Un destino para la investigación en Arte
Discurso ante la recepción de la Medalla de Bellas Artes
Julio Estrada.
Recibo hoy la Medalla de Bellas Artes que, junto a Isabel Beteta, José Ramón Enríquez,
Francisco Hernández, Manuel Larrosa y Federico Silva, otorga este Instituto en 2016. Lo
agradezco, y mucho, aunque debo decir que el jurado recompensa a un músico cuya
creación se atiborra más de cancelaciones que de estrenos, como en México los encargos
de eolo’ooli para percusiones, cuya audición ocurre un tercio de siglo más tarde, o el de
eua’o ’o e, que luego de más de cuatro décadas aún no suena en el país que me pidió
escribirla, ambas señales claras para no subscribir compromisos artísticos ajenos a mi
cláusula, inequívoca y sin sarcasmo: ue se to ue .
Si mi obra se aproxima aquí o allá al silencio lo atribuyo no sólo al otro, sino también a mi
norma ética y estética que no quiere protegerla sino sólo esperar a que en su adultez la
defiendan, acaso la mirada juiciosa del experto, o la mano del intérprete que pueda tocarla
o desee resarcirla –y cito a mis dos grandes ausentes: Velia Nieto, mi esposa, y Stefano
Scodanibbio, mi gran amigo–. A muchos otros les resulta arduo interpretar lo que esa
ilustre entre mis virtuosos, Fátima Miranda, denominó pa tito tu a , que fragua mi
intención de inventar el proceso creativo desde su base para que el ensueño legitime su
existencia material y llegue al oído dispuesto a recibirlo casi como apareció en mi
experiencia; de ahí la divisa que me es inherente: antes que escribir, escucha, rememora,
intuye, dibuja, y sólo luego, canta todo para ir de la fantasía nebulosa a lo que va a ser tu
música .
Mi exigencia de hace tantas décadas me apartó pronto de la mesa del compositor que
activaba su talento al aplicar recetas a seguir a pie juntillas, quizá para apaciguar la
inquietud del posible descalabro, acaso intento de consolidar el bosquejo inicial con el
producto que más y mejor se conservase en el ambiente. Esa comodidad relativa no
coincide con el apremio incisivo de mis fantasías; de ahí que opté por escarbar del sueño a
la razón y convocar todos mis ingenios, pocos aunque de no llevarme al éxito inmediato al
menos escoltaran a mi música de un fracaso paulatino. No componer, sino en contraste,
crear, ensayo sin reparos para convertir el imaginario a una realidad musical nueva, abierta
al tropiezo y cerrada a la certidumbre.
Los talentos por desarrollar están en el yo de cada uno y es éste el último en quien se
debería desconfiar; despertarlos de su rezago es al principio admitir la penuria que todos
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tenemos para ensayar darle fuerza y no desmantelarla aún más. El recorrido es penoso,
pero no árido sino en extremo reconfortante, lo que a esta y a otras alturas, enaltece.
He aquí lo que me concierne al observar mi trabajo reciente, Murmullos del páramo,
enlutado y esclarecido por un universo tan mexicano, verídico y fantástico, como el de Juan
Rulfo:
De surgir la duda del instrumentista o del cantante ante tal o cual pasaje según
escribo o pido al crear cada parte, ahí debo estar para demostrar qué o cómo hacer
para que suene, y si en los primeros ensayos no hubo quien ejecutase esa multiópera, impongo mi voz para reproducir al trombón para que al ejecutante escéptico
y versado le resulte concluyente la demostración –aquí está–.
O, si surge la eventualidad para reemplazar a la cantante que debía hacer el rol de
Doloritas no dudo en representarla en concierto –hela ahí–.
Y si ninguno quiere cantar como sordomudo, el Abundio Martínez de Rulfo, salgo al
frente a forjar la hiel de su voz frágil –escucha–:
La ondulación de la mano evoca un modo aborigen de América para aderezar con
ritmo externo la respiración o el canto; de la garganta emergen a la vez tres voces
que dan cuenta de quien no alcanza a escucharse a sí mismo sino sólo el halo
desapacible que huye de su boca; el aúllo desenfrenado se ahoga en la entraña.
La privación física es tanto quebranto como urgencia, obsérvese aquella que sacude a los
demás sentidos y desvela la vigilia creadora del músico ciego, pulsión que me admira a
imitar el báculo que escucha finamente y hace contrapunto a todo lo que se agencia a
tientas el dato, lo que escudriñan el paladar o la nariz, acopio vivo y complejo que da la
cara a su entorno sin luz alguna y conoce los límites del símbolo incorpóreo o del código
que rigen en la representación de la música.
Crear desde la ficción onírica, o desde la realidad inexorable del drama, conducen al vivir
creativo al registro agudo de un sinfín de vectores que transitan de la inacción del sólido o
del frío extremo a la vibración que da ritmo al magma o da tono al fluido o que lo difumina
en el vapor, para observar y descifrar con celo la tersura del espejismo o la herida de la
tragedia, y así, retener la percepción del estado físico que sugiere o aparenta uno o la
muestra matérica que irradia de la otra. La metáfora metafísica o la analogía con la física
son propicias para intentar aprehender tanto la imaginación como la realidad; las
herramientas, mayores que ayer, subliman una belleza distinta que inserta el Arte en el
pensar sobre la psique y la conciencia luego de Freud o de Popper.
La voz, como la mirada o la intuición que exploran sin temor, los sentidos que acuden a la
analogía de la sinestesia, la percepción que compara la visión o lo existente con el estado
físico de la materia y el vivir sin duda y a tope la emoción, son los instrumentos interiores
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del creador –musical o en todo Arte– para emprender con legitimidad su búsqueda, con
cualquier medio y hacia cualquiera de las directrices que emprenda.
Creo en lo que creo porque sé que el yo trabaja sin cesar y sin más César que el ensayo de
hallar sus voces cuando escucha, percibe, recuerda o imagina. Crear es vivir la música como
la vida misma, un apremio que de niño llevé a contracorriente de mis padres, cuyo exilio les
hacía temerosos del destierro al que podría conducir mi arrojo íntimo, luego al eludir al
maestro que exhortara a copiar fielmente el modelo más que impeler a labrar lo propio,
también al experimentar la desconfianza afable o simulada del colega frente al método, la
teoría o la cosmología como sustentos de mi proyecto, un fustigar cuya adición parecería
desfavorable: el escape de la casa paterna, la expulsión o huida de los conservatorios, la
censura o el ninguneo, una larga lista de reclamos que, de modo voluntario o no,
impulsaron aún más mi ánimo de búsqueda ascética en pos de un arte que pudiese
erguirse con el hallazgo como precepto. Y aquí mi mayor reverencia a quien merece todo el
reconocimiento, el ser sin quien no habría sobrevivido de no contar con su amor, sabiduría
y paciencia inmensurables, aquella que creyó en lo que creí y aún creo: Velia. Vive en mí.
Ni enseñanza rígida ni estética segura bastan para sortear el trance, la creación como meta,
el ingreso a caminos enmarañados incluso a riesgo de perderse en el laberinto; en mí,
encontrarse de espalda al centro del terreno colectivo para contemplar, sólo y a solas, un
abismo: ahí continúo y desde ahí lanzo la mirada a tantas luces y sombras cuyo esplendor y
penumbra son una belleza lejana y enigmática, esa misma que me incita a meditar cómo mi
vuelo hacia allá podrá mantenerse en equilibrio durante la travesía.
Crear, en todas las Artes, es investigar cuando la experiencia perceptiva pide concebir la
representación justa de la fantasía que surge de súbito o que convoca la introspección
voluntaria. Investigar para crear es germinar el producto en la reclusión que lleve a formar
del espectro su perfil, su aire, su cuerpo, y luego soltarlo hacia su destino: seducir y
encauzar a la emoción de la vivencia artística. El crear iniciático se atreve a indagar cómo
afrontar uno de los paradigmas a la base del Arte: renovar la percepción, esa originalidad
que por encima de toda fórmula, técnica o sistema pregonan, todavía hoy, Las Meninas, la
sinfonía Júpiter o el drama inequívoco en Hamlet o el azar descoyuntado en El Quijote.
La investigación-creación enriquece el talento y dignifica al creador, le reeduca cuando le
toca ser maestro –no última salida sino ingreso a un modo de conocer que rejuvenece a
quien asiste al parto de aquello que brota de la imaginación ajena–: enseñar comporta el
reto de aproximarse con devoción a la necesidad del otro – a da o ede ie do , fue en
la guerra premisa original de mi padre– y en Arte sin más arte que la claridad que rescata el
saber. Educar-investigar-crear es una cadena lógica y biológica: Piaget describe el avance
de un punto al otro, del aprender al comprender, todo mediante una cadena que en las
Artes culmina en el hallazgo creador de lo bello, cometido que, por una vía, libera a la
conciencia y, por otra, al imaginario.
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La máxima de Pi asso o us o, e ue t o , fue útil sólo al i i io po ue la ruptura con la
vigencia de los antiguos valores era irremediable para propiciar que reencarnase la
frescura. El interrogante siglo XX cortó de cuajo viejas certidumbres en todas las áreas del
saber y dejó al Arte en el fluir singular de cada corriente, una homogeneidad que no
privilegia el valor subjetivo y que encuentra como contraparte el arte experimental de
prueba y error, el del azar, o el que ambiciona ser ingeniería o ciencia, corrientes todas que
dejan poca traza de circular a contracorriente de una creación más honda en su percibir, en
su sentir, en su emoción de vivir con la intensidad que tiene, aun si a menudo con doctrina,
el Arte antiguo.
A diferencia de la Antigüedad y del indócil siglo XX, el crear del XXI podrá ser más fructífero
y gozoso de ensayar cómo integrar con sencillez al afecto, a la emoción y a una percepción
intensa, y podrá aspirar a ser más diáfano de vincularse a los axiomas que nos dejan
acceder y comprender el mayor avance que, hasta hoy, registra el mundo del
conocimiento: educar e investigar, o investigar-crear para educar.
A cien años de la revolución que inició el siglo XX, la creación muta día con día y a gran
velocidad, y su enseñanza se distancia del dogma que la considera más divina que humana,
más ajena que propia –e igual al contrario, tan propia que sólo puede pertenecer al que se
identifica como autor único–, una idealización que escinde al artista de su núcleo social y
que tantas veces lleva a quien, ya sea de academia o de universidad se le denomina hasta
hoy maestro , llega a prescindir de la cátedra entre sus metas, ejercicio indispensable para
la renovación creadora en su propio entorno.
En el investigar-crear, educar es fundamental para nutrir al creador del rebote que reclama
respuestas a preguntas y a dudas nuevas que encuentra todo aquel a quien el mentor
prepara para rebasarle, exactamente su cometido mientras está al frente. Resistir,
apocarse o jactarse al educar es inútil ante la obvia ventaja del alumno; la suya, como la de
todo aquel que nos supere, es la del curso de la historia. Así, optar por la trilogía educadorinvestigador-creador no infla ni desinfla; es encauzar el conjunto de nuestras energías hacia
una fusión que da plenitud a quien inculca, esclarece, ilumina.
El tránsito del Arte de la Academia al de la Escuela o Facultad de Arte de la universidad
moderna o de instituciones de igual calado influye para adaptar o modificar criterios
rancios al correr del siglo XXI, hora justa para incluir la creación bajo una perspectiva
abierta cuya dinámica interdisciplinaria conjugue a las Artes entre ellas y las vincule a un
nuevo destino, investigar, una exigencia en Artes, compleja sí, como lo puede ser en
Ciencias, Ingenierías o Humanidades. La substancia que nos incumbe es inconfundible, la
percepción, esa traducción racional o presentida que hace nuestra mente de los sentidos
para aproximarnos a la fantasía o a la realidad, punto de partida para diseñar su
representación y hacer que la perciban otros, y del encuentro de esa recepción, aprender a
percibir una vez más como método para poder renovar el proceso creativo.
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Con la solemnidad y la repercusión que puede tener este momento, propongo aquí a
nuestras autoridades de Educación y de Cultura acrecentar el espectro académico y artístico
con una nueva figura, la del Investigador-creador en arte –lo que incluye al investigadorintérprete que renueva la realidad del arte–, fórmula que someto a la consideración razonada
del Sistema Nacional de Investigadores, al que pertenezco desde su fundación en 1984, y a
la del Sistema Nacional de Creadores, al que hoy pertenecen tantos colegas artistas. Para ello
será necesario que el artista se mire a sí mismo y decida a solas si seguir en la Academia o
reconocerse en la investigación. Corresponde a una y a otra de esas instituciones revisar su
mirada sobre el Arte y fundar un espacio para que la creación y la interpretación encuentren
con transparencia un nuevo sitio en el siglo XXI. Aludo a un tema en el que se insertan todos
los artistas del siglo XXI que, del primer al tercer mundo, no encuentran aún la legitimidad
necesaria para el área a la que pertenecen porque hemos todos ingresado al mundo del
conocimiento sin siquiera tener el tiempo de percatarnos del cambio. Confiemos en que
México pueda, por su sensibilidad ancestral, dar una muestra de su saber moderno para
lograr una transición inteligente y armoniosa en esa dirección, como se observa hace apenas
unos meses al decretar la Universidad Nacional la existencia de un Seminario de investigación
en creación artística.
Una conciencia más experta hace irreversible replantear la enseñanza básica de las Artes,
de la primaria al bachillerato, cuyo desaliño hace que dentro y fuera del país se nos perciba,
como tanto lamentamos todos, más como un páramo maquilador cuya patria deja que
huyan los hijos allende las fronteras, que esa tierra fértil de artistas a quienes hoy se
ensalza pero que, si ayer dieron sentido a la sociedad, en este momento no concuerdan
con la realidad. Si bien es cierto que el artista del pasado ofrece con ejemplaridad su obra –
de Nezahualcóyotl a Rulfo o Revueltas–, no puede tocarle a él sino dar el ejemplo para
entender el futuro que ahora mismo tenemos encima y que requiere con celeridad
despertar a un arte alertador y alentador.
Convencer al profano o hacer ver al que se inicia, que el arte le pertenece tanto como al
profesional no es una empresa con visos de crédito en la sociedad que mima al artista o
que enclenca su talento para hacerle dócil y egoísta como el poder al que sirva su doro
momentáneo –véase la contradicción de privatizar los bienes del Estado y acoplar a éste al
creador–; tampoco a los intentos sistemáticos de una economía cuyo trueque desea borrar
las Artes de la nómina y del aula: no son ni el artista apadrinado ni su patrono ni tampoco
un sistema unidireccional quienes incitan al lego y al iniciado a vivir con libertad la
iluminación de la experiencia creativa. La nueva faena pertenece al propio artista y, entre
sus acciones que más calan en el otro –como en México Revueltas a posta o Nancarrow sin
postularlo–, la de crear conciencia.
A un siglo del siglo que hizo añicos los misterios y los secretos de la belleza, que la negó, la
remplazó o la alborotó con otra, el siglo hoy enrevesado por nuevas contradicciones exige
percatarse de que la creación es una substancia que amalgama y enriquece lo íntimo y lo
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colectivo; la tarea, convencer de que el Arte es un patrimonio de cualquier individuo, tan
común y corriente que va del niño al anciano, y no tan sólo el producto de consumo
colectivo que promociona una cultura pasiva que confunde la creación con un material tan
prosaico como un mero bien de consumo. La mayor cercanía a la erudición del artista
actual puede dar la robustez que tanto urge al percibir único de cada uno: crear es una
acción elemental que corre en paralelo al existir de la humanidad, algo que debe retornar
con validez natural a las mentes, las manos, los cuerpos, las voces de todos.
Si algo mereciera mi trabajo sería preguntarse si queda aún en él la mirada del niño
pasmado ante la escucha de lo que intuye como propio –instante iniciático que selló mi voz
y mis oídos para atender a la música como invención–, la huella imborrable del maestro sin
cuya base no habría crecido –del sutil Orbón al indómito Xenakis– y más aún ese diálogo
recóndito que mi pérdida mantiene al centro de su esfuerzo, A Velia, recogimiento que
emprende mi ópera futura, para escucharse en la mente del lector y oyente de una música
ya sin código, sólo con la palabra, para todos, y una vez más sin sorna, sin siquiera
inquietarme del estreno que silencie su ejecución: el lector deviene el intérprete porque la
música no necesita sonar fuera para existir, es música porque suena dentro de nosotros.
Concluyo, sí, pero antes déjame un instante arriesgar a tu lado el proceso creativo que
afronto, ahora en manos de tu ánimo y de tu convicción, y de que yo mismo alcance a
aproximarme a tu oído:
Silencio. En silencio. Sólo escucha. Ahora. Aquí mismo. Busca sólo en ti una voz. La
de un ser querido. Acaso alguien que partió. Sólo tú y esa voz. Recuérdala. Escucha
bien. Que resuene en tu mente. Ahí retenla.
Dentro del silencio escucha e imita esa voz. Llévala hasta tus cuerdas vocales.
Entónala en secreto. Que viaje de un oído al otro, que suene en la bóveda de tu
frente, de tu nariz, dentro de tu boca, en la garganta, en los pulmones, en tu
vientre. Retenla en tu cuerpo. Que sea tu yo. En silencio.
Desmorona apenas esa mudez y haz que se disperse, viva, como un rocío. Entre
nosotros. Escucha cómo emerge de ti. Cómo se cuela en tu entorno. Escucha tu voz
al lado de la voz de otros.
Y si no escuchas, si no cantas, imagínalas. Tenlas en tu oído y deja que vivan en la
bóveda de tu cuerpo. Goza. Es sólo un instante.
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