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Consagrados por la Misericordia

Revista Proyección 261 (2016) 173-191 Consagrados por la Misericordia. Maternales, reconciliados y extraordinariamente normales. Consacrated by Mercy. Motherly, Reconciled and Extraordinarily Normal. Ianire Angulo Ordorika Facultad de Teología de Granada Av. Reina Victoria 35, 28430 Los Negrales-Alpedrete (Madrid) [email protected] Fecha fin de trabajo: 18 de marzo de 2016 Sumario: El Jubileo Extraordinario convocado por el Papa Francisco es una excusa privilegiada para bucear por los rostros que adquiere la misericordia en la Escritura y profundizar en las consecuencias prácticas que este rasgo divino tiene para nuestra vida de seguimiento de Jesús. Esta es la intención del artículo. La invitación a ser maternales, reconciliados y extraordinariamente normales se deriva de nuestra vinculación bautismal con un Dios misericordioso. Palabras clave: misericordia, Biblia, consagración bautismal, reconciliación. Summary: The Extraordinary Jubilee of Mercy declared by Pope Francis is a prime opportunity to delve into the Biblical images of mercy and to discover the practical consequences of this divine feature for our lives as followers of Christ. This article proposes to do just that. The incitement to be motherly, reconciled and extraordinarily normal follows from our baptismal relationship with a merciful God. Key words: mercy, Bible, baptismal consecration, reconciliation. ****** No hace mucho que el periodista Andrea Tornielli publicó una larga conversación con el Papa Francisco llamada τEl nombre de Dios es Misericordia”. Además de lo sugerente y atractivo que pueda resultar el título del libro, este esconde una profunda verdad bíblica, pues cuando el Antiguo Testamento (AT) quiere expresar Quién es Dios, recurre a una definición que la misma Escritura pone en boca del Señor. Hay un momento en el libro del Éxodo en el que Moisés le pide a YHWH que le permita verle. Este deseo se le concede con la restricción de que solo podrá contemplar su espalda. El texto dice así: τYHWH pasó por delante de él y exclamó: ιYHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunesκ” (Ex 34,6-7a). Es verdad, el nombre de Dios es misericordia1. Esta τautodefinición” concentra en sí diversos términos que resultan fundamentales a la hora de comprender el significado de la misericordia en la Biblia, los matices que encierra y las secuelas que nos produce estar unidos de forma especial con Aquél que se nos presenta de tal modo. 1 Sobre esta revelación de Dios como misericordia, cf. E. SANZ GÍMENEZ-RICO, Cercanía del Dios distante. Imagen de Dios en el libro del Éxodo, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2002, 390-399. Este pasaje nos servirá de guía que acompañe nuestro recorrido durante las líneas que tenemos por delante, en las cuáles desgranaremos tres consecuencias prácticas que se derivan de nuestra vinculación con un Dios que se explica a sí mismo en términos de misericordia: somos llamados a ser maternales, reconciliados y extraordinariamente normales. Esta invitación divina que se nos convierte en tarea, brota de modo natural a partir de la especial relación que nos une al Señor. Por eso, antes de avanzar por esos tres rasgos que nos deberían caracterizar, comenzaremos por ahondar en la condición de consagrados que ostentamos desde nuestro bautismo. 1. Consagrados por la Misericordia Lo que nos cambia la existencia no son las hipótesis ni las teorías, sino los lazos afectivos. Las personas que entran en nuestra existencia van cincelando nuestro modo de ser y de vivir. Este dato de la experiencia se aplica también a la vida creyente que es sobre todo relación. Con esta afirmación no estoy abogando por la τfe del carbonero”, sino reconociendo que, si el Dios cristiano fuera una τidea sublime” y no un Tú que se empeña en entrar en comunión con nosotros, su autodefinición como misericordia tendría pocas repercusiones para nuestra vida cotidiana. Este nexo divino que nos configura poco a poco por dentro es lo que llamamos consagración y se inicia con el bautismo. Este sacramento es el punto de arranque de una relación que nos va convirtiendo en Aquello que Él sueña para nosotros. Despierta un proceso de transformación que nos va conformando con Jesús y haciéndonos hijos e hijas en el único Hijo. Es cierto que, entre la terminología empleada para referirnos a una vocación concreta en la Iglesia se ha ido imponiendo con fuerza la denominación Vida Consagrada2. Este hecho no deja de implicar un problema teológico difícil de abordar, pues ha habido una apropiación paulatina de un vocabulario que nos corresponde a todo bautizado3. No es la intención de este artículo abordar el nudo gordiano de cómo comprender la novedad y peculiaridad de la consagración religiosa frente a la bautismal, pero ya que es en este concepto donde se arraiga la profunda vinculación del cristiano con el Dios que se define como misericordia, sí nos interesa retomar algunos aspectos de su fundamento bíblico4. El origen etimológico del término consagrar ya nos revela que estamos hablando de entrar en el ámbito de lo sagrado y en relación con lo santo. La raíz hebrea que recoge esta idea en el AT es vdq. Según la conjugación en la que se encuentre el verbo puede significar ser santo, consagrado, santificarse, mostrar santidad, consagrar o purificar5. De aquí deriva también el adjetivo santo (vwOdq'), que es uno de los calificativos que le son más propios a YHWH. Y es que, si el modo hebreo de indicar los superlativos es duplicando el uso del adjetivo, el triple 2 Resulta iluminador el recorrido histórico que hace Gabino Uríbarri desde la intuición primera de que el rasgo principal de la Vida Religiosa era el hecho de ser consagrada hasta la definitiva imposición de esta percepción. Cf. G. URÍBARRI BILBAO, τLa peculiar consagración religiosa”, en G. URÍBARRI BILBAO ς N. MARTÍNEZ-GAYOL, Raíz y viento. La vida consagrada en su peculiaridad, Sal Terrae, Madrid 2015, 45-129. 3 τLos bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo” (Lumen Gentium 10). 4 Sobre esta cuestión, cf. F. CONTRERAS, τConsagración. Fundamentación bíblica”, en A. APARICIO RODRÍGUEZ  J. CANALS CASAS (dir.), Diccionario Teológico de la Vida Consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid 1989, 354-368. Una visión mucho más panorámica también en, G. URÍBARRI BILBAO, o.c., 27-44. 5 Sobre el término, L. ALONSO SCHÖKEL, Diccionario bíblico hebreo-español, Trotta, Madrid 2008, 650651. 2 τsanto” con el que los serafines denominan a Dios en la visión de Isaías delata que nos encontramos ante el Santísimo, frente al Santo por antonomasia. El texto dice así: τUno a otro se gritaban: ιSanto, santo, santo, YHWH Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria». Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y el templo se llenó de humo. Yo me dije: «¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros y vivo entre gente de labios impuros; y he visto con mis propios ojos al rey YHWH Sebaot»” (Is 6,3-5). Lo solemne de estos versículos nos permite entrever, por una parte, que Dios es el τtres veces Santo”, el Santísimo cuya Presencia desborda el espacio y hace que toda realidad se estremezca. Por otra parte, el texto muestra la sensación de absoluta distancia que experimenta el ser humano cuando se asoma y llega a atisbar algo de esa santidad. Este abismo que se abre entre el Señor y la fragilidad humana se salva por el empeño divino de acercarse y entrar en relación. Eso explica que el único capaz de realizar la acción de consagrar para introducirnos en la esfera de lo sagrado sea Dios y que nosotros seamos solo sujetos pasivos que consentimos a esta iniciativa. Puede que esto de τser pasivos” en un mundo enfermo de activismo no nos suene muy bien, pero a pesar de la paradoja nada hay más activo que ser τpasivos”. Consentir y no estorbar a la acción divina implica poner en juego todo lo que somos, exige la máxima responsabilidad y disposición activa por nuestra parte para dejarse moldear al gusto del alfarero de nuestra existencia. La Gracia requiere, como siempre, el consentimiento comprometido de la libertad humana. Pero el τtotalmente Otro”, el Santo entre lo santo se manifiesta de modo paradójico en su actuar salvífico. YHWH muestra al pueblo Quién es precisamente reduciendo la inmensa distancia que le separa del ser humano para rescatar nuestra vulnerabilidad y cuidar de ella. La experiencia de ser salvados es la que nos capacita para reconocer su santidad, tal y como expresa Ana: τMi corazón se regocija en YHWH, mi fuerza se apoya en mi Dios; mi boca se burla de mis enemigos, porque he gozado de tu Socorro. No hay Santo (vwOdq') como YHWH (porque nadie hay fuera de ti), ni roca como nuestro Dios” (1Sam 2,1-2). Esa mujer estéril que derramaba en el Santuario la tristeza de su corazón por no poder engendrar un hijo (cf. 1Sam 1,10) ha saboreado lo que el Señor es capaz de hacer en ella. Ha descubierto la santidad de Dios al ser auxiliada por Él del estigma social y personal de no poder concebir. Esta profunda vinculación entre la identidad de YHWH como Santo y su acción salvadora en favor del pueblo es la que se enuncia también por boca de Isaías: τSi cruzas las aguas, yo estoy contigo, si pasas por los ríos, no te hundirás. Si andas sobre brasas, no te quemarás, la llama no te abrasará. Porque yo soy YHWH tu Dios, el Santo de Israel (laer"v.yI vwOdq.), tu salvador” (Is 43,2-3a). La liberación y el cuidado protector que el pueblo experimenta es consecuencia directa de la santidad de Dios y se convierte en una costumbre divina que no queda restringida a acciones puntuales y disipa cualquier sombra de temor en quienes ponen su confianza en Él. Esta insistencia en la estrecha relación entre santidad divina y acción salvífica no nos permite comprender nuestra consagración bautismal ni religiosa en clave formal y externa. Ser introducidos por Dios en la esfera de lo sagrado implica al menos dos consecuencias que se derivan de estos pasajes del AT que hemos traído a colación. En 3 primer lugar, conocer Quién es el Santo que nos hace participar de su santidad implica de forma necesaria haber experimentado su socorro y sabernos rescatados por Él como canta Ana. Esta vivencia, en segundo lugar, no se reduce a un acontecimiento puntual sino que se convierte en posibilidad de confianza, en la certeza de sabernos en las Buenas Manos de Quien revela su santidad a través de su cuidado providente. Una atención que no nos falta aunque no siempre entendamos ni veamos con claridad y que debería disipar cualquier atisbo de miedo que se abatiera sobre nosotros. Pero la absoluta santidad que caracteriza a Dios y la misericordia con la que se definía en Ex 34 no son sino las dos caras de una misma moneda. Veamos cómo ese actuar salvífico en el que se manifiesta el Santo adquiere unos rasgos particulares en este texto del profeta Oseas: τCuando Israel era niño, lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí [λ]. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor; yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer [λ]. Mi pueblo está acostumbrado a apostatar de mí; cuando invocan a lo alto, nadie los levanta. ¿Cómo voy a entregarte, Efraín, cómo voy a soltarte, Israel? ¿Voy a entregarte como a Admá y a tratarte como a Seboín? Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no hombre, el Santo (vwOdq') en medio de ti y no vendré con ira” (Os 11,7-9). Oseas desarrolló su misión profética en el Reino del Norte en el s. VIII a.C. Seguro que estamos familiarizados con su personal drama matrimonial que le llevó a comprender en esas mismas claves los sentimientos que el Señor albergaba hacia un Israel que, como su esposa, le estaba siendo infiel. De hecho, el suyo será el primero de los libros bíblicos que recurra de forma explícita a la imagen nupcial para expresar la relación entre YHWH y su pueblo. Pero lo más llamativo es que en este texto abandona esta metáfora para recurrir a la paterno-filial. Ya no se refiere al pueblo de Dios como mujer sino como hijo nacido al ser rescatado de la esclavitud. La liberación primordial y paradigmática de Israel, la huída de Egipto, es también su nacimiento como pueblo y tiene como única causa el amor divino. Oseas va describiendo el cuidado paternal de YHWH y, en contraste, la reacción inesperada de Israel que se aleja al ser llamado y apostata de Aquél de quien recibe las atenciones de una madre con su hijo. El comportamiento que refleja el pueblo corresponde al de un hijo rebelde que, según el Deuteronomio, merece ser apedreado públicamente (Dt 21,18-21). Aunque la legislación reflejada en la Escritura justificaría la severidad del castigo que Israel merece, a Dios se le estremecen las entrañas ante tal condena. La totalidad de YHWH, expresada en el corazón como centro personal, se convulsiona ante la posibilidad de que su pueblo acabe igual que las ciudades de Sodoma y Gomorra que menciona el texto (cf. Dt 29,22). Que Dios quebrante la norma dictada por la Tôráh para un hijo díscolo no deja de ser escandaloso y llamativo, pero el rotundo argumento para semejante acción contra el primogénito desobediente es alegar que no es τhombre” sino τSanto”. La santidad divina a la que somos invitados a participar tiene una lógica distinta a la nuestra porque es la lógica de la misericordia. El Santo lo es en su misericordia y quienes somos consagrados hemos de participar de la misma santidad misericordiosa. El libro del Levítico jalona los diversos mandamientos y leyes con una frase insistente que se repite de forma machacona: τsed santos porque yo soy Santo” (cf. Lv 11,44.45; 19,2; 20,26; 21,8). Este enunciado que se convierte en una antífona letánica es 4 la justificación profunda de cualquier mandamiento y norma: el pueblo de Dios debe participar de su santidad. Esta redundante locución adquiere nuevos contornos en el Nuevo Testamento (NT) aunque manteniendo la misma esencia que identifica santidad con misericordia. Tanto Mateo como Lucas presentan una traducción personal al imperativo del Levítico que sitúan en sus evangelios tras la estricta invitación a amar a los enemigos para asemejarnos al Padre. El primer evangelio lo expresará así: τsed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). La τperfección” divina para Mateo se evidencia precisamente en que Él τhacer salir su sol sobre malos y buenos” (Mt 5,45a). La versión que nos presenta Lucas se sitúa en idéntico contexto y recoge la misma idea sobre la señal que determina la identidad de Dios, pero se expresará de modo diverso: τsed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36). El adjetivo que emplea este evangelista es uno con los que Dios se califica a sí mismo en la versión griega del pasaje del Éxodo ( ἰ ί ω )6. Así podemos deducir que el sinónimo de la perfección mateana es la misericordia como atributo divino y que el criterio para reconocernos hijos es parecernos en esta característica del Padre7. No resulta difícil extraer las implicaciones de este imperativo. Del mismo modo que Israel tenía muy claras las consecuencias éticas de haber sido incorporado por YHWH al ámbito de la santidad que le es propio y que quedaban sintetizadas en el mandato de ser santos, también nosotros, consagrados por el bautismo, hemos de asumir que la exigencia de ser misericordiosos no es una exhortación devocional sino una exigencia ineludible. Y esta no se logra a golpe de voluntad y decisión, sino con esa τpasiva actividad” de dejarnos contagiar por Aquél que es misericordia. La inexcusable incitación a participar de este atributo que identifica al Dios en Quien estamos arraigados se puede desgranar en muy diversos rasgos que dibujan y completan el poliédrico rostro de la misericordia. Nosotros elegimos tres de ellos que, a su vez, están en tan profunda interrelación entre sí que no siempre resulta fácil separarlos: somos llamados a ser maternales, reconciliados y extraordinariamente normales. A cada una de estas invitaciones dedicaremos las próximas líneas. 2. Maternales No es difícil sentir debilidad por el cine. Resulta maravillosa la capacidad que tienen los actores de expresar miles de vivencias y sentimientos y la posibilidad que el séptimo arte nos brinda de introducirnos en cientos de personajes y situaciones dispares como si se tratara de una adaptación moderna a la τaplicación de sentidos” ignaciana. Hace ya varios años que se estrenó una película irlandesa que en España llevó el título de τEn el nombre del hijo”. En pleno conflicto en Irlanda del Norte, el largometraje tenía por protagonistas a dos madres cuyo único nexo de unión era que los hijos de ambas estaban en la cárcel acusados de pertenecer al IRA. Mientras una de ellas comulgaba con la 6 Sobre el vocabulario hebreo y griego que se emplea en la Biblia para hablar de la misericordia, cf. R. RODRIGUES DA SILVA, τMisericordia”, en R. PENNA ς G. PEREGO ς G. RAVASI (ed.), Temi Teologici della Bibbia, San Paolo, Torino 2010, 857-859. 7 τJesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos”. Misericordiae Vultus 9 (en línea) https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html (consulta 18 marzo 2016). 5 ideología política que le había llevado a su hijo a actuar de ese modo, la otra era contraria a cualquier forma de violencia. Pero esta última no podía olvidar que ese asesino condenado era el hijo a quien amaba. Quizá pocos personajes han ilustrado de modo tan gráfico lo que implica la maternidad divina y esa vivencia que el profeta Jeremías expresa del siguiente modo: τ¿No es mi hijo querido Efraín?; ¿no es mi niño mimado? ¡Después de tanto reprenderle sigo recordándolo todavía! En efecto, mis entrañas se conmueven, no ha de faltarle mi ternura -oráculo de YHWH-” (Jr 31,20). Del mismo modo que la protagonista de la película no podía dejar de reconocer al hijo nacido de su vientre y amado por encima de los errores cometidos donde otros solo veían a un asesino, tampoco los desvaríos del pueblo elegido pueden acallar unas entrañas divinas que se conmueven y se dejan llevar por la ternura. Y es que la relación que el Señor establece con nosotros encuentra su mejor analogía en el modo en que experimentamos el amor materno. Esto no es ninguna novedad de la Escritura, pues la primera imagen con la que el ser humano expresó su vivencia religiosa fue la de una madre. Desde el paleolítico el misterio de la vida y de la muerte se perfila con rasgos maternos en las más variadas latitudes y tradiciones religiosas8. Israel bebe de esta misma fuente y no tiene ningún reparo en describir con atributos femeninos a un Dios que desborda uno u otro género9. Estos rasgos maternales con los que se dibuja la experiencia creyente de Israel adquieren relevancia para nosotros porque la misericordia se expresa en la Escritura en femenino. El primer adjetivo hebreo con el que YHWH se definía en Ex 34,6 y que traducimos como misericordioso (~Wxr:) se emplea de forma única para describir a Dios. El término procede de la misma raíz que el vocablo ~x,r< que significa útero, vientre materno, seno o entrañas10. Amar, compadecerse, sentir compasiónλ es una acción que tiene que ver con las entrañas maternas11. Compartiendo la concepción hebrea de que las entrañas son la sede de la compasión y la ternura, el verbo griego que en el NT solemos traducir como compadecerse o sentir compasión ( αγχ ί α ) procede también del término entrañas ( άγχ )12. Tal y como confiesa la carta a la comunidad de Colosas, Jesús es la imagen visible del Dios materno (cf. Col 1,15). La bula de este Jubileo se inicia precisamente afirmando que τJesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”13. Esto nos permite comprender que el verbo griego αγχ ί α aparezca en el NT solo en los evangelios sinópticos y que esta acción de conmoverse las entrañas tenga la mayoría de las veces al mismo Jesucristo como Esta cuestión se desarrolla ampliamente en, A. BARING ς J. CASHFORD, El mito de la diosa. Evolución de una imagen, Ediciones Siruela, Madrid 2005. 9 El mundo de la bíblia comparte mundo cultural e imaginario con el que se muestra en los textos orientales. Sobre este tema resulta de especial interés el artículo de Marta García. Cf. M. GARCÍA FERNÁNDEZ, τEl rostro materno de Dios en los textos bíblicos y orientales”, Estudios Eclesiásticos 89 (2014) 115-140. 10 Cf. L. ALONSO SCHÖKEL, o.c., 699. 11 Sobre el origen etimológico del verbo hebreo que expresa esta acción ( ~xr), E. FARFÁN NAVARRO, τ~xr. Un estudio previo”, Estudios Bíblicos 57 (1999) 227-238. 8 12 Cf. A.A. GARCÍA SANTOS, Diccionario del griego bíblico. Setenta y Nuevo Testamento, Verbo Divino, Estella 2011, 783. 13 Misericordiae Vultus 1 (en línea) https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html (consulta 18 marzo 2016). 6 sujeto14. De hecho, solo en tres ocasiones no se refiere al Galileo sino que se emplea en una parábola (Mt 18,27; Lc 10,33; Lc 15,20). Una de las parábolas en las que Lucas recurre a este verbo característico de Jesús es precisamente en la conocida como el buen samaritano. La hemos escuchado muchas veces y seguro que, en este Jubileo de la Misericordia, casi nos la sabemos de memoria. Recordamos, de todos modos, el contexto en el que se sitúa. El tercer evangelista fusiona lo que en los otros sinópticos configura dos pasajes distintos: el joven rico (Mt 19,16-22; Mc 10,17-22) y la pregunta por el mandamiento mayor (Mt 22,34-40; Mc 12,28-31). Sin que a Lucas le preocupe que dos personajes distintos le hagan a Jesús la misma pregunta en dos textos diversos (Lc 10,25; 18,18), el Galileo es cuestionado por lo que es preciso hacer para heredar la vida eterna. La respuesta vincula dos versículos veterotestamentarios distintos. Por un lado, la exigencia de amar a Dios sobre todo, presente en Dt 6,5, y por otro lado, el mandamiento de amar al prójimo que se encuentra en Lv 19,18. Esta última cita es la que despierta el interrogante que va a convertirse en el punto de arranque de la parábola: ¿quién es mi prójimo? La pregunta del jurista no es baladí, pues el Levítico entiende que el próximo a quien se debe fidelidad es al miembro del mismo grupo tribal y familiar. Esta cuestión se convierte en la excusa de Jesús para abrir el horizonte de su interlocutor. El texto dice así: τJesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión (ἐ αγχ ί ). Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia (ἔ ) con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismoκ”. (Lc 10,30-37). Estamos muy acostumbrados a las parábolas evangélicas pero quizá no siempre captamos la malicia que caracteriza a este género literario. La pretensión es siempre implicar vitalmente y provocar que el auditorio se inculpe a sí mismo casi sin darse cuenta. Las parábolas bien comprendidas nos ponen entre la espada y la pared, y nos exigen una toma de postura que, con frecuencia, nos delata a nosotros mismos. Pues bien, tampoco la que ahora nos ocupa se libra de esa capacidad de τescocer”. El marco geográfico donde Jesús sitúa la narración no resulta aséptico. El sitio donde ese hombre es maltratado no es otro que el camino que va τde Jerusalén a Jericó”, lugar de paso para quienes se dirigen al único Templo del judaísmo en aquél momento. Y tampoco es indistinto quiénes se cruzan con la víctima antes que el samaritano, pues se trata de un sacerdote y un levita, personas vinculadas al culto y al judaísmo oficial. Según la ley religiosa, entrar en contacto con sangre o con un muerto implica inevitablemente caer 14 Además de en los sinópticos, este verbo griego aparece también en 2Mac 6,8. Para un estudio detallado de su uso en el NT, cf. E. ESTÉVEZ, τSignificado de αγχ ί α en el NT”, Estudios Bíblicos 48 (1990) 511-541. 7 en impureza ritual y, por tanto, incapacitarles para entrar en el lugar donde habita el Santo y para ofrecer sacrificios15. Lo que marca la diferencia del samaritano con los otros transeúntes es que se compadece y esto le mueve a actuar con misericordia. La detallada descripción de cómo atiende al malherido pone el acento en los gestos concretos en los que se encarna la reacción que provocan las entrañas conmovidas. Dejar que el sufriente despierte nuestras vísceras maternas nos impulsa a situar a la persona siempre por encima de todo, incluso de la legislación judía. Que el Maestro ponga como modelo de comportamiento a alguien considerado hereje por los judíos y que, además, se salta las normas religiosas tuvo que resultarle por lo menos incómodo al experto en la Ley al que Jesús se dirige. Pero el samaritano no solo es la representación gráfica de la constante llamada de Dios por los profetas a preferir misericordia a sacrificios (cf. Os 6,6), sino que además la utilización del verbo compadecerse ( αγχ ί α ) que el NT casi reserva a Jesucristo nos permite descubrir la intuición profunda que se esconde tras el logo de este jubileo. En él la cara de ambos personajes es la misma. El Buen Pastor y el perdido que carga comparten rostro en el diseño de Rupnik, porque el Señor es a la vez nuestro buen samaritano y aquél a quien auxiliamos cuando dejamos que nuestras entrañas se estremezcan ante el dolor ajeno (cf. Mt 25,31-46). El imperativo de amar al prójimo adquiere tras la parábola un nuevo contorno, pues este se identifica ahora con quien ha practicado la misericordia. El samaritano no solo se nos convierte en modelo existencial (τhaz tú lo mismo”), sino también en objeto de nuestro amor. Y es que la psicología más básica nos recuerda que solo quien se ha sentido querido incondicionalmente puede repetirlo con los demás. Podremos asemejarnos al Dios que tiene rostro materno si somos capaces de reconocer que también nosotros hemos estado en la cuneta de la vida, que hemos mascado el polvo del sufrimiento y del dolor y que eso no se ha convertido en una excusa para endurecer nuestro corazón sino, al revés, para sabernos deudores de muchos samaritanos y permitir que nuestras entrañas se hagan más sensibles a la necesidad ajena. Considerarnos ilesos a las heridas de la vida y no reconocer las magulladuras que provoca implicarnos en la existencia nos puede hacer inmunes al sufrimiento de los demás. Volviendo a los evangelios, si nos preguntamos ante qué realidades experimenta Jesús una misericordia entrañable la respuesta llega a parecer obvia, pues tenemos bien sabido que aquellas personas más desfavorecidas son las que le conmueven las entrañas. Quizá no resulte tan evidente nuestra contestación si el interrogante nos lo lanzamos a nosotros mismos: ¿ante qué realidades nos compadecemos? A la misericordia siempre le sigue, de modo inevitable, una acción en favor de aquellas personas que tocan nuestro corazón. La τprueba del nueve” de que nuestra compasión tiene visos de asemejarse a la del Señor es comprobar si se traduce en gestos y nos convierte en motor de cambio para la vida de esas personas. Cada vez que nuestras decisiones personales o comunitarias surgen más del temor a desaparecer, del deseo de ser más eficaces o de cualquier otra inquietud diferente a las entrañas estremecidas, deberíamos recordar que no estamos siendo reflejo del Dios que nos 15 Para una mirada rápida al complejo sistema de pureza e impureza del judaísmo en tiempos de Jesús, cf. B.J. MALINA ς R.L. ROHRBAUGH, Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo I. Comentario desde las ciencias sociales, Verbo Divino, Estella 1996, 383-386. En las p. 261-263 ofrecen un pequeño comentario de la parábola que nos ocupa en esta misma clave. 8 consagra. Nada nos dispensa de la inexcusable llamada a ser tan maternos como el mismo Señor. La capacidad de compadecernos ante quien sufre solo se desarrolla en la medida en que compartimos con Quien es misericordia su modo de mirar y sentir la realidad. La agraciada frase del Papa Juan Pablo I, τsi Dios es Padre, mucho más es Madre”, está en perfecta coherencia con el modo en que la tradición bíblica expresa su vivencia divina. Él ha engendrado a Israel, es figura de autoridad y exige responsabilidad al pueblo sin que esto reste un ápice al tierno cuidado que le prodiga16. Pero la suya es una maternidad τcompartida”. Así lo expresa el libro de los Números: τLe dijo a YHWH: ι¿Por qué tratas mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado gracia a tus ojos, para que hayas echado sobre mí la carga de todo este pueblo? ¿Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo y lo ha dado a luz, para que me digas: ‘Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza al niño de pecho, hasta la tierra que prometí con juramento a sus padres?’ ¿De dónde voy a sacar carne para dársela a todo este pueblo que me llora diciendo: Danos carne para comer?»” (Nm 11,11-13). Las preguntas retóricas con las que Moisés siembra su queja ponen en evidencia que es YHWH el que ha concebido y dado a luz al pueblo del que ahora él es responsable. A pesar de nuestras limitaciones y fragilidades, a nosotros nos sucede lo mismo que a este personaje, pues también hemos recibido del Señor la invitación a colaborar con Él en el cuidado y atención de quienes se cruzan en nuestra vida. Conscientes de que Dios es el único Padre y Madre de la comunidad creyente y de la humanidad que le busca aún sin saberlo, nuestra misión adquiere rasgos maternos que no solo se limitan a cuidar y proteger, sino que posibilitan la autonomía y la responsabilidad. Pero esta tarea requiere de la constante petición de τentrañas de misericordia ante toda miseria humana” (plegaria eucarística V). Pero hablar de entrañas maternas en un contexto social que considera cualquier forma de autoridad como una amenaza puede llevar al error de interpretar que la misericordia bíblica solo protege y cuida sin generar responsabilidad o sin corregir, pero nada más lejos de la realidad. 3. Reconciliados La bula con la que el Papa Francisco convocaba al Jubileo extraordinario de la Misericordia plantea la relación entre esta y la justicia17. De ambas se afirma lo siguiente: τNo será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia y misericordia. No son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor” (Misericordiae Vultus 20). 16 Sobre este tema Mercedes Navarro entresaca los rasgos de la maternidad-paternidad divina a lo largo de la experiencia primordial de Israel en el Éxodo. M. NAVARRO PUERTO, τEl Dios de Israel: un Padre materno”, Ephemerides Mariologicae 41 (1991) 37-83. 17 Trata de la relación de estas dos actitudes en Misericordiae Vultus 20-21 (en línea) https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html (consulta 18 marzo 2016). 9 Y es que, según el concepto de justicia que manejemos parecería que nos encontramos ante dos realidades contradictorias. La definición con la que YHWH se presenta a sí mismo en el libro del Éxodo y que nos sirve de marco para esta ponencia, culmina haciendo una afirmación que en nuestra mentalidad podría resultar contradictoria: τQue mantiene su amor (ds,x), por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes” (Ex 34,7a). La afirmación de que Dios no deja impunes los delitos del pueblo a pesar de que los perdone y mantenga el amor es el modo bíblico de expresar que su misericordia no es una gracia barata ni un τseguro a todo riesgo” que nos despoja despreocupadamente de las consecuencias de cuanto hacemos. Esto tiene mucho que ver con cómo la Escritura comprende tanto la justicia como el término que hemos traducido por amor (ds,x), . Vamos por partes. En los apenas dos versículos que ocupa esta sustanciosa descripción divina se recurre en dos ocasiones al término hebreo ds,x, que en esta ocasión hemos traducido como amor. Primero se afirma que YHWH es rico en amor y fidelidad para, después, reconocer que ese amor lo mantiene a lo largo de las generaciones. Este vocablo hebreo es un concepto complejo que abarca un amplio abanico de significados18. Con él se puede indicar misericordia, bondad, amor, cariñoλ pero también solidaridad, lealtad, ayuda, compromiso o promesa. Esta variedad de matices revela dos cosas. Por una parte que se trata de una palabra que presupone las relaciones interpersonales y, por otra parte, que se mueve a caballo entre el campo semántico de la misericordia y la gratuidad y aquél que hace referencia a la fidelidad y la responsabilidad con lo acordado. Este modo de comprender el amor como una combinación de gratuidad y compromiso tiene mucho que ver con la idea bíblica de justicia19. La justicia en la Biblia es un concepto relacional que no se identifica con la imparcialidad o la equidad sino con mantener relaciones τajustadas”. Se trata, por tanto, de un movimiento hacia un tú concreto que busca y promueve aspectos de igualdad en la relación pero sin difuminar por ello la particularidad y la diferencia que caracteriza a cada miembro de esta. En este sentido, la justicia y el amor no se contraponen pues ambas pretenden, ante todo, promover a la otra persona20. La misericordia divina se manifiesta precisamente en que Él es el justo por excelencia. El modo en que se vincula con la humanidad está siempre ajustado a Quién es Él y quiénes somos nosotros. Sobra decir que por nuestra parte no siempre estamos τa la altura” de este modo de comprender la justicia. La historia de salvación es una constante reincidencia de cómo el ser humano no es capaz de mantener relaciones justas ni con Dios ni con los demás. Cuando los vínculos interpersonales se dañan porque alguien trasgrede las fronteras de la justicia, se abre una brecha que requiere cicatrizarse. Israel contaba con dos procesos 18 Para asomarse a la variedad de traducciones posibles de este vocablo, cf. L. ALONSO SCHÖKEL, o.c., 267-269. 19 Sobre el modo de comprender la justicia en la Escritura y la denuncia profética de sus transgresiones, cf. M. GARCÍA FERNÁNDEZ, τJusticia”, en J.L. BARRIOCANAL (ed.), Diccionario del profetismo bíblico, Monte Carmelo, Burgos 2008, 398-409. 20 Especialmente iluminador es el capítulo de Pietro Bovati sobre la justicia bíblica y su articulación con el perdón. P. BOVATI, τ«Quando le fondamenta sono demolite, che cosa fa il giusto?» (Sal 11,3). La giustizia in situazione di ingiustizia”, en R. FABRIS (ed.), La giustizia in conflitto. XXXVI Settimana Biblica Nazionale (Roma, 11-15 Settembre 2000), EDB, Bologna 2002, 9-38. 10 jurídicos fundamentales a través de los cuáles se pretendía restablecer la relación dañada: el juicio a tres (jP'v.mi) y el careo (byrI)21. El primero de ellos nos resulta muy familiar (jP'v.mi), pues es el modo habitual en que nuestras sociedades dan respuesta al problema de la injusticia. El acusador, el acusado y un juez imparcial se encuentran con la intención de que este último emita un veredicto proporcional y adecuado al delito. Este proceso en la Biblia culmina siempre con una condena, bien del acusado si se demuestra su culpabilidad, o bien del acusador si el imputado es inocente. τLos jueces indagarán a fondo, y si resulta que el testigo es un testigo falso, que ha acusado falsamente a su hermano, haréis con él lo que él pretendía hacer con su hermano. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti” (Dt 19,18-19). El segundo de los procesos judiciales es el que ahora mismo más nos interesa (byrI), pues refleja con lucidez cómo la misericordia no está reñida con la justicia y de qué modo se empeña Dios en actuar con nosotros en su búsqueda por restablecer los vínculos lastimados por la injusticia. Se trata de una controversia que se realiza entre dos personas, la agredida y la agresora, con el claro objetivo de restablecer la relación que se ha roto entre ambas. No se pretende fundamentalmente ni el castigo del culpable ni el desquite de la víctima, sino la reconciliación entre las dos partes. Para lograr este objetivo el acusador, que siempre es quien toma la iniciativa, emplea todos los recursos a su disposición con tal de que el acusado reconozca la injusticia cometida. Solo entonces se podrá culminar con el perdón para el que está predispuesta desde el principio la parte inocente. El carácter dialogal de este proceso parte, por un lado, de reconocer en el otro un interlocutor válido cuya palabra ha de ser escuchada y, por otro lado, de respetar su libertad hasta las últimas consecuencias, aunque esta bloquee la reconciliación. Con frecuencia se nos hacen difíciles de digerir los pasajes bíblicos en los que el Señor castiga a su pueblo. Estos problemas de digestión con frecuencia tienen que ver con que ante este actuar divino no compartimos la perspectiva de la Escritura. Por mucho que ciertas expresiones hieran nuestra sensibilidad moderna, la finalidad que persigue YHWH en esos relatos es hacer caer en la cuenta a Israel del error cometido y de la necesidad de volver el corazón hacia Él. Para ello no hay ningún reparo en recurrir a la amenaza (Os 2,8-15), en hacer balance de las bondades con las que Dios les ha beneficiado (Miq 6,3-5), en denunciar los delitos (Jr 2,10-13), en narrar parábolas que delatan la injusticia (Is 5,1-7)λ todo vale con tal de que se restablezca el vínculo entre Él y la humanidad. Esa combinación de misericordia y responsabilidad con la palabra dada que expresa el término hebreo ds,x, queda patente en la obstinación paciente del Señor por tender una mano abierta a un pueblo que reincide en darle la espalda y que llega a su máxima 21 La monografía de Pietro Bovati sobre ambos recursos judiciales es una obra de referencia. P. BOVATI, Ristabilire la giustizia. Procedure, vocabulario, orientamenti (AnBib 110), Pontificio Istituto Biblico, Roma 1997. Para una visión más panorámica de estos procesos, cf. L. ALONSO SCHÖKEL, Treinta Salmos: poesía y oración, Ediciones Cristiandad, Madrid 1981, 198-213; M. DE ROCHE, τYahweh’s Rîb Against Israel: A Reassessment of the So-called τProphetic Lawsuit” in the Preexilic Prophets”: Journal of Biblical Literature 102 (1983) 563-574; B. COSTACURTA, Lo scettro e la spada. Davide diventa re (2Sam 2–12), EDB, Bologna 2006, 195223; E. SANZ GIMÉNEZ-RICO, Ya en el principio. Fundamentos veterotestamentarios de la moral cristiana, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2008, 174-198; M. GARCÍA FERNÁNDEZ, τConsolad, consolad a mi pueblo”. El tema de la consolación en Deuteroisaías (AnBib 181), Pontificio Istituto Biblico, Roma 2010, 302-304. 11 expresión en el envío del Hijo para τbuscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). Sí, la de Dios es una misericordia justa, pero que no siempre coincide con nuestros criterios de justicia y levanta ampollas en nuestra ilusoria pretensión de ganarnos su amor. Nosotros, que nos tomamos en serio nuestra fe y deseamos seguir a Jesús, tampoco estamos libres de la tentación de considerarnos merecedores del cariño divino y con frecuencia nos rebelamos inconfesablemente ante su modo de actuar. Como a los τcumplidores” de la época del Maestro, algo nos rechina por dentro cuando evidenciamos que la pretensión divina no es dar su merecido al culpable sino ofrecerle un horizonte de vida y restituirle su condición de hijo en el Hijo. Esta tentación de quienes, como el hermano mayor de la parábola, comparten todo con el Padre menos su misericordia, está ya censurada en el AT. Las palabras de Ezequiel evidencian el escándalo del actuar del Señor: τ¿Acaso me complazo yo en la muerte el malvado ςoráculo del Señor YHWHς y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? [λ] Y vosotros decís: «No es justo el proceder del Señor». Escuchad, casa de Israel: ¿Qué no es justo mi proceder? ¿No es más bien vuestro proceder el que no es justo?” (Ez 18,23.25). Hacer experiencia personal de la misericordia de Dios es saborear que su justicia rompe nuestras lógicas y que el reconocimiento del error no pretende hacernos pagar por el delito cometido sino reparar los lazos rotos que nos unen a Él. La impunidad nos devuelve una mirada distorsionada a la realidad, pues esta solo se puede percibir bien cuando asumimos nuestra responsabilidad y avanzamos así hacia el restablecimiento de la relación. Esto que Dios hace con nosotros es la condición de posibilidad para que podamos reconciliarnos con los demás. Y es que el perdón no es tanto una cuestión de empeño o decisión personal como la prueba de que hemos estrechado esa mano abierta que el Señor nos ofrece de modo permanente. El evangelio de Mateo recoge una parábola que muestra esta realidad de modo muy gráfico. Después de que Pedro le pregunte a Jesús por el número de veces que hay que perdonar, tras responder que es necesario hacerlo siempre (τsetenta veces siete”), dice así: τPor eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía diez talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: «Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré». Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó ir y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: «Paga lo que debes». Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: « Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré». Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía” (Mt 18,23-30). Ya recordamos cómo termina la historia. El rey que se había conmovido ante sus súplicas, se indigna contra él al conocer su comportamiento, pues había actuado sin compasión con su compañero. Un denario era la el sueldo por una jornada de trabajo, mientras que un talento equivalía a seis mil denarios. El enfado del rey está más que justificado cuando a quien se le habían perdonado sesenta millones de denarios no es capaz de olvidar los cien que le deben a él. 12 El perdón, como refleja la narración, no es una cuestión de decisión, de algo τque hay que hacer” sino una cuestión de justicia y de reacción proporcional ante lo que el Padre hace con cada uno de nosotros. Perdonar no es otra cosa que repartir la misericordia que recibimos a diario. Si no olvidamos las ofensas de los otros es porque aún no somos conscientes del perdón que recibimos cada día y resultamos tan ridículos como el funcionario de la parábola. Tomar conciencia de la inmensa desproporción entre las miserias que Dios pasa por su corazón y las nimiedades que consituyen las ofensas de los demás, tendría que convertirnos en expertos en reconciliación, verdaderos artesanos de la reconstrucción de relaciones, versados en el perdón y constructores avezados de puentes que salven cualquier abismo entre personas... Estamos urgidos a compartir, en definitiva, el empeño divino por emprender cualquier camino que conduzca a restablecer la fraternidad dañada. Y esto al estilo del Hijo encarnado. 4. Extraordinariamente normales Si volvemos una vez más la mirada hacia la autodefinición que YHWH da de sí mismo en el libro del Éxodo recordamos que se presenta como rico en amor (ds,x), y en fidelidad (tm,a,). Este último sustantivo procede de la misma raíz hebrea que nuestro τamén” y remite a la firmeza y seguridad, a aquello que es consistente y sobre lo que te puedes apoyar. Ese suelo firme que es el amor de Dios adquiere su máxima expresión en el envío de su Hijo (cf. Jn 3,16). La encarnación no solo es la más rotunda consecuencia de que Dios es Misericordia, pues refleja el amor fiel del Padre, sino que es también lo que convierte a Jesucristo en el misericordioso por excelencia. Está claro que el amor busca las mañas para acercarse a la persona amada pero, a la vez, esa proximidad es lo que permite comprender y empatizar mejor con el otro. Cercanía y misericordia configuran un círculo vicioso en el que se incorpora el Hijo hecho τuno de tantos” (Flp 2,7). La epístola a los Hebreos es el libro del NT que mejor expresa este movimiento: τPor eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios, y expiar los pecados del pueblo. Pues, habiendo pasado él la prueba del sufrimiento, puede ayudar a los que la están pasando” (Heb 2,17-18). Quizá el lenguaje de este documento, que está preñado de referencias al culto judío y de alusiones al AT, no nos resulta sencillo. A lo largo del escrito, al autor le interesa mucho mostrar que Jesús es el único Mediador ante el Padre y que supera con creces a los Sumos Sacerdotes del Templo de Jerusalén. Ese particular sacerdocio se califica con dos adjetivos: misericordioso y fiel. El hecho de asemejarse en todo a nosotros y de haber pasado por la prueba y el dolor es lo que le capacita para pasar por su corazón nuestras miserias. Caminando a nuestro lado y viviendo nuestras mismas inquietudes y sufrimientos puede compadecerse de nosotros. Así lo expresa este mismo libro: τPues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un auxilio oportuno” (Heb 4,15-16). Jesús ha saboreado nuestra vulnerabilidad y fragilidad. No ha sido ajeno a nuestros límites pues lo único que le diferencia de nosotros es aquello que nos deshumaniza, el 13 pecado. Las debilidades y flaquezas vividas por Él en primera persona sostienen nuestra certeza de que su misericordia saldrá en nuestra ayuda. Compadecerse es padecer con el otro, y el culmen de esta acción es compartir como propia su condición, tal y como ha hecho el Verbo encarnado. Mirar la vida desde la barrera, cobijados al calor de nuestras seguridades, es incompatible con la dinámica de la misericordia que tiende siempre a una proximidad que nos desprotege y nos hace más sensibles ante dolor ajeno. Participar de la misericordia divina supone fijar la mirada en la encarnación. Hacer nuestro ese movimiento de descenso nos lanza a compartir la misma suerte de las personas que nos rodean. Entrar en esta dinámica encarnatoria supone, desde nuestro punto de vista, ser extraordinariamente normales. Este oxímoron o aparente contradicción no es otra cosa que un modo de estar en la vida y una forma peculiar de mirar la existencia. Intentaremos a continuación descifrar este jeroglífico. En la última edición de los premios Goya una de las nominadas al premio como mejor directora novel fue la responsable de una película titulada τRequisitos para ser una persona normal”. En ese largometraje la protagonista redacta una lista con los objetivos que, según ella, podrían convertirla en una persona τnormal”, alguien que encaja en los esquemas sociales y hace lo que ella considera un comportamiento habitual para alguien de su edad. No es esta la τnormalidad” a la que nos referimos, sino a una que debemos aprender de Jesucristo. Nosotros miramos la historia de Jesús desde su resurrección, pero aquellos que se cruzaron con Él por los caminos de Palestina no dudaron en decir después que era τuno de tantos”. Se trataba de alguien normal sin que ello se contradijera con su empeño por sacar τlos pies del tiesto” y resistirse a adaptarse a las expectativas familiares, sociales o religiosas. Encajar, adaptarse a lo que otros esperan de nosotros no es asemejarnos al Maestro sino traicionar el proyecto único e irrepetible que Él tiene para cada uno. Pero esta normalidad se tiñe de un acento inusitado por su abrumadora autoridad y por la desconcertante libertad con la que el Galileo se sitúa ante los demás. Esto es lo que, a lo largo de los evangelios, despierta la pregunta por su identidad. Sin pompas ni boatos, el Señor se situó en la vida con una extraordinaria normalidad que también debería caracterizar nuestra existencia. Esta parábola de Lucas nos sale al paso para evitar que nuestros delirios de grandeza alcen el vuelo en cuanto nos descuidemos y nos hagan considerarnos τespeciales”: τA algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás les dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alazar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’ Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél noκ” (Lc 18,9-16a). A cualquiera de nosotros nos puede suceder lo que denuncia Jesús con esta historia: sentirnos mejores que los demás e ignorar que, en realidad, nuestra vida también está preñada de mediocridad y dificultades para amar al estilo de Jesús. El motivo por el que el fariseo no regresó justificado es por su radical incapacidad para reconocer la verdad de su corazón. Tomarle el pulso a nuestros límites es el mejor remedio contra cualquier tentación de sentirnos superiores a nadie. 14 Admitir que nuestra verdad más profunda se caracteriza por la vulnerabilidad y que esta nos iguala a todos debería coartar cualquier vana inclinación a creernos un escalón por encima del resto. Mascar nuestras miserias nos baja de los pedestales a los que se nos escapa subirnos y nos devuelve con realismo al lugar que nos es propio, sin sentirnos mejores ni peores que nadie. Esto nos permite posicionarnos en la vida sabiendo que lo único que hace extraordinaria nuestra normalidad es la autoridad que se desprende de nuestra calidad humana y del Evangelio asomándose por los poros de nuestra existencia. Dios se sirve de nuestro barro para hacer patente que somos depositarios de un tesoro que se atisba entre nuestras grietas. Nuestro mejor testimonio cristiano pasa por caminar codo con codo con la gente que nos rodea y bajar a la arena de las rutinas cotidianas, porque nuestra vocación no nos separa, sino que nos une a las esperanzas, alegrías e inquietudes de las personas de a pie. Saber a cuánto está el kilo de cebollas, cómo afecta el Euribor a la hipoteca o cómo se retrasa el transporte público nos devuelve un tono de normalidad que a veces se diluye en la seguridad de nuestras casas. Pero acompasarnos a la dinámica encarnatoria del Hijo no solo es un modo de situarse en la existencia, sino que también incluye una forma diferente de mirarla. Con frecuencia se nos olvidan las consecuencias de que Cristo echara por tierra la distinción entre lo sagrado y lo profano, por lo que toda la realidad puede convertirse en manifestación y lugar de encuentro con Dios. Creer en el Resucitado conlleva la certeza de su compañía todos y cada uno de los días, en todas y cada una de las circunstancias (cf. Mt 28,20). De este modo, lo cotidiano es donde la misericordia divina nos sale al paso bajo las humildes apariencias de lo rutinario y gris. Israel tenía muy claro que su historia era una constante expresión de la misericordia divina, tal y como reflejan estos versículos del Sal 136: τAl que guió a su pueblo en el desierto, porque es eterno su amor. Al que hirió a grandes reyes, porque es eterno su amor; y dio muerte a reyes poderosos, porque es eterno su amor; a Sijón, rey de los amorreos, porque es eterno su amor; y a Og, rey de Basán, porque es eterno su amor” (Sal 136,16-20). Todo acontecimiento visto desde la fe se convierte en evidencia del amor divino (ds,x), . Es verdad que los momentos que el salmista trae a la memoria son sucesos llamativos y fundamentales en el surgir del pueblo, pero esto no es así en nuestro caso. La mayoría de nuestro tiempo transcurre entre inercias y acciones cotidianas. Solemos tachar la rutina de algo negativo, capaz de hacernos olvidar las verdades fundamentales que impulsan nuestra existencia, y nos dejamos seducir por cualquier anuncio de novedad. Se nos olvida que lo que tiñe de gris nuestra vida no es lo cotidiano, sino el modo en que lo miramos. La radicalidad en el seguimiento de Jesús nos lo jugamos en lo oculto y gris del día a día, en todos esos momentos que omitiríamos de nuestra biografía porque nos resultan excesivamente vulgares y automáticos. No se trata de anhelar lo extraordinario, sino en afinar la mirada para reconocer lo extraordinario que esconde tras lo normal, para reconocer la constante expresión de misericordia que Dios derrama en lo ordinario de nuestra historia. Una de las muestras de cómo Israel es capaz de reconocer las huellas salvadoras del Señor en lo escondido es el relato de Esther. De este libro bíblico, escrito con probabilidad en el s. II a.C., conservamos dos versiones que difieren bastante entre sí. El relato hebreo conserva una característica llamativa, pues no menciona jamás a YHWH. Aunque recurre a expresiones y giros en los que resulta forzado evitar el nombre divino, no aparece en 15 ninguna ocasión. En cambio, la traducción griega es bastante más larga y parece reparar este τfallo” incluyendo diversas oraciones y expresiones explícitas de fe. Quizá a quienes τcorrigieron” el texto hebreo les faltaba la profunda mirada creyente del pueblo, que nunca dudó de que el protagonista oculto del libro era Dios aunque no se le nombrara. A la historia en la que estamos insertos le sucede como al libro de Esther. Puede que no haga explícita mención al Dios que la atraviesa, pero eso no significa que a quienes se nos ha regalado el don inmerecido de la fe no podamos desenmascarar su misericordia oculta entrelíneas de lo cotidiano. La Presencia salvadora y misericordiosa del Señor permanece velada en lo minúsculo de la existencia porque, como decía Isaías, nuestro Dios es τun Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador” (Is 45,15). A nosotros, como vigías en la noche, nos corresponde permanecer atentos a los pequeños signos que delatan su Presencia. Así, solo así, podremos sacar de lo vil lo precioso (cf. Jr 15,19), lo extraordinario de lo normal. 5. Conclusión La identidad de Dios nos compromete. Estar arraigados en Aquél cuyo nombre es misericordia nos interpela. La dinámica de configuración con el Hijo se inició por pura gracia en el bautismo, pero es un proceso abierto e inconcluso. Ser misericordiosos como nuestro Padre es un don que no se arrebata a golpe de voluntad, pero que implica toda nuestra libertad y se nos convierte en tarea siempre pendiente. Nos acercaremos al sueño que el Señor tiene para cada uno en la medida en que nuestras entrañas sean cada vez más maternales, nuestras acciones abran caminos para la restauración de la fraternidad y nuestras existencias se caractericen por ser extraordinariamente normales. Entonces saborearemos la serena felicidad de quienes se reconocen bienaventurados porque han alcanzado misericordia (cf. Mt 5,7). 16