Revista Proyección 261 (2016) 173-191
Consagrados por la Misericordia.
Maternales, reconciliados y extraordinariamente normales.
Consacrated by Mercy.
Motherly, Reconciled and Extraordinarily Normal.
Ianire Angulo Ordorika
Facultad de Teología de Granada
Av. Reina Victoria 35, 28430 Los Negrales-Alpedrete (Madrid)
[email protected]
Fecha fin de trabajo: 18 de marzo de 2016
Sumario: El Jubileo Extraordinario convocado por el Papa Francisco es una excusa
privilegiada para bucear por los rostros que adquiere la misericordia en la Escritura y
profundizar en las consecuencias prácticas que este rasgo divino tiene para nuestra vida de
seguimiento de Jesús. Esta es la intención del artículo. La invitación a ser maternales,
reconciliados y extraordinariamente normales se deriva de nuestra vinculación bautismal
con un Dios misericordioso.
Palabras clave: misericordia, Biblia, consagración bautismal, reconciliación.
Summary: The Extraordinary Jubilee of Mercy declared by Pope Francis is a prime
opportunity to delve into the Biblical images of mercy and to discover the practical
consequences of this divine feature for our lives as followers of Christ. This article
proposes to do just that. The incitement to be motherly, reconciled and extraordinarily
normal follows from our baptismal relationship with a merciful God.
Key words: mercy, Bible, baptismal consecration, reconciliation.
******
No hace mucho que el periodista Andrea Tornielli publicó una larga conversación
con el Papa Francisco llamada τEl nombre de Dios es Misericordia”. Además de lo
sugerente y atractivo que pueda resultar el título del libro, este esconde una profunda
verdad bíblica, pues cuando el Antiguo Testamento (AT) quiere expresar Quién es Dios,
recurre a una definición que la misma Escritura pone en boca del Señor. Hay un momento
en el libro del Éxodo en el que Moisés le pide a YHWH que le permita verle. Este deseo se
le concede con la restricción de que solo podrá contemplar su espalda. El texto dice así:
τYHWH pasó por delante de él y exclamó: ιYHWH, YHWH, Dios
misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que
mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y
el pecado, pero no los deja impunesκ” (Ex 34,6-7a).
Es verdad, el nombre de Dios es misericordia1. Esta τautodefinición” concentra en
sí diversos términos que resultan fundamentales a la hora de comprender el significado de
la misericordia en la Biblia, los matices que encierra y las secuelas que nos produce estar
unidos de forma especial con Aquél que se nos presenta de tal modo.
1
Sobre esta revelación de Dios como misericordia, cf. E. SANZ GÍMENEZ-RICO, Cercanía del Dios
distante. Imagen de Dios en el libro del Éxodo, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2002, 390-399.
Este pasaje nos servirá de guía que acompañe nuestro recorrido durante las líneas
que tenemos por delante, en las cuáles desgranaremos tres consecuencias prácticas que se
derivan de nuestra vinculación con un Dios que se explica a sí mismo en términos de
misericordia: somos llamados a ser maternales, reconciliados y extraordinariamente
normales. Esta invitación divina que se nos convierte en tarea, brota de modo natural a
partir de la especial relación que nos une al Señor. Por eso, antes de avanzar por esos tres
rasgos que nos deberían caracterizar, comenzaremos por ahondar en la condición de
consagrados que ostentamos desde nuestro bautismo.
1. Consagrados por la Misericordia
Lo que nos cambia la existencia no son las hipótesis ni las teorías, sino los lazos
afectivos. Las personas que entran en nuestra existencia van cincelando nuestro modo de
ser y de vivir. Este dato de la experiencia se aplica también a la vida creyente que es sobre
todo relación. Con esta afirmación no estoy abogando por la τfe del carbonero”, sino
reconociendo que, si el Dios cristiano fuera una τidea sublime” y no un Tú que se empeña
en entrar en comunión con nosotros, su autodefinición como misericordia tendría pocas
repercusiones para nuestra vida cotidiana.
Este nexo divino que nos configura poco a poco por dentro es lo que llamamos
consagración y se inicia con el bautismo. Este sacramento es el punto de arranque de una
relación que nos va convirtiendo en Aquello que Él sueña para nosotros. Despierta un
proceso de transformación que nos va conformando con Jesús y haciéndonos hijos e hijas
en el único Hijo.
Es cierto que, entre la terminología empleada para referirnos a una vocación
concreta en la Iglesia se ha ido imponiendo con fuerza la denominación Vida Consagrada2.
Este hecho no deja de implicar un problema teológico difícil de abordar, pues ha habido
una apropiación paulatina de un vocabulario que nos corresponde a todo bautizado3. No es
la intención de este artículo abordar el nudo gordiano de cómo comprender la novedad y
peculiaridad de la consagración religiosa frente a la bautismal, pero ya que es en este
concepto donde se arraiga la profunda vinculación del cristiano con el Dios que se define
como misericordia, sí nos interesa retomar algunos aspectos de su fundamento bíblico4.
El origen etimológico del término consagrar ya nos revela que estamos hablando de
entrar en el ámbito de lo sagrado y en relación con lo santo. La raíz hebrea que recoge esta
idea en el AT es vdq. Según la conjugación en la que se encuentre el verbo puede significar
ser santo, consagrado, santificarse, mostrar santidad, consagrar o purificar5. De aquí deriva también el
adjetivo santo (vwOdq'), que es uno de los calificativos que le son más propios a YHWH. Y es
que, si el modo hebreo de indicar los superlativos es duplicando el uso del adjetivo, el triple
2
Resulta iluminador el recorrido histórico que hace Gabino Uríbarri desde la intuición primera de
que el rasgo principal de la Vida Religiosa era el hecho de ser consagrada hasta la definitiva imposición de esta
percepción. Cf. G. URÍBARRI BILBAO, τLa peculiar consagración religiosa”, en G. URÍBARRI BILBAO ς
N. MARTÍNEZ-GAYOL, Raíz y viento. La vida consagrada en su peculiaridad, Sal Terrae, Madrid 2015, 45-129.
3 τLos bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por
la unción del Espíritu Santo” (Lumen Gentium 10).
4 Sobre esta cuestión, cf. F. CONTRERAS, τConsagración. Fundamentación bíblica”, en A. APARICIO
RODRÍGUEZ J. CANALS CASAS (dir.), Diccionario Teológico de la Vida Consagrada, Publicaciones Claretianas,
Madrid 1989, 354-368. Una visión mucho más panorámica también en, G. URÍBARRI BILBAO, o.c., 27-44.
5 Sobre el término, L. ALONSO SCHÖKEL, Diccionario bíblico hebreo-español, Trotta, Madrid 2008, 650651.
2
τsanto” con el que los serafines denominan a Dios en la visión de Isaías delata que nos
encontramos ante el Santísimo, frente al Santo por antonomasia. El texto dice así:
τUno a otro se gritaban: ιSanto, santo, santo, YHWH Sebaot: llena está
toda la tierra de su gloria». Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz
de los que clamaban, y el templo se llenó de humo. Yo me dije: «¡Ay de mí,
estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros y vivo entre gente de
labios impuros; y he visto con mis propios ojos al rey YHWH Sebaot»”
(Is 6,3-5).
Lo solemne de estos versículos nos permite entrever, por una parte, que Dios es el
τtres veces Santo”, el Santísimo cuya Presencia desborda el espacio y hace que toda
realidad se estremezca. Por otra parte, el texto muestra la sensación de absoluta distancia
que experimenta el ser humano cuando se asoma y llega a atisbar algo de esa santidad. Este
abismo que se abre entre el Señor y la fragilidad humana se salva por el empeño divino de
acercarse y entrar en relación. Eso explica que el único capaz de realizar la acción de
consagrar para introducirnos en la esfera de lo sagrado sea Dios y que nosotros seamos solo
sujetos pasivos que consentimos a esta iniciativa.
Puede que esto de τser pasivos” en un mundo enfermo de activismo no nos suene
muy bien, pero a pesar de la paradoja nada hay más activo que ser τpasivos”. Consentir y
no estorbar a la acción divina implica poner en juego todo lo que somos, exige la máxima
responsabilidad y disposición activa por nuestra parte para dejarse moldear al gusto del
alfarero de nuestra existencia. La Gracia requiere, como siempre, el consentimiento
comprometido de la libertad humana.
Pero el τtotalmente Otro”, el Santo entre lo santo se manifiesta de modo
paradójico en su actuar salvífico. YHWH muestra al pueblo Quién es precisamente
reduciendo la inmensa distancia que le separa del ser humano para rescatar nuestra
vulnerabilidad y cuidar de ella. La experiencia de ser salvados es la que nos capacita para
reconocer su santidad, tal y como expresa Ana:
τMi corazón se regocija en YHWH, mi fuerza se apoya en mi Dios; mi boca
se burla de mis enemigos, porque he gozado de tu Socorro. No hay Santo
(vwOdq') como YHWH (porque nadie hay fuera de ti), ni roca como nuestro
Dios” (1Sam 2,1-2).
Esa mujer estéril que derramaba en el Santuario la tristeza de su corazón por no
poder engendrar un hijo (cf. 1Sam 1,10) ha saboreado lo que el Señor es capaz de hacer en
ella. Ha descubierto la santidad de Dios al ser auxiliada por Él del estigma social y personal
de no poder concebir. Esta profunda vinculación entre la identidad de YHWH como Santo
y su acción salvadora en favor del pueblo es la que se enuncia también por boca de Isaías:
τSi cruzas las aguas, yo estoy contigo, si pasas por los ríos, no te hundirás. Si
andas sobre brasas, no te quemarás, la llama no te abrasará. Porque yo soy
YHWH tu Dios, el Santo de Israel (laer"v.yI vwOdq.), tu salvador” (Is 43,2-3a).
La liberación y el cuidado protector que el pueblo experimenta es consecuencia
directa de la santidad de Dios y se convierte en una costumbre divina que no queda
restringida a acciones puntuales y disipa cualquier sombra de temor en quienes ponen su
confianza en Él.
Esta insistencia en la estrecha relación entre santidad divina y acción salvífica no
nos permite comprender nuestra consagración bautismal ni religiosa en clave formal y
externa. Ser introducidos por Dios en la esfera de lo sagrado implica al menos dos
consecuencias que se derivan de estos pasajes del AT que hemos traído a colación. En
3
primer lugar, conocer Quién es el Santo que nos hace participar de su santidad implica de
forma necesaria haber experimentado su socorro y sabernos rescatados por Él como canta
Ana. Esta vivencia, en segundo lugar, no se reduce a un acontecimiento puntual sino que se
convierte en posibilidad de confianza, en la certeza de sabernos en las Buenas Manos de
Quien revela su santidad a través de su cuidado providente. Una atención que no nos falta
aunque no siempre entendamos ni veamos con claridad y que debería disipar cualquier
atisbo de miedo que se abatiera sobre nosotros.
Pero la absoluta santidad que caracteriza a Dios y la misericordia con la que se
definía en Ex 34 no son sino las dos caras de una misma moneda. Veamos cómo ese actuar
salvífico en el que se manifiesta el Santo adquiere unos rasgos particulares en este texto del
profeta Oseas:
τCuando Israel era niño, lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más
los llamaba, más se alejaban de mí [λ]. Con cuerdas humanas los atraía, con
lazos de amor; yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su
mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer [λ]. Mi pueblo está
acostumbrado a apostatar de mí; cuando invocan a lo alto, nadie los levanta.
¿Cómo voy a entregarte, Efraín, cómo voy a soltarte, Israel? ¿Voy a
entregarte como a Admá y a tratarte como a Seboín? Mi corazón se
convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas.
No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque
soy Dios, no hombre, el Santo (vwOdq') en medio de ti y no vendré con ira”
(Os 11,7-9).
Oseas desarrolló su misión profética en el Reino del Norte en el s. VIII a.C. Seguro
que estamos familiarizados con su personal drama matrimonial que le llevó a comprender
en esas mismas claves los sentimientos que el Señor albergaba hacia un Israel que, como su
esposa, le estaba siendo infiel. De hecho, el suyo será el primero de los libros bíblicos que
recurra de forma explícita a la imagen nupcial para expresar la relación entre YHWH y su
pueblo. Pero lo más llamativo es que en este texto abandona esta metáfora para recurrir a la
paterno-filial. Ya no se refiere al pueblo de Dios como mujer sino como hijo nacido al ser
rescatado de la esclavitud. La liberación primordial y paradigmática de Israel, la huída de
Egipto, es también su nacimiento como pueblo y tiene como única causa el amor divino.
Oseas va describiendo el cuidado paternal de YHWH y, en contraste, la reacción
inesperada de Israel que se aleja al ser llamado y apostata de Aquél de quien recibe las
atenciones de una madre con su hijo. El comportamiento que refleja el pueblo corresponde
al de un hijo rebelde que, según el Deuteronomio, merece ser apedreado públicamente
(Dt 21,18-21). Aunque la legislación reflejada en la Escritura justificaría la severidad del
castigo que Israel merece, a Dios se le estremecen las entrañas ante tal condena. La
totalidad de YHWH, expresada en el corazón como centro personal, se convulsiona ante la
posibilidad de que su pueblo acabe igual que las ciudades de Sodoma y Gomorra que
menciona el texto (cf. Dt 29,22).
Que Dios quebrante la norma dictada por la Tôráh para un hijo díscolo no deja de
ser escandaloso y llamativo, pero el rotundo argumento para semejante acción contra el
primogénito desobediente es alegar que no es τhombre” sino τSanto”. La santidad divina a
la que somos invitados a participar tiene una lógica distinta a la nuestra porque es la lógica
de la misericordia. El Santo lo es en su misericordia y quienes somos consagrados hemos
de participar de la misma santidad misericordiosa.
El libro del Levítico jalona los diversos mandamientos y leyes con una frase
insistente que se repite de forma machacona: τsed santos porque yo soy Santo” (cf.
Lv 11,44.45; 19,2; 20,26; 21,8). Este enunciado que se convierte en una antífona letánica es
4
la justificación profunda de cualquier mandamiento y norma: el pueblo de Dios debe
participar de su santidad. Esta redundante locución adquiere nuevos contornos en el
Nuevo Testamento (NT) aunque manteniendo la misma esencia que identifica santidad con
misericordia.
Tanto Mateo como Lucas presentan una traducción personal al imperativo del
Levítico que sitúan en sus evangelios tras la estricta invitación a amar a los enemigos para
asemejarnos al Padre. El primer evangelio lo expresará así: τsed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). La τperfección” divina para Mateo se evidencia
precisamente en que Él τhacer salir su sol sobre malos y buenos” (Mt 5,45a). La versión
que nos presenta Lucas se sitúa en idéntico contexto y recoge la misma idea sobre la señal
que determina la identidad de Dios, pero se expresará de modo diverso: τsed compasivos
como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36). El adjetivo que emplea este evangelista es
uno con los que Dios se califica a sí mismo en la versión griega del pasaje del Éxodo
( ἰ ί ω )6. Así podemos deducir que el sinónimo de la perfección mateana es la
misericordia como atributo divino y que el criterio para reconocernos hijos es parecernos
en esta característica del Padre7.
No resulta difícil extraer las implicaciones de este imperativo. Del mismo modo
que Israel tenía muy claras las consecuencias éticas de haber sido incorporado por YHWH
al ámbito de la santidad que le es propio y que quedaban sintetizadas en el mandato de ser
santos, también nosotros, consagrados por el bautismo, hemos de asumir que la exigencia
de ser misericordiosos no es una exhortación devocional sino una exigencia ineludible. Y
esta no se logra a golpe de voluntad y decisión, sino con esa τpasiva actividad” de dejarnos
contagiar por Aquél que es misericordia.
La inexcusable incitación a participar de este atributo que identifica al Dios en
Quien estamos arraigados se puede desgranar en muy diversos rasgos que dibujan y
completan el poliédrico rostro de la misericordia. Nosotros elegimos tres de ellos que, a su
vez, están en tan profunda interrelación entre sí que no siempre resulta fácil separarlos:
somos llamados a ser maternales, reconciliados y extraordinariamente normales. A cada una
de estas invitaciones dedicaremos las próximas líneas.
2. Maternales
No es difícil sentir debilidad por el cine. Resulta maravillosa la capacidad que tienen
los actores de expresar miles de vivencias y sentimientos y la posibilidad que el séptimo arte
nos brinda de introducirnos en cientos de personajes y situaciones dispares como si se
tratara de una adaptación moderna a la τaplicación de sentidos” ignaciana.
Hace ya varios años que se estrenó una película irlandesa que en España llevó el
título de τEn el nombre del hijo”. En pleno conflicto en Irlanda del Norte, el largometraje
tenía por protagonistas a dos madres cuyo único nexo de unión era que los hijos de ambas
estaban en la cárcel acusados de pertenecer al IRA. Mientras una de ellas comulgaba con la
6 Sobre el vocabulario hebreo y griego que se emplea en la Biblia para hablar de la misericordia, cf.
R. RODRIGUES DA SILVA, τMisericordia”, en R. PENNA ς G. PEREGO ς G. RAVASI (ed.), Temi Teologici della
Bibbia, San Paolo, Torino 2010, 857-859.
7 τJesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el
criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos”. Misericordiae Vultus 9 (en línea)
https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html (consulta 18 marzo 2016).
5
ideología política que le había llevado a su hijo a actuar de ese modo, la otra era contraria a
cualquier forma de violencia. Pero esta última no podía olvidar que ese asesino condenado
era el hijo a quien amaba. Quizá pocos personajes han ilustrado de modo tan gráfico lo que
implica la maternidad divina y esa vivencia que el profeta Jeremías expresa del siguiente
modo:
τ¿No es mi hijo querido Efraín?; ¿no es mi niño mimado? ¡Después de
tanto reprenderle sigo recordándolo todavía! En efecto, mis entrañas se
conmueven, no ha de faltarle mi ternura -oráculo de YHWH-” (Jr 31,20).
Del mismo modo que la protagonista de la película no podía dejar de reconocer al
hijo nacido de su vientre y amado por encima de los errores cometidos donde otros solo
veían a un asesino, tampoco los desvaríos del pueblo elegido pueden acallar unas entrañas
divinas que se conmueven y se dejan llevar por la ternura.
Y es que la relación que el Señor establece con nosotros encuentra su mejor
analogía en el modo en que experimentamos el amor materno. Esto no es ninguna novedad
de la Escritura, pues la primera imagen con la que el ser humano expresó su vivencia
religiosa fue la de una madre. Desde el paleolítico el misterio de la vida y de la muerte se
perfila con rasgos maternos en las más variadas latitudes y tradiciones religiosas8. Israel
bebe de esta misma fuente y no tiene ningún reparo en describir con atributos femeninos a
un Dios que desborda uno u otro género9.
Estos rasgos maternales con los que se dibuja la experiencia creyente de Israel
adquieren relevancia para nosotros porque la misericordia se expresa en la Escritura en
femenino. El primer adjetivo hebreo con el que YHWH se definía en Ex 34,6 y que
traducimos como misericordioso (~Wxr:) se emplea de forma única para describir a Dios. El
término procede de la misma raíz que el vocablo ~x,r< que significa útero, vientre materno, seno
o entrañas10. Amar, compadecerse, sentir compasiónλ es una acción que tiene que ver con
las entrañas maternas11.
Compartiendo la concepción hebrea de que las entrañas son la sede de la
compasión y la ternura, el verbo griego que en el NT solemos traducir como compadecerse o
sentir compasión ( αγχ ί α ) procede también del término entrañas ( άγχ )12. Tal y
como confiesa la carta a la comunidad de Colosas, Jesús es la imagen visible del Dios
materno (cf. Col 1,15). La bula de este Jubileo se inicia precisamente afirmando que
τJesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”13. Esto nos permite comprender que el
verbo griego
αγχ ί α aparezca en el NT solo en los evangelios sinópticos y que esta
acción de conmoverse las entrañas tenga la mayoría de las veces al mismo Jesucristo como
Esta cuestión se desarrolla ampliamente en, A. BARING ς J. CASHFORD, El mito de la diosa. Evolución
de una imagen, Ediciones Siruela, Madrid 2005.
9 El mundo de la bíblia comparte mundo cultural e imaginario con el que se muestra en los textos
orientales. Sobre este tema resulta de especial interés el artículo de Marta García. Cf. M. GARCÍA
FERNÁNDEZ, τEl rostro materno de Dios en los textos bíblicos y orientales”, Estudios Eclesiásticos 89 (2014)
115-140.
10 Cf. L. ALONSO SCHÖKEL, o.c., 699.
11 Sobre el origen etimológico del verbo hebreo que expresa esta acción ( ~xr), E. FARFÁN
NAVARRO, τ~xr. Un estudio previo”, Estudios Bíblicos 57 (1999) 227-238.
8
12
Cf. A.A. GARCÍA SANTOS, Diccionario del griego bíblico. Setenta y Nuevo Testamento, Verbo Divino,
Estella 2011, 783.
13 Misericordiae Vultus 1 (en línea)
https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html (consulta 18 marzo 2016).
6
sujeto14. De hecho, solo en tres ocasiones no se refiere al Galileo sino que se emplea en una
parábola (Mt 18,27; Lc 10,33; Lc 15,20).
Una de las parábolas en las que Lucas recurre a este verbo característico de Jesús es
precisamente en la conocida como el buen samaritano. La hemos escuchado muchas veces
y seguro que, en este Jubileo de la Misericordia, casi nos la sabemos de memoria.
Recordamos, de todos modos, el contexto en el que se sitúa. El tercer evangelista fusiona
lo que en los otros sinópticos configura dos pasajes distintos: el joven rico (Mt 19,16-22;
Mc 10,17-22) y la pregunta por el mandamiento mayor (Mt 22,34-40; Mc 12,28-31). Sin que
a Lucas le preocupe que dos personajes distintos le hagan a Jesús la misma pregunta en dos
textos diversos (Lc 10,25; 18,18), el Galileo es cuestionado por lo que es preciso hacer para
heredar la vida eterna.
La respuesta vincula dos versículos veterotestamentarios distintos. Por un lado, la
exigencia de amar a Dios sobre todo, presente en Dt 6,5, y por otro lado, el mandamiento
de amar al prójimo que se encuentra en Lv 19,18. Esta última cita es la que despierta el
interrogante que va a convertirse en el punto de arranque de la parábola: ¿quién es mi
prójimo? La pregunta del jurista no es baladí, pues el Levítico entiende que el próximo a
quien se debe fidelidad es al miembro del mismo grupo tribal y familiar. Esta cuestión se
convierte en la excusa de Jesús para abrir el horizonte de su interlocutor. El texto dice así:
τJesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos
de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron,
dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un
sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por
aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino
llegó junto a él, y al verle tuvo compasión (ἐ αγχ ί ). Acercándose,
vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su
propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente sacó
dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: ‘Cuida de él y, si gastas algo
más, te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Quién de estos tres te parece que fue
prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó
la misericordia (ἔ
) con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismoκ”.
(Lc 10,30-37).
Estamos muy acostumbrados a las parábolas evangélicas pero quizá no siempre
captamos la malicia que caracteriza a este género literario. La pretensión es siempre
implicar vitalmente y provocar que el auditorio se inculpe a sí mismo casi sin darse cuenta.
Las parábolas bien comprendidas nos ponen entre la espada y la pared, y nos exigen una
toma de postura que, con frecuencia, nos delata a nosotros mismos. Pues bien, tampoco la
que ahora nos ocupa se libra de esa capacidad de τescocer”.
El marco geográfico donde Jesús sitúa la narración no resulta aséptico. El sitio
donde ese hombre es maltratado no es otro que el camino que va τde Jerusalén a Jericó”,
lugar de paso para quienes se dirigen al único Templo del judaísmo en aquél momento. Y
tampoco es indistinto quiénes se cruzan con la víctima antes que el samaritano, pues se
trata de un sacerdote y un levita, personas vinculadas al culto y al judaísmo oficial. Según la
ley religiosa, entrar en contacto con sangre o con un muerto implica inevitablemente caer
14
Además de en los sinópticos, este verbo griego aparece también en 2Mac 6,8. Para un estudio
detallado de su uso en el NT, cf. E. ESTÉVEZ, τSignificado de
αγχ ί α en el NT”, Estudios Bíblicos 48
(1990) 511-541.
7
en impureza ritual y, por tanto, incapacitarles para entrar en el lugar donde habita el Santo y
para ofrecer sacrificios15.
Lo que marca la diferencia del samaritano con los otros transeúntes es que se
compadece y esto le mueve a actuar con misericordia. La detallada descripción de cómo
atiende al malherido pone el acento en los gestos concretos en los que se encarna la
reacción que provocan las entrañas conmovidas. Dejar que el sufriente despierte nuestras
vísceras maternas nos impulsa a situar a la persona siempre por encima de todo, incluso de
la legislación judía.
Que el Maestro ponga como modelo de comportamiento a alguien considerado
hereje por los judíos y que, además, se salta las normas religiosas tuvo que resultarle por lo
menos incómodo al experto en la Ley al que Jesús se dirige. Pero el samaritano no solo es
la representación gráfica de la constante llamada de Dios por los profetas a preferir
misericordia a sacrificios (cf. Os 6,6), sino que además la utilización del verbo compadecerse
( αγχ ί α ) que el NT casi reserva a Jesucristo nos permite descubrir la intuición
profunda que se esconde tras el logo de este jubileo. En él la cara de ambos personajes es la
misma. El Buen Pastor y el perdido que carga comparten rostro en el diseño de Rupnik,
porque el Señor es a la vez nuestro buen samaritano y aquél a quien auxiliamos cuando
dejamos que nuestras entrañas se estremezcan ante el dolor ajeno (cf. Mt 25,31-46).
El imperativo de amar al prójimo adquiere tras la parábola un nuevo contorno, pues
este se identifica ahora con quien ha practicado la misericordia. El samaritano no solo se
nos convierte en modelo existencial (τhaz tú lo mismo”), sino también en objeto de
nuestro amor.
Y es que la psicología más básica nos recuerda que solo quien se ha sentido querido
incondicionalmente puede repetirlo con los demás. Podremos asemejarnos al Dios que
tiene rostro materno si somos capaces de reconocer que también nosotros hemos estado
en la cuneta de la vida, que hemos mascado el polvo del sufrimiento y del dolor y que eso
no se ha convertido en una excusa para endurecer nuestro corazón sino, al revés, para
sabernos deudores de muchos samaritanos y permitir que nuestras entrañas se hagan más
sensibles a la necesidad ajena. Considerarnos ilesos a las heridas de la vida y no reconocer
las magulladuras que provoca implicarnos en la existencia nos puede hacer inmunes al
sufrimiento de los demás.
Volviendo a los evangelios, si nos preguntamos ante qué realidades experimenta
Jesús una misericordia entrañable la respuesta llega a parecer obvia, pues tenemos bien
sabido que aquellas personas más desfavorecidas son las que le conmueven las entrañas.
Quizá no resulte tan evidente nuestra contestación si el interrogante nos lo lanzamos a
nosotros mismos: ¿ante qué realidades nos compadecemos? A la misericordia siempre le
sigue, de modo inevitable, una acción en favor de aquellas personas que tocan nuestro
corazón. La τprueba del nueve” de que nuestra compasión tiene visos de asemejarse a la
del Señor es comprobar si se traduce en gestos y nos convierte en motor de cambio para la
vida de esas personas.
Cada vez que nuestras decisiones personales o comunitarias surgen más del temor a
desaparecer, del deseo de ser más eficaces o de cualquier otra inquietud diferente a las
entrañas estremecidas, deberíamos recordar que no estamos siendo reflejo del Dios que nos
15 Para una mirada rápida al complejo sistema de pureza e impureza del judaísmo en tiempos de
Jesús, cf. B.J. MALINA ς R.L. ROHRBAUGH, Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo I. Comentario
desde las ciencias sociales, Verbo Divino, Estella 1996, 383-386. En las p. 261-263 ofrecen un pequeño
comentario de la parábola que nos ocupa en esta misma clave.
8
consagra. Nada nos dispensa de la inexcusable llamada a ser tan maternos como el mismo
Señor.
La capacidad de compadecernos ante quien sufre solo se desarrolla en la medida en
que compartimos con Quien es misericordia su modo de mirar y sentir la realidad. La
agraciada frase del Papa Juan Pablo I, τsi Dios es Padre, mucho más es Madre”, está en
perfecta coherencia con el modo en que la tradición bíblica expresa su vivencia divina. Él
ha engendrado a Israel, es figura de autoridad y exige responsabilidad al pueblo sin que esto
reste un ápice al tierno cuidado que le prodiga16. Pero la suya es una maternidad
τcompartida”. Así lo expresa el libro de los Números:
τLe dijo a YHWH: ι¿Por qué tratas mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado
gracia a tus ojos, para que hayas echado sobre mí la carga de todo este
pueblo? ¿Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo y lo ha
dado a luz, para que me digas: ‘Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza al
niño de pecho, hasta la tierra que prometí con juramento a sus padres?’ ¿De
dónde voy a sacar carne para dársela a todo este pueblo que me llora
diciendo: Danos carne para comer?»” (Nm 11,11-13).
Las preguntas retóricas con las que Moisés siembra su queja ponen en evidencia
que es YHWH el que ha concebido y dado a luz al pueblo del que ahora él es responsable.
A pesar de nuestras limitaciones y fragilidades, a nosotros nos sucede lo mismo que a este
personaje, pues también hemos recibido del Señor la invitación a colaborar con Él en el
cuidado y atención de quienes se cruzan en nuestra vida. Conscientes de que Dios es el
único Padre y Madre de la comunidad creyente y de la humanidad que le busca aún sin
saberlo, nuestra misión adquiere rasgos maternos que no solo se limitan a cuidar y proteger,
sino que posibilitan la autonomía y la responsabilidad. Pero esta tarea requiere de la
constante petición de τentrañas de misericordia ante toda miseria humana” (plegaria
eucarística V).
Pero hablar de entrañas maternas en un contexto social que considera cualquier
forma de autoridad como una amenaza puede llevar al error de interpretar que la
misericordia bíblica solo protege y cuida sin generar responsabilidad o sin corregir, pero
nada más lejos de la realidad.
3. Reconciliados
La bula con la que el Papa Francisco convocaba al Jubileo extraordinario de la
Misericordia plantea la relación entre esta y la justicia17. De ambas se afirma lo siguiente:
τNo será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia y
misericordia. No son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos
dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta
alcanzar su ápice en la plenitud del amor” (Misericordiae Vultus 20).
16
Sobre este tema Mercedes Navarro entresaca los rasgos de la maternidad-paternidad divina a lo
largo de la experiencia primordial de Israel en el Éxodo. M. NAVARRO PUERTO, τEl Dios de Israel: un Padre
materno”, Ephemerides Mariologicae 41 (1991) 37-83.
17 Trata de la relación de estas dos actitudes en Misericordiae Vultus 20-21 (en línea)
https://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papafrancesco_bolla_20150411_misericordiae-vultus.html (consulta 18 marzo 2016).
9
Y es que, según el concepto de justicia que manejemos parecería que nos
encontramos ante dos realidades contradictorias. La definición con la que YHWH se
presenta a sí mismo en el libro del Éxodo y que nos sirve de marco para esta ponencia,
culmina haciendo una afirmación que en nuestra mentalidad podría resultar contradictoria:
τQue mantiene su amor (ds,x), por mil generaciones y perdona la iniquidad,
la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes” (Ex 34,7a).
La afirmación de que Dios no deja impunes los delitos del pueblo a pesar de que los
perdone y mantenga el amor es el modo bíblico de expresar que su misericordia no es una
gracia barata ni un τseguro a todo riesgo” que nos despoja despreocupadamente de las
consecuencias de cuanto hacemos. Esto tiene mucho que ver con cómo la Escritura
comprende tanto la justicia como el término que hemos traducido por amor (ds,x), . Vamos
por partes.
En los apenas dos versículos que ocupa esta sustanciosa descripción divina se
recurre en dos ocasiones al término hebreo ds,x, que en esta ocasión hemos traducido como
amor. Primero se afirma que YHWH es rico en amor y fidelidad para, después, reconocer
que ese amor lo mantiene a lo largo de las generaciones. Este vocablo hebreo es un
concepto complejo que abarca un amplio abanico de significados18. Con él se puede indicar
misericordia, bondad, amor, cariñoλ pero también solidaridad, lealtad, ayuda, compromiso o promesa.
Esta variedad de matices revela dos cosas. Por una parte que se trata de una palabra que
presupone las relaciones interpersonales y, por otra parte, que se mueve a caballo entre el
campo semántico de la misericordia y la gratuidad y aquél que hace referencia a la fidelidad
y la responsabilidad con lo acordado.
Este modo de comprender el amor como una combinación de gratuidad y
compromiso tiene mucho que ver con la idea bíblica de justicia19. La justicia en la Biblia es
un concepto relacional que no se identifica con la imparcialidad o la equidad sino con
mantener relaciones τajustadas”. Se trata, por tanto, de un movimiento hacia un tú
concreto que busca y promueve aspectos de igualdad en la relación pero sin difuminar por
ello la particularidad y la diferencia que caracteriza a cada miembro de esta. En este sentido,
la justicia y el amor no se contraponen pues ambas pretenden, ante todo, promover a la
otra persona20. La misericordia divina se manifiesta precisamente en que Él es el justo por
excelencia. El modo en que se vincula con la humanidad está siempre ajustado a Quién es
Él y quiénes somos nosotros.
Sobra decir que por nuestra parte no siempre estamos τa la altura” de este modo de
comprender la justicia. La historia de salvación es una constante reincidencia de cómo el
ser humano no es capaz de mantener relaciones justas ni con Dios ni con los demás.
Cuando los vínculos interpersonales se dañan porque alguien trasgrede las fronteras de la
justicia, se abre una brecha que requiere cicatrizarse. Israel contaba con dos procesos
18
Para asomarse a la variedad de traducciones posibles de este vocablo, cf. L. ALONSO SCHÖKEL,
o.c., 267-269.
19 Sobre el modo de comprender la justicia en la Escritura y la denuncia profética de sus
transgresiones, cf. M. GARCÍA FERNÁNDEZ, τJusticia”, en J.L. BARRIOCANAL (ed.), Diccionario del profetismo
bíblico, Monte Carmelo, Burgos 2008, 398-409.
20 Especialmente iluminador es el capítulo de Pietro Bovati sobre la justicia bíblica y su articulación
con el perdón. P. BOVATI, τ«Quando le fondamenta sono demolite, che cosa fa il giusto?» (Sal 11,3). La
giustizia in situazione di ingiustizia”, en R. FABRIS (ed.), La giustizia in conflitto. XXXVI Settimana Biblica
Nazionale (Roma, 11-15 Settembre 2000), EDB, Bologna 2002, 9-38.
10
jurídicos fundamentales a través de los cuáles se pretendía restablecer la relación dañada: el
juicio a tres (jP'v.mi) y el careo (byrI)21.
El primero de ellos nos resulta muy familiar (jP'v.mi), pues es el modo habitual en
que nuestras sociedades dan respuesta al problema de la injusticia. El acusador, el acusado y
un juez imparcial se encuentran con la intención de que este último emita un veredicto
proporcional y adecuado al delito. Este proceso en la Biblia culmina siempre con una
condena, bien del acusado si se demuestra su culpabilidad, o bien del acusador si el
imputado es inocente.
τLos jueces indagarán a fondo, y si resulta que el testigo es un testigo falso,
que ha acusado falsamente a su hermano, haréis con él lo que él pretendía
hacer con su hermano. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti”
(Dt 19,18-19).
El segundo de los procesos judiciales es el que ahora mismo más nos interesa (byrI),
pues refleja con lucidez cómo la misericordia no está reñida con la justicia y de qué modo
se empeña Dios en actuar con nosotros en su búsqueda por restablecer los vínculos
lastimados por la injusticia.
Se trata de una controversia que se realiza entre dos personas, la agredida y la
agresora, con el claro objetivo de restablecer la relación que se ha roto entre ambas. No se
pretende fundamentalmente ni el castigo del culpable ni el desquite de la víctima, sino la
reconciliación entre las dos partes. Para lograr este objetivo el acusador, que siempre es
quien toma la iniciativa, emplea todos los recursos a su disposición con tal de que el
acusado reconozca la injusticia cometida. Solo entonces se podrá culminar con el perdón
para el que está predispuesta desde el principio la parte inocente. El carácter dialogal de
este proceso parte, por un lado, de reconocer en el otro un interlocutor válido cuya palabra
ha de ser escuchada y, por otro lado, de respetar su libertad hasta las últimas consecuencias,
aunque esta bloquee la reconciliación.
Con frecuencia se nos hacen difíciles de digerir los pasajes bíblicos en los que el
Señor castiga a su pueblo. Estos problemas de digestión con frecuencia tienen que ver con
que ante este actuar divino no compartimos la perspectiva de la Escritura. Por mucho que
ciertas expresiones hieran nuestra sensibilidad moderna, la finalidad que persigue YHWH
en esos relatos es hacer caer en la cuenta a Israel del error cometido y de la necesidad de
volver el corazón hacia Él. Para ello no hay ningún reparo en recurrir a la amenaza
(Os 2,8-15), en hacer balance de las bondades con las que Dios les ha beneficiado
(Miq 6,3-5), en denunciar los delitos (Jr 2,10-13), en narrar parábolas que delatan la
injusticia (Is 5,1-7)λ todo vale con tal de que se restablezca el vínculo entre Él y la
humanidad.
Esa combinación de misericordia y responsabilidad con la palabra dada que expresa
el término hebreo ds,x, queda patente en la obstinación paciente del Señor por tender una
mano abierta a un pueblo que reincide en darle la espalda y que llega a su máxima
21 La monografía de Pietro Bovati sobre ambos recursos judiciales es una obra de referencia.
P. BOVATI, Ristabilire la giustizia. Procedure, vocabulario, orientamenti (AnBib 110), Pontificio Istituto Biblico, Roma
1997. Para una visión más panorámica de estos procesos, cf. L. ALONSO SCHÖKEL, Treinta Salmos: poesía y
oración, Ediciones Cristiandad, Madrid 1981, 198-213; M. DE ROCHE, τYahweh’s Rîb Against Israel: A
Reassessment of the So-called τProphetic Lawsuit” in the Preexilic Prophets”: Journal of Biblical Literature 102
(1983) 563-574; B. COSTACURTA, Lo scettro e la spada. Davide diventa re (2Sam 2–12), EDB, Bologna 2006, 195223; E. SANZ GIMÉNEZ-RICO, Ya en el principio. Fundamentos veterotestamentarios de la moral cristiana, Universidad
Pontificia Comillas, Madrid 2008, 174-198; M. GARCÍA FERNÁNDEZ, τConsolad, consolad a mi pueblo”. El tema de
la consolación en Deuteroisaías (AnBib 181), Pontificio Istituto Biblico, Roma 2010, 302-304.
11
expresión en el envío del Hijo para τbuscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). Sí, la
de Dios es una misericordia justa, pero que no siempre coincide con nuestros criterios de
justicia y levanta ampollas en nuestra ilusoria pretensión de ganarnos su amor.
Nosotros, que nos tomamos en serio nuestra fe y deseamos seguir a Jesús, tampoco
estamos libres de la tentación de considerarnos merecedores del cariño divino y con
frecuencia nos rebelamos inconfesablemente ante su modo de actuar. Como a los
τcumplidores” de la época del Maestro, algo nos rechina por dentro cuando evidenciamos
que la pretensión divina no es dar su merecido al culpable sino ofrecerle un horizonte de
vida y restituirle su condición de hijo en el Hijo. Esta tentación de quienes, como el
hermano mayor de la parábola, comparten todo con el Padre menos su misericordia, está
ya censurada en el AT. Las palabras de Ezequiel evidencian el escándalo del actuar del
Señor:
τ¿Acaso me complazo yo en la muerte el malvado ςoráculo del Señor
YHWHς y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? [λ] Y
vosotros decís: «No es justo el proceder del Señor». Escuchad, casa de
Israel: ¿Qué no es justo mi proceder? ¿No es más bien vuestro proceder el
que no es justo?” (Ez 18,23.25).
Hacer experiencia personal de la misericordia de Dios es saborear que su justicia
rompe nuestras lógicas y que el reconocimiento del error no pretende hacernos pagar por el
delito cometido sino reparar los lazos rotos que nos unen a Él. La impunidad nos devuelve
una mirada distorsionada a la realidad, pues esta solo se puede percibir bien cuando
asumimos nuestra responsabilidad y avanzamos así hacia el restablecimiento de la relación.
Esto que Dios hace con nosotros es la condición de posibilidad para que podamos
reconciliarnos con los demás. Y es que el perdón no es tanto una cuestión de empeño o
decisión personal como la prueba de que hemos estrechado esa mano abierta que el Señor
nos ofrece de modo permanente. El evangelio de Mateo recoge una parábola que muestra
esta realidad de modo muy gráfico. Después de que Pedro le pregunte a Jesús por el
número de veces que hay que perdonar, tras responder que es necesario hacerlo siempre
(τsetenta veces siete”), dice así:
τPor eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar
cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que
le debía diez talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que
fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase.
Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: «Ten paciencia
conmigo, que todo te lo pagaré». Movido a compasión el señor de aquel
siervo, le dejó ir y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se
encontró con uno de sus compañeros que le debía cien denarios; le agarró y,
ahogándole, le decía: «Paga lo que debes». Su compañero, cayendo a sus
pies, le suplicaba: « Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré». Pero él no
quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía”
(Mt 18,23-30).
Ya recordamos cómo termina la historia. El rey que se había conmovido ante sus
súplicas, se indigna contra él al conocer su comportamiento, pues había actuado sin
compasión con su compañero. Un denario era la el sueldo por una jornada de trabajo,
mientras que un talento equivalía a seis mil denarios. El enfado del rey está más que
justificado cuando a quien se le habían perdonado sesenta millones de denarios no es capaz
de olvidar los cien que le deben a él.
12
El perdón, como refleja la narración, no es una cuestión de decisión, de algo τque
hay que hacer” sino una cuestión de justicia y de reacción proporcional ante lo que el Padre
hace con cada uno de nosotros. Perdonar no es otra cosa que repartir la misericordia que
recibimos a diario. Si no olvidamos las ofensas de los otros es porque aún no somos
conscientes del perdón que recibimos cada día y resultamos tan ridículos como el
funcionario de la parábola.
Tomar conciencia de la inmensa desproporción entre las miserias que Dios pasa
por su corazón y las nimiedades que consituyen las ofensas de los demás, tendría que
convertirnos en expertos en reconciliación, verdaderos artesanos de la reconstrucción de
relaciones, versados en el perdón y constructores avezados de puentes que salven cualquier
abismo entre personas... Estamos urgidos a compartir, en definitiva, el empeño divino por
emprender cualquier camino que conduzca a restablecer la fraternidad dañada. Y esto al
estilo del Hijo encarnado.
4. Extraordinariamente normales
Si volvemos una vez más la mirada hacia la autodefinición que YHWH da de sí
mismo en el libro del Éxodo recordamos que se presenta como rico en amor (ds,x), y en
fidelidad (tm,a,). Este último sustantivo procede de la misma raíz hebrea que nuestro τamén”
y remite a la firmeza y seguridad, a aquello que es consistente y sobre lo que te puedes
apoyar. Ese suelo firme que es el amor de Dios adquiere su máxima expresión en el envío
de su Hijo (cf. Jn 3,16). La encarnación no solo es la más rotunda consecuencia de que
Dios es Misericordia, pues refleja el amor fiel del Padre, sino que es también lo que
convierte a Jesucristo en el misericordioso por excelencia.
Está claro que el amor busca las mañas para acercarse a la persona amada pero, a la
vez, esa proximidad es lo que permite comprender y empatizar mejor con el otro. Cercanía
y misericordia configuran un círculo vicioso en el que se incorpora el Hijo hecho τuno de
tantos” (Flp 2,7). La epístola a los Hebreos es el libro del NT que mejor expresa este
movimiento:
τPor eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un sumo
sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios, y expiar los pecados
del pueblo. Pues, habiendo pasado él la prueba del sufrimiento, puede
ayudar a los que la están pasando” (Heb 2,17-18).
Quizá el lenguaje de este documento, que está preñado de referencias al culto judío
y de alusiones al AT, no nos resulta sencillo. A lo largo del escrito, al autor le interesa
mucho mostrar que Jesús es el único Mediador ante el Padre y que supera con creces a los
Sumos Sacerdotes del Templo de Jerusalén. Ese particular sacerdocio se califica con dos
adjetivos: misericordioso y fiel. El hecho de asemejarse en todo a nosotros y de haber
pasado por la prueba y el dolor es lo que le capacita para pasar por su corazón nuestras
miserias. Caminando a nuestro lado y viviendo nuestras mismas inquietudes y sufrimientos
puede compadecerse de nosotros. Así lo expresa este mismo libro:
τPues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto
en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a
fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un auxilio oportuno”
(Heb 4,15-16).
Jesús ha saboreado nuestra vulnerabilidad y fragilidad. No ha sido ajeno a nuestros
límites pues lo único que le diferencia de nosotros es aquello que nos deshumaniza, el
13
pecado. Las debilidades y flaquezas vividas por Él en primera persona sostienen nuestra
certeza de que su misericordia saldrá en nuestra ayuda. Compadecerse es padecer con el
otro, y el culmen de esta acción es compartir como propia su condición, tal y como ha
hecho el Verbo encarnado. Mirar la vida desde la barrera, cobijados al calor de nuestras
seguridades, es incompatible con la dinámica de la misericordia que tiende siempre a una
proximidad que nos desprotege y nos hace más sensibles ante dolor ajeno.
Participar de la misericordia divina supone fijar la mirada en la encarnación. Hacer
nuestro ese movimiento de descenso nos lanza a compartir la misma suerte de las personas
que nos rodean. Entrar en esta dinámica encarnatoria supone, desde nuestro punto de
vista, ser extraordinariamente normales. Este oxímoron o aparente contradicción no es otra
cosa que un modo de estar en la vida y una forma peculiar de mirar la existencia.
Intentaremos a continuación descifrar este jeroglífico.
En la última edición de los premios Goya una de las nominadas al premio como
mejor directora novel fue la responsable de una película titulada τRequisitos para ser una
persona normal”. En ese largometraje la protagonista redacta una lista con los objetivos
que, según ella, podrían convertirla en una persona τnormal”, alguien que encaja en los
esquemas sociales y hace lo que ella considera un comportamiento habitual para alguien de
su edad. No es esta la τnormalidad” a la que nos referimos, sino a una que debemos
aprender de Jesucristo.
Nosotros miramos la historia de Jesús desde su resurrección, pero aquellos que se
cruzaron con Él por los caminos de Palestina no dudaron en decir después que era τuno de
tantos”. Se trataba de alguien normal sin que ello se contradijera con su empeño por sacar
τlos pies del tiesto” y resistirse a adaptarse a las expectativas familiares, sociales o religiosas.
Encajar, adaptarse a lo que otros esperan de nosotros no es asemejarnos al Maestro sino
traicionar el proyecto único e irrepetible que Él tiene para cada uno. Pero esta normalidad
se tiñe de un acento inusitado por su abrumadora autoridad y por la desconcertante libertad
con la que el Galileo se sitúa ante los demás. Esto es lo que, a lo largo de los evangelios,
despierta la pregunta por su identidad. Sin pompas ni boatos, el Señor se situó en la vida
con una extraordinaria normalidad que también debería caracterizar nuestra existencia.
Esta parábola de Lucas nos sale al paso para evitar que nuestros delirios de
grandeza alcen el vuelo en cuanto nos descuidemos y nos hagan considerarnos
τespeciales”:
τA algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás les dijo esta
parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro
publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios!
Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos,
adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana,
doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano,
manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alazar los ojos al cielo, sino que
se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy
pecador!’ Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél noκ”
(Lc 18,9-16a).
A cualquiera de nosotros nos puede suceder lo que denuncia Jesús con esta historia:
sentirnos mejores que los demás e ignorar que, en realidad, nuestra vida también está
preñada de mediocridad y dificultades para amar al estilo de Jesús. El motivo por el que el
fariseo no regresó justificado es por su radical incapacidad para reconocer la verdad de su
corazón. Tomarle el pulso a nuestros límites es el mejor remedio contra cualquier tentación
de sentirnos superiores a nadie.
14
Admitir que nuestra verdad más profunda se caracteriza por la vulnerabilidad y que
esta nos iguala a todos debería coartar cualquier vana inclinación a creernos un escalón por
encima del resto. Mascar nuestras miserias nos baja de los pedestales a los que se nos
escapa subirnos y nos devuelve con realismo al lugar que nos es propio, sin sentirnos
mejores ni peores que nadie. Esto nos permite posicionarnos en la vida sabiendo que lo
único que hace extraordinaria nuestra normalidad es la autoridad que se desprende de
nuestra calidad humana y del Evangelio asomándose por los poros de nuestra existencia.
Dios se sirve de nuestro barro para hacer patente que somos depositarios de un tesoro que
se atisba entre nuestras grietas.
Nuestro mejor testimonio cristiano pasa por caminar codo con codo con la gente
que nos rodea y bajar a la arena de las rutinas cotidianas, porque nuestra vocación no nos
separa, sino que nos une a las esperanzas, alegrías e inquietudes de las personas de a pie.
Saber a cuánto está el kilo de cebollas, cómo afecta el Euribor a la hipoteca o cómo se
retrasa el transporte público nos devuelve un tono de normalidad que a veces se diluye en
la seguridad de nuestras casas.
Pero acompasarnos a la dinámica encarnatoria del Hijo no solo es un modo de
situarse en la existencia, sino que también incluye una forma diferente de mirarla. Con
frecuencia se nos olvidan las consecuencias de que Cristo echara por tierra la distinción
entre lo sagrado y lo profano, por lo que toda la realidad puede convertirse en
manifestación y lugar de encuentro con Dios. Creer en el Resucitado conlleva la certeza de
su compañía todos y cada uno de los días, en todas y cada una de las circunstancias (cf.
Mt 28,20). De este modo, lo cotidiano es donde la misericordia divina nos sale al paso bajo
las humildes apariencias de lo rutinario y gris.
Israel tenía muy claro que su historia era una constante expresión de la misericordia
divina, tal y como reflejan estos versículos del Sal 136:
τAl que guió a su pueblo en el desierto, porque es eterno su amor.
Al que hirió a grandes reyes, porque es eterno su amor;
y dio muerte a reyes poderosos, porque es eterno su amor;
a Sijón, rey de los amorreos, porque es eterno su amor;
y a Og, rey de Basán, porque es eterno su amor” (Sal 136,16-20).
Todo acontecimiento visto desde la fe se convierte en evidencia del amor divino
(ds,x), . Es verdad que los momentos que el salmista trae a la memoria son sucesos
llamativos y fundamentales en el surgir del pueblo, pero esto no es así en nuestro caso. La
mayoría de nuestro tiempo transcurre entre inercias y acciones cotidianas.
Solemos tachar la rutina de algo negativo, capaz de hacernos olvidar las verdades
fundamentales que impulsan nuestra existencia, y nos dejamos seducir por cualquier
anuncio de novedad. Se nos olvida que lo que tiñe de gris nuestra vida no es lo cotidiano,
sino el modo en que lo miramos. La radicalidad en el seguimiento de Jesús nos lo jugamos
en lo oculto y gris del día a día, en todos esos momentos que omitiríamos de nuestra
biografía porque nos resultan excesivamente vulgares y automáticos. No se trata de anhelar
lo extraordinario, sino en afinar la mirada para reconocer lo extraordinario que esconde tras
lo normal, para reconocer la constante expresión de misericordia que Dios derrama en lo
ordinario de nuestra historia.
Una de las muestras de cómo Israel es capaz de reconocer las huellas salvadoras del
Señor en lo escondido es el relato de Esther. De este libro bíblico, escrito con probabilidad
en el s. II a.C., conservamos dos versiones que difieren bastante entre sí. El relato hebreo
conserva una característica llamativa, pues no menciona jamás a YHWH. Aunque recurre a
expresiones y giros en los que resulta forzado evitar el nombre divino, no aparece en
15
ninguna ocasión. En cambio, la traducción griega es bastante más larga y parece reparar
este τfallo” incluyendo diversas oraciones y expresiones explícitas de fe. Quizá a quienes
τcorrigieron” el texto hebreo les faltaba la profunda mirada creyente del pueblo, que nunca
dudó de que el protagonista oculto del libro era Dios aunque no se le nombrara.
A la historia en la que estamos insertos le sucede como al libro de Esther. Puede
que no haga explícita mención al Dios que la atraviesa, pero eso no significa que a quienes
se nos ha regalado el don inmerecido de la fe no podamos desenmascarar su misericordia
oculta entrelíneas de lo cotidiano. La Presencia salvadora y misericordiosa del Señor
permanece velada en lo minúsculo de la existencia porque, como decía Isaías, nuestro Dios
es τun Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador” (Is 45,15). A nosotros, como vigías
en la noche, nos corresponde permanecer atentos a los pequeños signos que delatan su
Presencia. Así, solo así, podremos sacar de lo vil lo precioso (cf. Jr 15,19), lo extraordinario
de lo normal.
5. Conclusión
La identidad de Dios nos compromete. Estar arraigados en Aquél cuyo nombre es
misericordia nos interpela. La dinámica de configuración con el Hijo se inició por pura
gracia en el bautismo, pero es un proceso abierto e inconcluso. Ser misericordiosos como
nuestro Padre es un don que no se arrebata a golpe de voluntad, pero que implica toda
nuestra libertad y se nos convierte en tarea siempre pendiente. Nos acercaremos al sueño
que el Señor tiene para cada uno en la medida en que nuestras entrañas sean cada vez más
maternales, nuestras acciones abran caminos para la restauración de la fraternidad y
nuestras existencias se caractericen por ser extraordinariamente normales. Entonces
saborearemos la serena felicidad de quienes se reconocen bienaventurados porque han
alcanzado misericordia (cf. Mt 5,7).
16