Mª Amparo Arroyo de la Fuente – Introducción al Arte Egipcio
INTRODUCCIÓN AL ARTE EGIPCIO
ISBN - 84-9714-010-9
Mª Amparo Arroyo de la Fuente
(
[email protected])
THESAURUS: Egipto – Geografía del Valle del Nilo – Religión y mitología egipcia –
Ultratumba egipcia –Templos egipcios – La magia en el Antiguo Egipto
RESUMEN DEL ARTÍCULO: Es preciso analizar los condicionamientos geográficos
del Valle del Nilo para comprender en toda su magnitud el pensamiento egipcio,
pensamiento que determinaría tanto la conciencia nacional como el sentir religioso y,
en consecuencia, la concepción de los edificios oficiales o bien dedicados al culto y,
por tanto, todas las manifestaciones artísticas asociadas a ellos. Por otra parte, el
mundo de ultratumba, íntimamente influido por el devenir del Nilo, garante del sustento
del país, requiere una breve introducción, muy básica, que permita interpretar
correctamente las múltiples obras que el arte egipcio ha legado en relación con el
mundo del Más Allá.
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1. El Nilo y su entorno geográfico
El arte egipcio fue la manifestación de un pueblo profundamente condicionado
por el entorno geográfico y climático; este condicionamiento no debe interpretarse, sin
embargo, como un determinismo histórico absoluto, ya que hay que tener en cuenta la
aportación humana, así como otros aspectos, tanto políticos como económicos o
religiosos, que influyeron en la concepción artística egipcia. Sin embargo, para
comprender y examinar las obras que ha legado el antiguo Egipto, es preciso analizar
primero la peculiar geografía del país .
En palabras de Heródoto, “Egipto es
un don del Nilo” (Heród., Hist., II, 5.), frase
que suele introducir gran parte de los
estudios históricos acerca de la civilización
egipcia, ya que, indudablemente, sin el
caudal de este río, el desierto habría
anulado la posibilidad de un asentamiento
humano estable en la zona. El territorio
La ribera del Nilo.
habitable se limitaba a una estrecha franja
de tierra a ambos márgenes del Nilo, que
integraba, aproximadamente, un 4% de la superficie total del país. En torno al río se
extendía el desierto, al oeste el Líbico, y al este el Arábigo; al sur, hacia donde se
perdían las misteriosas y anheladas fuentes del Nilo, el territorio de Egipto limitaba con
Nubia. Esta región se iniciaba en la Segunda Catarata (actual Sudán) y de ella
importaron los egipcios productos exóticos como marfil o incienso, así como también
oro procedente de las minas ubicadas en la Baja Nubia y, más al sur, en el Kush.
La zona de Nubia, tradicionalmente dominada y explotada por el Egipto
faraónico, conoció un momento de esplendor en torno al siglo I a.C. Independiente
desde tiempos de la XXI Dinastía (1075–945 a.C.), Nubia mantuvo relaciones
comerciales con Egipto durante el reinado Sheshonq I. Posteriormente, la
desmembración de lo que fue el territorio egipcio se tradujo en una fragmentación del
poder; al mismo tiempo, se consolidó un reino nubio en Napata, cuyo mandatario,
Peye, conquistó Tebas. En torno al año 713 a.C., su sucesor, Shabaka, se asentó en
Menfis, iniciando la etapa de los denominados faraones nubios, pero el enfrentamiento
con los asirios que mantuvieron los sucesores de Shabaka, obligó a los nubios a
retirarse de nuevo a Napata, sin que el intento de reconquista de Tanutamani (664–
653 a.C.) consiguiera consolidarse ante el empuje asirio.
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Así pues, durante los últimos tiempos de gobierno faraónico, el poder central,
fragmentado y debilitado, perdió el dominio del territorio y la posibilidad de explotación
de las ricas minas de la zona, dando lugar a toda una serie de monarquías
independientes, entre las que se cuentan Napata y Meroe, que imitaban en lo posible
el aparato de poder faraónico que habían ambicionado y, en el caso de los primeros,
alcanzado durante un corto espacio de tiempo. Los ptolomeos recobraron el dominio
del territorio, al menos en la Baja Nubia, reiniciando la explotación de las minas de
Uadi Allaqi; esta política de explotación hacía imprescindible el acuerdo con el reino
independiente de Meroe, cuya capital se hallaba entre la quinta y sexta cataratas, a
120 Km de la actual Khartoum.
El Desierto Arábigo, más árido que el Líbico, limitaba al este con el mar Rojo,
importante vía de comunicación y transacciones comerciales, sin embargo, su
importancia radicaba en la riqueza de sus yacimientos de piedra que, a lo largo de la
historia de Egipto, se destinaron a la edificación y decoración de templos y tumbas:
“Para el arte, disfrutaba Egipto de la enorme ventaja sobre otros países, como
Mesopotamia, donde la piedra era importada del exterior, de poseer excelentes e
inagotables canteras —caliza de Tura, granito de Assuán, alabastro e infinidad de
pórfidos y basaltos del Desierto Arábigo— capaces de suministrar a los arquitectos y
escultores bloques de una magnitud que predisponía a la monumentalidad y al
colosalismo” (Blanco Freijeiro, 1989: 7).
El Desierto Líbico, menos árido, gozaba de algunos oasis, de entre los cuales, el
más famoso fue, sin duda, el de Siwa, donde Alejandro Magno acudió para consultar
el oráculo de Amón; aunque el mayor fue el oasis de El Fayum, conectado con el Nilo
que alimentaba un enorme lago, existían otros dos más al sur, Dakhla y Kharga,
aproximadamente a la altura de Tebas. Al norte, el Nilo vertía sus aguas en el
Mediterráneo. El mar fue para los egipcios un territorio inhóspito comparado con las
apacibles y fértiles aguas del Nilo. Solían denominarlo el Gran Verde, y era concebido
como una inmensa extensión de agua, agitada por mareas y tormentas. A pesar de la
actividad comercial, ya iniciada desde ciudades como Avaris o Pi-Ramsés, no fue
hasta época ptolemaica cuando Egipto se abrió al mar con una auténtica ciudad
portuaria y mercantil: Alejandría.
El aislamiento que proporcionaba la geografía al valle del Nilo, propició un
sentimiento de seguridad, de auténtico vergel, de tierra sagrada a los egipcios que, en
cierto sentido, les llevó a un cierto distanciamiento del extranjero y a un orgulloso
nacionalismo que casi se podría calificar de egocentrismo. Pero esta afirmación no
hace referencia tanto a un sentimiento comunitario como puramente subjetivo e
individual, ya que, con respecto a las relaciones con otros territorios, está
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históricamente documentada la gran actividad comercial y bélica que Egipto desarrolló
en el extranjero; sin embargo, la mentalidad del egipcio antiguo se hallaba firmemente
anclada en su tierra natal y, a pesar de que muchos de ellos abandonaron Egipto por
motivos económicos o políticos, su mayor anhelo fue siempre regresar y morir en la
Tierra Negra.
La literatura egipcia ofrece múltiples ejemplos de este profundo amor del egipcio
por su país, muy influido por las creencias religiosas y escatológicas, aunque
probablemente, ha sido el autor de la Historia de Sinuhé el que, con mayor
profundidad, plasmó esta pasión: “¡Oh dios, quienquiera que seas, que me
predestinaste para aquella huída, ten misericordia y llévame de regreso a palacio!
¡Concédeme que pueda volver a contemplar el lugar donde está mi corazón! ¡Qué
mayor gozo que el de poder reposar en Egipto, la tierra en que nací! ¡Auxíliame! Se ha
producido un evento feliz: el dios me ha otorgado su gracia. ¡Quizá me prepare un
buen fin, aunque le haya ofendido! ¡Que el dios se apiade de aquel que se vio forzado
a morar en tierra extranjera! Si el dios está aplacado, que escuche la plegaria de un
exiliado y que devuelva esta mano que me ha hecho llevar una vida errante al lugar de
donde la sacó” (Sinuhé, 157-164).
Las características geográficas de Egipto ofrecían una defensa natural del país
y, aunque la inmensa mayoría del territorio era estéril y, por tanto, inhabitable, existía
la contrapartida de la gran fertilidad de esa estrecha franja de terreno, regada por las
crecidas anuales del Nilo. A esa estrecha superficie habitable la denominaban los
egipcios Kemet, la Tierra Negra, en clara alusión al oscuro limo fertilizante que el río
dejaba tras la crecida. Este término ha sido tradicionalmente traducido por Egipto,
palabra de origen griego (Aigyptos) con la que actualmente se sigue denominando al
país. Como ejemplo característico, el autor de El Cuento del Naufrago escribía: “Había
allí ciento veinte marineros, de entre lo más escogido de la Tierra Negra” (El Cuento
del Náufrago, 25), término con el que, sin duda, hizo referencia al lugar de origen de
los marinos, de dónde se puede deducir que los egipcios prácticamente consideraban
su tierra, su país, tan sólo a esa estrecha zona que les proporcionaba las condiciones
necesarias para la vida. Las tierras que rodeaban a esta franja eran denominadas
Deseret, la Tierra Roja, el desierto, y estaban asociadas al dios Seth.
La desembocadura del Nilo, que formaba un enorme Delta, provocó la tradicional
división del país en dos zonas bien diferenciadas: el Bajo Egipto, al norte, abarcaba el
fértil Delta, y el Alto Egipto, al sur, comprendía el estrecho valle del río. El Nilo,
auténtico proveedor de la riqueza del país, fue personificado en una figura andrógina,
Hapy, representado con los símbolos tradicionales de la fertilidad, aunque también se
identificó con la figura de otros dioses vinculados a la fecundidad, especialmente con
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Osiris. Hapy, la figura mítica que personificaba al Nilo, solía aparecer a ambos lados
del símbolo de la unificación del país, el semataui, entrelazando las plantas heráldicas
del Alto y Bajo Egipto en una tráquea que partía de dos pulmones.
Dada la diferencia entre estas dos
zonas, el movimiento unificador partió
siempre del Alto Egipto, menos fértil que el
Delta
que,
además,
gozaba
de
una
apertura al mar Mediterráneo, importante
vía de transacciones comerciales.
Las crecidas del Nilo determinaron la
fijación de un calendario, de idéntica
duración al solar, denominado sothíaco, ya
Semataui. Lateral de uno de los colosos de
Ramsés II. Abu Simbel.
que se regía por la aparición de la estrella
Sothis, la Sirio griega, dado que el nivel
máximo del río se producía el 19 de julio coincidiendo con la aparición de este astro;
previamente, la inundación se iniciaba a mediados del mes de junio en Assuán. Esta
fecha simbólica marcaba la celebración del Año Nuevo, el año civil egipcio que
constaba de 365 días. El desfase producido con el año astronómico —con un ciclo de
365’25 días— se iba acumulando hasta que ambos (el año sothíaco y el astronómico)
volvían a coincidir transcurridos 1.461 años; este era el denominado período sothíaco.
La inundación, producida por las lluvias torrenciales en el curso más alto del río
se iniciaba el citado 19 de julio, y se prolongaba hasta mediados de octubre; a este
período le sucedían las estaciones de la siembra y la cosecha. Dada la escasez de
lluvias que propiciaba el clima desértico del país, el Nilo, y sus diferentes
manifestaciones míticas, presentaron cierta afinidad con los dioses celestes de otras
civilizaciones mediterráneas, más tarde asimilados a los productores del rayo, el
trueno y, sobre todo, la lluvia (Eliade, 1981: 102-5). Dicha afinidad es la que describe
un fragmento del Gran Himno a Atón, en la tumba del sacerdote Ay, que resume la
importancia simbólica y económica del Nilo para los egipcios: “Disco diurno, glorioso.
Todos los lejanos pueblos extranjeros, tú los haces vivir. Les has puesto un Nilo 'Hapy'- en el cielo y él desciende para ellos y hace ondas sobre las montañas, como el
mar, para regar sus campos en sus poblados” (López y Sanmartín, 1983: 176).
2. La religión egipcia y su influencia en las concepciones artísticas
El Nilo no sólo condicionó la actividad económica del país, sino que además,
influyó profundamente en las creencias religiosas y escatológicas de los habitantes de
la Tierra Negra. En palabras de Pilar González Serrano (1999: 141), “el Nilo impregnó
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a Egipto de eternidad”. Al margen de otros condicionantes geográficos, el Nilo fue sin
duda el gran inspirador de la concepción de ultratumba egipcia; sus crecidas anuales
simulaban un continuo ciclo de muerte y resurrección, subrayado por la dinámica de
los astros, especialmente el sol y la luna, y por las propias condiciones geográficas:
“En contraste con la exuberancia de las márgenes del río y de las marismas, en el este
y en el oeste se extendían amplias zonas desérticas, regiones temibles por el terrible
calor del día y el frío intenso de la noche, por la sed angustiosa, por las
enceguecedoras tormentas de arena y por ser el dominio de demonios terribles y
extraños monstruos. Esta encarnación en el paisaje del contraste entre la vida y la
muerte, les llevó a formular, como no lo hiciera ningún otro pueblo de la Antigüedad, la
creencia en la posibilidad de la vida después de la muerte” (Cotterell, 1987: 116-117).
Teniendo en cuenta que una parte importante de la producción artística de Egipto, se
centra en las pinturas de las tumbas descubiertas y en los objetos destinados a la vida
del difunto en el Más Allá, es fundamental analizar las creencias en la ultratumba para
comprender muchas de las producciones artísticas del valle del Nilo.
La complejidad de la religión egipcia ha suscitado numerosas y encontradas
interpretaciones, interpretaciones que van desde un politeísmo zoomórfico a un
monoteísmo inquebrantable en el que el disco solar sería, a través de los tiempos, su
gran protagonista, lo que sólo se constata, de forma evidente, en el período de la
llamada herejía amarniense y el culto a Atón. No obstante, no debe olvidarse que los
textos, especialmente los textos sapienciales (Enseñanzas para Kagemi, Enseñanzas
para Ptahhotep...), nos remiten a un término, neter, que habitualmente se traduce por
dios y que, en ocasiones, no aparece asociado a ninguno de los nombres de los
grandes dioses egipcios.
Esta circunstancia no permite, pese a todo, defender la creencia en un dios
único, ya que dicho término debe entenderse como alusivo a un dios genérico,
preeminente, cuyo nombre dependería en Egipto del momento político e incluso del
ámbito espacial del propio texto en el que aparezca, ya que en cada uno de los
nomos, o provincias, el dios local era considerado como supremo, al margen de las
grandes cosmogonías oficiales. Jesús López y Joaquín Sanmartín (1983: 167) afirman
que a este aspecto de la religión egipcia se le debe dar el nombre de "henoteísmo", es
decir, la adoración de un dios predominante, pero no único; este término define con
mayor exactitud las características de la religión egipcia, y traduce, en cierta forma, la
tendencia sincrética de la mente de los egipcios, uno de los elementos claves dentro
de su pensamiento.
Por otra parte, los términos totemismo o zoolatría, frecuentemente aplicados
también a la religiosidad egipcia, requieren ciertas matizaciones. En Egipto no se
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divinizaba al animal como antepasado de un determinado grupo social, característica
definitoria del totemismo (Presedo y Serrano, 1989: 7), si no que se adoró a un
individuo concreto de determinadas especies animales, cuidadosamente escogido
como representante de un dios; el animal era, en realidad, el depositario del ba del
dios, aspecto que remite a una de las cuestiones más complejas de la espiritualidad
egipcia: la concepción del alma.
Al margen del soporte físico del hombre, sus componentes espirituales fueron
tres: el ka, el ba y el aj. Henri Frankfort (1976: 85-102) ha recopilado los diferentes
enfoques que, dada una cualidad esencial del pensamiento y el lenguaje egipcios,
determinan estos conceptos, y los ha definido minuciosamente al margen de
asimilaciones tópicas con nuestro lenguaje, tales como alma, espíritu, etc. El ka, cuyo
símbolo jeroglífico eran dos manos abiertas y alzadas, fue la fuerza vital, una cualidad
del hombre que se manifestaba con diferente intensidad en las personas.
El dios era el ka del
personificado
rey, único que aparecía
y
representado
en
los
monumentos; nacía con el
propio rey y, a veces, ha
sido considerado como su
gemelo y se le ha puesto en
relación
adoración de la placenta del
directa
con
la
rey. El ka del rey poseía un
poder
directamente del dios y se
relacionaba también con los
súbditos debido a que el ka
de éstos procedía del rey o
era el propio rey. Así pues,
era uno de los elementos
sustentantes
de
la
Estatua del Ka de Awibra Hor.
especial,
procedía
monarquía divina y de su
Museo Egipcio de El Cairo.
autoridad. El gemelo del rey
acabó convirtiéndose en un
dios-luna (Jonsú), el gemelo por excelencia del sol. En cuanto a la hipótesis de la posible
adoración de la placenta del rey en relación con el gemelo y con el ka del propio faraón,
el estandarte real que parece representarla es portado, en el Reino Antiguo, cercano
siempre al Upwaut, por un sacerdote de Isis, la madre de Horus como faraón reinante. El
ka de los plebeyos, dependiente del ka del faraón y, por tanto, procedente de la
divinidad, era más impersonal y encaja perfectamente en la definición de fuerza vital.
El aj, espíritu
transfigurado que moraba en el cielo, estaba, a diferencia del ka,
individualizado, y las ofrendas funerarias se dirigían generalmente a él. Se escribía
con el símbolo que representaba a un ibis con cresta, aunque no se le consideraba
estrictamente un pájaro, a diferencia del ba; su significado era brillante, glorioso, y
aludía al aspecto sobrenatural de los muertos. La concepción del ba, es especialmente
interesante, siendo éste el principio más individualizado del alma egipcia; fue
representado como un pájaro con cabeza humana, siendo el elemento más
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íntimamente unido al cuerpo ya que precisaba un apoyo físico para no perder su
identidad. Era el principio que viajaba al exterior de la tumba, tal y como fue descrito
en el Libro de los Muertos: “¡Haz que mi alma venga a mí desde cualquier lugar en que
se halle! Si se tarda en enviarme mi alma desde cualquier lugar en que se halle,
entonces tú encontrarás el Ojo de Horus dirigido contra ti del modo (como está ahora).
Que los vigilantes velen, que los que duermen no duerman en Heliópolis, país donde
millares (de almas) pueden reunirse (con sus cuerpos). Que me sea entregada mi
alma a fin de que el bienaventurado y justificado, que soy yo, pueda estar con ella en
cualquier lugar donde se halle. Los guardianes del cielo velarán por mi alma y si se
tarda en permitir que mi alma vuelva a ver su cuerpo tú encontrarás el Ojo de Horus,
dirigido contra ti del modo (como está ahora)” (Libro de los Muertos, 89).
El ba se define como manifestación o
emanación; era casi un espectro pero
privado de los rasgos pesimistas que se le
atribuían, por ejemplo, en el mundo griego a
esta percepción de las almas de los
muertos. En el caso concreto de los dioses,
Símbolo jeroglífico que representa al ba.
el animal sagrado podía ser su ba, así como
Gardiner G53.
también podían serlo un amuleto o un libro
sagrado. Así pues, del mismo modo que es considerada totémica la religiosidad
egipcia, se puede también considerar fetichista. De hecho, Gustave Jequier (Jequier,
1946) ha planteado una teoría, según la cual la religión egipcia habría evolucionado
del fetichismo a la zoolatría y, posteriormente, al antropomorfismo, esta última
concepción ya consolidada en época tinita. El desarrollo del pensamiento religioso
egipcio plantea tantos inconvenientes aún que se resiste, al menos en este punto, a la
definición elemental con términos concretos y sin matización alguna, ya que el
concepto de divinidad en Egipto estuvo íntimamente ligado no sólo a la naturaleza,
sino también a los hombres e, incluso, a su propia organización política.
El fetichismo y la zoolatría remiten, indudablemente, a la característica esencial
que define a la religiosidad egipcia: el sincretismo. Tanto en lo referente al henoteísmo
como en lo que concierne a la zoolatría, la tendencia sincrética de la mitología egipcia
tiene especial importancia. En primer lugar, los dioses locales conservaron su rango
supremo a través de la asimilación con los grandes dioses oficiales —Ra, Ptah, Amón
y, en ocasiones, Osiris— llegándose a crear divinidades tripartitas e, incluso,
cuatripartitas. Desde este punto de vista, puede parecer que dicho desarrollo se
encaminaba a un monoteísmo, sin embargo, estas asimilaciones no hacían sino
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afirmar la identidad de cada uno de los dioses, ya que las grandes divinidades no
absorbían completamente a las menores y, a su vez, éstas conservaban su
personalidad en todo momento; por otro lado, los vínculos nunca fueron definitivos.
Por último, los egipcios respetaron sus costumbres y usos religiosos hasta tal
punto que, en ningún caso, una nueva tendencia eliminaba a la anterior, de ahí que,
en época histórica, las divinidades se representaran a través de seres de apariencia
humana con un animal y un objeto particularmente consagrados que, en ocasiones,
llegaban incluso a sustituirlos como imagen de la divinidad. Así pues, en torno al
henoteísmo egipcio, se debe rastrear la permanencia de cultos arcaicos, fetichistas y,
especialmente, totémicos, anclados en tiempos predinásticos. La zoolatría fue, por
tanto, un rasgo del remoto prestigio del ganado que aún hoy se puede reconocer en
pueblos del África moderna como los Dinkas o los Nuer, quienes practican la
deformación artificial de los cuernos de los toros, costumbre egipcia ejercida hasta el
Reino Medio (Frankfort, 1976: 184-190). Estos rasgos arcaicos se conservaron gracias
a la tendencia sincrética propia del pensamiento egipcio, que creaba expresiones
míticas a través de la asimilación de antiguos cultos con otros más novedosos, al
mismo tiempo que asociaba íntimamente a diferentes divinidades.
2.1. Mitos cosmogónicos egipcios
En Egipto, cada centro religioso elaboró su propia cosmogonía; en la teología
heliopolitana, los protagonistas del mito de Osiris se integraron definitivamente en los
sistemas posteriores que, dependiendo del momento político, adjudicaron la facultad
de demiurgo a un determinado dios local. El génesis se fue remontando, de este
modo, sucesivamente, de Atum a la Ogdóada, y de ésta a Ptah, a Amón, e incluso, en
época tardía, a Khnum. Los sacerdotes pretendieron en todo momento la unidad de
las diferentes doctrinas y, gracias al sincretismo característico del pensamiento
egipcio, las nuevas cosmogonías no eliminaron en absoluto a las precedentes, sino
que anticiparon la acción creadora del dios local a la de anteriores demiurgos; de este
modo, la importancia del grupo de dioses protagonistas del mito de Osiris no decreció,
sino que se fue enriqueciendo con nuevos valores relacionados, a partir de la teología
menfita, con la realeza.
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La teología heliopolitana fue la primera
que integró a Osiris en el conjunto de sus
divinidades. Las figuras míticas de este
centro religioso y sapiencial eran nueve, la
Enéada heliopolitana: Atum o Atum-Ra, Shu,
Tefnut, Geb, Nut, Seth, Neftis, Osiris e Isis .
En el océano primordial (el Nun), símbolo
del Caos primigenio y punto común de todas
las cosmogonías egipcias, yacía Atum-Ra,
La Enéada heliopolitana.
dios solar, demiurgo y hermafrodita creador
de
sí
mismo;
cuando
se
puso
en
movimiento, se alzó sobre la colina primordial que emergía del Nun, y allí, bien
escupiendo o bien masturbándose, creó al dios Shu y a la diosa Tefnut,
personificaciones del aire y de la humedad atmosférica, respectivamente. Esta primera
pareja divina, engendró al dios de la tierra, Geb, y a la diosa del cielo, Nut; finalmente,
éstos concibieron a Seth, Neftis, Osiris e Isis. La fertilidad agrícola, dependiente de la
inundación, era un factor de gran importancia en Egipto. Osiris, como dios de la
fertilidad, aspecto que ya se refleja en los Textos de las Pirámides, fue muy popular
entre las gentes humildes, estrechamente relacionadas con la agricultura, lo cual
explicaría, en cierto sentido, su inclusión en la Enéada heliopolitana. Tal y cómo
afirman López y Sanmartín (1983: 55), los grandes sacerdotes de Heliópolis no podían
ignorar la leyenda de Osiris y sus hermanos
En Hermópolis, el génesis del cosmos
se atribuía a una Ogdóada, conjunto de
cuatro parejas de genios, los Hehu; aunque
en ocasiones fueron representados como
monos
cinocéfalos,
habitualmente,
los
machos aparecían con cuerpo de hombre y
cabeza de rana y las hembras con cuerpo
de mujer y cabeza de serpiente.
La isla o colina surgida del abismo
La Ogdóada hermopolitana.
primordial fue identificada con la propia
Hermópolis.
Dos
son
las
versiones
principales de esta cosmogonía: por un lado, aquélla que se refiere a esta colina como
la Isla de los Dos Cuchillos, donde la Ogdóada habría depositado el huevo del que
habría de nacer el sol. Y por otro, aquélla que ubicaba el génesis cósmico en la
denominada, a causa del nacimiento del astro, Isla del Incendio, en la cual había un
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estanque lleno de las aguas del Caos, donde habitaban los miembros de la Ogdóada y
en el que flotaba un loto divino. Los machos de la Ogdóada habrían eyaculado sobre
el loto, fecundándolo, y así, cuando a la mañana siguiente, abrió sus pétalos, de su
interior surgió el niño solar iluminando el mundo. El dios principal de Hermópolis fue
Thoth, que no tomaba parte en el proceso de creación, ya que la función creadora
recaía en el colectivo de los componentes de la Ogdóada. Thoth fue un dios de
carácter lunar que, más adelante, se convirtió en dios de la sabiduría; una tradición
recoge, incluso, el nacimiento de Thoth de la cabeza de Horus, lo que supone un
evidente paralelo con el nacimiento de Atenea. La Contienda de Horus y Seth —relato
mítico tardío, que data de la XX Dinastía, alrededor del 1160 a.C.— parodia, en cierto
sentido, esta tradición; en el relato, Thoth es el Escriba de los Dioses.
La teología menfita tuvo un carácter intelectual, frente al naturalismo de las
anteriormente expuestas. Desde el punto de vista cosmogónico, Ptah-Ta-Tenen, la
tierra emergida, es decir, la colina primigenia, era el dios hermafrodita, padre y madre
de todos los dioses; Atum, el demiurgo heliopolitano, no era sino una manifestación de
Ptah. El aspecto más novedoso de la teología menfita es el relato de la creación: Ptah
creó el mundo a través del corazón, donde residía el pensamiento (Sia) y donde
concebía a todos los seres, y de la lengua, el órgano del verbo creador (Hu).
La trascendencia política del sistema menfita se centró en la figura de Menes,
primer faraón que unificó Egipto. Menes estableció la monarquía dual, y reunió la
soberanía del Alto y Bajo Egipto en la persona del faraón, apoyándose, tal y como
afirma Frankfort, "en la idea egipcia característica de un todo que se compone de dos
partes contrarias" (Frankfort, 1976: 43). En este contexto se inscribe la eterna lucha
entre Horus y Seth, todavía recordada en el citado relato de alrededor del 1160 a.C.,
La Contienda de Horus y Seth; éstos dos dioses, Seth y Horus, en un principio, fueron
la personificación del Alto y Bajo Egipto, respectivamente. La reina llevaba el título de
La que ve a Horus-y-Seth y el faraón, en los primeros textos, es designado con el
nombre de Horus-y-Seth, más tarde sustituido por el de Los Das Señoras, que hacía
referencia a Nekhbet, diosa buitre del Alto Egipto, y a Uadjet, la diosa cobra del Bajo
Egipto; en el mismo sentido hay que entender el nombre nesubit, Rey del Alto y Bajo
Egipto. Estas titulaturas no sólo indican que el soberano ostentaba la monarquía dual,
sino también, y lo que es más importante, que había equilibrado las fuerzas en
conflicto y, por tanto, instaurado un orden inmutable. Esta es la razón de que Horus y
Seth aparecieran, en ocasiones, a ambos lados del semataui, símbolo propagandístico
de la unidad del Alto y Bajo Egipto. No obstante, el faraón reinante como figura divina
se encarnaba en Horus. El documento esencial para el estudio de la teología menfita
es la piedra de Shabaka (copia del papiro primitivo escrito entre los años 712-698 a.C.,
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dinastía XXV); en la sección II (Frankfort, 1976: 48-59), Horus, "el Gran Dios, el Señor
del Cielo", se presenta como heredero de Osiris y rey de las Dos Tierras,
identificándose ya con el propio Menes no como conquistador, sino como legítimo
heredero. Horus fue, en principio, un dios del cielo, y su asociación con el sol es
subsidiaria de esa noción inicial. En las secciones III, IV y VI, Menfis cobra un especial
significado como lugar en el que fue enterrado Osiris; sin embargo, la tumba de este
dios se halló, probablemente, en Abydos, sede de la necrópolis de los antiguos reyes,
aunque los lugares que se atribuían la
posesión
del
sepulcro
se
fueron
incrementando a lo largo del tiempo, tal y
como justificó Plutarco:
“De aquí que muchos sepulcros
pasen en Egipto por contener a Osiris,
pues Isis levantaba una tumba en todo
lugar sobre el que hallaba un trozo de
Osireion. Tumba de Osiris. Abydos.
cadáver. Ciertos autores no admiten esa
leyenda, y, según su modo de pensar, Isis
formaba imágenes con todos cuantos trozos hallaba, dándolas sucesivamente a cada
una de las ciudades, como si hubiese dado el cuerpo entero. También quería que
Osiris recibiese todos los honores posibles, y que Tifón —Seth—, si llegaba a vencer
a Horus, se equivocase al buscar el verdadero sepulcro de Osiris, engañado por la
diversidad de todo cuanto pudiese decírsele o indicársele” (Pl., De Is. et Os., 18). En la
teología menfita se puede rastrear la primera de estas apropiaciones del sepulcro del
dios y, por otro lado, se descubren también sus atributos fertilizantes, ya que Menfis
debía al cuerpo de Osiris su denominación de granero o sustento de las Dos Tierras;
en La Contienda de Horus y Seth, se denomina a Osiris Señor del Sustento.
La politización del mito se detecta, especialmente, en la ceremonia de la
sucesión; en ella, el faraón muerto, encarnado ya como Osiris, transmitía la herencia al
nuevo faraón, Horus, a través de un abrazo simbólico que se materializaba cuando el
heredero se colocaba el peto Qeni, objeto-fetiche al que le eran inmanentes las partes
inmortales de Osiris (Frankfort, 1976: 155-156). Los dioses que personificaban al
soberano de Egipto fueron Osiris y Horus, el primero era aquel en el que se encarnaba
el faraón al morir, para seguir gobernando en el mundo subterráneo; el segundo,
Horus, era el faraón reinante en la tierra, en Egipto.
Con el advenimiento de la Dinastía XI (2135–1994 a.C.) y el traslado de la
capitalidad a Tebas, Amón, dios local, fue elevado, aprovechando el hecho de que ya
era uno de los miembros de la Ogdóada hermopolitana, al rango de demiurgo.
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Utilizando elementos de las cosmogonías anteriores, Amón, en su primera
manifestación era la Ogdóada, posteriormente se transformaba en Ptah-Ta-Tenen y
creaba a través del verbo y, finalmente, los aspectos solares heliopolitanos se
manifestaban cuando Amón, completada la creación, se retiraba para habitar en el
cielo adoptando la forma de Ra.
Por último, la cosmogonía tardía de
Esna, confería la facultad de demiurgos a
Neith, madre de todos los dioses, quien
aparecía ya como tal en La Contienda de
Horus y Seth, y a Khnum, el alfarero que
modelaba con sus manos el huevo divino
que contenía todas las formas de vida. No
obstante, y a pesar de estos desarrollos
cosmológicos posteriores a la teología
menfita, las implicaciones políticas del mito
de Osiris perdurarían incluso hasta época
Cosmogonías egipcias.
ptolemaica, momento en el que Horus
ostentaría los títulos de “el pájaro venerable a cuya sombra está la extensa tierra",
"Señor de las Dos Tierras bajo cuyas alas está el circuito del cielo", "el halcón que
irradia luz de sus ojos" (Frankfort, 1976: 61).
2.2. El mito de Osiris
El significado del mito de Osiris hay que buscarlo en las diferentes
manifestaciones de este dios. Osiris, Isis, Seth y Neftis eran hijos de Geb y Nut, de la
tierra y del cielo; ninguno de los cuatro se integraba en la descripción del universo, no
formaban parte de la cosmogonía ya que sus nombres no describían elementos
primordiales de la creación. Su inclusión en la teología heliopolitana, se debió tanto a
la popularidad del mito como al hecho de aparecer como intermediarios entre la
naturaleza y el hombre a través de su relación con la realeza (Frankfort, 1976: 204).
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Así pues, Osiris era un dios de la
fertilidad, hijo de Geb, cuyo poder se
manifestaba periódicamente en la tierra.
En este sentido, Osiris solía aparecer
representado de color verde o negro y en
los
Textos
de
las
Pirámides
era
denominado "Gran Negro" y "Gran Verde".
En este sentido, es interesante destacar
como Osiris, dios de la fertilidad, se
identificaba también con el fértil limo del
Nilo denominado Kemet. Sin embargo,
Frazer afirma que, probablemente, el
aspecto más primitivo de Osiris fuese el de
Osiris. Pinturas de la Cámara Sepulcral de
Ramsés I.
espíritu arbóreo, ya que el culto al árbol
precede, en toda religión, al culto al cereal
(Frazer, 1986: 437-438). Un antiguo ritual
egipcio consistía en sepultar en el hueco del tronco de un árbol, previamente talado,
una imagen de Osiris. A este ceremonial parece aludir Plutarco, cuando relata el
hallazgo del cadáver de Osiris en Biblos, donde el cofre, depositado al pie de un
tamarisco, que experimentó inmediatamente un inusitado crecimiento, quedó oculto en
su tronco, que fue utilizado como columna en el palacio del rey Malcandro (Pl., De Is.
et Os., 15). El árbol se identificaba también con el objeto simbólico de Osiris, la
columna o pilar Djed, y, dependiendo de las modificaciones locales podía ser un abeto,
un cedro, un enebro, una acacia, un sicomoro o, en época ptolemaica, tal y como se
aprecia en Plutarco, un tamarisco. Sin embargo, la planta consagrada a Osiris era la
hiedra, porque siempre estaba verde. Las manifestaciones más populares de Osiris,
las que contribuirían a la vitalidad histórica del mito, son aquellas que tenían alguna
conexión con la fertilidad.
En Plutarco, el dios, al ser depositado al pie de un árbol, aceleraba el
crecimiento de éste hasta tal punto que llegaba a cubrir por completo el cofre en el que
se encontraba; no obstante, la fertilidad de Osiris, en Egipto, se manifestaba
esencialmente por medio de la inundación y las cosechas. La fiesta de la cosecha
incluida en el calendario oficial egipcio, era el Festival de Min, dios itifálico del Alto
Egipto, asociado a un toro blanco, que personificaba la fuerza generadora de la
naturaleza. Sin embargo, en el ámbito popular, y al margen de la fiesta oficial de Min,
fue Osiris quien estuvo estrechamente relacionado con la fertilidad de la tierra. Se
pensaba que Osiris moría cada año en los cereales, y se segaban las primeras
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espigas entre lamentaciones por el dios e
invocaciones a Isis. Por otro lado, existía la
costumbre
de
modelar
una
figura
antropomórfica, la efigie de Osiris, con
barro y semillas, y regarla durante una
semana para hacer germinar las simientes.
Dicha figurilla se colocaba en las
tumbas de la Dinastía XVIII (1550– 291
a.C.) y posteriores, invocando tanto el
poder
fertilizante
del
dios
como
el
paralelismo con su resurrección, aspectos
que se superponían si se piensa que Osiris
resucitaba en la cosecha.
Al igual que los cereales germinaban
cada año, la inundación del Nilo se
producía
resucitaba,
también
por
lo
puntualmente,
que
Osiris
El faraón levanta el pilar djed ayudado por Isis.
era
Templo de Seti I en Abydos.
identificado también con el río. Él traía las
aguas
de
la
inundación
e,
incluso,
personificaba, no sólo el poder fecundante
de sus aguas, sino a las aguas mismas, y
se
pensaba
que
la
inundación
era
provocada por los líquidos que fluían del
cuerpo en descomposición del dios. Según
el mito, el cadáver de Osiris se descubría
en el Nilo, en las orillas de Nedyt, cerca de
Abydos, y el tema de la anegación de las
tierras del valle del Nilo por parte de Osiris
aparecía también en los Textos de las
Pirámides. Osiris simbolizaba el poder
fertilizante de la tierra que desaparecía
cuando el agua del Nilo descendía,
vencida por Seth, el dios del desierto;
Osiris se perdía entonces en las escasas
aguas del Nilo, se ahogaba, pero con la
Molde para un Osiris de grano. Hildesheim, Museo
Pelizaeus.
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nueva inundación, volvía la fertilidad, se encontraba a Osiris.
Este aspecto del dios personificado en el Nilo, tuvo representación en las fiestas
del calendario oficial egipcio. Cuando el Nilo estaba más bajo era el momento en que
Isis y Neftis lloraban a Osiris (Lalouette, 1984/87: 75-89), de hecho la inundación se
producía, según otra tradición, a causa de sus lágrimas. Frazer cita una fiesta de Isis en
la época en que el Nilo comenzaba a crecer y sus lágrimas, y las de Neftis, provocaban la
inundación (Frazer, 1986: 426). En época de la crecida se celebraba la Gran Procesión
en Abydos, que simbolizaba el hallazgo del cuerpo de Osiris en las aguas; finalmente,
el último día de la estación de la Inundación, se representaba el entierro del dios, que
Frankfort ha relacionado con la siembra (Frankfort, 1976: 215). Se suponía que el pilar
Djed habría sido erigido por vez primera en Djedu (Busiris), el día en que se dio
sepultura al dios, por ello, la ceremonia del entierro de Osiris culminaba, en Abydos,
con la erección de dicho pilar como símbolo de la futura resurrección del dios en la
siguiente crecida; este símbolo mágico de Osiris era alzado en celebraciones
periódicas a lo largo del año, probablemente con una intención propiciatoria.
Osiris se asoció también con el ámbito estelar. Como personificación de la tierra
fértil, todo aquello que de ella provenía, emanaba de Osiris; el sol, la luna y las
estrellas, como astros que se elevaban desde el horizonte, procedían también de él.
Por otro lado, existía cierta semejanza entre el destino del dios y el de los cuerpos
celestes, en su ciclo diario de muerte y resurrección. Había, además, un cierto
paralelismo con el ciclo lunar, aún más interesante si se tiene en cuenta el vínculo que,
en muchas creencias primitivas, se establece entre la luna, la vegetación y las aguas
(Eliade, 1981: 170-191). Con respecto a la relación de Isis y Osiris con el ámbito
estelar, y al margen de estas concepciones generales que se deducen de la muerte y
resurrección del dios, Isis fue identificada con la estrella denominada Sothis, la Sirio
griega, cuya aparición anunciaba el inicio de la inundación; desde el punto de vista
mitológico, se entendía que Isis llegaba, resplandeciente, llorando a Osiris y lo
despertaba de la muerte.
Finalmente, sólo resta enumerar las características esenciales de la narración
que del mito de Osiris se hace en los Textos de las Pirámides. En primer lugar, tanto
Isis como Neftis, sus dos hermanas, eran entregadas a Osiris como esposas; Plutarco
relataría, a diferencia de las fuentes egipcias, una infidelidad de Osiris con Neftis (Pl.,
De Is. et Os., 14). En época ptolemaica, Isis era considerada como única consorte del
dios, mientras que Neftis recibía por esposo a Seth (Pl., De Is. et Os., 12).
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En el Egipto faraónico, Anubis fue
considerado hijo de Osiris y de Neftis, pero
sin que esta circunstancia implicase, tal y
como denota el relato de los Textos de las
Pirámides, un concepto de infidelidad o de
adulterio. Por otro lado, los Textos de las
Pirámides recogen la participación de Thoth,
también
hermano
de
Osiris,
en
la
conspiración y asesinato del dios, aunque,
en estos mismos textos, Thoth aparece
posteriormente como ejecutor de la condena
impuesta a Seth y sus seguidores. Este
aspecto, Thoth como cómplice de Seth, ha
desaparecido
definitivamente
en
La
Contienda de Horus y Seth y, por tanto, no
perdura
hasta
época
ptolemaica.
La
búsqueda de Osiris fue llevada a cabo por
Isis y Neftis, en forma de pájaros; esta
referencia a Isis transformada en pájaro, que
Anubis. Hildesheim. Museo Pelizaeus.
también aparece en La Contienda de Horus y Seth y que, tradicionalmente, es la forma
adoptada por la diosa para ser fecundada por Osiris, parece perdurar en el relato de
Plutarco cuando Isis, tras el hallazgo de Osiris en Biblos, se convierte en golondrina y
vuela lamentándose en torno al tronco que encierra el cofre con el cadáver de su
esposo (Pl., De Is. et Os., 16). En este sentido, hay que destacar la importancia de
esta transformación simbólica de la que también disfrutaría el difunto en el Más Allá
(Libro de los Muertos, 86).
La
batalla
entre
Horus
y
Seth
narrada en los Textos de las Pirámides
implicaba la desmembración de ambos:
Horus perdía su ojo y Seth, sus testículos.
El propio Osiris era el encargado de
recuperar
los
miembros,
y
Horus
entregaba a su padre el ojo, participando
de ese modo en la resurrección del dios a
través del poder vital que el ojo le confería;
Isis se posa sobre el cadáver de Osiris para
concebir a Horus. Templo de Seti I en Abydos.
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en una variante, Osiris llegaba incluso a comer el ojo de Horus, asimilando así sus
cualidades. La Contienda de Horus y Seth, parodia propia de época tardía, narra el
juicio entre ambos dioses —que dura ochenta años— y es, pues, un desarrollo de la
batalla narrada en los Textos de las Pirámides; su cronología, alrededor del 1160 a.C.,
permite interpretarlo como enlace entre dichos Textos y el relato de Plutarco, ya que
algunos aspectos de La Contienda de Horus y Seth perviven en De Iside et Osiride,
como es el caso de una breve referencia a la herida de Horus, no así a la de Seth (Pl.,
De Is. et Os., 20).
Por último, no se puede pasar por alto el aspecto más controvertido del mito de
Osiris: el descuartizamiento. Es evidente que la narración acerca de la fiesta
organizada por Seth y la fabricación del cofre como trampa para Osiris (Pl., De Is. et
Os., 13), son aportaciones del propio Plutarco, o bien de época ptolemaica; sin
embargo, el descuartizamiento se ha considerado, tradicionalmente, una aportación de
la tradición egipcia, a pesar de que no se hace ninguna referencia explícita a este
hecho en los Textos de las Pirámides.
El relato se atiene a dos aspectos esenciales: Seth golpea a Osiris, y su cuerpo
ahogado es hallado en la orilla de Nedyt. Sin embargo, las referencias a un
desmembramiento de Osiris se adivinan en el relato de la resurrección: “Es tu gran
hermana quien ha reunido tu cuerpo, quien ha juntado tus manos, quien te ha
buscado, quien te encontró tumbado sobre el costado en la orilla de Nedyt. Tus dos
hermanas, Isis y Nephthys, vienen a ti. ¡Ellas te sanan, completo y grande, en tu
nombre de Gran Negro, fresco y grande, en tu nombre de Gran Verde!" (Kaster, 1970:
76-90). En este sentido, el problema se plantea en el momento en que se interpretan
estas referencias no como una descripción del descuartizamiento, sino como
insistencia en la necesidad, propia de las creencias egipcias, de mantener el cuerpo
intacto para lograr la resurrección, tal y como se indica en el Libro de los Muertos:
"Aquel que estaba inerte, estaba inerte en tanto que Osiris, aquél cuyos miembros
estaban inertes era Osiris, (pero, en realidad, sus miembros) no estaban inertes, no se
pudrirían, no sufrirán corrupción, no se descompondrán. Sea lo que fuere lo mismo
ocurrirá conmigo, ¡porque yo soy Osiris!. (Rúbrica): “Quien conozca esta fórmula no
sufrirá corrupción en el Más Allá” (Libro de los Muertos, 45).
Es de este modo, corroborado por el Libro de los Muertos, como hay que
interpretar tales referencias y no como alusión explícita al descuartizamiento del dios,
si bien, en los Textos de las Pirámides, son Seth y sus seguidores quienes sufren este
castigo. Frankfort ha analizado detenidamente las circunstancias que han llevado a
considerar el descuartizamiento como una tradición egipcia, en contra de la evidencia
documental que parecen aportar los Textos de las Pirámides, afirmando:
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"Es bastante probable que también en Egipto, algunas de las veneradas tumbas
de los jefes predinásticos sobrevivieran a la unificación del país, pero convirtiéndose
en santuarios de Osiris y no de dioses locales, ya que un rey muerto siempre se
transmutaba en Osiris. De esta manera, una tradición, evidentemente antigua, debió
asociar a Osiris con varios santuarios, y, a su vez, esta suposición puede explicar el
extraño hecho de que varios lugares de Egipto pretendiesen poseer el cuerpo, o parte
de él. Porque la historia de que Seth descuartizó el cuerpo de Osiris e Isis enterró las
diferentes partes en el sitio en que las encontró —es decir, en los catorce, dieciséis o
cuarenta y dos lugares que pretendían tener reliquias de Osiris—, es muy difícil que
sea una creencia original egipcia. Solamente se conoce por ciertos autores tardíos que
estaban influidos por los mitos de Dióniso y Adonis, y no tiene en cuenta la convicción
egipcia de que conservar el cuerpo indemne es el primer requisito para la vida en el
Más Allá. En los textos de las Pirámides abundan los conjuros en los que Isis y Neftis,
Horus y Nut, 'unen' los miembros del Osiris muerto, pero en ningún lugar hacen
alusión a un deliberado desmembramiento anterior. Los dioses reparan los resultados
normales de la pudrición, la dislocación que se encuentra en los enterramientos sin
momificación, donde ratas y chacales aumentan el desorden y los daños resultantes
de la descomposición de la carne y los tendones. El mito de la desmembración da la
impresión de ser una racionalización del hecho de que varios lugares pretendiesen
albergar la tumba de Osiris, pero no basta a explicarlo" (Frankfort, 1976: 222-223).
2.3. El mundo de ultratumba
Las manifestaciones del esposo de Isis eran, pues, múltiples, no obstante, y en
relación con todas ellas, Osiris era el gran dios de la vida tras la muerte, el soberano
del mundo subterráneo. En este sentido, se ha pensado que el origen de este ciclo de
vida-muerte-resurrección se inspirara en la leyenda de un primitivo gobernante
asesinado y, posteriormente, divinizado. Existía, al parecer, la costumbre ancestral de
ejecutar al rey antes de que agotase su reinado, con el fin de que el espíritu divino que
moraba en su alma no escapara a causa de una muerte natural, sino que pasara, tras
la ejecución del antiguo mandatario, a su inmediato heredero.
Esta costumbre se puede detectar en la Grecia primitiva y, aún en nuestros días,
en algunas de las tribus independientes del Nilo Blanco, como los Dinkas (Frazer,
1986: 312-332). Este pueblo pastoril depende de las lluvias para mantener los pastos,
por lo cual la figura del hacedor de lluvias es muy importante y se va transmitiendo de
generación en generación; por los motivos anteriormente expuestos, a ninguno de
estos hacedores de lluvias se le permite morir de muerte natural. La experiencia
demuestra que la senilidad deteriora considerablemente a la persona, de ahí que
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antes de que su sabiduría, recuerdos y potencias desaparezcan, sea preferible
pasarlas, por ceremonias rituales y mágicas, a un sucesor más joven.
Este sistema de la occisión del rey divino implica una renovación del poder; el
espíritu pasa del gobernante anterior al joven heredero antes de que el otro envejezca,
circunstancia que debilitaría su espíritu divino. En Egipto, se puede observar, ya en
época histórica, que la costumbre de la renovación del poder del faraón se
materializaba en el Festival del Sed, posible reminiscencia de una conducta similar a la
de los Dinkas. Tanto la ceremonia de la sucesión como el Festival del Sed finalizaban
ante los santuarios de los Antepasados Reales, una colectividad de la que entraba a
formar parte el faraón muerto. Sin embargo, el término de Seguidores de Horus se
aplicó tan sólo a los reyes de época predinástica o mítica, identificados con el
estandarte del lobo Upwaut, que personificaba al rey muerto; asimismo, se hacía
referencia a los Antepasados Reales como las Almas de Nejen y las Almas de Pe,
centros ambos de culto a Horus. En muchas ciudades egipcias, se adoró a los
antepasados como almas, la gran importancia del estandarte Upwaut y de las almas
de Pe y Nejen se debe a que fueron identificadas exclusivamente con los antepasados
del faraón (Frankfort, 1976: 113-119).
Osiris, individualmente, se convertiría también en la encarnación del rey muerto
y, además, en el jefe de los occidentales, prerrogativa usurpada a Khentamentiu; sin
embargo, existía una diferencia esencial entre ambos, Khentamentiu guiaba los
espíritus de los muertos hacia el otro mundo, mientras que Osiris era él mismo un rey
muerto que gobernaba en el mundo subterráneo. Busiris, Djedu, era uno de los
centros más importantes de culto a este dios, junto con Abydos, donde tenía lugar la
Gran Procesión y donde el culto a Osiris gozó de la mayor veneración. Tanto es así
que Frankfort, contradiciendo las teorías que sitúan el origen del dios en el Bajo
Egipto, más en relación con Abydos, opina que el centro originario del culto a Osiris
fue Djedu, desde donde, como antepasado de Menes, se extendería su culto por el
Delta (Frankfort, 1976: 223).
La gran aceptación de Osiris en su manifestación de dios de los muertos se
debió, sin duda, a la paulatina democratización de la doctrina. En principio, Osiris tuvo
que vencer la oposición de Ra como dios solar, ya que Osiris se manifestaba en todos
los astros. También uno de los ojos de Horus era el sol, el otro la luna, de modo que el
hijo de Osiris ostentaba ciertas prerrogativas de Ra. En estrecha competencia con
Osiris, Ra fue también soberano de Egipto, creador de las Dos Tierras, e incluso,
gobernante del reino de los muertos; la existencia de una religión funeraria de carácter
solar es fácil de comprender si se tiene en cuenta que el sol se oculta cada atardecer
en el horizonte, entrando así en el mundo subterráneo. El sincretismo egipcio halló, sin
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embargo, una solución al enfrentamiento, situando a Ra como dios solar que
atravesaba cada noche el reino subterráneo de Osiris en su barca, y, por otro lado,
identificando al sol con diferentes figuras divinas entre las que Osiris se constituyó
como encarnación del astro al atardecer.
A partir del Reino Medio y tras los disturbios que lo caracterizaron, la popularidad
del mito de Osiris entre la gente más humilde, en su mayoría agricultores en contacto
constante con las manifestaciones del dios en la fertilidad de la tierra y del Nilo,
propició que la identificación de los difuntos con el dios no se limitara exclusivamente a
los faraones y a sus dignatarios, generalmente familiares, sino que se extendiera a
todos sus súbditos.
Osiris encarnaba la figura del buen
rey
asesinado
por
un
enemigo,
del
gobernante justo; los defensores de Osiris
eran denominados los justos en Los
Textos de las Pirámides. En el juicio que el
dios presidía, y en el que admitía o
rechazaba las almas de los muertos en su
reino de ultratumba, se juzgaba la bondad
Juicio de Osiris. Cámara de culto de Amenofis.
Berlín. Museo Egipcio.
de sus obras; el acceso a la inmortalidad
del alma, es decir, a la identificación con
Osiris en tanto en cuanto éste sobrevivía a
la muerte, no dependería ya de la situación social del difunto. Así pues, con
posterioridad a esta democratización del mito, y a pesar de que en la ceremonia de la
sucesión el faraón muerto continuaba identificándose con Osiris, en realidad, el
soberano conservaría su dignidad real más en relación con Ra que con el propio
Osiris, ya que, bajo el título de Hijo de Ra, ya desde el Reino Antiguo, a su muerte
ocupaba un lugar en la Barca Solar, privilegio exclusivo del faraón.
El Libro de los Muertos es un documento clave para el estudio y análisis de la
concepción egipcia de ultratumba; está constituido por un conjunto de fórmulas de
carácter mágico cuya pronunciación —si bien en algunos casos podía ser útil a los
vivos— garantizaba al difunto, no sólo la superación de cuantas pruebas se le
presentasen en el Más Allá, sino también el ser declarado justo en el juicio. El carácter
mágico de estas fórmulas queda patente en la inclusión, al final de algunas de ellas,
de una rúbrica, es decir, una serie de instrucciones que especificaban el modo y las
circunstancias en las que debían ser pronunciadas; en otros casos, la rúbrica incluía
también una serie de datos históricos que acreditaban la antigüedad de la fórmula y,
por lo tanto, también su efectividad. En el juicio de Osiris, el corazón del difunto era
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colocado en el plato de una balanza, contrarrestando el peso de la verdad y la justicia,
simbolizadas por la pluma de Maat; si el corazón era tan ligero como este símbolo
característico de la diosa, era declarado justo, en caso contrario, Baba, un monstruo
que combinaba las características del león, el cocodrilo y el hipopótamo, devoraba su
corazón. Así pues, dicho órgano era representativo del difunto, de ahí que
permaneciese en el interior del cuerpo momificado, mientras que, durante el proceso
de
embalsamamiento,
los
restantes
órganos
eran
extraídos
y
guardados
cuidadosamente en los denominados canopes. El corazón se conservaba en el interior
de las momias datadas con anterioridad al Reino Medio, posteriormente, si bien se
extraía del cadáver, era sustituido por un amuleto —generalmente de cornalina— que
imitaba su forma.
El Libro de los Muertos —cuya redacción definitiva se llevó a cabo en tiempos de
la dinastía XXVI (664–525 a.C.) — denota ya la democratización del mito de Osiris,
gracias a la cual la vida en el Más Allá, el acceso al mundo de ultratumba, no viene
determinado por el status social del finado, sino que se valoran al respecto sus obras,
su comportamiento en vida. En este sentido, y en relación con la moral egipcia, es
especialmente interesante el capítulo CXXV; en él, el difunto enumera todas aquellas
faltas que no ha cometido y que resultarían indignas a los ojos de los dioses (Libro de
los Muertos, 125). El miedo a no ser declarado justo en el juicio era tal que una de las
fórmulas del Libro de los Muertos se encamina a "evitar que el corazón del difunto se
oponga a él en el Más Allá"; en ella, el interesado suplicaba a su corazón que "¡no
levantase falsos testimonios contra él en el juicio, que no se opusiese a él ante el
tribunal, y que no demostrase hostilidad contra él en presencia del guardián de la
balanza!" (Libro de los Muertos, 30 B).
Por último, la citada democratización del mito de Osiris se percibe también a
través de la plena identificación del difunto con el dios (Blázquez y Lara, 1984: 32-33),
beneficio del que gozaría —a partir del Reino Medio— todo aquel que pudiera
permitirse la posesión de un ejemplar del Libro de los Muertos. Uno de los múltiples
ejemplos en los que se hace patente esta identificación con el dios, la Fórmula para no
sufrir corrupción en el Más Allá (Libro de los Muertos, 45), remite, además, a la
obsesión por la conservación del cuerpo del difunto, a la que ya se ha hecho
referencia en relación con el relato del descuartizamiento de Osiris. En tiempos de la
primera dinastía, esta identificación, restringida todavía a la familia real, se confirmaba
mediante la ceremonia de la apertura de la boca; en el Libro de los Muertos, en
estrecha relación con el carácter mágico de las fórmulas y con la intención de propiciar
la identificación con el dios, en numerosos pasajes (uno de ellos el ya citado del
capítulo 45) se reiteran las palabras: “yo soy Osiris".
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2.4. Influencia de la religión egipcia en la concepción artística
El arte en Egipto podría ser clasificado, de acuerdo a la utilidad de las obras que
han llegado hasta nosotros, según cuatro ámbitos bien definidos. En primer lugar, el
ámbito funerario, es decir, la construcción y decoración de tumbas; en segundo lugar,
el ámbito religioso, la edificación y embellecimiento de los templos dedicados a la
adoración de diferentes divinidades; en tercer lugar, existe también un factor de
propaganda política, identificable en las efigies de los gobernantes y en algunos de los
relieves de los grandes templos; y, por último, cabe reseñar el ámbito de la vida
cotidiana, el que remite a los objetos de uso común (mobiliario, cerámica, orfebrería...),
así como a los restos de edificaciones civiles y residencias privadas. Todos éstos
ámbitos estuvieron influidos, de uno u otro modo, por las ideas religiosas y
escatológicas del pueblo egipcio.
En lo referente al ámbito funerario, indudablemente, tanto la construcción como
la decoración de los recintos destinados al enterramiento, estaban condicionados por
la costumbre que imponía el Libro de los Muertos, inspirado en la narración del mito de
Osiris. El cuerpo debía mantenerse incorrupto para así poder disfrutar plenamente de
la vida de ultratumba, permitiendo al mismo tiempo que los componentes espirituales
del cuerpo reconocieran su receptáculo originario. En el Más Allá, el egipcio podía
disfrutar de todos sus bienes y propiedades, de ahí que fuera imprescindible llevarse
todos esos bienes al reino de Osiris. Esta idea implicaba, en primer lugar, la protección
de las tumbas, y por otro lado, propiciaba la fabricación de maquetas y pequeñas
figuras que representasen a los esclavos y servidores del finado que debían
acompañarle al Más Allá. Las pinturas de los recintos simbolizaban la
llegada del difunto al mundo del Más Allá y
representaban a las diferentes divinidades
que lo protegían y lo recibían en el mundo
subterráneo.
En este sentido, cabe reseñar ahora
una
particularidad
del
arte
egipcio:
la
potencia creativa del artista. En Egipto, el
simple hecho de representar una ofrenda,
mediante pinturas en las tumbas o grabados
en las estelas funerarias, implicaba la
auténtica ejecución de esa ofrenda; es decir,
la representación pictórica de una ofrenda
Pescadores. Tumba de Meketra. Museo Egipcio
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de El Cairo.
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de alimentos para el dios, suplía la donación real, efectiva, de dichos regalos en honor
del dios.
El artista creaba aquello que estaba
representando. En ocasiones, servía el
simple hecho de escribir, de relatar los
regalos que eran entregados al dios, para
que éstos, en cierto sentido, cobraran
entidad;
ejecución
los
signos
jeroglíficos,
monumental
cuya
constituía
indudablemente una expresión artística,
guardaron múltiples similitudes con las
representaciones pictóricas, siguiendo las
Ofrendas al dios portadas por los nomos
mismas premisas y cánones, de forma que
personificados. Pórtico del templo de Horus en
podían también contribuir a esa creación
Edfú.
simbólica.
En relación con estas creencias hay que
citar también la importancia del nombre,
cuya simple pronunciación equivalía a
dotar de vida al difunto.
Desde un punto de vista actual,
dichas creencias se integran en el ámbito
de la magia, pero en el antiguo Egipto, los
magos —que gozaron de gran fama y
respeto
en
todo
el
Mediterráneo—
La diosa Nut. Escritura jeroglífica en el corredor
del templo de Horus en Edfú.
actuaron tanto en el ámbito funerario, como en el religioso, en el cotidiano e, incluso,
pueden detectarse también en el ámbito oficial. Los orígenes de la magia egipcia se
remontaban, incluso, a un momento anterior a la creación, ya que el dios hermafrodita
que se crea a sí mismo, lo hace, en todas las cosmogonías, gracias a sus poderes
mágicos.
El sol estaba protegido, por una red que los egipcios denominaban heka, y que
se podría definir como campo de fuerza, cargado de energía mágica; concebido el
universo, el dios creador reveló este particular poder mágico a todos los dioses, para
que lucharan contra la serpiente Apofis, símbolo del Caos, y también a los hombres
(López y Sanmartín, 1983: 183-194). A propósito de esta leyenda, las fórmulas, que
permitían la posesión de una parcela de la heka, eran copiadas y vendidas por
escribas especializados. Estos solían implicar a los dioses en sus conjuros que, en
ocasiones, tenían fines medicinales; es el caso del texto acerca de cómo Isis consigue
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el nombre de Ra. Otras veces, los propios dioses pronunciaban las palabras del
hechizo por boca del suplicante, y la curación se producía por asimilación del paciente
herido, por ejemplo por un escorpión, con un dios que también había sufrido tal
picadura. Por último, en ocasiones, la fórmula utilizada implicaba una verdadera
amenaza hacia los dioses a los que se solicitaba el favor. Al margen de la diosa Isis,
esposa de Osiris, los dioses a los que se atribuían mayores poderes mágicos eran
también Bes, Tuéris, e incluso, Horus. Las estelas que representaban al hijo de Isis
aplastando cocodrilos y agarrando en sus manos serpientes o escorpiones, fueron
muy populares y, en ocasiones, se veía también una imagen de Bes sobre la cabeza
de Horus; en estas estelas, el dios era representado como un infante, con la coleta
lateral.
También se practicaron ritos mágicos
en el ámbito oficial, el ejemplo característico
son
todas
aquéllas
representaciones
propiciatorias de la derrota del enemigo:
escribir sus nombres en cacharros de barro
que después se rompían, al igual que en
figurillas de cera a las que se acuchillaba,
escupía,
aplastaba
o
quemaba;
Estela de Horus. Museo Egipcio de El Cairo.
representarlos con las manos atadas a la espalda, o sometidos bajo el brazo armado
del faraón, etc. Representaciones de este último tipo fueron, incluso, reproducidas en
las fachadas de algunos templos y, aunque no se debe olvidar que su función era
también propagandística, prácticas similares se llevaban a cabo, igualmente, en el
ámbito popular, con el objetivo de perjudicar a enemigos personales.
El propio Faraón, como demuestran
las
sandalias
enemigos
con
halladas
Tutankamón,
se
representaciones
en
la
deleitaba
tumba
de
de
aplastando
enemigos en el ámbito más cotidiano de su
intimidad. Las mismas supersticiones, en
relación con la magia simpática, pueden ser
detectadas en la escritura jeroglífica.
El Faraón venciendo al enemigo. Templo de
Ramsés III en Medinet Habú.
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El determinativo de la palabra enemigo
representa a un prisionero maniatado y, por
otro lado, en ocasiones, se conjuraba la
acción de determinados animales nocivos
utilizados en la escritura, representándolos
con la cabeza cortada o atravesados por
cuchillos (Figura 22).
En cuanto al nombre, Frazer ha
analizado la importancia mítica de los
nombres
tabuados
de
dioses,
y
ha
destacado que, aunque se puede rastrear un
tabú similar en Roma, el pueblo que más
desarrolló esta superstición fue el egipcio,
donde el conocimiento del nombre secreto
de un dios permitía a los grandes magos
tener todo el poder sobre él, dominarlo, e
incluso, convertirlo casi en su esclavo
(Frazer, 1986: 307-310). La trascendencia
del nombre en Egipto no sólo remite a los
Sandalia del Faraón. Tumba de Tutankamón.
nombres secretos de los dioses sino que
Museo Egipcio de El Cairo.
abarca también el ámbito de lo mundano, en estrecha relación con la importancia de la
escritura. Ésta, en Egipto, constituía, tal y como ya se ha reseñado, una forma de
creación, lo cual no debe extrañar si se
recuerda que la idea de la creación por el
verbo aparece ya en la teología menfita.
Por otro lado, la inmortalidad requería del
alma pero, al margen de los complejos
mecanismos descritos en el Libro de los
Muertos, requería también de un soporte
físico en el que asentarse —el mismo
cuerpo momificado— y, al mismo tiempo,
también una representación figurada del
Enemigos y animales perniciosos en la escritura
jeroglífica (Gardiner A219-A216-A221-A222-A13I42-I83-I84-I87).
difunto, una estatua. De ahí que el
nombre, inscrito sobre la efigie del finado,
constituyera
un
paso
más
hacia
la
inmortalidad, una inmortalidad que, en este sentido, descansaba también en el simple
recuerdo del difunto. La importancia del nombre en Egipto queda patente en las
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damnatio memoriae, práctica que consistía en destruir cualquier recuerdo de una
persona o un dios, tanto sus efigies como las referencias a su nombre —costumbre
también practicada en Roma—, que sufrieron no sólo determinados faraones, sino
también los propios dioses durante la reforma atoniana, así como Atón tras la
recuperación del orden politeísta en Egipto. "El mago opera basándose en dos
principios básicos. Por un lado, la fuerza creadora de la palabra, y por otro el valor
evocador de la imagen. La palabra, el nombre, es para el primitivo la esencia de la
cosa, con pronunciarlo equivale a crearlo" (Presedo y Serrano, 1989: 56-58).
El relato acerca de cómo Isis consigue el nombre secreto de Ra, es en sí mismo
una fórmula mágica y en él se define a la diosa Isis como una poderosa maga. El
nombre de Ra, desconocido tanto para los hombres como para los restantes dioses,
se encontraba intrínsecamente unido a él, tanto que se situaba en algún lugar dentro
de su cuerpo y se relacionaba, además, directamente con el poder que Ra ostentaba
en su Barca Solar, motivo por el cual el dios lo ocultaba por miedo a ser dominado por
un mago del modo anteriormente descrito. No obstante, Isis, a través de su magia,
consigue el nombre de Ra y todo el poder que oculta, con una sola condición impuesta
por el dios solar: que lo trasmita únicamente, y bajo juramento, a su hijo Horus. Se
observa, pues, que el gran poder que implica la posesión del nombre de Ra, es
transferido del dios solar, padre del faraón, de quien este participa tras su muerte en
una unión mística y eterna, a Horus, encarnación del faraón reinante; en una palabra,
el poder no escapa al ámbito del más alto dignatario egipcio.
La magia estuvo también en relación con las prácticas religiosas y,
especialmente, con la protección de las imágenes de los difuntos, a través de fórmulas
que buscaban evitar la profanación de las tumbas. Igualmente, desde el punto de vista
oficial, los oráculos, aunque no son estrictamente hechos mágicos, sí acabaron por
inscribirse en el ámbito de la superchería popular; en época ptolemaica, se llegaron
incluso a fabricar huecas las estatuas de los dioses para poder simular, a través de un
tubo acústico, que el dios hablaba (López y Sanmartín, 1983: 152). Sin embargo,
generalmente, el dios afirmaba o negaba a través de un simple gesto de los
porteadores de la estatua.
Pero es probablemente en los templos donde la magia influye en mayor medida
en la concepción arquitectónica. El templo egipcio se constituye como la casa del dios,
y en su interior la divinidad desarrolla su vida cotidiana, siendo atendido por un clero
especializado que, al amanecer se encargaba de encender las lámparas y romper los
sellos con que se cerraban las puertas. Posteriormente, se procedía a vestir y
perfumar la imagen del dios para presentarle, por último, las ofrendas de alimentos y
las libaciones que representaban su comida diaria. Las divinidades egipcias residían
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por tanto en su templo, ubicado en su nomo de origen, desde donde podían acudir,
como huéspedes, a los templos de otras divinidades estrechamente vinculadas con
ellos; este es el caso de las visitas periódicas de los miembros de una triada, que
dieron lugar a la realización de constantes procesiones que solían realizarse a través
del Nilo, por donde los dioses discurrían en sus lujosas barcas.
Pero el dios era además el encargado de mantener un orden inmutable, el
eterno equilibrio entre el bien y el mal, de forma que su casa, el templo, debía
organizarse en torno a esta idea como un auténtico microcosmos rodeado de defensas
mágicas encaminadas a evitar el acceso del Caos. La estructura arquitectónica, por
tanto, se encaminaba a subrayar esta idea y procuraba la reproducción artificial de la
concepción del mundo egipcia. Así pues, se representaba una naturaleza dominada
por
la
acción
del
Nilo:
las
monumentales columnas de los templos,
papiriformes
o
lotiformes,
imitaban
la
vegetación, y, en muchas ocasiones, se
han encontrado restos de pintura azul en la
base de las mismas, simbolizando el agua
fertilizante del Nilo; la cubierta de las salas
se decoraba con elementos cósmicos,
Sala hipóstila del templo de Amón en Karnack.
especialmente con estrellas que recuerdan
el símbolo jeroglífico de Sothis ; y el
pavimento, generalmente de piedra de color negro, en que se apoyaban las columnas
era el fértil limo que personificaba a Osiris (Puech, 1977: 133).
Las defensas mágicas que aislaban
el perfecto microcosmos que simbolizaba
el eterno fluir del Nilo, se concretaban en
los
grabados
y
representaciones
simbólicas del muro que presentaban al
faraón venciendo a los representantes del
Caos,
generalmente
animales
considerados nocivos como el hipopótamo,
Cubierta de la Sala del Jubileo. Templo de Amón
el antílope o el cocodrilo. El faraón era el
en Karnack.
oficiante simbólico de todas las ceremonias, como garante de la fertilidad y la
seguridad del país, aunque generalmente los sacerdotes le sustituían y representaban
en los oficios religiosos. La protección mágica se completaba con la delimitación de un
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témenos
o
recinto
sagrado
al
que
sólo
podían
acceder
los
sacerdotes
convenientemente purificados.
De esta forma, se creaba una especie de oasis aislado del Caos que evocaba la
idea de la creación, la colina primigenia en la que se iniciaban las primeras
cosmogonías, rodeada por las aguas del océano primordial, el Nun. Un auténtico
símbolo del aislamiento geográfico del país, que se tradujo, no sólo en el pensamiento
religioso, sino también en un sentimiento nacional que los egipcios plasmaron como
emblema de identidad en todas sus manifestaciones artísticas.
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