DOI: http://dx.doi.org/10.5007/2175-8034.2014v16n1p7
Teorías, Actores y Redes de la Ayahuasca
Oscar Calavia Sáez
Universidade Federal de Santa Catarina, SC, Brasil
E-mail:
[email protected]
Oscar Calavia Sáez
Resumo
Abstract
O uso da ayahuasca, mesmo no seu
espaço indígena original, não pode
ser descrito como um corpo, culturalmente variável, mas culturalmente
circunscrito, de conhecimentos tradicionais, rituais ou técnicas xamánicas. Este artigo o descreve, antes, do
mesmo modo em que são descritas a
ciência e a técnica modernas, como
uma rede de atores humanos e não
humanos (espíritos, substâncias
bioquímicas, especialistas, clientes,
teorias sobre os seus princípios e objetivos) transformando-o à medida que
o executa e o dissemina. O artigo tenta
ser um survey da diversidade de composições, usos e agentes da ayahuasca
na Amazônia indígena
The use of ayahuasca, even in its
original indigenous ground, cannot
be described as a culturally variable
but culturally bounded body of traditional knowledge, ritual or shamanic
technic. This paper describes it rather
in the way in which modern science
and technology are described, as a
network of human and non human
actors (spirits, bio-chemical substances, specialists, clients, theories
on its principles and goals) that
transform it as long as they perform
and disseminate it. The paper is a
tentative survey on the diversity
of composition, uses and agents of
ayahuasca throughout the Amazon.
Keywords: Ayahuasca. Shamanism. Actor-network theory. Amazonian indians.
Palavras-chave:Ayahuasca. Xamanismo. Teoría ator-rede. Índios da
Amazônia.
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1 Introdução
L
a referencia nada discreta a Latour (2007) en el título de este
artículo no es un contrato por el que el autor se comprometa a
inscribir su descripción en las tramas de la actor-network theory. Más
bien, supone que la ayahuasca lo hará por sí misma, o mejor aún, que
acogerá en su seno, muy a gusto, esa innovación metodológica. Porque conozco pocos temas donde la proliferación de controversias, el
reconocimiento de actores no humanos, o la creatividad de mediador
nunca reducidos a intermediarios se muestren con más brío que en
este campo en que algunos – actores cogidos sin saberlo en la misma
red – aún pueden ver una tradición milenariamente fija. Esa encarnación de motivos más corrientemente señalados en campos como los
estudios de ciencia y tecnología se hace más conspicua porque este
estudio se dedica exclusivamente – aunque sin ignorar sus híbridos – a
la ayahuasca en el ambiente indígena1.
Sería difícil, y no es esa mi pretensión, hacer un inventario de lo
que ya se ha escrito a respecto de la ayahuasca indígena. Pocas monografías sobre los índios de la Alta Amazonia dejan de dedicar algunas
páginas – en general, dentro del capítulo dedicado al chamanismo –
al uso de la banisteriopsis caapi. Estas informaciones permanecen, en
general, aisladas. La etnología amazónica es un campo de estudios
bien acondicionado, dotado de síntesis, grandes teorías, bibliografías
críticas y una densa red de referencias internas. Pero toda esa organización sigue líneas clásicas como las de la mitología, el parentesco
o el chamanismo: raramente ha seguido los caminos ofrecidos por la
liana. No se ha insistido lo suficiente en lo que, por un motivo familiar
a los difusionistas, constituiría el principal interés de la ayahuasca
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indígena: en su centro declarado de origen, la ayahuasca muestra una
complejidad mucho mayor que en los lugares para donde se habría
extendido con posterioridad (Bianchi, 2005). Es precisamente esa
complejidad la que intentamos sencillamente indicar en este esbozo.
2 Una Red de Sustancias
Como se sabe, la ayahuasca es una poción habitualmente compuesta por dos estancias diferentes, la liana banisteriopsis y la hoja de
la psychotria, aunque la poción en si sea identificada con la liana, y
designada – en portugués y en español, pero también en las lenguas
de los pueblos indígenas que la utilizan – con el nombre que corresponde a ella2. Como indica Deshayes (2003), esa identificación es
paradójica, ya que el poder visionario de la poción reside precisamente
en el ingrediente no marcado, la psychotria, limitándose la acción de
la banisteriopsis, en lo que toca a visiones, a evitar que el principio
activo de la psychotria sea neutralizado por las enzimas del estómago.
En el artículo de Deshayes, esa cuestión léxica sirve para introducir
un contraste entre los usos nativos y urbanos de la ayahuasca: fuera
de la selva, una larga tradición cristiana y platónica habría conducido
la imagen y la visión al centro de la experiencia de la ayahuasca. En
la selva, esa potencia eidética, contribución de la psychotria, estaría al
servicio de otra eficiencia, la propia de la liana, que actúa en el cuerpo
digamos visceral de sus bebedores. No por azar términos como “purga”
o “dieta” (los Matsiguenga llaman a la ayahuasca kamarampi, “la que
hace vomitar”, conforme Shepard, 2005, p. 201) son comunes entre
curanderos indígenas y mestizos, sobre todo en la Amazonia peruana,
para designar el uso de la poción. El artículo de Deshayes – aunque
discorde de alguno de sus puntos principales, especialmente en lo que
se refiere al valor de la visión en la ayahuasca indígena – abre discusiones valiosas sobre la relación entre la farmacología y la etnología
de la ayahuasca.
La ayahuasca, resultado de la interacción – que no de la suma
simple – de dos fármacos, es tal vez la mejor demostración de la profundidad, la eficacia y la extensión de la ciencia indígena; aun más
si consideramos que esa composición se diversifica por el empleo de
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diversas variedades, silvestres o cultivadas3. Los Aguaruna usan (o
usaban, Brown, 1985, p. 58) dos variedades de liana; los Sibundoy
(Ramírez de Jara; Castaño, 1992, p. 290) tres; los Matsiguenga (Shepard, 2005, p. 201) cinco; y los Siona (Langdon, 2005, p. 17) mas de
dieciséis. Los Kaxinawá (Lagrou, 2000, p. 35) hablan de cuatro variedades de la sustancia: blanca, azul, roja y negra, cada una de ellas una
parte del cuerpo de Yube (la anaconda mítica que encarna la liana),
con propiedades diferentes, siendo que las coloridas propician bellas
visiones y la blanca y la negra están relacionadas con efectos maléficos.
Un mito Desana (Reichel Dolmatoff, 1975, p. 134-136) remite el origen
de la ayahuasca al desmembramiento de un niño cuyo largo cordón
umbilical prefigura la liana; cada variedad procede de una parte de
ese cuerpo y corresponde a uno de los pueblos que proceden del viaje
de la anaconda primordial en el mito Desana. Pero en la preparación
factual de la bebida tienen también espacio los diversos estados de
la liana, recogida en distintos grados de maduración, cortada a diferentes alturas, etc. (Reichel Dolmatoff, 1975, p. 155). Hay variación
también, aunque menor, en el uso de la Psychotria, a veces sustituida
por diplopterys o datura o acompañada por un número difícil de definir de aditivos (Ramírez de Jara; Castaño, 1992, p. 290-291; Luna,
2005, p. 335). Todo ese detalle no prolifera a ciegas. En una sesión de
ayahuasca en la que participé, en 1998, en la aldea yawanawa del río
Gregorio, el chamán encargado de elaborar la poción enunció con precisión las propiedades que había propiciado y evitado con su fórmula
(en el caso, un efecto rápido, y la minimización de vómitos o diarreas
inconvenientes para una sesión muy concurrida). La ayahuasca es el
centro de una experimentación extensiva con la flora local, que por
lo demás no está en absoluto cerrada a la posibilidad de ensayos con
sustancias exógenas.
Toda esa diversidad no es fácil de cartografiar. De inicio, por razones taxonómicas: la fitodiversidad amazónica está lejos de encontrarse
catalogada, y presenta dificultades especiales por causa, precisamente,
de su densidad; los criterios usados por los nativos para la clasificación
de la liana, por lo demás, no coinciden necesariamente con los que
son relevantes para los botánicos, lo que complica aun más esa clasiILHA
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ficación (Luna, 2005, p. 335). Pero, también, por razones políticas: el
conocimiento nativo amazónico es un campo abierto a los abusos y las
especulaciones: hechos como la patente, registrada hace ya años por
la empresa Selva Viva, de una variedad de liana recolectada en una
chacra indígena ecuatoriana, crean olas de desconfianza a respecto de
las investigaciones etnobotánicas o etnofarmacológicas. Esas olas se
deben no solo a la amenaza de un biocolonialismo global, sino también a las restricciones privadas que se oponen a la circulación de un
conocimiento que es patrimonio de chamanes individuales, y como tal
objeto de una red de intercambios de alto valor. (Calavia Sáez; Carid
Naveira; Pérez Gil, 2003)
La analogía científica tiende a hacer del chamanismo una forma
de investigación, lo que quizás sea su traducción menos injusta; pero
es preciso notar que ella está en las antípodas de una experimentación
con “principios activos”, dirigida al aislamiento y la determinación de
sus propiedades en un contexto controlado – incluso si este control se
reduce al ayuno frecuentemente prescrito en los laboratorios de la selva.
El uso indígena de la ayahuasca se dirige, precisamente, a poner en
relación una serie de agentes – incluyendo sustancias alucinógenas,
embriagantes o curativas – entendidas como sujetos, no como materias
con propiedades. La orientación moral de la ayahuasca, es decir su uso
curativo o agresivo, depende mucho menos de las inclinaciones del
practicante, y de su grado de respeto a las buenas normas, que de la
voluntad de las propias plantas (Freedman, 2000, p.113). En la que
tal vez sea la más antigua descripción de su uso (Spruce, 2000)4, la
ayahuasca se acompaña con grandes cantidades de caxiri (un fermentado de mandioca), vino de palma y tabaco. En las descripciones del
ritual de Reichel-Dolmatoff (1975) forman parte del ritual el caxiri, el
tabaco (compañero casi inseparable de la ayahuasca, y agente chamánico mucho más común que esta) y el polvo de viho (Reichel-Dolmatoff,
1975, p. 155-167). Pero debemos ampliar la lista considerando, no solo
las sustancias que acompañan el consumo de ayahuasca, sino también
las que se alternan con ella en la práctica chamánica. Los Aguaruna
(Brown, 1985, p. 58) utilizan, además de la ayahuasca, tabaco y tres
tipos de datura, a los cuales algunos practicantes añaden piripiri
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(cyperus) y jengibre. La descripción más detallada de estos conjuntos
chamánicos es la de Chaumeil (1983), especialmente al transcribir el
proceso de iniciación relatado por uno de sus principales informantes,
Alberto Prohaño. Las sustancias ingeridas por el chamán yagua durante
su proceso de iniciación constituyen un conjunto abierto, que comienza
con la ingestión de piripiri (cyperus), seguida por la mezcla de piripiri
y zumo de tabaco (que después será sustituido, en la practica chamánica, por su humo); con la adición en una tercera fase de ayahuasca, de
toé (datura) en la cuarta, y finalmente de vegetales o sustancias más
poderosas, como el naranjillo, el venado-caspi, la gasolina, el querosén
y el alcanfor (Chaumeil, 1983, p. 33-43). Cada una de esas etapas acumulativas supone el encuentro con los espíritus de esas sustancias, y
una negociación más o menos ardua y peligrosa con ellos. Los relatos
a respecto del chamanismo Pano (para el caso Shipibo; Roe, 1982, p.
123-126) citan también un conjunto de sustancias, incluyendo, más
allá de la ayahuasca y el toé, la savia de la samauma, conocida como
yowi, dotada de poderes maléficos y que probablemente en el pasado
desempeñó un papel mucho más conspicuo. La lista, desde luego, no
acaba ahí: un informante de Gebhart-Sayer (2000) añade, por ejemplo,
shahuan-peco, una planta parasita no identificada que antiguamente
era usada en el chamanismo shipibo como alucinógeno, en lugar de
la ayahuasca o sumada a ella; Abreu (1941, p. 172-175), que no alude
nunca al uso de ayahuasca en la investigación realizada con dos jóvenes
Kaxinawa en inicio del siglo XX, recoge un relato detallado del uso
de xumá, una decocción “muy venenosa” de corteza de samauma y
palmitos y frutos de una serie de palmeras – paxiuba, uricuri, pataua,
jarina – que ponen a quien la bebe en contacto con las almas, quienes
la favorecerán con todo tipo de regalos y con una pesca afortunada.
Yo mismo oí de los Yawanawa una exposición muy organizada de la
lógica de esos conjuntos: ayahuasca, datura, tabaco y chile forman la
panoplia básica del chamán, en funciones muy específicas. El chile
es un arma agresiva, procesada por el cuerpo del chaman en forma
de sudor, que puede ser enviado contra los enemigos por medio del
soplo. El tabaco es por el contrario el escudo necesario en sus interacciones con los espíritus; en el proceso iniciatorio descrito por Chaumeil
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(1983), el chamán Yagua usa el tabaco precisamente como un regalo
conciliador destinado a los espíritus con los que se depara5. La datura
es el tercer y más potente de los agentes: en la descripción yawanawa,
produce visiones asociadas a la guerra, pudiendo prever su desenlace
(y por tanto desencadenarla). La ayahuasca, en fin, aparece en ese
conjunto como un instrumento de diagnostico, o como un traductor
universal, que permite un amplio tránsito por el otro mundo: como
reza un comentario del mito Desana anotado por Reichel Dolmatoff
(1975, p. 136), “mankind needed a means of communication; it was
for this reason that the Sun Father was searching for Yaje”. El uso de
la ayahuasca permite a los iniciados descubrir todas las medicinas,
anotadas en un libro guardado en la Casa de Dios (Langdon, p. 47) o
encontrarse con los espíritus maléficos y combatirlos (Illius, p. 66).
Un panorama de la practica actual del chamanismo alto-amazónico nos presenta la ayahuasca como principal, o única heredera
de una gama de sustancias psicoactivas que, a poco que examinemos
descripciones de momentos más antiguos de ese mismo chamanismo
– o del chamanismo de pueblos indígenas más apartados – se muestra
mucho más variada: prueba de que, lejos de ser algo así como una
tradición fielmente conservada, el chamanismo amazónico es un saber
en rápida mutación. Es difícil saber cómo las cualidades peculiares de
la ayahuasca pueden haber contribuido a esa elección. Este artículo
es un survey incompleto de trabajos etnográficos que cuenta, en el
mejor de los casos, con un ligero barniz de información botánica y
farmacológica; el objetivo es mucho más indicar la amplitud de una
variación que describirla en detalle o explicar sus líneas generales. Con
mejores informaciones sobre los efectos de otras drogas comunes en el
chamanismo amerindio (que, a diferencia de la ayahuasca, raramente
han sido probadas por los etnógrafos), podríamos quizás saber algo
más sobre los motivos que la han llevado a sustituir otras sustancias o
para actuar entre ellas como una especie de agente-eje – nunca el más
poderoso, pero si el mas capaz de articular los otros. Podríamos recurrir
a la tesis de Furst (1990) de que, abandonando plantas más peligrosas o
menos previsibles, los sistemas chamánicos se habrían ido decantando,
en épocas recientes, por agentes de uso más confiable, como el peyote
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en el caso de que él se ocupa, o de la ayahuasca en el nuestro, siempre
rodeada de agentes más poderosos pero ya marginados o en desuso.
Quizás, para el caso sudamericano, sea revelador fijarse en ese código
culinario que, a partir del modelo levi-straussiano, Peter Roe (1982)
aplica a las plantas de poder Shipibo: frente a la datura y al yowi crudos,
ligados al maleficio, la ayahuasca, cocida y auxiliar de las buenas obras
del chaman, remite al polo simbólico de la socialidad y la civilización.
Ese código culinario no está rigurosamente definido: ya hemos visto
cómo, en ausencia de ayahuasca, la corteza de samauma (de donde
procede también el yowi) puede usarse cocida, y la ayahuasca puede
usarse cruda. La ayahuasca se obtiene de plantas silvestres o cultivadas,
siendo que a veces (Gow, 1996, p. 105) se expresa una preferencia por
aquella que, cultivada en chacras ya abandonadas – en cierto sentido,
asilvestrada – se sitúa a medio camino entre el poblado y la selva, o en
la divisorias entre cualquiera otra polaridad6. La aproximación que el
propio Gow (conforme más adelante) sugiere entre la ayahuasca y
la figura del mestizo parece casar con una identidad mediadora más
general. Comparando sus efectos con los mas raramente descritos de
los otros psicoactivos chamánicos comunes, la ayahuasca se diferencia
de esos agentes, más peligrosos, que proporcionan experiencias propiamente extáticas, con pérdida o alteración de la conciencia común,
a veces durante largo tiempo; pero se diferencia también de aquellos
otros que, como el tabaco y el cyperus, se toman a veces como auxiliares
en actividades como la caza. El usuario de ayahuasca solamente ve o
danza, apartado de las actividades corrientes; pero no se ve lanzado
a otro mundo. Está lo bastante lejos para entrar en contacto con espíritus sin por ello renunciar a la comunicación con los humanos. La
paradoja enunciada por Deshayes (2000) se resuelve si consideramos
que la “producción” de imágenes que reconocemos como virtud de la
psychiotria no cuenta como tal en la opinión indígena: las imágenes ya
están ahí de cualquier modo, y lo que se necesita es un agente que abra
el camino que lleva a ellas, la liana en el caso. Es sugestivo comprobar
que, aunque un gran número de sustancias vegetales sean usadas en
Sudamérica por su potencia visionaria, en el caso de la ayahuasca esa
visión es con una especial frecuencia asimilada a una escritura, a un
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código presente en las visiones, en las pieles de los animales de la selva
(especialmente el jaguar y la anaconda), o en los “libros” en que los
espíritus guardan los secretos de la selva. La escritura, actividad solitaria – y, en el contexto amazónico, extraordinaria – que entretanto es
capaz de servir a la comunicación, puede ser un buen equivalente de
esa sustancia cuya característica más notable puede ser su virtud de
permanecer en el punto medio de las relaciones y las clasificaciones.
En fin, es importante destacar que la farmacología amazónica –
conducida por esos experimentadores incansables, los chamanes7– es
una obra abierta. Abierta porque va renovándose constantemente, sin
haber fijado definitivamente los valores de sus elementos (crudo o
cocido, cultivado o no, etc.); pero abierta también porque no procede
aislando sustancias y profundizando en sus propiedades diferenciales,
sino promoviendo lo que no podría ser descrito mejor que como un
diálogo entre los diversos sujetos del universo.
3 Una Red de Eficacias
La ayahuasca desempeña en las religiones ayahuasqueras o en
las elaboraciones new age un papel terapéutico, y esa caracterización
suele ser extendida automáticamente a los usos indígenas. Contribuye
a ello una tendencia corriente a ver el chamanismo como una especie
de medicina, evitando los aspectos de este que puedan reforzar estereotipos negativos sobre el propio chamanismo, o sobre los índios que
lo practican. En la medida en que los propios chamanes se han ido
destacando como representantes del mundo indígena en el escenario
nacional o global, el chamanismo ha sido sometido a un proceso de
moralización y de vegetalizacion, presentándose como una especie de
terapia naturalista, que se limita a teñir de mística primitivista el uso
universalmente extendido de las plantas medicinales. Se trata, claro
está, de una reelaboración reciente que no hace justicia a la complejidad del chamanismo indígena, ni del propio uso de la ayahuasca.
La diversidad de ese uso puede empezar por el modo en que la
sustancia es aplicada. Aunque hayamos aludido constantemente a una
poción o brebaje, vale la pena recordar que esa no es su única preparación, y que por tanto los modos de entender su eficiencia no se limitan
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a los efectos de la bebida. En vísperas de una sesión de ayahuasca
realizada en la aldea, encontré a un viejo Yaminawa dándose friegas
en el pecho con el bagazo de la liana usada en la preparación; contaba
con eso obtener un complemento de los beneficios que esperaba de la
sesión. Aunque el cipó se tome regularmente cocido, no faltan ejemplos
de su extracción en frío (Luna, 2005, p. 335). Los índios del Orinoco,
según Spruce (2000, p. 85) “not only drink the infusion, like those of
the Uaupés, but also chew the dried stem, as some people do tobacco”.
De nuevo Furst, (1990, p. 54) aludiendo a fuentes etnohistóricas no
especificadas, sugiere el uso de ayahuasca (y de otros psicoactivos,
sobre todo el tabaco) en forma de enema. El mito Huaorani de origen
de la ayahuasca presenta la presenta como un facilitador de la caza
y, en una analogía que se le ocurre al mismo protagonistas del mito,
como facilitador, también de mujeres (Miller-Weissberger, 2000)8. En
el mito, la ayahuasca actúa principalmente a través de su fragancia,
adentrándose así en el universo de los fármacos no destinados a enfermedades, y en particular en el de los perfumes, un universo que,
como puede apreciarse en el estudio de Leclerc (2004) sobre los noi rao
Shipibo nada tiene de inocente. No solo porque la caza ya sea en si una
metáfora de la guerra, sino porque el uso erótico (que no deja de ser
un tipo de caza) remite a la causa más comúnmente invocada de conflicto. Los Yaminawa, que continúan, con las restricciones que indicaré
más tarde, la práctica de la ayahuasca, son taxativos en cuanto a su
condena de los perfumes, cuyo uso fue prohibido hace tiempos, según
dicen, por la inestabilidad que esa manipulación erótica solía causar.
La ayahuasca, sobre todo en las descripciones de su uso en los
tiempos antiguos – menos vulnerables a las censuras ajenas – presenta
un valor mucho más siniestro que el que la new age indianista le atribuye. Es, obviamente, un agente de esa hechicería cuya doble cara se
hace tan presente en el chamanismo ayahuasquero como en cualquier
práctica análoga en cualquier continente, y basta consultar las obras
aquí reseñadas para entrar en sus detalles. Pero la ayahuasca aparece
también, y muy especialmente, como catalizador de la guerra profana.
Ya en la descripción de Spruce (2000), el primer efecto del brebaje era
una reacción agresiva del usuario: este se alza y toma la primera arma
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que encuentra a mano, atacando a un enemigo virtual. Según relatos
yaminawa, la ayahuasca propiciaba otrora encuentros entre grupos
próximos, que se entregaban juntos a las visiones y competían mostrando su conocimiento de los cantos. Pero esos conclaves envolvían
un peligro manifiesto: el de transformarse en enfrentamientos súbitos
y letales – de hecho, episodios de ese tipo son la explicación común de
las guerras del pasado antes de la vida entre los blancos. Un pasado
que debe ser cualificado: tales relatos no remiten al “tiempo de los
antiguos”, sino a la muerte de algún pariente próximo, o a las cicatrices aun visibles en la cabeza de algún hombre maduro. La ayahuasca
ejercía una especie de diplomacia negativa propiciando visiones en que
los compañeros de fiesta se revelaban como enemigos.
El misionero dominico Ricardo Álvarez (1984) narra uno de esos
episodios, en que los Yaminawa exterminan a un grupo de Amahuaca
recién llegado a la misión en que ellos mismos estaban instalados, después de haber visto por medio de la ayahuasca los planes equivalentes
que los Amahuaca ultimaban a su respecto. Véase que en este caso la
ayahuasca actúa en el mismo sentido en que la datura lo hace en el
paradigma Yawanawa antes descrito: haciendo ver guerras del futuro
que pueden ser venidas, y adelantándolas como guerras preventivas.
En una variante de ese mismo uso, la ayahuasca ejercía como vehículo
por medio del cual los muertos comparecían para exigir a sus parientes
vivos que los vengasen de sus matadores; la propia sangre del deudo
muerto podía mezclarse al brebaje para propiciar esas manifestaciones9.
Esa misma potencia adivinatoria pode haberse usado para fines
más consensuales. Según Spruce (2000), los nativos de los ríos Napo
y Bombonaza toman la ayahuasca como “a narcotic stimulant at their
feasts” pero también como un instrumento del
[…] medicine-man, when called on to adjudicate in
a dispute or quarrel – to give the proper answer to an
embassy – to discover the plans of an enemy – to tell if
stranger are coming – to ascertain if wives are unfaithful
– in the case of a sick man to tell who has bewitched him,
etc. (Spruce, 2000, p. 85)
Al margen de todos esos usos, en buena parte datados en épocas
más o menos distantes, encontramos, desde luego, lo que podríamos
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llamar la versión canónica del uso del brebaje, es decir, como agente de
procesos terapéuticos, como sustancia poderosa que se sedimenta en
el cuerpo del chaman – junto con otras sustancias en general amargas
a veces en forma de flechitas o flemas – y como facilitador de visiones de naturaleza muy diferente. En el caso Siona (Langdon, 2000)
los efectos de la ayahuasca se desdoblan en tres fases: primero, una
ebriedad sin significado, después una ola de visiones tenebrosas que
pueden incluir “frightening snakes, fires, black monsters and grinding
machines” que amenazan la misma existencia del bebedor. En fin, si
este es capaz de superar la prueba, una nueva vision aparece, “full
of light, and the yage people descends to show the novice the way”.
Una secuencia parecida es descrita por ejemplo entre los Sharanahua
(Siskind, 1973, p. 168), donde la fase agónica es protagonizada por
anacondas que enlazan y aprietan el cuerpo del enfermo hasta casi
asfixiarlo. El hombre “se siente morir, pero no muere; está curado”
como me explicaban los Yaminawa del Río Acre. Esa pseudo-muerte del
visionario es una descripción muy extendida del proceso de cura por
la ayahuasca, y sugeriría una analogía con una especie de abreacción
psicoanalítica. Debemos tener precauciones también con esa nueva
analogía. Primero, porque la experiencia en si es una escenificación
de la mitología – el mito del hombre que tomo conocimiento de la
ayahuasca debajo de las aguas – y permitiría lecturas “perspectivistas”
(la muerte a manos de las serpientes en el otro mundo equivale a la
vida en este) muy distantes de racionalizaciones psicológicas. Segundo, porque la cura por la ayahuasca no, necesariamente, pasa por una
experiencia del enfermo. A veces, él ni siquiera toma la bebida, y lo
más común es que la experiencia central del proceso de cura sea la del
chamán y no la de su paciente. Es el caso de una de las terapias mejor
narradas, la de la cura Shipibo por dibujos descrita por Gebhart Sayer
(2000), a la que se aludirá más tarde.
No pretendo entrar aquí en el detalle de las curas o de las agresiones que la ayahuasca propicia; eso sería, en rigor, discutir no la
ayahuasca sino el chamanismo, que mantiene con ella una relación
privilegiada sin, no obstante, identificarse con ella.
El punto es problemático. La función más extendida de la
ayahuasca, sintetizando mucho, viene a ser algo así como una propeILHA
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déutica general que, actuando sobre el cuerpo o más específicamente
sobre la visión de su usuario, lo torna más apto para algún tipo de
comunicación, sea esta comunicación la del chamán, la del guerrero,
la del cazador, la del seductor. Eso incluye algo muy próximo a lo que
suele llamarse uso “recreativo”. Efectivamente, cuando se pregunta a
los usuarios Yaminawa para que toman ayahuasca, la respuesta más
común – casi me atrevo a decir que sería la misma en toda la Alta
Amazonia – es que la toman simplemente para ver, y esta respuesta
viene acompañada por una serie de analogías con técnicas occidentales
que también sirven para la recreación y para la obtención de informaciones: el cine, la televisión y el video (y a estas alturas probablemente
la internet).
A comienzo de los años noventa, cuando se extendía por la frontera con Perú el temor de la epidemia de cólera que se había desatado
en aquel país, recuerdo haber oído hablar en el Acre de un sobrevuelo
en helicóptero que algunas autoridades de la región habían hecho para
comprobar el avance de la epidemia. A falta de más detalles sobre esa
expedición, no sé hasta qué punto se asemejó a la que el chamán Yaminawa, mucho más económico, realizó con la ayuda de la ayahuasca,
comprobando que la epidemia se encontraba aún en Santa Rosa, en
el Perú. Sin motivos tan graves, la ayahuasca permite a otros conocer
lugares inalcanzables, explorar la ciudad próxima a la que piensan ir
físicamente en breve, o simplemente contemplar con una precisión
imposible para el ojo el mundo magnifico de la selva vecina. Eso ¿es,
o no es chamanismo? Tal vez el desacuerdo sobre si los chamanes Kulina usan (Viveiros de Castro, 1978) o no usan (Pollock, 1992, p. 39)
la ayahuasca se deba en parte a una discordancia sobre la extensión
del chamanismo – ora una especialidad mágica o terapéutica, ora una
visión del mundo o de los modos posibles de conocerlo. La idea de un
chamanismo generalizado no es monopolio del área de utilización de
la ayahuasca, pero sin duda ella le proporciona una expresión muy
clara en la Alta Amazonia.
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4 Actores humanos
El misionero y etnógrafo Constantin Tastevin (Tastevin, 1925, p.
414) recogía una información Kaxinawa que atribuía a los Yaminawa
la invención de los dos mayores ítenes de la farmacología indígena: la
ayahuasca y el veneno de sapo. Esa atribución se debía probablemente
al carácter “salvaje” que ellos consideraban propio de los Yaminawa,
tan reticentes a la comunicación con otros pueblos como íntimos de
la selva. En general, ese mismo estereotipo define lo que, desde el
universo urbano, se piensa a respecto de la ayahuasca indígena: una
práctica creada en un contexto de autoctonia, aislamiento e inmersión en el medio ambiente. La ayahuasca seria el sacramento de un
chamanismo incluido o recluido en los límites de un pueblo y de una
cultura, y, desde luego, un sacramento milenario. Pero un vistazo un
poco más atento desborda ese esquema por sus dos extremos, haciendo
de la ayahuasca indígena algo mucho más amplio, algo mucho más
restringido y tal vez no tan viejo.
Rituales como los descritos por Reichel-Dolmatoff (1975) o Hugh
Jones (1996) para el conjunto Tukano han quedado, por meritos propios, como modelo del uso indígena de la ayahuasca. Ocasiones colectivas, bien reguladas, con cantos y danzas en una secuencia prevista
y controlada por especialistas, que ofrecen una excelente metáfora de
la sociedad entendida en un sentido durkheimiano. Buenos ejemplos,
también, de lo que Hugh Jones (1996) llamó chamanismo vertical,
donde el especialista, muy próximo de lo que llamaríamos un sacerdote,
administra la poción a otros para que conozcan personalmente el mundo que el chamán frecuenta. Rituales semejantes pueden encontrarse
en toda la región. La ayahuasca “de danzar” de los Baniwa (Wright,
2005, p. 93) tiene un valor festivo que ocupó el lugar de un viejo ritual
de preparación para la guerra. El saiti de los Yawanawa, que también
recurre a la ayahuasca, presenta un valor paralelo, y, recuperado después de un largo periodo de abandono, pasa a representar el modelo
de un ritual indígena genérico – el mariri acreano, equivalente en ese
carácter genérico al dabucuri del noroeste amazónico.
Vale la pena notar que en ambos casos la ayahuasca ocupa en el
ritual el mismo lugar que, fuera del área de la ayahuasca, ocupan las
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bebidas fermentadas (que en la descripción de Spruce (2000), dividían
la escena con el yagé) u otras sustancias psicoactivas, como la Jurema
de los torés de los indios nordestinos – un caso más de ritual genérico
(Mota, 2005). En el contexto del culturalismo indígena de los últimos
decenios, la ayahuasca ha pasado en ocasiones a representar, tout
court, la cultura indígena. (Weber, 2006, p.149)
Pero ese uso ceremonial y colectivo es, en la actualidad, minoritario, a pesar de la proliferación de rituales “recuperados”. En la mayor
parte de las descripciones, la toma de ayahuasca sigue un protocolo
que difícilmente podría incluirse dentro del término “ritual”, a no ser
en acepciones extremamente latas. En general, se trata de sesiones
que reúnen en un espacio privado (la casa del chaman o algún alojamiento aislado destinado a ese fin) a los interesados en un proceso de
cura, o de iniciación, o simplemente en ver lo que la ayahuasca quiera
mostrarles. Robinson (2000, p. 96) explica que el chaman que dirigió
las sesiones de ayahuasca en que él tomó parte
[…] never would address the group and offer any
prologue, profecy or rethorical menu for the evening’s
visions and proceedings. Occasionally, his helper or a
visiting Kofan would chant whith him, late, in the wee
hours before dawn. He was in charge of his own access to
the yagé people, and catalysed, as best he could, what the
rest of us were seeing. This was an intensively collective
and private affair, and whence its therapeutic virtues.
Fueron así, también, casi todas la sesiones a que me fue dado
asistir entre los Yaminawa y los Yawanawa, y ese mismo esquema
puede encontrarse en toda la Amazonia, coincidiendo con el modelo
del chamanismo horizontal de Hugh-Jones (1996). La ayahuasca sirve predominantemente a una actividad privada, cuyos requisitos se
aproximan más de una maestría técnica que de un ritual, y son muy
variables las relaciones entre esa práctica discreta y su eclosión en
forma de fiesta colectiva. Si el yagé preside – o presidía – las ceremonias colectivas Desana, está por el contrario singularmente ausente
en las actividades de los diversos tipos de chamán Desana, que sin
embargo utilizan una rica parafernalia de otras plantas psicoactivas
(Buchillet, 1992, p. 211-230)10. Los Sharanahua utilizan la ayahuasca
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en sesiones restringidas, mientras celebran, sin su contribución, los
mismos segmentos festivos que componen el mariri de los Yawanawa,
o las antiguas fiestas Yaminawa. Lo más común ha sido el progresivo
abandono del uso colectivo, mientras permanecía o incluso se extendía
el uso privado. Un buen ejemplo es el de los Yaminawa: en mi propio
trabajo de campo oí hablar constantemente de un uso colectivo y
festivo, semejante al del mariri, que incluía, no hace muchos años,
hombres y mujeres11; y Pérez Gil (2004), tratando de los Yaminawa
peruanos, relata para un pasado también no muy distante la práctica
de una iniciación chamánica colectiva – restringida a los hombres –
ahora ya abandonada.
Esa disgregación de los antiguos ritos colectivos puede ser incluida en la cuenta de la represión cultural ejercida durante largos años
por misioneros o agencias laicas – una censura no limitada a rituales
de este tipo, aunque el uso de psicoactivos le haya servido de estimulo – o entendida por el aflojamiento de los lazos internos de pueblos
sometidos a un proceso colonial. Pero a veces se presenta como una
iniciativa indígena dentro del contexto de la pax branca: los rituales de
ayahuasca pueden ser demasiado peligrosos en situaciones donde la
guerra ya no puede formar parte de la vida común. Se da, así, si no el
simple abandono de la práctica, un proceso de especialización del uso
de la ayahuasca, del cual puede dar una buena idea el chamanismo
Yaminawa, antes generalizado y actualmente reservado a poquísimos
conocedores, mutilado – al menos nominalmente – de sus expresiones
máximas y más peligrosas, y condicionado a un proceso voluntario
e individual de iniciación, extremamente duro en términos físicos y
económicos.
Y sin embargo esa restricción histórica puede significar por otro
lado una ampliación, en la medida en que la circulación individual de
los usuarios, que probablemente ya tenía antes grandes proporciones,
se intensifica y alcanza mayores distancias. Lejos de ser parte de un
substrato autóctono, la ayahuasca es el hilo conductor de una comunicación muy activa intra e interétnica, como indica Robinson (2000, p.
97) para el caso Kofan: “Shamans were visiting each other and sharing
yage, kinfolk would expend weeks at each other’s villages, often from
neighbouring tribes, drink yage and return home”. El chamanismo de
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la ayahuasca, fiel a su vocación comunicativa, muestra abundantes
indicios de una ecumene: cantos, dibujos y mitos desbordan límites
étnicos o lingüísticos. El uso de otras lenguas en los cantos –pensemos
en el prestigio de los cantos Kulina entre los Pano, o en el uso de un
pseudo – quechua en los cantos shipibo (Roe, 1982, p. 89) denuncia un
comercio entre etnias, o más exactamente entre practicantes de etnias
diferentes, y la noción de que el saber de la ayahuasca es constitutivamente extranjero. Incluso cuando la práctica chamánica se realiza en
círculos restringidos para evitar agresiones mágicas que podrían venir
de chamanes ajenos (la necesidad de curar a los parientes próximos
aparece por ello mismo como un incentivo importante para la iniciación) el saber chamánico como tal es supraclánico (Chaumeil, 1983, p.
246) o supraétnico. La liana banisteriopsis ha sido un ítem importante
en el comercio entre diferentes pueblos de la selva, o incluso entre las
Tierras Altas y las Tierras Bajas (Ramírez Jara; Pinzón Castaño, 1992,
p. 292) siguiendo los pasos del propio chamanismo, que ofrece notables ejemplos de especialistas itinerantes que ejercen su actividad en
regiones muy amplias. Como indica Peter Gow (1996) la ayahuasca
no es un rasgo de la primitividad amazónica, sino el resultado de un
proceso mestizo al que no fue ajena la propia empresa misionera, con su
práctica de concentrar pueblos diferentes en misiones ribereñas, desde
Mainas a la actualidad. Según Gow, el chamanismo de la ayahuasca, y
sobre todo su carácter terapéutico, irradiaría desde el espacio colonial
y urbano en dirección a la selva – donde los pueblos más aislados,
como los Huaorani, no conocen la ayahuasca o le dan un papel menos
central – y no al contrario. Pero sería excesivo – el propio Gow hace
esa restricción a su tesis – limitar la historia de la ayahuasca a ese eje
de colonización que comunica ciudades amazónicas, mestizos ribereños y grupos indígenas del interior, o a ese flujo en que la ayahuasca
retorna, moralizada y medicalizada, a su lugar de origen remoto. La
no-autoctonia de la ayahuasca tiene muchas otras manifestaciones, y
una historia tal vez más larga, con más idas y vueltas. El uso terapéutico de la ayahuasca por los Yaminawa es una novedad tal vez mestiza;
pero, potenciado por el prestigio de la selva, se destina a una clientela
principalmente mestiza y blanca, y se sobrepone de todos modos a un
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uso no terapéutico aun vivo en parte. La ayahuasca es, por ejemplo,
uno de los ítenes básicos de la civilización ucayalina – históricamente mestiza pero simbólicamente india – que se manifiesta, también,
por ejemplo, en un estilo grafico (Shipibo-Conibo, Piro, Kaxinawa)
íntimamente ligado a las visones que ella produce, y a la que podrían
encontrarse probablemente paralelos en la región del río Negro, donde
la ayahuasca acompaña una koiné cultural semejante. La adopción de
la ayahuasca es con frecuencia un signo de integración en ese proceso
civilizador local, que pasa a incorporar en su seno prácticas anteriores.
Véase el caso de los Cashibo, que aún relataron a Edwin Frank (1994,
p. 181) una situación anterior a su adopción de los modos Shipibo,
cuando no usaban la ayahuasca, y el chamanismo se afanaba en
prácticas realizadas a la sombra de la samauma – como hemos visto,
un agente visionario ampliamente desplazado por la ayahuasca. La
magia de caza de los Amahuaca (Carneiro, 1970) incluía las mismas
ordalías que actualmente componen, bajo la égida de la ayahuasca,
el proceso de iniciación del chamán Yaminawa. Los Kulina recuerdan
haber aprendido el uso de la ayahuasca de los Kanamari, que a su vez
la tomaron de los Kaxinawa (Lorrain, 1994, p. 132). Los Matsiguenga,
aunque consideren la ayahuasca como un don de los Sangarite ancestrales, dan pistas para sospechar un uso reciente, tal vez datado del
trabajo con los madereros en el río Urubamba a mediados del siglo XX
(Shepard, 2005, p. 201-203). Cualquier afirmación sobre el uso o no
uso de ayahuasca por tal o cual pueblo indígena de la región basada
en informaciones de hace dos o tres décadas debería probablemente
revisarse a la luz de relatos más recientes; lo mismo podría decirse
sobre cualquier explicación primitivista.
Sería aventurado atribuir a la ayahuasca un papel determinante
en ese proceso histórico, que en último término no pasa de una ilustración más del error en que se caía cada vez que el mundo amazónico
era visto como un racimo de mónadas aisladas, antes o después de la
llegada de los blancos. Pero es innegable que la ayahuasca proporciona
un registro especialmente expresivo de ese sistema regional. Ese conjunto totémico formado por los etnónimos de los pueblos de la región,
formados a partir de nombres de animales o plantas que se repiten
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de una lengua a otra – en cada conjunto etno-lingüístico tenemos un
pueblo-jaguar, un pueblo-pecarí, etc. – sugiere una versión sociológica del perspectivismo amerindio (Viveiros de Castro, 1996) donde la
diversidad étnica queda englobada por la diversidad de especies: no
hay como distinguir, en muchas de esas narraciones míticas, a esos
jaguares o pecaríes que son humanos de esos humanos que se llaman
jaguares o pecaríes – y donde el mimos agente visionario que faculta la
comunicación con espíritus de otras especies cumple el mismo papel
en la comunicación, amistosa o bélica, entre las diversas etnias. La
ayahuasca viene a ser en ese contexto – juguemos a la tecnología imaginaria – una especie de aloscopio, un instrumento capaz de producir
imágenes inteligibles del otro – sea un otro sociológico o cosmológico
– dando así un motivo y una clave para la comunicación.
Esa comunicación no es menos intensa con esa dimensión que,
para usar un término ya no muy exacto, llamaremos “el mundo de los
blancos”. Al lado de la imaginería selvática comúnmente relatada en las
visiones de la ayahuasca – anacondas, jaguares, espíritus de plantas – es
innegable el cosmopolitismo, o incluso el futurismo, que igualmente
las puebla. Ver ciudades, metrópolis mucho más allá de las modestas
ciudades regionales, dotadas de rascacielos. Fantásticas maquinarias o
hasta aeropuertos para naves espaciales, no es menos común que ver
anacondas o jaguares, y es necesario notar que ese futurismo va más
allá del anécdota pintoresca, reflejando el valor extra-local o exótico
del chamanismo y de la ayahuasca en sí.
Un famoso chamán Shipibo-Conibo (Arévalo-Varela, 1986) especifica el papel de esa ciudad en la iniciación del hechicero, haciendo eco
a declaraciones similares de muchos otros chamanes dentro y fuera del
área de la ayahuasca. La “ciudad” que desde el punto de vista de los
blancos podía ser el emblema del mundo moderno frente a la aldea o
la selva de los indios, es en la visión indígena un centro de poder y de
saber que no necesariamente se identifica con los blancos; véase, por
ejemplo, la versión Yekuana, donde esas ciudades “de espejos” identificadas con las ciudades de los blancos son consideradas creaciones
del demiurgo Wanadi. (Guss, 1989, p. 58-59)
La demanda de chamanes de la selva por parte de la clientela
blanca de la amazonia o aun de la clase media urbana de las nacioILHA
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nes amazónicas da continuidad a un interés por la magia nativa que
nunca ha dejado de manifestarse desde los inicios de la colonia, y que
naturalmente se aplicó también a las plantas psicoactivas – presentes
de modo mucho más marginal, pero no por eso menos interesante, en
la propia tradición europea. El interés de los blancos por la ayahuasca
no tuvo que esperar a la generación beat, y tuvo expresiones tan sorprendentes como la de ese misionero franciscano de inicio del siglo
XX que los Sibundoy (Ramírez de Jara; Castaño Pinzón, 2000, p. 293;
PENA, 2000, p. 65) recuerdan como gran conocedor de la ayahuasca. La
ayahuasca, vista como fármaco o como vehículo trascendente, es siempre una adecuada objetivación de los poderes del chaman indígena,
que puede ser así incorporada en nuevas religiones que combinan en
dosis y modalidades diferentes cristianismo, espiritismo e indianismo
romántico – siendo la Iglesia del Santo Daime, la Unión del Vegetal
y la Barquinha los exponentes más clásicos de un sector religioso en
expansión, que cuenta con expresiones cada vez más ambiciosas en su
programa de hibridación, como es el caso del Caminho Vermelho (una
derivación de la Native Church norteamericana). Un paso más allá, o
más acá, en ese camino, es la creciente (y por supuesto controversa)
proliferación de chamanes “blancos” que usan la ayahuasca (Labate;
Cavnar, 2014) sea en la vecindad y con el saber recibido de otros chamanes, sea en la ciudad como una especie de agentes autorizados de
una iglesia chamánica indígena (Oliveira, 2012). La ayahuasca en sí,
más que los propios chamanes indígenas, ha sido el protagonista de
lo más parecido que podemos encontrar a una contraevangelizacion
indianista que, a partir de la Amazonia, ha insertado temas y elementos
rituales indígenas en el mundo religioso de los “blancos”.
No sin que esos híbridos sean traídos de vuelta listos para nuevas hibridaciones. La ayahuasca baniwa “de los pajés” (chamanes)
diferente de la ayahuasca “de danzar” antes citada, fue introducida
por Venancio Kamiko, profeta fundador de uno de los numerosos contra-cristianismos del Río Negro (Wright, 2005, p. 93). La religión del
Santo Daime, “religión pura de la ayahuasca” puede volver a la aldea
Kaxinawa en una versión reindigenizada donde, junto con el crucero
en la puerta, las imágenes de santos y la disposición del público, (filas
separadas de hombres y mujeres) propios de los rituales daimistas,
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se reserva un lugar a los cantos tradicionales nativos (en la aldea
Novo Futuro, conforme Weber, 2006, p. 178-181). La expansión de la
ayahuasca, muy considerable ya en los Estados Unidos y en Europa,
alcanza también – provocando un nuevo capítulo de discusiones a
respecto de la autenticidad indígena – las prácticas chamánicas de
pueblos indígenas muy distantes de la Alta Amazonia, como es el
caso de los Guaraní de la aldea de Biguaçú, en el litoral sur de Santa
Catarina (De Rose, 2010). Aunque pueda ser más fácilmente entendida
como reindigenización de una práctica adquirida a través de las redes
interamericanas de la New Age (junto con, por ejemplo, la variante
guaraní de la sweat-lodge, o temascal) la tesis local de que ese uso
representaría la recuperación de una práctica antigua en desuso está
en último término condenada a verificarse: es difícil que haya algún
lugar en la América Indígena, o incluso en la Europa despaganizada
y secularizada, donde la ayahuasca no pueda reivindicar la herencia
de los viejos piscoactivos abandonados.
5 Teorias
La mitología referida a la ayahuasca, o en particular a su origen,
no forma un corpus específico segregado del resto de esa mitología
amerindia que se puede encontrar dentro o fuera del área de uso de
la ayahuasca. El mito huaorani al que antes se aludió desarrolla el
tema del desanidador de pájaros, el mismo cuya versión bororo inicia
las Mitológicas de Levi-Strauss. Otros temas son igualmente recurrentes en el corpus general de la mitología amerindia: el origen de
la ayahuasca a partir del desmembramiento de un personaje, o de la
siembra de partes de su cuerpo (Reichel-Dolmatoff, 1975, p. 134-136);
o su germinación en sus distintas variedades, a partir de los órganos
del cuerpo sepultado de un chaman o un jefe – eventualmente un Inca
genérico, como en Luna e Amaringo (1999, p. 50); o su obtención de
un dueño original no humano (como las anacondas, que devorando
al protagonista le hacen conocer los secretos de la bebida (conforme
Lagrou, 2000, p. 33-35). En todos los casos, la ayahuasca se instala
en medio de una mitología preexistente – o, evitando todo rasgo de
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historia conjetural, en la misma mitología en la que participan pueblos
que no conocen la ayahuasca.
Yo mismo sugerí hace unos años (Calavia Sáez, 2000) dos tipos de
mitos referidos a la ayahuasca, que remiten respectivamente al mundo
del río y al mundo del interior de la selva. Los primeros trataban de una
relación con el pueblo de las aguas, dueño de la poción – especialmente
con las anacondas – y de la adquisición de ese conocimiento en el curso
de un intercambio conyugal y de perspectivas. Los segundos sobre la
separación entre vivos y muertos (el origen de la ayahuasca y el de
la muerte se confunden, y la ayahuasca antes de comunicar con los
muertos posibilitó su distanciamiento), y sobre expediciones guerreras.
Esa distinción tiene sentido por lo menos en el caso de los mitos Pano,
en armonía con esa distinción riverside/backwoods presente tanto en
las ideologías locales como en las teorías de los etnólogos – incluyendo
en ella la tesis de la ayahuasca mestiza de Gow, que coincidiría con la
primera variante. Pero, como cualquier clasificación de mitos que intentemos, se agota en ese contexto sin controlar la materia mítica, que
es inmune a clasificaciones: cada clasificación puede ser útil para una
interpretación local, de la cual los mitos, gracias a su calidad transformativa, se pueden escapar un minuto más tarde o un meandro del río
más adelante. Mi clasificación no atendería, por ejemplo, a los mitos
Tukano, que funden ambas opciones. Con esas mismas restricciones
se podría sugerir otra distinción, más formal que temática, que quizás
sea útil para algunas consideraciones que ofrezco más tarde: algunos
mitos presentan a la ayahuasca como operador de transformaciones;
otros, a la propia ayahuasca como avatar de esas transformaciones.
O sea, por este lado mitos que describen la ayahuasca como transformación de un cuerpo: el cuerpo de Yube o del Inka, el dedo de una
mujer Desana, la cola de la anaconda celeste. Por aquel otro, mitos
que describen no tanto el origen de la ayahuasca, sino el modo en que
los humanos aprendieron a usarla, adquiriendo con ello una especie
de clave general del carácter transformacional del mundo. Una mitología como la Yaminawa, que constantemente narra encuentros con
seres animados e inanimados que en el curso de la acción se revelan
humanos y establecen relaciones con el protagonista humano inicial,
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parecen la trascripción de una vasta experiencia con la ayahuasca. El
corpus narrativo de la ayahuasca, de hecho, está compuesto, mucho
más que de narraciones “tradicionales”, de experiencias visionarias
individuales. La literatura es rica en ese tipo de testimonios, que al
mismo tiempo se nutren del acervo mitológico y contribuyen a su
renovación (conforme las narraciones de Prohaño, Peña y Payaguaje
en Luna; White, 2000).
Más interesante que una impracticable síntesis de la mitología
puede ser observar cómo la mitología se articula con el uso de la
ayahuasca. Un informante de Lagrou (2000, p. 32-33) observa que
concentrar la mente en un mito en el momento de tomar la ayahuasca
es el modo correcto de prepararse para las visiones que llegan. Vale la
pena notar que los procesos de iniciación están directamente ligados
a esas mitologías; la iniciación es un primer viaje que prenuncia la
práctica viajera que seguirá. El episodio central de la experiencia Sharanahua o Yaminawa es, como hemos dicho, semejante al mito en que
las anacondas devoran al primer bebedor humano de ayahuasca, y lo
mismo se puede decir de narraciones que describen viajes. Los mitos
son al mismo tiempo guiones de la visión y guías de su interpretación.
En un nivel más sofisticado, Townsley (1993) muestra cómo los cantos
chamánicos que necesariamente acompañan a las visiones, (cantos no
narrativos y cifrados en una lengua hermética que es el núcleo del saber
exclusivo de los chamanes) son versiones “líricas” de los mitos, plagadas de alusiones sutiles a ellos. O sea, podríamos decir, que mantienen
la misma relación con ellos que la poesía renacentista establecía con la
mitología clásica. Citas casi imperceptibles que iluminan el sentido de
los cantos, pero sólo para quienes acumulen erudición suficiente. Lo
que llamamos cosmologías indígenas (a veces por n supera el recelo
de hablar abiertamente de filosofías indígenas) proviene de este tipo de
trabajo de selección y articulación de narraciones míticas, enriquecido
con experiencias chamánicas, dando lugar a extensiones o nuevas
versiones de estos mitos, o a comentarios metanarrativos.
No fue otro el modo en que la filosofía occidental se desarrolló
como comentario de la historia sagrada, haciendo abundante uso
de sus episodios. Como yo mismo ya señalé (Calavia Sáez, 2002) es
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función de los narradores organizar conjuntos mitológicos a partir de
un acervo común, fragmentar o componer narraciones a partir de él.
Esa tarea distributiva forja el argumento de la cosmología. Un buen
ejemplo puede ser el del mito Yawanawa que reúne en un único relato
los mitos de origen de la ayahuasca “del río” y “de tierra adentro”. El
personaje que, casado con una mujer anaconda, conoce la ayahuasca
y es casi devorado por sus cuñados serpientes es el jefe de cuya tumba brota la liana, y cuyo lamento funeral llevará a sus seguidores a
elevarse hasta el cielo y conocer el mundo de los muertos. El relato,
uniendo en un mismo argumento dos narraciones distintas, sintetiza
en un único trazo – del fondo de las aguas hasta el cielo pasando por
la muerte – una visión general del mundo.
No fue necesario, por eso, que las religiones ayahuasqueras, más
o menos ligadas al cristianismo, viniesen a extraer cosmologías de la
práctica visionaria. Ni que Reichel-Dolmatoff (1975) hiciese lo mismo
abstrayendo de esa práctica una serie de “energías” que le permitieran
una descripción del mundo más acorde al estilo intelectual de Occidente. Esa filosofía ya se encuentra en los mitos y en comentarios nativos
mucho más presos a idiomas sensibles, y capaces por ello de efectos
de pensamiento menos familiares. Un buen ejemplo puede ser el del
conjunto Pano – aunque sus líneas generales se puedan identificar en
otras partes, como entre los Yekuana, situados al otro extremo de la
región de la ayahuasca, que establecen las mismas ecuaciones entre
pinturas corporales, visiones, pieles animales y grafismo (Guss, 1989,
p. 102-103, 109-110). Su punto de partida puede ser esa condición
de grafismo que se atribuye a las visiones de la ayahuasca, que se
encuentra también en algunas pieles de animales, en la pintura sobre
cerámica, en los tejidos y en la pintura corporal (la categoría kaxinawa
kënë – conforme Lagrou (2007, p. 108 y ss) – se aplica igualmente a
diseños humanos y patrones naturales, subrayando en ambos casos
una potencia cultural y expresiva) pero que también pueden ser sinestésicamente identificados en los cantos: véase la anécdota transmitida
por Gebhart-Sayer (apud Cunha, 1998, p. 14) de las mujeres shipibo
que, comenzando la ornamentación en los lados opuestos de una gran
vasija, conseguían coordinar sus trazos por medio de los cantos con
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los que acompañaban el trabajo. La ayahuasca cumple un papel de
mediación entre pueblos (incluyendo pueblos no humanos en sentido estricto) pero lo hace sintetizando al mismo tiempo vehículos de
expresión: el visual, el musical, el verbal. Los dibujos son cantos que a
su vez son visiones o pieles, y que constituyen la escritura de ese libro
(escrito por el colibrí, o guardado en la Casa de Dios, extrahumano
en cualquier caso) donde constan los secretos chamánicos12. La cura
del chamán Shipibo consiste en modificar por medio de sus cantos el
dibujo que la ayahuasca le permite ver proyectado sobre el paciente,
evitando deformaciones, o dibujos aislados que interfieran en la trama
regular. (Gebhart-Sayer, 2000)
Pero esa superficie gráfica que atraviesa fronteras entre cuerpos
o entre modos de expresión es capaz también de trasponer barreras
topológicas entre interior y exterior. Efectivamente, la mitología de la
ayahuasca se podría describir como un gran juego circular de englobamientos: el hombre, pintado con los mismos patrones gráficos de
la anaconda, absorbe la ayahuasca, identificada con la anaconda; el
simple encuentro con la anaconda puede causar las sensaciones propias de la ayahuasca; el bebedor se torna anaconda, huele como una
anaconda, devora anacondas13 y ve anacondas que a su vez lo devoran.
Se puede aventurar que el modo de predación de la anaconda, que se
traga enteras a sus víctimas – un destino reservado a los protagonistas de varios mitos de origen de la ayahuasca – haya sido un factor
importante para establecer su valor simbólico predominante14 en una
práctica que gira en torno de esa paradoja topológica: es absorbiendo
la planta como el hombre consigue ver los espíritus que ella contiene,
es tornándose continente de la ayahuasca como el visionario consigue
viajar en el interior de esta. El proceso interior/exterior/interior es
continuo y puede ser reducido a superficie: los cazadores Kaxinawá
identifican en la piel de la serpiente formas de animales que deberán
cazar, porque las figuras animales están contenidas en ese diseño en
principio no – figurativo (Lagrou, 2007, p. 71). Las formas kene, geométricas, y las formas dami, figurativas, son así resultado de énfasis
diferentes de la mirada, que se alternan como fondo y forma en las
artes vinculadas al mundo de la ayahuasca (Lagrou, 2007, p. 69; GUSS,
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1989, p. 108-109). Lo mismo puede decirse de la sucesión, muchas
veces descrita en los relatos de visiones, de patrones geométricos y
figuras, que pueden entenderse como diferentes distancias de la mirada que la ayahuasca hace posible. Como dice Deshayes (2000, p. 158)
la alternativa figurativo/no figurativo no tiene sentido en términos
Kaxinawá: es la mirada indirecta, o la concentración en la sombra o
la periferia de la visión, lo que sirve para revelar la transformación en
las visiones (Deshayes, 2000, p. 207 y ss). Quizás pueda entenderse
como una versión sonora de ese movimiento el estilo polifónico de los
cantos de la ayahuasca, donde las voces alternadamente suben a un
primer plano o se relegan a un fondo continuo en segundo o tercer
plano. En resumen, la ayahuasca parece desencadenar un modo de
percepción que, en un único movimiento, transforma en superficie
continua interior y exterior, fondo y forma, inscribiendo en ese vaivén
la diversidad de los seres.
Si poco antes aludimos a la poesía renacentista y al continuum
teología-filosofía del occidente, podríamos extender ahora esa comparación al dominio de las artes pláticas europeas, y al papel que la
perspectiva jugó en ellas. Un fascinante artículo, poco conocido, de
Ortega y Gasset (1949) proponía entender toda la historia de la pintura occidental como una trayectoria de distanciamiento del punto
de vista del observador con relación a su objeto. La idea central es la
oposición entre una mirada próxima, que da volumen y corporeidad
al objeto y lo aísla de su contexto, y una mirada distante que privilegia
el espacio vacío y sublima los cuerpos. Primero – como en el arte del
Quattrocento – el ojo avanza sobre la forma vista; después se contrae,
dando lugar al espacio. Y esa mirada más distante es también la más
subjetiva, como ocurre en el impresionismo, con la cromatización del
mundo y la disgregación de las formas: el pintor ya no se ocupa de
la realidad, sino de la sensación. El proceso – añade Ortega – no se
detiene en la superficie del ojo, y se refugia más adentro: así, Cezanne
y los cubistas recuperan el volumen, pero ya es un volumen a priori,
presente en el intelecto del artista e impuesto al exterior. En el lapso
de cinco siglos los pintores pintan primero cosas, después sensaciones,
después ideas, y a cada punto de esa trayectoria corresponde también
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una concepción filosófica: realismo, subjetivismo, razón trascendental.
Ortega sugería una filosofía del arte que los historiadores continuarían revelando durante l siglo XX. Como indica Panofsky (1983) el
auge de la pintura perspectiva, en el renacimiento clásico, encarnó la
empresa de representar, más allá de objetos individuales, el espacio,
o esa extensión de la materia que constituía su denominador común.
Más que una simple representación, más que una prueba de maestría
técnica, la pintura perspectiva es un tema de reflexión filosófica (la
perspectiva siempre sirvió a los filósofos como un ejemplo privilegiado
del engaño de los sentidos) y, aún más, una demostración “de laboratorio” o al menos “de taller” de que el mundo está compuesto de
materia indistinta.
La ayahuasca proporciona una evidencia visual equivalente para
el pensamiento indígena, aunque apunte a perceptos muy diferentes. Sobre todo, porque el movimiento no es monopolio de un sujeto
observador humano. Sus objetos son móviles: son, en realidad, otros
sujetos que se aproximan o apartan del visionario, en general tumbado
y quieto en su hamaca. En lugar de confinar las capacidades humanas
en el ojo o en la mente del observador, la ayahuasca las desinterioriza,
mostrando esas capacidades repartidas por el ancho mundo, y transformando en escritura (entiéndase, una escritura original, no dependiente
del Verbo) lo que para una visión común serían cuerpos, lenguajes,
especies o etnias discretas. Nada, dígase de paso, que recuerde a una
vaga fusión mística de todo: más bien a una infinita fragmentación
que, en lugar de resolverse mediante reducciones unificadoras, se
ordena según una vasta combinatoria15.
6 Más Teorías
En la sumaria revisión de la literatura etnográfica que cabe en
este artículo es posible identificar con facilidad lo que la ayahuasca no
es. No es una tradición repetida con variables accesorias de un pueblo a
otro. No es la realización cultural de las virtudes de un principio activo.
No es un capítulo del chamanismo o de la cultura. No es una religión.
En rigor, la ayahuasca no es nada, o mejor dicho no es nada más. No
trae a colación mitos, rituales o formas sociales nuevas: incluso sus
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propiedades psicoactivas continúan – a veces en tono menor – las de
otras “plantas de poder”. Pero en esa condición la ayahuasca organiza
redes: de información chamánica, de relaciones comerciales o bélicas,
de imágenes del otro, de psicoactivos. El objeto de este texto es huidizo.
A pretexto de la ayahuasca se puede estar hablando de perspectivismo
amerindio, de la labilidad del chamanismo, o de una socialidad indígena no amarrada a cuerpos sólidos, o del carácter transformacional
de los mitos: tópicos todos ellos que pueden identificarse, lejos del
ámbito de la ayahuasca, en buena parte de la etnología amazónica – o
no amazónica – actual. ¿Estaríamos simplemente proyectando conceptos tomados de una moda intelectual? Creo que sí, con la salvedad
de que se trata de una moda intelectual indígena y de que es la propia
ayahuasca, y el modo de percepción que ella proporciona, lo que se
está proyectando sobre una cosmología y una sociología. La ayahuasca, hoy, no es indígena por origen sino por elección: dejando – cada
vez más – de ser un elemento dentro de un conjunto de psicoactivos
para ser su resumen, ella es uno de los modos, quizás el más ágil, de
dar coherencia a la trama de relaciones que componen la vida actual
de los índios.
Notas
1
2
3
4
5
Este artículo, con algunas modificaciones ligeras y alguna ampliación de
peso, es el mismo publicado anteriormente, em inglés, bajo el título A vine
network (Sáez, 2011). Las alteraciones citadas son, sin embargo, suficientes
para que lo considere su versión principal.
Usaremos preferentemente el término ayahuasca, para evitar la confusión
que resultaría de alternar términos como shori, huni, miyabu, kàhi (sus
equivalentes Yaminawa, Kaxinawa, Huaorani, Yekuana) etc. Aparecerá
algunas veces yagé (el termino tukano, muy usado también en la literatura,
y cipó, una designación común en Brasil.
Ott (apud Bianchi, 2005, p. 326) sugiere de hecho la reducción de toda esa
diversidad a una formula básica común, que el llama pharmahuasca, un
mínimo común denominador compuesto de fuentes de DMT y betacarbolinas.
Publicado originalmente en 1908, aunque relate una experiencia de 1852.
Esa función del tabaco como moneda corriente en as transacciones con el
más allá ha pasado al dominio de la religiosidad popular brasileña: el tabaco
es la ofrenda más común que se puede dedicar a los seres sobrenaturales,
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en contextos codificados como el de la Umbanda o en el mundo mas o
menos fluido de las creencias amazónicas.
Los Matsiguenga (Shepard, 2005, p. 202) prefieren las variedades cultivadas, con recelo del carácter tóxico que puedan tener las silvestres.
Furst (1990, p. 15) indica que solo la practica chamánica explica que el
número de los psicoactivos conocidos en el hemisferio americano supere
al de todos los otros continentes juntos.
Según el mismo autor, aunque la decocción sea administrada a los jóvenes
iniciantes, no hay ninguna referencia a visiones (el autor no explica si esa
ayahuasca incluye psychotria; por lo demás, los Huaorani tampoco utilizan
otras plantas psicoactivas comunes, como la datura o el propio tabaco).
Esa potencia especifica de comunicar con los muertos esta presente en la
propia etimología de ayahuasca – cuerda de los muertos, en quéchua – pero
también en usos como los del “caapi dos pajés” baniwa (Wright, 2005)
donde es esa función lo que diferencia la ayahuasca del paricá.
Hugh Jones (1996; p. 39) cita sin embargo el uso de otro tipo de yagé,
fish-yagé.
Esos mariri serian aun realizados en aldeas Yaminawa más remotas, como
la del río Iaco.
Los dibujos son la escritura de los espíritus – yushi (conforme Lagrou, 2007,
p. 70). Igualmente, el relato mítico es para los Kaxinawá, antsa kene, es
decir, dibujo hablado. (Deshayes, 2000, p. 190)
Conforme Cofacci de Lima (2000, p. 132-134). La dieta prescrita a los jóvenes
Yawanawá que están siendo iniciados – pequeños animales como ratones,
etc. acompañando un consumo constante de ayahuasca – obedece a esa
identificación: ellos deben comer lo que comen los boideos. En diversas
variantes de la iniciación chamánica Pano, los novicios deben ingerir el
corazón, los excrementos o alguna otra sustancia extraída de la serpiente,
comer su carne o chupar su lengua.
Eso es visible por lo menos en el caso Pano que estoy comentando donde
(conforme el comentario para el caso katukina de Coffacci de Lima (2000, p.
215) su presencia en el imaginario chamánico supera en mucho a la del jaguar.
Conforme Descola (2006, p. 241-243) para un relato de la experiencia de
la ayahuasca de un intelectual europeo ajeno a la cultura psicodélica.
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Recebido em 1º/08/2014
Aceito em 08/09/2014
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