rilke, quien apuesta por la necesidad del verso como
experiencia y no como sentimiento; y a Valéry, quien señala
la vitalidad radicada en la literatura como persecución infinita, búsqueda de lo indeterminado, incesante “recomienzo
eterno”.3 La experiencia surge de esta incompletud: el libro no
es un decir sobre el mundo, es un hacer, es el principio de su
propia necesidad. Así, en Farabeuf de Elizondo el carácter de
experiencia de la escritura emerge de la suspensión temporal
que orquesta, así como de su tono obsesivo e insistencia en una
realidad interior y memoria imposible. En la novela se reitera:
“Sí, la experiencia de entonces era una sucesión de instantes
2
Existen varios trabajos que abordan esta relación, aquí me limito a
referir como ejemplo el libro de Norma Angélica Cuevas Velasco, El espacio poético en la narrativa. De los aportes de Maurice Blanchot a la teoría
literaria y de algunas afinidades con la escritura de Salvador Elizondo, Juan
Pablos-Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2006.
3
Maurice Blanchot, El espacio literario, trad. Vicky Palant y Jorge
Jinkis, Paidós, Barcelona, 1992, pp. 79 y 27.
congelados. ¿Quién congeló esos instantes? ¿En qué mente hemos quedado fijos para siempre? Empiezo a recordar algo de
todo aquello y es como si todo lo que hubiera estado contenido
se vaciara hacia el mundo” (pp. 140-141).
El recuerdo no logrado funciona de la mano con la segmentación temporal que transita en líneas desmembradas, no
continuas, pero sucesivas o superpuestas. En este punto ya es
posible trazar un diálogo con un libro posterior a Farabeuf,
famoso ahora, pero que entonces no existía como tal: Rizoma
de Deleuze y Guattari de 1976. “Un libro es una pequeña máquina”, señalan los autores en un giro de mirada para retomar
la relevancia del afuera y la exterioridad de la literatura, es
decir, la multiplicidad que resulta de su indeterminación, de su
incompletud, de su apertura.4 Añaden: “un libro es una multiplicidad” donde las dualidades del orden “religioso” no se
sostienen; son líneas con velocidades de fuga distintas, movimientos de estratificación y segmentación que producen efectos de postergación, delirio, confusión y simultaneidad. La
lógica de contrarios no aplica aquí, no ordena nada, porque
persiste la incomprensión; tampoco hay dialéctica posible5 porque el dispositivo es el punto de reunión de lo heterogéneo.
El planteamiento de Deleuze y Guattari juega con las voces
de una época, por ello no es extraño plantear una cercanía.
Particularmente, retoman a otro gran lector de Blanchot, el
Foucault de la genealogía del poder, concentrada en el estudio
de los dispositivos como redes de relaciones entre lo discursivo y lo no discursivo, entre lo dicho y lo no dicho.6 No me
Gilles Deleuze y Félix Guattari, Rizoma, trad. José Vázquez Pérez y
Umbelina Larraceleta, Pretextos, Valencia, 2000, p. 13.
5
Ibid., p. 10.
6
Michel Foucault, El discurso del poder, pres. y selec. Óscar Terán, Folios, México, 1983, pp. 184-186.
4
detendré demasiado en estas propuestas, basta con referir aquí
la noción de dispositivo como máquina para hacer ver y hacer
hablar, como conjunto multilineal y divergente, lleno de derivaciones, enlaces y fisuras en tensión que pueden encontrarse
en la literatura, como analiza Foucault en Raymond Roussel
cuando habla de su procedimiento.7
El dispositivo es entonces un nexo de estas fuerzas del texto, una noción que permite describir su tendencia al afuera, su
necesidad de escapar de la autorreferencia que en algún momento se le atribuyó,8 a favor de un reencuentro con lo heterogéneo: otros enunciados, los sujetos, las variantes de sentido
o efecto con las que tropieza cuando la escritura advierte esta
posibilidad. Por esta razón, el significado perseguido no es en
realidad relevante, lo es la opción de poner en funcionamiento
este movimiento de lo múltiple.
Sobre esta forma abierta de ver la obra, puede retomarse el
diálogo con un texto como Farabeuf, laberinto de sentidos y
superposiciones. La comprensión es solamente un deseo, atada
a la multiplicidad textual figurada en diversos artefactos e instrumentos. El clatro es uno de los mecanismos figurativos más
atractivos porque conjuga en su articulación el movimiento
y la fragmentariedad del espacio textual. La relación de los
sujetos con él es análoga a la que puede sostenerse con el texto,
un efecto de imposibilidad reforzado por la segunda persona
de la enunciación:
7
La lectura aquí presentada la recupero de Deleuze en el texto “¿Qué
es un dispositivo?”, incluido en VV.AA., Michel Foucault, filósofo, Gedisa,
Barcelona, 1999, pp. 155-163. La noción de procedimiento es retomada
directamente del trabajo sobre Roussel, ya que Deleuze se refiere en general a “máquina”.
8
Véase Michel Foucault, La arqueología del saber, trad. Aurelio Garzón
del Camino, Siglo XXI, México, 2003, pp. 11-12.
Tratas de comprender la esencia de ese símbolo. ¡Quién hubiera
pensado que Farabeuf se valdría de ese objeto cuya sola concepción, estudiada metódicamente, es capaz de romper la mente
en mil pedazos! Pero por encima de esa realidad turbadora, la
memoria del maestro ha sabido recoger los fragmentos de esa
vida que se te escapa en el olvido; mediante la disciplina del
clatro ha reconstruido, como se hace con un rompecabezas, la
imagen de un momento único: el momento en que tú fuiste el
supliciado (p. 187).
Buscar la comprensión, esperar lo imposible, concertar en un
instante o en un objeto lo múltiple y abierto son estrategias
de esta fascinación, del estremecimiento perseguido. Somos
espectadores –como nos recuerda el texto, se nos hace ver, casi
se nos obliga–, asistimos a un ritual, a la repetición de una
escena a su vez multiplicada en otras análogas: el consultorio del doctor Farabeuf, la playa y la remota China de principios del siglo XX. Las imágenes se multiplican en el juego de
la suspensión temporal o más bien en la obstaculización constante del paso del tiempo: el doctor sube la escalera pero no
llegará, la enfermera corre al otro lado de la habitación una,
dos, tres… tantas veces como el texto vuelve sobre sí mismo
y las monedas del I Ching suman posibilidades calculadas. El
subtítulo de la primera edición, “La crónica de un instante”,
apuntaba a esta búsqueda de orden imposible de una dualidad
contradictoria. Al inicio de la novela se lee:
Este método adivinatorio, tradicionalmente considerado como
parte del acervo mágico de Occidente, contiene, sin embargo,
un elemento de semejanza con el de los hexagramas: que en cada
extremo de la tabla tiene grabada una palabra significativa: la
palabra SÍ del lado derecho y la palabra NO del lado izquierdo.
¿No alude este hecho a la dualidad antagónica del mundo que
expresan las líneas continuas y las líneas rotas, los yang y los
yin que se combinan de sesenta y cuatro modos diferentes para
darnos el significado de un instante? Todo ello, desde luego no
hace sino aumentar la confusión (p. 87).
Se persigue la precisión, pero se posterga cualquier significado
en la multiplicación de posibilidades. Como se ha señalado,
la espera está en la base del texto, es parte de su mecanismo.
Se espera lo que no llegará, al tiempo que se presiente como
efecto. Entrar a Farabeuf es admitir el roce con el extremo de
toda experiencia: la muerte inminente o esperada es congelada
al mismo tiempo que es presentida por la imagen o por la palabra; se trata del efecto Scheherezada que tanto ha fascinado a la
literatura. Detrás de este motivo fluye una pasión fotográfica,
como la llamaría el mismo Elizondo, como forma de atrapar
un instante que adquiere densidad funcional porque opera de
forma múltiple. Además, esta suspensión favorece una experiencia que no se reduce al horror propiciado por una fotografía, más bien se potencializa en la conciencia del cuerpo, como
ubicación espacio-temporal ineludible, y en la memoria, como línea de fuga del orden temporal.
Hablar de experiencia y efecto remite directamente al nexo
con varias subjetividades interactuantes, al tiempo que cuerpo
y memoria muestran un lazo estrecho con las reflexiones sobre
la construcción del yo. Farabeuf (re)produce la experiencia del
delirio, donde el yo está puesto en entredicho en una apuesta
por la oscilación entre el afuera y el adentro de sí, de la palabra
y del texto, ahí donde se fuga para mostrarnos su apertura. El
movimiento es múltiple y congrega diversos estratos de la configuración literaria, al tiempo que los desintegra o transgrede.
El doctor y la enfermera, el verdugo y la víctima, el autor y el
lector son convocados a este espectáculo, en una configuración analógica –una máquina especular– que produce el doble
movimiento de desintegración de la dimensión sintagmática
del texto, a favor de una integración a nivel paradigmático.
En otras palabras, la reducción de la anécdota refuerza la posibilidad o necesidad de vínculos a nivel del acto de lectura
mediante la identificación de unidades análogas. Estas unidades se repiten de forma obsesiva y metódica, a manera de
espectáculo y ritual, simultáneamente.
La obsesión por el método está en la base de la complejidad
de este procedimiento: pasos e instrumentos para el delirio,
una fórmula para introducir los bordes de la razón, un dispositivo formulado una vez más desde la multiplicidad expuesta
transversalmente en el texto. Hay en sus páginas listas de instrumentos quirúrgicos y múltiples instrucciones. Además, el
Dr. Farabeuf reitera su interés por la precisión, por el orden,
donde cualquier distracción puede hacer perdurar el desconcierto: “Es usted una persona en extremo meticulosa, doctor
Farabeuf. Esa meticulosidad ha contribuido, sin duda, a hacer
de usted el más hábil cirujano del mundo. ¿Está usted seguro de
no haber olvidado nada?” (p. 88).
De Farabeuf se ha destacado su valor erótico, su formulación cinematográfica, la relevancia de la memoria, la relación
entre el proceso de escritura, el procedimiento quirúrgico y la
tortura, entre otros tópicos; su importancia radica probablemente en su excentricidad y en la compleja tarea de su lectura. El retorno a sus páginas reconoce en estos acercamientos
un ángulo complementario y aludido en varios de ellos: esta
pasión por el método, la fascinación por la ciencia y por la precisión volcada en su margen contrario, en su dislocación.
Esta pretensión científica del delirio adquiere sentido si pensamos un tercer vértice. Me atrevo a proponer que el objeto de
este ejercicio, de esta máquina-espectáculo, es el sujeto; en este
caso, no como obvia recurrencia de toda comprensión posible,
sino como énfasis, preocupación y trasfondo en movimiento,
que hace eco de la analogía del desmembramiento del yo. Se
trata también, en este juego de espejos, del individuo puesto
en entredicho por su racionalidad e irracionalidad profundas,
orientadas en términos de conciencia corporal y de imposibilidad de una memoria conciliadora, o en la paradoja de la
integración temporal (crónica-instante). Así, entre la exigencia
de un método y el delirio, las páginas siguientes se concentran en tres escenarios del dispositivo del delirio como nexo de
subjetivaciones: la cifra de la escritura, los espectáculos de la
configuración corporal y la escenografía de la memoria.
LA CIFRA IMPOSIBLE O LEER EL I CHING
CON LOS OJOS CERRADOS
Me permito otro instante para el aplazamiento. Desde hace
tiempo me han llamado la atención las reacciones que produce
la lectura de Farabeuf: desde la atracción que la sitúa como
una especie de “libro de culto”, el sarcasmo sobre la imposibilidad de su lectura o lo indescifrable de sus formulaciones,
hasta el rechazo absoluto como literatura. Razones no faltan,
porque Farabeuf destaca por su excentricidad –aún vigente–
entre las prácticas literarias de la segunda mitad del siglo XX.
Esta ubicación periférica no corresponde, por supuesto, a la
posición del autor en el campo literario de su época, donde
gozó del reconocimiento de los círculos intelectuales y de una
posición que le permitió una participación muy activa en los
medios impresos y espacios culturales de su entorno. Su excentricidad radica en poner en juego la inteligencia y la potencialidad poética del lenguaje para generar un efecto extremo: no el
contar una historia, no la búsqueda o el engaño del sentido, ni
siquiera el recuperar la imagen del suplicio chino del libro de
Bataille; finalmente, todo es parte del procedimiento, del método para hacer de la formulación literaria esa puesta al límite
desde el sujeto, sea verdugo, víctima, autor o lector.
En Farabeuf el efecto planteado no se reduce al papel activo atribuido al lector, aunque la suma de intersticios parece
concentrar rápidamente la atención en su necesidad de participación activa. No obstante, apenas se inicia la lectura surge la
resistencia desde el texto. Esto es porque Farabeuf no propone
un lector activo en sentido estricto, más bien le exige un ejercicio de suspensión o postergación indefinida de su necesidad de
ordenar los fragmentos y atribuir sentido, para dejarse incluir
en la ceremonia escritural. “Proseguirá el espectáculo. Ahora
serás tú el espectáculo” (p. 205), leemos en la novela con insistencia creciente hacia los últimos capítulos, donde la falta de
pausas de respiración al acercarse el final produce la sensación
de falta de aliento atribuida a los personajes.
El lector es tan sólo una parte de esta apelación abismada e
hipnótica. Este efecto rebasa la estrategia autorreflexiva, participa en la subjetivación de sus actores, porque los hace actuar
en consecuencia, desde un ajuste en el ritmo de la respiración,
hasta la exigencia de la contemplación y suspensión significativa. Sin embargo, Elizondo ha señalado paradójicamente
que su interés no se concentra directamente en el lector. En
su Cuaderno de escritura publicado en 1969, anota que lo único que prevalece del olvido, “esa suspensión momentánea del
mundo”, es la escritura, donde hay un desarraigo del mismo
autor y una imposibilidad de lectura; en sus palabras: “Pero
yo mismo no sé quién ni cómo soy, ¿podemos, entonces, ser
responsables, yo de lo que escribo ahora aquí y ellos de lo que
piensen entonces allá? […] No importa ni siquiera (invoco
para ello a Heráclito de Éfeso) que puedan haber sido escritos
por muchas manos, la de tantos yos como el tiempo ya ha y
habrá desterrado a los confines del pasado”.9
“Una página de diario”, en Cuaderno de escritura, Fondo de Cultura
Económica, 2a. ed., México, 2000 (Letras Mexicanas, 126), p. 43.
9
Más allá del tópico de la desaparición del autor en la escritura y su importancia durante la década de los sesenta, Elizondo rescata aquí el rasgo de desapropiación de la obra debido al
carácter histórico y cambiante del yo autoral. Lo habría dicho
Eliot en su famoso ensayo sobre la impersonalidad de la emoción poética, “La tradición y el talento individual” de 1917:
“Ningún poeta, ningún artista posee la totalidad de su propio
significado”,10 porque cualquier autor es siempre otro respecto
a cada texto que escribe. Del mismo año que Cuaderno de
escritura, la Arqueología del saber, de Michel Foucault, expone
en su introducción preocupaciones semejantes; la cita es bastante conocida:
¿Se imaginan ustedes que me tomaría tanto trabajo y tanto placer
al escribir, y creen que me obstinaría, si no preparara –con mano
un tanto febril– el laberinto por el que aventurarme, con mi propósito por delante, abriéndole subterráneos, sepultándolo lejos
de sí mismo, buscándole desplomes que resuman y deformen
su recorrido, laberinto donde perderme y aparecer finalmente a
unos ojos que jamás volveré a encontrar? Más de uno, como yo
sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién
soy, ni me pidan que permanezca invariable.11
La escritura exige soledad. La relación del autor con ella es
momentánea, como el olvido mismo. La condición del escritor
para Paul Valéry radica en esta imposibilidad de permanecer
cerca de la obra: lo dice el autor del Cementerio marino, lo
traduce Blanchot a su pensamiento alegórico para afirmar que
el escritor no puede leerse a sí mismo, como otros tampoco lo
10
Ensayos escogidos, trad. Jaime Gil de Biedma, comp. y pról. Pura López Colomé, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2000,
p. 19.
11
La arqueología del saber, pp. 28-29.
harán. Estas ideas forman parte de la biblioteca elizondiana,
se deja seducir por ellas y hace de su novela un espacio para su
exploración. Lo hizo también con el texto breve “El escriba”,
lo hará después con “El grafógrafo”, porque los desdoblamientos interiores se encuentran en la base de este método, son su
sustento especular.
El procedimiento es el siguiente: Farabeuf es oscilación y
juego de multiplicidades; en ellas la pérdida del rostro potencializa la adquisición de otros. La oscilación es descrita por
Barthes como un borroneo que desconcierta, un vaivén o “una
lucha entre la inconclusión de las actitudes y la tendencia de
la imagen a estabilizarse”.12 El vínculo se encuentra en la experiencia extrema: el momento de la muerte capturado por la
fotografía y su analogía en la multiplicación especular. Así, el
narrador afirmará que el rostro del supliciado “contiene todos
los rostros”, tiene una especie de rostro-espejo, para después pedir a la mujer al borde del suplicio: “Mira cómo se multiplican
nuestros rostros confrontados con el precario sistema de espejos infinitos que he ideado” (p. 202). Farabeuf es una máquina
especular, una fantasmagoría, un dispositivo preciso de fragmentación del yo, lo que Elizondo describe en Valéry como el
análisis o exposición de una “geometría del alma”.13
La violencia está ligada a esta experiencia poética, no se reduce a una temática porque incide en la construcción de subjetividades interactuantes con el texto y en la posibilidad de ser
propuesta como efecto. Así, la exigencia a la tarea crítica radica en el carácter de espectáculo de la propuesta escrituraria:
mostrar, más que decir; poner en escena, dar cuenta de una
12
Roland Barthes, Lo neutro, trad. Patricia Willson, Siglo XXI, México,
2004, p. 189.
13
“Prólogo del traductor”, en Paul Valéry, Monsieur Teste, Aldus, México,
2003, p. 8.
escenificación que induce fácilmente a una crítica del parafraseo y de la evocación. Es fácil ceder a esta violencia textual y
dejarse enmudecer por ella, así como este silencio escritural se
convierte en el hueco donde la interpretación encuentra su posibilidad e imposibilidad. Farabeuf es un espacio trazado sobre
murmullos, sobre la opacidad de la palabra que busca el afuera
de la obra, pero que difícilmente permite al lector o crítico
abandonar la trampa de su indeterminación característica. Farabeuf no es un modelo para armar, es una maquinaria para
seducir; es la consecución de un procedimiento poético donde
se puede quedar atrapado en el murmullo incesante de su lenguaje o en la suspensión significativa de la imagen terrible.
LOS ESPECTÁCULOS DEL CUERPO
O LA PRECISIÓN DEL DELIRIO
“Es lo que llevo de desconocido en mí lo que me hace ser yo”,
escribe Monsieur Teste en su cuaderno de bitácora,14 para extenderse obsesivamente en afirmaciones sobre la materia del
yo, sus límites y su exterioridad. Este texto de Paul Valéry, el
Monsieur Teste publicado en 1896, que Elizondo tradujo y seguramente amó, podría ser una de las influencias más importantes para las reflexiones sobre la subjetividad en Farabeuf.
Por supuesto, hay otros ecos presentes, algunos mencionados
antes: Blanchot, Foucault, Proust, Baudelaire y su relación explícita con la obra de Bataille; juego de ecos donde la intertextualidad pone en entredicho también al yo y su propiedad
sobre la escritura.
No obstante, en esta inmensa biblioteca, los textos de Valéry
tienen un lugar reservado. Monsieur Teste y el Dr. Farabeuf
14
Paul Valéry, op. cit., p. 58.
son formulaciones de una obsesión, buscan el orden, la precisión racional del delirio o del límite del yo; trabajan sobre el
otro o sobre sí mismos para lograr un conocimiento o mirada
privilegiada de lo que somos. Por eso llevan la belleza al límite
de la perversión, a la manera de Jorge Cuesta.
La novela de Elizondo cierra pronunciando la pregunta que
conjunta todas las demás, la que parecía no tener sentido pero
que emerge en medio del suplicio frente al espejo: “¿Quién
soy?” (p. 206); porque sus territorios son los de la oscuridad y
el sueño, son mundos interiores. No es de extrañar entonces
que ambos amen además la noche: en Farabeuf se afirma que la
noche es el mejor momento para comprender, para encontrar
la precisión de las imágenes (pp. 202-203); y respecto al texto
de Valéry, el mismo Elizondo comentará: “Teste nos ha dicho
que lo que más ama es la ‘navegación de la noche’, que ama esa
técnica de conducir la aventura de los sueños de la razón”.15 La
noche es un borde, un punto donde delirio, sinrazón, sueño e
interiorización cobran forma; sin duda, el procedimiento debe
ser nocturno.
Todo se trata de método; paradójicamente, de mecanismos
racionales para lograr la comprensión de lo incomprensible: el
yo extasiado hasta el delirio, un delirio descrito como “misterioso y exquisito” cuando se refleja en el rostro del supliciado
(p. 182). Elizondo muestra en gran parte de su obra esta obsesión por el método. Dan cuenta de ello los múltiples ensayos
denominados “Teorías” (“Teoría mínima del libro”, “Teoría
del infierno”, “Teoría de la nueva tauromaquia” o “Teoría del
ajolote”). Todos estos planteamientos desde su pretensión de
orden conducen finalmente a territorios de la imaginación,
a tratamientos lúdicos de los “sueños de la razón”, versiones
15
“Prólogo del traductor”, p. 10.
deformantes de técnicas precisas, subversión de lo racional a lo
múltiple y disperso, a lo que puede denominarse una teatralidad del pensamiento.
El suplicio chino o Leng-Tch’e, atrapado en su instante más
intenso por una fotografía-espejo, funciona a la vez como técnica y ritual para la obtención de un conocimiento de sí que
escapa a las palabras y la razón. En el marco de los retornos
obsesivos del texto, se insiste acerca de la cifra del conocimiento en signos de difícil comprensión. Se habla de malentendido
como confusión acerca de la propia identidad; fundamentalmente en relación con la fotografía-espejo: “Es una mujer. Eres
tú. Tú. Ese rostro contiene todos los rostros. Ese rostro es el
mío. Nos hemos equivocado radicalmente, maestro. Nos engañan las sensaciones. Somos víctimas de un malentendido
que rebasa los límites de nuestro conocimiento. Hemos confundido una tarjeta postal con un espejo. Es preciso saber
quién tomó esa fotografía” (p. 183).
Este prisma de relaciones especulares forma parte de la insistencia, al estilo borgeano, en la multiplicación del yo; solamente que en Farabeuf la diseminación del yo no se da a través
del tiempo, lo hace a través del espacio, fundamentalmente en
la relación adentro/afuera del yo, es decir, su contacto con el
otro a través de la mirada sobre el cuerpo abierto, al tiempo
que los espejos generan imágenes de sí deformadas, propias del
delirio: “la delicia del cuerpo humano abierto de par en par a
la mirada como la puerta de una casa magnífica y sin dueño
que para siempre hubiera esperado tu caricia, como una puerta
entreabierta” (p. 156).
Elizondo apunta en diversos textos que su búsqueda poética se dirige a una realidad interior, mental: “me he fundado
desde que era muy joven en tratar de concretar una realidad
mental. Una realidad no real o cotidiana, sino una realidad que nace en mi mente y que yo trato de la mejor manera
que puedo de expresar por escrito”.16 Se trata de un desdoblamiento hacia entornos interiores, como el sueño, la imaginación y el recuerdo; figuras que propician la confusión y el
efecto de equívoco:
Has sido, no cabe duda de ello, la víctima de una confusión engañosa. El Teatro Instantáneo de Farabeuf es una alucinación,
un sueño cuya realidad no puede dejar de ser puesta en duda.
Se trata de un delirio momentáneo causado por la distorsión del
espacio producida en la superficie de ese espejo manchado al
que la luz del crepúsculo llega con un reflejo que todo lo vuelve
confuso, inclusive aquello que somos capaces de concebir metódicamente en nuestra imaginación (p. 169).
La síntesis de este procedimiento, como el mismo autor indica, se encuentra en su breve texto “El grafógrafo”, donde el
“Escribo” inicial se desdobla hacia una imagen mental, una
imaginación de ella y el recuerdo de este desdoblamiento, así
al infinito. El personaje de Valéry, Monsieur Teste, comparte
esta fascinación y anota: “Soy estando y viéndome; viéndome
ver y así sucesivamente…”.17
El sujeto se multiplica en esta realidad mental; por ello el
cuerpo, situación tempo-espacial del yo, se encuentra expuesto ante el espejo en Farabeuf, ahí donde se vuelve otro y otro
más, ahí donde es imaginado en el extremo límite de su disolución, de su muerte. Se lee en Farabeuf dentro de sus repeticiones infinitas: “Sí, es el instante de su muerte: he ahí otra
conjetura. Trata de imaginar lo que se siente…” (p. 185). Una
16
En entrevista con César Güemes, “No soy un escritor popular, dice
Elizondo”, La Jornada (secc. Cultura), 21 de noviembre de 1999. Disponible en: <http://www.jornada.unam.mx/1999/11/21/cul2.html>.
17
Paul Valéry, op. cit., p. 35.
imaginación que apunta a la corporalidad porque se insiste en
la concentración absoluta en ella: donde el cuerpo es presencia
y ausencia, donde el espejo provoca su distorsión, el cuerpo
“ante el recuerdo de lo que hemos sido”. De tal forma, el cuerpo está en la necesidad del recuerdo imposible, en el espejo
y en los medios de interiorización de la experiencia, todo es
especulación sobre él; el suplicio no ocurre en términos físicos,
el horror se sitúa en su carácter de promesa, de recuerdo para el
futuro, de posibilidad especular en la que cabemos todos.
En medio de la paradoja, esta fragmentación del yo encontraría su reunión precisamente en el instante mismo de la
muerte, ahí donde el recuerdo postergado se realizaría, donde
la pregunta por la propia identidad adquiere al fin un sentido. Esto no ocurre, todo queda aplazado, suspendido en el
olvido. La pregunta persistente: “¿De quién es ese cuerpo que
hubieras amado infinitamente?”, no encuentra la calma de una
respuesta, se somete al éxtasis de su mutismo y apertura. El
enmudecimiento es inevitable, como un asunto que incumbe
al silencio de la corporalidad; porque como anota Elizondo:
“La violencia es una cosa de cuerpos humanos; de cuerpos
que esperan lo inesperable: lo que ya pasó, lo súbito, lo que no
pasará jamás”.18 Y añade: “el instante en el que la violencia se
produce es aquel en el que el habla cesa y el hecho es inexpresable. La violencia es la negación del habla y no hay violencia
verbal porque aun la injuria sólo tiene un carácter mágico o
formal; sólo hay mudez, insignificación de cuerpos que realizan su discontinuidad. La violencia es la imagen del coito
reflejada en el espejo de la muerte”.19
En este diálogo es interesante destacar que para Foucault
ese cuerpo utópico, desdoblamiento mental del yo y por tanto
18
19
“De la violencia”, en Cuaderno de escritura, pp. 57-58.
Ibid., p. 58.
su no-lugar, resuelve su escisión en el instante del coito, como
aquella pequeña muerte de la que habla Bataille y que Elizondo reproduce como un espectáculo o ceremonia secreta en Farabeuf, con toda su teatralidad. La violencia es una experiencia
súbita, pero no concluida en la novela que permanece en el
momento anterior, en “la espera desesperada que la precede”;
porque la violencia postula, en términos del autor, “al cuerpo
como sujeto del mundo”;20 se concentra en él con cierta disciplina, con la entrega que se solicita a la mujer-enfermera y
amante.
ESCENOGRAFÍA DE LA MEMORIA
O EL MÉTODO DE LA MELANCOLÍA
Si la experiencia poética que propone Farabeuf conduce al
enmudecimiento fascinado de la cifra imposible, es también
porque sus preguntas no encuentran respuestas y están condenadas a la repetición infinita en este espacio de espejos.
“¿Recuerdas?” es la interrogación que abre y cierra el texto, al
tiempo que el cuestionamiento sobre la identidad de los personajes y el supliciado es una constante. Los escenarios cambian
y se superponen en un juego donde el Dr. Farabeuf y la enfermera, los amantes de la playa y los participantes de un suplicio
ocurrido a principios de siglo se vuelcan en la generación de
analogías y en una reflexividad imperfecta, deformante y, por
tanto, productiva. El texto está lleno de los murmullos de su
propia disolución, donde la centralidad de la pregunta abierta
se impone: “¿Recuerdas? Desde aquel día no sabemos cuál es el
sueño, no sabemos cuál es la imagen del espejo y sólo hay una
20
Ibid., p. 57.
realidad: la de esa pregunta que constantemente nos hacemos
y que nunca nadie ni nada ha de contestarnos” (p. 138).
La novela se plantea en el umbral del tiempo y se convierte,
como señala Raymundo Mier, en postergación y desaliento.21
El texto insiste en que el método es un tratamiento contra el
olvido, una “disciplina interior” que conducirá a un éxtasis
revelador. La misma idea la expone el personaje de Valéry:
“Sométete por entero a tu mejor momento, a tu más grande recuerdo […] El estado al que debe reconducirte toda
disciplina”.22
A Elizondo, como a Proust, le obsesiona la memoria. Elizondo destaca en Proust el funcionamiento de la memoria
como evocación, como una vuelta imperfecta al pasado, ligada
a su necesidad. Es conocida la afirmación de En busca del tiempo perdido acerca del vínculo estrecho entre memoria y melancolía, aspecto que no evade Elizondo, desde su Autobiografía
precoz –muestra de la posibilidad del recuerdo y la evocación, a
diferencia de Farabeuf– y desde la mención a la nostalgia en el
epígrafe de la novela tomado de Cioran: “Toda nostalgia es ir
más allá del presente. Aun bajo la forma del arrepentimiento,
toma un carácter dinámico: se quiere forzar el pasado, traerlo
retroactivamente, protestar contra lo irreversible. La vida no
tiene contenido, más que en la imposibilidad del instante y
esta imposibilidad es la nostalgia misma” (p. 85).
Melancolía y nostalgia tienen tradiciones significativas distintas; no obstante, coinciden en esta necesidad del pasado, de
la construcción del yo desde este salir del presente. El epígrafe
21
“Farabeuf o la narración contemporánea como tragedia”, en Ana Rosa
Domenella et al. (comps.), Memorias del Primer Congreso Internacional de
Literatura. Medio siglo de literatura latinoamericana 1945-1995, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1997, p. 395.
22
Paul Valéry, op. cit., p. 58.
es para Farabeuf una provocación, hacer posible el instante en
donde el olvido prevalece sobre la memoria, donde el sujeto no
puede recurrir al recuerdo para afirmarse; pero lo busca, trata
de vincularlo especularmente desde su corporalidad, hacerlo
suyo y dar respuesta a la pregunta por su ser. Interesa como
pregunta, pero más como imposibilidad. La memoria está relacionada con la identidad, pero aquí es imposible porque el
delirio y el presente eterno lo ocupan todo; porque se trata
de una ceremonia de irrupción violenta sobre la corporalidad,
donde el sujeto es llevado al límite y debe olvidar, más que
recordar.
El método, ese procedimiento detenidamente cuidado,
es el resultado de la paradójica composición de juegos de
multiplicación y complementariedad, sumados a través del
funcionamiento del texto como dispositivo del delirio. El procedimiento es la fascinación que conduce al mutismo, el murmullo infinito de subjetividades que se escinden, porque han
quedado suspendidas en el olvido en el instante en que el Dr.
Farabeuf sube por la escalera y el horror atraviesa el cuerpo
desde el recuerdo futuro, desde el recuerdo imposible; porque
el único recuerdo verdaderamente imposible y, por tanto, evocado con terquedad en la novela es el recuerdo de la muerte.
Bibliografía
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México, 2004.
Blanchot, Maurice, El espacio literario, trad. Vicky Palant y
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como tragedia”, en Ana Rosa Domenella et al. (comps.),
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Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1997,
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Valéry, Paul, Monsieur Teste, trad. y pról. Salvador Elizondo,
Aldus, México, 2003.
ENTRE EL CALÍGRAFO Y EL POETA MALDITO:
ETHOS Y AUTOFIGURACIÓN EN FARABEUF Y LA
AUTOBIOGRAFÍA DE SALVADOR ELIZONDO*
Adriana de Teresa Ochoa
Universidad Nacional Autónoma de México
[El autor] es lo ilegible que hace posible la
lectura, el vacío legendario del cual proceden
la escritura y el discurso. El gesto del autor se
atestigua en la obra a la cual, acaso, da vida
como una presencia incongruente y extraña.
GIORGIO AGAMBEN, Profanaciones
Me pregunto si los que algún día lean estas
líneas no pensarán que las habré escrito para
que ellos las lean y se formen una imagen falsa
o torcida por mi mala intención y su mala
conciencia. […] Pero yo mismo no sé quién ni
cómo soy […] lo único que cuenta y prevalece, como ahora lo comprueba y lo demuestra el
lector, es mi escritura.
SALVADOR ELIZONDO, “Una página de diario”
* Este texto es resultado de una estancia sabática apoyada por la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la UNAM, y del
proyecto de investigación: “Horizontes teóricos y críticos en torno a la
figura autoral contemporánea” (PAPIIT, clave IN405014-3).
S
i bien Roland Barthes planteó “La muerte del autor” en
1968 como respuesta al imperio ejercido por esta figura
a lo largo de todo el siglo XIX, es claro que esta noción sigue vigente hoy en día, pues, como lo señaló Foucault en su
conferencia clásica sobre el tema: “a todo texto de poesía o de
ficción se le pregunta de dónde viene, quién lo ha escrito, en
qué fecha, en qué circunstancias y a partir de qué proyecto”.1
La cultura contemporánea –esa “sociedad del espectáculo” de
la que habla Guy Déborde– no ha hecho sino profundizar esta
tendencia, ya que los medios masivos de comunicación han
reforzado la relación directa y necesaria entre la personalidad
del artista y su obra, resucitando así, con todos sus ímpetus, el
mito que rodea a esta figura,2 al grado de que su nombre, su
imagen, sus objetos personales y textos privados se han convertido en fetiches.
Así que, lejos de haber desaparecido, el autor sigue concentrando –y ejerciendo– un enorme poder simbólico en el
universo de creencias que Bourdieu define como juego o illusio
propio del campo cultural contemporáneo. El escritor consagrado y el fetiche de su nombre mantienen un poder mágico
que circula como “moneda fiduciaria en el interior de la red
de relaciones de intercambio a través del cual se produce y se
circula a la vez”.3
A partir de la veta abierta por Foucault y Bourdieu para
comprender la dinámica que se establece entre el nombre del
1
Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, en Entre filosofía y literatura:
Obras esenciales, trad. y pról. Miguel Morey, Paidós, Buenos Aires, 1996,
v. 1, p. 340.
2
Paula Sibilia, La intimidad como espectáculo, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 178.
3
Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, trad. Thomas Kauf, Anagrama, Barcelona, 2002, p. 341.
autor4 y las prácticas que rigen la producción, circulación y
apropiación textual, en los últimos 20 años se han desarrollado algunas aproximaciones teóricas desde la sociología y el
análisis del discurso que han permitido identificar las estrategias formales y los procedimientos discursivos mediante los
cuales el escritor construye y proyecta –tanto en el interior
del texto como en los discursos que circulan fuera de éste en
entrevistas, publicidad editorial, crítica, etcétera– una imagen
de autor, esto es, una figura imaginaria distinta de la persona civil o biográfica, a la que “se atribuye una personalidad,
unos comportamientos, un relato de vida y una corporalidad auxiliada por la fotografía, sus apariciones en televisión,
etc.”,5 que contribuyen a posicionar al escritor en el campo
literario, modelar la relación personal del lector con el texto y
construir la sensibilidad de una época.
Este desdoblamiento de la figura de autor en un conjunto
de imágenes o presentaciones de sí que –en conjunción solidaria con su poética– un escritor despliega a través de su obra,
discurso y conductas públicas (recepción de premios, conversaciones, entrevistas, etcétera), da lugar a la construcción de
un personaje casi en el sentido teatral del término. De ahí
que José Luis Díaz se refiera a la existencia de una “escenografía autoral” que sirve de marco para el despliegue de las
representaciones estereotipadas o modelos que los escritores
se apropian y transforman, cuyas características se refuerzan,
4
Entendido como origen y garantía de un conjunto coherente de
textos.
5
Ruth Amossy, “La doble naturaleza de la imagen de autor”, en Juan
Zapata (comp.), La invención del autor. Nuevas aproximaciones al estudio
sociológico y discursivo de la figura autorial, Universidad de Antioquia, Medellín, 2014, p. 68.
complementan o matizan con las intervenciones discursivas de
terceros: editores, reseñistas, críticos, académicos, etcétera.
En este trabajo me interesa explorar la manera en que Salvador Elizondo irrumpió en la escena literaria mexicana con la
publicación de Farabeuf o la crónica de un instante, y algunas
de las estrategias a través de las cuales se fue generando una
imagen doble de autor que marcaría su obra y lo identificaría
a lo largo de su vida.
La mayor parte de las semblanzas sobre Salvador Elizondo
da cuenta de su origen social privilegiado, su carácter cosmopolita –pues desde su infancia vivió algunas temporadas en el
extranjero: Alemania, Estados Unidos, Italia, Inglaterra, Francia– y su vasta y exquisita cultura. Apasionado por la obra de
autores como James Joyce, Ezra Pound, Stéphane Mallarmé,
Paul Valéry y Charles Baudelaire, entre otros, Elizondo entró
con el pie derecho en la literatura tras algunas incursiones fallidas en el campo de la pintura, el cine y la poesía. Farabeuf
o la crónica de un instante fue su primera “novela”, escrita bajo
el auspicio de una beca del Centro Mexicano de Escritores y
publicada en la prestigiosa Serie del Volador de la editorial
Joaquín Mortiz,6 serie que –junto con otras de la misma editorial– contribuyó notablemente a “la renovación de la sensibilidad de una época; el descubrimiento de la palabra de los
jóvenes [y] la innovación del imaginario de los lectores”.7
Si bien la primera edición de Farabeuf comparte las características del diseño general de la colección, a cargo de Vicente
Rojo, la portada de este libro apunta de manera muy efectiva
6
El colofón indica que el 30 de noviembre de 1965, en los Talleres de
Editorial Muñoz, D.F., se tiraron 3,150 ejemplares.
7
Víctor Ronquillo, “Cincuenta años de Joaquín Mortiz. Una aventura
intelectual”, Revista de la Universidad de México, 2013, núm. 107, p. 79.
a uno de los elementos más inquietantes del texto, ya que el
borde superior de un recuadro blanco, colocado debajo del
nombre del autor, sugiere la presencia de un corte horizontal,
limpio y preciso, del que mana sangre y sobre cuya superficie
aparece inscrito el título del texto. Como es habitual, la contraportada nos ofrece la fotografía del joven autor: la cabeza
inclinada levemente hacia abajo, en perfil de tres cuartos, y
en cuyo rostro destaca la presencia de unos anteojos redondos
de pasta oscura que le imprimen un marcado aire intelectual.
Sin duda, esta imagen de Elizondo –como toda fotografía de
este tipo– se ofrece al lector como un enigma en cuyo gesto
y expresión parece condensar “las razones y el sentido de la
obra”.8 Finalmente, la contraportada remata con un breve texto que destaca el carácter esencialmente ambiguo de Farabeuf,
y que busca seducir al lector más competente y sofisticado al
indicar que se trata de “una obra en que la narración trasciende los límites de la escritura, en que las palabras se convierten
en la vivencia que se describe y en la que la lectura constituye,
por así decirlo, la experiencia misma del argumento”.
Al hojear el libro, el lector encuentra en el capítulo VII,
reproducido tres veces, un grabado proveniente del Précis de
manuel opératoire, del médico francés Louis Hubert Farabeuf,
que representa la amputación de una pierna9 y que, entre las páginas 140 y 141 –como parte medular del texto– se confronta
con la fotografía, impresionante y terrorífica, de un magnicida
chino que está siendo desmembrado públicamente, recuperada por Elizondo de Las lágrimas de Eros, de Georges Bataille.
8
Giorgio Agamben, “El autor como gesto”, en Profanaciones, trad. Flavia
Costa y Edgardo Castro, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005, p. 91.
9
Véase Salvador Elizondo, Farabeuf, Joaquín Mortiz, México, 1979,
pp. 135, 139 y 147.
La presencia de estas imágenes –aunadas al ideograma liú10
que representa el número seis pero además evoca la posición de
la víctima del descuartizamiento– no sólo contribuye a crear,
desde el primer acercamiento al libro, una atmósfera enrarecida y profundamente perturbadora, sino que además invita a
una lectura iconotextual como la que ha propuesto ya Patricia
Reveles.11
Como se sabe, el origen del texto de Elizondo se encuentra
en los dos intertextos ya mencionados: el manual quirúrgico
de L. H. Farabeuf, cuyo autor le sirve de modelo para esbozar
la identidad de un viejo cirujano experto en el arte de la amputación, que da título al libro y cuyo nombre podía evocar “los
experimentos monstruosos del Doctor Moreau o el Doctor
Frankenstein”;12 además de la fotografía del supliciado chino,
que, según el mismo Elizondo explicó en su autobiografía, le
sugirió de inmediato una “historia, turbiamente concebida,
sobre las relaciones amorosas de un hombre y de una mujer”13
–que escenificó entre las ciudades de Pekín y París–, en la que
tortura y erotismo se vuelven valores idénticos.
Sin embargo, éste es sólo el punto de partida para realizar
un experimento que consiste en producir en el lector la imagen
visual de un instante a través de la escritura, cuya naturaleza
es, por definición, temporal. De ahí el subtítulo, propuesto
por el editor Joaquín Díez-Canedo, el cual da cuenta de la
10
Ibid., p. 150.
Véase Patricia Reveles, “Para una lectura iconotextual de Farabeuf de
Salvador Elizondo”, TRANS -Revue de littérature générale et comparée, 2007,
núm. 4. Disponible en: <https: trans.revues.org/212>.
12
Alan José Valenzuela, “Farabeuf y la estética del mal”, tesis de licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas, Universidad Nacional Autónoma
de México, México, 2002, p. 6.
13
Salvador Elizondo, Salvador Elizondo, pról. Emmanuel Carballo,
Empresas Editoriales, México, 1966, p. 43.
11
paradoja de esta empresa: mientras que la crónica implica un
despliegue temporal, el instante no tiene duración.
Con estos ingredientes, Elizondo creó un texto imposible
de definir como novela en el sentido tradicional, pues carece de trama, de personajes propiamente dichos –ya que su
identidad es variable, difusa e incierta– y de una voz estable
en la narración. Además, la estructura del texto se organiza en nueve capítulos que repiten –con diversas variaciones– la
misma escena, por lo que el evento parece descomponerse en
varios planos y el tiempo da la impresión de frenarse y expandir su duración. Debido a lo anterior, Farabeuf rompe con la
forma narrativa tradicional y emula el efecto de la fotografía o
la escritura china en su afán de eternizar un instante preciso.
Con todas las características mencionadas, no resulta extraño que, desde su publicación, no haya dejado de señalarse el
carácter excepcional de este texto en la tradición nacional. Por
ejemplo, en 1966, Emmanuel Carballo afirmaba no encontrar
en la prosa mexicana ningún antecedente que le permitiera explicar la obra de Elizondo, pues se trata de “un escritor insólito
que abre […] a la novela nuevas posibilidades en sus distintos
aspectos”.14 Margo Glantz también perfiló la naturaleza de
la singularidad de este texto al describir no sus características,
sino todo aquello de lo que –por contraste con la producción de
sus contemporáneos– carecía: “Novela mexicana sin regiones
transparentes, sin indios ensombrerados, sin mujeres enlutadas
de pueblos del Bajío, sin caciques rencorosos, sin esquemas sociológicos del México post-revolucionario, sin dolces-vitas locales, sin argots de adolescentes”.15 Esta valoración de Farabeuf
14
“Prólogo”, en ibid., p. 5.
Margo Glantz, “Farabeuf, escritura barroca y novela mexicana”, en
Repeticiones: ensayos sobre literatura mexicana, Universidad Veracruzana,
Xalapa, 1979, p. 17.
15
se ha mantenido inalterable con el transcurso de los años, e
incluso se ha extrapolado a la identidad del propio autor, como
lo revela el enunciado inicial del prólogo que escribió Daniel
Sada para La escritura obsesiva, antología de textos de Elizondo
que publicó en 2008, donde afirma que éste “es, sin duda, el
autor más inclasificable de la narrativa mexicana”.16
El cariz experimental e intelectual de esta escritura que parecía “fuera de contexto e inmersa […] en su torre de marfil”17
deslumbró tanto a sus contemporáneos como a sus mayores,
al grado de que el mismo año de su publicación, 1965, le fue
otorgado el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia, pues a
juicio del jurado, integrado nada menos que por Juan Rulfo,
Juan José Arreola y Francisco Zendejas,
Farabeuf reúne todas las condiciones de excelencia literaria que
el premio exige: es una composición preñada de elementos intelectuales de la más rara y fina especie; su tratamiento novelístico
es novedoso y bien calibrado; el autor ha utilizado en su texto,
con extrema habilidad, elementos de la más extraña literatura universal, inyectándolos en una narración de insospechable
factura moderna, con lo que ha dado una gran introyección sicológica […] Farabeuf responde así a las exigencias del Premio
“Xavier Villaurrutia”, de ser obra de escritor novel, diferente y
artística, además de constituir un experimento que, en opinión
de este jurado, sentará precedentes y alcanzará resonancias en
las literaturas de otros idiomas.18
16
“La escritura obsesiva de Salvador Elizondo”, Revista de la Universidad de México, 2009, núm. 66, p. 59. Publicado como prólogo al libro de
Salvador Elizondo, La escritura obsesiva, RM Verlag, Madrid, 2008.
17
Margo Glantz, op. cit., p. 17.
18
Francisco Zendejas, “Multilibros”, Excélsior, 24 de febrero de 1966,
p. 1B.
No obstante este éxito inmediato entre el público más selecto –dado que este premio es un reconocimiento que otorgan escritores a escritores–, en realidad Farabeuf se estableció
como un texto de culto, con pocos pero fervientes lectores,19
debido a que para poder participar en su propuesta estética es
necesario invertir un gran esfuerzo a nivel tanto emocional
como intelectual.
El carácter anómalo de este texto “desconcertante y desquiciante”,20 así como los efectos profundamente perturbadores
de su lectura –pues suele despertar angustia, desesperación,
malestar físico o, incluso, náuseas– remitieron de inmediato
a la pregunta por su ya no tan joven autor.21 En un artículo
publicado en México en la cultura en marzo de 1966, y que
muy pronto se convertiría en el prólogo de la autobiografía de
Elizondo, Emmanuel Carballo da cuenta del enigma en que
se había convertido este autor y traza el retrato de un artista
precoz, dueño no sólo de una inteligencia y una cultura excepcionales, sino también de múltiples talentos. En este texto
destaca, además, el interés del crítico por rodear de un halo
de misterio e incertidumbre la identidad de este personaje que
parece encarnar la versión nacional del enfant terrible, interesado en temas que hasta el momento habían estado ausentes
en la literatura mexicana –erotismo, sadismo, drogas, etc.–,
así como del snob sofisticado y exquisito cuya obra prometía
19
Aunque Farabeuf ha sido traducido al inglés, francés, alemán y polaco, en el transcurso de las cinco décadas que han transcurrido desde su
aparición sólo ha tenido seis ediciones en México, incluyendo una conmemorativa en el FCE por su 40 aniversario.
20
Emmanuel Carballo, “¿Quién es el autor de Farabeuf ?”, La Cultura en
México, suplemento de Siempre!, núm. 214, 23 de marzo de 1966, p. IV.
21
Farabeuf –nos dice Emmanuel Carballo– fue una obra publicada tardíamente, pues “casi todos los jóvenes debutan antes de tiempo, alrededor
de los 20 años” (idem).
inscribirse en la más pura tradición moderna de la literatura
europea. No cabe duda de que con este artículo se inaugura
la construcción de la leyenda que fue Salvador Elizondo, en
quien –afirma Carballo– “se mezclan literariamente la locura
y el rigor, la alucinación y la voluntad de estilo”:
¿Quién es Salvador Elizondo? […] las fuentes para averiguarlo son escasas y, quizá, no del todo veraces. (Le leí los datos a
Carlos Monsiváis y, según parece, algunos de ellos son falsos).
Elizondo nace en la ciudad de México en el año de 1932. Su
infancia transcurre en la opulencia y, presidida por el ocio, es
tan anárquica como golosa. Niño y adolescente mimado, pronto
descubre en sí mismo aptitudes que abarcan casi todos los dominios del arte. Apasionado del erotismo, quizá lo descubre en
las páginas de los libros –y desde entonces es un lector terrible
y desolado. Se dice que a los 20 años su cultura, entre exquisita y
egoísta, deslumbra a la gente de su edad y a los mayores. En forma aislada cursa estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de
la UNAM. Durante algunos años reside en Europa. De regreso,
en 1961, desempeña el cargo de jefe de redacción de la revista
Estaciones, en la que publica dos excelentes ensayos sobre Melville y Joyce. Entre los componentes del grupo Nuevo Cine –me
cuenta Monsiváis– Elizondo sobresale como el más culto, el más
intuitivo y el más inteligente. […] En el periodo 1963-1964 lo
acoge como becario el Centro Mexicano de Escritores: a lo largo de esos 12 meses escribe Farabeuf. En compañía de varios
escritores jóvenes funda la revista Snob, la que, pese a su corta
duración, evidencia la apertura que se da en las letras mexicanas hacia temas casi vírgenes hasta ese momento: entre otros
el erotismo, el sadismo, la escatología y los novedosos paraísos
artificiales. (El erotismo es el punto de partida o el punto al que
llegan tras obvias peripecias los demás temas).22
22
Idem.
La opinión y los juicios de Carballo –crítico implacable
que, no obstante, supo impulsar a los escritores jóvenes con
talento– fueron, sin duda, un gran aliciente en la recepción
temprana de Farabeuf, y contribuyeron de manera destacada
a posicionar al texto en el horizonte de las nuevas tendencias
de la literatura mexicana. Otras reseñas y artículos aparecidos
ese mismo año fortalecieron el prestigio inicial de esta obra:
Huberto Batis, Julieta Campos, Margo Glantz y Juan Vicente Melo, quien no duda en calificarla como “obra maestra”;
sin embargo, el espaldarazo definitivo lo recibió de Octavio
Paz en 196923 –ya para entonces la más grande figura viva de
nuestras letras–, quien subrayó la importancia que en Farabeuf tiene el tema del placer –un placer de naturaleza doble en
la medida en que convergen dolor y erotismo–, el cual había
sido muy poco tratado en las letras mexicanas, además de que
lo describe como el “relato de una incursión […] en el dominio de lo ininteligible: la ‘noche obscura del alma y la noche,
no menos obscura, del cuerpo’”,24 ya que identifica en este
texto la descripción “de un ritual erótico que es, al mismo
tiempo, una operación de cirugía, una conspiración políticoreligiosa y una ceremonia de magia adivinatoria”.25
Como se desprende de las opiniones críticas mencionadas, desde la primera recepción de Farabeuf se proyectó la
imagen de Elizondo como autor inclasificable, único, sofisticado, cosmopolita y dueño de un oficio artístico excepcional,
imagen que reforzó y consolidó la posición privilegiada en el
23
Cfr. “Salvador Elizondo, el placer como crítica de la realidad y del
lenguaje”, La Cultura en México, suplemento de Siempre!, núm. 819, 5 de
marzo de 1969, pp. IIIV.
24
Octavio Paz, “El signo y el garabato: Salvador Elizondo”, en Obras
completas, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, v. 4, p. 384.
25
Ibid., p. 385.
campo literario nacional a la que tempranamente lo proyectó
el premio Villaurrutia, y en la que se mantuvo firme a lo largo
de su vida, pues fue el segundo escritor mexicano después de
Octavio Paz en haber recibido, a su muerte, un homenaje
de cuerpo presente en el Palacio de Bellas Artes,26 y se le sigue
considerando “uno de los autores fundamentales de la literatura mexicana”.27
Indudablemente, la imagen de autor alimentada y difundida por críticos y reseñistas se desprende del ethos28 de Farabeuf,
esto es, de la representación imaginaria que Elizondo, en tanto
autor, proyecta de sí mismo a través de las modalidades de su
discurso. Para Ruth Amossy, los temas, la intriga, el imaginario y el estilo de un texto revelan su ethos, a través del cual el
autor nos habla in absentia, disimulando su existencia detrás
de la voz del narrador y los personajes. Aunque Farabeuf es un
texto muy complejo, en el que la identidad de los “personajes”
es variable, difusa e incierta, y la voz del narrador se desdobla
en múltiples perspectivas, es posible reconocer un ethos autorial que, por momentos, se superpone al del narrador. Para
Disponible en <http://efemeridesundiacomohoy.blogspot.mx/2012/
12/1932-nacio-salvador-elizondo-escritor.html>.
27
Pablo Espinosa, Arturo García y Éricka Montaño, “Murió Salvador
Elizondo, uno de los paradigmas de nuestra cultura”, La Jornada, 30 de
marzo de 2006, p. 4A.
28
Antigua categoría retórica que ha sido reformulada por el análisis
del discurso para referirse a una cierta representación de sí que el locutor
(presente o ausente) proyecta a través de su discurso o de otros fenómenos
semióticos exteriores a la palabra como los gestos, la indumentaria o la
mímica. Para Dominique Maingueneau, la interacción entre el ethos que
expresa la obra y la imagen previa que los lectores se han hecho del autor
en tanto personaje público (ethos prediscursivo), es esencial para el funcionamiento de la institución literaria (“L’éthos: un articulateur”, COnTEXTES, 2013, núm. 13, pp. 1-13).
26
ejemplificar este fenómeno, cito un pequeño fragmento del
texto de Elizondo:
Hoy es un día especial, una hora especial, un instante, aunque
sea sólo eso, en que espero ver colmado mi deseo. Debes prepararte con toda conciencia, no sin cierta humildad, a pasar por
esta prueba, por esta ceremonia capital. No turbes ya las cosas
que nos rodean. Todo es un instante. Mantén tu mirada fija
en ese signo que has ideado. Yo hago lo posible por ayudarte.
Es preciso que estés dispuesta, que aceptes este sacrificio con
todas sus consecuencias; no debes dudar un solo momento de
mis buenas intenciones. Quiero, en cierta forma, revelarte un
misterio inaccesible; quiero dilucidar, para que tú lo sientas con
toda su inexplicable verdad, el misterio que te mantiene inmóvil
ante mí. Comprenderás, cuando llegue el momento de hacer la
señal al meneur, cuál ha sido la verdadera significación de este
instante. No temas. Considera este ejercicio como una disciplina interior, como una meditación que conduce al éxtasis. […]
¿Te arredra el posible dolor que te cause esta experiencia? Recuerda que sólo se trata de un instante y que la clave de tu vida
se encuentra encerrada en esa fracción de segundo.29
En este pasaje las marcas de la enunciación perfilan claramente el ethos del narrador, aunque, como veremos, su función no
se reduce a este único efecto de sentido. Para empezar hay que
decir que la voz narrativa en segunda persona parece interpelar no sólo a una interlocutora muda –a la que adivinamos
tras la marca de género en palabras como “dispuesta”–, sino
al propio lector, en virtud de lo cual, además de su papel de
testigo mudo de la escena a punto de escenificarse, ocuparía
simultáneamente la posición de víctima. La voz del narrador,
29
Farabeuf, pp. 169-170, 174.
además, aparece como instigadora de un sacrificio al que deberá someterse la destinataria de su discurso con la intención
explícita de presenciar una “ceremonia” que permitirá al hablante saciar su deseo. Si bien la verdadera naturaleza de esta
ceremonia no se revela, el lector infiere que consistirá en la
aplicación del Leng-Tch’e –tortura china que consiste en someter a la víctima a un minucioso desmembramiento– a manos del experimentado Dr. Farabeuf, personaje que conjuga,
simultáneamente, las destrezas técnicas de un gran cirujano y
las de un hábil torturador. A pesar de que el narrador pretende
tranquilizar a la víctima sobre el dolor que le espera, dándole
instrucciones precisas y solicitando su confianza, éste se mantiene impasible, sin manifestar el más mínimo sentimiento o
emoción frente a la experiencia extrema a la que someterá a su
interlocutora. Al proyectarse no sólo como un ser insensible al
sufrimiento ajeno, sino incluso capaz de disfrutarlo plenamente, el narrador impide que el lector pueda identificarse o tener
alguna empatía con ese “yo” que, más bien, resulta inhumano.
Por otra parte, la distancia crítica que el texto establece entre
el deseo del narrador y la experiencia del lector está modulada
por un curioso efecto hipnótico producido por la brevedad y
la cadencia de las frases, así como por un vocabulario culto
y refinado que, por momentos, alcanza una perturbadora belleza, todo lo cual prepara al lector para participar como testigo
–¿y como víctima?– de un espectáculo atroz e incomprensible,
que, sin embargo, parece ejercer una fascinación ambivalente.
En este contexto, la pregunta por el autor –que ciertamente
no puede ser confundido con el narrador ni los personajes–
surge con fuerza, pues resulta inevitable que en cierto punto el
lector se cuestione por esa mente, por ese ser capaz de crear un
universo alucinante, en el que la promesa de un espectáculo
sangriento que resuelve el aparente antagonismo entre el dolor
y el placer –las experiencias extremas del cuerpo– se pospone
al infinito. Así, este mismo texto apunta también una figura
autoral, esa fuente invisible de la enunciación que, sin embargo, “manifiesta in absentia un ethos”.30 Frente a la descripción
minuciosa de los detalles mórbidos en Farabeuf, la figura de
autor que proyecta el texto nos plantea la posibilidad de que
él mismo se complazca con el horror descrito, revelando así
una dimensión oscura, perversa, de su personalidad, al mismo
tiempo que se muestra como un artista sofisticado, en pleno
control de su escritura.
Si bien en algunos casos la identificación del ethos puede
enfrentarse a algunas dificultades debido a su ambigüedad,
pues éste produce diversos efectos entre los cuales el lector
puede elegir o, incluso, hacer coexistir en una relación compleja que muchas veces los críticos tratan infructuosamente
de resolver remitiéndose al autor empírico,31 lo que se pone
en juego en la circulación de la obra no es, en ningún caso, lo
que quiso decir “realmente” la persona civil, sus experiencias
vitales, sus intenciones o deseos privados, sino esas autofiguraciones o imágenes de sí que el escritor nos ofrece en tanto personaje público y que inciden en la interpretación, valoración
y circulación de su obra; imágenes que suelen proyectarse a
través de su participación en entrevistas, discursos o apariciones públicas, así como en textos como prólogos o autobiografías, en los cuales puede tratar de perfilar con claridad ciertas
características que se le atribuyen tanto a su obra como a sí
mismo, o bien profundizar su ambigüedad. Esto último es
lo que ocurre con Salvador Elizondo, quien en entrevista le
confesó a Miguel Ángel Quemáin que cada vez que alguien
le preguntaba sobre Farabeuf él siempre ofrecía “explicaciones
30
31
Ruth Amossy, op. cit., p. 79.
Cfr. ibid., p. 80.
alternas” que se le ocurrían en el momento y que se adecuaban
“al interés de cada quien”.32
Ahora bien, para poder identificar el ethos o imagen autoral
que se pone en juego en un texto particular es necesario tener
en cuenta que ésta no es una creación espontánea y original
sino que forma parte del acervo de representaciones –que datan del siglo XIX– sobre lo que significa la autoría en la modernidad, tales como el artista bohemio, el escritor rebelde, el
genio incomprendido, entre otras imágenes que, ciertamente,
no se reciben pasivamente sino que, al encarnarlas, cada autor
las renueva, transforma y actualiza, dando lugar con ello a
nuevas formas de concebir este papel. Como lo señalé desde
el principio, el ethos de Farabeuf ha suscitado la identificación
de Salvador Elizondo con una doble representación: por una
parte, su obsesión por el estilo, la hábil incorporación de un
vocabulario técnico, su voluntad experimental y el deseo de
construir una escritura autorreferencial lo perfilaron como la
personificación mexicana del escritor puro, aquel que –como
Mallarmé– buscaba “dotar de un sentido más puro a las palabras de la tribu”, al tiempo que parecía retraerse del mundo
para consagrarse por completo a la escritura, figuración que
alcanzaría su punto culminante con la publicación de El grafógrafo en 1972. Precisamente, esta imagen de autor llevó a
críticos como Óscar Mata a caracterizarlo como escriba o calígrafo: “La imagen que adquiere forma en la escritura de Salvador Elizondo no es otra que la del mismo Salvador Elizondo,
el calígrafo que una y otra vez se ve, se vigila, se descubre y se
observa en el espejo de su escritura”.33
“La búsqueda de la escritura. Entrevista con Salvador Elizondo”, La
Jornada Semanal, 3 de marzo de 1991, p. 17.
33
“Salvador Elizondo: en el espejo de la escritura”, Tema y Variaciones
de Literatura, 2008, núm. 30, p. 167.
32
Por otra parte, los aspectos mórbidos del texto de 1965 han
propiciado que, además, se le haya identificado también como
un escritor maldito, en el sentido que le dieron Baudelaire y
Verlaine. Cabe recordar la entrevista en la que Margo Glantz
aproxima la estética elizondiana a la de Edgar Allan Poe, para
afirmar que ambos “tienen una tendencia innata a buscar ciertas temáticas ‘malditas’ y ‘sangrientas’”, además de señalar la
“forma especialmente macabra de observar la realidad”,34 presente en Farabeuf. Más tarde, Alan José Valenzuela inscribió a
Farabeuf en el marco de “la tradición maldita de Sade, Gilles
de Rais, Baudelaire y Maldoror”.35 Por supuesto, lo anterior
no significa que la vida “real” de Salvador Elizondo estuviera
marcada por los excesos y la transgresión, pues como ha insistido el escritor Javier García Galiano, a Elizondo la violencia le
interesaba sólo como un acto estético, del mismo modo en que
para De Quincey el asesinato podía ser definido como una de
las bellas artes. En ese sentido –continúa García Galiano–,
Elizondo “siempre fue muy consciente del personaje que era, y
era un personaje absolutamente literario”.36
También Guillermo Sheridan ha señalado como rasgo singular el hecho de que Elizondo “encarnaba una manera de ser
y vivir literariamente”,37 por lo que es necesario considerar que
su autobiografía,38 publicada en 1966, le brindó el escenario
34
Margo Glantz, op. cit., p. 31.
Op. cit., p. 16.
36
En Gerardo Villegas, El extraño experimento del profesor Elizondo [video], teveunam, México, 2007, 26 min 59 s y 29 min 57 s.
37
Ibid., 7 min 7 s.
38
Texto que formó parte de la serie “Nuevos escritores mexicanos del
siglo XX presentados por sí mismos”, propuesta por el editor Rafael Giménez Siles a empresas editoriales a mediados de la década de los sesenta,
para mostrar el carácter y pensamiento de los escritores jóvenes que empezaban a tener presencia en las letras mexicanas.
35
idóneo para reforzar la imagen como escritor maldito que
había proyectado en Farabeuf y alimentar su propia leyenda
negra. Pese a la promesa de penetrar en el universo íntimo
y personal del escritor que el género autobiográfico parece
ofrecernos, los lectores encontramos en este texto una pieza
literaria en la que Elizondo ha sabido articular, con gran habilidad y talento, algunos pasajes significativos de su vida personal con la ficción e incluso con el ensayo. Así, en este texto
parcialmente referencial, es posible identificar dos operaciones
principales: la primera se refiere a su autorrepresentación como
escritor maldito, con “vocación de habitante de la cloaca”,39 en
tanto que la segunda ofrece las coordenadas esenciales de su
concepción poética y literaria.
Para la construcción de su imagen autoral como personaje
oscuro, perverso, misógino y sádico, recurrió al relato de sus
“amores descompuestos”,40 en sentido baudelairiano, con Silvia41 y su hermana, quien poco tiempo después se suicida. Ya
casado y con una familia en expansión, narra su imposibilidad
para asumir las responsabilidades de la vida cotidiana y su
consiguiente refugio en el alcohol y en los “expedientes más
inusitados para aliviar esa angustia que el alcohol no alcanzaba a ahogar”.42
El proceso de degradación al que el narrador dice haberse
sometido es tal que un día toca fondo e intenta quemar tanto
su casa como las pertenencias de su mujer, razón por la cual
fue internado en un manicomio y sometido a un tratamien-
39
Salvador Elizondo, p. 51.
Ibid., p. 31.
41
Personaje que conjunta rasgos de Pilar Pellicer y Michèle Albán, la
madre de sus hijas. Véase Rafael Lemus, “Autobiografía precoz (1966)”, de
Salvador Elizondo”, Letras Libres, 2009, núm. 129, pp. 94-95.
42
Salvador Elizondo, p. 43.
40
to de electroshocks: “Nunca supe si ese tratamiento servía para
desintoxicarme del alcohol que había yo ingerido en Nueva
York o si era para transformar mi Weltanschauung desesperada
e imaginativa en la aceptación de ese mundo que, además de
ser hediondo, es esencialmente triste y pobre”.43 Al recibir el
alta médica, Silvia le notifica que el divorcio estaba en trámite
y como respuesta obtiene una feroz golpiza.
Ese día, creo que agoté para siempre todas las posibilidades de
ser brutal contra un ser indefenso, y mientras me ensañaba
de la manera más bestial contra su cuerpo compactado en las
actitudes más instintivamente defensivas que pudiera adoptar,
experimentaba al mismo tiempo el placer de, mediante la fuerza
física, poder aniquilar una concepción del mundo. Sólo tuve la
presencia de ánimo, mientras la golpeaba, de notar que sus posturas eran, en cierto modo, idénticas a las que adoptaba cuando
hacía el amor.44
No es difícil comprender las razones por las cuales este episodio no sólo resultó clave para escandalizar a las buenas conciencias sino también para fortalecer la idea de una posible
identificación moral entre el personaje del Dr. Farabeuf y el
autor que le ha dado vida, debido a la caracterización que hace
de sí mismo. Ya Rafael Lemus ha señalado que en este texto
Elizondo “talla, con malicia, la máscara que ha de llevar ¿ya
para siempre?”,45 a través de la cual encarna a un personaje
extremo que afirma su certeza de haber descubierto que su
“única escapatoria era la maldad, el cinismo, la aceptación de
la cloaca como paradigma”.46
43
Ibid., p. 55.
Ibid., p. 57.
45
Rafael Lemus, art. cit., p. 95.
46
Salvador Elizondo, p. 51.
44
Esta autofiguración, en la que Elizondo se presenta públicamente como un ser perturbado e inestable, evoca indirectamente el tópico decimonónico que establece un vínculo entre
el genio y ciertas formas de locura. De acuerdo con Pascal
Brisette, en el origen de la representación del autor maldito se
encuentra la creencia del “poder benéfico que ejerce el sufrimiento en la creación literaria y artística”.47
La segunda operación que Elizondo lleva a cabo en esta
autobiografía es la de proporcionar un marco interpretativo
al lector interesado en descifrar el enigma de su obra, a través
del relato sobre las circunstancias del despertar de su vocación literaria, del proceso de gestación de Farabeuf y el trazo
de las principales coordenadas de su poética, perfiladas, fundamentalmente, a través de las múltiples lecturas que fueron
nutriendo y modelando su propio proyecto estético. Así, el
recuento de los autores que lo marcaron permite reafirmar,
por una parte, su afinidad esencial con la “estética del mal”,
puesto que cita su reiterada lectura de Baudelaire –cuyas imágenes “de madonas apuñaladas y cadáveres semidevorados por
perros hambrientos”48 lo estremecieron en la adolescencia–, su
deseo de contagiarse de la obsesión del marqués de Sade, así
como el descubrimiento, en Les larmes d’Eros de Georges Bataille, de sus “deducciones espeluznantes acerca de la relación
entre el coito y la muerte”,49 y de la fotografía del supliciado
chino que detonaría la creación de Farabeuf. Además, revela
que su pasión por alcanzar una perfecta factura del texto tuvo
47
“Poeta desdichado, poeta maldito, maldición literaria. Hipótesis de
investigación sobre el origen de un mito”, en La invención del autor. Nuevas aproximaciones al estudio sociológico y discursivo de la figura autorial,
op. cit., p. 144.
48
Salvador Elizondo, p. 38.
49
Ibid., p. 39.
como estímulo definitivo a Ezra Pound –il miglior fabbro–,
cuya obra le descubrió ciertos aspectos de la cultura china,
especialmente su escritura, que a la postre le servirían de aliciente para experimentar “la congelación de las imágenes […]
mediante el lenguaje”.50
De lo anterior se desprende la existencia de múltiples vasos
comunicantes entre el ethos autoral de Farabeuf y la autobiografía de Elizondo, ya que la función de esta última fue hacer
explícita la filiación y el sentido estético del texto, al tiempo
que reforzar la imagen de autor que, en su doble dimensión,
nos proyecta, tanto como escritor maldito como un artista con
pleno dominio de su oficio.
A lo largo de este trabajo hemos podido constatar que en
la construcción de la imagen de autor participan activamente
múltiples instancias que articulan de manera compleja diversos
ámbitos tradicionalmente considerados como independientes,
y que abarcan aspectos tan diversos como las decisiones editoriales (título, portada, fotografía y texto de contraportada),
los elementos textuales (temáticos y formales de la obra), la
opinión y las valoraciones expresadas por críticos, reseñistas o
académicos, así como posicionamientos discursivos o extradiscursivos del propio autor (en entrevistas, textos autobiográficos, fotografías, etc.), donde el escritor puede reforzar, matizar
o perfilar el personaje que quiere encarnar.
Así, resulta evidente que el ethos de la obra y la imagen de
autor construida colectivamente resultan determinantes en la
manera en que el lector lee e interpreta el texto. Ejemplo de
ello lo encontramos en “La escritura maldita en Farabeuf ”
de Claudia Reina, quien afirma –sin tener conciencia de que se
trata, precisamente, de una pose literaria y no algo atribuible
50
Ibid., p. 47.
al autor de carne y hueso– que “Un escritor maldito no elige
serlo, lo es sin remedio, y tiene que soportar el estigma y el
goce de serlo. Salvador Elizondo tiene una vida que refleja su
alianza con las fuerzas oscuras que estarán expresadas en
su literatura”, por lo que, concluye, “Farabeuf es un libro siniestro, oscuro, perturbador, confuso […]; es un infierno textual digno de Salvador Elizondo”.51
No deja de ser irónico que, en la última entrevista que concedió a Érika Montaño Garfias, Elizondo rechazara la casilla
de “escritor maldito” en la que se le colocó:
Eso de escritor maldito viene por un libro que escribió Verlaine
sobre algunos de sus contemporáneos. A mí me parecería fantástico ser un escritor maldito como los que Verlaine pone en su
libro. Maldito, ¿en qué sentido?, les diría yo, si he sido feliz toda
la vida y no siento que recaiga, hasta ahorita, ninguna maldición
sobre mi vida. Más que esta operación que me hicieron hace casi
dos años que era una cosa necesaria.52
Así pues, lo que vemos es que una cosa es la vida del escritor, su personalidad y su conducta en la vida “real”, y otra
muy distinta el papel que encarna, el cual, además de que lo
singulariza, brinda elementos para la lectura de sus textos y
lo posiciona de cierta manera en el campo literario, proceso del
que Salvador Elizondo nos ofrece un ejemplo paradigmático.
“La escritura maldita en Farabeuf ”. Disponible en: <http://www.lama
quinadeltiempo.com/algode/elizondo.htm>.
52
“Me parecería fantástico ser ‘un escritor maldito’”, La Jornada, 10
de noviembre de 2005. Disponible en: <http://www.jornada.unam.mx/
2005/11/10/index.php?section=cultura&article=a04n1cul>.
51
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II. V
LA FIGURA DEL ARTISTA
EN LA REVISTA S.NOB
Anuar Jalife
El Colegio de San Luis
N
uestra hemerografía cultural parece oscilar entre dos actitudes fundamentales, cada una de las cuales representa una forma específica de relacionarse con la tradición y el
medio cultural, así como de concebir el papel que desempeña
una revista: la concordia y la confrontación. Por lo regular, estas
actitudes no se manifiestan de una forma absoluta ni se excluyen por completo una a la otra. En todas las revistas existe
la presencia de ambas, con matices, profundidades y alcances
distintos. Sin embargo, una suele predominar de manera significativa sobre la otra, otorgando a cada revista una orientación editorial específica.
Las revistas de concordia buscan relacionarse de manera
afable con la tradición; en sus páginas, en mayor o menor medida, procuran la cohesión entre grupos, generaciones y corrientes literarias. En repetidas ocasiones, estas revistas han
servido para que la gran familia literaria mexicana se reúna
serena en torno a su mesa, fomentando el contacto entre los
jóvenes y los maestros, entre lo novedoso y lo consagrado. Los
viejos les abren la puerta a aquellos jóvenes que consideran sus
sucesores y los nuevos escritores incluyen a quienes quieren
señalar como sus modelos. Ello no significa que estas revistas
carezcan de una postura propia o de ideas nuevas, tampoco
que no existan selecciones y exclusiones, es sólo que entienden que su tarea primordial es contribuir al reconocimiento, la
preservación y el engrandecimiento de una herencia cultural.
Las revistas de confrontación, por el contrario, pretenden
romper con un estado de cosas. Por lo general, son revistas de
juventud, publicaciones sectarias que, lejos de poseer una vocación incluyente, ostentan su propia singularidad y navegan,
las más de las veces, a contracorriente, ondeando la bandera
de la diferencia. Son revistas iconoclastas que no desean inscribirse morosamente en la historia cultural, sino irrumpir en
ella con un discurso que se perciba como distinto. Por eso,
a la solemnidad predominante del mundo literario mexicano
acostumbran oponer el humor, el juego y la ironía como formas radicales de crítica y también como expresión de cierto
grado de escepticismo ante la cultura. Quizás por este carácter
disonante y combativo estas publicaciones son infrecuentes
y un tanto marginales en nuestra historia literaria. Su escasa
genealogía hunde sus raíces en publicaciones como San-EvAnk (1918) o Policromías (1919-1921), que dieron espacio a los
estudiantes de la Escuela Nacional Preparatoria y a su humor
desenfadado e irreverente; Irradiador (1923), desde la cual
irrumpió la estética vanguardista del Estridentismo; o Ulises
(1927-1928), donde la facción más joven de los futuros Contemporáneos hizo de la curiosidad, la crítica y la ironía sus
señas de identidad.
Dentro de esta exigua tradición editorial en México despunta como uno de sus ejemplos más radicales y mejor logrados
S.NOB, la revista que entre el 20 de junio y el 15 de octubre de
1962, con sólo siete entregas, dirigió Salvador Elizondo junto
a Emilio García Riera, como subdirector, y a Juan García Ponce, como director artístico. En torno a sus páginas se congregó
buena parte de la llamada Generación de la Casa del Lago, así
como algunos escritores y artistas cercanos a ella. Integran la
nómina, al mismo tiempo reducida y plural de S.NOB, firmas como las de Homero Aridjis, Fernando Arrabal, José de
la Colina, Jomi García Ascot, Emilio García Riera, Cecilia
Gironella, Jorge Ibargüengoitia, Edward James, Alejandro Jodorowsky, Juan Vicente Melo, Álvaro Mutis, Luis Guillermo
Piazza, Teresa Salazar, Tomás Segovia y Juan Manuel Torres; a
quienes habría que agregar autores traducidos como: Antonin
Artaud, Roland Barthes, William Burroughs, James Joyce y
Erik Satie; y en la parte visual, no menos importante en este
caso, a Leonora Carrington, José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Katy Horna y Roland Topor, quien enviaba sus caricaturas desde París.
La mayoría de estos autores, como es bien sabido, pertenecían a un círculo que poseía una presencia protagónica
en algunas de las instituciones culturales más relevantes de
la época,1 así como en diversas revistas: Cuadernos del Viento (1960-1967), dirigida por Huberto Batis y Carlos Valdés;
Universidad de México (1930), dirigida por García Terrés entre
1953 y 1965; La Palabra y el Hombre, fundada y dirigida por
Sergio Galindo entre 1957 y 1965; Revista de Bellas Artes (19651970), dirigida también por Huberto Batis; Revista Mexicana
Entre los espacios que ocupaba la generación destacan los siguientes:
el Centro Mexicano de Escritores, la Universidad Veracruzana y diversas
instancias de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM,
a cargo de Jaime García Terrés (1953-1965), como la Coordinación de
Difusión Cultural (Tomás Segovia y Juan Vicente Melo), la Dirección
General de Publicaciones e Imprenta Universitaria (Huberto Batis), la Dirección de Prensa (Inés Arredondo), los cineclubes (José de la Colina), el
teatro y la televisión universitarias (Juan José Gurrola); y editoriales como
el Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI, Era y Joaquín Mortiz.
1
de Literatura, dirigida en tres épocas por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo (1955-1958); Tomás Segovia y Antonio Alatorre (1959-1962); Segovia y Juan García Ponce (1963-1965),
y en su última época sólo por el segundo; y suplementos culturales como “México en la Cultura” del diario Novedades, y
luego “La Cultura en México”, de la revista Siempre!, dirigidos
y fundados por Fernando Benítez.
A pesar de la amplia exposición de sus colaboradores en los
medios citados, Elizondo logró hacer de su pequeña revista
un espacio con carácter propio, notablemente distinto al de
cualquier otra publicación de la época. S.NOB poseyó la coherencia y la cohesión suficientes para poder hilvanar las afinidades y diferencias de sus autores en un discurso más o menos
compacto y, sobre todo, original, bordado por un registro más
o menos similar y una vocación crítica compartida. Ello, en
un momento en el que existía un auge de publicaciones literarias periódicas, pues, además de las ya mencionadas, circulaban por esas fechas otras tantas como Letras Patrias (1954),
dirigida por Andrés Henestrosa; Metáfora (1955-1958), de
Jesús Arellano; Estaciones (1956-1960), de Elías Nandino; El
Rehilete (1961-1971), de Carmen Rosenzweig y Beatriz Espejo;
El Cuento (1964), fundada por Edmundo Valadés; Diálogos
(1964-1967), de Ramón Xirau; El Corno Emplumado (19621969), dirigida por Sergio Mondragón, Margaret Randall y
Harvey Wolin; Mester (1964-1967) y Punto de Partida (1966),
fundadas por Margo Glantz. En ese contexto –escribe José
María Espinasa–, “S.NOB resaltaba como una actitud diferente y un tanto extrema en su rechazo de la solemnidad (más que
de la seriedad) de otras publicaciones pasadas y del momento.
Su manera de llamar la atención no se debía a los autores que
publicaba, ya que muchos de ellos escribían también en las
otras, sino a la manera de presentarse ante el público con un
desenfado provocador y una propuesta literaria extrema”.2
Esta actitud de confrontación, abiertamente minoritaria, un
tanto beligerante y con énfasis en la diferencia, se hace evidente desde el título de la revista. Salvador Elizondo explica en
una entrevista con Héctor de Mauleón:
S.NOB es la sigla que en el XVIII se puso en la lista de los habitantes de Londres que vivían en barrios elegantes pero que no
eran nobles. Al lado de su nombre se ponía esta sigla, que viene
del latín: sine nobilitat, y significa “sin nobleza”. Así éramos nosotros, los jóvenes escritores y críticos que en los años sesenta
andábamos planeando una revista. A principios de 1962, Juan
García Ponce, Emilio García Riera y yo, cenamos con Gustavo Alatriste, que había aceptado patrocinarnos. Alatriste nos
preguntó: “¿Cómo se va a llamar la revista?”. Yo le dije: “Aún
no tenemos nombre. Pero lo que queremos hacer es una revista
snob”. Alatriste pegó en la mesa. “Ya lo encontraron –dijo–, se
llamará Snob”.3
La palabra posee una doble connotación, pues pone en juego su significado original, el cual remite a lo innoble, con el
contemporáneo, relacionado más bien con lo elitista, sentido
que Segovia asume o desea para la revista, como lo deja ver en
la primera entrega de su columna “Sextante”: “diré que una
2
“S.nob: Memoria hemerográfica”, Nexos, 2005, núm. 327, p. 85.
Entrevista con Salvador Elizondo a cargo de Héctor de Mauleón,
Confabulario, núm. 21, 11 de septiembre de 2004, citada en la cuarta de
forros de Revista S.NOB, ed. facsimilar, México, Aldus-Conaculta-Fonca,
2004.
3
revista que se llama Snob me sugiere ciertas esperanzas. Es
una manera de parar la rueda. Si a usted lo llaman snob es
porque prefiere la buena a la mala literatura […] empiece por
decir: ‘soy snob, ¿y qué?’. Eso al menos da una posibilidad de
entenderse”.4 Esta elección cobra mayor relieve si se contrasta,
por ejemplo, como lo hace Louis Panabière, con el título de la
otra gran publicación de la generación, la Revista Mexicana de
Literatura, donde los miembros de S.NOB tenían una fuerte
presencia. Mientras la primera –opina Panabière– “eligió un
título plano, neutral de alguna manera, como si no quisiera
levantar bandera alguna; la segunda optó por un título provocador, lo más lejano posible de la seriedad y el compromiso”.5
Habría que matizar el comentario del crítico francés, señalando que la revista fundada por Fuentes y Carballo no tuvo un
título precisamente “neutral”, pues éste era, en cierto modo,
una inversión del que poseía la Revista de Literatura Mexicana
(1940), de Antonio Castro Leal, de clara vocación nacionalista. Gesto con el cual buscaron marcar una distancia que se da
precisamente en esa inversión, pues su interés no era aproximarse exclusivamente a la literatura mexicana sino lanzar una
mirada a la literatura universal desde México. Es cierto que
S.NOB fue más tajante en la persecución de este propósito al
4
“Sextante”, S.NOB, 1962, núm. 1, p. 33.
“Dans les deux revue considérées [Revista Mexicana de Literatura y
S.NOB], la première a choisi un titre plat, neutre en quelque sorte, comme
si elle ne voulait pas hisser un drapeau; la seconde a pris un titre provocateur, le plus éloigné possible du sérieux et de l’engagement puisque le
point après le S ramène Snob á son origine étymologique: le Sine nobilitate des Universités anglaises, et qui rappelle étonnamment le nom du
plus brillant et du plus insolent d’entre les ‘Contemporáneos’: Salvador
Novo” (Louis Panabière, “Des phares aux feux d’artifice 1956-1965: Revista Mexicana de Literatura Juin 1962-octobre 1962: S.NOB”, América.
Cahiers du CRICCAL, 1990, núm. 9-10, p. 162. La traducción es mía).
5
mostrar no ya una oposición sino un absoluto desdén por los
discursos nacionalistas y la literatura llamada de “contenido
social”, representada por autores como José Rubén Romero,
Gregorio López y Fuentes, Mauricio Magdaleno, Francisco
Rojas González, José Macisidor, Ermilo Abreu Gómez, Juan
de la Cabada y Rubén Salazar Mallén. Jorge Alberto Manrique escribe con relación a las artes a mediados de siglo unas
palabras que bien pueden extenderse al ámbito cultural mexicano en general:
[…] para principios de los años cincuenta, mientras más orgulloso de sí mismo estaba el “renacimiento mexicano” y más apoyo y
reconocimiento tenía del mundo oficial, muchos jóvenes artistas
sentían fatigada la estrecha senda nacionalista y encontraban el
ambiente irrespirable. La época de “cerrazón” había alcanzado
su ápice y entraba en crisis: se anunciaba el sucesivo momento
de “apertura”.6
En ese sentido, S.NOB fue la expresión radical de una postura
generacional que, a grandes rasgos, se manifestaba por la autonomía respecto a cualquier otro tipo de discurso.
Elizondo explica el ideario con el cual nació la revista, que,
en palabras de Elena Poniatowska, “irritó a la mayoría de las
personas que la leyeron”7 –cumpliendo, tal parece, con el cometido que le habían asignado sus editores–. Dice Elizondo:
Para la revista “S.nob” conseguí el dinero de alguna manera con
Alatriste, y nos lanzamos a hacerla como nos diera la gana […]
6
“El proceso de las artes 1910-1970”, en Historia General de México,
Daniel Cossío Villegas (coord.), El Colegio de México, México, 1994, t. 2,
p. 1371.
7
“Salvador Elizondo”, La Jornada, 6 de abril de 2006. Disponible en:
<http://www.jornada.unam.mx/2006/04/06/index.php?section=opin
ion&article=a05a1cul>.
yo era el director. La revista no debía tener, en absoluto, ningún
criterio. Podía escribir todo el que quisiera y, de ser posible, que
fueran de tendencias contradictorias. Teníamos nombres de letras serios, como Tomás Segovia; un poco más festivos, como
Juan García Ponce; había comunistas, católicos, nazis.8
Quizás exagera el autor de Elsinore al decir que cualquiera podía escribir –como se ha visto en la selecta nómina de colaboradores–, así como al afirmar que la revista no poseía criterio
alguno, pues es evidente que guardaba una postura intelectual
clara, aunque no entrara directamente en polémicas o buscara
teorizar abiertamente sobre ella –como sí ocurría en la Revista
Mexicana de Literatura, por ejemplo, que en distintas ocasiones dedicó sus páginas a discutir posturas políticas y literarias
relativas a las aparentes oposiciones comunismo/capitalismo,
nacionalismo/universalismo–.
García Riera complementa el testimonio de Elizondo al recordar que fueron tres muy diferentes revistas las que sirvieron
como modelo para crear S.NOB. Gustavo Alatriste deseaba
una revista estilo Play Boy, Elizondo algo como la revista satírica francesa Le Crapouillot y el cineasta español una publicación parecida a Cahiers du Cinéma.9 En efecto, algo de las tres
publicaciones está presente en el espíritu de S.NOB, la cual
combina la frivolidad con la crítica, el humor con la reflexión
filosófica, los temas más triviales con los tópicos intelectuales
de su época.
8
Salvador Elizondo citado por Delmari Romero Keith, Galería Antonio
Souza, Vanguardia de una época, El Equilibrista, México, 1988, p. 79.
9
Cfr. Emilio García Riera citado por Florence Olivier, “S.NOB (19621963), Revue de groupe de La Casa del Lago”, América. Cahiers du
CRICCAL, 1990, núm. 9-10, pp. 167.
En las páginas de S.NOB pueden encontrarse ensayos sobre
actrices de Hollywood –como Louise Brooks, Ava Gardner y
Tina Louise–, relatos de ciencia ficción, un manual de técnicas adivinatorias y collage humorísticos, lo mismo que ensayos
sobre jazz, arte, poesía; traducciones de Finnegans Wake, de
Joyce, y Mitologías, de Barthes; y plástica de José Luis Cuevas,
sólo por citar algunos ejemplos. Esta miscelánea encuentra sus
puntos de unión en un tono que, en sus ascensos y descensos, puede ir de la crítica a la ironía y de la ironía a la parodia.
Asimismo, le otorga cohesión una perspectiva generalmente
transgresora –y perturbadora quizás– desde la cual los autores
elegían aproximarse a temas como el suicidio, el incesto, la coprofagia, las drogas, el alcohol o la pedofilia. Elizondo explica
el programa de la revista en los siguientes términos:
S.nob, en el sentido estricto de la palabra, era una asimilación
de valores un poquito más elevados de los que en ese momento
circulaban; no quiero decir con ello que prefiriéramos a las figuras más notables, sino que tratábamos temas como el erotismo,
Bataille, las drogas, el nudismo, la homosexualidad, la libertad
sexual, todas esas cosas que solamente eran del dominio muy
secreto de unos libritos que vendían en la Librería Francesa de
la editorial Jean Jacques Pauvert, en que lo mismo se publicaban
esas historias para el viajero solitario […] que diccionarios de
erotismo o las obras de Bataille, Klossowski, y todo ese mundo, que pusimos en la medida de nuestras posibilidades más o
menos a la altura de esa camarilla que siempre ha existido, que
somos los mismos de siempre, que desde hace veinticinco años
nos dedicamos a hacer este tipo de cosas.10
10
Salvador Elizondo en entrevista con Adolfo Castañón, “Los secretos
de la escritura. Entrevista con Salvador Elizondo”, Revista de la Universidad de México, 2006, núm. 26, p. 63.
De estas palabras de Elizondo vale destacar el carácter elitista de la publicación que, como señala José María Espinasa,
“tenía para bien y para mal (con el tiempo creo que sobre todo
lo primero) el aire de un juguete nuevo”,11 y como tal parecía
estar destinada más al disfrute de unos pocos que a eso que
llaman el gran público.12
Me parece que este aliento elitista y, en general, las aspiraciones éticas y estéticas de la revista se decantan en el motivo del artista –entendido en amplio sentido como escritores,
pintores, músicos, cineastas–, figura un tanto opuesta a la del
intelectual, en la medida en que al primero no le preocupa
tanto el espacio público como el personal. Creo que la revista
de Elizondo buscó una reivindicación de esta figura como una
declaración de principios, en una época donde el ambiente
cultural se encontraba sumamente politizado y en la cual dos
visiones de la cultura se encontraban en juego: una que apostaba por el nacionalismo y el compromiso social, y otra que
pugnaba por el universalismo y la libertad artística.
Queríamos hacer una revista literaria –afirma Elizondo–, pero
no estrictamente literaria, porque a aquella generación nos gustaba mucho el relajo. En realidad los números no tenían criterio
definido ni en lo político ni en lo ideológico, lo cual en esos años
resultaba bastante extraño, pues el mundo estaba completamente ideologizado.13
11
José María Espinasa, op. cit., p. 86.
Elva Peniche Monfort afirma que de los siete número publicados sólo
se vendieron 40 ejemplares. (Cfr. “El cuerpo en la revista S.nob”, en Rita
Eder [ed.], Desafío a la estabilidad. Procesos artísticos en México 1952-1967/
Defying Stability. Artistic Processes in Mexico, Universidad Nacional Autónoma de México-Turner, México, 2014, pp. 230-245).
13
Entrevista con Salvador Elizondo a cargo de Héctor de Mauleón, op.
cit., fragmento reproducido en cuarta de forros.
12
La imagen del artista en la revista parece tomar dos cauces
contrarios sólo en apariencia; por una parte, se le presenta de
forma desacralizada y paródica; por otra, revestido de heroísmo y sublimidad. Lo primero se manifiesta, por ejemplo, mediante el uso lúdico de lo que podríamos llamar los paratextos
de la revista, donde ésta parece asumir una voz propia. Una
muestra diáfana de lo anterior se encuentra en los índices que,
de entrada, no se presentan como una lista sino como una
glosa, funcionando casi como editorial. Merece la pena citar
uno in extenso:
S.NOB hebdomadario en su primer número, da cabal respuesta
a las más inquietantes y sintomáticas preguntas. Jorge Ibargüengoitia aclara si Pampa Hash es el ideal femenino del hombre
muy latinoamericano [página 2]. Alvar do Mattos, último viajante portugués, da luz sobre una cuestión muy debatida: ¿Era
de buen gusto tomar café con Drieu La Rochelle? [página 5].
Juan Manuel Torres nos instruye sobre si la licantropía es un
arte o pasatiempo [página 9]. Sabemos, gracias a Jomi García
Ascot, si el jazz es tan dialéctico como se dice [página 11]. ¿Vale
la pena dedicar los mejores años de nuestra vida a leer la primera
página del Finnegans Wake de Joyce? Gracias a una traducción y
a las notas de Salvador Elizondo, se aclara definitivamente este
problema [página 14]. Por su parte, Alexandro nos permite saber si la carne de un solo monstruo de Tasmania basta para
alimentar a una ciudad entera [página 17]. Juan Vicente Melo
explica el por qué de momificación de Erik Satie [página 19].
Mientras un grupo de personas preocupadas especula sobre la
muerte de Juan Belmonte [página 24]. Zachary Anghelo se refiere a los L.B. como una raza superior [página 25] y R. M. Bengoal descubre, gracias al cine, lo que es un crimen repugnante
[página 27]. Después, si el lector está interesado en saber algo
acerca de cierto sobrino de Oscar Wilde, Luis Guillermo Piazza
le dice algo al respecto [página 29]. Tomás Segovia hace frente
a otra cuestión importante: ¿Por qué Don Quijote no se hacía
ilusiones? [página 32] y Cecilia Gironella habla de la cabeza, el
corazón, el vientre y los pies [página 34]. T.S.M.A… J.Z.U.Y.
demuestra que pueden combinarse el obispo y el rojo [página
38]. Además, en forma encuadernable, S.NOB, hebdomadario,
ofrece a sus lectores la primera entrega de la novela el Monje de
Matthew G. Lewis ilustrada por Alberto Gironella. Voilà!14
Como puede advertirse, sin mayores referencias, el índice funciona como el primer elemento de humor en la revista al ofrecer una lectura trivializada de sus contenidos, con lo cual éstos
se ven despojados de toda solemnidad o intención edificante.
Mediante este mecanismo, se consigue una suerte de contrapunto entre la voz de los autores y la voz de la propia revista, que muchas veces tiene a sus propios colaboradores como
el objetivo principal de sus parodias, rayando en ocasiones
en el chiste privado: presentar a Ibargüengoitia como ingeniero
o insistir en llamar siempre doctor a Juan Vicente Melo. En el
tercer número del hebdomadario, como parte de los fotomontajes que se incluían en cada entrega y que muy probablemente
se debían a Elizondo, aparece “Iconographia snobarium” con
imágenes burlescas de Leonora Carrington, Juan García Ponce, Cecilia Gironella y Juan Soriano. Los montajes hablan por
sí solos (véanse las imágenes de las páginas siguientes).
En varias entrevistas, al abordar la aventura de S.NOB, el
autor de Narda o el verano evoca con especial alegría la sección
“Du Côte de Chez Snob”, donde Antonio Saldívar “hacía una
crónica de sociales imaginaria, con los nombres entreverados,
14
Sin firma, sin título, S.NOB, 1962, núm. 1, p. 1. (Los corchetes pertenecen al original).
“Iconographia s.nobarium”, S.nob, 1962, núms. 3 y 4, p. 19.
“Iconographia s.nobarium”, S.nob, 1962, núms. 3 y 4, p. 20.
estilo joyciano, sobre gente conocida; se sabía perfectamente
quiénes eran”.15 Una de estas crónicas en especial llama la atención con respecto a la mirada desmitificadora de los ambientes
artísticos y literarios, pues tiene como personajes de fondo a
varios miembros de la Generación de Medio Siglo, en el contexto de una de esas míticas fiestas que años más tarde serían
retratadas con acidez por Luis Guillermo Piazza en La Mafia.
“Salón de Mai” se titula la crónica donde se busca evidenciar
las vanidades y banalidades del mundillo literario mexicano:
“Las comunistas ortodoxas no se ponen perfume!”, dijo Eulalia
de Monfort a la pequeña Elena de Pontecorvo. […] Se dirigieron
al grupo de amigos que empezaban a llenar la Galería.
Elena, fiel a su costumbre llevaba las medias chuecas, una
franja de su fondo le llegaba casi al tobillo, un ojo pintado y otro
no y los dientes llenos de rouge. Carlos Fontana se le echó a los
brazos. “¡Elenita! ¿cómo te fue en Varsovia?, yo te iba a alcanzar
pero tuve que ir a lo de la junta de Belice”. Los interrumpió Lupe
Dadin: “Ay, muchacha, mira nomás, lo flaca y desguazada que
vienes”. Elena no supo qué contestar pues en ese momento entró
Leonora Badmington echando bocanadas por su boquilla y poniéndose frente a Eulalia le dio dos sonoras cachetadas.16
Una última muestra de este humor irreverente y desmitificador, donde nuevamente hay un juego con los géneros, en este
caso al insertar un afiche ficticio sobre la adaptación cinematográfica del Ulysses de Joyce (titulada en México como Jornada de perdición), hecha en 1932 y dirigida por Eisenstein,
con las actuaciones de Mae West, Charles Laughton, Phillips
15
16
Salvador Elizondo citado por Delmari Romero Keith, op. cit., p. 79.
Kiwi, “Salón de Mai”, S.NOB, 1962, núm. 5, p. 39.
Holmes y la población entera de Dublín, acompañado de una
nota periodística. La nota describe el filme como un escándalo
mayúsculo que ha suscitado las reacciones del Estado norteamericano, las iglesias metodistas, bautistas y adventistas del
séptimo día así como del Ku-Klux-Klan, ante los cuales se ha
formado un comité mundial en defensa de la película, presidido por Bertolt Brecht, Pablo Picasso, Louis Aragon, Chaplin, Alfonso Reyes, Diego Rivera, Max Ernst, Max Jacob y
Zachary Angelo, entre otros. La nota, además, recupera los
comentarios que mereció el filme de parte de reconocidos personajes del mundo intelectual y cinematográfico, quienes se
ven reducidos al lugar común, a su propia expresión gastada
por sabida. El misántropo Céline afirma: “Es la debacle, es el
asco, es el fin. Cerdos, cochinos, marranos, me han robado.
Todos me han robado. No quiero saber nada de nadie. Que
me dejen en paz. No existe el cine, no existe el arte. Escribimos para comer. Dinero, dinero, a mí que me den dinero, que
no me pregunten”; Freud comenta: “Eisenstein y Joyce tienen
un complejo sensoabsorbente que se traduce en su fijación materna expresada en la película a través de la botella. Triunfan
inevitablemente las fuerzas de la muerte”; Joyce dice: “Se ha
mierdatraicionado mi jesuitotomismo”; Hemingway: “La vida
es hermosa. Es hermoso haberse emborrachado con Joyce. Es
hermoso haber boxeado tres rounds con Eisenstein. Es hermoso haber estado con Mae West viendo los caballos destripados
en Pamplona. Es hermoso haber conocido a la mejor gente de
mi época”.17
Tanto los fotomontajes como los nombres enrevesados,
el uso de seudónimos –García Riera firmaba también como
17
Jennifer Hayer-Stone, “El estreno del Ulises de Eisenstein”, S.NOB,
1962, núm. 6, pp. 29-30.
Zachary Anghelo, un prestigioso crítico de cine; Álvaro Mutis, como Alvar do Mattos, un diplomático portugués; José de
la Colina, como R. M. Bengoal– y las falsas citas atribuidas a
diversos autores, son una crítica al artista como personaje social, a la canonización de su persona en desatención de su arte.
En este punto es donde se da un contacto entre las dos visiones
aparentemente antagónicas pero en realidad complementarias
de esta figura, ya que el tratamiento burlesco de las personas de los artistas no deja de guardar cierta relación con la idea
del artista como genio. Esta concepción de origen platónico
presenta al poeta como un ser entusiasmado, es decir, como
un vehículo a través del cual hablan los dioses y que, en ese
sentido, no posee un arte propio sino que es un mero depositario de la belleza.18 Una de las posibles derivaciones modernas
de este pensamiento es que, bajo ningún concepto, el artista es
una figura ejemplar por sí mismo, sino más bien un vehículo
y acaso una víctima de su propia obra. Desde esta perspectiva,
no resulta gratuito que la mirada de S.NOB se dirija a personajes como Drieu La Rochelle, August Strindberg, Erik Satie,
Paul Klee, William Burroughs, y que el acento se ponga justamente en el carácter contradictorio, tormentoso o polémico
que se dio en la intersección de su vida y obra.
Jomi García Ascot expresa bien esta concepción irracionalista del trabajo artístico en sus ensayos sobre jazz al señalar la
preeminencia del individuo sobre el grupo, y de la improvisación sobre la composición: “para mí el jazz –o mejor dicho la
esencia del jazz, como la del flamenco– consiste fundamentalmente –y hasta diría casi únicamente– en la improvisación creadora. Arte del instante, arte nacido de una inspiración
Platón, Ion, en Diálogos, intr. E. Lledó Íñigo, trad. J. Calogne Ruiz, E.
Lledó Íñigo, C. García Gual, Gredos, Madrid, 1981, t. 1, pp. 249-269.
18
irrepetible, única magia, el jazz basa su esencial originalidad
en la improvisación”.19
El último número de la revista estuvo dedicado, elocuentemente, al tema de los paraísos artificiales. En él, como señala
Florence Olivier, se “hace énfasis en el heroísmo del artista
dispuesto a someter su cuerpo, es decir la naturaleza que alberga su persona, a las tiranías de la droga y el alcohol para
encontrar la cultura, la verdad, no el racionalismo intelectual
sino la inspiración sagrada, dionisiaca, estando más allá de sí
mismo”.20 En esta entrega, García Ascot vuelve sobre la idea
de la inspiración y el arrobamiento casi místico como principio estético del jazz: “Acabados los dogmas, rotas las ‘reglas’
que al orientar daban una seguridad, una cohesión al esfuerzo
creador, todo se vuelve riesgo. Y para atravesar ese riesgo y
encontrar algo nuevamente debe ser a costa de uno mismo. La
experiencia del jazz moderno es bastante rimbaudiana. ‘Yo soy
otro’ siente oscuramente el solista de bop. Y hay que encontrar
ese otro, eso otro”.21
Juan García Ponce, en su ensayo “Arte y autotrascendencia”, del mismo número, coincide con el tunecino al señalar
que el artista debe buscar siempre ese desarreglo de los sentidos
–para el cual las drogas o el alcohol serían sólo un atajo– en
aras de obtener la revelación de esa realidad que no se muestra
más que en el arte: “el artista se revela como el ser capaz de
substituir a las drogas en lugar de tener que servirse de ellas.
Su misión es revelar, hacernos ver más allá, pero desde dentro
de la realidad, nunca tratando de salirse de ella en fugaces
intentos de escape a los que regresa con un puñado de agua.
19
Jomi García Ascot, “Jazz”, S.NOB, 1962, núm. 1, p. 12.
Florence Olivier, art. cit., p. 173.
21
Jomi García Ascot, “Jazz y droga”, S.NOB, 1962, núm. 7, p. 24.
20
Sólo esta decisión de permanecer en la realidad es la que puede
hacer su tarea heroica y su arte verdaderamente grande”.22
La profunda tensión, acaso irresoluble, que se da entre el
artista y su obra, coloca a éste en el papel de un héroe trágico
que debe sufrir toda suerte de sacrificios si es que quiere permanecer fiel a sí mismo, es decir, fiel al verdadero arte, uno
en el que “la belleza está siempre al servicio de la verdad”.23
“Como todos los grandes –escribe García Ponce–, Strindberg
permanece fiel hasta el fin a su sentido trágico de la existencia, ninguna autocomplacencia, ninguna traición a su verdad
puede encontrarse en sus obras”.24 En este punto reaparece la
necesidad del humor como condición para el arte moderno,
aunque no se trata de cualquier tipo de humor sino de aquel
que se emparenta con la autocrítica. El artista debe ver la realidad siempre con ojos de artista, es decir, con ojos críticos, en
especial cuando está frente a un espejo. Dice García Ponce con
relación a esta mirada hacía sí mismo y hacia el exterior:
[Klee] fue […] un pintor realista, […] pero su realismo, como ya
hemos visto, se dirigía a las esencias, buscaba identidades ocultas, interrogaba a las apariencias para tratar de encontrar el verdadero centro de la realidad. En él, esta búsqueda estaba regida,
además, por un dato fundamental producto de su formación
cultural y su carácter: el humor, que en muchas ocasiones en sus
obras se traducía en una fina ironía, especie de burla de sí mismo
y de lo desmesurado de su ambición.25
22
Juan García Ponce, “Arte y autotrascendencia”, S.NOB, 1962, núm. 7,
p. 20.
23
Juan García Ponce, “Paul Klee”, S.NOB, 1962, núm. 6, p. 8.
24
Juan García Ponce, “Strindberg perseguidor perseguido”, S.NOB,
1962, núm. 1, p. 12.
25
Juan García Ponce, “Paul Klee”, p. 8.
En un sentido similar, Melo denuncia la inmovilidad histórica y el voluntario olvido de su obra al que parece condenarse
a ciertos autores, al mixtificar su vida y convertirlos en un “objeto inteligible” y no en una presencia viva que se manifiesta
precisamente en sus creaciones. Contra esta tendencia rescata
lo que considera “la gran lección” autocrítica de Erik Satie:
La gran lección, hemos dicho: el arte y el pudor de la simplicidad. No otra cosa es el mensaje de comunicación que nos ha
dejado este trabajador solitario, la mística formulada en torno al
estado de la palabra, la sabiduría que encierra el saberse burlar
de lo que más se quiere, de la propia imagen, de la obra misma;
[…] Al revés de nuestros intelectuales de derecha y de izquierda,
hace del oficio de artista una necesidad y no la suma de detalles
que trasmite al público la realidad específica, la configuración
de la imagen del intelectual.26
El oficio de artista como una necesidad y no como un accesorio para proyectar la propia persona en el espacio público,
puede ser la premisa de la que partió S.NOB para conformar un
discurso a contracorriente dentro de nuestra tradición de revistas literarias, y seguramente incómodo para una época de
turbulencias políticas donde se exigía a los artistas poner su
creación al servicio de algo más que no fuera ella misma; una
petición, al parecer, inaceptable para los jóvenes colaboradores
de esta revista que, a pesar de su efímera existencia, sigue siendo una muestra ejemplar de libertad artística e intelectual.
26
Juan Vicente Melo, “Homenaje a Erik Satie”, S.NOB, 1962, núm. 1,
p. 20.
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SALVADOR ELIZONDO EN
EL HIPOGEO SECRETO
Julia Érika Negrete Sandoval
res años después de la publicación de Farabeuf o la crónica de un instante (1965), novela que le mereció el premio
Xavier Villaurrutia, Salvador Elizondo publica su segunda novela, El hipogeo secreto (1968), precedida apenas por un libro de
relatos, Narda o el verano (1966), y por su autobiografía, Salvador Elizondo (1966). Para entonces, la obra elizondiana ya
se perfilaba como una apuesta abierta a la metaliteratura; sus
preocupaciones filosóficas por el arte, el lenguaje y la literatura, además, claro está, de la influencia del cine en sus primeros
libros, desembocaron inevitablemente en textos reacios a las
clasificaciones genéricas, híbridos y colmados de especulaciones sobre la naturaleza del mismo acto de escribir. De ahí que
Elizondo sea uno de los pilares de “La escritura”, generación
así nombrada por algunos para referirse al grupo de escritores que signaron un nuevo rumbo de las letras mexicanas en
la década de los sesenta, apartados de la novela realista, de
corte histórico o social como fue la Novela de la Revolución,
y mucho más interesados en despojar la palabra de todo andamiaje externo, al estilo del Nouveau Roman, para internarse
T
en ella y en su relación problemática con el autor.1 En este
último aspecto, El hipogeo secreto plantea, además del carácter especular ya comentado por la crítica, una particularidad
que potencializa su naturaleza metaficcional: la presencia del
autor como personaje de su propia ficción. Cuando Julieta
Campos compara la novela de Elizondo con el famoso cuadro
de Velázquez, Las meninas,2 llama la atención, en principio,
sobre el tema del artista que se contempla a sí mismo en el acto
de la creación, autocontemplación que invariablemente desemboca en otros temas: el cuadro dentro del cuadro, el retrato
de la obra en proceso convertido él mismo en la obra. Es, en
efecto, un asunto de autocontemplación el que Elizondo pone
en escena en El hipogeo secreto, el regodeo narcisista de verse
a sí mismo jugando a ser un autor hipotético o un personaje
inventado por el “Dios de la literatura”, para con ello poner
en tensión las supuestas fronteras que separan la realidad de la
ficción, porque para Elizondo esas fronteras son inestables, es
más, no existen en absoluto.
Lo que aquí interesa al respecto son las distintas figuraciones del autor desplegadas en el texto, figuraciones que sobrepasan las relaciones con un referente, porque Elizondo quiere
concebirse a sí mismo como un ser de escritura, poner en duda
su identidad, destrozarla y reconstruirla sólo a medias en ese
acto de olvidar y recordar exigido al lector al comienzo de
la novela. Que el propio Salvador Elizondo se proponga participar de la naturaleza ficticia y escritural del libro invita a
preguntarse ¿cómo se concibe él mismo en tanto autor?, ¿qué
1
Véase Magda Graniela Rodríguez, El papel del lector en la novela mexicana contemporánea: José Emilio Pachecho y Salvador Elizondo, Scripta Humanistica, Maryland, 1991, pp. 22-24.
2
“Una novela que llega a los límites de la novela: El hipogeo secreto”, en
Oficio de leer, Fondo de Cultura Económica, México, 1971, pp. 62-65.
tipo de relación plantea con la escritura-literatura?, ¿qué significa ser escritor y respecto a qué? Son estas preguntas las
que inquietan mi lectura de El hipogeo secreto, porque cuando
un autor enuncia su nombre, cuando se dice a sí mismo, dice
siempre algo más.
El hipogeo secreto es uno de los textos tempranos en la literatura hispanoamericana que preconizan el advenimiento de
otros en los que el escritor se incorpora abiertamente en ese
gesto de autofiguración trazado en las autoficciones. La tentativa de Elizondo, sin embargo, se orienta más a la reflexión
de orden estético que a la preocupación existencial o autobiográfica, y por eso mismo resulta de una complejidad mayor.
En este sentido, destaca una proyección del autor desde lo que
José María Pozuelo Yvancos concibe como “figuraciones del
yo”,3 esto es, la plasmación de la voz de un yo pensante vertido
en la ficción bajo la forma de la escritura ensayística; un yo que
sigue siendo personal pero no autobiográfico. El yo reflexivo de
Elizondo se revela en la teorización a propósito de la escritura
y la literatura dispensada en el texto, en ese dispositivo que
Norma Angélica Cuevas ha denominado, en consonancia con
el pensamiento de Maurice Blanchot, el “espacio poético”.4
3
Para Pozuelo Yvancos, uno de los aspectos más novedosos de la narrativa contemporánea es su capacidad de incluir una voz personal sin que
sea biográfica, ya que “permite construir al yo un lugar discursivo que le
pertenece y no le pertenece al autor, o le pertenece de una forma diferente
a la referencial. Le pertenece como voz figurada, es un lugar donde fundamentalmente se despliega la solidaridad de un yo pensante y un yo narrante” (“‘Figuración del yo’ frente a autoficción”, en Ana Casas comp., La
autoficción. Reflexiones teóricas, Arco Libros, Madrid, 2012, p. 168).
4
El espacio poético en la narrativa. De los aportes de Maurice Blanchot a
la teoría literaria y de algunas afinidades con la escritura de Salvador Elizondo, Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa-Casa Juan Pablos,
México, 2006. La autora sigue la noción de “espacio literario” formulada
Es cierto que la escritura elizondiana tiene tanto del
Nouveau Roman como de Blanchot y de Barthes, tres posturas
que, de entrada, parecen negar toda posibilidad de conceder al
autor un papel activo dentro de la construcción narrativa. Del
primero hereda la preocupación por la inmanencia del texto
fundada en el uso del metalenguaje para explicar la obra a
partir de ella misma, lo cual resta importancia al desarrollo
del personaje y su papel de actor en una intriga que ahora se
ve trastocada por la fragmentación de la secuencia temporal
de la novela tradicional. De Blanchot se percibe el llamado a
la orfandad de la obra, a la presencia de la ausencia de lo que
se nombra, el paso de un “yo” a un “él” que empuja al autor a
su alejamiento para que la obra pueda ser. Con Barthes comparte a Blanchot en la llamada “muerte del autor” –en el texto
del mismo título publicado, por cierto, el mismo año que El
hipogeo secreto–, proclama por “la destrucción de toda voz, de
todo origen” en la escritura en beneficio de la escritura misma,
porque el autor nace al mismo tiempo que escribe, en el aquí
y ahora del gesto que traza la palabra sobre el blanco de la
por Maurice Blanchot para definir el “espacio poético” como el lugar en
la obra narrativa literaria donde se desenvuelve el pensamiento literario
del autor; en otras palabras, es la “teoría literaria en la literatura” o una
“poética encarnada en el texto” (pp. 12-13). Por su parte, Steven M. Bell
utiliza las fórmulas “novelización de un concepto” y “elaboración novelesca de ideas filosóficas” para nombrar la interrelación entre teoría y literatura en El hipogeo secreto (“Literatura crítica y crítica de la literatura:
teoría y práctica en la obra de Salvador Elizondo”, Chasqui, 1981, núm. 1,
pp. 41-52). La reflexión sobre la obra literaria en la novela de Elizondo cobra, para Andrea Sotomayor, la tesitura de una crítica a la novela realista,
sustentada en la negación a mostrar la realidad cotidiana en favor de la
exposición de la visión idealista del mundo del autor (“El hipogeo secreto:
la escritura como palíndromo y cópula”, Revista Iberoamericana, 1980,
núms. 112-113, pp. 499-513).
hoja; no hay pues otro lugar de procedencia de la obra que el
propio lenguaje, y por eso tampoco hay un significado último. ¿Cómo afirmar, entonces, que en El hipogeo secreto la figura del autor tiene algún peso, así sea mínimo, en la disposición
del aparato metatextual? ¿Es que acaso en ese afán de negación es donde precisamente se afirma –porque para borrar un
nombre es necesario haberlo escrito antes–? Quiero creer que,
dentro de la teorización sobre la literatura urdida en El hipogeo
secreto, hay alusiones explícitas a la naturaleza incierta de ese
origen, siempre aplazado, de donde surge la palabra.5
Cualquier desciframiento de El hipogeo secreto es intento
vano. Cuando hemos creído que encontramos la frase que
5
El de Eduardo Sabugal Torres es uno de los pocos estudios que ven en
el autor un elemento, entre otros, significativo en la construcción narrativa de El hipogeo secreto. En su opinión, la figura del escritor es el símbolo
de la “metaficción, garabato o autorreferencialidad”: “la pregunta que se
genera en toda la novela, la pregunta a la que nos obliga Elizondo utilizando esta figura del escritor-escrito, ya no es aquella que interroga por la trama, o por el contenido del libro (el espacio de existencia), sino la pregunta
que interroga por el autor de ese contenido; el responsable, el escritor
último de eso que acontece en la novela […] la pregunta que circula en la
estructura de la duda es la de un ¿quién?, y no un ¿qué?” (“El hipogeo secreto de Salvador Elizondo, una novela paradigmática del posmodernismo
en México”, tesis de maestría, Universidad de las Américas, Puebla, 2005,
s/p. Disponible en: <http://catarina.udlap.mx/u_dl_a/tales/documentos/
mlh/sabugal_t_e/>). Aunque desde una perspectiva distinta, Cuevas Velasco admite la presencia de una figura de autor cuando puntualiza que
en el espacio literario que Elizondo construye en El hipogeo secreto la presencia de la ausencia se concreta mediante el artificio, que consiste en el
rompimiento del canon de los géneros literarios, cuyo resultado es un
discurso en el que participan ensayo, prosa y lírica, producto que “registra
un discurso donde se ‘relatan’ las preocupaciones de una figura de autor,
del autor implícito, en un río dialógico entre el proceso creativo y la obra”
(op. cit., p. 187).
describe su naturaleza, nos topamos, casi enseguida, con otra
que si no la contradice por lo menos la desplaza y nos deja de
nuevo al comienzo. En una burda tentativa, se podría decir
que El hipogeo secreto cuenta el peregrinaje onírico de un grupo de personajes, miembros de una sociedad secreta llamada
Urkreis, en busca de su origen y su destino. Pero esto es decir
poco, porque también es la historia de un escritor que escribe
un libro sobre otro escritor que escribe un libro en el que aquél
está contenido en el acto de escribir; aunque en realidad es
la historia de “un hombre y una ciudad que nunca han existido”, “una historia de horror, de tristeza y de magia” o “una
historia triste, pero que, en cierto modo, hace reír a la gente”.6
Posibilidades todas que más que producto de la lectura son la
forma abierta de la autoconciencia de la novela, expresión de
la ausencia de anécdota en favor de la aventura del lenguaje,
sentido en el que resulta ser “Algo como Les 500 millions de la
Begum, pero al revés” (p. 45).
Al parecer, todos los personajes están contenidos en el sueño de la Perra, Mía o La Flor de Fuego, personaje femenino
cuya acción catalizadora es la de soñar lo que los otros personajes imaginan que sueña. El resto de los personajes (H., X.,
E. [soñador de bibliotecas, museos, quirófanos y catedrales], el
Pseudo-T [paleógrafo], Salvador Elizondo, el pseudo-Salvador
Elizondo, el Pantokrator, el Sabelotodo, el Imaginado, el Otro)
son entidades que tienen el carácter fantasmal y volátil de las
imágenes fantasiosas de los sueños. Es significativo que el único nombre real sea el de Salvador Elizondo (y su antítesis, el
pseudo-Salvador Elizondo), el único al que, por referencias externas si se quiere, se le puede atribuir cierta identidad; el resto
6
Salvador Elizondo, El hipogeo secreto, 3a. ed., Fondo de Cultura Económica, México, 2000 (Letras Mexicanas, 122), p. 45. En lo sucesivo,
anotaré sólo el número de página entre paréntesis.
portan nombres indicativos más bien de una desidentidad o
de algún atributo. Sin embargo, la identidad de ese Salvador
Elizondo es la que en todo momento se pone en duda, como si
lo que se intentara mostrar es su carácter fragmentario e inestable, su capacidad de hacerse pasar por otros, de convertirse
en otro(s), de dejarse dominar por la escritura para que ésta lo
determine.
El comienzo de la novela es indicativo de la naturaleza ambigua del narrador y de la confusión de los planos narrativos, responsable de su identificación con el autor y el lector: “… Dime,
te imploro –dice–: la noche hubiera quedado en el más sombrío de todos los olvidos. Evoca; evoca ese sueño que habrá de
realizarse, aquí, ahora” (p. 9). Todo sugiere que hay un narrador en tercera persona que cede la palabra al personaje que en
adelante llevará la enunciación. Páginas más adelante, vuelve
a aparecer este narrador ahora confundido totalmente con el
personaje, de modo que el “él” se fusiona con el “yo”:
Pero me estás mintiendo, me dices tú. Me estás mintiendo todo
el tiempo; con esos mitos de las ciudades vestigiales y todas esas
cosas. No te ocupas de mí y sin embargo deseas ardientemente
que yo participe en esta experiencia, en esta disciplina, en esta
locura. Ésas son las cosas que tú me dices. No se te olvide que
yo te conozco desde hace mucho tiempo. Desde que te hacías
pasar por la flor de fuego en aquel barracón de pequeños taumaturgos ambulantes. Escucha, Perra: yo te conozco desde hace
mucho tiempo, le dice. La perra se ha adelantado unos pasos y
él parece que la fuera persiguiendo sin poder alcanzarla jamás.
De hecho, la persigue como Aquiles sigue a la tortuga. ¿Verdad,
Perra, que yo te voy siguiendo como Aquiles sigue a la tortuga?
(p. 23, énfasis mío).
Si tenemos en cuenta esta fragmentación e inestabilidad vocal,
se podría argumentar que, como confirma Magda Graniela
Rodríguez, hay desde el comienzo de la novela un esquema de
diálogo que involucra de manera oblicua tanto al autor como
al lector.7 En primera instancia, se despliega una relación narrador-narratario mediante la petición que el personaje narrador hace a la Perra, con imperativos como: dime, te imploro,
evoca, reza, repite, recuerda, olvida, etc. En un segundo nivel,
en un sistema de equivalencias, el mismo acto se traslada a dos
posibilidades: que la presencia del autor esté implicada en el
narrador y que la Perra sea una especie de símbolo de la escritura misma, pero también una personificación del lector. La
novela deja ver la intrínseca relación, casi sinónima, entre escritura y lectura en reflexiones como la que da inicio al segundo capítulo: “Escribir un libro es, en cierta forma, releerlo. El
texto se va construyendo de su propia lectura reiterada” (p. 47).
Esta afirmación supone que el libro tiene una existencia mental antes de ser formulado en palabras, en escritura, acto este
último que resulta ser la lectura del libro que el escritor va leyendo mientras lo escribe. De ahí que el autor se asuma como
el primer lector de su libro; en otras palabras, si en este comienzo se puede afirmar una idea incipiente sobre el autor,
sería la de que es ante todo lector, aunque puede verse también
como la pulsión de un creador que hace de la lectura uno de
los momentos constitutivos del acto creativo. En este sentido,
se establece una doble relación que involucra a la instancia
autoral: 1) autor-escritura y 2) autor-lector/lectura.
7
Graniela Rodríguez arguye que las palabras con que abre el texto aluden a las siguientes posibles situaciones comunicativas: 1) “a un diálogo
que se entabla entre dos personajes novelescos y que alguien/otro testimonia y patentiza”; 2) “a un autor que convoca la presencia de un lenguaje que
comunique”; y 3) “a la escritura y lo que ésta denota” (op. cit., p. 174).
Hasta aquí todos son guiños, preludios para la aparición
del escritor en escena, primero mediante una alusión pasajera,
parte de una visión del narrador: “un personaje que parece
regir con su mirada […] Será nuestro jefe. Un hombre cuya
mirada jamás hemos descubierto. Un personaje absolutamente
espurio dentro de este libro” (p. 19). Dos notas significativas se
asoman en esta primera mención indirecta: una, relativa a la
mirada dominante de un ser omnipresente, una suerte de Dios
que está más allá de los límites de su conocimiento de seres escriturales; la segunda, dada por la palabra “espurio”, con la que
significa un ser falso, fingido, mentiroso, es decir, contaminado con las trazas de un referente de la realidad extratextual. Se
adivina en estas líneas un sutil desenmascaramiento del autor
que se hace pasar por personaje: es un acto velado de delación,
en el que son simultáneos el deseo de definirse sólo en y por la
escritura, la vergonzosa aceptación de la impureza arrastrada
hasta la página y el aura de omnipresencia reiterada a lo largo
de la novela.
Hay indicios para suponer que la ficcionalización del autor
en El hipogeo secreto apunta hacia la construcción de una figura
paradójica definida, en principio, por el aplazamiento de su
concreción, porque, como apunta Cuevas Velasco, siguiendo la
opinión de Ana María Barrenechea, “los personajes y aun las
acciones de tal novela funcionan como una destrucción de
la referencialidad dentro de sí misma”.8 Sin embargo, visto
desde otro ángulo, está presente también cierta preocupación
por la identidad del personaje en cuanto creador. Para retomar
el inicio de la segunda parte de la novela, cuyo tono argumentativo le da un aura de poética y lo convierte en una especie
de credo válido para sí misma, se entrevé el apego del escritor
8
Op. cit., p. 209.
al acto creativo: “La verdad de una novela es siempre la lucha
que el escritor entabla consigo mismo; con ese y eso que está
creando. La composición es simplemente la confusión de las
palabras y los hechos; la confusión de estas cosas en el tiempo y en el espacio; la confusión que es su propia identidad”
(p. 47, énfasis mío). Como ocurre a lo largo de todo el texto,
la ambigüedad que rige la estructuración de las oraciones y los
párrafos abre diferentes posibilidades de lectura, de modo que
“la confusión que es su propia identidad” bien puede referirse
a “la composición” entendida como el momento de creación,
el proceso de escritura; pero alcanza también al escritor de la
primera oración, gesto que lo ubica en el centro de este acto
crucial en que se debate consigo mismo. Para complicar un
poco más las cosas, en las líneas siguientes una afirmación
corrobora la necesidad de “conocer la identidad de esa confusión que persiste aún más allá de la certidumbre que la anima”
(p. 47). El problema de la identidad entra, asimismo, en juego,
según observa Juan Malpartida, en el ritual de iniciación de
Mía a la secta secreta, ritual que se consuma en los actos sucesivos de recordar y olvidar su nombre, pues toda iniciación
supone, asegura el crítico, “la muerte de una identidad y el
encuentro de otra”.9
Hago aquí un breve paréntesis para referirme a una forma narrativa que podría ayudar a describir la naturaleza de
la interacción entre los distintos niveles narrativos y ontológicos en los que se debate la presencia del autor: la narración
paradójica, pues en la novela de Elizondo se desenvuelve una
dinámica capaz de otorgar a su figuración un papel crucial
en el juego de la ficción, y porque en este libro “la paradoja
9
“Salvador Elizondo, el grafógrafo”, en Salvador Elizondo, Narrativa
completa, Alfaguara, México, 1997, p. 19.
tiene un papel predominante” (p. 51). La novela moderna, y
en especial las autoficciones, ha hecho de la narración paradójica su recurso privilegiado para expresar, entre otras cosas, los
vericuetos de la pérdida y la búsqueda de una identidad que
se sabe inestable, fragmentada y frágil,10 pero también para
dilatar al extremo las posibilidades experimentales de la novela. En teoría, se dice que la autoficción pertenece al terreno
de la narración paradójica puesto que es el resultado de una
operación imposible, planteada por Gérard Genette en los siguientes términos: si A ≠ N, A = P y N = P, entonces A = N
por la regla lógica de que dos cosas iguales a una tercera son
iguales entre sí.11 De lo anterior se infiere que el autor es y no
es al mismo tiempo narrador y personaje, es decir, afirma y
niega simultáneamente su existencia empírica y ficcional. Lo
que interesa de esta operación es la anulación y transgresión
10
En palabras de Sabine Lang, la narración paradójica “señala un momento de crisis (cognitiva) en el que todo está puesto en tela de juicio,
en el que nada aparece dado unívocamente, en el que cada Uno y cada
Otro, tanto en relación a sí mismos como entre sí, ‘es y no es todo al
mismo tiempo y en todas las maneras posibles’” (“Prolegómenos para una
teoría de la narración paradójica”, en Nina Grabes, Sabine Lang y Klaus
Meyer-Minnemann [eds.], La narración paradójica. “Normas narrativas” y
el principio de la “transgresión”, Iberoamericana-Vervuert Verlag, Madrid,
2006, p. 21).
11
Véase Vera Toro, Sabine Schlickers y Ana Luengo, “La auto(r)ficción:
modelizaciones, problemas, estado de la investigación”, en Vera Toro,
Sabine Schlickers y Ana Luengo (eds.), La obsession del yo. La auto(r)
ficción en la literatura española y latinoamericana, Iberoamericana-Vervuert, Madrid, 2010, p. 19. Genette parte de la fórmula A (Autor) = N
(Narrador) = P (Personaje) del relato autobiográfico, y disocia P en “una
personalidad auténtica y un destino ficcional” para originar la fórmula
lógicamente contradictoria que define la autoficción: A ≠ N = P = A (Ficción y dicción, trad. Carlos Manzano, Lumen, Barcelona, 1993 [Palabra
Crítica, 16], p. 70).
de límites narrativos y ontológicos. La novela de Elizondo
coloca casi una tras otra distintas formas de anulación; la más
evidente de ellas se da como la “simultaneización de lo no simultáneo” (silepsis),12 esto es, la superposición del tiempo de
la narración y del tiempo narrado. En El hipogeo secreto el
tiempo narrado es prácticamente nulo, pues el tiempo de la
narración se impone en la forma de un discurso que debilita
la trama mientras se sostiene en la pura elucubración acerca
de sueños, de ciudades imaginarias, revelaciones, lecturas de
libros que parecen contener el libro que leemos o un fragmento de él, y que se titulan también El hipogeo secreto, aunque
nada garantiza que sean idénticos entre sí. La simultaneidad
del sueño, la lectura y la escritura abisman el texto como en un
juego de espejos donde un acto contenido dentro del otro es, al
mismo tiempo, su reflejo.
Entre las entidades involucradas en las acciones mínimas
del relato, Salvador Elizondo efectúa el trance metaléptico
mediante el cual se genera el más notable de los disturbios que
impiden cualquier intento de permanecer dentro de los límites de lo ficcional. Esta infracción, más que afectar los niveles
narrativos, de por sí ya entreverados, señala “las transgresiones
de orden ontológico”,13 es decir, de los planos de enunciación
12
Lang, op. cit., p. 33. Lang reconoce dos procedimientos de anulación,
silepsis y epanalepsis, y dos de transgresión de límites, metalepsis e hiperlepsis, y cada uno de ellos puede darse en el nivel de la historia o del discurso.
No es mi intención detallar cada uno de ellos, sólo señalar los dos que en
El hipogeo secreto alcanzan su máximo desarrollo. La silepsis, a decir de
Lang, “se propone desnudar la convención del tiempo narrado y del tiempo de la narración, fundando un espacio que se revela al mismo tiempo
como el espacio de lo narrado y del narrador, que está produciendo lo ya
narrado” (p. 33); de ahí que vaya de la mano con la metalepsis, perfilada
como el recurso más socorrido por los relatos que incorporan la figura del
creador a la ficción.
13
Ibid., p. 39.
de todo relato: una enunciación real, la del libro, que involucra
al autor y al lector, y otra ficticia, espacio del narrador y el
narratario. Genette llama a esta forma de metalepsis narrativa
“metalepsis de autor”, y con ella designa, siguiendo a Fontanier y Dumarsais, la transformación de “los poetas en héroes
de las hazañas que celebran”.14 En este sentido, la metalepsis señala la identidad del yo de la enunciación y del yo del
enunciado, sobre todo si la inclusión del pronombre personal
“yo” o del nombre propio del autor –operadores de metalepsis– vincula al relato con lo que le es exterior. En El hipogeo
secreto, Salvador Elizondo se deja arrastrar del primer plano de
enunciación, el literario, a uno segundo, el ficcional, donde se
superpone a un narrador que quizás era E. (¿Elizondo?), y termina nombrándose de manera indistinta Salvador Elizondo y
pseudo-Salvador Elizondo, con lo que transgrede y anula los
límites entre planos ontológicos y niveles de enunciación: un
ser de la realidad empírica se asimila a un personaje de ficción
y viceversa, operaciones fuera de toda lógica, excepto de la lógica imposible que impone el propio relato. A todo esto, ¿por
qué inquieta la pregunta sobre el autor? Se podría argumentar,
con Debra Malina, que procedimientos como la metalepsis,
al abolir las fronteras entre realidad y ficción, tienen un efecto
violento en la percepción del lector, puesto que se asiste a la
disrupción de un universo de realidad por otro, lo cual modifica las formas convencionales de percibir la realidad, porque
cada uno es real en sus propios términos y se conciben originalmente dentro de una determinada jerarquía ordenada.15 De
14
Metalepsis. De la figura a la ficción, trad. Luciano Padilla López, Fondo
de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004 (Colección Popular, 650), p. 10.
15
Breaking the Frame. Metalepsis and the Construction of the Subject, The
Ohio State University Press, Ohio, 2002, p. 4.
ahí que no se pueda eludir la participación de “lo real” así sea
para ponerlo en duda.
La segunda parte de la novela concentra la mayoría de los
procedimientos metaficcionales que involucran al autor. Salvador Elizondo, el personaje, se regodea en convocar y deshacer su identidad confundiéndose en todo momento con los
distintos narradores o, mejor, siendo todos ellos a la vez. Ahí
están contenidas también algunas descripciones de la propia
novela, justificaciones y hasta apelaciones a la crítica. Son unas
páginas intensas en las que se debaten hipótesis para responder
a la pregunta “¿quién?”. Es la primera vez que se convoca, en
un giro metaléptico, a Salvador Elizondo como el autor “real”,
aunque todo se profiera como mera hipótesis, pues el El hipogeo secreto es, ante todo, un libro conjetural: “Si de pronto una
súbita revelación me hiciera saberme como el personaje de otro
y que ese otro pudiera ser real, el verdadero Salvador Elizondo
de quien yo no soy sino el pseudo-Salvador Elizondo” (p. 47).
La idea insinuada en esta secuencia es la de falsedad –en oposición a los adjetivos “real” y “verdadero”– del escritor en dos
sentidos: lo que escribe es una mentira y, en consecuencia, la
entidad que aquí aparece con el nombre del autor no es, no
puede ser, Salvador Elizondo, porque al entrar en la escritura
deja de ser él para convertirse en otro que, contradictoriamente, resulta ser más real y verdadero que el primero, de ahí el
“pseudo” que antepone al nombre de su personaje. Más adelante, sin embargo, lo paradójico vuelve a presentarse en lo que
parece ser la concreción de la misma idea: “todos los hombres,
al convertirse en personajes de un relato [son], esencialmente,
no ellos mismos, sino ellos otros” (p. 54, énfasis mío). Si estas
entidades son todas “ellos otros”, nada impide que el escritor
sea “él otro”, aunque ambos, “yo, Salvador Elizondo” y “Mi
personaje, ese pseudo-Salvador Elizondo” (p. 51), “ese personaje que soy yo”, duden “de su autenticidad como sujeto[s] de
un existir al margen del relato que lo[s] relata” (p. 52). Esta
duda lleva a la afirmación, otra vez hipotética, de una existencia real y otra de lenguaje y escritura, única forma de materializarse y perdurar.
Los personajes no dejan de cuestionarse obsesivamente acerca de su origen, que al principio habían asumido era el sueño
de Mía; ahora creen que ella los lee o que alguien los imagina;
saben que “somos algo más que el sueño de otro” (p. 49) o “el
pensamiento secreto de alguien, ¿pero de quién?” (p. 106). Por
eso persiste la angustiante duda y las conjeturas en torno a ese
escritor imaginado que nos engaña a todos mostrándose en el
mismo acto de su negación: “¿quién le ha impuesto la tarea de
darnos vida?, ¿quién hace que nosotros seamos su secreto; un
secreto vergonzoso revelado mediante el proferimiento de una
palabra; un nombre dicho en el momento de la muerte?”
(p. 48); o también:
¿quién los observa en el momento de su encuentro? ¿Es que acaso un relator anónimo, el autor secreto e ignorado de El hipogeo
secreto, se hallaba oculto entre las arquitecturas resquebrajadas
que irán componiendo el escenario misterioso en el que discurre
la trama de esta novela? ¿Es él un personaje innominado de la
historia, un nombre o una inicial que el autor ha olvidado consignar en estas páginas […]? ¿O es un asesino que aguarda el
momento propicio para abatirnos? (pp. 50-51).
Todas estas preguntas exigen llenarse con un nombre, invocan
una presencia que se esfuma continuamente, pero que se presiente como un ser con cierto poder y cualidades de creador,
el alquimista de la palabra, el autor que se hace pasar por “un
personaje apócrifo del dios de la literatura” (p. 51).
Para Elizondo el acto de escritura guarda importantes similitudes con el sueño. El personaje que en las primeras páginas
interpela a la Perra se sabe producto de su sueño, del que si ella
despertara significaría la muerte de él y de los otros integrantes
del Urkreis. Ella misma podría estar contenida en su propio
sueño y ser, por tanto, el origen del libro que leemos: “Quizás
me estás soñando que te escribo, que te recreo mediante las palabras que mi mano traza en la página. Tal vez estás soñando
que tú eres uno de los personajes de El hipogeo secreto, que es
la historia, dicen, de un sueño y de un personaje que lo sueña”
(p. 41). La carga de incertidumbre que delatan los adverbios de
duda (quizás, tal vez) y el “dicen” coincide con la nebulosidad
de los sueños donde toda apariencia de realidad se disuelve.
Nótese, además, la circularidad que lleva del acto de soñar
al de escribir donde lo soñado cobra consistencia: el soñado
(re)crea al soñador mediante la escritura; imagina, de hecho,
supone, lo soñado como el lugar de su procedencia. La pregunta
es ¿quién crea a quién? o, mejor, ¿quién sueña a quién? Porque
imaginar es, de algún modo, soñar. Ambas se presentan como
co-creación: el sueño sólo es posible porque es escrito, pero
esto no podría ser si no hubiese sido o estuviera siendo soñado.
La única certeza es la paradoja. Salvador Elizondo existe en
las páginas de El hipogeo secreto porque ha sido invocado por
sus personajes, producto de su ensoñación. En este sentido, es
un ser que se define en y por el sueño (imaginación)-escritura.
La discusión en torno a la identidad del binomio escritor-escritura desemboca en la figuración de una entidad de doble faz:
el “escritor soñado” y “el escritor escrito”. Este argumento se
menciona como el posible contenido del libro que escribe el
escritor, personaje del libro que nuestro narrador está escribiendo. Así lo anuncia:
yo, por ejemplo, en este momento, estoy escribiendo una novela de la que ignoro todo. Sólo supongo el esquema general
de la trama. Se trata de un escritor que escribe un libro. Ahora
bien, lo importante es de qué trata ese libro que el escritor está
escribiendo […] Si fuera una historia fantástica como las que
inventaban los filósofos chinos para ilustrar sus aporías y sus paradojas, podría decir, por ejemplo, que la novela trata de un escritor que crea a otro escritor, pero que un día se percata de que
él es un sueño de su propio personaje que lo ha soñado creándolo. Sólo podría librarse de ese sueño soñándome a mí; a mí:
Salvador Elizondo, que lo he inventado como personaje de un
libro improbable que se llama El hipogeo secreto, que trata, para
ser un poco más precisos, de un hombre y una ciudad que nunca
han existido (pp. 44-45).
La solución extrema inventada para que ese escritor pueda
librarse del sueño de su personaje eleva la paradoja a la segunda potencia. Al hacer partícipe al autor, el efecto de la metalepsis narrativa cobra fuerza con la asimilación sorpresiva
del nombre del autor al narrador, unido además al título del
libro que leemos. Esta primera mención del nombre del autor
convoca la relación intratextual con el cuento “La historia según Pao Cheng” de Narda o el verano, donde Elizondo desarrolla el tema del escritor soñado y escrito al relatar la historia
de un filósofo chino que un día se pone a imaginar ciudades
mientras intenta descifrar su destino en el caparazón de una
tortuga. En una de esas ciudades imagina una misteriosa estancia donde un hombre está escribiendo un cuento titulado
La historia según Pao Cheng, que “trata de un filósofo de la
antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se
puso a pensar en […]”.16 Horrorizado, Pao Cheng se da cuenta
de que él es un recuerdo de ese hombre y que si éste lo olvida
morirá. El hombre, a su vez, se percata de su condena a seguir
16
Salvador Elizondo, “La historia según Pao Cheng”, en Narrativa completa, p. 80.
escribiendo eternamente la historia de Pao Cheng, “pues si su
personaje era olvidado y moría, él, que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecería”.17 Ambos están condenados, uno a imaginar y el otro a recordar y escribir.
La misma paradoja asalta a los personajes de El hipogeo secreto
que dependen del sueño, del recuerdo, de la escritura y de la
lectura para existir. Elizondo hace pender, en este sentido, su
existencia e identidad de las imaginaciones de sus personajes,
que no son sino el producto de su propia urgencia de crear
mundos posibles y habitarlos, porque es, como el del cuento,
“un hombre condenado a escribir una novela infinita en la que
los personajes son almas que recuerdan; seres cuya esencia, al
fin de cuentas, son las palabras” (pp. 47-48). Después de todo,
el mundo se concibe, en la novela de Elizondo, como “una
sucesión de palabras” (p. 56).
Si el mundo es un libro y las palabras carecen de estatuto ontológico, el “autor” y el “personaje o lector” no tienen más realidad
que las propias palabras, o por no exagerar: la realidad del “personaje o lector” es ambigua ya que está sometida a un proceso
continuo de imaginación […] Por la imaginación, toda persona,
sea escritor o no, afirma la fragilidad humana, y, al mismo tiempo, subraya su voluntad de ser, su fortaleza.18
La imagen del umbral cobra importancia en esta indefinición de identidades, pues implica estar un paso más allá de la
frontera que separa dos espacios; es estar al comienzo de algo,
haber puesto un pie en una dimensión otra sin apenas haber
levantado el otro pie de su suelo anterior. Salvador Elizondo
parece estar permanentemente en esa región indecisa; es un
17
18
Ibid., p. 81.
Juan Malpartida, op. cit., p. 20.
hecho que la búsqueda emprendida en El hipogeo secreto no es
otra que esa que se revela como el empeño secreto del narrador o los narradores (Salvadores Elizondo o pseudo-Salvadores
Elizondo), de escribirse a sí mismos.19 Al referirse al álbum
forrado con pastas de tafilete rojo, que resulta ser el códice o
manuscrito de El hipogeo secreto, el personaje insiste en que
éste “recoge los fragmentos de una leyenda profusa y equívoca
acerca del hombre que se escribe a sí mismo y que, sin embargo, no consigue crear una imagen clara de sí” (p. 51). Si bien
es cierto que si algo resulta de esta escritura de sí mismo es la
figuración de un hombre-escritura, como los mismos personajes, Salvador Elizondo no consigue librarse del todo de esa otra
existencia que le estorba y a la que con desprecio pretende reducir a incertidumbre. De ahí que subsista el halo del escritor
demiurgo, del Otro, el Imaginado, el Sabelotodo, el dios de la
literatura, el Pantokrator, aquel cuya mirada abarca la escena
completa de personajes que se imaginan y se escriben unos
a otros indefinidamente, el único que no está siendo escrito
(¿que no existe, por tanto?) y que, por momentos, se aproxima
tanto al autor que casi nos convence de su identidad:
Quizás el autor de El hipogeo secreto sea, en el orden de nuestro
pequeño universo, la mente que tal y como ellos, los personajes
que somos, la conciben en el interior de la trama del libro, más
ha penetrado en esos niveles de los que ya hemos estado hablando. Él puede vernos totalmente, como la mayor parte de los
hombres creen que nos ve un dios (p. 88).
“Me estoy escribiendo a mí mismo”, dice, y más adelante: “escribo
estas palabras con las que se describe a un hombre escribiéndose a sí mismo” (p. 49).
19
Y páginas adelante, en el mismo gesto con que se le atribuye, de una vez por todas, la autoría a Salvador Elizondo, se
cuestiona su autoridad, ya que, después de todo, él y su libro
están siendo escritos. Este carácter divino del creador apuntala una de las imágenes predominantes de esta figura en El
hipogeo secreto, antes y después del acto de presencia explícito
de Salvador Elizondo como personaje. Sobre este asunto, Earl
Larry Rees comenta:
[r]egardless of whether the world is a dream, or a word, there
does exist some kind of supreme being who controls everything.
This being occupies the last cubicle and is the only one not being written by someone. He is called the “dios de la literatura”,
“el otro: el que nunca sale a escena”, “el jefe” and “el Imaginado”,
among other names…This “author” would seemingly deserve
that respect of the group since he is, at times, called the Pantocrator. The Pantocrator was the Greek ruler of the universe […]
Since el Imaginado is writing them, he must be eliminated in
order to erase the impure relationship which holds them at the
mercy of his pen.20
Más allá de ese poder supremo, persiste la sombra del autor
como objeto y sujeto del acto escritural, pues una y otra vez
la escritura se vuelca sobre él en la forma de frases como: “me
estoy escribiendo a mí mismo”, “un hombre escribiéndose a sí
mismo”, o aun de manera más radical: “¿Ve usted hasta dónde
nos han llevado nuestros afanes de definir, aunque sea con una
claridad transitoria, los límites de una novela en la que el autor
habla más de sí mismo que de los personajes que el drama requiere?” (p. 104, énfasis mío). Lo que hace suponer que, después de
todo, estamos ante un artefacto narrativo-especulativo sobre
20
“The Prose Fiction of Salvador Elizondo”, tesis doctoral, University of
Southern California, California, 1976, pp. 109-115.
la esencia del autor y su posibilidad de existencia en distintos
planos de realidad.
Una última nota que intensifica la aproximación de Salvador Elizondo con su homólogo de la realidad se centra en la
figura del loco, no sólo porque describe a un personaje fantasioso capaz de inventar aventuras extrañas e ilógicas, sino por
los puentes que tiende con la autobiografía de Elizondo, donde
uno de los momentos más intensos de la vida del autor es su
ingreso a una clínica psiquiátrica para aliviar ciertas patologías
depresivas y violentas que lo condujeron al consumo de alcohol. Cuando en El hipogeo secreto se alude al escritor loco se le
etiqueta con el número M-1273 correspondiente a una ficha
extraída de “algún expediente confidencial” donde se asienta
el nombre de Salvador Elizondo: “Edad treinta y tres años.
Escritor. Personaje ficticio del libro intitulado El hipogeo secreto
[…] Este individuo vive presa de una fantasía morbosa consistente en concebirse a sí mismo y al mundo como un hecho
narrado” (p. 57); más adelante se consigna que M-1273 está
escribiendo un manuscrito ahora (p. 109), de modo que en él
también se deposita la autoría. El nexo entre ambos personajes
delata de nueva cuenta la inestabilidad identitaria del autor o
su doble existencia y, sobre todo, su propensión a hacer de la
escritura el acto fundante de la (su) realidad. Cabe señalar,
además, un dato significativo en cuanto marca de escritura: la
edad de Elizondo, pues con este gesto el libro queda unido a
su productor y al momento de producción. Elizondo tenía 33
años cuando dictó una conferencia en el Instituto Nacional de
Bellas Artes –que sería recopilada en el volumen Los escritores
ante el público– cuyo final resume el plan de su novela y la idea
de “vocación literaria” que justifica, en última instancia, su
empeño de erigir una identidad literaria:
entre mi trabajo inconcluso, está una novela que se llamará El
hipogeo secreto, en la que expreso, ya en el terreno de la creación
literaria, mediante las palabras empleadas con la finalidad de ser
creación literaria, este conflicto que a mí, como escritor, se me
plantea. Es un conflicto, decía, que se plantea como corolario
del hecho de la vocación literaria. Se podría decir que por lo
tanto no trasciende o no atañe a mi vida personal, pero yo creo
firmemente que una vez conseguida o consolidada la vocación
literaria, la vida personal y la vida del espíritu en el escritor no
tienen, realmente, entre ellas, una frontera precisa. Se interpenetran, se tocan, se recuerdan. Prueba de ello es que en toda la
historia de la literatura no ha existido nadie que haya escrito una
sola línea sin hablar de sí mismo.21
Estas conexiones intratextuales son muy sutiles, pero deliberadas para llamar la atención sobre ese aspecto del personaje
escritor, un personaje muy veladamente apegado a su creador,
que es simultáneamente el autor disfrazado de su personaje
y un personaje disfrazado del autor, procedimiento mediante
el cual concretiza la aspiración de fijarse, escritor escribiendo,
como el insecto en el ámbar.
Cabe mencionar además, en una interpolación intra e intertextual, la relación de Elizondo con el Borges del umbral,
del infinito y la paradoja, pues en ella se cifra la inquietud que
alienta al autor de Farabeuf a convertirse en personaje de su
propia ficción. En “La poesía de Borges”, texto del corpus de
Cuaderno de escritura –libro publicado un año después de El
hipogeo secreto, pero cuya escritura, por la cercanía temporal
y los temas tocados, pudo haber coincidido con la de aquél–,
Elizondo describe a Borges como “el cronista que está situado
21
VV. AA., Los narradores ante el público, Instituto Nacional de Bellas
Artes-Joaquín Mortiz, México, 1967, p. 168.
en el umbral: a la vez en el tiempo que es irreal y en el espacio del mundo que es real”.22 Para Elizondo, “Borges y yo”
resume la filosofía literaria de Borges, además de su “metafísica del espejo”;23 le interesa sobre todo la forma en que el
escritor argentino plantea “el carácter de indeterminación del
escritor ante la realidad: la doble primera persona, o la primera persona que participa de dos condiciones pronominales
simultáneamente”.24 Elizondo recoge, en El hipogeo secreto, esa
indeterminación del escritor para someterla a una condición
escritural aún más extrema que la empleada por Borges: la
primera persona se multiplica al punto que se vuelve imposible
saber quién enuncia, mientras que el propio autor toma parte
de todos esos pronombres. Se trata de una relación alquimística
que ilustra lo que hemos venido explicando: “ese principio de
conservación del yo que hace posible que un hecho pueda ser
siempre disminución e incremento, pérdida y ganancia, realidad y reflejo ante el espejo, a la vez”.25 Recordemos que uno de
los calificativos de esa entidad autoral desplazada a lo largo
22
“La poesía de Borges”, en Cuaderno de escritura, Universidad de Guanajuato, Guanajuato, 1969, p. 51.
23
Idem.
24
Ibid., p. 52.
25
Idem. Elizondo manifiesta su atracción por la noción de muerte sin
fin contenida en algunos poemas de Borges, entendida como la continuación de la vida más allá del umbral decisivo. Ese umbral es la muerte
misma y, por eso, resulta paradójico, pues Elizondo se pregunta: ¿Quién
escribió el Poema conjetural? ¿Borges? ¿Groussac? ¿Laprida?”, y rápidamente alude con sutileza a la creación, mediante ciertos personajes, de un
mito de autor: “¿En nombre de quién está hablando Borges si el mundo
en el que el poema está escrito nos es desconocido a nosotros, a él? Seguramente en nombre de Laprida, que también, como Othello y Lear son
Shakespeare, es ese Borges que también, ¿por qué no?, es Groussac, el otro
Borges” (p. 49).
de la novela es el de mago: el escritor como practicante de actos extraordinarios que contrarían las leyes de la naturaleza.
Más adelante, en el mismo texto, Elizondo se detiene sobre
el problema del nombre, que para él es destino, es decir, la
espacialización del tiempo, porque el nombre, como el Verbo
encarnado, es dador de existencia, pero también es un misterioso contenedor de eso que, a falta de un mejor término,
podría llamarse sentido, lo que hace que la palabra “árbol”
sea el árbol y convoque cierta entidad o un número limitado
de entidades. Su comentario sobre el poema “El Golem”, de
Borges, sintetiza el problema de “la construcción de un personaje a partir del principio vital que entraña el nombre”,26 y cita
las líneas decisivas del poema: “El nombre es arquetipo de la
cosa, / En las letras de la rosa está la rosa / Y todo el Nilo en
la palabra Nilo”.27 Así las cosas, el empleo del nombre propio
del autor en El hipogeo secreto no es de ningún modo arbitrario, por el contrario, destaca una intencionalidad muy precisa
–además de la que lo define como escritor-escrito–: resumir
una existencia previa, aunque igualmente problemática, al
gesto que traza la palabra. Acaso los distintos nombres dados a
ese personaje misterioso no sean sino atributos con los que, en
última instancia, Elizondo construye su identidad de escritor
o, para decirlo de otro modo, una figura de autor.
En El hipogeo secreto, como en la autobiografía y, años después, en “El escriba” (1973) y Elsinore: un cuaderno (1988),
está presente esa disyuntiva de la identidad que persigue a Elizondo, aunque de un modo tan velado que por encima sólo se
percibe eso que la mayor parte de la crítica ha notado: el carácter metaficcional que desata la reflexión sobre la escritura.
26
27
Ibid., p. 53.
Borges citado por Elizondo, idem.
Y es que para Elizondo lo más inquietante de cualquier existencia es su carácter narrativo, que podría sintetizarse en la
frase cartesiana “escribo, luego existo”; de ahí su propensión
a eludir lo autobiográfico como tal, es decir, en su referencialidad, porque, al fin de cuentas, es también mentira como
cualquier ficción, pues el hombre público, distinto del íntimo,
asegura Elizondo, está “siempre tratando de aparentar algo”.28
Sin embargo, no consigue escapar del todo a eso personal,
como lo anoté al principio; es incapaz de evitar la tentación
de someter su propio yo al juego de la imaginación y de las
hipótesis, de convertirse literal y literariamente en otro. Esto
es lo que de algún modo, Elizondo sugiere en “Teoría mínima
del libro”, del que me permito citar un fragmento antes de
concluir:
La posibilidad de formular un testimonio verbal acerca de nosotros mismos, ante nadie, se ofrece como una de las grandes
tentaciones no sólo de eso que pudiéramos llamar nuestra cultura sino también de nuestra insularidad. El pensador inherente a
nuestra individualidad propone una forma y el otro, el delirante,
el ahistórico, propone otra; de la conjunción armoniosa, o de
la confusión de ambas está hecho el mamotreto de esa autobiografía que todos vamos escribiendo, mitad ensayo y mitad
novela; la polaridad de lo particular y lo general se manifiesta
claramente.29
Cuando el autor se convierte en personaje literario, se da una
suspensión momentánea de la idea del autor demiurgo, y su
estatuto referencial se vuelve vulnerable, aunque manifiesta
28
Mary Carmen Sánchez Ambriz, “Entre sueños y tanatología”, entrevista a Salvador Elizondo, Siempre. Presencia de México. Disponible en:
<http://www.siempre.com.mx/2011/04/entre-suenos-y-tanatologia>.
29
Cuaderno de escritura, pp. 12-13.
también cierta resistencia a ser considerado como mera invención. Dos fuerzas jalonan al autor ficcionalizado por más que
se intente persuadir de su nula relación con un referente y de
su naturaleza lingüística. En El hipogeo secreto se juegan dos
niveles de realidad distintos: el de la obra y el de la realidad
que aquélla se empeña en asimilar, no al modo realista, sino,
por un lado, mediante la incorporación del yo reflexivo, testimonio del pensamiento del autor; y por el otro, mediante la
puesta en duda del carácter “real” del yo, esa fantasía de que
el escritor persona y el lector podrían ser los personajes de un
sueño, de la ficción de un Otro, y por tanto tan irreales como
cualquier personaje de novela. En un nivel de pensamiento,
este juego podría plantearse como hipótesis existencial o reflexión filosófica; sentido según el cual Elizondo consigue fusionar las barreras que separan ambos continentes: realidad y
ficción son la misma cosa o, dicho de otro modo, literatura
y vida se colocan en el mismo plano, como en la Cinta de Möbius –o su símil, la Botella de Klein–, que el propio Elizondo
utiliza para describir la naturaleza de El hipogeo secreto. El autor, así, juega a desplazarse de una dimensión a otra: miente,
porque se ha estado moviendo todo el tiempo sobre la misma
superficie, ha estado adentro y afuera a la vez. Esta imagen le
sirve para plantear su ambigua situación de personaje en el
libro de la vida. En El hipogeo secreto Salvador Elizondo “se
presenta a sí mismo como un personaje fundamentalmente en
contradicción con el mundo fenomenal” (p. 38), un mundo
del que sospecha y al que inevitablemente pertenece por su
doble condición de escritor-escrito. A fin de cuentas, Elizondo
salva grandiosamente la pregunta que resuena en toda la novela: “¿El ser real, dónde se esconde?”, cuando contesta: “Quizá
detrás de estas palabras, como la mosca se oculta visiblemente
en la translucidez del ámbar” (p. 58).
Bibliografía
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LA ESCRITURA LÚDICA
DE SALVADOR ELIZONDO
José Miguel Barajas García
Universidad Veracruzana
E
n numerosas ocasiones la obra de Salvador Elizondo se
ha presentado como ejercicios lúdicos, además de lúcidos,
que juegan con distintos recursos de escritura, principalmente
de modo irónico y paródico. Antes que con lo cómico o con la
mera risa, el humor se halla en su obra estrechamente ligado
con la idea de juego, como lo entendió Huizinga y lo clasificó
Roger Caillois. Esta relación, entre el juego y el humor, sucede
en la medida en que la emulación y transformación de estilos
y textos de otros autores se configuran para crear un discurso
literario propio. Los textos son aludidos por el discurso y reorientados hacia las esferas del humor mediante procesos propios de la parodia, la ironía, el pastiche o ejercicios de estilo en
tanto juegos literarios.
El juego para Huizinga es un intermezzo en la vida cotidiana, como ocupación en tiempo de recreo y para recreo. Se
trata de una acción libre que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas. El juego
como acción tiene su fin en sí mismo y va acompañado de un
sentimiento de tensión y alegría de la conciencia de “ser de
otro modo” que en la vida corriente.1 Si bien para Huizinga
la risa se halla en cierta oposición con la seriedad, en este
análisis de la escritura de Salvador Elizondo la risa y la sonrisa
se hallarán vinculadas con el juego. La risa y la sonrisa, tanto
como el juego, bien pueden ser algo bastante serio y al mismo
tiempo estar incluidas como efecto y forma del humor, respectivamente, tal como lo presentan los escritos más adelante
comentados. Lo cómico, por su parte, guarda una estrecha
relación con lo necio, pero el juego no es necio. El juego estaría
fuera de la disyunción sensatez-necedad, y fuera también del
contraste verdad-falsedad, bondad-maldad. Si, por tanto, no
podemos hacer coincidir, sin más, el juego con lo verdadero
ni tampoco con lo bueno, ¿caería, acaso, en el dominio de
lo estético? Múltiples y estrechos vínculos, afirma Huizinga,
enlazan el juego con la belleza.
Roger Caillois distingue cuatro grandes categorías de juego:
los de competición o agôn, los de azar o alea, los de simulacro
o mimicry y los de vértigo o ilinx.2 En cuanto a la escritura de
Salvador Elizondo como juego dentro de lo estético-literario,
estaríamos hablando de un juego más próximo a los de simulacro. Todo juego supone la aceptación temporal, si bien no
de una ilusión (in-lusio, dentro de lo lúdico), por lo menos de
un universo cerrado, convencional y, en algunas instancias,
ficticio. En la mimicry la disimulación de la realidad y la
simulación de una realidad segunda tienen lugar. La única regla de este juego, en este caso la escritura, consiste para el autor
en fascinar al lector, evitando que cualquier falta conduzca a
rechazar la ilusión. El lector, por su parte, ha de prestarse a la
1
Cfr., Johan Huizinga, Homo ludens, trad. Eugenio Imaz, Alianza, Madrid, 1996, pp. 27-45.
2
Cfr., Roger Caillois, Les jeux et les hommes, Gallimard, París, 1958,
pp. 45-92.
ilusión sin oponerse de antemano al artificio al que se le invita.
En este sentido, Gadamer se refiere al juego dentro del arte
como un hacer comunicativo en la medida en que no conoce
propiamente la distancia entre el que juega y el que mira el
juego, en el caso de la obra literaria, entre autor y lector: este
último, en tanto que participa en el juego más que un simple
observador, forma parte de él. Sin embargo, la construcción y
reconocimiento del artificio es inherente a toda escritura. De
esta manera, de acuerdo con Gadamer, el elemento lúdico del
arte participa en el sentido de la identidad hermenéutica de
una “obra”.3 De modo que para que toda obra literaria funcione, es decir, para que la ilusión se mantenga por parte del
autor, ha de ser, ante todo, coherente con los postulados que
propone.
Lo que podemos distinguir en la escritura lúdica de Salvador Elizondo, más allá de un pacto que permita su percepción,4
son los recursos a partir de los cuales lo lúdico se construye. En
este caso, escribir se vuelve en ocasiones jugar con las convenciones literarias dentro del propio juego de la escritura. Para
3
Véase Hans-Georg Gadamer, “El elemento lúdico del arte”, en La
actualidad de lo bello, trad. Antonio Gómez Ramos, Paidós, Barcelona,
1991, pp. 66-84. En este texto, Gadamer se plantea y responde las siguientes interrogantes: ¿por medio de qué posee una “obra” su identidad
como obra? ¿Qué es lo que hace de su identidad una identidad, podemos
decir, hermenéutica? Esta otra formulación quiere decir claramente que su
identidad consiste precisamente en que hay algo “que entender”, que pretende ser entendido como aquello a lo que “se refiere” o como lo que “se
dice”. Es éste un desafío que sale de la “obra” y que espera ser correspondido. Exige una respuesta que sólo puede dar quien haya aceptado el desafío. Y esta respuesta tiene que ser la suya propia, la que él mismo produce
activamente. El co-jugador forma parte del juego.
4
De acuerdo con Gadamer, percibir no es recolectar puramente diversas impresiones sensoriales, sino que significa wahrnehmen, “tomar (nehmen) algo como verdadero (wahr)” (ibid., p. 78).
ello se vale de recursos como el pastiche, la parodia, la ironía y
los ejercicios de estilo.
Lo lúdico en la escritura de Salvador Elizondo se presenta a veces como imitación burlesca de una obra, un estilo o
un género tratados antes con seriedad. Es decir, hablamos del
recurso de la parodia y su naturaleza intertextual. En otros
momentos, el ludus5 de Elizondo corresponde a una figura retórica o de pensamiento que afecta la lógica ordinaria de la
expresión: la ironía, que consiste en oponer el significado a
la forma de las palabras en las oraciones, declarando una idea
de modo tal que, por el tono, se pueda comprender su contraria.6 A partir de ahí es posible observar que el juego en la
escritura de Salvador Elizondo siempre está orientado hacia las
esferas del humor, provocando la risa o la sonrisa mediante la
ironía, el pastiche, la parodia o los ejercicios de estilo en tanto
formas del ludus.
Por lo pronto, estas primeras definiciones de parodia e
ironía nos sirven sólo como punto de partida. Se vuelve necesario reconocer que ambos términos han sido comentados
desde los primeros tratados de retórica y poética, lo que deja
todavía bastante amplias las implicaciones que parodia e ironía pueden llegar a tener en los diferentes contextos de toda
obra literaria. En el caso de la parodia, atiendo y expongo lo
5
El ludus, entendido por Caillois, es una manera de jugar opuesta a la
paidia, en la medida en que la paidia corresponde a la potencia primaria
de la improvisación y de la alegría; mientras que el ludus es una elaboración mayor de la complejidad en el juego. En la escritura de Elizondo,
dado que el juego es más complejo, pues en cierta medida se trata de un
“metajuego”, el ludus es mayor que la paidia. Sus expresiones son más
sutiles; antes que la risa, provocan la sonrisa (op. cit.).
6
Helena Beristáin, Diccionario de Retórica y Poética, Porrúa, México,
2006, s.v. “ironía”.
que actualmente se considera como su rasgo fundamental: el
cambio de sentido que la producción de un texto B hace de un
texto A, a partir de la emulación matizada por procedimientos
de inversión irónica que rebasan la simple imitación. Dicha
transformación exigirá siempre un proceso de destrucción y
construcción, de codificación y decodificación, donde no sólo
la intención del autor es importante, sino que reclamará en
el ejercicio de lectura el reconocimiento de la transformación
irónico-paródica.
Lo lúdico y lo irónico-paródico se relacionan en la medida
en que la escritura para Salvador Elizondo, como lo expresé
anteriormente, se vuelve en ocasiones un juego, si no de reescritura, sí de emulación-homenaje-transformación de varias
de las obras que lo han precedido. De este modo, la tradición
para Salvador Elizondo es fuente de modelos que no sólo imita
sino que en ocasiones transforma a partir de recursos literarios
que, además de la parodia o la ironía, incluyen el pastiche.
A manera de esbozo de las características predominantes
del ludus como una forma de humor en la escritura de Salvador Elizondo, enseguida expondré ciertos ejemplos de escritos
cercanos al pastiche o a ejercicios de estilo lúdicos.
PASTICHES Y EJERCICIOS DE ESTILO
EN LA ESCRITURA DE SALVADOR ELIZONDO
El pastiche, de acuerdo con Genette en su Palimpsestes, es la
imitación de un estilo en régimen lúdico cuya función dominante es la del puro divertimento, recordando que la
imitación de un estilo supondrá siempre la conciencia del
mismo.7 El “Tractatus rethorico-pictoricus” de Elizondo, que
7
Cfr., Gérard Genette, Palimpsestes, Seuil, París, 1982, pp. 128-179.
evidentemente hace referencia al Tractatus Logico-philosophicus
de Ludwig Wittgenstein, puede ser leído como pastiche. En
este caso, el tratamiento lúdico principia con el cambio de las
palabras “logico-philosophicus” por “rethorico-pictoricus”. Si
bien el propio título de Wittgenstein podría sugerir una parodia de los tratados medievales, renacentistas e ilustrados que
pretendieron ocuparse con el mayor rigor de diversos temas de
las ciencias humanas y naturales, el desarrollo del tema anunciado en la obra de Wittgenstein es consecuente y en cierto
modo aún bastante serio.8 La alusión es directa al texto de
Wittgenstein y lo que anuncia no es un tratamiento serio ni
mucho menos riguroso de asuntos de retórica-pictórica, sino
un reconocimiento y reapropiación del estilo de Wittgenstein,
dotándolo a lo largo de su desarrollo textual de un sentido,
si no opuesto, sí distinto. En esta vertiente, el desarrollo del
“Tractactus rethorico-pictoricus” está más cerca del pastiche
que de la parodia, pues se apropia de un estilo sin necesariamente transformar mediante la inversión irónica la obra que
está emulando.
El “Tractatus rethorico-pictoricus”, siguiendo el modelo
original, presenta también un progreso lógico-causal, aunque
la lógica de uno, al final, resulte bien distinta de la del otro.
Es sólo en la disposición de las proposiciones que el tractatus
8
Serio y consecuente pero todavía distinto de aquellos tratados porque,
como apunta Laura Hernández en su artículo “Ironía y método en la
filosofía de Wittgenstein” (Signos Filosóficos, 2001, núm. 6, pp. 153-165),
la filosofía de Wittgenstein se articula con la ironía cuando se propone
alcanzar una autonomía del pensamiento que deviene en la obligación
moral de distanciarse de lo establecido, y que no es otra cosa que la conciencia de la paradoja. Es de resaltar que la ironía en este caso es entendida
a la manera romántica, como la concibe Schlegel en tanto resultado del
juego del “Yo libre”.
de Elizondo sigue el de Wittgenstein, aunque el Tractatus
Logico-philosophicus presenta un progreso exponencial de sus
afirmaciones:
I.
El mundo es todo lo que es el caso.
I.I. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.
I. II. El mundo está determinado por los hechos, y por aquello
que son todos los hechos.
I. I2. Ya que la totalidad de los hechos determina el caso, y
también todo lo que no es el caso.
I. I3. Los hechos en el espacio lógico son el mundo.9
En el “Tractatus retorico-pictoricus”, en cambio, las proposiciones gozan de una mayor libertad en su desarrollo:
§ El tractatus es el libro que el pintor escribe mientras pinta.
§ Contiene lo que escribiría acerca de su experiencia.
§ El tractatus consta de las tres partes correlativas que intervienen en la operación pictórica: la primera está dedicada al ojo;
la segunda a la mano y la tercera a la luz. Una se ocupa del
genio, la otra de la destreza o la técnica. La tercera, que trata
de la parte poética, es el tratado imposible.
§ Sólo la segunda parte considera la historia de la pintura, y
la máxima perfección de la operación de que trata la tercera
reside en la perfección de las otras dos.
9
La traducción es mía. Cfr. Ludwig Wittgenstein, Tractatus logicophilosophicus, trad. Gilles-Gaston Granger, Gallimard, París, 1993, p. 33.
El propio Wittgenstein, en la única nota que coloca a su tractatus, señala
que la importancia de los números decimales agregados a cada proposición indica su peso lógico y su importancia en la exposición de sus ideas.
Estos números, como se verá, desaparecen en el tractatus de Elizondo y
son substituidos por el símbolo de parágrafo (§).
§ El tratado es un catálogo de la experiencia conjunta del ojo y
de la mano.10
Dada esta mayor libertad, han desaparecido las proposiciones numeradas, que en Wittgenstein indicaban el peso de las
ideas en su desarrollo lógico-causal, para dar paso en Elizondo a la expresión de ideas bajo la forma de enunciados más
cercanos al aforismo que a la exposición lógica. El Tractatus
logico-philosophicus de Wittgenstein, se halle o no en él la verdad última de las materias que trata, merece, como lo señala
Russell, por su amplitud, extensión y profundidad, ser considerado como un acontecimiento importante en el mundo filosófico.11 El Tractatus en Elizondo, en cambio, es un pretexto,
o para decirlo con Genette, un hipotexto, en la medida en que
sirve como modelo base o punto de partida para su “Tractatus
rethorico-pictoricus”. Este último es más un ejercicio libre de
la pluma fuente como expresión gráfica del pensamiento
de Elizondo sobre pintura y retórica, que una exposición de
la verdad última en materia artística. A lo largo de su escritura, vemos de qué manera se mantiene la exposición “lógicocausal” de reflexiones poco convencionales de preceptiva
pictórica. Así, por ejemplo, se concluye con el aprendizaje del
modo correcto de pintar un kaki de distintas maneras.
Todavía dentro de la emulación de un estilo y el seguimiento de un tema sin necesariamente invertir su sentido original,
la obra de Elizondo expone en “Los museos de Metaxiphos”
10
Salvador Elizondo, “Tractatus rethorico-pictoricus”, en El grafógrafo,
3a. ed., Fondo de Cultura Económica, México, 2000 (Letras Mexicanas,
127), p. 59.
11
Véase Bertrand Russell, “Introduction”, en Ludwig Wittgenstein, op.
cit., p. 13.
de Camera lucida, una muestra de pastiche-homenaje de
“L’île de Xiphos”, en Histoires brisées, de Paul Valéry.12
Las Histoires brisées, tal cual lo anuncia Paul Valéry en la
advertencia que acompaña al volumen, son, como suele decirse, “ideas” o “temas”, en ocasiones dos palabras, un título,
un germen. Le ocurre a Valéry, como a cada uno, el contarse
historias. O más bien las historias se cuentan en él. El caso de
“L’île de Xiphos”, una de esas historias que en él se cuentan,
trata de una tierra que desde lo más alto de la isla de Firgô, hacia el horizonte sur, se ve, o más bien se veía, o tal vez se creía
ver. Esa tierra, quienes afirman haberla visto, jamás la han
vuelto a ver. La llaman XIPHOS, según ellos el último fragmento del mundo que ha precedido a éste. De ella se contaban
mil maravillas (pero a voz baja), tales que el más importante
objeto de estudio de la mente humana de hoy sería (si hubiese
inteligencias capaces de hacerlo) desentrañar lo verdadero de
lo falso de esas leyendas confidenciales, y dedicarse a reconstituir el saber, el poder y los deseos de las personas que en
ella vivieron. Quien cuenta la historia, el último Atlante, refiere que aquellas personas sabían mil veces más que nosotros.
Afirma que los más famosos de nuestros ajedrecistas, aquellos
que con los ojos cerrados juegan y ganan diez partidas a la
12
Otra emulación más cercana a la parodia que en este caso comparte
Salvador Elizondo con Paul Valéry es textos “Robinson” en Histoires brisées y “Log” en Camera lucida, respectivamente, textos que aluden y transforman en algunos momentos la historia de De Foe, como lo haría en
1967 Michel Tournier en su Vendredi ou les limbres du Pacifique. Los casos
de Elizondo y Valéry son más próximos entre sí, ya que ambos toman
como pretexto la figura del hombre en la isla para llevarlo a disquisiciones
propias de las posturas estético-filosóficas de cada uno. En Elizondo es el
Robinson-escritor en la Isla desierta-página en blanco, mientras que en
Valéry es una suerte de paralelo de Edmond Teste. Los dos personajes en la
soledad del pensamiento recrean el mundo de la mente.
vez, o nuestros calculadores más sorprendentes, parecerían, al
lado de muchos de estos insulares, niños que cuentan con los
dedos. Se dice, según el relato, que algunos no habían escuchado nunca dos sonidos idénticos y que distinguían la misma
nota dos veces dada por el mismo instrumento en las mismas
condiciones… Todo ello y mucho más, según la hiperbólica
imaginación valeriana, en la Isla de Xiphos.
El desarrollo de la narración se subdivide del siguiente
modo:
Le dernier Atlante ; L’île de Xiphos ; Des temples et sanctuaires
de Xiphos ; Ile de Xiphos (ou le lieu des Mauvaises pensées) ;
Le mariage à la Xiphos ; Le temple de la peur ; Les mendiants ;
Boutiques ; Musée secret de Xiphos ; Conte ; Monuments. Inscriptions. ; Devise «Pour que soit ce qui est» ; La médicine à
Xiphos ; La Justice ; L’Energie ; Foire de Xiphos ; Xiphos – L’île
aux merveilles.13
La caracterización de cada apartado sigue más o menos el
mismo estilo hiperbólico. En varios momentos el manejo de
temas básicos en toda sociedad humana, como lo sagrado, el
erotismo, la justicia, la medicina, la religión, el amor, se hace
con ironía respecto de los valores y creencias occidentales. Sin
abundar mucho en ello, pues lo relevante para nosotros es la
relación que hace Elizondo de la Isla de Xiphos con “Los museos de Metaxiphos”, podemos afirmar que se trata de una
reconstrucción imaginada, con carácter irónico e hiperbólico,
a partir de rasgos de la cultura helénica y de la anhelada Atlántida junto con la postura estético-filosófica de Paul Valéry. De
la enumeración antes expuesta sobresale para nuestros fines el
13
Paul Valéry, “Histoires Brisées”, en Œuvres, Gallimard, París, 2000,
t. 2 (Bibliothèque de la Pléiade, 148), pp. 405-467.
apartado que concierne al “Musée secret de Xiphos”, pues es a
partir de la existencia de ese museo secreto que los museos de
Metaxiphos adquieren un mayor sentido.
En el texto de Elizondo, como lo sugiere el propio título, la
alusión se centra en una primera instancia en los hipotéticos
museos que habría más allá de la Isla de Xiphos. El escrito lo
adelanta de la siguiente manera:
Es bien sabido –y el testimonio de Paul Valéry lo confirma en la
más elaborada de sus Histoires brisées– que nadie se ha aventurado más de unas cuantas leguas a lo largo de ese brazo de arena
finísimo que se extiende hacia el sur desde la isla de Xiphos y
que se supone o bien que no termina nunca o que se ensancha
y se convierte en otra isla o casi isla que la conseja o la leyenda
nombran Metaxiphos.14
Más allá de la mención directa de la histoire brisée, el modo
de anunciar la Isla de Metaxiphos –un brazo de arena finísimo que se extiende hacia el sur de la isla de Xiphos– delata
una marcada intención en la historia de Elizondo de continuar los parámetros de verosimilitud instaurados por Valéry,
pues sitúa también hacia el sur Metaxiphos, una isla o casi
isla que estaría más allá de Xiphos, otra isla que si acaso se
vislumbraría en el horizonte sur de Firgô. Tampoco hay que
olvidar la etimología de la palabra Xiphos, del griego Xifos,
“espada, puñal”,15 que Valéry emplea para nombrar su isla y
que Elizondo retoma en la forma de “brazo de arena finísimo”
de su isla. Otro aspecto que introduce el carácter lúdico del
14
Salvador Elizondo, “Los museos de Metaxiphos”, en Camera lucida,
3a. ed., Fondo de Cultura Económica, México, 2000 (Letras Mexicanas,
130), p. 155.
15
José M. Pabón S. de Urbina, Diccionario Manual Griego Clásico-Español, Vox, Barcelona, 2003, s.v. “xifos”.
texto de Elizondo es el hecho de pensar no sólo el acceso a
Metaxiphos, una isla más allá de otra de suyo inaccesible, sino
también la existencia de guías turísticas, printed and made in
Metaxiphos, que compendian un listado detallado de los museos de Metaxiphos. Paul Valéry sugiere para el Museo Secreto
de Xiphos, entre otras piezas:
– Los cuadros de pintura, según el gusto de Filóstrato ateniense –o el Neocosmos…
– “La Ciencia cumpliendo el sacrificio del Conocimiento”, tal
es el tema del gran fresco de la época.
– Los Suicidas y Paradojas –(adjetivos)
– Europa expirante in media insanitate
– Fiducia devorando a sus hijos –(Justicia, Verdad, etc…)
– El crepúsculo de los infinitos –(EL MUNDO FINITO)
– Las nuevas divinidades –Energía
– Las aventuras –En busca de un error.16
En el texto de Elizondo, de acuerdo con la Guía de los museos
de Metaxiphos, una breve introducción firmada por el Cuidador General de los Museos nos informa que en Metaxiphos
no hay nada, solamente museos. En seguida presenta las colecciones sumariamente descritas, ahorrando al visitante o
al lector las enervantes enumeraciones o las referencias eruditas incomprensibles al lector sensuel moyen. Unas de las principales colecciones son las siguientes:
a) Museo Poético-Filosófico. El bibelot abolido, el binomio
de Newton y la estatua de Condillac, según la Guía, son las
piezas más notables que guarda este museo.
16
La traducción es mía. Cfr., Paul Valéry, op. cit., p. 444.
b) Museo Técnico, guarda especímenes mecánicos y gestuales
de técnicas puras: la tauromaquia sin toro, la cirugía sin
paciente, el shadow boxing…
c) El recinto llamado Mnemothreptos alberga tres colecciones: de cosas olvidadas, de cosas inolvidables y de cosas
inolvidables ya olvidadas.
d) El Arborium, cuya higuera produce la sensación de estar en
la India y se puede oír, en el frotamiento de sus hojas, correr
las aguas del Ganges.
Lo lúdico de las colecciones y piezas expuestas tanto en el
Museo Secreto de Xiphos como en las de los museos de Metaxiphos, radica en una primera instancia en lo que Foucault
observó en su prefacio a Les mot et les choses17 sobre “El idioma
analítico de John Wilkins” de Borges: en el asombro de una
taxonomía basada en el encanto de lo exótico, pues parte de lo
que transgrede toda imaginación, todo pensamiento posible,
es la serie alfabética (a, b, c, d) que liga cada una de las categorías entre sí.18 Como en Borges, las colecciones de Xiphos y
Metaxiphos hacen circular en su enumeración la “incongruencia” y el acercamiento de lo que de ordinario no va. Es el nuevo
orden de un aparente desorden, la coincidentia opositorum, lo
que sugiere en el lector algún primer indicio lúdico. Más allá
de la clasificación sistemática de una lista poco congruente,
lo expuesto en las salas o el tono en apariencia solemne de las
descripciones de las guías de los museos, son otros elementos
17
Michel Foucault, Les mots et les choses, Gallimard, París, 1966, pp.
7-16.
18
Véase Jorge Luis Borges, “El idioma analítico de John Wilkins”,
Otras inquisiciones, en Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 2005, t. 2,
pp. 89-92.
que marcan una intención y un efecto un tanto irónico, en
la medida en que se invierte el sentido convencional de las
actividades y obras que ahí se presentan. Véanse la cirugía sin
paciente o la tauromaquia sin toro, que son descritas con minuciosidad en las Guías de los museos de Metaxiphos printed
and made in Metaxiphos. Esto último, un guiño irónico hacia
las guías de museos convencionales, además de hiperbolizar la
de por sí excedida imaginación valeriana al permitir no sólo el
acceso a la isla, sino presentarla como un atractivo turístico.
Otra manera de jugar con la escritura, más acá de la tradición, hacia dentro de sí, sucede cuando Elizondo transforma
a modo de ejercicio de estilo19 un escrito más cercano a una
estética propia. Es el caso de “Mnemothreptos” en El grafógrafo. Todo comienza con un pequeño párrafo de 59 palabras
que sirve de pretexto para, a partir del desarrollo de esas 59
palabras, escribir, nada más. El resultado de este ejercicio es
un texto experimental de 11 partes en las que se escribe, más
allá de una anécdota, una conciencia escritora que, a modo de
contrapunto, se ejecuta y se corrige.
El desarrollo narrativo de la sola primera frase y de algunas
de las versiones se presentaría del siguiente modo:
Soñé que yacía en una cámara mortuoria.
I.
Sueño que yazgo sobre una losa de mármol.
IV. Como una estatua; soy una misma cosa con el mármol.
VII. Sueño que soy una estatua que estaba dormida y que va
despertando hacia la blancura de esas paredes de quirófano deletéreo que me circundan.
19
Sin afirmar alguna influencia directa sobre la escritura de Salvador
Elizondo, reconozco una semejanza con los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, en los que una situación cotidiana de un hombre a bordo
de un autobús sirve como pretexto de escritura experimental.
VIII. Sueño que estoy despertando hacia un ámbito lívido.
IX. ¿Quién es el muerto?
X. Sueño que acabo de morir y que estoy tendido en una
plancha de anfiteatro.
XI. Tú estás aquí para cuidar que una lámpara no se
extinga.20
Esta breve exposición de “Mnemothreptos” sirve para resaltar el carácter excéntrico de los escritos de Salvador Elizondo. En este caso, cada versión posee un comentario que a su
vez forma parte de la misma versión y refleja la predilección
de Elizondo de la escritura “autoconsciente”, como en “El grafógrafo”, que se escribe escribiéndose. Además, la presencia de
esos comentarios nos remite a una parodia del crítico literario
o al profesor de redacción y estilo. Así, “Mnemothreptos” es
entonces un ejercicio autorreferencial de la pluma fuente que
juega desde y hacia dentro de la propia escritura de Elizondo,
que se corrige al tiempo que pone en evidencia la figura misma
del corrector de estilo.
Antes de continuar con el análisis de otros escritos, es preciso aclarar que dentro del corpus de Elizondo nos hallaremos, por momentos, frente a un pastiche o un ejercicio de
escritura experimental; en varios más estaremos ante rasgos
predominantemente irónico-paródicos. Sin embargo, no hay
que olvidar que la parodia, la ironía, el pastiche o la autoexperimentación no aparecerán nunca de manera aislada, sino que
se imbricarán entre sí a lo largo del escrito. Es sólo por razones
de practicidad analítica que he escogido para este ensayo aquellos textos cuya “dominante” es “fácil” de identificar.
20
Véase Salvador Elizondo, “Mnemothreptos”, en El grafógrafo, pp. 37-54.
PARODIA E IRONÍA COMO FORMAS DE ESCRITURA
EN SALVADOR ELIZONDO
Hay que recordar, en el caso de la obra de Salvador Elizondo,
la predilección por la realidad interna de sus “personajes” y la
autorreferencialidad de sus escritos, sin dejar de lado las alusiones intertextuales que denotan ciertos recursos paródicos e
irónicos, como el escrito “Anapoyesis” que más adelante analizaré: un escrito irónico-paródico que gira en torno a la figura,
pero sobre todo a la estética y poética de Mallarmé.
Dada la importancia del contexto cultural, estético e ideológico en los procesos paródicos, en el caso del mundo moderno es bastante notoria la fascinación por la habilidad de
los sistemas humanos para referirse a sí mismos. Dentro del
arte, muchas veces esa fascinación se presenta como un proceso indefinido de multiplicación especular, llámese mise en
abîme, cuya afirmación de una obra conteniendo a otra hasta
el infinito permite al artista ejercicios tan interesantes como
variados. Como ejemplos, inspirados por la lógica matemática,
están los grabados de Escher, las pinturas de Magritte y la música de Bach. El libro de Douglas Hofstadter, Gödel, Escher,
Bach: An Eternal Golden Braid,21 expone los mecanismos de
los que se valen los sistemas del arte para referirse y reproducirse a sí mismos. Desde Pound y Eliot, a través del performance
de los artistas contemporáneos y los arquitectos posmodernos,
se ha seguido esa línea de autorreferencialidad artística dentro
de la que también cabe en numerosas ocasiones la escritura de
Salvador Elizondo.
21
Douglas Hosftadter, Gödel, Escher, Bach: An Eternal Golden Braid,
Basic Books, Nueva York, 1999.
Como ejemplo de esa escritura principalmente paródica de
inversión irónica en el corpus de Elizondo encontramos “Examen de conciencia”, texto de Camera lucida. En este escrito el
punto de referencia es el Decálogo de la tradición judeocristiana que encierra las leyes que el propio Yahvé, como lo atestigua
el Éxodo, dio a Moisés para la preservación y bienestar de la
armonía de su pueblo. La intención del texto de Salvador Elizondo es de naturaleza no sólo distinta, sino también opuesta
a la del pasaje bíblico, ya que no es la enseñanza moral sino
la crítica de la misma lo que se pone en evidencia. Esa distancia
crítica respecto del Decálogo bíblico, de acuerdo con Linda
Hutcheon, se corresponde con el ejercicio de un ethos crítico
atribuido a la parodia, no necesariamente burlesco sino irónico para ser paródico.22 El texto de Elizondo revela desde el
primer párrafo la siguiente advertencia:
Hace unos cuarenta años que no ponía en movimiento el vertiginoso tiovivo del Decálogo. Ahora gira en la mente animado por el remordimiento o la nostalgia; compone un cuadro,
erige un orden, propone una posibilidad literaria sujeta a leyes
precisas, hace posible la crítica de la vida racional en términos
convenidos y tal vez la formulación de un juicio final definitivo.
Condena o salvación dependen del examen de conciencia y del
acto de contrición si hubiera caso para ello. Las quimeras y los
hipogrifos de la Ley Moral pasan por la memoria como fantasmas que pueblan el páramo de la vida secreta. Trato de apresarlos por turno. Lanzo la mangana y cae el primero.23
Véase Linda Hutcheon, A Theory of Parody, University of Illinois
Press, Chicago, 2000.
23
“Examen de conciencia”, en Camera lucida, p. 133.
22
Atribuir la cualidad de “tiovivo vertiginoso”, como metáfora infantil del Decálogo que gira en la mente animado por el
remordimiento o la nostalgia, sugiere desde ahí una postura si
no lúdica sí opuesta de la original en el tratamiento del tema.
En el desarrollo del escrito de Elizondo, luego de la advertencia con la que abre, se inicia una descripción detallada de las
implicaciones “demasiado abstractas”, “imprecisas y vagas” de
cada mandamiento. Para ello, como el diccionario especular
que emplea Monsieur Teste para referirse a las cosas por la
enumeración de sus cualidades, no por sus nombres, la enunciación de cada mandamiento es omitida, sólo se alude su orden progresivo en números romanos y se reconoce el original
por el comentario irónico que se hace de cada uno de ellos.
Así, el décimo mandamiento Éxodo, 20: 17 “No codiciarás la
casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni
su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna
de tu prójimo”, es comentado en “Examen de conciencia” del
modo siguiente:
X
Mucho se ha escrito y se puede decir todavía acerca de este mandato inexplicable con el que culmina todo examen de conciencia
pues rige la pasión más vehemente y más secreta del alma: el Deseo. Pero habría que preguntarse si hay alguien que no lo haya
transgredido, especialmente en esa interdicción que se refiere a
la mujer del prójimo, en la vigilia, en los sueños, en el cine. No
es menudo el homenaje que por el deseo que sentimos de su
mujer le rendimos… al prójimo.
No hay nada más vano y más triste –en un verso memorable nos lo recuerda Mallarmé– que el deseo satisfecho. La
insatisfacción es la esencia del deseo, la causa primera del progreso técnico y, en términos generales, de toda la civilización y
la cultura.24
La glosa irónica del texto de Elizondo se caracteriza por la
referencia a registros variados de la cultura que van de la festividad popular, como la alusión en el quinto mandamiento al
Día de las Madres, a la cultura literaria, como en su exposición
del sexto mandamiento, en la que menciona The Murders of
the Rue Morgue, La légende de Saint Julien l’Hospitalier, Crimen y Castigo y “el inolvidable Mr. Williams, el asesino-artista
del que habla De Quincey”.25
El ejercicio de la parodia en “Examen de conciencia” radica
en la transformación no sólo de la forma original sino del sentido primario por medio de la inversión irónica, en este caso
un tanto burlesca, expuesta en los comentarios de las leyes
dictadas a Moisés.
Por otra parte, en “Teoría del disfraz. Una investigación
acerca de la naturaleza interior de la realidad”, Elizondo yuxtapone estilos y hace uso de un tono extremadamente formal
para a) exponer a la manera de los tratados escolásticos el desarrollo de “una investigación” sobre esa “naturaleza interior de
la realidad” y b), en la parte final del escrito, dirigirse al Conde Rotstein-Schwarzchild, organizador anual del Bal masqué,
cuya finalidad es recabar fondos para el sustento de los hijos
de su antiguo Gremio de Prostitutas Tituladas. El escrito de
Elizondo distingue entonces dos partes. La primera se ocupa
de la disertación sobre la naturaleza interior de la realidad, que
corresponde a una reflexión seria en su enunciado, pero lúdica en su contenido. La introducción del análisis que pretende
24
25
Ibid., pp. 141-142.
Ibid., p. 138.
llevar a cabo es expresada de la siguiente manera: “La elección
de un disfraz, pospuesta por ahora en aras de una pequeña
disquisición metafísica, será retomada una vez concluida esta
investigación que no tiene otro fin que aclarar, de una vez por
todas, el criterio que debe seguirse para tal fin y con un fundamento que no ponga en entredicho la naturaleza esencial del
universo”.26 Acto continuo, como si se tratase de una disquisición escolástica o un texto filosófico de Spinoza o Leibniz, la
Tesis de la investigación es enunciada: “Nadie se disfraza de
algo peor que sí mismo”.27
Esta afirmación inicial, que a la postre causa un “exhaustivo análisis fenomenológico”, contiene ya una carga
bastante irónica en la medida en que niega la posibilidad
de éxito en todo disfraz de sí mismo, al tiempo que anticipa el disfraz con el que asistirá el narrador al Bal masqué.
A la afirmación le siguen un “Comentario”, unos “Prolegomena”, una “Ancilla a los prolegomena”, un “Corolario a la
Tesis”, una “Ancilla al Corolario a la Tesis”, una “Acotación
a la Ancilla al Corolario a la Tesis”, una “Conclusión Primera”, una “Conclusión Segunda”, una “Conclusión Tercera”, un
“Corolario a la Conclusión Tercera”, un “Juicio”, una “Prueba”,
una “Conclusión última”, otro “Comentario”, un “Apéndice a
los Prolegomena”, que a la manera de la emulación lúdica del
“Tractatus rhetorico-pictoricus” tratan con aparente seriedad
un tema que sirve para el ejercicio irónico del espíritu. Además, la constante repetición de palabras y el aumento de las
mismas para cada apartado indican un vaivén similar al que
26
Salvador Elizondo, “Teoría del disfraz. Una investigación acerca de
la naturaleza interior de la realidad”, en El retrato de Zoe y otras mentiras,
3a. ed., Fondo de Cultura Económica, México, 2000 (Letras Mexicanas,
125), p. 24.
27
Idem.
menciona Gadamer como una de las características propias
del juego.28 Finalmente, el escrito cierra con un “Apéndice general a la investigación”, que no es más que la carta dirigida
al Conde Rotstein-Schawrzchild. En ella se anuncia la determinación por parte del abajo firmante, Salvador Elizondo, de
asistir a la fiesta Bal masqué disfrazado de Adán.
Tanto en la “investigación sobre la naturaleza interior de
la realidad” como en el “Apéndice general a la investigación”,
el tratamiento es extremadamente formal, si se quiere, hiperbólico, y puede ser considerado como un primer indicio de
la ironía, puesto que el uso de la litote, la hipérbole y el oxímoron, como figuras de estilo ligadas desde hace tiempo a la
ironía, está fuertemente marcado en el escrito de Elizondo.
Para Schoentjes, la litote permite al ironista decir más con
menos.29 De acuerdo con Helena Beristáin, la litote “consiste
en que, para afirmar algo, se disminuye, se atenúa o se niega
aquello mismo que se afirma, es decir, se dice menos para significar más. En este caso suele coincidir con el eufemismo”.
Más adelante, la definición afirma que “cuando la litote es
irónica se denomina, pues, meiosis y se describe como una
‘exageración modesta’”.30 Dentro de una poética de la ironía,
la hipérbole, por su parte, toma un distanciamiento irónico
inverso, ya que dice más y significa menos. Se sitúa en el campo del exceso. La hipérbole irónica apoya la crítica mediante el
elogio y nunca lo contrario, como en la pomposa carta escrita
al Conde o la meticulosa exageración de los nombres de las
“¿Cuándo hablamos de juego y qué implica ello? En primer término,
sin duda, un movimiento de vaivén que se repite continuamente” (op. cit.,
p. 66).
29
Véase Poétique de l’ ironie, Éditions du Seuil, París, 2001.
30
Op. cit., s.v. “litote”.
28
partes de la investigación. Finalmente, el oxímoron o antítesis
consiste en aproximar dos términos contradictorios y mutuamente exclusivos.
En “Teoría del disfraz”, la litote está presente en la misma introducción que se hace de la investigación. En la cita
antes referida anuncia: “La elección de un disfraz, pospuesta
ahora en aras de una pequeña disquisición metafísica, será retomada una vez concluida esta investigación que no tiene otro
fin […]”.31 Con esa “pequeña disquisición”, entendida como
una manifestación de la litote, el narrador nos está sugiriendo que en realidad las próximas reflexiones tal vez no serán
tan pequeñas ni aclararán “de una vez por todas” el criterio
que debe seguirse para la elección de un disfraz. Ese de-unavez-por-todas no es más que un uso de la hipérbole que sirve
como punto de partida al desarrollo de la disertación que
se expone en el texto que, como ya he mencionado, dice lo
no serio por medio de lo serio. Por otra parte, una suerte de
coincidentia opositorum está presente en la finalidad de recaudar fondos para el sustento de los hijos del “antiguo Gremio
de Prostitutas Tituladas”, ya que por un lado une la costumbre de las altas clases sociales de organizar eventos en beneficio
de asociaciones de gente desamparada, como el caso de niños
desprotegidos, con la inesperada aparición de un “Gremio de
Prostitutas Tituladas” en beneficio de cuyos hijos se realiza el
susodicho baile. Esa misma coincidencia de los opuestos servirá para emplear nuevamente el recurso de la litote, cuando el
abajo firmante Salvador Elizondo expresa “la generosidad de
V.E. [el señor Conde] ha instaurado desde tiempo inmemorial para beneficio de los desamparados infantes, la progenie
31
Las cursivas son mías.
indiscutible aunque indefinidamente impaterna de las oficiales
de nuestra corporación de alegradoras profesionales”.32
Como se ha visto, el lenguaje pomposo empleado en “Teoría
del disfraz” ayuda a dotar de “seriedad” a un discurso que se
quiere analítico, puesto al servicio de una reflexión cuyo fin
meramente lúdico es identificar “el criterio” que debe seguirse
en la elección de un disfraz y “que no ponga en entredicho la
naturaleza esencial del universo”. Ese mismo lenguaje pomposo ayuda a crear en el lector una sensación de juego, puesto
que la expresión rebuscada de los “razonamientos” no siempre
va de la mano con el desarrollo lógico-causal de los mismos.
Así, por ejemplo, leemos: “Ya que nadie se disfraza de algo
peor que sí mismo, sólo es posible pensar temporalmente”.33
En suma, el uso de la hipérbole, la litote, la coincidentia
opositorum, la inversión del registro lógico-filosófico en su expresión, irónico-paródico en su contenido, denotan el ejercicio
lúdico de una escritura que, mediante la ironía, dice “damas
del Comité” para referirse a las prostitutas.
Otro de los escritos de Elizondo que expresan un alto manejo de la ironía es “Anapoyesis”, recopilado en Camera lucida. En este caso, un conocimiento básico de las características
de la obra de Stéphane Mallarmé es pieza fundamental para
la comprensión de lo que Salvador Elizondo hace, ya que el
cuento, por mucho, gira en torno a la figura del poeta francés.34 En esta entretenida y breve historia, el profesor Aubanel,
32
“Teoría del disfraz. Una investigación acerca de la naturaleza interior
de la realidad”, en El retrato de Zoe y otras mentiras, p. 27.
33
Ibid., p. 26.
34
Sobre la relación entre la obra de Mallarmé con la de Salvador Elizondo, he desarrollado con mayor extensión mis ideas en el ensayo “La
escritura de Salvador Elizondo y su deuda con Mallarmé” (Semiosis, 2011,
núm. 13, pp. 105-127).
incomprendido genio de la lingüística y la termodinámica,
persigue, como lo mandó Mallarmé, afanosamente, la tarea de
medir con su anapoyetrón la masa de un poema inédito, jamás
escuchado por nadie más que el propio Mallarmé. Para ello, el
profesor Aubanel, cuyo apellido no es gratuito,35 se instaló en
la casa que habitó el poeta en la Rue de Rome, donde tuvieron
lugar sus famosas veladas del martes por la noche. En esas instalaciones Aubanel montó el laboratorio en el que se dispuso
llevar a cabo su Gran Obra: liberar la energía original que el
poeta Mallarmé impuso a sus poemas. El desenlace del texto
sugiere de modo peculiar que la tarea ha sido cumplida y que
las cenizas de Aubanel, como las de Igitur,36 han de descansar
junto a las de sus ancestros.
De entrada, el título “Anapoyesis” es determinante para la
configuración estética y discursiva del escrito. “Anapoyesis” o
“Anapoiesis” es un término compuesto a partir de los vocablos
griegos ἀνα (ana), arriba, sobre, en, encima, hacia arriba, por, a
lo largo de, durante; y ποίησις (poiésis), acción, creación, adopción, fabricación, confección, construcción, composición,
35
En su correspondencia, descubrimos que Mallarmé intercambió numerosas cartas con Théodore Aubanel, amigo y cómplice de su aventura
literaria. Cfr. Stéphane Mallarmé, “A Théodore Aubanel”, en Correspondance. Lettres sur la poésie, Gallimard, París, 1999, pp. 59 y ss.
36
“Igitur” fue un cuento con el que Mallarmé quiso aniquilar el viejo
monstruo de la Impotencia. Si hacía el cuento, pensaba, estaría curado:
similia similibus. De tal suerte, el poeta emprendió la tarea de descender a
los infiernos de sí mismo para tomar baños en la nada y purificarse. Sólo
así podría retomar desde el dominio de lo fáctico los trazos de la Obra soñada. Cfr. Stéphane Mallarmé, “A Henri Cazalis”, en ibid., pp. 450-452.
En algún pasaje de la historia, fiel a su deber ancestral, Igitur lleva a
cabo el acto: bebe del vaso de precipitado, tira los dados, apaga la vela y se
acuesta sobre las cenizas de sus antepasados.
poesía, poema.37 Así, podemos decir de la anapoyesis que es
el acto de ir a lo largo de, durante o hacia atrás en la creación, fabricación, composición, poesía o poema. En este caso,
entenderemos por anapoyesis el hecho de ir hacia atrás en la
composición poética. El anapoyetrón, entonces, será el instrumento mediante el cual, como lo indica el profesor Aubanel,
se da la anapoyesis.
En “Anapoyesis” la “catástrofe” es inminente. El escrito
comienza con la noticia de la muerte del profesor Aubanel.
La poesía de Mallarmé es, literalmente, un motor, un reactor y un suscitador dentro de la propia anécdota elucubrada
por Salvador Elizondo. También, como dije anteriormente,
es un contenedor de sentido amplio para el lector del mismo. Este sentido se halla concentrado principalmente en la
figura del profesor Aubanel y los comentarios que él mismo
profiere. Caracterizado por el narrador como una eminencia
de la termodinámica y de la lingüística aplicada, titular de
ambas cátedras en la Escuela Politécnica y en la Escuela
de Altos Estudios, respectivamente, asistimos a un revestimiento irónico del personaje que ha dado a las prensas su
máxima obra teórica, Énergie et langage. Esta primera descripción del profesor Aubanel lo sitúa en una posición de privilegio, pero también de excentricidad. El prestigio radica en
ser profesor titular en dos de las escuelas más importantes de
Francia, en dos disciplinas que de suyo se suelen considerar
distantes, pues una se ocupa de la lengua como expresión y
manifestación del logos, mientras que la otra se encarga de la
energía como materia en movimiento. Esta primera unión de
los distantes, como se ha expresado con anterioridad, da pie
José M. Pabón S. de Urbina, Diccionario Manual Griego Clásico-Español, s.v. “ana”, “poiésis”.
37
a una lectura irónica del personaje. Cabe mencionar que dicha excentricidad está reforzando una “analogía irónica” entre
Aubanel y Mallarmé, que se mantiene a lo largo del escrito y
que comienza a hacerse evidente cuando el narrador descubre
que Aubanel está instalado en la casa que otrora fuese de Mallarmé. Entonces afirma lo siguiente: “Yo estaba asombrado de
vérmelas con este gran hombre de ciencia incomprendido precisamente en la casa del más incomprendido de los poetas”.38
El profesor Aubanel le explica que ha cambiado la decoración y disposición de la casa. Y el narrador descubre que donde había estado el estudio del poeta, Aubanel había instalado
un aparatoso laboratorio. Este pasaje nos invita a otra lectura
irónico-paródica del escrito, ya que el estudio del poeta donde tuvieron lugar en numerosas ocasiones las veladas literarias
del martes por la noche, tanto el narrador como el profesor
comienzan una disquisición sobre poética y termodinámica
que dota de un sentido totalmente distinto aquellas a las que
estarían aludiendo.
Por ejemplo, si Mallarmé hablaba de la explicación órfica
de la tierra a través de la poesía y el Libro absoluto con sus
interlocutores, Aubanel habla con el narrador de la inversión
del proceso poético mediante el anapoyetrón. Su registro aún
permanece serio y en modo similar al entusiasmo percibido en
las cartas de Mallarmé. Sin embargo, sus objetivos son diametralmente opuestos, aunque a ambos –por caminos distintos–
los conduzca “a la aniquilación en el absoluto”.
Mientras Mallarmé estableció una analogía entre la música y las letras, Aubanel establece una entre la lingüística y
la termodinámica. Cuando el narrador le pregunta si sus experimentos tienen relación con la termodinámica, Aubanel
38
“Anapoyesis”, en Camera lucida, p. 37.
responde de manera categórica: “Todo tiene relación con la
termodinámica –dijo con firmeza y, sonriendo burlonamente– ¡… y con la lingüística! –agregó”.39
Más adelante, la analogía es mayor y se extiende a la poesía, lo cual dota al narrador de mayores pistas para entender
de qué tratan los experimentos que Aubanel lleva a cabo en
la antigua casa de Mallarmé. En esos diálogos de poética y
termodinámica, no faltan los momentos irónicos, en ocasiones misóginos, como el hecho de comparar a una mujer, en
términos energéticos, con una motocicleta. Son también un
guiño paródico al discurso de la crítica literaria, como en el
siguiente diálogo:
– ¿Quiere usted decir, profesor Aubanel, que pretende medir la
masa del poema?
– En cierto modo sí; pero ése no es el objeto principal de mis
experimentos. De hecho, esa función corresponde más bien a
la crítica literaria. A mí lo que me interesa es la posibilidad de
hacer reversible el proceso por el que la energía del poeta se concentra en el poema.40
En ese pasaje notamos que las aspiraciones de Aubanel no son
de crítica literaria sino de inversión del proceso poético. Aunque, por otra parte, esa inversión del proceso poético, como
en ocasiones la crítica, representa la “destrucción del poema”.
Esta línea que persigue “la crítica a la crítica” literaria es por
sí sola un tema de discusión amplia. Aquí sólo me ocupo de
señalarla. Otra de las posibilidades que da una lectura irónica del texto nos lleva a pensar que la crítica no sólo es hacia
la crítica literaria sino hacia la poética obsesiva de Stéphane
39
40
Ibid., p. 38.
Ibid., pp. 39-40.
Mallarmé, ávida del absoluto y de la pureza del lenguaje. Podríamos ver entonces en Aubanel una representación irónica
del poeta. Sin embargo, esta afirmación permanecerá siempre
ambigua por la propia naturaleza ambivalente de la ironía, que
puede alabar al tiempo que desacredita. La dialéctica de la
poética mallarmeana, búsqueda afanosa del Libro puro, tanto
puede fascinar al narrador como desagradarlo. He ahí entonces una de las características de la escritura irónica: el uso de
la doble voz simultánea.
La poética mallarmeana mucho debe a la idea que el poeta
se hizo de Poe, “Si algún día hago algo que valga la pena –escribiría hacia 1876 a propósito de Poe–, se lo deberé a él”.41 De
igual manera, el Aubanel de Elizondo como personaje análogo
de Mallarmé es fruto de la idea que del poeta de Un Coup de dés
se hizo el autor de Farabeuf. Más que una inversión netamente
irónica del desenlace de ambos personajes, uno literario, el
otro poeta, podríamos hablar de un desfase en las obsesiones.
Ambos trabajan afanosamente en sus tareas. Uno asocia la
música y las letras. El otro la termodinámica y la lingüística.
Para Mallarmé todo conduce al Libro. En el caso de Aubanel,
todo está relacionado con la energía… ¡y con la poesía! El
poeta al final de su existencia decide destruir aquello por lo
que ha trabajado. El profesor al final de su carrera decide
buscar aquello que de la destrucción de los manuscritos de
Mallarmé se pudo haber salvado para, mediante la anapoyesis,
desintegrarlo finalmente y devolverlo “al absoluto”, aunque de
manera distinta. La situación final de Aubanel, para quien observa, resulta irónica, pues el cable escueto de la AFP no menciona para nada a Mallarmé. Ese hecho de no mencionar, pero
aludir, de decirlo sin haberlo dicho, cierra una narración que
41
Citado por Rosemary Lloyd, “Edgar Poe, ‘le pur entre les Esprits’”,
Magazine littéraire, 1998, núm. 368, pp. 35-37. La traducción es mía.
en sus recursos discursivos presenta varios momentos irónicos como paródicos. Algunos de ellos los podemos situar en
el cambio de los usos del espacio estudio literario-laboratorio
experimental; en la inversión de las tareas creación poéticatransformación energética de la masa del poema, y en los
constantes diálogos sobre teorías literarias y científicas, una
vez más, serias en su expresión, pero meramente lúdicas en su
contenido.
Finalmente, queda en el lector reconocer la codificación
discursiva dispuesta por Salvador Elizondo para todos estos
escritos a partir de los indicios que hemos comentado. La descripción de los procesos de la parodia, el pastiche y la ironía;
la exposición de referencias culturales y literarias, han sido en
este ensayo una manera de completar lo que me gustaría denominar “lectopoyesis lúdica”.
¿Habrá Salvador Elizondo soñado e intentado otra cosa? La
lectura es quizás un prodigioso arduo juego del espíritu.
Estamos en libertad de ir descubriendo sus reglas conforme
vamos jugando.
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__________
SALVADOR ELIZONDO:
UNA POÉTICA DE LA ESCRITURA
Claudia L. Gutiérrez Piña
Universidad de Guanajuato
U
no de los textos más convocados en la obra de Salvador
Elizondo es “El grafógrafo”, perteneciente al libro homónimo publicado en 1972. Los acercamientos críticos a este
texto se reducen a reseñas cercanas a su publicación, comentarios en libros compilatorios de la obra elizondiana y algunos
artículos aislados.1 En líneas generales, estos acercamientos
han destacado su insistencia en el movimiento autorreflexivo de la escritura –manifiesto en el nivel de la palabra con
la intención de trastocar la relación significante-significado–,2
1
Una revisión de la crítica sobre el libro y el texto se encuentra en Claudia L. Gutiérrez Piña, Las variaciones de la escritura. Una lectura crítica
de El grafógrafo y la obra de Salvador Elizondo, El Colegio de MéxicoUniversidad Autónoma del Estado de México, México, 2016, además en
el valioso trabajo de Ross Larson, Bibliografía crítica de Salvador Elizondo,
El Colegio Nacional, México, 1998.
2
De los trabajos críticos sobre El grafógrafo, uno de los más tempranos y
también de los más sugerentes es “Los instrumentos del corte”, de Severo
Sarduy, quien retoma la imagen de la operación quirúrgica como símil del
acto de la escritura, procedente de Farabeuf, y describe la autorreflexión
de este acto en El grafógrafo como “proceso de envolvimiento, de espiral
su circularidad3 o su solipsismo. Estos rasgos, que bien podrían caracterizar la dinámica general del proyecto literario
de Elizondo, convierten a “El grafógrafo” en una suerte de
condensación de su poética, cualidad que trataré de exponer
en este trabajo. Para revelar esta condición, es significativo que
la aparición de “El grafógrafo” está envuelta por la publicación
de una serie de ensayos, los cuales parecen tener como motor
la reflexión sobre este texto así como su implicación en términos de la obra del autor. Me refiero puntualmente a los ensayos
“La página en blanco” (1971), “Taller de autocrítica” (1972) y
“Texto legible, texto visible” (1974). En ellos, Elizondo deja
constancia de una especie de taller en el que explica, enjuicia y
retroalimenta su visión sobre el ejercicio escritural que tiende
claros puentes con su realización en “El grafógrafo”.
mareante”. Para Sarduy, Elizondo elabora en este libro una crítica sobre
el lenguaje al introducir una “distorsión, una fuerza deformante” en el
estrato del signo para modificar la relación comunicativa de la lengua
cimentada en la correspondencia significado-significante. La intención,
dice el autor, es “trastocar el significante: que no quede vestigio alguno de
la correspondencia arbitraria instituida entre el sonido y la cosa, ni de su
comunicación normativa a través del significado” (“Los instrumentos del
corte”, Plural, 1973, núm. 19, p. 20).
3
Manuel Capetillo, en el artículo “Teoría y realización de una escritura
(sobre la escritura de Salvador Elizondo)” (Revista de la Universidad de
México, 1973, núm. 28, pp. 38-39), elabora una lectura de El grafógrafo a
partir del análisis del significado de “no significar” que opera en el texto.
Capetillo reconoce en El grafógrafo la presencia de la circularidad como
recurso para representar una escritura reflejada en un espejo esférico, alegoría de lo que es “eternamente fin y principio”. El crítico postula que
esta circularidad se expone como una “teoría” en el hacer de las obras de
Elizondo. Esta “teoría” se sustenta en la lógica del acto escritural donde el
autor crea a la vez que observa, lee a la vez que escribe.
LA ESCRITURA PURA
Unos años después de la publicación de “El grafógrafo”, Jorge Ruffinelli cuestionó a Salvador Elizondo a propósito de las
implicaciones y derivaciones que en la dinámica de su obra
representaba la escritura de este texto. La respuesta fue la siguiente: “desgraciadamente no veo derivaciones… Estoy ante
una pared. La derivación, posiblemente, sería la no-escritura,
el estado anterior a la escritura, la página en blanco”.4 La declaración de Elizondo se ubica en un contexto perfilado hacia
lo que algunos han leído como un silencio obligado del escritor tras la aparición de este texto. En esos momentos Elizondo
se encontraba en lo que podría considerarse la fase más intensa
en términos de publicaciones. En tan sólo siete años apareció
la mayor parte de los títulos que conforman su obra ficcional:
Farabeuf o la crónica de un instante (1965), Narda o el verano
(1966), El hipogeo secreto (1968), El retrato de Zoe y otras mentiras (1969) y El grafógrafo (1972). Después de este último,
tendrían que pasar nueve años para la publicación de su siguiente libro.5 Este lapso “silencioso”, suponen algunos, derivaría de haber llevado al límite el sentido experimental de su
escritura hasta acercarla “al borde de su extinción”.6 La lectura
4
Entrevista de Jorge Ruffinelli a Salvador Elizondo, “Salvador Elizondo”, Hispamérica, 1976, núm. 4, p. 43.
5
Le seguirán, en la cronología trazada, Miscast o ha llegado la señora
Marquesa… (1981), Camera lucida (1983) y Elsinore: un cuaderno (1988).
6
Eduardo Becerra, “En memoria de Salvador Elizondo: la escritura de
la extinción”, Cuadernos Hispanoamericanos, 2007, núm. 679, p. 60. En la
misma línea se encuentran los comentarios de Malva E. Filer, “El hipogeo
secreto de Salvador Elizondo. El texto y sus claves” (en Merlín E. Forster
y Julio Ortega [eds.], De la crónica a la nueva narrativa mexicana, Oasis,
México, 1986), donde señala: “En el caso de Elizondo, el impulso que lo
de este silencio es por demás significativa porque confirma el
lugar que ocupa este texto en el proyecto elizondiano como un
momento nodal: los asedios a la escritura autorreflexiva perfilada en textos anteriores desembocan en este texto y también
determinan los movimientos posteriores.7 Resulta por ello significativo que Elizondo, cuando escribía o recién había escrito
este texto, reflexionara sobre el silencio como paradero de la
escritura ensimismada.
En 1971 apareció “La página en blanco”, breve ensayo incluido en el número de abril de El rehilete, tan sólo un mes antes de la primera publicación de “El grafógrafo” en el número
de mayo de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica.8 En
este ensayo Elizondo reflexiona a propósito de la tematización
de la palabra y el silencio en la literatura. Traza la evolución
que signa el desarrollo de la escritura literaria en Occidente,
para reconocer su dinámica en un tránsito que parte desde
la pretensión “especular” para reflejar la realidad hasta llegar
a la creación de lo que llama una “nueva geometría”. En esta
lleva a narrar el propio acto de narrar […] lo conduce hacia la escritura autodevoradora de El grafógrafo” (p. 435). De igual forma, Elba Sánchez Rolón continúa esta lectura al reconocer un movimiento doble que sustenta
el concepto de escritura del autor: autocontemplación-autodestrucción,
esta última definida de la siguiente forma: “autodestrucción o suicidio de
la escritura, porque al centrarse en sí misma como acto llega a romper en
diversos grados con la función significativa del lenguaje” (La escritura en el
espejo. Farabeuf de Salvador Elizondo, Universidad de Guanajuato, Silao,
2008, p. 30).
7
Sobre estas implicaciones, véase Claudia L. Gutiérrez Piña, op. cit.
8
Además de “El grafógrafo”, aparecieron, bajo el título de “Escrituras”,
otros seis textos que también llegarían a El grafógrafo: “El hombre que llora”, “El objeto”, “La señora Rodríguez de Cibolain”, “El perfil de la estípite”, “Los hijos de Sánchez” y “Aviso” (La Gaceta, 1971, núm. 5, pp. 3-4).
última –dice Elizondo– la literatura “se concibe como un espejo que ha girado 180 grados sobre su eje, la que mira ahora
hacia sí misma y se propone como algo cuya posibilidad extrema y única reside en la escritura”.9 El trazo realizado en el
ensayo, que se desplaza desde el principio “especular” de la
literatura hacia la escritura autorreflexiva, define también el
movimiento que signa la evolución del proyecto literario de
Elizondo, lo cual habla de una reflexión del autor que, si bien
parte de la dinámica general del hacer literario, parece dar voz
y explicación a su propio hacer.
Desde los inicios de su trayectoria, Salvador Elizondo dejó
claro que su escritura estaba determinada por el reconocimiento de una contraposición fundamental: la de la realidad
objetiva y la realidad subjetiva (la que nos habita en el universo
mental en forma de idea, recuerdo, sueño o imaginación). En
esta lógica, el sentido especular antes aludido, más allá de leerse en relación con la fidelidad representativa del objeto artístico respecto a la realidad, para Elizondo reviste a la literatura
en general, ya que ésta nace en la pretensión de convertirse en
un “espejo del mundo”, aunque –acota– siempre “en la virtud
con que la subjetividad está vuelta hacia el mundo exterior o
real”.10
Desde esta perspectiva, la voluntad especular de la literatura se lee como una búsqueda por hacer trascender en el mundo
objetivo, es decir, en el universo de la página escrita, el mundo de la subjetividad. El cuestionamiento, sin embargo, aparece cuando se piensa en la fiabilidad de dicha operación. Para
Elizondo –como lo fuera para una de las figuras más influyentes en su obra, Paul Valéry– todo universo subjetivo para poder
9
“La página en blanco”, El Rehilete, 1971, núms. 35-36, p. 55.
Ibid., p. 54.
10
ser manifiesto debe someterse a un juego de “traducción”, primero al lenguaje y después a la escritura. Pero en este complejo
proceso de traslación algo se perderá en esencia. La apuesta
del escritor radica, entonces, en afrontar las condiciones que
se le imponen para tratar de salvar la distancia entre el mundo
interior y su realización en la palabra escrita, es decir, entre el
hombre, el lenguaje y la escritura. Al ser esta última el medio
–según Elizondo– con el que contamos para hacer de nuestro
mundo interior algo concreto, no es extraño que termine por
convertir al propio acto escritural en el núcleo de su reflexión,
de modo que la escritura se convierte en una operación crítica,
en el sentido que trata de sí misma.
Como señalé antes, “La página en blanco” dibuja este movimiento (el que va de la especularidad a la autorreflexividad)
en la dinámica de la literatura, con el característico gesto elizondiano de traducir sus ideas en términos de forma. Lo hace
tomando como paradigma la obra de James Joyce. A decir de
Elizondo, la pretensión de la literatura de convertirse en espejo
del mundo termina con el penúltimo capítulo del Ulysses, y
es en el último, con el monólogo interior de Molly Bloom,
donde su movimiento comienza a dibujar una curvatura hacia
la autorreflexividad que “en su lentísima giración va trazando
el signo de infinito”.11 Tras este giro devendrá la realización de
Finnegans Wake como la obra que inicia un “círculo abierto
de la escritura de nuestros días”,12 que avanzaría en el trazo
del infinito y en el que se involucra el segundo término tratado por el ensayo: el silencio. Silencio que no es leído como
extinción de la palabra ni enmudecimiento, sino como “un
asesinato ritual del lenguaje, un asesinato propiciatorio de su
11
12
Ibid., p. 55.
Idem.
renacimiento final en esa forma que estuviera más allá del confín de las últimas posibilidades a las que ésta ya ha podido ser
llevada”.13 El elemento “propiciatorio” de un renacimiento es el
que me interesa resaltar en la lectura elizondiana como efecto
del movimiento autorreflexivo y que atañe, precisamente, a la
relación y distancia entre el hombre, el lenguaje y la escritura.
El silencio, como también lo señaló Ramón Xirau, no es
mutismo ni es mudez, no si es un silencio formulado en la palabra, única condición con la que puede involucrarse en la literatura: “El único silencio que da sentido a las palabras y que,
a su vez, adquiere sentido gracias a las palabras y en ellas, es
el que nace y vive con la palabra. El silencio esencial es el que
está en la palabra misma como en su residencia, como en su
morada; es el silencio que expresa: el silencio que, dicho, entredicho, visto, entrevisto, constituye nuestro hablar esencial”.14
La relación que Elizondo establece entre el silencio y la autorreflexividad en la literatura se acerca mucho a este “silencio
que expresa” anotado por Xirau y que remite al universo de
la concepción poética mallarmeana, cuya marca signó el destino de la poesía del siglo XX y también la visión que alienta
la mirada del escritor mexicano respecto al ejercicio literario.
No es extraño que Elizondo reclame para el poeta francés la
manifestación de la primera tentativa de lo que denomina una
“escritura pura”,15 concepto esencial de su proyecto y para el
que la escritura autorreflexiva es un medio y fin. Si Mallarmé
posicionó el blanco de la página en el mismo nivel de la palabra para la hechura del poema, haciendo de él ese espacio
13
Ibid., p. 54.
Palabra y silencio, 3a. ed., Siglo XXI-El Colegio Nacional, México,
1993, p. 146.
15
Museo poético, 2a. ed., Aldus, México, 2002, p. 21 [1a. ed., 1974].
14
silencioso que expresa, Joyce sería, a los ojos de Elizondo, el
responsable de que esa forma estuviera más allá de las posibilidades a las que la palabra ya ha sido llevada. En una escritura
como la de Finnegans Wake, el silencio no se expresa en los
blancos de la página, sino en el llevar el lenguaje –en ese gesto
“propiciatorio”– más allá de su condición comunicativa, para
hacer de la palabra escrita una forma centrada en sí misma y
en las posibilidades de su maleabilidad. Una escritura pura
porque ejerce un repliegue sobre sí y su potencialidad.
Las referencias que se han ido sumando –Mallarmé, Valéry,
Joyce– no son gratuitas: conjugan algunas de las presencias
más determinantes en el ideario de Elizondo sobre la escritura
y el trabajo literario. Las visiones que estos autores encarnan
sobre el hacer literario encontraron en Elizondo su propia articulación, la cual se condensa en la noción antes referida de
la escritura pura. El autor habló en reiteradas ocasiones de la
implicación de ésta en su obra, precisamente en los años que
rodean la aparición de “El grafógrafo”. También en 1971, por
ejemplo, en entrevista con Emiliano González, señaló: “veo
perfilarse en el conjunto de los libros que he escrito una finalidad precisa que sólo últimamente, y después de haberlos escrito, puedo formular de una manera no muy precisa: creo yo
que se trata de realizar una escritura pura”.16 Posteriormente,
en 1975, ahora con Elena Poniatowska, convocaría de nuevo la
noción de pureza en el arte para ensayar una definición: “arte
absolutamente incontaminado […] en el que los elementos que
lo constituyen no tienen otro carácter que no sea el estrictamente poético […] Esto es lo que yo entiendo como arte puro:
16
“Salvador Elizondo. Mi finalidad es realizar una escritura pura”, La
Cultura en México, suplemento de Siempre!, 1º de septiembre de 1971,
p. IV.
un arte que inclusive no está ni siquiera contaminado por una
misión, no está dirigido”.17
La reflexión a propósito de la condición de pureza en la
literatura no es nueva, por supuesto. El mismo Elizondo reconoce que su rastro se puede hallar –pudiendo ir incluso más
lejos– en los planteamientos de Poe en The Poetic Principle
(1850), los cuales tendrían en el ámbito francés “sus expresiones más notables en Mallarmé […] y su etapa polémica a
partir de la publicación de Charmes de Valéry”.18 Habría que
agregar a las palabras del autor que en el contexto mexicano
tuvo también expresión propia con el modernismo de Enrique
González Martínez, José Juan Tablada y, posteriormente, con
el grupo de los Contemporáneos. Pero el traslado que Elizondo
elabora de dicha tradición a su proyecto le otorga un lugar
que, considero, no tiene parangón en la tradición mexicana. La
mirada de Elizondo, como ya lo ha reconocido atinadamente
Adolfo Castañón, “ensaya y realiza con fortuna una traslación
hacia el universo de la prosa y, más particularmente, del cuento y de la narración, de aquella crítica al lenguaje poético”.19
La observación de Castañón podría ser llevada también más
lejos para decir que la noción de la pureza elizondiana excede
incluso las delimitaciones genéricas (de las que el autor se declaró como un “descreído”) y que dicha traslación se extiende
a la del ejercicio literario en sí, en tanto acto escritural.
Si tendemos un puente entre los planteamientos del autor
en su discurso ensayístico y sus declaraciones, parece claro que
la noción de pureza derivaría precisamente, como un efecto,
17
“Entrevista a Salvador Elizondo”, Plural, 1975, núm. 45, p. 33.
Museo poético, p. 33.
19
“Las ficciones de Salvador Elizondo”, en Salvador Elizondo, Obras, El
Colegio Nacional, México, 1994, t. 1, p. X.
18
del movimiento de transición hacia la escritura autorreflexiva.
La “incontaminación” radicaría en el desapego a la pretensión
de ser un espejo del mundo para desatar un repliegue sobre su
operación, de sí y para sí. La escritura pura se proyecta entonces como una reflexión de su propio ser y hacer, una poética, en
el sentido más estricto de la palabra, de la que “El grafógrafo”
será su espacio de ejecución.
LA AUTOCRÍTICA
En “El grafógrafo” el principio autorreflexivo salta a la vista. Es evidente el juego de la escritura como un movimiento
circular, serpiente que se muerde la cola. Por la brevedad del
texto, me permito citarlo en extensión:
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que
escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar
que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme
visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía.
También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito
que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.20
A partir de la frase inaugural, “Escribo. Escribo que escribo”,
la voz se desplaza en un juego de refracciones. El movimiento
oscila entre la proyección de tres formas del universo mental:
la percepción (“me veo escribir”), la memoria (“Me recuerdo
20
En El grafógrafo, Joaquín Mortiz, México, 1972, p. 9.
escribiendo”) y la imaginación (“También puedo imaginarme escribiendo”). Las tres esferas de manifestación del universo mental hacen confluir la obsesión elizondiana antes enunciada de la relación entre el mundo interior y el universo de la
escritura, encarnado en el escriba, el personaje más entrañable
en la obra del autor y cuyo desarrollo muestra la evolución del
tratamiento de la autorreflexividad.
El origen de esta figura en la obra de Elizondo se remonta
al texto “La historia según Pao Cheng”, perteneciente al libro
Narda o el verano (1966), donde por primera vez establece un
juego en el orden de un abismamiento de la escritura con la
implicación del personaje imaginante-imaginado. Pao Cheng,
filósofo chino, trata de adivinar su destino en el caparazón de
una tortuga; con ello emprende un viaje mental por distintas
geografías y tiempos, hasta llevar sus pensamientos a una habitación donde se encuentra un escritor escribiendo un cuento
titulado “La historia según Pao Cheng”, que versa sobre un
filósofo chino quien trata de adivinar su destino en el caparazón de una tortuga… Este procedimiento fue reconocido por
Elizondo como una pieza esencial en su obra:
De Narda o el verano el texto que más me interesa es “La historia
según Pao Cheng”, porque en el orden visual de la narración,
o en el orden serial o secuencial de la narración descubrí –por
azar, si tú quieres– un intríngulis, un procedimiento, que me
permitía jugar al mismo tiempo con el personaje y con el escritor. Para mí ese fue el descubrimiento esencial y el primero en el
que yo encontré que había identidad entre los personajes, entre
el escritor y entre la escritura misma. Es decir, las tres entidades
que comportan este pequeño relato están imbricadas de alguna
manera, con un buen procedimiento de efecto. Yo creo que es
lo mejor que he escrito. Ahí también se figuran o prefiguran
algunas de las cosas que yo traté de ampliar posteriormente en
otros libros.21
El recurso, involucrado en este primer momento en el nivel
de la diégesis, será posteriormente recuperado en El hipogeo
secreto (1968), problematizado en términos de la escritura que
se revela como un proceso. A lo largo del primer bloque de
la novela, se montan juegos de metaestructuras en un nivel
también diegético, como el sueño dentro del sueño o la ficción dentro de la ficción, hasta llevarlos a un efecto de abismamiento del texto mismo, pero no como producto (texto dentro
del texto) sino como proceso de la escritura. En consecuencia, el discurso anecdótico novelesco decae para dar paso a la
representación de lo que el mismo texto denomina “un universo absolutamente gerundial”:22 el de la novela que se está
haciendo. Dicho efecto se logra al involucrar la entidad más
problemática de la novela, la del autor-narrador, llamado a lo
largo del texto como el Imaginado, el Otro, Pseudo Salvador
Elizondo o Salvador Elizondo.23 Si bien en este momento con
21
Ruffinelli, entrevista citada, p. 38.
El hipogeo secreto, Joaquín Mortiz, México, 1968, p. 95.
23
Al involucrar la identificación nominal del autor, la novela participa de un recurso no desconocido para la literatura mexicana. Pienso,
por ejemplo, en la tradición de la novela de la Revolución con Martín
Luis Guzmán y el sesgo “testimonial” que imprime su presencia, aunque con una identificación nominal velada, en El águila y la serpiente, o
bien en Nellie Campobello con Cartucho. De igual manera, Gilberto
Owen, en Novela como nube, involucra un ejercicio que bien puede ser
antecedente del gesto elizondiano al hacer irrumpir la voz autoral en el
fragmento 18 titulado “Unas palabras del autor”, el cual funciona como
un ejercicio crítico de la naturaleza de la propia novela. La apuesta de Elizondo es ajena, por supuesto, al sentido testimonial y, si bien lo involucra,
22
la implicación del nombre del autor en el universo de la novela
opera un efecto inmediato de desdibujamiento de la frontera
ficcional, éste sólo es accesorio para hacer funcionar lo que en
otro lugar he llamado la conciencia actuante de la escritura
en la obra elizondiana.24 El efecto promovido en El hipogeo secreto es el de mostrarse como una novela que se está haciendo,
lo cual supone la problematización de la escritura como un
ejercicio abismado en su propia recursividad que, hay que decirlo, se logra sin que totalice la novela. La búsqueda, sin embargo, preludia su plena realización en “El grafógrafo” gracias
a la configuración del escriba. En “El grafógrafo” el escriba
asume, más allá del juego de correspondencia con la figura de
Elizondo ficcionalizado, el carácter de una entidad que encarna la abstracción del principio de acción de la escritura.
Para reconocer estas implicaciones, el ensayo titulado “Taller
de autocrítica” (1972), publicado a modo de reflexión sobre la
naturaleza de “El grafógrafo”, puede ayudar a comprender el
sentido atribuido al escriba.
En “Taller de autocrítica” el autor reflexiona en un principio sobre el sentido paradójico que supone emprender un ejercicio “autocrítico”. Elizondo parte de la acepción kantiana de
la palabra crítica, la cual “permite su empleo en forma reflexiva
y que la define, para la literatura, para el conocimiento o la
trasciende también el mero gesto crítico. La implicación del nombre del
autor ha llevado a reconocer El hipogeo secreto como un ejercicio que anticipa la inserción en la literatura mexicana del género autoficcional, como
señala Julia Negrete en el capítulo del presente libro, “Salvador Elizondo
en El hipogeo secreto”, así como en su artículo “Tradición autobiográfica
y autoficción en la literatura hispanoamericana contemporánea”, De Raíz
Diversa, 2015, núm. 3, pp. 221-242.
24
Véase, Claudia L. Gutiérrez Piña, op. cit.
estética, como la operación que trata de sí misma”.25 En estos
términos, la operación de la autocrítica supondría una paradoja esencial, aunque no por ello deja de ser una posibilidad
“imaginable”, para lo cual sería necesario establecer un juego
de desdoblamiento que permitiera al escritor iniciar un diálogo con “ese otro yo literario, con su yo público, con su chivo
expiatorio”,26 a quien pudiera cuestionar sobre su ejercicio y su
obra. Establecida la posibilidad de este desdoblamiento, Elizondo reconoce, sin embargo, el peligro de que ese pretendido
diálogo sea reducido a una operación que derive en un mero
acto descriptivo, resultado del alejamiento necesario del escritor hacia el exterior de su obra, por lo que la operación se convertiría en una suerte de “autobiografía crítica” antes que en
una autocrítica. Para evitar el gesto descriptivo y convertirlo
en uno demostrativo de “cómo han sido aplicados los principios por los que la obra nace”,27 ésta debiera ser promovida en
la obra misma, es decir, como un procedimiento literario. El
autor ilustra esta posibilidad:
El escritor puede interrogarse acerca de su condición “humana”,
su condición “moral” o “artística”, “nacional” o “política”. Sobran los ejemplos que ilustran de una manera literaria las diferentes respuestas que se han dado, aunque no abundan las que
refieren a su condición de escritores. Todas tienen, sin embargo,
algo en común: el haber sido reducidas por un procedimiento al
que la escritura subyace como instrumento para que, por la aplicación de un método, esa respuesta acerca de la condición moral
25
“La autocrítica literaria”, en Teoría del infierno, 2a. ed., Fondo de Cultura Económica, 2000 (Letras Mexicanas, 132), p. 197 [publicado por primera vez como “Taller de autocrítica”, Plural, 1972, núm. 14, pp. 3-5].
26
Idem.
27
Ibid., p. 193.
del escritor se vea claramente ilustrada: es preciso, por ejemplo,
que un joven mate a una vieja usurera a hachazos para que, por
la escritura, podamos entender claramente lo que el escritor se
está preguntando y lo que su otro yo literario le contesta.28
El ejemplo recuperado de Dostoievski mantiene la dinámica
de una operación promovida en el nivel textual, aun cuando involucra el desdoblamiento antes referido del escritor y su
otro yo. La imagen del asesinato de la usurera perpetrado por
Raskolnikov sería la “ilustración” de la respuesta que un hipotético Dostoievski haría a su yo literario sobre su condición de
escritor –en este caso moral– que caracteriza su hacer literario.
De este ejemplo, el elemento que me parece determinante es el
sentido de ilustración al que alude Elizondo, relacionado con
lo dicho en su declaración citada de la entrevista con Ruffinelli, cuando refiere su encuentro en “La historia según Pao
Cheng” con el procedimiento involucrado “en el orden visual
de la narración”,29 que le permitió relacionar al personaje, el
escritor y la escritura.
Los órdenes “visual” y de “ilustración” apuntados por el
autor tienen alcances determinantes en la configuración del
escriba. Para comprenderlo, es necesario retornar al modo
como se entiende, desde la mirada elizondiana, el acto escritural en sí. A propósito, he señalado la ponderación que otorga a la escritura como operación objetivante de las realidades
interiores del escritor. La importancia de la entidad del escriba radica justamente en que si la escritura es concebida en
función del efecto de traslación que media entre el universo mental y su manifestación objetiva en el papel, Elizondo
28
29
Ibid., pp. 194-195.
Véase supra, p. 177.
asedia la representación precisamente de esa traslación para
ser ilustrada por el escriba: la hace visible. En este sentido, la
operación autorreflexiva, escritura que vuelve sobre sí o que
trata de sí misma, se nutre también del gesto autocrítico si seguimos la lógica propuesta por el autor, ya que condensa en el
escriba la respuesta a un hipotético cuestionamiento del escritor a su yo literario sobre lo que obsesiona su propia condición
artística. Elizondo, en “Taller de autocrítica”, explica más claramente el movimiento de la autocrítica, en su calidad de procedimiento literario: “la autocrítica es la que tiene puesto un
ojo en el gato y otro en el garabato: está tan consciente de ser
un Yo como de que ése es un Yo que se está escribiendo, que se
está cumpliendo en sí mismo en tanto que escritura y en tanto
que Yo”.30 De esta forma, continúa Elizondo: “Sería necesario
obtener no una crítica tardía de la obra, sino una crítica inmediata de la escritura: una crítica que estuviera empleada como
método y que se fundara en el esquema ‘Escribo. Escribo que
escribo, etcétera…’. Es decir, sería necesario poder verse escribir como procedimiento mismo de la escritura”.31
El escriba es, pues, la entidad que encarna y soporta ese
efecto de escribir viéndose escribir. Las implicaciones son más
que claras, porque con el escriba trasciende el gesto autorreflexivo de la escritura para involucrar otro que da movilidad a
sus refracciones, haciendo con ello visible la concepción elizondiana de dicha operación: como traslación de la mente hacia la
página. El sentido estricto de una traslación supone la acción
y el efecto de llevar de un lugar a otro, en este caso, llevar de la
mente a la página. Es decir, supone un efecto de movimiento.
La belleza de “El grafógrafo” radica precisamente en su logro
30
31
Ibid., p. 198.
Idem.
no sólo de iconizar o convertir en imagen el principio actuante
de la escritura encarnado en el escriba, sino de hacer visible o
ilustrar dicho movimiento como una imagen vivificada.
El modo de representación de dicho fenómeno se sujeta
también a los hallazgos que Elizondo fue sumando en su trayectoria. Entre ellos se encuentra, principalmente, el delicado
trabajo que realiza en la construcción de imágenes dentro de
su prosa, que remite a la apropiación de la tradición poética
mencionada en el apartado anterior y que tiende un puente
con otra de las obsesiones del autor: la escritura china.
EL TEXTO VISIBLE
La fascinación que el ideograma chino provocó en Elizondo
deriva de la influencia de Ezra Pound, quien en The Cantos
(1925) incorpora ideogramas como recurso poético, mediante
los que convoca su fuerza representativa de aspectos sensoriales. Por medio de la poesía de Pound, Elizondo se encontró
con el trabajo del historiador de arte Ernest Fenollosa, quien
en The Chinese Written Character as a Medium for Poetry (1919)
analiza una serie de poemas chinos clásicos para comparar la
fuerza poética de la escritura ideográfica frente a la escritura
alfabética. La influencia de Fenollosa en Pound fue determinante, y el conocimiento de su trabajo se lo debemos precisamente al poeta norteamericano, quien, poco tiempo después
de la muerte de su autor, editó The Chinese Written Character
as a Medium for Poetry. Este trabajo es el que teje el puente
entre Fenollosa, Pound y Elizondo, ya que Elizondo realizó la
primera traducción al español publicada en 1974.32
32
Publicada en Plural, 1974, núm. 32, pp. 47-56.
Las marcas del estudio de Fenollosa reaparecen continuamente a lo largo de la producción del escritor mexicano. Al
igual que Pound, Elizondo descubrió la proporción expresiva
del ideograma, de la cual Fenollosa señaló: “por medio de su
visibilidad pictórica ha podido conservar su poesía creativa
original con mayor vigor y vitalidad que cualquier lengua fonética”.33 El principio pictórico que determina al ideograma
chino guarda, a decir de Fenollosa, un sentido “dramático”,
pues lleva consigo una idea verbal de acción: “el ojo ve el sustantivo y el verbo como una sola cosa: cosas en movimiento o
movimiento de las cosas, así es como la concepción china tiende a representarlos”.34 La escritura china, estudiada y practicada por Elizondo, tiene una esencia poética o metafórica que
hace coincidir la vida de una idea en la operación escritural,
mucho más que la escritura alfabética, porque contiene en el
trazo del signo un principio de acción que permite representar
“cosas en movimiento”; o bien, en palabras de Elizondo, hacer
coincidir “la forma y la idea, el símbolo y la imagen poética
en una sola expresión racional, comprensible, visible y legible
a la vez”.35 Lo anterior se logra gracias a la armonización de los
principios de representación escritural y pictórica que guardan
los caracteres chinos.
Evidentemente, en “El grafógrafo” no podemos hablar de
una escritura ideográfica, pero sí de su esencia de construcción
33
Los caracteres de la escritura china como medio poético, ed. y notas
Ezra Pound, intr. y trad. Salvador Elizondo, Universidad Autónoma Metropolitana-Ediciones Fósforo, México, 2007 (Molinos de Viento, 1), pp.
37-38.
34
Ibid., p. 21.
35
“Ideograma: Teoría y canon de la poesía concreta”, en Pasado anterior, Fondo de Cultura Económica, México, 2007 (Letras Mexicanas,
141), p. 226 [publicado por primera vez en Unomásuno, el 6 de julio de
1978, p. 19].
como una posibilidad para entender cómo, en el acto de fijar
la imagen del escriba, ésta se muestra como “imagen viva”
de la escritura, como una acción que se ve. El efecto textual
muestra al escriba en ejecución, como espectáculo de la creación condensada en una imagen que vive en sí misma y en
su proyección especular. Imagen multiplicada que siempre es
la misma y distinta a la vez, por virtud de su fijación en el
icono del escriba, pero móvil en percepción. Es decir, hay un
juego perceptivo que involucra al binomio fijeza-movimiento,
con relación al cual Elizondo reflexionó profundamente en
un ensayo publicado tres años después de la aparición de “El
grafógrafo”.
Entre 1974 y 1975, Salvador Elizondo participó en un proyecto de la revista Artes Visuales, donde analizó las relaciones
posibles entre la manifestación artística plástica y la escritura.
Con este propósito, escribió una serie de textos: “Grafismo y
escritura” (1974), “Texto legible y texto visible” (1975) y “Valor
textual de la forma” (1975),36 si bien es en el segundo donde
desarrolla sus planteamientos de manera más profunda y dirige sus reflexiones a la posibilidad de imbricación en el objeto
artístico del efecto visual y la textualidad.
Este ensayo es extrañamente poco recuperado por la crítica, aun cuando concentra una perspectiva determinante en
su obra: la valoración del carácter formal y constructivo del
texto, con claras reminiscencias del efecto del ideograma tan
apreciado por el autor. “Texto legible y texto visible” involucra
36
Los dos primeros publicados en la revista Artes Visuales, el último en
el suplemento Diorama de la Cultura, como un ejercicio revisionista de
los dos anteriores: “Grafismo y escritura”, Artes Visuales, 1974, núm. 2,
pp. 16-20; “Texto legible y texto visible”, Artes Visuales, 1975, núm. 6, pp.
3-25; “Valor textual de la forma”, Diorama de la Cultura, suplemento de
Excélsior, 28 de diciembre de 1975, p. 5.
la reflexión y desarrollo de la idea de textualidad en su condición más clara, que revira al origen de la palabra: “Casi nada
revela tan claramente el sentido de un término como su significado original. Texto quiere decir, en sentido estricto, tejido.
Eso es todo. Una trama continua que se entreteje a la variable
urdimbre”.37 En función de esta cualidad, Elizondo recala en
la condición que permite a este tejido ser, ante todo, un objeto
visual:
Punto focal del signo y el significado, la escritura –en todas las
acepciones que obtiene de nuestra civilización– se desplaza perceptiblemente desde el coto cerrado de “la literatura” hacia el
de las artes comúnmente llamadas “visuales”; artes cuya contemplación o apreciación se realiza por la facultad de percibir
o discernir en el diverso ordenamiento de ciertos objetos una
suerte de mensaje o señal proveniente de un orden textual de
segunda potencia, que ha debido ser traducido dos veces antes de que podamos entenderlo: una al lenguaje de su autor y
otra de éste al del lector.
Media entre un momento y otro de esa transcripción el misterioso acto de ver.38
Las palabras del autor resultan sumamente valiosas si las pensamos en términos de su obra y, particularmente, de “El grafógrafo”. Entre la escritura y la textualidad, Elizondo muestra
el movimiento que convierte el universo mental del escritor
(traducido por virtud de la escritura al lenguaje) en un objeto
susceptible de ser “visto”, es decir, traducido por una segunda
vez en la lectura. En este juego, que pareciera simple, Elizondo
articula y hermana la contraposición esencial referida líneas
37
38
“Texto legible y texto visible”, art. cit., p. 3.
Ibid., pp. 3 y 5.
arriba que alienta su obra, la del “tenebroso abismo de lo objetivo y lo subjetivo”,39 por medio de la operación lectora, definida como “poder percibir objetivamente lo subjetivo”.40 Lo
importante, sin embargo, es el matiz que Elizondo confiere a
la operación lectora, porque reconoce en ella distintas modalidades de ver, potenciadas por el texto mismo, que van desde
la legibilidad a la visualidad, esta última entendida como la
“tendencia que pretende trasladar la materia de la escritura al
orden de su aparición visible”.41 Para explicar dicha tendencia,
el autor establece relaciones entre el sentido de espacialidad
que condiciona a la expresión plástica y la escritura:
Esta noción de espacio no excluye como una de sus particularidades más interesantes la del texto: sucesión de signos sobre un
espacio para dar por resultado un significante legible en lo que
respecta a la escritura; un movimiento específico de la atención
a lo largo de una serie discreta de pequeñas señales que forman
la representación de un significado en el caso de la lectura. Esencialmente, la primera es obra de la mano y la segunda del ojo. El
texto sería algo así como una escultura lógica en dos dimensiones, también en tres o en dos y media: los frisos del Partenón, los
pórticos de las catedrales góticas, la Guernica son composiciones
legibles, es decir, susceptibles de alguna hermenéutica particular
fundada en un sistema convencional de escritura.42
Queda claro que, para Elizondo, la textualidad concierne al
acto artístico en general, en tanto que responde a un gesto de
escritura o “sistema convencional” de trazo de signos, presente
39
Ibid., p. 5.
Idem.
41
Ibid., p. 17.
42
Ibid., p. 7.
40
en la literatura, en la pintura e incluso en la escultura. Esta
condición es la que permite imbricar los modos de realización
de estas escrituras en una sola. Particularmente el autor se interesa en la relación entre la pintura y la escritura verbal:
La experiencia trasciende los límites tanto de un razonamiento
como de una cultura específica o una técnica, y se inscribe en un
ámbito indefinido de la sensibilidad en que no es ni sensación
pura ni idea, en que no es pintura ni escritura, sino quizá ambas
a un tiempo y, sobre todo, en que es texto: tejido en que la trama
de la sensación visual pura se conjuga con la urdimbre de la idea
expresada en forma de escritura o estructura verbal de su forma
sensible.43
Las manifestaciones de esta posibilidad, o bien de su búsqueda, son llevadas al terreno de la poesía, por ser en ella donde se
realiza el “connubio de la palabra y de la forma, de la escritura
y la pintura”.44 La tendencia que inaugura Mallarmé con Un
Coup de dés hace eco nuevamente, esta vez para reconocer en
el poeta francés el afán de dar a la poesía “un contenido menos
legible y más visible al poema o al texto”,45 lo cual radica en el
hecho de que una escritura tienda a su expresión visual. Los
ejemplos que usa Elizondo remiten a las realizaciones poéticas
donde la disposición textual de la escritura crea formas que
son visualmente perceptibles: los caligramas de Apollinaire,
la tipografía usada como recurso en los poemas de e. e. cummings, los poemas ideográficos de Tablada, los Topoemas de
Paz y la poesía concreta de los hermanos Haroldo y Augusto
de Campos.
43
Ibid., pp. 7 y 9.
Ibid., p. 9.
45
Ibid., p. 11.
44
Queda claro que si bien Salvador Elizondo no hace uso de
esa expresión visual de la escritura, el sustento que da pie a
estas expresiones poéticas tiene en él su propia manifestación.
Aunque “El grafógrafo” conserva visualmente la disposición
formal de la escritura lineal, convoca el sentido de una forma
que se manifiesta como efecto de lectura y no como efecto
visual inmediato, porque lo que pretende promover es la percepción de la palabra que crea a la forma, una forma que no es
significativa más que en su movimiento. En palabras de Elizondo, se acercaría a “una sucesión de imágenes por la que la
noción de movimiento nos es aprehensible o legible sin que el
movimiento suceda en la realidad legible de su transcripción
al lenguaje por el que la vista lo descifra”.46
Desde el momento en que Severo Sarduy caracterizó a “El
grafógrafo” como una “espiral mareante”,47 quedó marcada su
condición circular antes convocada, la cual cobra cabal significado sólo entendida como forma en movimiento, por ello no
podemos hablar puntualmente de un círculo cerrado y fijo.
Las frases tienden a configurarse como movimientos circulares
por efecto de desplazamientos desde un centro (“Escribo”) al
que siempre vuelve con variaciones. Para generar este efecto,
Elizondo hace uso de recursos gramaticales. En primer lugar,
la yuxtaposición con el uso reiterado de la conjunción “y”, así
como del adverbio “también” (“y también puedo verme”, “y
también viéndome”, “Y me veo”, “y me recuerdo”, etcétera),
que funcionan como puntos de enclave de las variaciones de
la imagen del escriba. En segundo lugar, las fórmulas verbales
en gerundio (escribiendo, viéndome, recordando), que encadenan las imágenes del escriba en una dinámica de acumulación
46
47
Ibid., p. 17.
“Los instrumentos del corte”, art. cit., p. 20.
progresiva. Estos recursos desatan el efecto de una espiral, ya
que sostienen una dinámica en la que la acción principal, “Escribo”, y su complemento explicativo, “Escribo que escribo”,
suceden al tiempo que desatan las imágenes proyectadas y contenidas en las dimensiones mentales. El primer momento de esta
dinámica, desarrollado en el plano de la imagen percibida
(veo), se encuentra en la frase: “Mentalmente me veo escribir
que escribo y también puedo verme ver que escribo”, cuyo
principio de refracción será repetido en los siguientes planos:
el recuerdo y la imaginación. Las imágenes que se van generando se activan en un movimiento acumulativo, donde cada
una contiene a su vez a las anteriores, en una especie de ritornello a su núcleo generador.
Como expliqué, “El grafógrafo” se sujeta a la disposición
del escribir viendo, que puede traducirse en el efecto de percepción a un leer viendo, donde se conjuga el binomio forma-movimiento del texto visible propuesto por Elizondo, y
hace resonar también aquello que Octavio Paz planteó como
búsqueda y manifestación de la poesía moderna, muy en consonancia con el universo mallarmeano: la “dispersión de la
palabra en distintos espacios, y su ir y venir de uno a otro, su
perpetua metamorfosis, sus bifurcaciones y multiplicaciones,
su reunión final en un solo espacio y una sola frase. Ritmo hecho de un doble movimiento de separación y reunión. Pluralidad y simultaneidad: convocación y gravitación de la palabra
en un aquí magnético”.48
La evocación de Paz tampoco es gratuita, ya que “El grafógrafo” signa la presencia de este poeta en su dedicatoria.
Entre los dos autores hubo una estrecha relación, personal e
48
El arco y la lira, en Obras completas, 2a. ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1994, t. 1, p. 270.
intelectual. Particularmente, en “El grafógrafo” hace eco el
principio de circularidad que tantas veces Paz convocó al reflexionar sobre la condición poética. Como aclara desde las
primeras páginas de El arco y la lira, la poesía es ritmo que
gravita sobre el lenguaje en un círculo que “se cierra sobre sí
mismo, universo autosuficiente y en el cual el fin es también
un principio que vuelve, se repite y se recrea”,49 mientras que
el poema se muestra como “un conjunto de signos que buscan
un significado, un ideograma que gira sobre sí mismo”.50
El carácter significativo de la forma circular se revela cuando reconocemos en ella el valor de la escritura ponderado por
Elizondo: no como mero producto, sino como realización del
“fenómeno de traslación” de un texto original, cuyo recinto
es la mente del escritor. De ahí que la percepción de “El grafógrafo” se revele como una forma en espiral que contiene y
representa precisamente esa traslación entre la mente y la página en movimiento que, como dice Paz, “vuelve, se repite y
se recrea”. Todo texto literario será, en esencia, variaciones de
este movimiento, de ahí su radical importancia y su sentido
más trascendental.
UNA POÉTICA DE LA ESCRITURA
Con todo lo anterior, la obra de Salvador Elizondo se muestra
como asedio a la formulación de una “poética” de la escritura
según he propuesto, con la participación de las distintas acepciones de la palabra, que nos llevan hasta su raíz si seguimos el
consejo elizondiano (“nada ilustra tan claramente el sentido de
un término como su significado original”). Poética (poiêtikê)
49
50
Ibid., p. 90.
Ibid., p. 271.
deriva de poiein, “hacer, crear”. Principio activo, creador, del
que nace la poesía (poiêsis)y el poeta (poiêtês). De modo que
pensar en una poética de la escritura es convocar ese sentido
activo, como también lo hace Paul Valéry en su “Curso de
Poética”: el de la acción que hace.51 La escritura se revela en “El
grafógrafo” en su cualidad de hacedora, ¿y qué hace? Objetivar
el universo interior, en otras palabras, obrar en su calidad de
“facultad objetivante del espíritu”,52 tal como Elizondo concibe el hacer literario. Pero la acepción que también involucra
el concepto de poética es el de la reflexión sobre ese hacer. En
“El grafógrafo” ésta se manifiesta con los gestos autorreflexivo y autocrítico que tejen su textualidad, así como en la obra
ensayística de Elizondo, con la que, en cierto modo, teoriza su
propio método. La noción de escritura pura parece cobijar todos los recursos mencionados: la autorreflexividad, el silencio
que expresa, la autocrítica, el texto visible. En ellos la escritura
se revela comprometida con el sentido trascendental implícito
que la ampara: ser ese espacio donde, como versa Mallarmé,
“el hombre prosigue negro sobre blanco”.
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51
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52
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“ENCERRADO EN UN PARÉNTESIS”
(ELSINORE: UN CUADERNO)
László Scholz
Universidad Eötvös Loránd / Oberlin College
Es la obra de arte una isla imaginaria que
flota rodeada de realidad por todas partes.
J. ORTEGA Y GASSET, Meditación del marco
A
lo largo del presente texto retomaré el tema de las narrativas explícitamente autobiográficas de Salvador Elizondo.
No para entrar una vez más en la eterna discusión sobre un
supuesto “relato lineal” (frase de Elizondo1) versus una obra de
ficción, sino para explorar algunas de las técnicas de la ficcionalización y compararlas, principalmente, con casos análogos
en la narrativa breve del mundo hispánico. Esto no lo hago
menospreciando los valores genéricos de la autobiografía sino
compartiendo muchas de las ideas formuladas al respecto por
1
En entrevista con Rolando J. Romero, “Salvador Elizondo: escritura y
ausencia del lector”, La Palabra y el Hombre, 1989, núm. 71, pp. 117-130.
la crítica 2 y, sobre todo, aceptando la tesis de Ricœur, para
quien “la comprensión de sí es una interpretación; la interpretación de sí, a su vez, encuentra en la narración […] una
mediación privilegiada; esta última se vale tanto de la historia
como de la ficción, haciendo de la historia de una vida una
historia de ficción o, si se prefiere, una ficción histórica”.3
Mi punto de partida y también de llegada será una frase clave del íncipit de Elsinore, frase típicamente elizondiana,
donde dice, con la obsesión de siempre: “Me veo escribiendo
en el cuaderno como si estuviera encerrado en un paréntesis
dentro del sueño”.4 El acto de escribir, los famosos cuadernos,
el propio sueño, han merecido ya bastante atención crítica, de
modo que centrémonos en esta oportunidad en el fenómeno
del paréntesis que, como veremos, no resulta menos elaborado frente a los tres elementos que lo acompañan; me parece
que de ninguna manera se puede considerar Elsinore como un
texto despojado de “teorías y concepciones”.5 De hecho, mi
hipótesis es que los paréntesis elizondianos van mucho más
allá del sentido lato del término. En los diccionarios, las definiciones suelen insistir en el carácter incidental del contenido de un paréntesis que aparece “sin enlace necesario con los
2
Pienso en textos de colegas como Luz Elena Gutiérrez de Velasco,
Norma Angélica Cuevas Velasco, Claudia L. Gutiérrez Piña y, por supuesto, Dermot F. Curley y Eduardo Becerra. Cfr. las referencias en la
bibliografía.
3
Sí mismo como otro, trad. Agustín Neira Calvo, Siglo XXI, México,
2008, p. 107.
4
Salvador Elizondo, Elsinore, en El mar de iguanas, pról. Adolfo Castañón, Atalanta, Girona, 2010, pp. 103-180. En adelante se citará esta
edición entre paréntesis en el texto.
5
Véase, por ejemplo, Daniel Sada, “La escritura obsesiva de Salvador Elizondo”, Revista de la Universidad de México, 2009, núm. 66,
pp. 59-64.
demás miembros del periodo”;6 lo consideran una digresión,
explicación, ampliación (Merriam-Webster) que “se pone al
lado”, según lo sugiere la etimología latina, y que constituye
un segmento que el lector puede ignorar desde el criterio del
texto principal. Sin embargo, la técnica que veo en Elsinore
me indica que se trata de un recurso cuyo uso nos revela en
varias instancias que los paréntesis, entendidos en sentido amplio, son justamente unas intercalaciones intencionales que,
por medio de su posición y las múltiples relaciones que implican, constituyen un nuevo estrato del texto al cual se asignan
funciones estéticas.
Comencemos con el fenómeno más llamativo del texto de
Elsinore: el bilingüismo consecuente que usa Elizondo a lo largo de los cinco capítulos, los cuales quedan salpicados de un
gran número de nombres, títulos y diálogos dichos en inglés.
Tratándose de una especie de Bildungsroman autobiográfico,
resulta muy fácil aceptar este fenómeno dentro del marco de
cierto verismo que reproduce maneras de hablar de unos adolescentes en la frontera californiana. Mas si hacemos una breve
tipología de unos 250 casos que encontramos en la edición de
Atalanta (2010), queda clara la actitud consciente y metódica
del autor, actitud que conocemos bien en la obra elizondiana.
En esta tipología tenemos un primer grupo: a) una larga lista de realia considerados típicamente americanos, por ejemplo,
objetos (school bus, couch, ball pen), marcas (sweater Love),
comidas, bebidas (ham and eggs, root beer), fiestas (Thanksgiving), tiendas (drugstore), instituciones (newsreel theater),
etcétera; éstos, junto con las exclamaciones (Jesus Christ!) y
formas de saludar (Bye Jenny!), apuntan evidentemente a una
6
Diccionario de la lengua española, 22a. ed., Espasa-Calpe, Madrid,
2001, s.v. “paréntesis”.
ambientación del mundo por describir ya que son comprensibles para todos. Tampoco es muy distinto el efecto que producen los nombres citados (autores: Marlow, Ebing; actores:
Lugosi, Dillinger) o los títulos de películas (The Outlaw, Lady
in Red).
En un segundo grupo encontramos: b) abreviaciones y
siglas que no se pueden comprender con facilidad ni siquiera por anglófonos, sean del campo semántico militar (POW,
AWOL, ex-GI, Lit.) o de la vida cotidiana (VD, IOU).
Un tercer grupo, el más importante, está constituido por
los casos intermedios donde vemos distintos grados de la
unión entre los dos idiomas, formando así estructuras lingüísticas híbridas. Aparecen con abundancia situaciones que son:
c) explicitaciones, por ejemplo, “ingresar en el Smokers’ Hole,
un cartucho adosado a la armería en el que los mayores que tenían permiso para ello se metían a fumar en sus ratos francos”
(p. 128); “We’re in a hell of trouble. Sí, ciertamente, nos habíamos metido en un lío terrible” (p. 137).
Una fusión más fuerte se crea en: d) las secuencias donde
los equivalentes aparecen seguidos sin mediación, sin paréntesis, más bien como aposiciones, por ejemplo, en una supuesta
“clase de español”: “le enseñaba a Fred palabras en español
pendejo asshole kiss my ass bésame el culo etcétera” (p. 128);
así como en: e) diálogos mediados por un intérprete que producen un texto de semántica opacada tanto por la situación,
digamos social, como por las diferencias lingüísticas: “¿Qué
tal estuvo el cigarrito? ¡Ah, qué muchachos éstos!... ¿Cuál cigarrito?... Pos a poco creen que no vimos salir el humo entre la
yerba dijo el Yuca… What do they say?... Nothing… They’ve
seen us smoking in our private hole… What do they want?...”
(p. 129).
También aparecen: f) amalgamas más radicales en el vocabulario: “mopeaba los corredores” (p. 119), “enfundado
en un overol” (p. 121); o bien en los pensamientos o sueños:
“¡Mamacita! gritaron en mi mente cuerpo y alma a la par, en
español. Should I go over or under your brassiere, Ma’m?”
(p. 148), “Thank you, Mrs. Simpson, pensé en inglés con el
debido respeto” (p. 143).
Esta variedad de ejemplos indica el rol que tiene la mixtura
lingüística para caracterizar a los personajes, técnica de la cual
Elizondo se vale también para los casos de descripciones monolingües en Elsinore. Por ejemplo: Mrs. Sakall hablaba “con
un fuerte acento eslavo” (p. 118), Mrs. Dubois, sureña, “hablaba con el acento desganado de su región” (p. 118). Mas es
de mayor importancia la subyacente estrategia semántica que
consiste en crear un proceso de diferimiento de la función mimética del idioma: si Elizondo no tiene confianza en la lengua
como tal7 y opta por salir de un idioma a otro, es decir, a otro
sistema lineal y temporal de signos arbitrarios, entonces crea
una pseudo salida que tan sólo prolonga la situación anterior
pero no la cambia ni la desarrolla; estos paréntesis lingüísticos
constituyen más bien múltiples repeticiones que tienen la función de reforzar y multiplicar su desconfianza en la mímesis,
insistiendo en la imposibilidad de la expresión. Prueba de ello
es el hecho de que el diferimiento semántico no se limita a la
pintoresca interacción anglo-española, lo encontramos igual
en el caso del francés (pp. 116, 152, 154 y 171), del latín (p. 125)
y del alemán (p. 155).
La inclusión y manipulación de lenguas “extranjeras” en un
texto literario tiene mucha tradición en la literatura hispánica:
en El Tercer Reich (2010) de Roberto Bolaño, para comenzar
7
Véanse las ideas de Jorge Luis Borges formuladas en, entre otros textos, “La postulación de la realidad”, en Obras completas, Emecé, Barcelona, 1996, t. 2, pp. 217-221.
con un ejemplo no muy lejano, se involucra el juego estratégico o war game desde el título (el nombre del juego original
es The Rise and Decline of the Third Reich) hasta en los detalles
más precisos de la Segunda Guerra Mundial. Tiene nombres,
términos militares y, sobre todo, siglas en inglés: BRP (Basic Resource Points), SR (Strategic Redeployment), el Bulge (The
Battle of the Bulge), Force Pool, etcétera; éstos a veces se traducen, a veces no, pero sin duda salpican sistemáticamente
ciertas secciones de la novela. En Agua (1935) de José María Arguedas abundan las palabras quechuas como Varayok’,
mak’ta, andamarkas, tinki y tinkikuna, akakllo, atok’, algunas
explicadas o traducidas, otras españolizadas (maktillos, tinkis,
Pantaleoncha). En ambos casos, mediante la inserción de elementos pertenecientes a una lengua extranjera, el autor tiene
la intención, entre otras, de salir de un ambiente o mundo
y llevarnos a una dimensión lingüística, cultural o histórica
diferente. Los datos son comprobables, las traducciones fieles.
“He intentado una traducción fiel no literaria”, dice Arguedas en el prólogo de una famosa traducción.8 Un texto breve
en prosa de otro peruano, César Vallejo, que comenté ya en
otra oportunidad,9 apunta a la dirección contraria: se propone salir del español, pero al buscar vías alternas es evidente
que intenta abandonar el sistema lingüístico como tal (quiere
trazar dibujos, golpear una piedra, pulsar una cuerda) y sólo
después de frustrarse opta por buscar otros idiomas que son,
8
José María Arguedas, “Cuentos religioso-mágicos quechuas de Lucanamarca”, en László Scholz (ed.), El reverso del tapiz. Antología de textos
teóricos latinoamericanos sobre la traducción literaria, Eötvös József Könyvkiadó, Budapest, 2003, p. 9.
9
Véase László Scholz, Los avatares de la flecha. Cuestionamiento del principio de linealidad en el cuento moderno hispanoamericano, Universidad de
Salamanca, Salamanca, 2002, p. 127.
supuestamente, francés, inglés, lituano, ruso, alemán, polaco,
italiano y rumano; al final, su conclusión es que ninguna de
las citadas lenguas puede expresar por separado lo que quería
decir, sólo –dice no con poca ironía en una falsa argumentación– la “caprichosa jerga políglota” es capaz de hacerlo porque su vocabulario está formado “en sus tres cuartas partes
sobre raíces arias y el resto sobre raíces semitas”.10
Para volver a Elsinore, me parece llamativo que el autor
mexicano opte por seguir, hasta cierto punto, el camino de
César Vallejo: aprovecha el bilingüismo del texto no sólo para
llegar a un referente real, sino también para crear un estado
semántico inestable que cuestiona el propio sistema lingüístico y, con ello, el proceso de la semiosis. Produce numerosas
salidas y vueltas de y hacia el español pero siempre llega a un
sistema análogo y, hasta cierto límite, corrupto. Tratándose de
salidas falsas, los paréntesis lingüísticos son en realidad repeticiones que tienen la función de ilustrar en vivo la fluctuación
constante entre dos entidades, la imposibilidad de la representación. Citemos a Borges:
Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio, como el que propone una traducción […] La
traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión
estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible,
no un laberinto inapreciable de proyectos difuntos o la acatada
tentación momentánea de una facilidad.11
Entonces, ¿qué es lo que ilustra Elizondo en Elsinore? Es lo que
afirmó en “Ostraka” de esta manera: “El lenguaje sólo puede
10
César Vallejo, “Magistral demostración de salud pública”, en László
Scholz (ed.), Prosas de mareo. Antología del cuento experimental hispanoamericano, Eötvös József Könyvkiadó, Budapest, 2000, pp. 206-208.
11
“Paul Valéry. El cementerio marino”, en Obras completas, Emecé, Barcelona, 1996, t. 4, p. 151.
expresar la imposibilidad de la expresión” y “Quizá el lenguaje
sólo puede expresar su propia naturaleza si tal naturaleza es la
imposibilidad de conocimiento”.12 El resultado de esta técnica
es igualmente vallejiano: el narrador queda encerrado en el
paréntesis bilingüe, es decir , dentro de un marco semántico
en el cual el ingrediente añadido o “puesto al lado” no puede
ser ignorado o eliminado, por el contrario, ha de considerarse
como un factor clave que, por las repeticiones y fluctuaciones,
contamina todo el texto.
Pero hay otro aspecto de este bilingüismo, tal vez el más
importante en nuestro caso, porque el uso de frases en dos
idiomas puede conectarse con los cambios de perspectiva en
la estructura narrativa. Tomemos un ejemplo de una novela
clásica rusa que Boris Uspensky analizó en su famoso texto de
la década de los setenta, Una poética de la composición,13 explorando la presencia del francés en Guerra y paz. Sus hallazgos
son, en más de un sentido, análogos a lo que vemos en Elsinore. Resulta que Tolstoi, en lugar de aprovechar la presencia
del francés como signo de una representación objetiva de un
punto de vista exterior, manipula el bilingüismo para crear
una óptica muy subjetiva: los personajes franceses alternan el
uso del francés con el ruso, incluso cuando hablan entre sí.
En un diálogo entre Napoleón y su ayudante pueden darse
los casos siguientes: los dos sólo hablan francés o sólo ruso o
mezclan ambos idiomas de manera irreal. Por ejemplo, Napoleón formula una pregunta en ruso y recibe una respuesta de
su asistente en francés, o al revés. Al mismo tiempo, es muy
Cuaderno de escritura, Fondo de Cultura Económica, 2a. ed., México, 2000 (Letras Mexicanas, 126), pp. 118-119.
13
Boris Uspensky, Una poética de la composición. La estructura del texto
artístico y una tipología de la forma composicional, Universidad de California, Los Ángeles, 1973.
12
indicativo que la voz autoral no deja de comentar y precisar la
situación lingüística con observaciones como: “dijo en francés” o “dijo la Princesa hablando en francés, como de costumbre”; y añade no pocas veces algún comentario sobre la forma
de hablar el francés, mal o bien (“preguntó pronunciando mal
el francés”, “que hablaba tan artificiosamente porque lo hacía
en francés”, “El dragón era un joven alsaciano que hablaba
francés con acento alemán”). Lo mismo pasa cuando el diálogo tiene lugar en ruso o se citan palabras en otro idioma, y se
descubre alguna incorrección gramatical (“replicó Bolkonski
recalcando la última sílaba, como si fuera francés”, “respondió
el doctor con voz nasal y pronunciando estas palabras latinas
con acento francés”).14 Como vemos, son ejemplos muy cercanos y a veces análogos al uso del inglés/español en Elsinore.
El criterio de hablar bien o mal, dice Uspensky con razón,
pone el énfasis en un punto de vista exterior con bastante distancia entre la voz del narrador y de sus protagonistas; cuando,
al contrario, no se enfatizan los rasgos específicos fonéticos
o sintácticos y se concede más importancia al contenido comunicado en una forma acostumbrada o neutra, se acorta la
distancia entre el narrador y su personaje. En Guerra y paz y
Elsinore encontramos muchas variantes de esta dinámica: los
dos idiomas pueden separarse y, como hemos visto, pueden
unirse sea de forma sintética o de manera coordinada; y también puede darse el caso en que el narrador asume la función
del intérprete y traduce el diálogo bilingüe, convirtiendo el
lenguaje del narrador en un texto del protagonista o al revés.15
14
Cito la traducción al español revisada por Sergio Cortéz, pp. 10, 154,
74, 5 y 19, respectivamente. Disponible en <http://www.edu.mec.gub.uy/
biblioteca_digital/libros/T/Tolstoi,%20Leon%20-%20Guerra%20y%20
Paz.pdf>.
15
Véanse ejemplos citados en los puntos d), e) y f).
Lo más importante es entonces que la técnica narrativa basada en el uso del bilingüismo va más allá de los fenómenos
enumerados con ejemplos hispánicos, y crea así una dinámica
dentro del sistema de la perspectiva produciendo un vaivén de
acercamientos y alejamientos. Estar fuera o estar adentro, ahí
está el busilis.
Lo que hemos detectado en el nivel lingüístico no es un
fenómeno aislado en Elsinore, lo vemos también en el sistema
onírico: un diseño de corte nítido y explícito, con una secuencia que parte del autor, quien se desdobla en un narrador que
sueña y escribe; más exactamente, sueña que escribe hasta agotar el sueño, “igual que la memoria, la escritura, la inspiración,
la tinta y el cuaderno” (p. 180). Sin embargo, se introducen en
el esquema unos segmentos que lo modifican substancialmente. Mencionemos dos casos.
El primer ejemplo es un paréntesis narrativo que se da en
el tercer capítulo con una elaboración clásica: el protagonista
está en un autobús rumbo a Los Ángeles, se duerme en “una
pesadumbre plúmbea” y pasa el último trayecto del viaje soñando; el inicio del sueño queda claramente marcado, “Next
stop Corona, dijo el chofer” (p. 146), igual que el final, “Hey!
Come on, you lazy bastard! Wake up! Wake up!” (p. 156).
El sueño es un paréntesis no sólo en la obra, sino también
en el recorrido de autobús descrito por paradas.16 El proceso
del soñar, claro, puede verse en términos realistas (mezcla de
elementos anteriores, saltos, exageraciones, temores, deseos,
etcétera), pero es, a la vez, una variante análoga a la identificación del sueño con la creación de una obra in the making.
El autor es otra vez explícito: “En el calidoscopio mental las
Recordemos las analogías cortazarianas, por ejemplo, en “Manuscrito
hallado en un bolsillo”, “Ómnibus” o en la novela corta El perseguidor.
16
imágenes se componían, se descomponían y se volvían a componer vertiginosamente” (p. 146), que es la segunda frase del
sueño intercalado y, a la vez, la repetición algo ampliada de
la segunda oración del íncipit de Elsinore: “Las imágenes se
suceden y giran a mi alrededor en un torbellino vertiginoso”
(p. 109). Acto seguido, adentrándonos aún más en el sueño,
aparece otro diferimiento: las imágenes parecen venir, dice el
narrador, de “una película interior extraña, incomprensible y
deliciosa” (p. 146), y tampoco tarda en llegar el objeto predilecto del distanciamiento: un espejo en el cual se refleja la
anhelada mujer ideal, Mrs. Simpson, “tendida en un couch
bajo una lámpara solar” (p. 147). Luego aparecen las instancias que nos llevan hacia el mundo del arte, sobre todo al cine
y a su código visual, con una prolija elaboración que incluye
secuencias de múltiples diferimientos. Por ejemplo, Craft, el
supuesto amante de Mrs. Simpson, llega a aparecer como Professor Ebing, autor de un texto añorado por los adolescentes
(Richard Kraft-Ebing: Psychopathia Sexualis), como “dancing
partner… on the stage” (p. 151), como bailarín en la Royal
Opera de Budapest y “assistant maitre de ballet” (p. 151) en
Viena, para convertirse pronto en un protagonista del film noir
(Drácula) y dueño de un bastón con un verduguillo (Gilda).
No es pura casualidad que las diez páginas del sueño intercalado tengan el mayor número de frases en inglés en Elsinore.
El paréntesis onírico, como vemos, coincide con las metas estéticas del bilingüismo: nos lleva fuera del código anterior y
nos mete en otro donde no remedia la supuesta deficiencia de
la semiosis –de hecho, intensifica su inestabilidad– ni ofrece
una salida a una tercera opción, sino que nos encierra para
devolvernos pronto al punto de partida.
El segundo ejemplo es de otra índole. Propone un desarrollo
diferente a los motivos arriba expuestos porque aparece en el
inicio de la obra e influye más bien de forma íntegra en todo
el texto. Me refiero a la segunda parte del título: Elsinore: un
cuaderno, con referencia a un diario que el autor comenzó a
escribir a muy temprana edad, a los 12 años, justo durante su
estancia en la escuela de cadetes en Elsinore, costumbre que
mantuvo a lo largo de toda su vida. También hay referencias
concretas a Elsinore mucho más tarde, en su Diario (1978)
y Noctuarios (2000), indicando que median, entre el primer
cuaderno del diario y Elsinore, más de cuatro décadas de vida
previa, latente, digamos en gestación, lo cual constituye sin
duda un factor que se antepone al citado íncipit del texto de
1988: “Estoy soñando que escribo este relato” (p. 109). El cuaderno precoz constituye por consiguiente una escritura que
había sido soñada previamente, hecho que revela un linaje intertextual. Lo lógico sería considerar la obra de 1988 como
una continuación, extensión o ficcionalización del cuaderno
comenzado en 1945. Pero viéndolo desde la óptica del lector
de hoy, que tiene sólo la versión de 1988, ha de ser al revés:
hay un pre-texto desconocido, latente, que influye como carencia y, por qué no, un paréntesis –mitad vacío con la primera parte ignota– que contamina la obra. Éste resulta ser el
paréntesis más grande que abarca Elsinore en su integridad; es,
digamos, el paréntesis que usamos en las matemáticas: aísla
una expresión algebraica e “indica que una operación se efectúa sobre toda la expresión”.17 Si Ernst Jünger tiene razón con
el lema que Elizondo escogió para su Elsinore, diciendo que
“las imágenes de la vida son más seductoras todavía vistas en
el reflejo que nos dejan”, los reflejos multiplicados y palidecidos en secuencia pueden llegar a este estatus sólo como fruto
de una dosis mayor de sueño creativo, o sea, de una vigorosa
ficcionalización.
17
Diccionario de la lengua española, s.v. “paréntesis”.
Esta técnica onírica de Elizondo, caracterizada brevemente
con un caso de enmarcación y otro de paréntesis matemático, tiene antecedentes y elaboraciones recientes. Mencionemos
como ejemplo otra novela corta de Roberto Bolaño, Nocturno
de Chile (2000), donde se puede encontrar una serie de sueños
intercalados: el más llamativo es el sueño “histórico” contado
por Farewell y basado en una leyenda sobre un zapatero austríaco que tenía el proyecto de erigir estatuas en homenaje a
los héroes del imperio; al mismo tiempo, el propio zapatero
tenía sueños o atroces pesadillas, por ejemplo, contemplando
su propio corazón en medio de una bandeja. Sebastián, el protagonista, a su vez, tiene sueños inquietantes (mujeres rasgándose las vestiduras, una bandada de halcones). Al final de la
novela corta encontramos un hombre torturado “que reparaba
en el sueño su dolor”,18 etcétera. Mas todo el zigzagueo entre
lo real y lo onírico que vemos en Nocturno de Chile se subordina jerárquicamente al estado mental y físico del protagonista
moribundo, quien confiesa en el íncipit del texto que divaga y
sueña: “Divago y sueño y procuro estar en paz conmigo mismo”,19 en una posición fija, apoyando un codo en la cama, y se
pone a sobreescribir su vida, incluyendo los sueños anteriores,
suyos y de otros, en un sueño estético que es la novela que
leemos.
En el uso del recurso del bilingüismo y de las manipulaciones oníricas hemos notado que se crea un movimiento dinámico, una fluctuación más funcional que real, que tiende
en mayor medida hacia un encerramiento que hacia una apertura o un regressus imparable. ¿Se repetirá el mismo fenómeno
18
Roberto Bolaño, Nocturno de Chile, Anagrama, Barcelona, 2000,
p. 42.
19
Ibid., p. 12.
en Elsinore a nivel de los personajes y sus respectivos espacios
narrativos?
Como en tantas narrativas, encontramos dos grupos de
personajes en la obra: unos pocos de relieve mayor y otros muchos de importancia menor. Estos últimos se comportan como
los llamados flat characters de cualquier novela tradicional que
–sin elaboración propiamente dicha– matizan el ambiente con
unos rasgos bastante cursis: Mrs. Hunter, esposa del rector
de la escuela, preside “sobre las actividades sociales, fiestas,
bailes”, su hermana dirige “las sesiones de Sunday School”
(p. 118), el janitor nunca habla, el chofer de la camioneta grita, el dentista les hace esperar, el chef alemán de la cocina
es “gordo y rozagante” (p. 119), Lt. Kennedy, el contador,
bebe secretamente (p. 120), Bela Lugosi se tilda de “el Conde
Drácula” (p. 123), la tía es bonachona, etcétera; en realidad
son pinceladas en el panorama sociohistórico que funcionan
en el texto como etiquetas de fácil percepción. Los pocos personajes principales que tenemos en los cinco capítulos son de
otra índole, si bien tampoco aparecen exentos de la técnica
usada en el caso de los caracteres menores, comparten hasta
cierto punto el fenómeno del mencionado labelling, pero –y
esto es decisivo– participan de una estructura totalmente distinta: se ahondan emparejándose. Así Sal y Fred, Yuca y Diosdado, Krafft-Ebing/Craft y Mrs. Simpson forman tres pares
que constituyen cualidades complementarias: Fred es mayor
que Sal, es tímido, con rasgos un poco afeminados, proclive
al patetismo y al llanto, echa de menos a su padre, sufre del
padrastro (p. 129); Sal, si bien es más pequeño, quiere o pretende ser aventurero, atrevido, galán. La segunda pareja también refleja “la atracción de los contrarios” (p. 127): Diosdado
es de cuerpo fornido, de tez blanca, ojos negros, se viste como
obrero en overol; Yuca es de estatura pequeña, de carácter sociable, de tez teñida de tono oliváceo, de ojos verdes; los dos,
como dice el narrador, forman un “extremoso compendio de
la etnografía mexicana” (pp. 121-122). Craft es una estrella
con cierto pasado europeo y con brillos de Hollywood, conoce
el Prater de Viena, habla francés, se viste de frac (p. 150) y es el
dancing partner de Mrs. Simpson, quien, a su vez, es maestra de baile, le encantan los bailes latinos, es la mujer sensual
para Sal.
Estas tres “disparejas parejas” (p. 122), más allá de su bipolaridad, conllevan una clara estructura entre sí: la primera se
contrapone a las otras dos, y de manera muy significativa. Por
una parte, el autor aprovecha la técnica de los Bildungsroman
y asigna posibles rutas vitales para Fred/Sal: la opción “mexicana” (Diosdado/Yuca) que parece implicar una degradación
social y moral, y otra que apunta hacia “arriba”, el mundo artístico de un gentleman europeizante y una mujer de los sueños. Por otra parte, se percibe en su estatus una estructura
jerárquica: la segunda y la tercera pareja no existen en el texto
sin la primera, ya que es ésta la que las sueña; para este proceso
de desdoblamiento contamos con la explicación explícita del
autor, quien comenta su primera impresión del Lago Elsinore20 de esta manera:
Una leyenda paradisiaca penetraría la imaginación y el sueño, se
prolongaría a lo largo de los meses y de los años en otro sueño
y éste a su vez se mezclaría con otros y así sucesivamente hasta
que la vida entera quedaba rodeada de sueños, aprisionando en
su centro un sueño único que ahora que lo estoy soñando otra
vez por escrito los abarca a todos y en el que todos se confunden
en una sola imagen: la del Deseo (p. 115).
20
Véase la descripción y la función del lago en Miguel de Unamuno,
Cómo se hace una novela, Alianza, Madrid, 1989, pp. 52-56.
Tal explicación no sólo aclara la relación de dependencia
entre la primera y las otras dos parejas, también les antepone
al menos otros tres sujetos formando una compleja secuencia
que modifica su estatus: soñador del diario-soñador prolongado durante años-soñador de Elsinore: un cuaderno-Fred/SalDiosdado/Yuca-Craft/Mrs. Simpson. El narrador-personaje
Sal, protagonista de Elsinore y amigo de Fred ocupa una posición reveladora que es, por una parte, simétrica, al encontrarse
en el centro; por otra, su relación con los dos antecedentes es
idéntica a la que tienen con él los dos últimos eslabones de
la cadena: la existencia de las dos parejas Diosdado/Yuca y
Craft/Mrs.Simpson depende de Sal, como su propia existencia
depende de los tres soñadores previos. Su ubicación central
en principio podría implicar una función de bisagra, pero la
jerarquización de la serie –dentro de la cual el centro es tan
dependiente como la periferia– y, como veremos también, sus
espacios impiden esta posibilidad.
Este desdoblamiento binario tiene marcada presencia en
la narrativa latinoamericana del siglo XX; mencionemos esta
vez un relato de Julio Cortázar, “Manuscrito hallado en un
bolsillo”, donde se construye un elaborado sistema de ocho
personajes ubicados en la red del metro de París para alcanzar un encuentro real en la ciudad. La secuencia viene con
nombres diferentes para cada etapa y cada espacio: la chica se
llama Ana si en el vagón está sentada enfrente del chico, tiene
el nombre de Margrit si su imagen se refleja en la ventanilla,
se llamaba en el pasado Paula/Ofelia y adquirirá el nombre de
Marie-Claude si sube a la superficie; para cada nivel hay una
variante del muchacho sin nombre, formando parejas múltiples. La serie es jerárquica en el caso de ambos personajes
–al nivel femenino, por ejemplo, como tampoco hay Margrit
sin Ana, ni Marie-Claude sin Ana y Margrit– y todas dependen de un punto de partida muy elizondiano: el narrador
protagonista comienza el relato de esta manera: “Ahora que lo
escribo …]”.21 La estructura del octaedro de los personajes es
hasta cierto punto semejante a lo visto en Elsinore, pero en los
dos extremos de la cadena se nos revelan diferencias mayores:
Elizondo problematiza más el punto de partida multiplicando
el motivo de escribir/soñar; Cortázar, a su vez, abre la serie al
final construyendo una salida hacia el futuro cuando deja a
sus personajes subir del metro a la ciudad y dirigirse hacia un
posible encuentro real; este último es usual en Cortázar, hipotético, pero promete más que la cerrazón categórica del “sueño
agotado” (p. 180) del autor mexicano.
La composición de los espacios narrativos que envuelven a
los personajes también sigue este modelo de gradación, avanzando en orden inverso: la esfera artística y sensual de Mrs.
Simpson y Craft (baile, ballet, películas, roles, cuerpos), el ambiente social, moral y racial de la frontera (Yuca y Diosdado),
el clima del recinto en la escuela de cadetes (Fred y Sal), todos
dependen del narrador-creador cuyo espacio se limita al cuaderno que el autor desdoblado está llenando de palabras y que
es una reescritura de otros textos anotados ya en distintas etapas del diario. Es fácil ver que más allá de la dependencia, los
espacios comparten una característica común: en contraste con
lo que hemos visto en Manuscrito hallado en un bolsillo, quedan cerrados con mínimas posibilidades reales de transgredir
los marcos, y aun cuando se produce una evasión –como en el
caso de Fred y Sal–, es inevitable la vuelta. El constructo más
importante que Elizondo dibuja con una técnica impecable es
el círculo que rodea a la figura central, que parte de un mundo
reflejado y estetizado del diario para llegar a otro igualmente
artístico e idealizado (Craft/Mrs. Simpson), y en el camino,
21
Julio Cortázar, Los relatos. Ritos, Alianza, Madrid, 1994, t. 1, p. 75.
como hemos visto, está soñando su propio texto “encerrado
en un paréntesis” (p. 109). Para que no quepa ninguna duda en
cuanto a su estatus, el autor mexicano se muestra de nuevo
explícito: el narrador admite que se halla “en el centro inmóvil
de un vórtice de figuras que me son a la vez familiares y desconocidas” (p. 109).
Este espejismo (Jünger lo llama “un espejismo luminoso”
en el lema de Elsinore) constituye el espacio decisivo del texto:
Elizondo llama a sus figuras en el mismo íncipit “fotografías”
(p. 109), que esta vez funcionarán, creo, como “el inconsciente óptico” mencionado por Walter Benjamin,22 como cierto
estado de la consciencia que necesita de exploración y terapia.
Terapia universal, la de la ficcionalización,23 y terapia específica del escritor, el escriba obsesivo que es indudablemente
Elizondo. La ruta que exploró Luz Elena Gutiérrez a propósito
del aparato de cámara clara, ojo-mente-mano,24 forma también la base de la obra de Elsinore: un cuaderno, pero en este
caso la “maldita mirada” no se dirige “a lo de fuera”25 como
en la situación descrita en “Tractatus rhetorico-pictoricus”, ya
que ahora el narrador se autocontempla: “Me veo escribiendo
22
Selected Writings. 1927-1934, ed. Michael W. Jennings, Howard Eiland y Gary Smith, trad. Rodney Livingston, Harvard University Press,
Cambridge (Estados Unidos), 1999, t. II, p. 512. Véase también José Luis
Brea, “El inconsciente óptico y el segundo obturador. La fotografía en
la era de su computerización”. Disponible en <http://aleph-arts.org/pens/
index.htm>.
23
Véase Ricœur, op. cit.
24
Luz Elena Gutiérrez de Velasco, “El paso a la textualidad en Camera
lucida”, Revista Iberoamericana, 1990, núm. 150, pp. 235-236.
25
Cfr. Salvador Elizondo, “Tractatus rhetorico-pictoricus”, en Narrativa completa, pról. Juan Malpartida, Alfaguara, México, 1997, p. 470: “La
mirada es maldita porque la naturaleza del ojo es la de lo que transpone el
umbral entre el Yo y lo de afuera”.
en el cuaderno” (p. 109), sigue su teatro mental y escribe. Su
técnica, como hemos visto, se construye con elaboradas series
de diferimientos, desdoblamientos, cajas chinas, porque lo que
le interesa a Elizondo no es sólo convertir lo autobiográfico
en una ficción sino revelar el proceso de la ficcionalización,
el propio hacerse del texto. Usamos el término de “hacerse”
porque el pariente más cercano de Elizondo en este aspecto
es Unamuno con su Cómo se hace una novela, quien ya recorrió este camino en 1925; recordemos su primera frase: “Héteme aquí ante estas blancas páginas –blancas como el negro
porvenir: ¡terrible blancura!– buscando retener el tiempo que
pasa”26 y su propuesta al montar la obra: “Habría que inventar, primero, un personaje central que sería, naturalmente, yo
mismo. Y a este personaje se empezaría por darle un nombre.
Le llamaría U. Jugo de la Raza”.27
Los niveles de la elaboración, sin duda, varían mucho entre Unamuno y Elizondo como también es muy distinta la
meta final que persiguen (en breve, el autor español busca
la eternidad,28 y el mexicano queda dominado por el Deseo,
con mayúsculas29), pero en los dos casos el énfasis recae en
la obra como graphé y, sobre todo, en servir los sujetos como
“una superficie de contacto entre ficción y realidad”.30 En éstas no sólo se desarrolla una dinámica del movimiento de los
26
Miguel de Unamuno, op. cit, p. 122.
Ibid., p. 134.
28
Ibid., p. 122.
29
Elsinore, p. 115.
30
Cfr. Inés Azar, “La estructura novelesca de Cómo se hace una novela”,
Modern Language Notes, 1970, núm. 2, p. 195, y Rosa Fernández Urtasun, “Teoría de la autobiografía en Cómo se hace una novela de Miguel
de Unamuno”, en Jesús Pérez Magallón, Ricardo de la Fuente y Kay M.
Sibbald (eds.), Memorias y olvidos: autos y biografías (reales, ficticias) en la
cultura hispánica, Universitas Castellae, Valladolid, 2003, pp. 85-86.
27
distintos yoes, también se establece una situación narrativa de
semántica inestable y de reflexión mutua,31 lo cual instituye y
perpetúa un estado intermedio32 para toda la obra. En Meditación del marco, Ortega afirma que “Es la obra de arte una isla
imaginaria que flota rodeada de realidad por todas partes”;33
Elizondo, lo hemos visto, prefiere la metáfora del paréntesis,
que, aunque también se rodea de cierta realidad, queda encerrado en todos los niveles, conservando su condición original y
conduciendo al lector a quedarse inmovilizado en una especie
de “tablas” o jaque perpetuo de ajedrez, en el que no hay salida
ni teórica ni práctica.
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Bolaño, Roberto, Nocturno de Chile, Anagrama, Barcelona,
2000.
31
Ibid., p. 83.
Norma Angélica Cuevas Velasco, “Un sueño de escritura. Elsinore, el
cuaderno”, en Gustavo Jiménez Aguirre (coord.), Una selva tan infinita.
La novela corta en México (1872-2011), Universidad Nacional Autónoma
de México-Fundación para las Letras Mexicanas, 2011, t. II, p. 83.
33
José Ortega y Gasset, Meditación del marco, en Obras completas, Revista de Occidente, Madrid, 1963, t. II, p. 434.
32
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__________
, Obras completas, Emecé, Barcelona, 1996, t. 4.
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Dr. Luis Felipe Guerrero Agripino
Rector General
Dr. Héctor Efraín Rodríguez de la Rosa
Secretario General
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Secretario Académico
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