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Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Lema
Primavera, 2018
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
Corre, Martín, corre
Primavera, 2018
El otro amor
Verano, 1980
Otoño, 1992
Verano, 1980
El corazón
Verano, 1980
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
Bajo el agua, 1954
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
Los aromas del corazón
Verano, 1980
¿Quién?
Verano, 1980
Invierno, 1985
Primavera, 2018
Verano, 1980
Invierno, 1985
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
El arte de decidir
Primavera, 2018
Verano, 1980
Primavera, 2018
Verano, 1980
Un domingo de invierno, 2019
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Sinopsis
La teoría de los archipiélagos viene a decir que todos somos islas,
llegamos solos a este mundo y nos vamos exactamente igual, pero
necesitamos tener otras islas alrededor para sentirnos felices en
medio de ese mar que une tanto como separa. Yo siempre he
pensado que sería una isla pequeñita, de esas en las que hay tres
palmeras, una playa, dos rocas y poco más; me he sentido invisible
durante gran parte de mi vida. Pero entonces apareciste tú, que sin
duda serías una isla volcánica llena de grutas y flores. Y es la
primera vez que me pregunto si dos islas pueden tocarse en la
profundidad del océano, aunque nadie sea capaz de verlo. Si eso
existe, si entre los corales y sedimentos y lo que sea que nos ancla
en medio del mar hay un punto de unión, sin duda somos tú y yo. Y,
si no es así, estamos tan cerca que estoy convencido de poder
llegar nadando hasta ti
LA TEORÍA DE LOS
ARCHIPIÉLAGOS
Alice Kellen
Para Pablo, que confió en esta historia
(y en todas las demás)
Uno tiene que estar feliz donde puede
si no puede estar feliz donde quiere.
CATALINA AGUILAR MASTRETTA
Primavera, 2018
odo ha cambiado, aunque Martín no está seguro de que
sus recuerdos sean fieles, porque han pasado casi cuarenta años desde que
llegó al pueblo en mitad de una tormenta y subido a un destartalado Ford
blanco que pedía a gritos una muerte digna.
Ahora, las calles lo reciben silenciosas. No lo reconocen. No saben quién
es. Pensarán que se trata de un forastero más que desea alejarse del ruido de
la ciudad, pero lo que busca el hombre de setenta y dos años que acaba de
parar delante del hostal es un amor perdido. Todavía no está seguro de
cómo empezar a buscarlo; al fin y al cabo, no se trata de un calcetín o de un
antiguo cromo. Y no va a ser tan sencillo dar con esa persona, porque lo que
le interesa no es un cuerpo, sino descubrir si todo lo que ambos
entretejieron, esa historia efímera pero profunda, ha sobrevivido después de
tantas décadas.
A Martín también lo azotan otras dudas que siempre arrastra el paso del
tiempo, por eso tiene miedo. Tiene tanto miedo que no está seguro de que
las manos agarrotadas se deban tan solo a la artrosis. La pregunta que ha
flotado a su alrededor durante todo el trayecto desde Madrid hasta Valencia
es: ¿seguirá latiendo ese corazón que tanto echa de menos o se paró un día
cualquiera y el vínculo que los unía estaba tan desgastado que él ni siquiera
lo notó? Quizá estaba tomándose un café en el bar del barrio o leyendo las
noticias en el periódico, incapaz de percibir que aquello había ocurrido.
Sea como sea, necesita averiguarlo.
Martín está convencido de que un inflexible reloj que nadie más puede
ver lo acompaña a todas partes desde hace unos años, y el tic, tac, tic, tac no
lo deja dormir tranquilo. Sabe que el tiempo corre en su contra. Sabe que es
su última oportunidad. Y sabe que necesita tener una conversación más con
su antiguo amor antes de despedirse de este mundo.
La dueña del hostal le dice que quedan dos habitaciones libres.
—¿En qué se diferencian?
—La ventana de la habitación doble da a la calle principal; además, es
más grande y tiene una zona de estar con una cafetera e infusiones.
—Me quedaré con esa.
—¿Cuántas noches estará?
—Todavía no lo he decidido.
La mujer le dirige una mirada curiosa, pero es evidente que tras años
regentando aquel hostal domina el arte de no hacer preguntas incómodas.
—De acuerdo. Bastará con que pague cada noche con veinticuatro horas
de antelación —dice mientras Martín saca unos cuantos billetes y los deja
sobre el mostrador de madera envejecida—. Tenga, esta es la llave de la
habitación.
Después, tarda una eternidad en subir hasta el segundo piso: un escalón,
otro y otro más, cualquiera diría que no se acaban nunca. Al entrar, deja la
maleta sobre la alfombra, que tiene un diseño floreado que parece fundirse
con el estampado del edredón que cubre la cama. Martín abre las ventanas,
respira el aire cálido primaveral y luego empieza a deshacer el equipaje. No
ha traído gran cosa, tan solo unas cuantas camisas lisas de algodón,
pantalones de pana, que su nieta insiste en que están pasados de moda, un
sombrero de paja que nunca ha usado en Madrid, algunos libros que años
atrás se prometió releer, varias fotografías dentro de la cartera, sus
medicinas y, lo más importante, un cuaderno de dibujo antiguo con las
páginas amarillentas.
A algunas personas les da por aferrarse a cosas materiales conforme se
hacen mayores y, sin embargo, a él le ha ocurrido todo lo contrario: respeta
la fascinación que los objetos despiertan en el alma, pero dejó de darles
valor cuando comprendió que nada de eso podría hacerlo feliz. Martín
considera que hay dos tipos de felicidad: la de los pequeños momentos,
ordinariamente asequible, y la plena, pura e inmensa, un bienestar tan
hondo que es capaz de emborrachar hasta el delirio.
Una vez, él se sintió así.
Pero no cree que pueda repetirse, porque ese tipo de felicidad es como
ver una estrella fugaz en una noche nublada o perder un botón en la calle y
encontrarlo días después.
Antes de salir de la habitación, mira su teléfono y no le sorprende
descubrir que no hay ninguna llamada. Sus hijos siempre están ocupados
corriendo a todas partes, como le pasa a la gente joven, y sus dos nietas
tienen mejores cosas que hacer que perder el tiempo hablando con un
anciano como él. En una ocasión, la más pequeña hizo un trabajo para el
instituto que tituló «Mi abuelo Martín», y durante varias tardes merendaron
churros con chocolate en una cafetería de Lavapiés y charlaron durante
horas. Cuando terminaron, ella le aseguró que lo había disfrutado y que
deberían repetir el plan una vez a la semana, pero la intención cayó en el
olvido y él no quiso recordárselo para no molestarla.
Martín se siente como si fuese un puñado de azúcar disolviéndose en
café caliente. Cree que todo él va desapareciendo conforme envejece. En las
últimas décadas ha desaparecido la fuerza que tenía en las piernas y en los
brazos; han desaparecido recuerdos, objetos que un día le importaron y la
emoción de alcanzar metas; ha desaparecido incluso la percepción que tenía
del tiempo y del espacio, como si todo se hubiese ralentizado.
Se ha vuelto invisible, incluso para sus allegados.
Pese al dolor, Martín lo entiende porque él también fue joven y recuerda
la sensación de pensar que el mundo era un lugar burbujeante y lleno de
estímulos.
Sin embargo, le hubiese gustado comer más churros con chocolate junto
a su nieta, sí. Y quizá seguir desgranando con ella retazos de su vida hasta
dejar atrás lo superfluo y llegar más abajo, más, para tocar la afilada verdad.
Esa verdad que tan solo conoce otra persona y que tiene que ver con una
historia de amor y desamor, tan dulce como el almíbar y tan amarga como
todas las despedidas.
Verano, 1980
entro de su viejo Ford blanco, Martín se inclinó y
entornó los ojos para intentar ver algo en medio de la tormenta que se había
desatado instantes antes de tomar el desvío que conducía hacia el pueblo.
Los limpiaparabrisas se movían con rapidez, pero no era suficiente para
ganarles la batalla a las gruesas gotas de lluvia.
—Mierda. —Soltó un suspiro y frenó a un lado de la carretera.
Sacó el mapa de la guantera y lo abrió sobre el volante. No tenía ni idea
de dónde estaba, aunque las indicaciones de su jefe habían sido precisas:
«En cuanto entres en el pueblo, gira a la derecha, sigue recto y en el tercer
cruce te desvías hacia la izquierda. La casa está en el número 17, tiene un
buzón de color verde».
Llevaba un rato dando vueltas sin ver ningún maldito buzón verde. Al
final, gruñendo por lo bajo, se peleó tontamente con el mapa, lo tiró en el
asiento de al lado y bajó del coche. No llevaba paraguas. Corrió hasta el bar
de la esquina y unas campanillas tintinearon cuando abrió la puerta. Varios
pares de ojos se posaron en él y seguro que tardaron menos de un segundo
en deducir que aquel no era su sitio. No se equivocaban. Martín se apartó el
pelo húmedo de la frente, se acercó a la barra y pidió una gaseosa. Después,
abordó al camarero de rostro enjuto que lo miraba con desconfianza:
—Busco la casa de Álvaro Ugarte, quizá lo conozca. Es mi jefe. Me dio
instrucciones para encontrarla, pero con esta lluvia...
—La tienes al final de la calle. La gaseosa son cuarenta pesetas.
Martín le dio las gracias, se terminó el refresco y salió de allí con la
esperanza de no tener que volver. Nunca le habían gustado los pueblos
pequeños porque tenía la sensación de que sus gentes lo juzgaban con
condescendencia por ser incapaz de deducir el tiempo que haría al día
siguiente solo con mirar al cielo o de adivinar qué hortalizas debían
plantarse en primavera o en otoño. Él era un hombre de ciudad, siempre lo
había sido. Le gustaba el ruido de fondo, ese ronroneo del tráfico, la gente y
las persianas de los establecimientos al abrir de buena mañana. Y en sus
ratos libres disfrutaba acudiendo al teatro o visitando algún museo, nada de
quemar las tardes jugando a las cartas en una taberna hablando de fútbol o
criticando a los políticos sin tener ni idea del tema.
La casa lo acogió en su silencio cuando logró entrar.
Tal como le había prometido su jefe, era un lugar pequeño y tranquilo.
Las gruesas paredes pintadas de un blanco calizo protegían dos dormitorios,
un agradable salón sin televisor y una cocina de azulejos rectangulares con
la cenefa de unas naranjas.
Se sacó el paquete de tabaco del bolsillo de los pantalones y se encendió
un cigarrillo. Fuera, la lluvia seguía cayendo con furia, como si estuviese
cabreada. «Quizá tanto como Candela», pensó él. Sí, sí. Candela caería así
sobre él si pudiese convertirse en agua, aunque ni siquiera sabía en qué se
había equivocado y quizá eso era lo peor de todo. «Es tu actitud en general
—solía decirle ella—, no tienes ambiciones, no avanzas, no te arriesgas.»
Expulsó el humo con desgana y miró alrededor.
Corría el año 1980 y su jefe había sido muy considerado al prestarle
aquella casa, que heredó de una tía lejana, para que Martín pudiese terminar
el último proyecto que le había encargado la editorial. La idea era sencilla:
una enciclopedia botánica con plantas y flores dibujadas a lápiz y destinada
a todos los públicos, nada demasiado técnico. Martín llevaba tiempo
recopilando información y su única tarea durante los próximos dos meses
de verano era pasarlo todo a limpio para poder entregarlo en setiembre. En
teoría, era fácil, nada que no hubiese hecho antes, pero estaba descentrado y
el tiempo se le echaba encima.
—Déjame ver lo que tienes —le pidió Álvaro semanas atrás.
—Es que todavía no he empezado la última versión...
—¿A estas alturas? Entregamos a imprenta a finales de verano. —Su jefe
le dirigió una mirada perspicaz mientras el ajetreo de la oficina seguía su
curso; la editorial, pequeña y casi desconocida, estaba lejos de ser un lugar
sofisticado—. ¿Qué te está ocurriendo? ¿Tienes problemas en casa? ¿Es
eso? Vamos, muchacho, puedes contármelo.
A pesar de que llevaban años trabajando juntos, nunca habían traspasado
esa delgada línea que separa el compañerismo de la amistad. Y aunque
hubiese sido el caso, Martín no tenía nada que decir porque ni siquiera él
sabía qué le pasaba. Se sentía... inquieto, sí. Casi incómodo en su propia
piel. Quizá más irritable de lo habitual.
—Será que me aturde el calor del verano en Madrid. Mire, intentaré traer
los primeros capítulos dentro de unas semanas, tan solo deme algo más de
tiempo.
—Tengo una idea mejor: coge tus apuntes, la máquina de escribir y las
llaves de la casa que tengo en un pueblo de Valencia. La única condición es
que termines a tiempo. Si te quedas aquí, poco harás estos meses con los
críos de vacaciones.
Aún le sorprendía haber aceptado, pero tomó la decisión en cuanto
regresó a casa y Candela y él comenzaron a discutir por quién sabe qué.
Cada vez ocurría con más frecuencia, cuando no era porque iban justos de
dinero surgía algún otro problema. Y en la mente de Martín revoloteaba un
pensamiento angustioso: «Nunca podré hacerla feliz». No importaba cuánto
se esforzase, porque sería insuficiente. Compartían momentos buenos,
claro, picos altísimos que solo provocaban que después la caída fuese más
grande. A su lado, Martín se sentía un inútil, y una vocecita le gritaba que
estaba defectuoso.
«Deberías aspirar a más», insistía ella. Y él entendía que quisiese un
coche mejor y que los niños fuesen a un colegio más prestigioso y que
pudiesen comprarse la ropa en la boutique más elegante del barrio y que
acudiesen a ese supermercado de frutas brillantes en lugar de a la tienda de
la esquina, regentada por Josefa, y que pudiesen cenar en restaurantes caros
con velas titilantes y que el cielo fuese más azul y los pájaros cantasen
mejor y cada día saliese el arco iris y...
«Más, más, siempre más.»
Primavera, 2018
esde que se jubiló, pasear se había convertido en el
pasatiempo favorito de Martín. Resulta que uno puede descubrir muchas
cosas cuando camina sin rumbo fijo y nadie lo está esperando para comer o
para que fiche al entrar al trabajo. De pronto, sus pies ya no corren para
llegar a ninguna parte, y el tiempo se dilata y se expande como si fuese de
goma. Nada lo distrae, así que se fija en que ha desaparecido la tienda de
ultramarinos que había en la plaza de suelo adoquinado, también percibe
que han pintado la iglesia de blanco hace bien poco y que debieron de
renovar la campana años atrás, porque él la recordaba deslucida y pequeña;
hay más semáforos, un establecimiento con el escaparate lleno de bicicletas
brillantes y, al lado, una papelería que antes no existía.
Lo deja todo atrás y sigue caminando hacia las afueras del pueblo.
El aire huele a romero, al humo de la chimenea del bar y a la primavera
que se abre a su alrededor sin atisbo de timidez. Inspira hondo como si
desease cazar el familiar aroma y, poco después, allá a lo lejos, distingue las
tejas rojizas de la casa.
«Casa.» Cuatro letras, un refugio para el alma. Él consideró que aquella
lo era a pesar de no ser suya, porque allí se sintió joven y hombre y viejo,
todo al mismo tiempo, como si su existencia se condensase en los meses de
verano que pasaron juntos.
Ni siquiera es consciente de que camina cada vez más despacio, pero lo
hace. «Puede que me siga faltando valor», piensa cuando se encuentra
cerca, y se pregunta si debería dar media vuelta y largarse. Pero no lo hace.
Tan solo se limita a observar la propiedad para intentar deducir si habrá
cambiado de dueño. La puerta de madera está deslucida y en la terraza hay
sillas y una mesa con varios botes de cristal que parecen preparados para
hacer conservas. Cerca, una enredadera trepa por el lateral y se distinguen
salpicaduras de color en el camino que conduce hacia la parte trasera.
Flores. Son flores. Hay pocas, eso sí, pero las suficientes para que Martín
quiera llorar de felicidad, porque distingue los narcisos asomando y
entonces sabe que está allí.
Él sigue vivo.
Él aún es real.
Continúa sin tener timbre, así que Martín golpea la puerta con fuerza y
espera, espera, espera. Le tiemblan las rodillas. «Maldito cuerpo inútil»,
piensa. Los huesos y los músculos ya no son capaces de disimular las
emociones como lo hacían antaño.
La puerta se abre con un molesto crujido.
—Sea lo que sea que hayas venido a venderme, no me interesa, así que
no pierdas el tiempo y ve a molestar al vecino —refunfuña la voz ronca de
aquel hombre delgado de piel aceitunada y ojos azules que parecen
esconderse entre las arrugas de su rostro.
—Isaac...
El aludido alza la vista cuando comprende que no tiene delante a un
comercial ni nada parecido, sino a alguien que lo conoce bien, quizá mejor
de lo que nadie lo hizo nunca. Entonces, sus miradas se encuentran. Y dos
corazones aceleran el ritmo. Una mandíbula se tensa. Unas manos
adquieren rigidez. Y una puerta se cierra de golpe.
Martín tarda unos instantes en asimilar el rechazo.
«¿Y ahora qué?», se pregunta con desesperación. Ha sido rudo, pero no
puede decir que esté sorprendido. Lo esperaba. Por eso se dice: «Inténtalo
otra vez».
Vuelve a llamar, pero nadie responde. Sin embargo, sabe que él está ahí,
es probable que ni siquiera se haya alejado de esa puerta que los separa
mientras los recuerdos flotan alrededor. Isaac siempre fue el más impulsivo
de los dos. Y el más visceral. Y el más tajante. Y el más transparente. Quizá
por eso encajó tan bien con la tibieza de Martín.
—¡Vamos, abre la puerta! —le grita, espera y, al ver que no da resultado,
opta por pellizcarle donde sabe que más le dolerá—. ¿Te has convertido en
uno de esos viejos cascarrabias? Mira tú por dónde, eso sí que no me lo
esperaba...
El crujido suena más brusco en esta ocasión. Isaac estira los hombros
para evitar mostrarse encorvado y mira a Martín con descaro, casi
desafiante. Parece que quiera decirle: «Aquí estoy, aquí me tienes, porque a
diferencia de ti nunca he sido un cobarde».
—¿Qué quieres?
—Verte, es evidente.
—Ya lo has hecho, así que...
—Espera. —Martín apoya la mano huesuda en el marco de la puerta—.
Sé que debería haberte avisado antes de venir, pero imaginaba que entonces
no tendría ninguna oportunidad. Esto tampoco es fácil para mí después de
todo este tiempo..., todo lo que...
—Treinta y ocho años —lo corta Isaac.
—¿Tanto? Pues tienes buen aspecto.
Isaac frunce el ceño en respuesta a la broma.
—¿Para qué has venido? —insiste.
Martín coge aire. Se le ocurren docenas de razones que podrían explicar
que en estos momentos se encuentre delante de ese hombre. Podría decirle:
«He venido porque fuiste aquello que nunca pude tener y los anhelos
negados son espinas en el alma». O: «He venido porque te quise y, con los
años, se empequeñecen los sueños, pero no los amores». Incluso: «He
venido porque tú y yo seguimos siendo tú y yo».
Pero, en cambio, tan solo es capaz de decir:
—Me encantaría que pudiésemos... charlar.
—Charlar —repite Isaac. Y es muy curioso, pero sigue teniendo el don
de imprimir en una palabra emociones complejísimas. Quizá sea el tono o el
regusto amargo final, pero Martín puede distinguir una profunda decepción
entre la ce y la erre.
—Sí. Estaría bien, por los viejos tiempos.
Isaac le dirige una mirada cargada de ironía.
—¿Te has planteado apuntarte a los viajes del Imserso? He oído que son
baratos, y Benidorm es un destino agradable para principios de verano.
—¿A qué viene eso? —pregunta Martín.
—Porque ahí podrás encontrar a gente a la que le apetezca charlar.
Después le cierra la puerta en las narices. Y entonces sí, oye sus pasos
alejándose sin detenerse. Martín se queda ahí parado, sin saber qué hacer, y
al final decide que no importa, no, no importa, tiene tiempo. Tras toda una
vida, ¿qué suponen unos cuantos días más? Así que toma aire y se gira.
Entonces vuelve a fijarse en los narcisos, se acerca con paso renqueante y
arranca una de las flores.
«Chúpate esa, Isaac. Una pequeña venganza.»
Luego, se marcha sin dejar de sonreír.
Verano, 1980
n los cuatro días que llevaba viviendo en aquella casita
de pueblo, Martín había avanzado en el proyecto más que durante las
últimas semanas en la ciudad. No le costó establecer una rutina: se
levantaba al amanecer, preparaba una cafetera y empezaba a clasificar la
información que tenía agrupándola por temas. Después separaba las páginas
que pretendía pasar a limpio antes del anochecer y, para ello, se acomodaba
en la terraza interior. Era un lugar húmedo y lleno de vegetación que había
crecido a sus anchas durante las últimas décadas hasta apoderarse de las
paredes. Desde allí, el teléfono apenas se oía porque estaba en la otra punta
de la casa, en el salón, pero Candela acostumbraba a llamar a última hora de
la tarde. No se decían gran cosa, aunque a Martín le apaciguaba oír su voz y
hablar un rato con los críos antes de que perdiesen el interés y terminasen
pasándole el aparato de nuevo a su madre, que no tardaba en despedirse.
Pero la buena racha se truncó aquella mañana.
Martín estaba escribiendo a máquina con un cigarrillo entre los labios,
sentado frente a la mesa redonda que había sacado a la terraza. Los papeles
desperdigados lo ocupaban todo mientras él tecleaba con ahínco. Tenía la
esperanza de que el día fuese aún más productivo que los anteriores; así,
quizá, podría disponer de más tiempo para los bocetos que debía dibujar y
que había decidido dejar para el final.
Y entonces ocurrió: la ceniza se desprendió del cigarro y cayó sobre los
apuntes que había debajo. Martín maldijo entre dientes y apartó los restos
con la mano, pero lo único que consiguió fue derramar con el codo el café
caliente que se había preparado cinco minutos antes. El líquido oscuro
cubrió los papeles.
—¡Mierda! ¡No, no, no! ¡Joder!
Intentó salvarlos, pero no hubo nada que hacer. Probó a frotarlos con
delicadeza e incluso tendió unos cuantos con pinzas como si fuesen bragas
y calzoncillos, pero cuando el sol los secó no quedaron letras que rescatar.
Llegados a ese punto, Martín decidió que no podía permitirse el lujo de
llamar a su jefe para contarle lo que había ocurrido después de todo lo que
había hecho por él. Total, si solo era un capítulo. Uno de los importantes, sí,
pero nada especialmente complicado: «Plantas medicinales».
Así que esa tarde se dirigió a la única floristería del pueblo.
Lo recibió una señora de mejillas rosadas y sonrisa fácil. Estaba
preparando un ramo encima del mostrador con margaritas, crisantemos
malvas y ranúnculos.
—Buenas tardes. Verá, quizá le parezca algo raro, pero me ha surgido un
contratiempo y estoy buscando a alguien que tenga conocimientos sobre
plantas medicinales. Pensé que quizá usted sabría algo. Es para una
enciclopedia.
—Así que eres el escritor —contestó ella.
—Imagino que sí. —Martín se mordió la lengua para evitar quejarse
sobre las habladurías, puesto que solo se lo había dicho a la chica del
ultramarinos cuando insistió en preguntarle por qué había ido a parar a
aquel pueblo perdido entre las montañas.
—Lamento decirte que no es algo sobre lo que entienda demasiado. Pero
conozco a la persona indicada, seguro que él podrá echarte una mano. Es un
joven encantador de aquí del pueblo, el mismo que me trae flores frescas
cada mañana.
—Perfecto. Se lo agradezco de veras.
Martín salió del establecimiento con unas indicaciones escritas en un
papel. Montó en el Ford y condujo hacia allí sin dificultad, no solo porque
la lluvia parecía haberse disipado del todo tras su llegada, sino porque era
fácil familiarizarse con un pueblo que tan solo tenía dos calles principales
en las que se desarrollaba toda la vida social y una plaza; el resto eran
viviendas adheridas alrededor como un anillo tras otro.
La casa estaba a las afueras, apartada de las demás. Una cerca de madera
delimitaba la propiedad rodeada por un monte lleno de pinos. Martín pensó
que era uno de esos lugares con personalidad, no como el piso que Candela
y él se habían comprado en Madrid unos años atrás y cuya decoración era
exactamente igual que la del resto del edificio, con vajillas que nunca se
usaban en vitrinas, el suelo con un estampado horrible y pequeños
electrodomésticos que cogían polvo en algún armario, como esa
sandwichera que les regalaron en su boda o el exprimidor de naranjas.
Avanzó por el camino, salpicado de macetas, y llamó a la puerta al no
encontrar ningún timbre. Nadie respondió. Probó una segunda vez con la
misma suerte. Una motocicleta estaba aparcada en la entrada y se oían
golpes secos y rítmicos, así que Martín se tomó la confianza de rodear la
casa para llegar hasta la parte de atrás.
Y allí estaba él, con una azada en la mano.
Levantó la vista y frunció el ceño al verlo.
—¿Quién eres y qué haces aquí?
—Busco a Isaac, me dio su...
—¿Para qué me buscas?
No tenía unos modales exquisitos, eso desde luego. Martín suspiró e
intentó mostrarse paciente porque le convenía, pero no le gustó el gesto
hosco de aquel hombre. Parecía más joven que él, quizá tres o cuatro años,
tenía la piel dorada por el sol y el cabello cobrizo y alborotado. En su cuello
colgaba una cadena fina de oro con una cruz que contrastaba con su escasa
amabilidad. Se apoyó en el palo de madera de la azada.
—Me llamo Martín Gómez y necesito ayuda con un tema relacionado
con las plantas medicinales. Estoy aquí de paso, me hospedo en la casa de
un amigo. Verás, estoy escribiendo una enciclopedia, pero esta mañana
mientras trabajaba derramé el café, y la mitad de los apuntes quedaron
inservibles y..., bueno... —Tragó saliva al enfrentarse a la mirada
imperturbable del otro—. Te agradecería un poco de ayuda.
—Así que no tienes ni idea de lo que haces.
—¿Cómo dices?
—Sobre lo que escribes.
—Algo sé. No mucho.
—¿Y por qué te lo encargan a ti?
—Pregúntaselo a mi jefe —bromeó, pero Isaac no se rio—. Llevo varios
proyectos al año, no puedo almacenar tantos datos. Además, tengo una
memoria pésima. Y, si te soy sincero, sospecho que me contratan porque
dibujar se me da bien.
—¿Dibujas las plantas?
—Sí, eso intento. Por lo que sé, tú las cultivas.
Isaac se giró como si de pronto fuese consciente de que tras él se
extendía una parcela inmensa repleta de color. Parecía uno de esos jardines
secretos que salen en los cuentos clásicos de hadas, había cierto salvajismo,
pero también delicadeza en cada rincón. Daban ganas de abrir un buen
libro, sentarse en el banco de piedra que descansaba bajo uno de los
frondosos árboles y quedarse ahí para siempre disfrutando de la vida
contemplativa y de la compañía de las letras.
—Así que Pilar te ha dicho que te ayudaría.
—Si te refieres a la florista, entonces sí.
—Qué altruista por mi parte, ¿no crees?
Martín se quedó callado unos segundos para intentar dar con la respuesta
adecuada. Sopesó sus opciones, que no eran muchas, y tomó una decisión:
—Podría pagarte algo. No demasiado. No tengo gran cosa.
—De modo que no eres uno de esos chicos de ciudad que conduce un
Mercedes, esquía en Navidades y va al apartamento de la playa en las
vacaciones de verano.
Martín parpadeó confuso y su buen humor empezó a disiparse. Se
consideraba un hombre paciente, pero aquel tipo estaba cruzando el límite.
Al principio, se había mostrado hosco y gruñón, pero después fue incluso
peor, porque parecía que se divertía a su costa, y la idea de convertirse en
un chiste le resultaba violenta.
—¿Te estás burlando de mí?
—No. Solo te ponía a prueba.
—¿Y he sacado buena nota?
—La suficiente para decirte que me llamo Isaac, que puedo ayudarte y
que no, no te cobraré. Aunque tampoco rechazaré una botella de vino
cuando terminemos.
Tras soltar el aire que había estado conteniendo, se acercó y le estrechó
la mano con decisión. Isaac lo miró a los ojos. Luego, una sonrisa juguetona
se adueñó de sus labios y, sin razón aparente, Martín se estremeció al verla.
Esa fue la primera e inequívoca señal.
Primavera, 2018
l día siguiente, Martín se presenta otra vez delante de la
puerta de la casa de Isaac. Tras el primer intento fallido sabe que lo más
probable es que tenga que enfrentarse a otro rechazo, pero, si hay
esperanza, por escasa que sea, piensa agarrarse a ella porque tiene la
garganta llena de palabras atascadas y necesita dejarlas ir, regalárselas a él.
Casi le sorprende que le abra la puerta.
A Martín vuelve a impresionarle su aspecto, porque durante todos esos
años ha permanecido congelado en su memoria aquel chico descarado de
veintinueve años que tenía una sonrisa cautivadora y, de algún modo
retorcido, esperaba encontrarse con él. Pero no está. Se ha ido. La juventud
siempre se va. El hombre que le devuelve la mirada tiene más aristas, más
recovecos, más astillas que uno podría clavarse si pasase sobre su alma la
punta del dedo. Aunque también quedan restos de lo que fue: su actitud
osada y sin medias tintas, la costumbre de hablar casi murmurando o esa
forma suya de mirarlo, como si intentase atravesar la ropa y la piel y las
costillas, y llegar más y más abajo.
—¿Piensas venir cada mañana? —gruñe.
—Es el plan, sí. No tengo nada mejor que hacer.
Isaac se rinde, se aparta de la puerta y masculla:
—Límpiate los zapatos antes de entrar. Llevas barro.
Obedece y usa el felpudo mientras intenta esconder una sonrisa. Cuando
acepta la invitación y mira alrededor, Martín tiene la sensación de
encontrarse dentro de una gruta que permanece igual pese al paso del
tiempo: los mismos muebles oscuros, la vitrina llena de fósiles y libros al
fondo del salón, los cuadros con motivos florales vistiendo las paredes y ese
extraño equilibrio entre el orden y el caos que solo Isaac sabe mantener.
—Veo que no te ha dado por renovar la decoración.
—¿Café? —pregunta Isaac—. Está recién hecho.
—Vale. —Martín lo sigue hasta la cocina haciendo un esfuerzo por
cohesionar la imagen de su recuerdo con el hombre taciturno que tiene
delante. Lo reconoce en ese ceño fruncido que afloraba con facilidad, en el
carácter explosivo y en los movimientos firmes de sus manos cuando sirve
el líquido caliente en tazas antiguas.
—¿Sigues tomándolo con dos de azúcar?
—Mejor una. Riesgo de diabetes. O eso dice mi médico —explica con
fingida jovialidad en un intento desesperado por disipar la tensión que los
envuelve.
—Bah. Los médicos de hoy en día no le permiten a uno ni respirar.
Le da su taza y regresan al salón. Se sientan. El sofá es nuevo, eso sí,
aunque a Martín le parece más incómodo. Se miran, se observan, se
analizan el uno al otro. El silencio está lejos de parecerse al que compartían
aquel verano, porque ese era plácido y fácil y ligero como el algodón; en
cambio, ahora pesa toneladas. Da la sensación de que el techo de la casa se
agrietará de un momento a otro por culpa de la presión.
Alza la vista hacia las vigas de madera.
—Pues aquí estamos —dice Martín.
—¿Cuánto tiempo te quedarás?
—Todavía no lo sé.
—Improvisar nunca fue lo tuyo.
—Quizá sea hora de intentarlo.
Lo dice en serio. Martín ha vivido en la retaguardia; sí, se defendía
cuando lo atacaban por detrás, pero nunca se ha planteado de verdad salir al
frente y correr más riesgos de los necesarios. Hasta ahora. Una de las cosas
buenas que le ha traído la vejez es que ha dejado de tener miedo. Y, cuando
eso ocurre, todo se ve más claro.
—He oído que te quedas en el hostal. Ten cuidado, hubo dos robos hace
unos meses. Forzaron la puerta. Ya no puede uno estar tranquilo en ninguna
parte, ni siquiera en un pueblo como este. Los tiempos han cambiado.
—Tampoco tendrían nada que robarme.
—Te recordaba más materialista.
—He tenido casi cuarenta años para pulir algunos defectos —contesta
sin apartar la mirada—. Además, me atrevería a decir que tú también has
cambiado.
—¿Y quién no? —Isaac se levanta y se aleja hacia la cocina.
Él no tarda en seguirlo, deja la taza vacía en el fregadero, y los dos
permanecen en silencio delante del ventanal que da a la parte trasera de la
casa. Ahora, el jardín que antaño gozaba de un esplendor mágico es tan solo
un reflejo borroso de aquella época. Quedan enredaderas y rosales, pero
está casi vacío. La imagen podría definir la desolación.
—¿Estás jubilado? —le pregunta Martín.
—Sí. Me cansé de ir de aquí para allá. Y de las flores. De las flores
también.
—Jamás pensé que eso ocurriría.
—La vida está llena de jamases perdidos.
Martín piensa que es imposible olvidar los lugares en los que se ha sido
feliz; quizá porque somos animales y buscamos una madriguera propia para
guarecernos del dolor y de los problemas o, sencillamente, porque es fácil
idealizar todo aquello que envuelve al amor: una ciudad, unos ojos, una
época, una canción, un aroma...
—No volví a ver otro jardín más perfecto —insiste.
—No era perfecto, Martín. Los recuerdos son disfraces.
—Lo era porque cada planta iba a su aire y crecía salvaje y en libertad.
No soporto esos jardines de setos recortados y figuras geométricas, pierde
toda la gracia.
—Daba demasiado trabajo. —Isaac se encoge de hombros.
Entonces a Martín se le ocurre una idea. Puede que sea ridícula e
infantiloide, pero le serviría para asegurarse un poco más de tiempo. Y es
todo lo que necesita: tiempo.
—Podría ayudarte ahí fuera como lo hacíamos antaño.
—¿Estás de broma? —Le dirige una mirada ceñuda—. Dudo que ahora
mismo seas capaz de levantar una pala, y, aunque fuese el caso, ¿con qué
propósito?
—No me subestimes. Mírame, estoy en plena forma.
Isaac niega con la cabeza, pero una sonrisa comienza a tirar de sus
labios. Se cruza de brazos como si intentase protegerse del hombre que
tiene delante ladrillo a ladrillo y con una capa generosa de cemento, no
vaya a ser que queden fisuras.
—No sé qué sentido tendría hacerlo, Martín.
—¿Acaso eso te ha importado alguna vez? ¿No eras tú el que siempre
hablaba de dejarse llevar por el primer impulso y desoír todo lo que llegaba
después?
—No creo que sea buena idea tenerte por aquí.
—Está bien. Lo entiendo. —Martín alza las cejas y aprieta los labios
para no reírse, porque quiere sonar convincente. Si el orgullo sigue siendo
una de las debilidades de Isaac, lo tiene en la palma de la mano—. Entiendo
que te sea difícil lidiar con los sentimientos. Ya sabes eso que dicen, donde
hubo fuego siempre quedan ascuas, ¿o eran brasas? Lo que sea, en
cualquier caso, creo que el concepto está claro...
—No digas tonterías. Mañana. A las nueve. No llegues tarde.
Verano, 1980
saac tan solo puso una condición a cambio de ayudarlo y
era poder leer la enciclopedia cuando estuviese terminada. Martín pensó
que la suerte no podría sonreírle más: ¿quién mejor que un experto en el
tema para darle un repaso al proyecto antes de entregarlo? Así que no dudó
en aceptar y, al día siguiente, apareció cargado con los documentos y el
maletín donde guardaba la pesada máquina de escribir. Lo dejó todo en la
mesa del salón y, mientras Isaac preparaba café, curioseó la decoración
antigua de la casa y las estanterías. Había una vitrina llena de libros
polvorientos y de fósiles.
—¿Los has encontrado tú? —preguntó.
—Sí. Hay bastantes por la zona, solo es cuestión de tener ganas de
caminar y mantener los ojos bien abiertos. —Isaac giró la llave que abría
una de las vitrinas—. Este caracol es casi perfecto. Toma, cógelo. No
muerde, chico de ciudad.
—Te agradecería que me llamases Martín.
—Si me lo pides con tanta pomposidad...
Martín contempló unos instantes el fósil antes de volver a colocarlo en
su sitio y de aproximarse hasta la mesa donde Isaac había dejado la
cafetera. Después de lo que le había ocurrido el día anterior, sintió el
impulso de pedirle que no acercase tanto aquel líquido oscuro del demonio
a sus preciados apuntes, pero se contuvo al ver que se sentaba, y ocupó la
silla que quedaba libre a su lado. Esperó mientras servía las tazas.
—¿Lo de las flores da para vivir?
—No. —Isaac suspiró—. Pero este jardín fue de mi madre y, antes, de
mi abuela. Es casi una tradición familiar, así que lo mantengo y, de paso,
saco cuatro pesetas. En realidad, en el pueblo me conocen como «el chico
para todo», puedo reparar o hacer casi cualquier cosa. Pintar, limpiar los
tejados, arreglar coches, hacer recados...
—Espero no quitarte mucho tiempo.
—Tranquilo, en verano siempre me tomo un par de semanas libres a
menos que surja algo importante. —Sacó una cajetilla de tabaco—.
¿Fumas?
—Sí, gracias.
—¿Por dónde empezamos?
—Tengo listos los cuatro primeros temas sin los dibujos. Puedes leerlos,
si quieres. Ahora me tocaría seguir con el de las plantas medicinales —le
comentó Martín antes de abrir la carpeta en la que había separado lo que ya
estaba pasado a limpio; al hacerlo, algunas fotografías de dudosa calidad se
desparramaron por la mesa.
Isaac cogió una de ellas y expulsó el humo.
—¿Son para hacer los dibujos?
—Sí. No conozco todas las plantas.
—Varias de estas las cultivo en el jardín. —Con el cigarro encendido
entre sus labios, miró el resto de las instantáneas—. Podrías dibujarlas
teniéndolas delante.
—¿En serio? Eso sería... estimulante.
Isaac le sonrió entre las volutas de humo.
—Me encanta esa palabra. «Estimulante.»
Viviendo en la ciudad, Martín nunca se había planteado aquella
posibilidad, pero ¿cómo no iba a resultarle tentadora la idea de sentarse al
aire libre con el cuaderno en las manos y capturar las flores que se agitaban
por el viento? Después ya tendría tiempo para perfeccionar los detalles al
trazar la versión definitiva. Al fin y al cabo, aquella era la parte más
gratificante del trabajo, cuando sus dedos deslizaban el lápiz con deliciosa
lentitud sobre el papel en blanco y su mente se vaciaba de problemas y
anhelos, de reproches y presiones, de inquietudes y preocupaciones.
—No quiero abusar de tu generosidad.
—Puedes estar tranquilo. Invierto en el jardín casi todo mi tiempo libre,
no me molesta tenerte por ahí rondando, siempre y cuando mires por dónde
pisas. Algunos bulbos aún no han florecido y pueden confundirse con malas
hierbas.
—De acuerdo.
—Déjame estas primeras páginas y les iré echando un vistazo. Puedes
traerme el resto conforme avances. Y ahora termínate ese café de una vez
por todas, vamos a hacer una ruta rápida por el monte para coger algunas
plantas medicinales.
Su amistad se estableció así: Isaac llevaba las riendas, y Martín se dejaba
arrastrar con aparente docilidad. No fue porque careciese de criterio propio,
sino porque desde el principio le fascinó aquel joven de mirada límpida y
piel bronceada. Envidiaba su seguridad al caminar, los gestos decididos, que
nunca titubease o que tuviese una respuesta para todo. Le daba la impresión
de estar delante de una de esas personas «hechas a sí mismas», algo que a él
le resultaba lejano, casi una incógnita.
«Eres como una ortiga —le dijo Martín un día—. Es imposible pasar por
tu lado y rozarte sin salir malherido.» Isaac no le contestó, tan solo se echó
a reír como si en lugar de ser una crítica le pareciese un cumplido.
Aquel primer día juntos, recorrieron el monte que se extendía tras la casa
e Isaac tuvo que frenar varias veces para esperarlo mientras Martín
avanzaba a trompicones con la respiración entrecortada; no estaba
acostumbrado a subir pendientes y esquivar plantas punzantes y a quitarse
cada dos por tres el zapato porque se le había metido una piedra. Para más
inri, al otro le divertía su nula soltura en medio de la naturaleza.
—El romero es diurético y antiinflamatorio. —Pararon en un claro e
Isaac arrancó un tallo para acercárselo a la nariz—. Toma, huélelo.
—Sé lo que es el romero —se quejó Martín.
—Qué sorpresa. —Isaac sonrió burlón y cortó otra rama—. El tomillo es
antiséptico y relajante, también digestivo y expectorante. Incluso se usa
para las migrañas.
—¿Quién necesita una farmacia cerca teniendo tomillo?
Isaac ignoró el comentario de forma deliberada y rebuscó tras unos
hierbajos hasta dar con una planta pequeñita que crecía entre las agujas
secas de pino.
—Esta es la uña de gato. Rehidratante y cicatrizante. Va bien para las
llagas de la boca y tiene propiedades antiinflamatorias. Nos llevaremos un
poco.
Buscaron algunas especies más antes de regresar. Hacía un calor
sofocante y a Martín le rugía el estómago cuando entraron en la casa y
empezó a recoger sus cosas.
—Hay una olla llena de alubias y patatas en la cocina. Puedes quedarte a
comer, si quieres. O llevarte un poco en una cazuela. Lo que prefieras.
—¿También se te da bien cocinar?
—Qué remedio.
—¿Siempre has vivido aquí solo?
—¿Vas a querer ese plato sí o no?
—Vale, probaré un poco —aceptó, y luego apartó de la mesa los apuntes
que había dejado allí horas atrás—. Pero no has respondido a mi pregunta.
—Mi padre nos abandonó cuando conoció a otra mujer, y mi madre y mi
abuela murieron poco después. Soy hijo único, de modo que sí, vivo solo
desde hace tiempo. Pero me las apaño bien. No echo en falta la compañía,
por si es lo que estás pensando.
Comieron en silencio. Isaac tenía una radio en el salón, pero le comentó
que apenas la encendía porque el ruido del mundo exterior lo distraía y,
además, no le interesaba; prefería los sonidos del campo: el zumbar de las
abejas, el canto pausado de los pajarillos, el murmullo del viento o el
estridular de las cigarras.
Al terminar, Isaac fregó los platos, y él se ofreció a ir secándolos con un
paño. La luz candente del mediodía se colaba a través de la mosquitera y
parecía detenerse en el puente de la nariz de Isaac y, luego, un poco más
abajo hasta columpiarse en la curva de esa boca engreída. Había algo
perezoso en el ambiente. Martín pensó entonces que la escena se le antojaba
familiar, como si ya hubiese estado allí antes. Esa sensación, que le resultó
incómoda, lo persiguió durante el resto del verano. Podría haberse alejado
de Isaac en cuanto obtuvo lo que buscaba, pero no lo hizo. Y, después, la
pregunta que se alzó en su cabeza como una pompa de jabón escurridiza
fue: «¿Qué esperabas encontrar, Martín?, ¿lo que necesitabas sobre las
plantas medicinales o las partes de ti mismo que dejaste olvidadas por el
camino mientras te obligabas a no mirar atrás?».
Primavera, 2018
—Las tenazas están oxidadas.
—Mmm. —Isaac murmura por lo bajo y después continúa a lo suyo
como si no lo hubiese oído. Está concentrado observando las hojas de un
rosal; quizá comprobando si tienen araña roja, o ignorándolo a propósito,
algo que parece más probable.
—Presbiacusia —dice Martín.
Isaac alza la cabeza en un gesto involuntario.
—¿Qué demonios significa eso?
—Es la pérdida progresiva de la capacidad para oír por culpa de la edad.
Se debe al deterioro natural que se produce en el sistema auditivo. He
pensado que explicaría que no me respondas —dice burlón. Sabe que eso lo
sacará de quicio.
Los pequeños ojos de Isaac se entornan y, pese a la flacidez de la carne,
su expresión es dura. Pero no dice nada. Es un pozo hondo, hondísimo, y el
pasado está ahí abajo, húmedo y oscuro, contenido para que no salga sin
avisar.
—Supongo que hay cosas que no cambian, porque sigues hablando
como un estirado. Si las tenazas están tan oxidadas como nosotros, puede
que sea una señal y el mundo nos esté diciendo que esto es una estupidez —
refunfuña Isaac. Después entra en el cobertizo y sale con una herramienta
más pequeña—. Toma, prueba con estas a ver si te van mejor. Y empieza
por las ramas de arriba.
—Claro, jefe. —Martín sonríe.
El otro se limita a negar con la cabeza. El tiempo avanza bajo el sol
tímido de primavera. Martín lleva un sombrero de paja un poco ridículo
mientras poda un rosal de pitiminí. Isaac se ha calzado las botas de trabajo
que llevaban meses al fondo del armario y arranca malas hierbas que se han
apoderado del jardín. Es de una evidencia fascinante que disfruta cada vez
que una raíz sale de cuajo desprendiendo virutas de tierra; cualquiera que
pasase por allí podría adivinar sin necesidad de conocerlo que en cada tirón
se esconde enfado, decepción y reproches que llevan silenciados durante
décadas.
Verano, 1980
l calor era intenso, pero a Isaac no parecía importarle
mientras trabajaba en el jardín. Martín, refugiado bajo una frondosa
mimosa, lo observaba con atención: llevaba unos pantalones marrones que
le venían un poco anchos, una camisa vieja y tirantes; el sudor le resbalaba
por las sienes y no usaba guantes, a pesar de tener las manos llenas de
cortes y durezas. Cuando se alejó hacia una zona pequeña en la que
cultivaba tomates, fresas y lechugas, Martín apartó la vista e intentó
concentrarse en lo que tenía delante.
Deslizó el lápiz con suavidad para trazar los tallos alargados que
bailaban ante sus ojos por culpa del viento. Eran de un morado pálido que le
daba un aspecto lánguido. En su cuaderno, bajo el dibujo, escribió el
nombre: «Lavandula dentata», conocida popularmente como alhucema
rizada o cantueso, de la familia de las lamiáceas.
—¿Te quedas a comer? —La proposición lo sacó de su ensimismamiento
y alzó la vista hacia Isaac, que lo miraba mientras se sacudía la tierra de los
pantalones.
—No sé si debería, se ha hecho tarde.
—Vas a comer igual, ¿no?
Martín se sintió un poco estúpido.
—Supongo que sí.
Entraron en la casa por la puerta de atrás. La sopa de cebolla ya estaba
preparada y el aroma intenso flotaba alrededor. Isaac se lavó las manos en
la pila de la cocina antes de echar en la sartén aceite y añadir después unos
filetes de carne.
—¿Muy hecha? —le preguntó.
—Al punto. —Martín cogió un par de vasos y fue a poner la mesa
porque, cuando el silencio abría un hueco entre ellos, necesitaba hacer algo.
Todavía no acertaba a adivinar a qué se debía esa inquietud—. ¿A qué hora
te levantas cada día?
—A las cinco.
—¿Por qué tan pronto?
—Me gusta que el día sea largo y no soporto quedarme despierto en la
cama. Al alba es fácil perder el tiempo dándoles demasiadas vueltas a las
cosas.
Martín deseó indagar más sobre esas cosas en las que Isaac prefería no
pensar. La imagen de él tumbado entre las sábanas blancas y arrugadas
mientras el sol despuntaba se coló en su cabeza como lo haría un gusano en
una fruta madura. Tragó saliva.
—¿Y quién te enseñó a cocinar?
—Haces muchas preguntas para ser alguien que habla tan poco de su
propia vida. Pero, si tanto te interesa, eso fue cosa de mi abuela María.
Decía que los hombres que se sientan a la mesa como reyes sin tener ni idea
de lo que van a comerse son tan estúpidos que cualquiera podría
envenenarlos sin que se diesen cuenta. Creo que fue su peculiar manera de
convencerme para que entrase en la cocina.
—¿Y tu madre?
—Lo intentaba, pero nunca tuvo mano. —Le dio la vuelta a la carne—.
Ella era más dada a vivir en las nubes o a perderse en un buen libro.
—¿Tú también eres lector?
—Diez páginas antes de dormir, ni una más ni una menos.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
—¿Y si te apetece leer más?
—No me gusta perder horas de sueño. Tengo muchas cosas que hacer
durante el día: cuidar del jardín y del huerto, arreglar los desperfectos de los
vecinos del pueblo, cocinar, asear la casa y ayudar a chicos torpes de ciudad
que apenas saben nada sobre lo que deben escribir. Es una jornada bastante
completa.
Muy a su pesar, Martín sonrió y luego suspiró.
—Ya te lo dije, me ocupo de varios proyectos a lo largo del año. El
último trabajo que entregué era sobre astronomía. Y antes hice uno sobre
peces.
—¿Peces?
—Peces, sí.
—Te pagan bien, ¿no?
—¿Qué te hace pensar eso?
—Nunca había conocido a un escritor, pero suena como algo
distinguido.
—No soy un escritor de verdad. Quiero decir..., no el tipo de escritor al
que tú te refieres, de esos que triunfan en Nueva York y beben champán con
sus editores para celebrar los triunfos. Y, además, lo que me gusta es
dibujar, por eso siempre me encargan libros ilustrados.
—¿Y nunca has querido escribir una novela?
—No, la vida real ya me parece demasiado enrevesada como para tener
que ocuparme de imaginarme otras. —Martín cogió los platos—. La mesa
está puesta.
Comieron sumidos en un silencio apacible. Y fue extraño porque entre
las cucharadas de la sopa de cebolla pareció colarse una indescriptible
sensación de paz que apaciguó su inquietud. Martín se preguntó si la
comida que le calentaba las entrañas era la razón por la que, de pronto, se
sentía menos solo en el mundo. Y recordó su teoría de los archipiélagos: las
personas son islas y a veces algunas están muy próximas entre sí, con un
origen geológico común, pero por mucho que se arrimen nunca llegan a
tocarse. El anhelo de compañía crece mientras permanecen ancladas en
medio del mar, cerca pero lejos, cada una con sus propios restos de
naufragios y mareas.
Le hubiese gustado compartir esa idea con Isaac, pero temió que pensase
que era raro. A veces, él también lo pensaba. Se sentía como una especie
desconocida, de esas que habitan en las profundidades del océano a la
espera de que un científico las encuentre y les ponga un nombre estrafalario
como chauliodus danae o algo por el estilo.
—¿Por qué me miras así? —preguntó Isaac.
—No te miro de ninguna manera —mintió.
Luego, Martín siguió comiendo con la vista clavada en el plato. Quizá la
opuesta manera en la que cada uno gestionaba sus emociones era aquello en
lo que menos se parecían; dos engranajes de ruedas dentadas de diferente
tamaño que no encajaban.
Isaac no soportaba ver ningún nudo y lo deshacía rápidamente: no temía
enfrentarse a lo que fuese a encontrar. Vomitaba hacia fuera sin prestar
atención a las salpicaduras. Creía que los forúnculos debían abrirse y
drenarse cuanto antes para dejar salir el pus antes de ocuparse debidamente
del cicatrizado. Y cuando respiraba lo hacía desde el pecho, a pleno
pulmón, cogiendo todo el aire que era capaz de abarcar.
Martín estaba tan acostumbrado a vivir entre ideas enredadas que le
resultaba imposible ver el principio y el final de todos aquellos hilos
enmarañados que parecía coleccionar. Y tragaba. Tragaba, tragaba. Todo
hacia dentro. Todo guardado tras cerraduras cuyas llaves había perdido.
Estaba tan colmado que apenas podía respirar, y el aire entraba por una
rendija palpitante que amenazaba con cerrarse.
Tras terminar de comer, fregaron los platos e Isaac le dijo:
—Anoche revisé el primer capítulo y tan solo anoté un par de
aclaraciones. —Se secó las manos en un trapo de cocina—. Mañana tengo
que salir a primera hora de la mañana para repartir flores. Ya sabes, el fin de
semana la gente va a cenar o se acercan al autocine y les da por regalar
rosas rojas como si el mundo se acabase.
—No lo había pensado...
—El ser humano es predecible, Martín.
Y hubo algo en el tono candente de su voz que lo perturbó. ¿Qué fue
exactamente? ¿Su manera lenta de pronunciar la eme o la lengua al golpear
contra el paladar cuando dejó caer la última sílaba como si se desprendiese
de un peso muerto?
Mar-tín, como si su nombre le perteneciese.
Mar-tín, como si escarbase en su cerebro.
Mar-tín, como si él le dejara entrar.
Primavera, 2018
an terminado la jornada y se sientan a descansar en las
dos sillas de madera que hay en la parte trasera. El sol se despide del día
dejando paso a un viento fresco. Martín bebe gaseosa, pero Isaac tiene una
cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra.
—No debería sorprenderme que aún no lo hayas dejado. Tú y tu manera
de ver el mundo, como si fueses un gato y tuvieses siete vidas.
Isaac da una calada larga y expulsa el humo.
—De algo hay que morirse.
—Ha pasado demasiado rápido. La vida, quiero decir. Tantas cosas que
uno va dejando para «mañana» y, al final, llega ese día y ya es tarde.
—Depende de para qué —responde Isaac.
Martín no está seguro de si sus palabras esconden un doble significado,
pero decide aferrarse a esa esperanza. Las burbujas de la gaseosa explotan
en su boca cuando da un trago, luego respira profundamente como no
recordaba haber hecho en los últimos meses y mira alrededor. Sí, ha podado
dos rosales de pitiminí, e Isaac se ha desquitado con las malas hierbas como
si les acabase de declarar la guerra, pero aún queda tanto trabajo por hacer
que alberga serias dudas de que vayan a conseguirlo. Aunque nunca lo
reconocería en voz alta. Igual que se calla que el brazo le tiembla cada vez
que levanta el refresco, que está agotado después de la jornada y que
sospecha que esa noche dormirá como un niño. De manera que puede que
jamás logren que aquel lugar que ahora observan florezca de nuevo, pero
¿qué importa la meta cuando el camino es tan gratificante?
Verano, 1980
artín se levantó temprano, preparó una cafetera grande y
se propuso trabajar durante el resto del día refugiado en la terraza interior
de aquella casa prestada. Avanzó con el capítulo de las plantas medicinales
y luego desenvolvió con cuidado los tallos secos que había guardado en
servilletas. No necesitaría mucho más para concluirlo. Tan solo se levantó a
comer cuando su estómago protestó con insistencia casi a las cuatro de la
tarde, y lo único que encontró en la nevera fue un trozo duro de queso que
mezcló con la lata de sardinas que guardaba en la despensa. Le supo a poco
después de los festines de deliciosa comida que se había dado durante toda
aquella semana gracias a Isaac.
Al día siguiente, desayunó con la mirada clavada en las cenefas de
naranjas que rodeaban la cocina. Indeciso, tamborileó con los dedos sobre
la mesa. Isaac había dicho que el sábado tenía trabajo repartiendo flores,
una manera sutil de sugerirle que no se acercase por allí, pero no estaba
seguro de si se extendía también al domingo.
Así que quizá lo más sensato era no molestarlo.
O eso se dijo hasta las doce del mediodía, cuando, aburrido y abrumado
por el calor de aquella jornada, decidió hacer algo impulsivo para variar.
Tras coger una botella de vino de su jefe que se prometió reponer, pasó por
el bar que había al final de la calle y pidió dos bocadillos de tortilla con
pimientos asados. El camarero, que mordisqueaba un palillo entre los
dientes, le dirigió una mirada tan desconfiada como la primera vez que
apareció por allí bajo aquella tormenta de principios de junio.
—¡Marchando dos bocadillos para el escritor! —gritó.
Martín se hubiese cortado un dedo con tal de que todos dejasen de
llamarlo así. Imaginaba que se había convertido en la comidilla del pueblo
porque, siendo sinceros, pocas cosas más interesantes ocurrirían por allí.
Quizá un embarazo no deseado de vez en cuando, una infidelidad entre
vecinos o alguna pelea esporádica...
El hombre apoyó el codo en la barra y lo miró fijamente.
—¿Y qué escribes? ¿Noveluchas de vaqueros?
—No. Una enciclopedia botánica.
—Ah, es verdad. He oído que el hijo de la Bernarda te estaba echando
una mano. Un buen tipo, sí, aunque es mejor no tocarle las narices —dijo el
camarero, y, como ocurría con la mayoría de los habitantes del pueblo, no
hizo falta que Martín se esforzase en indagar para que siguiese hablando—.
A uno le cambian los golpes de la vida, ¿sabes? Fue una pena lo de esa
familia. Deja que te diga que la Bernarda era una gran mujer, no se merecía
a ese tipo que tuvo como marido. A mi modo de verlo, fue una bendición
que él la abandonase, pero, claro, nadie imaginaba que ella moriría de la
pena.
—¿Morir de pena? —Martín, escéptico, alzó una ceja.
—Dicho de forma elegante. En realidad, se colgó de un árbol. La
encontró el chico unas horas después. Debió de ser duro, porque estaban
muy unidos... —Pensativo, movió el palillo con la lengua—. Siempre
sacaba a bailar a su madre en las fiestas del pueblo. Lo recuerdo porque mi
mujer se quejaba de que nuestro hijo no lo hacía, y yo le decía: «Pero, Lola,
por lo que más quieras, déjalo tranquilo, que suficiente tiene con no ponerse
a babear cada vez que lo mira la chiquilla que le gusta».
—¡Ramón, los bocadillos están listos!
El hombre suspiró, entró en la cocina del establecimiento y salió poco
después. Relató distraído alguna anécdota más sobre un vecino que se había
disparado en el dedo gordo del pie con la escopeta, pero Martín ya estaba
lejos, dándole vueltas a la trágica historia de la Bernarda. Se despidió tras
pagar la comida y se marchó.
Una vez que hubo aparcado delante de la propiedad, intentó descubrir si
había alguien más en el interior, porque no quería ser un incordio o aparecer
en un mal momento, pero allí tan solo estaba la Vespino de Isaac y no se oía
ni un alma alrededor. De hecho, nadie respondió a los tres golpes que dio en
la puerta y, al final, rodeó la casa.
Encontró a Isaac tumbado bajo la mimosa. Tenía los brazos estirados y la
vista clavada en el cielo mientras mordisqueaba un tallo de anís.
—¿Interrumpo algo? —preguntó vacilante.
Isaac se llevó una mano a la frente para protegerse del sol y mirarlo
desde abajo. Después, se incorporó y escupió un trozo de ramita.
—Depende, ¿qué es eso que traes ahí?
—Bocadillos recién hechos y vino.
—Entonces estoy libre. —Sonrió.
Martín entró en la casa para coger servilletas y abrir la botella. Luego se
dejó caer junto a Isaac sobre los brotes de hierba donde crecían campanillas
lilas y unas flores amarillas que parecían botones diminutos. Isaac ignoró
los vasos que él había sacado y bebió directamente de la botella, así que
Martín terminó imitándolo.
—Por lo que veo, me echabas de menos. —Isaac curvó los labios con
aire burlón y a Martín le incomodó su actitud atrevida, no porque pareciese
estar divirtiéndose a su costa como aquellos primeros días, sino porque
envidió esa seguridad que él solo podría llegar a poseer de una manera
fingida—. No te esperaba hoy.
—Si te molesto puedo irme.
—¡Estaba bromeando! —Le dio un codazo y le pasó la botella—. No
deberías tomarte la vida tan en serio, Martín. Terminará por aplastarte.
—¿Aplastarme?
—Eso he dicho.
Martín le dio un buen mordisco al bocadillo y masticó con parsimonia.
El calor era intenso y la humedad de Levante se asentaba en cada rincón.
Las ramas frondosas que los cobijaban a la sombra oscilaban con cierta
languidez. Reinaba en el ambiente esa pereza típica del verano: el zumbar
de las abejas era más lento e incluso los insectos parecía que intentaban huir
de las altas temperaturas, la tierra estaba seca a pesar de recibir agua a
diario y la intensa luz del día lo obligaba a uno a entornar los ojos.
—¿Y qué hay de ti? Vives aquí solo, te pasas el día trabajando... —Lo
miró con curiosidad—. ¿Cuál es el objetivo? Quiero decir, ¿qué esperas
lograr?
Isaac había terminado de comer, así que le dio un trago a la botella y se
tumbó boca arriba llevándose las manos al estómago como un gato
satisfecho.
—Hombre, seguir vivo mañana estaría bien.
—¿Y ya está? —Martín imitó su postura.
—¿Te parece poco? La gente de ciudad siempre buscáis cosas
grandilocuentes como si no tuvieseis eso mismo delante de las narices.
Fíjate, tienes buena salud, no estás muerto de hambre y te gusta tu trabajo,
¿qué más quieres? Date por satisfecho.
La voz de Candela resonó en su cabeza: «Eres un conformista, Martín,
un conformista. No tienes aspiraciones, no luchas, no ves más allá».
Después, Martín perdió la noción del tiempo. No supo si en algún
momento se quedó dormido o a medio camino entre el delirio por culpa del
calor y la ensoñación propia de la hora de la siesta. A su lado, la luz del sol
se reflejaba en la botella vacía de vino creando un efecto iridiscente. Y un
poco más allá, con una mano tras la nuca, Isaac se fumaba un cigarrillo sin
dejar de mirar las nubes que sobrevolaban el cielo azul.
—No sabía si despertarte —dijo sin mirarlo.
—Ahora vuelvo. —Martín se excusó para ir al servicio y, delante del
espejo ovalado y con un ribete antiguo, se refrescó la cara. Se sentía un
poco atontado por culpa del vino, ya que no solía beber y, cuando lo hacía,
lo mezclaba con gaseosa para que durase más y le afectase menos. Apoyó
las manos a ambos lados del lavabo. El reflejo que le devolvía la mirada se
parecía a él, pero con el pelo alborotado, la marca de la hierba en la mejilla
derecha y los primeros botones de la camisa desabrochados.
Al salir, vio su cuaderno de dibujo sobre el aparador y lo cogió.
Isaac estuvo observándolo con curiosidad mientras dibujaba tumbado en
la hierba, a su lado. Empezó trazando los pétalos finísimos de las
campanillas lilas que los rodeaban y luego las líneas se volvieron más
retorcidas y sinuosas cuando plasmó las raíces del árbol bajo el que se
resguardaban del calor.
—¿Qué sientes ahora mismo?
—¿Qué tipo de pregunta es esa? —Martín lo miró de reojo y luego
continuó recreando el tronco grueso con sus nudos y recovecos.
Isaac se encendió un cigarro y clavó el codo en la hierba sin apartar los
ojos del otro como si buscase descifrar un enigma. La mirada de Martín
oscilaba entre el árbol y el cuaderno de dibujo. Formaban un triángulo
óptico. Los triángulos son puntiagudos.
—Quería saber qué sientes cuando dibujas.
—Mmm. —Martín tragó saliva—. Libertad.
—¿Cómo aprendiste a hacerlo?
—Práctica. —Se encogió de hombros—. Me gustaba desde que era un
niño y tuve épocas mejores y peores, pero nunca abandoné la afición. Como
tú con las plantas, quizá. Me viene de fábrica. Todos merecemos nacer con
algún don, por pequeño que sea.
Isaac apagó el cigarrillo y se movió hasta que su cabeza estuvo junto a la
de Martín, con el viento tórrido alborotándoles el pelo. Los dos tumbados
boca abajo parecían colegiales compartiendo unos apuntes. O un secreto. O
un momento íntimo.
—¿Es cierto lo que dicen sobre lo difícil que resulta dibujar las manos?
—Sí —contestó, y empezó a trazar las hojas diminutas de la mimosa.
—¿Por qué? —Isaac observó con atención su propia mano.
—Por múltiples razones. Las manos son muy expresivas, así que tienen
que ir en consonancia con el resto del cuerpo. Además, poseen mucha
movilidad y una estructura compleja, con más de veintisiete huesos. Y a eso
añádele la proporción de cada dedo.
—¿Podrías dibujar la mía?
Martín pasó la página para dar con una en blanco y después se fijó en los
dedos que presionaban las briznas de hierba. Isaac tenía unas manos poco
elegantes, rudas, con pequeñas cicatrices que decían que no se dedicaba al
trabajo de oficina. De hecho, le hizo gracia la idea de imaginárselo vestido
de traje y dentro de un cubículo; sería todo un espectáculo verlo
desenvolverse en aquel ambiente, aunque seguro que con la labia que tenía
terminaba encandilando al portero, a los de secretaría y a los comerciales.
Deslizó el lápiz con suavidad. Plasmó el contorno, la falange y la curva
del pulgar. Las líneas de la mano de Isaac parecían tener ángulos y salientes
imposibles.
—Relaja la mano —le pidió.
—Ya lo hago. Estoy relajado.
Volvió a intentarlo con frustración.
—No es verdad. Espera. —Martín se colocó el lápiz tras la oreja y tocó
la mano de Isaac, que descansaba sobre la hierba—. Así, flexiona los
nudillos. No te muevas.
Ajeno al cambio de ritmo en la respiración de Isaac, volvió a
concentrarse. Los pájaros cantaban alrededor con indolencia y las ondas de
calor bailaban a lo lejos. Martín recordaba que un compañero de
universidad le había explicado aquel fenómeno años atrás: «Es debido a la
refracción de la luz, como cuando metes una pajita en un vaso de agua, lo
miras lateralmente y parece que la pajita esté doblada. Pues lo mismo
ocurre con el aire caliente y el aire frío, el primero es más denso y la luz se
curva de uno a otro».
Cuando el compañero lo miró satisfecho, a Martín le hubiese encantado
responder: «Lo siento, sigo sin entenderlo», pero sus inseguridades lo
empujaron a esforzarse por mantener el orgullo intacto, así que se limitó a
asentir con la cabeza y a aprendérselo de memoria como consuelo. Siempre
se le había dado mal todo lo que tenía que ver con la ciencia: era el tipo de
persona que no comprendía cómo era posible que un barco de varias
toneladas flotase sobre el agua o que los aviones volasen. A menudo le
angustiaba pensar que, si viajase al pasado en una máquina del tiempo, sería
incapaz de inventar la electricidad, la radio, el televisor, la penicilina o
cualquier otro avance de los que usaba a diario, aunque tuviese un manual
de instrucciones en el bolsillo de los pantalones.
—Mis uñas no son tan perfectas —puntualizó Isaac.
—Un arreglo de la casa. —Martín sonrió y dio unos últimos toques de
sombra con el lápiz, aunque le hubiese encantado tener sus acuarelas cerca.
Al girar la cara para ver la expresión de Isaac, descubrió un brillo inusual
en sus ojos, pero se dio cuenta de que no estaba contemplando el dibujo, ni
siquiera parecía interesarle. Lo miraba a él. Lo miraba a él de una forma
abierta y cándida, como un niño sin secretos delante del escaparate de una
tienda de juguetes. Y, antes de que pudiese romper el silencio y preguntarle
en qué estaba pensando, Isaac se inclinó y Martín sintió aquellos labios
cubriendo su boca en un beso que le supo a verano y fue casi etéreo, como
si la realidad y la ficción se entremezclasen por culpa del sofocante calor.
Y luego, de golpe, todo volvió a su lugar con el peso de la confusión y la
cólera. Se apartó bruscamente, cogió el cuaderno y se levantó.
—¿En qué narices estás pensando?
Nunca supo si Isaac tenía intención de contestar, porque no le dio la
oportunidad de hacerlo antes de alejarse de allí dando largas zancadas.
Entró en el coche, que se había convertido en un cubículo candente de
metal; el cinturón quemaba, el asiento también y el volante lo desafiaba
como diciéndole: «Atrévete a tocarme». Martín pensó que arriesgarse a
hacerlo era mejor que quedarse en aquel lugar, así que arrancó el Ford y
bajó la ventanilla girando la manivela con rabia. Se sentía... enfadado. No,
no era eso. Indignado. Profundamente indignado por culpa de ese beso
inesperado y de los segundos, uno, dos, tres, cuatro, en los que él había
permanecido inmóvil.
El teléfono estaba sonando cuando llegó a casa.
Descolgó con las llaves todavía en la mano. Peor: con el corazón aún en
la garganta. Y la voz de Candela llenó los vacíos casi de forma instantánea.
—¿Dónde te habías metido? Te he llamado tres veces.
—Estaba fuera. ¿Ha ocurrido algo?
—Mi prima, que quiere saber si asistiremos a su boda con los niños o si
iremos solos. ¿Puedes hablar con tus padres para ver si se quedan con ellos
esa noche?
—¿Qué boda?
—Martín, ¿acaso no me escuchas? Te lo dije hace meses: Conchi se casa
a mediados de setiembre. Ya he encargado el vestido y tú deberías haber
hecho lo mismo, veremos a ver cómo te queda el traje después de tanto
tiempo sin usarlo... —Chasqueó la lengua antes de continuar hablando
sobre el lugar donde iba a celebrarse el banquete, del novio de su prima,
que por lo visto era médico y todo un partido, y una larga retahíla de datos
inconexos que él no memorizó—. Martín, ¿sigues ahí?
—Sí, sí. Perdona. ¿Decías?
—¿Te encuentras bien?
—¿Yo? ¡Claro! ¡Mejor que nunca! —Su voz sonó aflautada, como si no
le perteneciese—. Estoy cansado, eso es todo. Voy a darme una ducha.
—¿Hablarás mañana con tus padres?
—Sí. ¿Qué tal están los críos?
—Inagotables, como siempre.
Martín sonrió de forma involuntaria. Los imaginó corriendo por el
pasillo, chinchándose el uno al otro durante todo el día y sacando de quicio
a Candela, que tenía la mecha corta a la hora de aguantar niñerías. Se dio
cuenta entonces de lo mucho que los echaba de menos: no la idea de lidiar
con ellos cada vez que peleaban, desde luego, sino los momentos de calma
que conseguía arañar al final del día, como cuando de madrugada se
levantaba a beber agua y pasaba por su dormitorio para verlos dormir
plácidamente, o el día que recibía uno de esos abrazos inesperados que
ablandaban el corazón.
Corre, Martín, corre
artín sueña con un campo amarillento de maíz. Corre,
corre desesperado entre las espigas que se alzan orgullosas y se le clavan en
la piel. Tiene casi cuarenta años. Cincuenta. Y luego más de setenta. Da
igual, es el mismo; más gordo, más viejo, más débil, más cobarde. Eso no
es lo que importa. El campo sí. El lugar también. La promesa que une el
pasado y el presente. Todos deberíamos vivir un momento en el que
tomamos conciencia sobre la fragilidad de la existencia, y este es el suyo.
De pronto, lo sabe. Sabe que algún día morirá. Las espigas dejan de doler,
cae al suelo boca arriba y contempla el cielo. Lo que duele es algo mucho
más profundo, pero hay esperanza, sí que la hay. A cambio, cuando se
marche, no habrá resistencia ni quejas, tan solo una gratitud infinita.
Primavera, 2018
artín contempla absorto, casi con fascinación, la gota
roja y brillante que pende de la punta de su dedo tras pincharse con el rosal
que estaba podando. De joven, la sangre le daba asco. Ahora piensa: «Sí,
esto es lo que soy, sangre y agua, carne y huesos». Uno se marcha de este
mundo y no deja nada tras de sí más allá de un puñado de polvo y algunos
recuerdos que con el tiempo terminan perdiendo color hasta desaparecer.
—¿Te has hecho daño?
Isaac aparece a su lado.
—No ha sido nada. Es normal, ¿no crees? Que la pobre se defienda
como pueda con sus espinas. —Mira una de las rosas—. Todos lo hacemos
a nuestra manera.
—¿Demencia senil?
Los labios de Martín se fruncen para reprimir una sonrisa. Siempre le
gustó el sentido del humor de Isaac: incorrecto, ágil y directo. A él, en
cambio, nunca se le dio bien lo de hacer bromas, ni siquiera cuando era un
niño. En ocasiones, sobre todo durante la adolescencia, se esforzaba por ser
gracioso cuando salía con amigos del instituto para ir al cine Ideal, en la
calle del Doctor Cortezo, o a merendar por el barrio. Sus intentos eran,
cuando menos, patéticos. Al final prefirió conformarse con ser el típico
joven que pasaba desapercibido y que poseía una normalidad anodina.
—Estaba pensando en las defensas...
—¿Descansamos y me lo cuentas?
—Me parece bien.
Se aleja del rosal y va al cuarto de baño para lavarse las manos mientras
el otro trastea en la cocina. Recuerda haberse mirado en aquel espejo
muchos años atrás, el día que Isaac lo besó por primera vez bajo la sombra
de la mimosa. Guarda ese instante a buen recaudo en su memoria, temeroso
de perderlo. Durante largo tiempo lo asoció a la culpa, a algo sucio, a la
traición, pero hace años que se transformó en otra cosa diferente: una
amalgama de inocencia, pureza y descubrimiento.
Resulta curiosa la mutabilidad de los recuerdos, lo fácil que es para la
mente humana alterarlos desde su concepción inicial hasta darles la forma
deseada, como si estuviesen hechos de plastilina y pudiesen amoldarse con
los dedos.
El cambio en el reflejo lo aturde durante unos instantes.
Martín tiene el pelo blanquecino, la piel flácida, los labios más finos,
pequeñas venitas y manchas que danzan por su rostro formando un mapa
antiguo de carreteras secundarias, y unos ojos que se asemejan a dos pasas
bajo unos párpados que cada día le pesan más y caen como persianas rotas
y llenas de polvo.
«Pero soy el mismo. Me siento el mismo», piensa.
—¿Qué hacías ahí dentro? —protesta Isaac antes de encaminarse hacia
la terraza trasera y dejar sobre la mesa un poco de queso y jamón—.
¿Gaseosa?
—Gracias, sí. —Se sientan cerca, y Martín lo observa cortar un par de
pedazos de pan. Luego dice—: Pues eso, que le daba vueltas al arte de la
defensa. He pensado mucho en las rosas y sus espinas, en los gatos y sus
uñas, en las avispas y sus aguijones...
—¿Alguna conclusión?
—Que los humanos deberíamos llegar al mundo con una cualidad física
que sirviese para protegernos. Pero como no es así, como nacemos
desnudos, sin dientes, débiles e incapaces de sobrevivir solos, terminamos
buscando nuestras propias defensas a posteriori. Y casi siempre las
encontramos en la cabeza. Por eso no somos predecibles como las rosas, los
gatos o las avispas.
—Ya.
—Defensas emocionales.
—Coge queso, Martín.
Suspira, pero obedece y come en silencio. Es agradable estar allí, más
por la compañía que por el lugar. Hace años que siente que no respira bien,
que tiene los pulmones llenos de serrín, y es evidente que no está en su
mejor momento físico, pero por un instante, solo uno, nota que la frescura
de la juventud se le arraiga en el alma como si lo sostuviesen los restos del
hombre que fue aquel verano. «Es un regalo —se dice—, un regalo que
debo abrir despacio y con cuidado, no vaya a ser que se rompa.»
Gira la cabeza hacia Isaac y contempla su perfil recto, las arrugas que
navegan su áspero rostro y su cabello impasible al paso del tiempo. Siempre
ha asociado el color de su piel al Mediterráneo, a la fruta a punto de
madurar y al sol de Valencia.
—¿Recuerdas el día que me besaste?
Isaac alza la mirada con sorpresa y desconfianza.
—Claro. No solo el beso, también que saliste corriendo. Supongo que
era una señal, la culpa fue mía por no haberlo visto venir.
—Estás siendo injusto y lo sabes.
Un suspiro escapa de los labios de Isaac.
—Calla y sigue comiendo.
El otro amor
andela y él se conocieron delante del despacho del
profesor Aurelio Ferrer. La puerta llevaba cerrada más de media hora, y
Martín empezaba a impacientarse cuando la vio llegar. Era tarde y los
pasillos de la universidad estaban semivacíos, así que al oír sus pasos
levantó la cabeza de manera inconsciente. Volvió a bajarla. Después la alzó
de nuevo. Tuvo la extraña sensación de necesitar mirarla otra vez para
fijarse en ella, como si en la primera ocasión no hubiese logrado captar bien
su imagen.
«Es guapa», eso fue lo que pensó el Martín de veintiún años. Candela
llevaba el cabello castaño oscuro recogido en una coleta baja y un poco de
carmín en los labios, y una expresión resuelta cruzaba su rostro anunciando
que no era una de esas jóvenes que se sonrojan con facilidad o tienden a
tartamudear, sino alguien que tenía el control.
Muchos años más tarde, Martín reflexionaría sobre por qué siempre
terminaba sintiéndose atraído por personas seguras, audaces y valientes. En
una ocasión, durante el paseo de regreso a casa tras salir del trabajo,
contempló la trifulca entre dos pajaritos que, bajo la mesa de una terraza
cualquiera de Madrid, luchaban por los restos de comida que habían caído
al suelo. Uno de ellos, el más gordo y fuerte, engullía sin cesar y, si el otro
se acercaba demasiado, le daba picotazos. Al final, sin embargo, cuando tan
solo quedaban dos miguitas de pan, le permitió al enclenque pajarillo
comerse una. Y luego alzaron juntos el vuelo para descansar en una cornisa.
Martín pensó que el débil podría haber tomado otro camino para
distanciarse del más dominante, pero entonces, como una revelación,
comprendió que de forma retorcida ambos se necesitaban. Igual que los
parásitos, una relación establecida entre dos organismos en el que uno vive
a costa del otro. O puede que adoptando el mutualismo como forma de vida,
algo que en una ocasión debatió con Isaac.
Pero, aquel día, cuando vio llegar a Candela, aún no le preocupaba que
su corazón tuviese tendencia a buscar en los demás sus propias carencias.
Se sintió profundamente atraído por ella.
Como la sacculina a los cangrejos.
Como las termitas a los árboles.
Como los ácaros a la piel.
Como la pulga al animal.
Ella se quedó a su lado, pero, en lugar de recostarse en la pared con
cierta dejadez como él hacía, permaneció de pie con la espalda recta, los
hombros alineados y ese aire elegante y soberbio que parecía desprender sin
esfuerzo.
Martín quiso decir algo. Abrió la boca. La cerró. La abrió de nuevo. La
cerró. Se le daba igual de mal flirtear con las chicas que bromear con sus
compañeros. Su hermano mayor solía echárselo en cara después de que
eligiese matricularse en Filosofía y Letras: «Tantas palabrejas que estudias
y luego pareces un bobalicón cuando tienes que usarlas».
Así que fue ella la que habló:
—¿Llevas mucho esperando?
—Más de media hora, sí. —Inspiró hondo para llenarse los pulmones de
aire y de valor—. ¿También estás aquí para la revisión del examen?
—No. Vengo a ver a mi padre.
—Ah. —Notó que empezaba a trabarse—. Así que el profesor... —
Carraspeó para aclararse la garganta—. El profesor Ferrer es tu... tu...
—Padre. —Ella le sonrió como si fuese tonto.
—Mira qué casualidad.
«Eres idiota, Martín», se dijo cuando un silencio prolongado se instaló
en mitad del pasillo. Sus dedos aferraban el examen que sostenía en la
mano derecha y, con el rabillo del ojo, vio que ella empezaba a caminar de
un lado a otro con impaciencia. A veces, lo miraba de reojo. Se preguntaba
qué vería. A un pardillo. Un tipo incapaz de decir más de dos frases
seguidas sin que la lengua le jugase una mala pasada.
—¿Y has visto antes entrar a alguien?
—¿Qué? —La miró—. Pues... no.
—¿Has probado a llamar?
—No. —Tragó saliva.
Ella puso los ojos en blanco, se acercó a la puerta y dio unos golpecitos
antes de girar el pomo. A su lado, Martín se asomó lo suficiente como para
comprobar que, en efecto, no había nadie dentro a excepción del severo
profesor con sus características gafas de montura dorada colgando de la
punta de la bulbosa nariz.
La chica entró y cerró a su espalda.
Martín aún estaba insultándose mentalmente cuando ella salió. Entonces,
en lugar de mirarlo con desdén o burla, lo hizo con aire divertido.
—Todo tuyo. —Y le guiñó un ojo.
—Gracias —logró contestar.
—Candela.
—¿Qué?
—Me llamo Candela.
—Yo, Martín.
—Nos vemos.
Y desapareció pasillo abajo. Él se quedó contemplándola con admiración
hasta que recordó por qué estaba allí y tomó aire antes de entrar.
No volvió a verla hasta casi medio año más tarde.
Fue cuando asistió junto con dos compañeros de la universidad a una
tertulia sobre Miguel de Unamuno que el profesor Ferrer presidía. Era en
una librería pequeña en la que apenas cabían todos los asistentes entre
estanterías irregulares y laberínticas. Martín se quedó al fondo porque le
angustiaban los espacios cerrados y llenos, aunque la idea era que el
profesor pudiese verlo y tuviese en cuenta su interés para la evaluación
final.
La tertulia acababa de comenzar cuando se fijó en la chica que lo miraba
fijamente como si él fuese el protagonista de la jornada. La reconoció de
inmediato. Un lazo negro de terciopelo coronaba su cabeza y le daba un aire
infantil que contrastaba con su sonrisa sagaz. Parecía muy aburrida, como si
la hubiesen obligado a ir en contra de su voluntad, una suposición de lo más
acertada que Martín pronto descubriría.
Él tenía las manos metidas en los bolsillos mientras ella se acercaba.
Notó que su corazón cambiaba de ritmo y que las voces de los tertulianos
bajaban varios tonos.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Es evidente. Intento subir nota.
—Bah, eso no ocurrirá —contestó ella en susurros, y se acercó a él hasta
que sus brazos se rozaron—. Mi padre no soporta que le hagan la pelota.
—¿En serio? —Martín frunció el ceño, porque llevaba todo el año
intentando complacer los deseos de aquel profesor con la esperanza de
aprobar.
—Sí. Venga, escapémonos juntos.
—¿Qué?
—Nadie se dará cuenta.
—Pero...
Candela le cogió la mano con decisión y tiró de él hacia la puerta que
tenían a la espalda. Sus pies se resistieron al principio, puede que confusos
y dubitativos, pero finalmente siguieron los pasos de la joven y
abandonaron la librería. Caminaron sin rumbo por las calles hasta que ella
paró delante del cristal de una cafetería.
—¿Me invitas a un helado?
—Yo... Claro.
Ocuparon una mesa del fondo. Y comieron. Y se miraron. Y hablaron.
En realidad, ella lo hizo por los dos y él la escuchó con suma atención.
Puede que Martín no supiese llevar la iniciativa, pero podía conseguir que
alguien se sintiese cómodo. No competía por tener la palabra, no era una de
esas personas que responden a una anécdota con otra como si jugasen al
«yo más»; debido a su actitud distante y templada, daba la sensación de que
no pretendía impresionarla.
Por eso, Candela terminaría por enamorarse de él.
Y aquella tarde, cuando salieron de la cafetería y se encaminaron a la
librería, ella se puso de puntillas al parar delante de un semáforo en rojo y
lo besó en los labios. Martín sintió que el suelo a sus pies se volvía arcilloso
y lo engullía, pero, pasados unos segundos de desconcierto, le rodeó la
cintura con delicadeza para acercarla a su cuerpo y aquel beso suave se
volvió más profundo.
Entonces él aún no tenía ni idea de que dos años más tarde terminaría
casándose con aquella chica cuando ella se quedase embarazada de Sergio.
Tampoco sabía que se comprarían un piso cerca de sus suegros, que debido
a su generosidad económica siempre serían un tercer pilar en su
matrimonio. O que el amor que sentía por Candela se apagaría y se
encendería de manera intermitente durante toda su vida, como un faro que
empezaba a parpadear con fuerza cada vez que él estaba a punto de
provocar un naufragio.
Ay, los naufragios. Qué melancolía. Qué misterio. Qué necesarios
cuando el barco está viejo y llora y sufre. Qué inevitables cuando llega una
tormenta imprevista.
Verano, 1980
—¡Joder, joder, joder!
Movido por un instinto de lo más estúpido, Martín intentó taponar la
fuga con la mano, pero el agua continuaba encontrando la manera de
escurrirse entre los dedos que se aferraban a la tubería. La soltó. El chorro
de agua volvió a darle de lleno en la cara, y se alejó de allí sacudiéndose la
camisa, que estaba empapada. Como pronto lo estaría toda la cocina. Cerró
los ojos, tomó aire para calmarse y luego buscó las llaves.
Se dirigió a paso rápido hacia el bar del final de la calle.
Eran las diez de la noche de un sábado caluroso y, tras una frustrante
jornada de trabajo, no se le había ocurrido nada mejor que solucionar «el
problemilla» del grifo de la cocina. Estaba un poco suelto; es decir, que
cada vez que lo giraba para llenar un vaso de agua tenía que sujetarlo para
no llevárselo por delante. Y era un incordio, claro. Así que, venga, ¿por qué
no arreglarlo?, ¿por qué no convertirse de la noche a la mañana en «un
manitas» de esos que visten camisas de franela de cuadros y salen en las
series extranjeras de televisión? Con esa brillante idea zumbando en su
cabeza como un insecto travieso, abrió el mueble que había bajo la pila, ese
que estaba lleno de productos de limpieza, e inspeccionó con aire analítico,
como si fuese todo un experto, la tubería que conectaba con el grifo. «Es
fácil, el tornillo está un poco suelto, solo tengo que ajustarlo mejor», se
dijo. Tardó casi lo mismo en encontrar una pequeña caja de herramientas en
el trastero que en dar con una llave que encajase con esa medida.
Y entonces giró, giró, giró...
En la dirección equivocada.
¡Plof! El primer estallido de agua fue brusco e inesperado, una tuerca
salió despedida quién sabe adónde (Martín había intentado encontrarla sin
éxito), la cocina comenzó a inundarse y su mente se bloqueó de golpe, así
que casi consideraba un milagro haber sido capaz de llegar al bar en busca
de auxilio.
—Necesito ayuda —dijo atropelladamente.
Ramón alzó una ceja y lo miró suspicaz.
—¿Qué demonios te ha ocurrido?
—El agua... La pila... Una tubería... —Tragó saliva—. Mira, ¿sabes algo
sobre fontanería? Tú o cualquiera que conozcas. Necesito que alguien
venga a mi casa urgentemente, así que si pudieses facilitarme un teléfono...
—¿Por qué no llamas a tu amigo?
Con la camisa mojada, Martín resopló. No quería ni imaginar las pintas
que llevaría con los mechones húmedos de cabello escurriéndose por su
frente como algas y las ojeras que lo acompañaban desde varios días atrás
porque no lograba dormir bien. Lo último que deseaba en aquellos
momentos era tener que pedirle un favor a Isaac. De hecho, ni siquiera
estaba seguro de si acudiría en caso de que lo llamase. No había vuelto a
verlo desde lo ocurrido una semana atrás. El beso. Ese beso imprevisto,
extraño y cálido que lo había atormentado desde entonces. Era una fuga
diferente, no como la que tenía en su cocina, sino más tormentosa: gota a
gota, sin pausa.
—¿No hay otro fontanero en el pueblo?
Ramón lo miró con recelo y se encendió un cigarro con parsimonia.
Después le dio una calada larga antes de apoyar las manos sobre la barra
oscura de madera.
—¿Qué problema tienes con el hijo de la Bernarda?
—No, ninguno, pero...
—Santiago también se ocupa de estos asuntos, pero te puedo asegurar
que los sábados por la noche no suele rescatar a forasteros en apuros.
Además, fijo que tiene partida de cartas en el bar de la plaza.
Imaginó la cocina de su jefe inundándose como el Titanic poco antes de
hundirse en las profundidades. Maldita suerte la suya. Maldita suerte.
—Está bien. ¿Podrías llamar a Isaac?
—Sí. —Lo señaló—. Y me debes una.
—Claro. Dile que lo espero en la casa.
Se fue corriendo mientras el otro descolgaba el teléfono. Al llegar,
descubrió que la situación no era tan catastrófica como había previsto, pero
el suelo estaba encharcado. Cogió la fregona y el cubo, e intentó arreglar sin
mucho éxito aquel estropicio.
No tardaron en llamar a la puerta.
Martín respiró hondo y abrió con un tirón brusco. Pensó: «Será como
quitar una tirita, cuanto más rápido se haga, menos escuece».
Isaac le dirigió una mirada ceñuda.
—Gracias por venir... —Martín tenía un nudo en la garganta cuando se
apartó para dejarlo entrar—. Siento las horas, pero como verás era una
emergencia.
—¿Sigue saliendo agua? —Pasó a la cocina.
—Sí. No he conseguido encontrar la tuerca...
—¿Y no se te ha ocurrido cerrar la llave?
Martín quiso darse de cabezazos contra la pared. Pasar por alto algo tan
ridículamente evidente era propio de él, claro. Sintió que le ardían las
mejillas, no solo por quedar como un idiota, sino también porque la
presencia de Isaac le resultaba perturbadora. Era una inquietud enigmática,
porque tenía en la mano la bobina con todos los hilos enmarañados y sentía
el peso y el tacto, pero todavía no había encontrado el valor suficiente como
para tirar de la punta y averiguar la razón del desasosiego.
—No pienso bien bajo presión.
—No hace falta que lo jures —gruñó Isaac antes de ir a cerrar la llave
del agua. Luego, ignorando la presencia de Martín, se arrodilló debajo de la
pila y chasqueó la lengua—. ¿En qué momento decidiste que era una buena
idea meter las manos aquí?
—El grifo... se movía.
Isaac suspiró, buscó en su caja de herramientas hasta que dio con lo que
necesitaba y después cogió una llave. Tras él, Martín observó con atención
el movimiento de su hombro derecho cada vez que completaba una vuelta.
La camisa que vestía se ajustaba a su espalda como una segunda piel y
revelaba la curva de los omóplatos y de la columna vertebral, la tensión que
palpitaba en los músculos o el camino que se iba estrechando hasta llegar a
su cintura. Martín pensó que jamás se había fijado tanto en la anatomía de
un hombre. Ni siquiera en la propia, que, sin duda, poseía unas formas más
blandas.
Apartó la vista de Isaac cuando terminó.
—Esto ya está. —Se giró, guardó la llave y cerró la pequeña caja antes
de ponerse en pie. Luego, sin mirarlo siquiera, se encaminó hacia la puerta.
—Oye, espera. —Martín se sacó la cartera del bolsillo de los pantalones
—. Dime cuánto te debo. —Cogió un fajo de billetes que el otro rechazó
con la mano.
—No quiero nada. Buenas noches.
Otoño, 1992
—¿En qué mides tu vida?
La pregunta se la había hecho una anciana en pleno centro de Madrid
que decía poder leer las líneas de la mano. A Martín le incomodó de
inmediato porque, en esencia, era lo que siempre le ocurría cuando algo se
escapaba de su cabeza cuadriculada. Y él siempre había sido eso, un
cuadrado; su gracia consiste en que todos los lados son iguales, los ángulos
y los vértices están ahí para que uno pueda pasar la punta del dedo por
encima y reconocerlos sin sorpresas. Así que, cuando una de las líneas
empieza a alargarse hasta deformarse, todo se desmorona sin remedio. Por
eso, Martín procuró ignorar a la anciana, pero esta no se dio por vencida y
lo siguió entre los transeúntes.
—Oiga, lo siento, pero tengo un poco de prisa...
—Entonces ya has respondido a la pregunta.
Ante su mirada de desconcierto, la mujer dejó de abordarlo. Y las tornas
giraron. Cualquier otro día él hubiese continuado su camino, pero una
chispa se encendió en su cabeza. Ya había sentido algo similar cuando
conoció a un joven de mirada lapislázuli que vivía rodeado por un jardín
mágico. El recuerdo lo hizo frenar. Sus pies se anclaron al suelo empedrado
de la plaza Mayor.
Fue tras ella, que se giró al descubrirlo. Tenía el rostro arrugado como el
acordeón que sonaba varios metros más allá, y sus ojos parecían cubiertos
por una bruma espesa.
—Espere. ¿Necesita dinero? ¿Es eso?
Martín se puso a rebuscar unas monedas.
—No quiero nada. Buenas tardes.
Las palabras se le clavaron en el pecho con tanta fuerza como el día que
Isaac las pronunció antes de salir por la puerta sin volver la vista atrás.
—¿Entonces...? —Vaciló.
—Solo te había hecho una pregunta.
—¿En qué mido mi vida? Pues como todos lo hacen, ¿no cree? En
minutos y horas y días y semanas y meses y años y décadas...
Martín se sobresaltó cuando la anciana cogió su mano y la giró con
delicadeza. Le recordó a su abuela, aunque hacía tantos años que había
fallecido que él ya no era capaz de concebir la dulzura de su rostro, pero
aquello no tenía nada que ver con el parecido físico, sino con algo más
íntimo, más profundo: la manera de tocarlo. Los dedos temblorosos se
deslizaron por las líneas de su mano y se detuvieron unos segundos en el
anillo de casado, como si le sorprendiese encontrarlo allí.
—¿Quién te dijo que la vida solo puede medirse en tiempo? Hay
personas que la miden por los éxitos que logran, los kilómetros que recorren
o el amor que acumulan. Tú deberías haberte quitado este reloj hace mucho
tiempo. —Golpeó con la punta del dedo la esfera que relucía en su muñeca,
allí donde las manecillas atrapadas se movían a un ritmo que Martín
conocía bien—. Los besos. Deberías haber medido tu vida en besos.
Él la miró con simpatía y lanzó un suspiro.
—¿Eso es lo que lee en mi mano?
—Oh, no. En tu mano veo una línea larga que tendrías que haber cortado
hace años y también otra mucho más corta que no se merecía un final tan
abrupto. —Lo soltó y lo miró una última vez—. Que pases un buen día.
Martín se quedó allí paralizado hasta que la perdió de vista bajo el sol
otoñal de la tarde. Contempló su propia mano ajeno a la gente que pasaba
de largo a su alrededor: era más gruesa tras los kilos que había ganado
durante aquel año, tenía la piel seca y, en efecto, dos líneas se cruzaban a
pesar de su diferente longitud.
Verano, 1980
abía recorrido el corto trayecto con las ventanillas
bajadas, pero, aun así, el calor dentro del coche era asfixiante. No salió de
inmediato porque en la radio sonaba una canción de Bob Dylan titulada
Blowin’ in the Wind que le encantaba. Había escuchado miles de veces el
álbum Finjan Club 1962. En una ocasión, un traductor que trabajaba para la
editorial le comentó que la letra decía: «Cuántos años pueden vivir algunos
antes de que se les permita ser libres. Cuántas veces puede un hombre girar
la cabeza y fingir que simplemente no lo ha visto. La respuesta, amigo mío,
está flotando en el viento». A Martín, lejos de parecerle esperanzadora, le
resultaba terriblemente triste.
La canción terminó. Él contempló la casa que se alzaba delante durante
un largo minuto antes de encontrar el valor suficiente para bajar del coche.
El tejado rojo reflejaba el sol de la tarde de aquel domingo. Martín se había
pasado la noche anterior recogiendo los restos de agua con la fregona y
sopesando la situación: podría dejarlo estar. Claro que sí. Podría continuar
con su vida sin más contratiempos, buscar ayuda para el libro en otra parte,
quizá regresar a Madrid antes de lo previsto, y hasta entonces limitarse a
dibujar las flores mirando las fotografías que tenía entre el material de
documentación.
Pero había algo, una especie de anzuelo afilado, que lo había atrapado y
tiraba de él hasta aquel lugar. No, no era solo un lugar. Era un hombre.
Isaac.
Esa mañana, sentado en la fría terraza interior donde el sol siempre
intentaba colarse en vano, había estado mirando una de las instantáneas. En
el centro destacaba una amapola. Martín las había visto creciendo salvajes
en el jardín de Isaac y recordó lo bien que se sintió durante aquellas
efímeras semanas de amistad en las que podía tumbarse sobre la hierba sin
pensar en nada, sin ser la versión de él que todos conocían, y sostener con
firmeza el lápiz en la mano hasta llegar a poseerlo. También echaba de
menos la confortable cocina que siempre olía a algún plato sencillo y ese
sofá en el que uno podía hundirse con placidez. Pero, sobre todo, lo fácil
que era conversar con él o, en la misma medida, permanecer en silencio.
Martín no sentía que tuviese que impresionarlo. Dentro de aquellas paredes,
tenía la embriagadora sensación de que tan solo debía «ser».
No se molestó en llamar a la puerta porque sabía que estaría en la parte
trasera. Sus pasos eran largos y enérgicos, como si algo lo impulsase a
avanzar.
Lo encontró abrigado por el verdor del jardín.
La sorpresa que se reflejó en los ojos de Isaac se extinguió tan rápido
como había aparecido. Martín tomó aire cuando llegó a su altura, apenas a
un metro de distancia.
—Estoy casado. Y tengo dos hijos.
Isaac frunció el ceño con lentitud.
—Nunca dijiste nada.
—¿No? —Con cierta consternación, Martín se pasó una mano por el
mentón e intentó recordar alguna charla que hubiesen mantenido al
respecto, pero no dio con ninguna. Puede que fuese porque en aquel limbo
salpicado de flores se sintiese lejos, muy lejos, del Martín taciturno que
caminaba sin alzar la vista por las calles de Madrid.
Los músculos de Isaac se tensaron cuando clavó la azada en la tierra con
la intención de continuar cavando el agujero que tenía a sus pies.
—No importa. Me dejé llevar por una estúpida intuición y ni siquiera lo
pensé. Lo siento. Es uno de mis defectos, no me lo tengas en cuenta. —
Respiraba con dificultad cuando paró. Se apoyó en el palo de madera antes
de secarse la frente con el dorso del brazo. Y luego le dirigió una mirada
singular—. ¿Amigos?
Martín sonrió con alivio.
—Claro. Amigos.
El orden de su pequeño universo volvió a restablecerse. Fue como si los
planetas regresasen a su órbita, girando y girando ajenos a los secretos que
escondía la galaxia.
La galaxia es inmensa. Escapa a nuestra comprensión.
Lo mismo ocurre con el corazón humano.
El corazón
o que dicen los libros de texto sobre el corazón humano
es que se encuentra en el centro del pecho, detrás y ligeramente a la
izquierda del esternón. El pericardio, una membrana de dos capas, lo
envuelve como una bolsita, no vaya a ser que se caiga al suelo y se ensucie.
El corazón posee cuatro cavidades, que se dividen en aurículas y
ventrículos. Las válvulas cardíacas controlan el flujo de sangre, y los
impulsos generados por el miocardio estimulan las contracciones. En
resumidas cuentas, el corazón actúa como una bomba que impulsa la sangre
hacia los órganos, tejidos y células del organismo a través de una compleja
red de arterias, arteriolas y capilares.
Lo que los libros de texto no dicen sobre el corazón humano es que está
lleno de recovecos oscuros y que caminar por ese sinuoso laberinto sin
perderse no es fácil. Da igual que lleves una brújula en la mano, porque las
emociones son ciegas, te nublan la mente y la razón y te obligan a avanzar
por paisajes desconocidos: selvas tropicales plagadas de animales
peligrosos, desiertos solitarios o glaciares silenciosos. En teoría,
disponemos de un mapa con las rutas más seguras, pero es un mapa
inservible porque no entiende de impulsos, deseos, anhelos o
contradicciones. No sabe nada sobre fragilidades y fortalezas. Allí, en el
centro del corazón, duermen los sentimientos más profundos, desconocidos
e indescifrables del ser humano.
Y están destinados a despertar en algún momento.
Verano, 1980
ontempló la lenta sonrisa de Isaac cuando se atrevió a
coger el trozo del panal que le tendía. Las abejas zumbaban alrededor y la
pegajosa miel goteaba de las celdillas.
—Pruébala —lo animó.
—¿Podemos alejarnos antes?
—No te harán nada, hay pocas. —Isaac torció la boca al ver que Martín
alzaba las cejas con desconfianza—. Está bien. Vamos, chico de ciudad.
Se sentaron a la mesa de hierro forjado cobijada bajo la sombra de las
parras, allí donde solían acomodarse al atardecer con una cerveza y un
cigarrillo. En esa ocasión, Martín lamió el trocito de panal de miel y el
sabor explotó en su lengua.
—Nunca lo había probado así.
Isaac se arrellanó en su silla, dio una calada y expulsó el humo moviendo
los labios para formar pequeños aros que se esfumaron instantes después.
—Háblame de ellos —le pidió.
No habían vuelto a tocar el tema desde aquella tarde de domingo en la
que Martín regresó para quedarse. Acudía allí de buena mañana, temprano,
y trabajaba mientras Isaac se encargaba del jardín o se ausentaba si algún
vecino lo llamaba porque tenía una urgencia. A veces intentaba hacer algo
para comer, pero el experimento solía terminar con una olla chamuscada y
él acercándose hasta el bar para comprar un par de bocadillos. Al caer la
tarde, solían disfrutar de un rato de siesta bajo la mimosa y, al despertar,
Martín se ponía a pintar con las acuarelas, que era su parte favorita de todo
el proceso, e Isaac leía lo que iba terminando y le hablaba de las flores que
cultivaba en el jardín.
Cuando llegaba a casa al anochecer, Candela lo esperaba al otro lado del
teléfono. La vida real seguía su curso, pero Martín tenía la sensación de
pasar las horas de sol dentro de un capullo de seda que lo aislaba de su
pasado y de su futuro.
—El pequeño se llama Daniel y tiene seis años. El mayor, Sergio,
cumplió los nueve a finales de mayo. No se parecen en nada. —Sonrió al
pensar en ellos—. Uno es extravertido, no para quieto, le encantan los
deportes. El otro es feliz jugando con el microscopio y leyendo. Los dos son
buenos chicos, muy buenos.
—¿Y ella?
Martín se aclaró la garganta.
—Candela. Nos casamos hace diez años.
—Tantos detalles de golpe me abruman —bromeó.
Martín soltó una carcajada ronca y se encendió un cigarrillo cuando
Isaac le ofreció el mechero. El viento allí siempre era húmedo, todavía más
al atardecer, y arrastraba a su paso el aroma del limonero que crecía en una
esquina del patio.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
—¿Tenéis un matrimonio feliz?
—Es complicado. —Tuvo sus dudas, pero al final pronunció las palabras
que se le atascaban en la garganta—. No estamos pasando una buena época.
—¿Por eso has acabado aquí?
—No exactamente, pero el proyecto se me estaba resistiendo entre los
problemas en casa, y la cosa no iba a mejorar teniendo que trabajar con los
críos de vacaciones.
—¿Es una especie de crisis de pareja?
Martín lo meditó y bebió un trago de cerveza.
—No lo sé. Y ese es justo el problema: que no sé nada. Cuando llegaba a
casa tenía la sensación de estar... flotando. Como al ir a la playa y tumbarte
en el agua dejándote llevar por la marea. Una vez lo hice durante un viaje a
Barcelona. Fue liberador y también terrorífico, porque sabía que si no
nadaba en algún momento..., bueno, terminaría mar adentro. ¿Entiendes lo
que quiero decir?
—Creo que sí.
—Bien. —Suspiró.
—¿Y cómo os conocisteis?
—Delante del despacho de su padre, que fue uno de mis profesores en la
universidad. Creo que, al soplar las velas en cada cumpleaños, el hombre
sigue pidiendo lo mismo: que me caiga encima un meteorito o algo por el
estilo.
—Así que no es una relación paternal de suegro y yerno.
—No, joder, no. Me mira... Tendrías que ver cómo me mira... —Martín
soltó una risa más amarga que divertida—. Piensa que soy imbécil. Puede
que tenga razón.
El sol caía sin tregua tras el horizonte cuando Martín rememoró aquella
tarde en la que oyó a Candela hablando con su padre en el despacho de la
casa familiar. Habían ido a comer allí como todos los domingos, y Martín se
había ofrecido a poner la mesa. «Avisa de que la comida ya está lista», le
pidió su suegra. Avanzó por el pasillo. La puerta estaba entreabierta, así que
oyó sus voces, nítidas y ásperas como el estropajo. «No deberías haberte
casado con él. Estoy seguro de que no es mala persona, pero es... es...
simplón.»
Martín jamás olvidaría esa palabra. De hecho, lo perseguiría durante el
resto de su vida. «Simplón», como una sopa aguada. «Simplón», como
escribir un poema comparando unos ojos azules con el mar. «Simplón,
simplón, simplón.»
—¿Él es el problema de vuestro matrimonio?
—Ojalá fuera tan sencillo. —Estiró el cuello hacia atrás y apoyó la
cabeza en el respaldo para contemplar las nubes arreboladas. Pensó en los
días en Madrid, en cómo se agolpaban unos detrás de otros. Pensó en
reproches y dardos. Pensó en aquel trabajo que el padre de Candela le había
ofrecido y que él se negaba a aceptar. Pensó en la palabra preferida de su
mujer: «Más». Miró a Isaac—. ¿Has tenido alguna relación larga?
—No.
—Pues recuerda esto cuando la tengas: el tiempo no arregla nada, tan
solo saca a la luz toda la suciedad que uno va acumulando con el paso de
los años. Empiezas ignorando una de esas pelusas inofensivas que se
acumulan en la esquina del salón y cuando quieres darte cuenta estás de
mierda hasta el cuello.
—Qué esperanzador.
Martín no respondió de inmediato. Apagó el cigarrillo aplastándolo
contra el cenicero y se terminó la cerveza. Se sentía bien allí, se sentía
cómodo. Quiso decirle eso y también que nunca había hablado de aquello
con nadie. De hecho, se sorprendió al continuar desmigando sus penas
incluso cuando Isaac dejó de preguntarle:
—No creo que Candela sepa con quién se ha casado.
—¿Qué quieres decir?
—No me conoce. No de verdad. Y si lo hiciese, le gustaría aún menos.
Así que supongo que lo inteligente es dejar las cosas tal como están. Mira,
hace tiempo tuve un sueño. Estaba delante de una vitrina llena de esas
figuritas de cerámica tan delicadas que se rompen solo con mirarlas. El
problema era que debajo de ellas había una capa de polvo. En el sueño,
sostenía en la mano un trapo. Era evidente lo que me decía el
subconsciente, ¿no? «Limpia la mierda.» Pero en cuanto metí la mano, a
pesar de hacerlo con cuidado, algunas figuras empezaron a caer y se
hicieron añicos.
—La vitrina era tu matrimonio.
—Sí. Es mejor no tocarlo.
—¿Hasta cuándo?
Martín no fue capaz de contestar.
Verano, 1980
—Pero ¿cómo es posible que no sepas pelar una patata? Estás
destrozándola. Anda, dame el cuchillo, dámelo. Mira, se hace con
delicadeza, sin quitar la mitad.
—Visto así parece fácil, pero...
—Inténtalo otra vez, venga.
En la pequeña cocina hacía calor, a pesar de que las ventanas estaban
abiertas de par en par. A Isaac, que se estaba tomando en serio las clases de
cocina, no parecía importarle, pero Martín se sentía inútil y agobiado dentro
de la estancia. No estaba seguro de si se debía tan solo al tiempo o también
al reducido espacio que compartían.
—Ya que lo de pelar no es lo tuyo, al menos prueba a cortarla.
—¿Y cómo la corto? Me refiero a la forma.
—En tiras largas y finas. Trae eso.
Al final, presa de su impaciencia habitual, siempre terminaba quitándole
el cuchillo de las manos y Martín no podía evitar sonreír en respuesta. Tac,
tac, tac. Isaac cortaba con soltura y de forma rítmica. Cuando acabó, apartó
las patatas a un lado.
—¿Te ves capaz de ir al huerto a por una lechuga y tomates?
Martín le dio un codazo mientras reía. Volvió a pensar en esa
familiaridad singular que parecía envolverlos pese a la distancia que él se
esforzaba por marcar. Sus amistades hasta entonces habían sido diferentes,
casi siempre lejanas y superficiales, nada de conversaciones trascendentales
o miradas de complicidad. Ni mucho menos entraba en juego el contacto
físico más allá de algunas palmadas secas en la espalda.
Lo pensó cuando Isaac cogió su mano derecha y la giró.
—La cortas así. —Simuló el movimiento—. Al ras.
—Vale. —Se apartó de él vacilante y confuso.
—No se te ocurra arrancarla de raíz.
—Lo he entendido, en serio.
Salió de la cocina y, a pesar del aire cargante, se sintió mejor conforme
se alejaba paso a paso hasta llegar al pequeño huerto. Respiró hondo, estaba
inquieto. ¿Qué le ocurría?, ¿por qué se sentía traicionado por la manera en
la que su cuerpo reaccionaba ante algo desconocido? Se puso de cuclillas en
el suelo, contempló las lechugas verdes y brillantes algo picoteadas por los
pájaros antes de elegir la más grande. Luego recordó la mano de Isaac
sosteniendo su muñeca con decisión e imitó la posición con el cuchillo. El
corte fue recto y limpio. Después se acercó hasta las plantas atadas a las
cañas. Los tomates estaban gordos, relucientes y maduros. Arrancó uno y lo
observó. Debería haberse encaminado de vuelta hacia el interior de la casa,
pero, en lugar de hacerlo, hundió los dedos en la piel pulposa y se quedó
mirando las semillas del tomate que se derramaron sobre su mano. La fruta
descuartizada parecía preguntar: «¿Qué estás haciendo, Martín? ¿Qué estás
haciendo?».
Como si él lo supiese.
Primavera, 2018
—¡Cuidado con las hortensias!
—Pero ¿qué estoy haciendo mal?
—No la trates así. Quiero decir... —Isaac se acerca y le quita la regadera
de las manos—. No tires el agua encima de la flor, no le gusta.
—Qué delicada —bromea Martín.
—Mira quién fue a hablar. Es una planta que siempre me ha recordado a
ti. Fácil en apariencia hasta que intentas cultivarla en esta zona. Suerte si
consigues mantenerla más de unos años. Que si no quieren sol, pero sí
mucha luz. Que si tiene que estar siempre húmeda, pero ni se te ocurra
encharcarla, y ofrécele un buen drenaje. Que si las hojas amarillean cuando
tienen mucha cal, así que hay que regarla con agua previamente
descalcificada. Que si utiliza tierra de brezo, y cuidado con el pulgón...
—Creo que he captado la idea.
Martín necesita sujetarse a un saliente de la pared para lograr sentarse en
un taburete de madera que está junto al parterre. Respira con cierta
dificultad después de una mañana de trabajo en el jardín, aunque se esfuerza
para que no lo note Isaac, que, en cambio, está más en forma; se percibe por
la manera que tiene de moverse, no se fija tanto en dónde pone los pies, tira
de la manguera con soltura cuando se atasca en alguna esquina, y el
esfuerzo físico parece liberarlo en lugar de sofocarlo.
Allí sentado, Martín disfruta al verlo regar las plantas. Durante todos
aquellos años separados siempre se lo imaginó así: rodeado de flores y
colores y más flores.
—¿Cómo están los críos?
La pregunta lo desconcierta hasta que cae en la cuenta de que se refiere a
sus hijos. Una sonrisa le baila en los labios y apoya las manos en las
rodillas.
—Ahí van. Sergio está a punto de cumplir los cuarenta y siete, tiene dos
hijas, una de ellas en plena adolescencia, y se divorció el año pasado.
—¿Cómo es posible...?
Distraído, Isaac se moja las botas hasta que mueve la manguera. No
termina la frase, pero no es necesario que lo haga porque los dos saben qué
es lo que está pensando: «¿Cómo es posible que haya crecido tanto?, ¿cómo
es posible que el tiempo pase tan deprisa?, ¿cómo es posible que estemos
llegando al final del viaje?».
—¿El otro se llama Daniel?
—Sí. No se ha casado ni ha tenido hijos. Vive en Berlín. Le dieron una
beca durante el último año de universidad y allí se quedó. Creo que es feliz.
Un silencio tirante solo roto por el murmullo del agua.
—¿Y ella...?
Martín toma aire.
—Candela murió hace tres años. Fue inesperado: un aneurisma cerebral.
Ocurrió tan rápido que no sufrió, a veces todavía me consuela pensar eso.
—Lo lamento.
Comparten juntos unos minutos más mientras Isaac termina de regar esa
zona del jardín. Después, Martín se pone en pie con torpeza y el otro lo
mira de reojo.
—¿Necesitas ayuda?
—No, no. Puedo solo. —Toma aliento y luego le echa un vistazo al reloj
de pulsera que aún usa—. Hoy no me quedo a ver el atardecer, debo irme
ya.
—¿Tantas cosas tienes que hacer?
A Martín lo complace descubrir que Isaac lamenta su marcha y en ese
momento entiende que, en el fondo, sigue siendo el mismo joven que
conoció durante el verano de 1980. Ese que se mostraba siempre valiente y
fuerte y vivaz. Ese que escondía sus miedos y aquello que lo hacía
vulnerable. Aunque frente a él se dejó ver. Frente a él... se quitó todas las
capas, una tras otra, sin dudar. ¿Y qué hizo Martín con todo lo que Isaac le
dio? Nada. No pudo hacer nada. Tan solo dejar que se escurriese de entre
las manos.
—Sí, tengo que tirarme en paracaídas, he quedado dentro de media hora.
Y me espera una cita apasionante para esta noche en un restaurante de esos
donde sirven..., ¿cómo se llama?, lo tengo en la punta de la lengua, ah,
sushi, sí, a mi nieta le encanta.
—¿Sushi? —Isaac frunce el ceño.
—Son esas cositas pequeñas de pescado crudo.
—Por mí, pueden quedarse toda esa basura.
Martín sonríe y busca las llaves del coche en el bolsillo de sus
pantalones de pana. En el manojo destaca un pequeño llavero que compró
cuando hizo el Camino de Santiago, y lo sacude haciéndolo tintinear antes
de despedirse:
—Al final no llegaré a tiempo. Nos vemos mañana.
—¡Oye! Pero aún no me has dicho adónde vas.
—A la farmacia, Isaac. A la farmacia.
Y se marcha sonriendo como diciéndole: «¿Adónde demonios quieres
que vaya en este pueblo?». No lo ha comentado con él, pero de vez en
cuando, comido por la nostalgia, buscaba noticias o le echaba un vistazo al
censo demográfico. Hace casi cuarenta años vivían allí cuatrocientas
personas. Hoy apenas quedan la mitad. No debería haberlo entristecido
como lo hizo ver que cada año el número iba desplomándose.
«Los jóvenes tardan poco en marcharse.» Es un hecho. Todo ha
cambiado. También tardan poco en divorciarse. O en decidirse a vivir la
vida sin responsabilidades. En el fondo, Martín admira a sus dos hijos:
ambos tomaron decisiones a las que él fue incapaz de enfrentarse, y a
menudo se pregunta si ahora el mundo es más libre o si, en cierto modo, esa
libertad siempre estuvo alrededor y tan solo debía alargar la mano para
cogerla y hacerla suya. Puede que nunca averigüe la respuesta.
Aparca al lado de la farmacia. Todavía está abierta. Entra y lo recibe la
sonrisa amable de un hombre rubio de gruesas cejas y ojos verdosos. Lleva
una pequeña placa colgada de la bata en la que puede leerse que su nombre
es Alfredo.
—Buenas tardes, necesito saber si los medicamentos ya están
disponibles, que con esto de la receta electrónica no me entero como es
debido.
Y le tiende su tarjeta sanitaria.
Verano, 1980
abía cola en la farmacia, así que Martín esperó con
impaciencia mientras le echaba un vistazo a un folleto de cremas que no le
interesaba en lo más mínimo. Esa mañana, al llegar a casa de Isaac, le
extrañó no encontrarlo trabajando en el jardín: estaba sentado a la mesa
pelando unas hortalizas y tenía muy mala cara.
—¿Qué te ocurre?
—Nada, me he levantado con el pie izquierdo.
Sin preguntarle antes, se inclinó hacia él y le tocó la frente.
—Estás ardiendo —le dijo.
—Bah. Pamplinas. Estoy bien.
—¿Tienes algún botiquín con medicación?
—No. Serán las anginas. Siempre lo son. Se pasa al cabo de unos días.
Mira, si de verdad quieres echarme una mano, ¿te importaría llevarle esas
flores a Pilar? No he podido hacer el reparto todavía y estará esperando.
—Claro. Y luego me paso por la farmacia.
—Eso no será necesario.
—Deberías meterte en la cama.
—Y tú en tus asuntos —replicó.
—Maldito testarudo... —masculló Martín por lo bajo al tiempo que se
alejaba de él y cogía el grueso manojo de flores para dejarlo en el asiento
del copiloto. El aroma era tan intenso que tuvo que bajar las ventanillas
cuando empezó a dolerle la cabeza.
Tras hacer la entrega, fue a la farmacia del pueblo. Y por eso acabó
leyendo aquel folleto de cremas mientras la cola avanzaba lentamente y un
niño rubio, por lo visto el hijo de los dueños, correteaba de un lado para
otro blandiendo una espada imaginaria.
—¡Alfredo! ¡Quédate quieto o métete en el almacén con Olga!
—¡No, mamá, prefiero jugar aquí! Prometo que no tiraré nada. —Su
réplica logró arrancar las sonrisas de la mayoría de los clientes que
esperaban.
—Ay, Alfredo. —La farmacéutica negó con la cabeza.
Martín se entretuvo observándolo. Le recordaba al mayor de sus hijos,
que era incapaz de permanecer más de quince minutos seguidos sentado en
una silla y a Candela la sacaba de quicio. «Es imparable», se quejaba. «Es
un niño», respondía él. Una vez había leído un artículo que hablaba sobre
los padres que de manera inconsciente intentaban que sus hijos fuesen
prolongaciones de sus propias vidas. «Tiene sentido —decía el autor—,
porque nacen de nosotros, los educamos con nuestros valores, nos
convertimos indirectamente en la figura de la Iglesia adoctrinando a sus
pequeños creyentes en un mundo dominado por el castigo o el premio.
Quizá la idea abstracta del cielo o de la vida eterna aún no sea lo bastante
motivadora, pero ningún niño se resiste al soborno de hacer lo debido a
cambio de un trozo de chocolate.»
Martín nunca había deseado que sus hijos se pareciesen a él, aunque le
hacía gracia encontrarse en detalles, como el hecho de que Daniel también
fuese incapaz de guiñar el ojo izquierdo o que todo el mundo dijese que
Sergio tenía su sonrisa. Le parecía estimulante verlos crecer mientras se
preguntaba cómo serían, qué ropa les gustaría vestir o la música que los
emocionaría cuando se hiciesen mayores. Se mantenía como un espectador
silencioso que se mueve alrededor e intenta no tropezar con los cables o los
focos de la obra de teatro de sus vidas, no vaya a ser que tocase algo y lo
echase a perder.
—¿Qué necesita? —La farmacéutica le sonrió.
—¿Puede darme algo para la garganta y la fiebre?
Encontró a Isaac dormitando en el sofá con la frente ardiendo. Al entrar
en la cocina descubrió que se había dejado el fuego del caldo encendido y
lo apagó antes de prepararle la medicación. Tuvo que sacudirlo varias veces
para que despertase.
—Tienes que tomarte esto, venga.
—Estoy... bien... —insistió.
Se incorporó con dificultad y, a pesar de sus quejas, no opuso más
resistencia antes de ingerir la dosis. Después, Martín acercó una silla que
colocó junto al sofá. Se sentó. No estaba muy seguro de qué hacer, pero no
quería marcharse hasta asegurarse de que le había bajado la fiebre. Al final,
indeciso, cogió su cuaderno de dibujo, lo apoyó sobre el regazo y se
entretuvo trazando algunas flores que tenía pensado pasar a limpio durante
los próximos días. Ya había transcurrido un buen rato cuando Isaac abrió los
ojos:
—¿Qué haces?
—Dibujar. ¿Cómo estás?
—Bien —mintió antes de toser.
—¿Por qué eres incapaz de admitir que estás enfermo y que te
encuentras mal?
—Déjame ver eso. —Isaac alzó el cuello para echarle un vistazo a la flor
que estaba dibujando—. Una margarita. ¿Sabías que pertenecen a la familia
de las asteráceas? Me gustan. Me gustan porque son sencillas, poco
exigentes. Representan la amistad, la pureza y los nuevos comienzos. Eran
las flores preferidas de mi abuela María.
Martín lo miró de reojo sin dejar de dibujar.
—Háblame más sobre las flores.
—¿Qué quieres saber?
—Eso. Su significado.
Isaac tosió un par de veces.
—Los lirios simbolizan el honor y el poder. Las azaleas la esperanza.
Las campanillas de invierno el cambio, porque florecen para anunciar la
primavera. En el caso de los tulipanes y las rosas, por ejemplo, encarnan
cosas distintas según el color. El morado se asocia con la lealtad, el amarillo
con la alegría, el blanco con la paz...
—El rojo con el amor —añadió Martín.
—Y la pasión. Si te paras a pensarlo, casi todas lo muestran de alguna
manera. Tiene sentido, ¿no crees? Una flor es la belleza que brota de una
planta que se riega y se cuida. Como el amor. Luego, existen matices. La
orquídea representa la sensualidad y el erotismo, la gardenia sirve para
expresar un amor secreto...
—¿Las dalias?
—La gratitud.
—¿Y las amapolas?
—Son silvestres y muy frágiles. No sé dónde leí que en algunos países se
usan como símbolo de las víctimas de los conflictos armados; el estambre
negro del centro representa la bala y los pétalos rojos la sangre derramada.
—Nunca las había visto así...
—Creo que mi madre era una amapola.
Lo vio tragar saliva con dificultad y, por un instante, Martín fue incapaz
de visualizar al hombre de veintinueve años que tenía delante: tan solo
encontró a un niño perdido entre una brumosa soledad. Quiso consolarlo.
Quiso apartarle el cabello castaño y tomarle la temperatura para asegurarse
de que la medicación le había hecho efecto. Quiso decir algo gracioso e
ingenioso que disipase la tristeza. Quiso... Quiso... Como si «querer»
hubiese sido sinónimo de algo posible alguna vez en su vida.
—Mi padre sería un nenúfar: la frialdad y la indiferencia —continuó
Isaac envuelto en una neblina de fiebre que resquebrajó sus defensas.
Martín se rindió entonces. Casi pudo ver el muro derrumbándose ante
sus ojos y, todavía aturdido entre el polvo que se levantó, deslizó la mano
hasta su frente mientras Isaac permanecía inmóvil. Pensó que desde fuera
podría parecer extraño, y quizá lo era, porque el momento se alargó y su
pulgar trazó espirales sobre la sien palpitante de Isaac. No supo qué fue lo
que le impulsó a hacerlo, pero su cerebro, siempre rumiante, se apagó. Y el
mundo se disolvió alrededor como una pastilla efervescente al caer en el
agua, con todas esas burbujitas eclosionando igual que las flores del cerezo
al llegar la primavera.
Bajo el agua, 1954
artín tenía ocho años cuando estuvo a punto de morir
ahogado. Ocurrió en la casa de campo que unos tíos de su madre tenían en
Toledo. Los adultos estaban entretenidos tomando café y pastas después de
una copiosa comida en el jardín, y él se alejó hacia la piscina arrastrando un
palo por el suelo. De niño era delgaducho y tenía la piel pálida: al mirarse al
espejo, su pecho le traía el recuerdo de las carcasas de pollo que su madre
vendía en la carnicería familiar para darle sabor al caldo. Se asomó a la
piscina. No lo recibió su reflejo, tan solo el agua en calma, de un azul irreal.
Se sentó en el bordillo. Metió dentro las piernas y las agitó.
Había algunos insectos flotando. Una abeja, dos o tres moscas, un
pequeño saltamontes y unos cuantos bichos más que Martín fue incapaz de
identificar. El único que aún se movía era la abeja; de vez en cuando,
agitaba sus diminutas alas con la esperanza de salvarse, pero él sabía que no
lo conseguiría. Alargó la mano con la que aún sostenía el palo, pero la muy
tonta no parecía comprender que aquello era un puente hacia la vida. Martín
insistió. A diferencia de su hermano mayor, no le resultaba divertido
torturar a los animales, conseguir que las lagartijas se desprendiesen de su
cola o meter en un bote de cristal a un depredador como una araña junto a
una indefensa polilla.
—Vamos, sube, sube...
Se inclinó más. Al fin, la abeja pareció comprender que no era una
amenaza y sus enclenques patas negras se adhirieron al palo. La
satisfacción le dibujó a Martín una sonrisa en la cara y, justo entonces, la
abejita alzó el vuelo con pasmosa facilidad, se posó sobre su mano y le
clavó con fuerza el aguijón en la piel.
Para ir al siguiente recuerdo de Martín es necesario cambiar el plano y
situarse bajo el agua en lugar de sobre ella. El mundo en su totalidad se
volvió azul: las paredes de la piscina y el suelo y el cielo maravillosamente
despejado de aquel día de verano.
Martín chapoteó, movió las piernas, sacudió los brazos, abrió la boca,
tragó agua, quiso gritar, tragó más, oyó el borboteo del agua alrededor y
también la risa vibrante de su madre algo más lejos. Mientras se hundía, la
imaginó bebiendo café y contándoles a sus tíos alguna de esas anécdotas
estrafalarias que siempre se guardaba en la manga para las reuniones
sociales. Su padre, al que él terminaría pareciéndose en el futuro más de lo
que le hubiese gustado, estaría jugueteando con el salero, y su presencia
sería más fantasmagórica que terrenal, como esos actores secundarios de las
películas en los que nadie se fija. ¿Y él? Bueno..., él se estaba muriendo.
Pero curiosamente dejó de luchar mucho antes de sentir los brazos
entumecidos. Pensó: «Esto es todo, la vida corta de un crío que nadie
recordará. Dentro de cincuenta años, alguien en el cementerio pasará por
delante de la lápida y contemplará la deslucida fotografía en la que saldré
con esa pajarita que odio y que mi madre se empeña en ponerme los
domingos. Se preguntará de qué morí siendo tan joven, pero no imaginará
que la culpa fue de un insecto diminuto y seguirá su camino sin mirar
atrás».
¿Y sus compañeros del colegio? ¿Qué dirían al enterarse? Esperaba que
los detalles no trascendiesen y que su fallecimiento estuviese rodeado de
cierto misterio. O, mejor aún, que alguien inventase algún rumor estúpido,
como que le había caído encima un meteorito, que se lo comió un tiburón o
que se vio atrapado en medio de un tiroteo.
Era mejor que «acabó en el hoyo por salvar a una abejita».
Aquello fue lo último que pensó antes de que aquel mundo azul lo
engullese.
Lo siguiente que recordaba era una luz, una luz potentísima sobre sus
ojos y un hombre de barba grisácea pidiéndole que no intentase hablar.
Estaba húmedo como un calamar, con la ropa aún pegada al cuerpo, y las
náuseas trepaban por su garganta.
Durante muchos años, Martín reflexionaría sobre aquel episodio de su
vida: una abeja, un niño y una piscina. Pese a sus buenas intenciones, el
insecto se había sentido amenazado y se había defendido, incluso aunque
hacerlo implicase el fin de su propia existencia. Trasladado a los humanos,
simbolizaría una mezcla entre el miedo y el orgullo. Atacar antes de
escuchar. Atacar al sentirse vulnerable. Atacar por instinto.
Verano, 1980
on los codos apoyados sobre la hierba reseca por el sol,
sonrió al ver que Isaac metía la cabeza debajo del agua helada y luego daba
brazadas aquí y allá. Desde que se encontraba mejor parecía tener ganas de
recuperar el tiempo perdido, como si la idea de haberse pasado tres días
metido en la cama fuese inconcebible. Y eso que habían aprovechado para
avanzar con la enciclopedia: Martín leía en voz alta cada página que iba
pasando a limpio y, cuando Isaac no aguantaba más y se dejaba mecer por
un sueño profundo, él salía y se fumaba un cigarro mientras regaba las
plantas del jardín.
—Vas a volver a enfermar —le dijo.
—Tonterías. El agua fría solo tiene beneficios —replicó, y se acercó a la
orilla donde Martín esperaba con los pies entumecidos metidos dentro del
arroyo—. ¡No seas cobarde y lánzate, vamos! Si te mueves apenas se nota
que está helada.
—A mí lo del riesgo y la aventura me llama poco.
—Tardé unos tres segundos en deducirlo el día que te conocí. —Isaac
salió del agua y se acomodó a su lado con una sonrisa satisfecha—.
Deberías pensar en lo que te estás perdiendo. La clave está en dejarse llevar
por el primer impulso y desoír todo lo que venga después. Estoy seguro de
que al ver el agua te apetecía lanzarte de cabeza, pero luego empiezas a
sopesar si te congelarás, si las rocas del suelo te harán daño en los pies, si
vale la pena quitarte la ropa para darte un chapuzón rápido, si, si, si...
—El mundo sería un lugar caótico si todos fuésemos como tú —contestó
Martín, se tumbó a su lado y estiró el brazo para coger el cuaderno de
dibujo.
—Me gusta el caos. Me gusta mucho.
Martín comenzó a delinear el contorno alargado de una florecilla
anaranjada que crecía entre la hierba. Después, su mirada se desvió hacia la
figura que descansaba algo más allá, como un tren frente a unas vías que
avanzan en línea recta y de pronto se encuentra una bifurcación. Martín la
tomó. ¿Por qué no? ¿Por qué no seguir dibujando la punta de los dedos de
Isaac hasta capturar esa mano que ya le resultaba familiar y seguir un poco
más y más arriba por el brazo alargado y la curva de los hombros que
recordaba a la luna menguante? Nadie se lo impedía. Nadie estaba allí con
ellos para preguntarle por qué deseaba detener el tiempo hasta lograr que
los trazos gruesos alcanzasen la forma perfecta y se extendiesen por el torso
desnudo de Isaac.
Isaac parecía ignorar el rasgar suave de la punta del lápiz deslizándose
por el papel y mantenía los ojos cerrados bajo el sol, que empezaba a
esconderse entre las nubes amoratadas. Martín se ofuscó cuando
comprendió que no podría capturar en su cuaderno su manera de respirar,
esa forma que tenía de inhalar el aire y después dejarlo salir lentamente. O
las gotas de agua que pendían como estalactitas y habían empezado a
secarse mientras él dibujaba contra reloj. O la piel..., la piel jamás lograría
recrearla: esa extraña sensación de que era áspera y suave a la vez, esa
contradicción que Martín no podía comprobar porque para ello tendría que
alargar la mano y acariciarlo.
—¿Has acabado ya? —preguntó Isaac en un susurro ronco.
—Solo... me aburría. Puedes moverte. Haz lo que quieras.
Isaac se giró hacia él con una sonrisa vanidosa tirando de sus labios. En
contraste con su piel bronceada, aquellos ojos eran de un azul intensísimo.
Por un instante, Martín se sintió caer otra vez en una piscina; se vio
moviendo brazos y piernas inútilmente, con el convencimiento de que
entonces nadie se lanzaría a salvarlo.
—Me gusta esto de convertirme en una estatua griega.
—Ahora que lo pienso... —comenzó a decir Martín mientras proseguía
moviendo el lápiz por el cuaderno—, sí que conozco una historia
relacionada con las flores. Quizá debería incluirla en la enciclopedia como
un apunte, aún estoy a tiempo.
—Sorpréndeme.
—En la mitología griega, Narciso era un joven apuesto que enamoraba
por igual a hombres y mujeres, pero para él nadie era suficiente por culpa
de su ego y su vanidad. Una ninfa que cayó a sus pies, Eco, decidió seguirlo
un día que salió a cazar. Ella había sido castigada por Hera y solo podía
repetir la última palabra que el otro dijese en una conversación, así que no
tenía voz, pero a través de los sonidos de la naturaleza le hizo entender a
Narciso que lo amaba. ¿Y qué hizo él? La rechazó cruelmente burlándose
de ella, y Eco se marchó a una cueva en la que pasó el resto de su vida sola
y consumida por la tristeza. Pero antes le rezó a Némesis, diosa de la
venganza.
—Mira que eran trágicos estos griegos...
—Para castigarlo, Némesis hizo que él se enamorase de su propia
imagen. Así que cuando Narciso se vio reflejado en el río fue incapaz de
alejarse de la imagen que vio y al final, intentando atraparla, se lanzó al
agua y se ahogó. Dicen que justo en el sitio donde cayó crecieron las flores
que hoy en día conocemos como narcisos.
Isaac soltó un suspiro y se tomó unos minutos de reflexión:
—Debería valorarse que Narciso se quisiese tanto a sí mismo. ¿Qué tiene
de malo? ¿En qué momento se cruza la línea entre la vanidad y el amor
propio?
—No sé si lo has entendido.
—Del todo. —Fue a decir algo más, pero entonces sacó la lengua y se
lamió una gota que le había caído en el labio superior. A Martín aquel gesto
descarado le resultó turbador—. Mierda. Está empezando a llover.
—Pero si amaneció un día perfecto...
—Lo llaman «tormentas de verano».
Alzó la vista para comprobar que, en efecto, una telaraña de nubes de un
lila oscuro había empezado a cubrir el cielo. Pronto aprendería el
significado de la palabra «chaparrón», cuando el agua se precipitase de
manera salvaje durante apenas unos minutos antes de que la calma volviese
a instaurarse como si nada hubiese pasado. Se apresuró a guardar el
cuaderno de dibujo y se lo metió bajo la cinturilla de los pantalones
mientras Isaac recogía las pocas pertenencias que se habían llevado al
arroyo.
Martín lo seguía moviéndose con torpeza entre los matorrales. La lluvia
se deslizaba por la espalda desnuda de Isaac, que tan solo se había puesto
los pantalones y los zapatos antes de salir corriendo bajo la tormenta. El
agua caía furiosa, como si las nubes fuesen esponjas y alguien las hubiese
escurrido de golpe sobre sus cabezas. Un paso y otro y otro más. Cada vez
que lograba reducir la distancia que los separaba, Isaac volvía a coger
carrerilla retándolo a ir más rápido.
Cuando llegaron a la casa se refugiaron bajo la amplia cornisa de la
terraza. Se miraron. Se echaron a reír tontamente mientras el cielo seguía
descargando aquella lluvia rabiosa. A Martín le ardían los pulmones, pero
se sentía bien, se sentía muy vivo.
Alzó la mirada hacia Isaac, que contemplaba absorto el espectáculo del
agua cayendo sobre su jardín. La cadena de oro con la cruz brillaba sobre su
piel mojada y se movía al ritmo de cada respiración; el pelo caía por su
frente, las pestañas se le habían apelmazado y los labios... los labios estaban
húmedos.
Y eran hipnóticos. Tan brillantes... Tan mullidos... Tan suyos...
El corazón de Martín se rebeló y el rugir de sus latidos acalló la
tormenta. ¿Cómo sería dejarse llevar por un deseo fugaz, un impulso, un
tirón inesperado? ¿Cómo sería besar al hombre que tenía delante sin pensar,
sin etiquetar antes sus sentimientos, sin analizar el significado de aquel
gesto y las consecuencias que podría tener en su vida?
Cogió aire. Cogió aire desde los pulmones, llenándose de valor. Luego,
no recuerda que tuviese que hacer nada: su cuerpo tomó el control, se
acercó, se inclinó, notó su propia boca cubriendo aquellos labios que no
había podido dejar de mirar. Y fue demasiado fácil, demasiado sencillo,
demasiado natural. Debería haberse sentido desconcertado e incómodo,
pero tan solo notó un torrente cálido trepando por su columna vértebra tras
vértebra con la intención de conquistar todo su cuerpo.
Isaac tardó unos instantes en reaccionar. Pero, cuando lo hizo, respondió
hundiendo las manos en su pelo, tirando con suavidad de los mechones, que
atrapó entre los dedos, buscando con la lengua el sabor de Martín hasta que
un trueno rompió el murmullo de la tormenta y, con la frente apoyada sobre
la de él, cerró los ojos.
Martín se quedaría para siempre con unos cuantos detalles dispersos: el
cálido soplido de la respiración de Isaac contra su mejilla en contraste con
la lluvia gélida, el ignorado pinchazo que le provocaba la esquina del
cuaderno de dibujo que aún llevaba sujeto bajo la camisa y el cinturón de
los pantalones, la confusión manifestándose a una velocidad delirante como
el corazón de un embrión y, sobre todo, la necesidad ilógica, extraña y
repentina de tocar a Isaac. Tocarlo por todas partes. Tocarle la raíz del pelo,
la punta de la nariz, el arco de las cejas, el lunar burlón de su hombro, la
cavidad del ombligo y el deseo palpitante que se escondía dentro de sus
pantalones.
—¿Por qué lo has hecho? —Isaac tenía la voz ronca.
—No lo sé... —Quiso besarlo otra vez—. No lo sé.
Separó su frente de la de él cuando dio un paso atrás. Luego, nervioso y
aturdido, Martín buscó las llaves del coche en los bolsillos de sus
pantalones.
—¿Te marchas?
—Sí, sí... —Sacudió la cabeza—. No huyo, no es eso, esta vez no... —
Martín logró enfrentarse a la mirada de Isaac—. Pero necesito... Tengo
que...
—Lo entiendo.
—¿Sí?
—Sí. Ve.
Asintió. Se alejó bajo la lluvia. Abrió el coche. Tiró el cuaderno de
dibujo en el asiento trasero. Encajó la llave. Accionó los limpiaparabrisas.
Miró por el espejo retrovisor para dar marcha atrás. Y solo entonces, al
encontrarse con su propia mirada refulgente y plena y desconocida, se
preguntó quién demonios era aquel hombre.
Solo tenía claro que se llamaba Martín, que había cumplido los treinta y
cuatro años, que vivía en Madrid, conducía un viejo Ford, trabajaba para
una pequeña editorial, tenía dos hijos y una mujer atractiva y perfeccionista.
Todo lo demás, cientos y cientos de hojas agrupadas con anillas en las que
debería haber estado escrita su vida, el pasado y el futuro, se encontraban
completamente en blanco, vacías, sin nada.
Primavera, 2018
oc, toc, toc.
Martín cierra los ojos con fastidio. La mujer que regenta el hostal no
hace preguntas incómodas sobre por qué un hombre de su edad querría
quedarse en un lugar como ese de forma indefinida, pero, en cambio, a
menudo llama a su puerta para comentarle tonterías, como si al día
siguiente querrá la leche del desayuno desnatada, semidesnatada o entera
(ya le ha dicho en varias ocasiones que le es indiferente), o si preferirá el
café de máquina o en polvo (de máquina, por favor), o si necesita que le
cambie las sábanas de la cama (no, ya la avisará cuando lo crea
conveniente), o si la temperatura de la habitación le resulta adecuada (sí, sí,
gracias, todo está perfecto).
Coge aire y logra levantarse con cierta dificultad.
Es un mal día. Así que, tras ver amanecer a través de la ventana, ha
decidido que quedarse en la cama era su mejor opción. No quiere que Isaac
lo vea tan débil, casi incapaz de caminar por culpa de esas piernas
temblorosas que se niegan a seguir sus órdenes. Qué curioso: cuando era
joven le preocupaba mostrarse vulnerable en lo emocional y, ahora, a los
setenta y dos años, lo incomoda su debilidad física.
Por eso ha preferido no ir. Sabe que no sería útil ayudándolo en el jardín
y no soporta la idea de convertirse en un estorbo. Puede que el esfuerzo de
los días anteriores se haya manifestado de golpe, como si su cuerpo se
burlase de él al oírlo pensar ridiculeces sobre volver a sentirse joven y tan
vivo como aquel lejano verano.
Le abre con impaciencia la puerta a la mujer.
Pero no se encuentra con ella, sino con ese hombre de mirada ceñuda y
rasgos marcados que parece estar esperando algún tipo de explicación.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Son las once y media de la mañana, hoy teníamos que trasplantar
todas las flores que compré ayer. Debería hacerse a principios de primavera,
quizá incluso antes, así que no sé a qué estás esperando. Hay margaritas,
crisantemos, azucenas, claveles y...
—No pensaba ir. Tengo cosas... —Intenta dar con alguna excusa
convincente, pero le duele la cabeza y al final tan solo repite—: Eso. Cosas.
—Cosas. —Isaac alza las cejas y entra en la habitación.
Agotado, Martín se deja caer en el viejo sillón que hay delante de la
ventana; es posible que, cuando ellos se conocieron casi cuarenta años atrás,
ya estuviese allí con sus incómodos muelles y el grotesco estampado de
rombos. Espera sin prisa mientras Isaac recorre la estancia con la mirada,
seguro que fijándose en el ambiente aséptico y desapasionado. Se detiene
junto a la mesilla de noche, y Martín traga saliva cuando lo ve mirar las
fotografías que ha dejado allí: en la primera aparecen Candela y él en el día
de su boda, y ambos están felices a pesar del posado forzado; en la segunda,
sus hijos adolescentes sonríen a la cámara. Isaac la coge para verla más de
cerca.
—El mayor se parece a ti.
Luego, como si hasta entonces no hubiese reparado en ello, se fija en el
cuaderno de dibujo que hay al lado. Es un cuaderno viejo, con las esquinas
dobladas y las páginas amarillentas. Isaac desliza los dedos por la
desgastada cubierta.
—¿Puedo? —pregunta.
—Sí. También es tuyo.
No contesta, pero lo abre y pasa algunas páginas con los dedos
temblorosos. Martín sabe de memoria qué hay en cada una de ellas: flores y
plantas y más flores, una mano masculina con las uñas perfectas, el tronco
retorcido de una mimosa en flor, algunos coleópteros, abejas, libélulas,
mariposas y otros insectos pintados con acuarelas, el torso desnudo de un
hombre sin rostro descansando en la orilla de un arroyo, archipiélagos,
cielos algodonosos, piscinas llenas de agua, labios entreabiertos...
Isaac lo cierra de golpe. Luego mira alrededor.
—No deberías vivir en un hostal.
—¿Por qué? La cama es cómoda, hay espacio de sobra para mis pocas
pertenencias, las vistas de la pescadería de enfrente son fascinantes...
—Déjate de bobadas —gruñe—. Haz la maleta y ven a casa. Hay dos
habitaciones vacías que nadie usa desde hace una eternidad. Además, no
tienes buen aspecto.
—¿En serio?
—Sí, estás pálido.
Martín es incapaz de moverse del sillón donde está sentado cuando Isaac
abre el único armario que hay y empieza a sacar las camisas y los
pantalones para dejarlos sobre la cama. Podría negarse. Quizá debería
hacerlo. Pero no quiere. No quiere.
Verano, 1980
stuvo tres días sin verlo y no precisamente porque
lograse concentrarse en el trabajo; en realidad, todo lo que había intentado
dibujar terminó antes o después en la papelera. Nada fluía como cuando
estaba en aquel jardín que parecía encontrarse en el abismo del mundo. Pero
necesitaba alejarse. Y pensar, aunque aún no sabía en qué. Había ido en dos
ocasiones al bar y, en lugar de pedir su habitual gaseosa, eligió una copa al
azar de entre todos los licores escarchados que había tras la barra. Ramón le
dirigió una mirada llena de curiosidad, pero le sirvió de forma generosa.
—¿Un mal día, forastero?
—Ni siquiera lo sé. —Se encogió de hombros, dio un trago largo y tosió
como un adolescente que acaba de probar el alcohol duro—. Joder.
—Es fuerte —constató el otro—. Pero al final uno se acostumbra a los
sabores que entumecen el alma.
Cuando regresó a casa la segunda noche, abrió el grifo de la ducha y se
metió dentro. El agua caliente lo acunó durante unos instantes y se quedó
allí, quieto, en silencio. Les abrió la puerta a los recuerdos, aunque no
estaba seguro de que antes se hubiesen molestado en llamar. Pensó en Isaac.
En su voz ronca y su risa espontánea. En el lunar de su hombro. En el
estómago de líneas duras bañado por el sol. En sus labios. Sus labios
cálidos, prohibidos, húmedos.
Deslizó la mano por su propio cuerpo, dejó atrás el ombligo, llegó más
abajo. Se tocó. Se acarició. Casi podía sentir otra vez la lengua de Isaac
colándose entre sus labios mientras se abandonaba hasta que el rastro del
placer desapareció por el desagüe. Luego, Martín tomó aire todavía bajo la
ducha, giró el grifo, y el agua templada se volvió gélida sobre su piel. Se
obligó a soportar aquella tortura durante unos minutos antes de salir y
envolverse con una toalla de algodón.
Verano, 1980
asi había oscurecido del todo cuando llamaron a la
puerta. Y era él, vestido con unos pantalones oscuros y una camisa con las
mangas subidas a la altura de los codos y los primeros botones
desabrochados. Como si quisiese recalcar lo diferentes que eran, Isaac
parecía relajado y dueño de sí mismo, con una sonrisa deslumbrante.
—Hay fiesta en la plaza, ¿te apuntas?
—¿Fiesta? ¿Ahora? —Miró su reloj.
—Sí, Martín, ahora, ahora. Será divertido. Venga, que vamos a llegar los
últimos. Coge las llaves o lo que sea y cambia esa cara que tienes, esa cara
de...
—¿De qué? —gruñó.
—De estreñido.
Martín no respondió, quizá porque estaba ocupado valorando el plan que
le proponía Isaac o porque tenerlo delante lo desestabilizaba demasiado y le
hacía pensar en aquel beso que le había dado y en la culpa, la traición, la
insólita novedad. Lo había meditado a lo largo de los últimos días,
buscando entre recuerdos y ecos del pasado, pero no recordaba haber
sentido nada parecido por un hombre. Los había conocido atractivos, sí, o
de esos con tanta presencia que lo hacían encogerse en respuesta, pero
jamás se había comportado de aquella manera: confuso, deslumbrado,
desnudo, curioso, vulnerable.
—Dame unos minutos —logró decir.
—Cinco, no más. Te espero al final de la calle.
Transcurrido el doble de tiempo, lo encontró allí montado en su Vespino.
Martín subió detrás y, tras dudar en un par de ocasiones, apoyó una mano
en su hombro cuando el otro aceleró bruscamente. ¿Era la primera vez que
montaba en moto? Sí, estaba seguro de que sí. Contra todo pronóstico, le
gustó sentir el viento sacudiendo su rostro y revolviendo el pelo de Isaac.
Lo asaltó un pensamiento que nunca había tenido viajando en coche: la
certeza de que, mientras ellos se encontraban en movimiento atravesando la
noche y las estrellas y la luna redonda, el resto del mundo permanecía
cristalizado.
La plaza del pueblo vibraba cuando ellos llegaron.
La gente se había vestido con sus mejores galas, el bar estaba rodeado
por una barra exterior en la que servían bebidas, y había varias mesas largas
llenas de bocadillos que un grupo de mujeres repartían a los que esperaban
haciendo cola.
—¡Isaac! —gritó alguien.
—¡A buenas horas, Isaac!
Los vecinos lo saludaban conforme se adentraron en la multitud. Martín
permanecía callado a su lado, fascinado por la familiaridad que desprendía
aquel lugar, esa sensación impensable en la ciudad de que todos se conocían
y sabían quién era quién; que si la mujer de Paco, el sobrino del alcalde, la
tía de la Dolores, los de la pescadería...
—Él se llama Martín. Estamos trabajando juntos en un libro —lo
presentó ante un grupo de amigos que lo miraron con interés.
—¡El escritor! —exclamó una chica.
—No soy..., bueno, sí, eso —cedió.
Cuando la noche llegase a su fin, Martín asumiría que en aquel pueblo
nadie recordaría jamás su nombre, porque el mote de «el escritor» cuajó
incluso antes de que pudiesen conocerlo. Pero era mejor que otros que oyó
con el paso de las horas, como el Sardina o Jaimito, que parecía propio de
un chiquillo y pertenecía a un hombre de ochenta años de rostro
apergaminado y escaso sentido del humor.
Martín devoró su bocadillo de lomo con pimientos mientras vagaban por
la plaza hablando con los vecinos. Tal como había supuesto, aunque Isaac
vivía a las afueras disfrutando de cierta soledad e independencia, se le daba
de perlas el arte de socializar. Un halago por aquí para el peinado de la
señora, una palmadita en la espalda al policía del pueblo, un chiste y dos
trucos de magia para los niños más pequeños...
¿Cómo no encariñarse con él? ¿Cómo mantenerse inmune a sus
encantos? ¿Cómo ignorar el magnetismo que desprendía a su paso?
—Venga, vamos a tomarnos un chupito de cazalla.
—¿Cazalla? —Martín lo siguió hasta la barra.
—¿No sabes lo que es? ¿Y cómo narices celebráis las cosas en Madrid?
—Llamó al camarero por su nombre de pila y alzó dos dedos en alto—.
Sabe a anís seco.
Mientras el hombre les servía la bebida transparente en vasitos
minúsculos y alguien subía el volumen de la música que había empezado a
sonar en la plaza, contempló la manera en la que Isaac se arremangaba;
siempre empezaba por el brazo izquierdo y después el derecho, y lo hacía
con firmeza, como si le molestase que la camisa se mostrase tan rebelde.
«Quédate quieta ahí, maldición», parecía querer decir.
Cogió el chupito, se giró y le sonrió.
—¡Por el verano! —exclamó.
Martín asintió y se lo tragó de golpe. Tosió, como era de esperar. Isaac le
rodeó la espalda con un gesto que desde fuera podría parecer tan solo
amistoso, casi coloquial, pero él sintió la calidez de la punta de los dedos
clavándosele en la piel.
—¿Le pones un vaso de agua? —pidió burlón al camarero.
—Marchando —contestó—. Imagino que no más chupitos.
—Pues ahora que lo dices, sírvenos otros dos. —Martín apoyó el dorso
del brazo en la barra y le tendió un billete antes de mirar desafiante a Isaac.
—¿Estás seguro?
—¿Por qué no?
Isaac reprimió una sonrisa y volvieron a brindar. Después, pidieron un
cubata y se sentaron en las sillas de plástico que habían dispuesto alrededor
de la plaza tras la cena improvisada. Había grupos de jóvenes y parejas
bailando en el centro que se movían con dudosa gracilidad al ritmo de una
canción del Dúo Dinámico.
—Venga, Isaac, hijo, saca a mi Susana a bailar —le pidió una señora de
cabello repeinado y cuello grueso que pasó por delante—. La pobre está
loquita por tus huesos, y tú no te dejas atrapar de ninguna manera. No le
hagas el feo.
—Pero, Manuela...
—¡Ni peros ni peras!
Él aguantó la risa cuando Isaac se levantó de la silla y lanzó un suspiro.
Lo vio atravesar la plaza hasta la tal Susana, que aguardaba en una esquina
sin quitarle los ojos de encima, igual que varias chicas más a su alrededor.
Martín fue a por el segundo cubata cuando después le tocó el turno a otra,
en esta ocasión rubia y con un vestido corto azul. Se lo tomó a sorbos
pequeños mientras Raphael cantaba aquello de «yo te amo con la fuerza de
los mares, yo te amo con el ímpetu del viento, yo te amo en la distancia y en
el tiempo...». Isaac la hacía girar al ritmo de la música, y ella reía y reía
bajo las luces de la plaza y las campanadas de la iglesia, que anunciaban
que se acercaba la madrugada.
Había algo hipnótico en aquel lugar. Quizá era la manera de vivir, que
aquellos días festivos fuesen los más importantes del año y que los pasasen
todos juntos como una gran familia. Y él se sintió arropado, incluso cuando
una joven se acercó para indagar sobre lo que estaba escribiendo. O cuando
Pilar, la de la floristería, se empeñó en que bailase con ella a pesar de que
existían pocas cosas que a Martín se le pudiesen dar peor. O al notarse
acalorado en la noche húmeda y pensar, de pronto, que se sentía lejos,
lejísimos, de Madrid y de Candela y de sus hijos...
—Sigues manteniéndote en pie por ti mismo —se burló Isaac por encima
de su hombro tras acercarse a él por detrás—. Enhorabuena, chico de
ciudad.
—Me subestimas.
—Empiezo a pensar que sí.
Víctor Manuel sonaba a través de los altavoces con su Solo pienso en ti,
y la plaza se llenó de color entre el vuelo de las faldas al ritmo de la
melodía.
—Voy a refrescarme a la fuente, ¿vienes?
—Claro. —Martín lo siguió.
Los sonidos de la fiesta se volvieron amortiguados conforme se alejaron.
Giraron a la derecha y luego hacia la izquierda para adentrarse en una calle
más estrecha. Isaac siempre iba un paso por delante. La fuente, encajada en
la pared de piedra, exhibía la cabeza de un león. Martín se mantuvo en
silencio mientras lo veía beber y luego mojarse las manos para pasárselas
por la cara, el cuello y el cabello.
—Deja de mirarme así.
—Así ¿cómo? —Sonrió.
—No me tientes, Martín...
Pero habían ido demasiado lejos.
Y horas más tarde, cuando Martín rememorase el momento, no
recordaría exactamente cómo sucedió, pero sí que los dos acabaron el uno
frente al otro al lado de la fuente. También que el rostro de Isaac estaba a
centímetros del suyo y le sonreía.
En esa ocasión no hubo nadie que besase primero, sino un encuentro
inevitable a medio camino. El corazón de Martín, lejos de sobresaltarse por
el miedo, se apaciguó. Su cuerpo se ablandó para adaptarse al de Isaac, los
músculos perdieron rigidez y se oyó gemir en la cavidad de aquella boca
que sabía a anís y a lo inalcanzable.
—Van a vernos. Alguien nos verá.
Notó la sonrisa de Isaac en los labios.
—¿Dónde está la gracia, si no?
—Eres un imbécil, ¿lo sabías? —gruñó Martín, pero no se alejó de él.
Quería otro beso. Y otro chupito de aquella bebida que quemaba. Y más.
Más de aquello que era tan excitante, capaz de romper la simpleza de su
vida—. ¿Por qué bailas con esas chicas?
—¿Por qué no? —Se frotó contra él.
Martín quiso insultarlo, abrazarlo, tocarlo.
—¿Piensas casarte con alguna?
—Es evidente que no. —No dejó de sonreír cuando su mano descendió,
le apretó la cadera, siguió más abajo hasta rozarle el botón de los
pantalones.
—¿Crees que ellas lo saben?
—Lo dudo. Los vecinos de este pueblo son buena gente, pero ven lo que
quieren ver. Su concepto de libertad podría caber dentro de una cáscara de
nuez.
Martín estaba a punto de volver a besarlo cuando oyeron pasos y voces.
Se separaron, aunque ninguno apartó la mirada del otro. Tres señoras
cogidas del brazo se acercaron tambaleantes hacia la fuente sobre sus
inestables zapatos de tacón.
—Ay, Isaac, por aquí andas —dijo una de ellas—. Tienes a la mitad del
pueblo suspirando por ti. A ver si vas pensando en sentar la cabeza.
Y ellos se echaron a reír ante la mirada confusa de las mujeres cuando
Isaac contestó que él era más de volar de flor en flor como las abejas.
Luego, se encendió un cigarrillo, le pasó un brazo por los hombros a Martín
y se alejaron.
Horas más tarde, bien entrada la madrugada y tras varias tandas de
chupitos, tuvieron que dejar la moto aparcada cerca de la plaza y regresar a
pie. Los dos fumaban. De vez en cuando se reían, alzaban la vista al cielo
cuajado de estrellas, se besaban en algún rincón como si deseasen que todo
el mundo los viese hacerlo. Martín, delante de la puerta de la casa de su
jefe, encontró las llaves al tercer intento. Isaac tenía las manos metidas en
los bolsillos y se balanceaba adelante y atrás cuando preguntó:
—Entonces, ¿nos vemos mañana?
—Sí, mañana.
—Vale.
—Vale.
Durante el resto de su vida, cuando Martín tuviese que evocar el
erotismo, siempre regresaría a ese instante. La sutil manera en la que Isaac
coló tres dedos en su cinturón marrón y tiró de él con suavidad para darle
un beso fugaz, de esos tan etéreos que al amanecer uno duda sobre si
realmente han existido.
Primavera, 2018
—En el armario hay sábanas limpias.
—De acuerdo. Gracias.
—Y la ventana se atasca, tiene truco. Mira, tiras hacia dentro y luego
giras la manivela, ¿lo ves? De todas formas, le pondré aceite.
—No será necesario. Esto es perfecto.
—En cuanto a la compra...
—Tengo dinero —dice Martín.
—No iba por ahí —replica Isaac—. Suelo hacerla dos veces a la semana,
así que si quieres algo especial déjalo anotado en la lista que hay en la
nevera.
—Vale. De todas formas, deberíamos hablar de los gastos. Podría
pagarte lo mismo que abonaba en el hostal. Creo que sería un trato justo.
—Deja de decir tonterías.
Y después se marcha dando un portazo. Martín sonríe porque esa actitud
de él le trae viejos recuerdos. Le gusta que siga siendo un hombre de ideas
fijas. Nada de navegar entre grises, siempre fue más de tomar impulso para
saltar del blanco al negro.
A pesar del cansancio, Martín deshace su equipaje.
Luego, sale y encuentra a Isaac arreglando el jardín bajo el sol
primaveral. La juvenil gorra de béisbol que lleva puesta no podría quedarle
bien a ningún hombre de sesenta y siete años, pero debe admitir que él la
defiende con bastante dignidad. Probablemente la ganase en alguna tómbola
o la comprase en el mercadillo que hay en el pueblo cada miércoles.
Le gustaría acercarse y ayudarlo, dar unos cuantos golpes con la azada o
quitar malas hierbas, pero su cuerpo tembloroso se lo impide, de manera
que se sienta delante de la mesa que compartieron cada atardecer. Lo mira
en silencio. Más allá de Isaac y de todo lo que representó para él, hay algo
que siempre echó de menos de aquel lugar: la vida contemplativa. No cree
que tuviese una visión bucólica del campo ni que la memoria haya
distorsionado los recuerdos. En aquel jardín, Martín se miró hacia dentro
lejos del ruido de la ciudad, se permitió coger un bisturí para abrirse y
conocerse. Pero, al regresar a Madrid, los días volvieron a ser cortos y
arrolladores como un tren de mercancías.
Ahora piensa que podría quedarse ahí eternamente. No necesita nada
más.
El aire es templado y el sol suave, la luz mostaza se derrama por el
monte, los abejorros aletean alrededor y huele a romero y a lavanda.
Cuando termina de trasplantar un par de dalias, Isaac prepara un plato de
fruta y se sienta junto a él.
—¿Has seguido viviendo solo todo este tiempo?
Isaac pincha una rodaja de plátano y lo hace esperar.
—No.
—¿Cómo se llamaba?
—Gauthier.
—Qué exótico.
—Era francés —explica—. Nos conocimos en la playa. Me aficioné a la
pesca durante una breve temporada y, bueno, allí estaba él. Uno de esos
aventureros que van por ahí con la mochila a la espalda y dos duros en los
bolsillos.
—Se parecía poco a mí.
Martín no sabe por qué piensa eso o, mejor dicho, en qué momento cree
que es buena idea decirlo en voz alta. El caso es que le impacta imaginar a
Isaac junto a alguien tan distinto de él. ¿Llevarían los dos la iniciativa?
¿Tendrían una relación abierta y visceral? ¿Llegaron a saber tanto el uno del
otro en apenas un verano como ellos hicieron asediados por las prisas de
escarbar en el corazón ajeno?
—¿Qué esperabas? ¿Que te buscase un sustituto? No, no, de eso nada. Si
alguien decide irse, adiós, muy buenas, y hasta la próxima. Además, quería
algo fácil, sin líos.
—¿Y lo tuviste?
—Supongo que sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Doce años.
—Vaya. ¿Y qué pasó?
—Pasó la rutina, el desgaste, la vida. Yo qué sé. Esas cosas suceden: una
mañana te levantas y te das cuenta de que te da igual seguir adelante solo o
acompañado. Y entonces no hace falta más, no hay dudas ni dolor, todo está
claro.
—¿Y se marchó?
—Tal como llegó, mochila al hombro y algo de dinero. Todavía nos
mandamos cada año una de esas tarjetas navideñas que venden en la
papelería.
—Imagino que las señoras dejaron de intentar emparejarte.
—Sí. Durante un tiempo dejé de ser el hijo de la Bernarda y pasé a ser el
maricón oficial del pueblo. —Se encoge de hombros—. Luego, las aguas
volvieron a su cauce.
—¿Fue duro?
—Tenía a Gauthier.
—Sí que lo fue —adivina.
Nota que Isaac se cierra. Permanecen en silencio, pero Martín sabe que
ambos son dolorosamente conscientes de la presencia del otro. Come un
trozo de kiwi y otro de pera, que está demasiado dulce. No entraba en sus
planes insistir porque piensa que, como hizo lo que hizo, no tiene derecho a
descubrir qué ocurrió en su ausencia, pero no logra contener el impulso.
—¿De verdad no piensas contármelo?
—¿Qué quieres saber? —gruñe.
—Todo. Quiero saberlo todo.
Entonces Isaac habla y los vacíos se van rellenando.
Le cuenta que le abrió las puertas a Gauthier. Le cuenta que cuando su
estancia se alargó empezaron las habladurías en el pueblo, que se volverían
constantes. Le cuenta que los vieron juntos. Le cuenta que aquellos vecinos
que lo adoraban le dieron la espalda, aunque él era el mismo, con sus dos
manos y sus dos piernas, las orejas iguales, los ojos del tono azul habitual.
Le cuenta que los insultos (maricón-maricón-maricón) fueron heridas de las
que aún quedan cicatrices. Le cuenta que se aisló cada vez más en su casa,
con sus flores, con su tierra, con sus libros, con su dolor. Le cuenta que
también se volvió arisco y desconfiado. Le cuenta que no le dio pena dejar
atrás las sombras de los ochenta y que el anhelo de libertad nunca
desapareció.
Le cuenta, le cuenta.
Isaac se lo cuenta todo.
Verano, 1980
ragggg, zragggg. El sonido del lápiz rozando el papel lo
acompañaba esa calurosa mañana. Un poco más alejado, Isaac adelantaba
trabajo en el jardín porque por la tarde tenía que ir al pueblo vecino para
arreglar unos desperfectos. Martín se sentía como un chiquillo de quince
años que deseaba pedirle que no se marchase, que se quedase allí con él sin
hacer nada, sin pensar en nada, viviendo en aquella nada tan maravillosa.
Bajo la sombra de la mimosa, la vida parecía ridículamente sencilla. Uno
podía abandonarse con egoísmo al placer, al dibujo y al deseo.
Tumbado en el suelo, se giró de costado cuando él se acercó. Martín se
echó a reír al verlo coger un cubo de agua fresca y tirárselo por la cabeza
para deshacerse de los restos de tierra y de sudor. Luego, Isaac se acomodó
a su lado.
—¿Has avanzado? —le preguntó.
—Bastante. De hecho, a finales de semana iré a Correos y le enviaré a
mi jefe la primera mitad, todo lo que tengo pasado a limpio. Por cierto,
¿para qué servía el baladre?
—Enjuagues para el dolor de muelas.
—¿Y la remolacha?
—Sube la tensión.
Martín tomó algunos apuntes en sucio y luego cerró el cuaderno y se
tumbó boca arriba. Unos cirros cubrían el cielo, sus filamentos largos y
delgados formaban líneas sinuosas como carreteras que no conducían a
ninguna parte.
—Anoche soñé que estaba atrapado en un laberinto y que por más que
corría y corría no conseguía encontrar la salida —confesó en un susurro.
—Anoche estabas borracho.
—Por eso sé que había verdad en esa pesadilla. —Martín tomó aire y
luego dejó salir las palabras que revoloteaban en su pecho como pajarillos
atrapados—. Es raro sentirse perdido cuando no se trata de un lugar. No me
he equivocado de autobús, no me he desorientado al visitar una ciudad que
no conozco. Es algo más profundo, más..., ¿cómo explicarlo? La sensación
de estar buscando un objeto cuando lo sostienes justo en la mano. O tener
una palabra normal y corriente en la punta de la lengua y no conseguir que
salga, como «sofá» o «tortuga». Te sientes inútil. Me siento inútil.
—Si lo fueses, no serías consciente de que estás perdido. Los inútiles
nunca saben ese tipo de cosas y rara vez piensan que están equivocados. Por
eso son lo que son.
Martín sonrió y lanzó un suspiro.
—Tengo la sensación de que nunca nadie se ha molestado en conocerme
de verdad. Algunas partes aquí y allá, eso sí. Pero es como si no importasen
los detalles.
—¿Qué tipo de detalles? Cuéntamelos.
—No lo sé, tonterías. Como que me gusta el olor de la madera
quemándose en la chimenea o la textura de la pana. También los días
plomizos, cuando uno duda sobre si lloverá o no y todo el barrio se pasa la
jornada echando la vista al cielo y diciendo cosas como «está a punto de
caer» o «mucho ruido y pocas nueces». Y el sonido de la máquina de
escribir al teclear. Qué sonido. Qué... reconfortante. Casi tanto como la voz
de Bob Dylan, me encanta ese tipo, siempre consigue que se me ponga un
nudo en la garganta solo con oírlo cantar, aunque no tenga ni idea de qué
narices dice la letra. También me gustan los polos de hielo, con esos colores
tan llamativos..., pero hace años que no los pruebo porque Candela dice que
son «para niños» y que sería ridículo; probablemente tenga razón, es una de
esas imágenes raras, como un hombre tomándose un batido de fresa con una
pajita o llevando un globo en la mano.
—Y ahora yo sé todo eso y no lo olvidaré.
Tembló al notar la mano rugosa de Isaac en su mejilla. Lentamente, los
dedos se desviaron para trazar la línea curva de los labios y bajaron hasta la
barbilla.
Abrió los ojos. Cogió a Isaac del cuello abierto de la camisa y tiró de él
con decisión juntando sus bocas. No fue un beso inocente ni suave. Fue
intenso. Tumbados sobre la hierba, las piernas de Isaac se enredaron entre
las de Martín. Su cuerpo no opuso resistencia ante sus caricias bajo la
camisa arrugada, el ojal del botón cedió a lo inevitable y aquella mano lo
tocó por encima de los pantalones hasta que Martín rogó más y los dedos se
internaron bajo la tela.
El placer.
Un placer violento e indomable.
Quiso dar lo mismo, por eso palpó y buscó entre los pliegues de la ropa
de Isaac hasta acogerlo con la mano. Este lo miraba a los ojos y supo que
nada se interponía entre ellos en ese preciso instante, quizá sí una hora más
tarde, o dos o tres, pero no entonces. No había defensas ni barreras,
tampoco bruma; la luz lo cubría todo.
Isaac lo besó y dijo contra sus labios:
—Tócame como te tocas tú.
—Lo hice. —Martín gimió, se arqueó y las manos de ambos se movieron
más rápido una junto a la otra—. Lo hice hace días en la ducha pensando en
ti...
—Ya lo sé. Lo sé —le susurró.
Los aromas del corazón
xisten pocas cosas más sensoriales que los aromas; se
captan a través de la mucosa del epitelio olfativo y son conducidos al
sistema límbico, que es el responsable de los sentimientos y el afecto. Se
dice que una persona normal y corriente puede llegar a distinguir quinientos
olores; muchos de ellos nos avisan de peligros cotidianos como el fuego o
la comida en mal estado; otros están anclados a emociones y recuerdos; y
luego, guardados con mimo y de forma precisa, hay unos pocos que le
pertenecen al corazón y se manifiestan para evocar a las personas que
hemos amado.
Si Martín tuviese que hacer un recorrido por su vida a través del olfato,
debería empezar por el mismo instante en el que salió del vientre materno y
lo depositaron sobre la piel desnuda tras el parto: un recién nacido distingue
el olor de su madre. Después avanzaría por su infancia recordando las
torrijas que hacían en casa los domingos, su abuela y la naftalina, el aroma
de las mandarinas maduras cuando iban al campo de sus tíos, el del puro
que su padre se fumaba tras recibir buenas noticias en el trabajo o el de la
colonia Eau de Rochas, porque casi todas las mujeres, incluida su madre,
comenzaron a usarla en la década de los setenta. Luego llegaría Candela
con su perfume dulzón, tan fuerte que recordaba a algún lugar árido, pero
precisamente debido a su potencia él siempre tendría la sensación de
llevarlo también adherido a la piel, como partículas de ella uniéndose a las
suyas hasta formar otro aroma único: el de sus hijos.
Martín se detendría ahí, justo ahí, más tiempo de lo necesario. El reloj se
pararía cuando Daniel o Sergio se quedasen durmiendo en sus brazos siendo
dos bebés llenos de pliegues. Él se inclinaría hacia ellos y hundiría la nariz
en sus cabecitas peludas para llevarse ese olor que nunca volvería, el de la
inocencia, la leche, la paz, la infancia.
Y entonces, lejos de la esencia de Madrid, aparecería Isaac.
Él, que sería bergamota y flores. Los dedos impregnados de tabaco y
flores. Los labios de lluvia y flores. El cuello evocando verano y flores. La
ropa a algodón y flores. El pelo al agua del arroyo y flores. Las manos a
tierra y flores. Su casa a comida y flores. La terraza envuelta en el aroma
del limonero y más flores. El sexo, a deseo y flores. El amor, miel caliente y
flores.
A menudo se preguntaría qué sería de él si su historia con Isaac no
hubiese tenido un punto final, sino tan solo una coma, y él se hubiese
quedado flotando entre todas aquellas flores. Quizá los olores que llegaron
después serían distintos. O quizá no. Ya había cumplido los cuarenta cuando
se enfrentó a uno que odiaba con inquina: el de los hospitales. ¿Cómo era
posible que un lugar tan esterilizado, frío y carente de personalidad pudiese
poseer un aroma tan peculiar? Martín sentía que se le pegaba al cuerpo y
cuando llegaba a casa recordaba frotarse obsesivamente debajo de la ducha
con la esponja llena de jabón hasta dejarse la piel enrojecida.
Luego llegó la calma. De vez en cuando, alguna novedad como el olor
de una chimenea, un suavizante que prometía en vano evocar el mar o una
noche en una terraza cerca de un jazmín que trepaba silencioso, pero, en
general, los aromas se irían repitiendo como si formasen parte de un
engranaje que vive de recuerdos aprendidos.
Y, finalmente, como si Martín se hubiese pasado toda la existencia
corriendo en círculos dentro de la esfera de un reloj, volvería a él y las
flores.
Verano, 1980
—Perfecto, entonces iremos a la boda.
—Sí —confirmó él.
—¿Ha dicho algo tu madre?
—¿Mi madre? ¿Sobre qué?
—¿Pues sobre qué va a ser, Martín? Sobre tener que quedarse con los
niños, claro. Seguro que opina que mi prima debería haberla invitado
también a ella.
—¿Por qué tendría que pensar eso?
—Por extensión. Es lo que se hace en las bodas, invitas a un familiar y a
sus padres y a los amigos de los padres y cuando te quieres dar cuenta no
conoces a la mitad de los asistentes. Es inevitable: en la nuestra también
ocurrió.
—Tanto como inevitable...
—¿Qué insinúas, Martín?
—Nada. —Luego cambió de opinión sin saber por qué. A fin de cuentas,
¿qué importaban ahora las vicisitudes sobre una boda celebrada hacía años?
—. Aunque, echando la vista atrás, quizá no tendríamos que haber invitado
a la mitad de los asistentes. ¿Con cuántos seguimos manteniendo el
contacto?
—Sabes que mi padre tiene muchos amigos, Martín.
—Ya, aunque no era su boda.
—Pero sí la de su hija. Además, se hicieron cargo del banquete y de mi
vestido de novia. Y si invitaba a un compañero de trabajo no iba a dejar de
hacerlo con los demás, eso habría sido... desconsiderado.
—O razonable. Un acto sincero.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Yo... yo he...
Se calló al notar las palabras atascándosele en la garganta como espinas
de pescado que se hubiesen quedado atravesadas.
—Estás muy raro, Martín.
Ring, ring, ring.
Permaneció unos segundos contemplando el teléfono, con todos esos
números perfectos dentro de cada agujero. Pensó en ignorarlo, por un
momento se le pasó por la cabeza, y después se dijo que aquella era una
idea de lo más estúpida.
—Hola, Candela.
—Ya estaba a punto de colgar.
—Perdona, me pillaste en la ducha. —Mentira, mentira, mentira. Quiso
decir: «Me pillaste navegando entre un mar de dudas y culpa»—. ¿Qué tal
el día?
—Podría haber sido peor. ¿Sabes que a Paulina le han diagnosticado una
enfermedad mental? Se la han llevado los del psiquiátrico.
—Ya será menos...
—No, qué va. Todos en el edificio lo hemos visto. Gritaba y se defendía
con uñas y dientes. Ay, Paulina. No era una mala vecina, ¿verdad? Aunque
tenía esa manía de mover los muebles a la hora de la siesta, vete tú a saber
por qué.
—¿Cómo están los niños?
—Insoportables. ¿Te conté que mis padres se están haciendo cargo de las
clases de una profesora particular de piano? Sergio no atina ni media.
—¿Piano? Pero ¿desde cuándo...?
—Unos días después de irte —lo interrumpió ella—, resulta que vi el
anuncio en una revista que leía en la peluquería y me pareció una buena
idea.
—No creo que ningún niño al que jamás le haya interesado la música
quiera pasarse el verano dando clases de piano. Además, es tirar el dinero.
—Bueno, no es tu dinero.
—Ya, pero aun así...
—De hecho, deberíamos hablar del asunto económico...
—Ahora no, Candela.
—No podemos retrasar el tema eternamente.
—Pero ¿qué tema? Si todo está bien, tengo trabajo, los críos están
contentos en ese colegio, vivimos muy por encima de lo que otros
soñarían...
—Martín, a mí lo que hagan los demás ni me va ni me viene. La otra
escuela ganó el año pasado el campeonato de ajedrez. Y sabes que no es
solo eso, sino todo lo demás. ¿Acaso renunciarías a tanto aceptando ese
puesto de trabajo que te ofrece mi padre?
—Mi dignidad, para empezar.
—No digas tonterías.
—Me gusta mi trabajo. Me gusta mucho. Ya hemos tenido antes esta
conversación, no creo que sea el mejor momento para volver sobre lo
mismo...
—No eres razonable. ¿Quieres pintarrajear cosas? ¡Pues vale! Hazlo en
tu tiempo libre o durante las vacaciones de verano. Pero el resto del año sé
un hombre. ¿Acaso no debería satisfacerte la idea de mantener a tu familia?
—Yo... yo he...
Otra vez las palabras resistiéndose, las espinas bien ancladas en la carne
blanda y él tragando saliva con brusquedad para intentar arrastrarlas en
vano.
—Tengo que colgar, viene Patri a tomar café.
—Candela... —Tomó aire.
—Mañana lo hablamos.
Ring. Descolgó al primer timbrazo. Lo hizo porque, después de pasar el
día junto a Isaac montado en su Vespino con el aire azotándole el rostro y el
sol sobre los hombros, se había quedado el resto de la tarde solo en aquella
casa silenciosa, con una botella en la mano que le había comprado a Ramón
a precio de oro y la mirada clavada en el teléfono.
Tenía que hacerlo. Tenía que decírselo.
Era algo que supo desde el momento en el que se desató aquella
tormenta y sus labios encontraron los de Isaac. No era uno de esos hombres
que pudiesen seguir adelante como si nada pasase, a pesar de que habría
sido fácil. Solo tendría que fingir que no ocurría nada, terminar el trabajo,
regresar a casa y decirle a su mujer que la quería. Retomaría su vida justo
donde la dejó e ignoraría lo que comenzaba a sentir por otra persona.
Porque, para empezar, ¿de qué se trataba exactamente? Martín no se atrevía
a ponerle nombre. ¿Enamorarse era así?, ¿esa emoción cálida,
embriagadora y envolvente? Ya no recordaba cómo había sido con Candela.
Hacía años de aquello. Si echaba la vista atrás... Si lo intentaba con todas
sus fuerzas cuando por las noches no conseguía conciliar el sueño...
Entonces, la veía con su lazo de terciopelo, su sonrisa maravillosa o la
delicada mano en contraste con el tirón decidido que siempre le daba a la
suya.
—Yo... yo he...
—¡Tienes que hablar con Sergio! —exclamó alterada—. No te vas a
creer lo que ha hecho hoy. Por lo visto, tras la caseta del conserje del parque
una gata tuvo una camada. ¿Y quién creyó conveniente llevarse a uno de los
gatitos en la mochila? Sí, tu hijo. No contento con eso, se fue a las clases de
piano con él. Adivina qué respetable profesora les tiene alergia a esos
diabólicos animales...
—No lo haría con esa intención, Candela.
—La cuestión es que lo ha hecho. Habla con él.
Hubo unos instantes confusos mientras su mujer llamaba a gritos al niño
y este accedía a ponerse al teléfono. Martín, todavía con el líquido caliente
quemándole la garganta para encontrar el valor que no tenía, lanzó un
suspiro. Dejó la botella a un lado, aunque era posible que en aquellas
circunstancias también fuese a necesitarla.
—¿Puedes explicarme lo que ha ocurrido?
—¡El gatito estaba solo! Oí a unos niños decir que otros más mayores le
habían hecho daño al resto de la camada para divertirse. Y tampoco había
rastro de su madre.
—Entiendo...
—Quería salvarlo.
—¿Se lo has dicho a mamá?
—Pff, como si eso le importase...
—Seguro que sí. Explícaselo con calma, sin ponerte nervioso. Y
prométeme que la próxima vez no harás algo así a escondidas, Sergio.
Cuenta hasta cinco antes de actuar.
—¡Era la única manera! Sabes que a mamá le habría dado igual, ahora
tan solo le importan esas estúpidas clases de piano...
—¡Sergio, no hables así!
—Es por el niño ese, el hijo de su amiga. Resulta que es un prodigio del
violín o algún instrumento de esos, y mamá no soporta perder cuando
compiten entre ellas...
Martín alargó la mano para coger la botella de licor que había dejado
sobre la repisa. Le dio un trago largo. A la mierda todo. A la mierda. ¿Qué
más daba? Le picaban los ojos, pero parpadeó para ignorarlo. Durante la
mayor parte del tiempo se sentía como si estuviese viviendo el mejor y el
peor momento de su existencia, oscilando de un lado a otro como un
maldito péndulo sin control. Pudo imaginar un pedazo de su corazón,
pequeño pero sano, enraizando en la tierra con lentitud en algún lugar del
jardín donde se perdía cada día, separándose del resto, de esa parte mucho
más grande que seguía adelante con sus problemas, sus conversaciones
pendientes, sus clases de piano, sus suegros entre las sombras, sus
aspiraciones mermadas, su frivolidad y su hogar y su vida...
—¿Puedes decirle a tu madre que se ponga al teléfono?
—Sí. ¿Cuándo vas a volver, papá?
—Pronto. Te lo prometo.
Sergio se despidió antes de ceder el aparato, pero habría notado que ella
estaba de nuevo al otro lado incluso aunque su hijo no le hubiese dicho
adiós, porque conocía la respiración de su mujer.
—Seguro que has sido demasiado blando...
—Flexible. Quería salvar a un gato, la intención también importa. Mira,
Candela, nuestro hijo tiene buen corazón, no lo estaremos haciendo tan
mal...
Un silencio gélido al otro lado.
—Tengo que colgar.
—Candela, espera...
Martín se contuvo para no lanzar volando el teléfono cuando oyó el tono
de la línea. La botella. Eso era. ¿Dónde había dejado la botella...? Ah, ahí
estaba.
Ring, ring, ring, ring, ring...
—¿Se puede saber dónde estuviste ayer? No hubo manera de localizarte
y ya era tarde cuando te llamé. —Una pausa larga—. Martín, ¿estás ahí?
—Sí.
—¿Qué pasa?
—No lo sé...
—Habla.
—Candela...
Apoyó la frente en los azulejos fríos de la pared. Apretó con más fuerza
el aparato que sostenía en la mano derecha, pegado a su oreja. Sintió las
lágrimas calientes brotando silenciosas. Estaba temblando de la cabeza a los
pies.
—Di lo que sea que ocurra.
Y entonces comprendió que ella lo sabía. Ya lo sabía. Claro que sí.
¿Cómo iba a pasarle desapercibido algo así? Candela era audaz, era una
mujer inteligentísima.
—Yo he... he conocido a alguien.
Hubo una pausa dramática, como cuando en una obra de teatro
desaparecen los protagonistas antes de volver a salir tras el telón con un
cambio de vestuario.
—¿Y ha sido lo que esperabas?
—No... No. —Confuso, negó con la cabeza e intentó reordenar esas
emociones que parecían suspendidas en una tela de araña—. Nunca esperé
nada así. No era algo que estuviese buscando. Ni siquiera sé lo que
significa.
—Significa que eres débil, Martín.
—Lo siento. —Se humedeció los labios y notó el sabor salado de las
lágrimas. Cerró los ojos, todavía con la frente apoyada sobre los azulejos—.
Lo siento mucho.
Luego se sucedió un largo silencio hueco, y Martín tardó varios
segundos en darse cuenta de que ya no había nadie al otro lado de la línea.
Candela había colgado.
El teléfono sonó con insistencia. Martín se levantó de la cama con
movimientos robóticos como si hubiese estado esperando aquella llamada.
De hecho, probablemente era lo que hacía. Por eso no podía dormir y
llevaba horas contemplando el techo del dormitorio como si ahí fuese a
encontrar todas las respuestas que no tenía. Encendió la luz de la cocina y
se fijó en la hora que marcaba el reloj: las tres y cuarenta y dos minutos de
la madrugada. La noche pareció apretarse en torno a su corazón cuando
descolgó.
—Este es el plan —la voz de Candela era firme, aunque él la conocía lo
suficiente como para atisbar un leve temblor—: haz lo que tengas que hacer.
Diviértete. Finge que tienes veinte años, si eso es lo que echas de menos.
Pero después...
—Candela...
—Después cerrarás esa puerta, regresarás a Madrid y aceptarás el puesto
de trabajo que mi padre puede conseguirte en el colegio privado. Y seremos
una familia, como siempre lo hemos sido. Así que no se te ocurra volver a
casa hasta que lo hayas terminado todo, ¿me oyes, Martín? Y no hablo tan
solo de la maldita enciclopedia.
Martín sollozó. Quería decirle que la quería, de verdad que sí, pero de
una manera diferente de como lo hacía diez años atrás. Y deseaba
profundamente poder explicarle cómo se sentía; en realidad, le habría
encantado hacerlo mucho antes, meses atrás, quizá años. Hablarle de que se
encontraba perdido, de que no sabía quién era, de que en ocasiones notaba
que la vida era como una soga al cuello que cada vez apretaba más...
Pero Candela ya había vuelto a colgar el teléfono.
¿Quién?
—A veces creo que tengo el corazón lleno de polvo.
—Es lo más triste que he oído jamás.
La cuestión es: «¿Quién se lo dijo a quién?».
Verano, 1980
as sábanas olían a un detergente fresco. Con la cabeza
apoyada en la almohada, Martín giró la cara y contempló el cielo, de un
azul petróleo. No era su cama. No era su casa. No era la mano de su mujer
la que le acariciaba el pelo con parsimonia. Y sentía que aquel cuerpo
desnudo pegado a su espalda lo sostenía frente al abismo.
—Estás pensando demasiado... —le susurró Isaac.
No replicó, aunque, en realidad, lo que hacía era recordar. No se iba
lejos, apenas unos minutos atrás, media hora, cuando lo había abordado al
entrar en la casa y sus bocas se habían fundido en una como si se muriese
de sed por él. Aquella vez no había sido un beso distraído ni juguetón,
tampoco tierno ni cauto. Había sido... apremiante. Y húmedo. Y
electrizante. Luego, Martín lo buscó. Palpó su excitación por encima de los
pantalones y deseó que estos no estuviesen, que no llevasen ropa, que nada
se interpusiese entre ellos. Se movieron por el salón. El botón de una
camisa rodó por el suelo. Hubo jadeos y caricias rápidas. Llegaron hasta el
dormitorio. Y entonces, cuando sintió el cuerpo de Isaac sobre el suyo
mientras seguían besándose, fue como si estuviese precipitándose al mar
desde un acantilado alto, altísimo, y por un instante el vértigo lo dejó
paralizado.
—Martín, ¿qué te ocurre? —Lo miró.
—Nada. Nada. —Atrapó el cabello de Isaac entre sus dedos e intentó
volver a besarlo, pero el otro se apartó—. Es solo... Que es distinto. Que no
me conocía así.
Isaac sonrió de esa manera que a él lo hacía delirar.
—Pero quieres esto. Lo quieres.
—Lo quiero —repitió Martín.
—Pues haz conmigo lo que tanto deseas —susurró en su oído mientras
frotaba su miembro contra el de él, y cada centímetro del cuerpo de Martín
se encendió como no lo había hecho en mucho tiempo, como si le
perteneciera y acabase de despertar.
La vida pareció condensarse en ese instante, a pesar de que sabían que el
punto final ya estaba trazado con tinta indeleble. Al principio se sintió
torpe, casi inexperto, porque aquel cuerpo de líneas duras y marcadas era
diferente de las formas blandas que conocía. Y no era ella, era él. Pero, tras
las primeras caricias, cada movimiento se volvió más preciso, más íntimo,
más lánguido; y ya solo hubo carne y piel y sudor y saliva y lenguas y
gemidos ahogados y un deseo palpitante en pleno atardecer.
Ocurrió algo trascendental en el recorrido de aquel viaje, a medio
camino entre probar el sabor salado del otro o sentir cómo entraba en el
cuerpo de Isaac, y fue entonces cuando Martín se reconoció en toda su
dimensión y se hizo dueño de sí mismo. Comprendió que estaba tomando
una decisión. Equivocada, quizá. Egoísta, eso seguro. Íntima, porque abrió
una brecha en él. E insensata, porque le costaría el corazón. Pero suya. La
decisión fue completamente suya hasta acabar exhausto con la frente
perlada de sudor contra aquel pecho que subía y bajaba al ritmo de cada
respiración. Entre la neblina de los segundos posteriores, la voz que
habitaba en su cabeza le susurró bajito: «Cuando estés a las puertas de la
muerte, recordarás esto». ¿Y qué finalidad tiene la vida si no es recoger
momentos que nos llevemos a la tumba? Así que lo hizo. Se guardó el
instante en el bolsillo y pensó que ya nada ni nadie podría arrebatárselo.
Luego, tras una ducha, se quedaron tumbados en la cama.
—¿Has oído hablar del mutualismo animal?
—No. —La boca de Isaac se movió contra su nuca.
—Pero sabes lo que es. La forma más conocida es la polinización: los
insectos y las aves expanden el polen de las flores a cambio de alimentarse
del néctar. Hay otros animales que actúan igual; normalmente, uno de los
dos es más fuerte, pero, en esencia, se trata de un intercambio. Como las
morenas y las gambas rojas, que les limpian los dientes a cambio de su
protección, o los pájaros y los búfalos.
—¿Intentas decirme algo?
Martín era sorprendentemente consciente de todo lo que lo rodeaba: el
calor de Isaac apretándose contra él con suavidad, el farolillo de la terraza
encendido que pronto se llenaría de polillas, pequeños insectos y alguna
mantis religiosa atraída por la luz, el estridular de los grillos en plena época
de cortejo o la ausencia de viento.
—Creo que las relaciones afectivas son así.
—¿Como la polinización?
Martín asintió y pensó de nuevo en su teoría de los archipiélagos: en
esos momentos era una isla de terreno arcilloso y con altas montañas
puntiagudas.
—Sí. Todos buscamos algo en el otro, aunque sea de forma inconsciente.
Incluso cuando acogemos a una mascota queremos cariño, compañía,
fidelidad, qué sé yo.
—No tiene por qué. Quizá uno solo tenga intención de divertirse.
—Eso ya es «algo», Isaac.
—Entonces, ¿qué buscas tú?
—No lo sé.
—¿Cómo puedes no saberlo si estás hablando del tema?
Martín se dio la vuelta en la cama hasta que quedaron frente a frente con
las piernas entrelazadas. Los ojos de Isaac volvían a ser aquella piscina
profunda e inmensa de la que él nunca pudo salir; cada día sentía que se
hundía en ellos un poco más.
—Sé que no te buscaba, de eso estoy seguro —logró decir—. Pero a
veces creo que soy como uno de esos animales. No el búfalo ni la morena o
los insectos, sino la especie más débil, la que necesita estar bajo el ala de
otra para sobrevivir.
—¿Y quién dice que esa es la débil?
—Es evidente.
—Deberías mirarte en otro espejo. —Isaac se giró, cogió el paquete de
tabaco que descansaba en la mesilla y se encendió un cigarrillo. Martín se
lo arrebató para darle una calada antes de devolvérselo—. En serio, uno
más grande y que no esté roto.
—No me merezco que digas eso. No en estas circunstancias.
Martín se incorporó y apoyó la espalda en el cabecero. La noche ya
había caído completamente y, allá fuera, las estrellas iluminaban el cielo
como cerillas encendidas.
—Está bien. ¿Te confieso qué busco? —Isaac hablaba en susurros.
Martín expulsó el humo, lo miró en la penumbra y asintió—. Pero, si lo
hago, si te cuento mi verdad, tú a cambio te esforzarás por encontrar la tuya.
—Me parece justo. Lo intentaré.
—No me gusta la soledad. Te mentí cuando te conocí. Te dije que me
apañaba bien viviendo solo, que no echaba en falta la compañía. Pero esta
casa es grande, con hectáreas de terreno, y mientras crecí en ella siempre
estuvo llena de gente. Mis abuelos vivían con nosotros; tíos, primos y
amigos venían a vernos cada fin de semana, a comer y a pasar el día o las
vacaciones de verano. Recuerdo que, con seis o siete años, le dije a mi
abuela que tenía la sensación de que entonces, entre las conversaciones y
las risas, parecía que la casa palpitase como si tuviese vida propia y el
corazón estuviese escondido en algún rincón del jardín. Y entonces todo
cambió. El primero en morir fue mi abuelo. Luego... mi padre se fue. Lo
siguió mi madre y, poco después, no quedó nadie. Fue un abandono
repentino y, dentro de ese vacío, solo permanecí yo.
—Todo eso ya lo sabía, Isaac.
—¿Lo que le ocurrió a mi madre?
—Sí, pero me refería a la soledad.
—¿Por qué?
—Se te ve en la mirada. Pero no es malo, no es debilidad, ¿por qué iba a
serlo? A nadie le gusta estar solo. —Martín apagó el cigarrillo en el
cenicero que había en la mesilla antes de rodearle la espalda y abrazarlo—.
Estamos hechos para buscar afecto. Y, cuando no lo encontramos, lo
enmascaramos con deseo o diversión o lo que sea, pero, bah, todo sigue
siendo lo mismo, siempre es lo mismo.
—¿También es lo que tú buscas?
—Quizá. —Suspiró y apoyó la barbilla en el hombro de Isaac—. Pero no
solo eso. También sentirme... comprendido. Que no me juzgues. Que no me
mires como lo hace el resto del mundo. Creo que llevo arrastrando una
imagen distorsionada desde que era un niño y estoy cansado, muy cansado,
pero no hay salida.
—¿Es una excusa o la verdad?
—El otro día volví a soñar con el laberinto.
—¿Y qué ocurría?
—Estaba dentro y hacía un sol abrasador mientras corría y corría. El
calor era tan sofocante que los setos se derretían alrededor, y el suelo
parecía de chicle y los zapatos se me pegaban cada vez que daba un paso.
Empezaron a brotar flores rojas por todas partes, eran grandes y
espléndidas, pero de sus pétalos goteaba sangre. Y el suelo se volvió
resbaladizo. Y cada camino empezó a estrecharse más y más y más
mientras la temperatura seguía aumentando. Entonces, casi al final del
sueño, de pronto pude ver el laberinto desde arriba, como si fuese un pájaro
sobrevolándolo, y descubrí que era sorprendentemente minúsculo, apenas
cuatro setos dispuestos en un círculo con dos salidas, una en cada extremo.
Y había flores rojas, sí. Muchas. Pero no goteaban sangre, sino un sirope de
fresa delicioso. Y yo me encontraba en el centro, encogido en el suelo,
llorando en aquel lugar idílico y perfecto, vete tú a saber por qué.
Invierno, 1985
artín tenía la sensación de encontrarse en el interior de
un huevo inmenso. Lo rodeaba el blanco roto que trepaba por las paredes,
se deslizaba por el suelo y escalaba hasta el cristal que tenía enfrente y que
ofrecía una imagen espeluznante, como si fuese una pantalla de televisión a
todo color en plena retransmisión de una película de terror. Y su ridícula
mente pensó: «Ojalá pudiese darle a un botón para pararlo».
Pero la vida es una cinta sin opción de rebobinado que siempre sigue
avanzando hacia delante, incluso aunque el protagonista sienta que no
puede respirar.
Así que no se movió de la planta de oncología infantil. Poseía un diseño
circular y la habitación de su hijo Daniel, esa que observaba a través del
cristal, tenía una pared pintada con colores vistosos y alegres: podía verse
un arco iris, un sol sonriente al que Martín deseaba darle un puñetazo, un
perro con la lengua fuera, dos niños con globos en las manos y un pajarillo
amarillo limón con un gorro de lana.
Le resultaba grotesco, pero jamás lo diría en voz alta. Candela, en
cambio, pensaba que era todo un detalle. Y Martín sabía que tenía razón, lo
sabía, sí, era solo que no conseguía quitarse de encima la pegajosa
sensación de que los dibujos parecían burlarse de él, como diciéndole:
«Aquí estamos, en un lugar que no nos pertenece porque, por mucho que
intentemos fingir, no hay alegría que valga».
Apoyó la frente en el cristal.
No estaba seguro de cómo se sostenía en pie, porque apenas había
comido desde hacía semanas. Su estómago se había encogido como si fuese
una ciruela pasa. También el alma. Y la vida. Todo. Todo se arrugó dentro
de él.
Petequias. Así empezó aquella pesadilla. Es una ironía que la palabra le
pareciese casi bonita, podría ser el nombre de una marca de juguetes o de
unos dibujos animados. Petequias. Tan pequeñitas que apenas le dieron
importancia cuando las vieron por el estómago de Daniel intentando formar
constelaciones alrededor de su ombligo.
Luego llegaron los moretones y los vómitos de buena mañana.
Y, finalmente, el diagnóstico.
Cáncer. Cáncer. Cáncer.
Hasta entonces, Martín asociaba aquella palabra maldita a la gente
mayor, muy mayor; incluso, el año anterior se había sorprendido cuando
aquel profesor del departamento había muerto a los cincuenta y seis años de
forma lenta y agónica.
Daniel tenía once años. Una cifra que casi podía contar con los dedos de
su mano. Una cifra tan insignificante que ni siquiera representaba un cuarto
de la vida de un ser humano. Una cifra anecdótica en comparación con todo
lo que le quedaba por delante. Y era un niño sano. Un niño que, no mucho
antes, corría por el parque, peleaba con su hermano en el suelo del salón por
cualquier tontería y se raspaba las rodillas con frecuencia. Su mente era
igual de ágil: se le daban bien las matemáticas y las ciencias, pasaba horas
jugando con el microscopio que le habían regalado sus abuelos y sacaba
buenas notas en el colegio. Era normal. Completamente normal. Pero sus
células no.
Martín sintió la presencia de Candela a su espalda.
—El médico insiste en que el cuadro es favorable.
No contestó, porque la angustia le atenazaba la garganta. Todo el mundo
a su alrededor intentaba tranquilizarlo, hablaban de «lucha», «esperanza» y
«buen pronóstico», pero él se sentía inútil al no poder hacer nada más allá
de contemplar con impotencia a su hijo tumbado en esa cama de hospital
tan impersonal...
Se giró hacia Candela. Cualquiera que no la conociese admiraría el
vestido recatado y elegante que llevaba, de color vino, el pelo bien peinado
a la altura de los hombros y el rostro maquillado de forma natural. Pero
Martín podía ver su dolor tras todas esas capas y se fijó en las ojeras, en la
rigidez de sus hombros y la mirada nerviosa.
En esos momentos, sin ella, él habría estado perdido y sintió que la
necesitaba con una desesperación enfermiza. Y ella también a él. Pensó en
el mutualismo y en una conversación que mantuvo años atrás: lo suyo era
una unión que nacía de la desgracia y del dolor. Se expandía, se expandía y
se expandía...
—Todo irá bien. Lo sé. Irá bien.
—Candela... —Su voz era un lamento.
Ella lo sostuvo por la barbilla y lo obligó a mirarla a los ojos. Sus
palabras fueron como ascuas candentes que él no fue capaz de esquivar:
—Ya basta, Martín. Basta. Debes serenarte.
—No dejo de pensar... —Tomó aire, aunque sentía que se perdía en
algún lugar del camino y no llegaba a los pulmones—. No dejo de pensar en
lo que hice aquel verano, ese desvío que tomé... Me pregunto si esto que
está ocurriendo es algún tipo de represalia. Intento dar con una razón lógica
que explique la causa, la raíz. ¿Es posible que sea un castigo? Porque nunca
he creído en eso, pero quizá el mundo sea como una balanza en constante
búsqueda del equilibrio...
—¿De verdad piensas que Dios no tiene nada mejor que hacer que estar
pendiente de si tú te metes en camas ajenas? No digas tonterías. Todos
llevamos equipaje, pero esos pecados son nuestros, nadie los hereda.
La envolvió con tanta fuerza entre sus brazos que temió hacerle daño y
se obligó a aflojar el agarre. Se le escapó un sollozo e inspiró hondo
llevándose ese perfume intenso que ella siempre gastaba. No era una de
esas mujeres que cambian de aroma a menudo, a Candela le daba igual si
era invierno o verano: era fiel a sus convicciones.
El abrazo pareció abrir una brecha en el tiempo.
El abrazo fue una eternidad y un suspiro.
Primavera, 2018
e lleva el vaso a los labios y da un trago generoso. El
agua arrastra las pastillas como si fuesen la maleza que entorpece el flujo de
un río. Suspira profundamente y guarda los blísteres y el pastillero en el
neceser que le regaló su nieta: aparecen dos aguacates sonrientes con
corazones alrededor. «La vejez ablanda», pensó cuando lo vio y decidió
que, al fin y al cabo, era gracioso y de lo más aceptable.
Isaac repiquetea con los dedos sobre la mesa.
—¿Por qué necesitas tanta medicación?
—¿Tú no? —Martín alza la vista y el otro niega con la cabeza—. Pues
qué suerte. Te conservas bien, demasiado bien, sí. Fumas, bebes y la vida te
premia. Un afortunado, sin duda. ¿Haces ejercicio o algo para compensarlo?
—Camino. Y no has respondido a mi pregunta.
Hace más de una semana que abandonó el hostal y se instaló en esa casa
de campo llena de recuerdos. Tres veces al día, Isaac ha asistido en silencio
a su «baile de pastillas», ese instante en el que él saca cada una de ellas,
fijándose bien en los colores y en las formas, las cuenta tras extenderlas
sobre la mesa y, finalmente, se decide a tragárselas. Hasta ahora, nunca ha
hecho preguntas ni ha dicho nada al respecto más allá de mirarlo ceñudo y
con curiosidad. Siente que, pese a su generosidad al ofrecerle quedarse allí,
el corazón de Isaac aún permanece cerrado y sospecha que tiró la llave
cuando él se marchó. Sabe que no será fácil que se abra de nuevo, porque lo
que ocurre con el paso del tiempo es que los objetos y las cosas que se
quedan atrás terminan por oxidarse.
—La necesito porque soy un anciano.
—No exageres, no eres tan mayor.
—Has perdido la perspectiva. Mira. —Coge entre sus dedos arrugados
una pastillita rosa y ovalada—. Esta es para el corazón. Y esta otra para la
artritis. También tengo la tensión alta, falta de vitamina D, mala
coagulación y diversos problemas más.
Isaac se estira y aprieta los labios. Observa a su alrededor. El jardín ha
ganado color durante el último mes, con todas las flores que han plantado
aquí y allá y la explosión de la primavera. Los jazmines crecen con fuerza y
el limonero legendario sigue en una esquina, como si con su inamovible
presencia quisiese dejar constancia de que hay cosas enraizadas que
perduran por mucho que todo lo demás cambie.
—¿Tus hijos saben que estás aquí?
—Sí. Pero ¿eso es lo que de verdad quieres preguntarme?
Martín lo observa mientras Isaac busca la cajetilla de tabaco y parece
ganar tiempo gracias a esa pausa silenciosa. Se fija en su hombro cubierto
por la camisa azulada y se pregunta si bajo la tela aún se esconderá aquel
lunar pequeño que él besó y acarició. Lo imagina intacto rodeado de piel
arrugada y moteada, como el limonero de la esquina. Diferente pero igual.
Vetusto pero reticente a desaparecer.
Isaac da una calada larga y se gira hacia él.
—¿Saben por qué estás aquí?
—Lo sospechan, sí. Creo que todos se imaginan lo que ocurrió aquel
verano, incluso los que ya no están, que son la mayoría. El día que regresé a
Madrid entregué el manuscrito en la editorial y dejé mi trabajo. Dos
semanas después acepté el puesto de profesor que me consiguió mi suegro y
allí me quedé hasta que me jubilé.
—Te rendiste —gruñe.
—No. Pagué por lo que hice.
—Eso no tiene ningún sentido...
—¿Nunca has oído que cada acto tiene sus consecuencias? Yo lo tuve
claro. Siempre supe que ese verano sería un punto de inflexión en mi vida.
Hubiese sido una desfachatez por mi parte esperar que al volver nada
hubiese cambiado.
—El amor no debería castigarse.
A Martín se le escapa una sonrisa.
—Sigues siendo un romántico.
—No digas tonterías.
—No lo hago. Siempre fuiste el más ingenuo de los dos en ese sentido.
Y, por lo que veo, todavía piensas que cuando se trata de amor no se aplican
las mismas reglas, como si enamorarse lo eximiese a uno de todas sus
responsabilidades.
—Deja de hablar como uno de esos viejos profesores...
Martín se ríe ahora más abiertamente y, después, el ceño fruncido de
Isaac se va relajando conforme una sonrisa empieza a bailar en su rostro. Al
final, sus carcajadas terminan entremezclándose como si el sonido fuese
líquido, y aquello, reírse de la propia melancolía y de lo que no fue, los
uniese años más tarde.
Verano, 1980
—¿Qué es lo que más echas de menos de tus hijos?
—Oírlos reír. La risa de un niño es única. Nunca volverá a ser así,
¿sabes? Seguro que nadie, ni tú ni yo, hemos vuelto a reírnos como lo
hacíamos entonces, sin vergüenza ni prejuicios, cuando puedes abandonarte
a esa sensación y ya está.
—Nunca lo había pensado, pero es verdad —contestó Isaac.
Esa noche soplaba una brisa suave y ellos ocupaban una de las mesas
más apartadas de la terraza del bar de Ramón. Encima aún se encontraban
los restos de la cena: dos bocadillos, unas bravas y unos calamares, todo
con el mismo regusto a frito que, en cualquier otro momento, a Martín no le
hubiese sabido igual de bien. Pero el ambiente era familiar y cálido, la
camarera llevaba toda la noche haciéndole ojitos y soltándole piropos, el
aroma del jazmín que trepaba por las vigas de madera flotaba alrededor e
Isaac, sentado frente a él, estaba relajado. Tanto que, en un par de
ocasiones, sus manos se habían rozado por debajo del mantel de tela.
«Los vecinos de este pueblo son buena gente, pero ven lo que quieren
ver», le había dicho él semanas atrás. Y tenía razón. Al fin y al cabo,
¿quiénes eran? Dos amigos que cenaban juntos y compartían un par de
cervezas. Dos hombres que escondían un secreto, algo prohibido que no
debería haber sucedido. Dos amantes que se comían con la mirada entre
bocado y bocado, como si fuesen el condimento. Dos conocidos. Dos
desconocidos.
—¡Malditos mosquitos! —Se quejó Martín dando un manotazo.
—¡Ramón! Deberías poner por aquí citronelas o lavandas —le aconsejó
Isaac, y se recostó en la silla—. ¿Tienes por ahí dentro un dominó y la carta
de los helados?
Se habían aficionado a jugar durante los últimos días, sobre todo cuando
Martín dejó de ir a dormir a casa de su jefe y compartían las noches en la
terraza que daba al jardín. Apostaban cosas diversas: dos duros, un beso,
información privilegiada.
«¿Cuál es tu mayor miedo?» «¿Y un deseo inconfesable?»
«¿Has fantaseado con cosas horripilantes, locas, brillantes?»
«¿Tienes alguna teoría sobre qué hay después de la muerte?»
«Si volvieses a empezar desde cero o pudieses ir atrás en el tiempo y
olvidar tu historia, los pasos que has dado, ¿volverías a repetirlo todo igual
o cambiarías algo?»
Casi siempre ganaba Isaac, que era el más competitivo de los dos. Martín
se devanaba los sesos con todas esas preguntas, escarbando cada vez más
adentro como si estuviese cavando túneles para llegar a su alma, el núcleo
de todo lo que era.
No solo se enamoró de Isaac por su encanto y su descaro, sino por quién
era él a través de los ojos de su amante. Durante aquellos días calurosos,
Martín dejó de sentirse invisible, se fortaleció y encontró su reflejo en
aquella mirada azul. Le devolvía una imagen distinta que no era gris ni
estaba distorsionada o borrosa. Nítida. Esa era la palabra: nítida. Y no se
sintió simplón, sino interesante. No se vio predecible, sino espontáneo.
Quiso pensar que fueron una serie de circunstancias encadenadas: las
dificultades que su matrimonio estaba atravesando, su propia crisis
personal, sentirse hechizado por Isaac...
—¿Cuántas te quedan? —Tumbó las fichas.
—Siete —respondió Isaac con descontento.
—No pongas esa cara, ya era hora de que la suerte me sonriese. —
Martín giró las fichas de dominó boca abajo, las mezcló sobre la mesa antes
de sonreír y añadió en voz baja—: No te preocupes, ya me cobraré la
apuesta cuando lleguemos a casa...
Isaac lo miró con los ojos brillantes. Luego se encendió el cigarrillo que
llevaba tras la oreja y alzó la mano hacia la camarera cuando se acercó:
—Habíamos pedido la carta de los helados.
—Perdona, cielo, ahora te la saco —dijo.
—No, no hará falta. Mira, sírvenos dos de hielo, los más coloridos que
tengas. Y ya que estamos, cóbrate la cena y las cervezas.
—Eso está hecho. —Le guiñó un ojo.
Martín alzó una ceja y se echó a reír.
—¿El más colorido?
—Un pequeño capricho para el hombre al que le gustaría tomar batidos
de fresa con pajita y comer polos de hielo, pero que no se atreve por miedo
a parecer ridículo.
Martín no contestó. Repartió las siete fichas que le correspondían a cada
uno y alzó las suyas con cuidado. Isaac pagó cuando la camarera regresó
con los helados y, después, le quitó el envoltorio al suyo y se lo metió en la
boca. Era rectangular, con tres franjas de color que iban del naranja al
amarillo y finalizaban en un rojo intenso.
—Delicioso —murmuró.
Él sonrió antes de imitarlo. Sabía a fresa y tuvo que contener las ganas
de morder el hielo con los dientes. En aquel momento, le dio igual que
aquel verano se estuviesen celebrando los Juegos Olímpicos de Moscú o la
inestabilidad política. Tampoco le importaba el zumbido molesto de los
mosquitos, las risas estridentes de los hombres de la mesa de al lado o
encontrarse al borde del abismo.
Tenía un polo de hielo en la boca. Y la sensación era maravillosa. Martín
se olvidó de las fichas de dominó, se acomodó en la silla y se lo comió
como si volviese a ser un niño y no existiese nada más importante que ese
instante presente.
¡Y qué presente! ¡Qué presente!
Invierno, 1985
jalá la conversación con Candela hubiese conseguido
apaciguar los remordimientos, pero no, no, siguieron ahí, como aquella
vez..., como cuando cogía el teléfono convencido de que ese día le
confesaría lo que estaba ocurriendo y al final nunca lo hacía porque las
palabras se atascaban y se le quedaban clavadas en la garganta como
espinas de pescado. «¿A qué vienen esas tonterías? —le había preguntado
ella mientras se ponía unos pendientes y lo miraba a través del espejo del
dormitorio—. Si tú eres ateo, Martín, llevo media vida discutiendo contigo
para ir a misa cada domingo.» Tenía razón. Mira, hay cosas que son
indiscutibles, y una de ellas es que Candela siempre estuvo en lo cierto. Ella
iba un paso por delante, era una de esas mujeres capaces de predecir el
futuro y tener un cargamento de armas bien preparado para cuando llegase
la batalla. En pocas ocasiones se le escapaban cosas y, si ocurría, tomaba un
desvío, enderezaba el volante y se lanzaba a por todas. A Martín los desvíos
le daban dolor de cabeza, lo dejaban hecho polvo, lo zarandeaban y lo
aturdían. Lo hacían sentirse como durante los primeros instantes de una
anestesia general, con una sensación de mareo incapacitante. El latigazo de
la enfermedad de Daniel fue inesperado y le hizo plantearse si tan solo le
quedaba la fe, algo de lo que tantas veces había oído hablar y había
renegado. Por eso aquel día se propuso tener una conversación con Dios,
con el destino, con la fuerza del universo, lo que fuese, y le dijo lo
siguiente:
«Mira, te he buscado en la iglesia. Esta mañana, cuando salí del hospital,
sentí la urgente necesidad de encontrarte, como quien busca un botón o una
pepita de sandía en la carne blanda y roja. Y allí que me he ido. Al entrar, el
silencio era terrorífico; tanto eco, tanta humedad, tanta penumbra entre la
decoración recargada de color oro... Llámame loco, pero no sé quién querría
vivir en un lugar así. Las dimensiones están bien, seguro que más de cuatro
habitaciones, servicio de limpieza y unas vistas privilegiadas desde el
campanario, pero ¿qué hace uno con toda esa frialdad? Lo he intentado,
quiero añadir. Te he buscado bajo los bancos de madera, tras el altar que
había al fondo y entre las velas titilantes encendidas a plena luz del día.
Nada. Ni rastro. He regresado a casa dando un rodeo, aunque al llegar al
portal pensé que no sería capaz de entrar. Sabía que arriba estaría Candela
con Sergio y me recordaría con una mirada que tenemos otro hijo, que nos
debemos a él, que hay que ser fuerte, siempre fuerte y estoico. Por eso no
quería que me viera llorar. Así que a veces paseo por Madrid y fumo y me
siento en cualquier bar y pido cualquier cosa que tengan a mano, porque lo
triste es que el alcohol ni siquiera me gusta lo suficiente como para tener
preferencias. Y hoy, al ver mi reflejo en el cristal del portal, he encontrado
el valor para encajar la llave en la cerradura. Ascensor, espejo, botones
cuadrados. Debate: ¿arriba o abajo, abajo o arriba? Al final he descendido
dentro de esa cápsula futurista. Ya en el garaje, me ha sorprendido el tiempo
que hacía que no cogía el coche: cosas de vivir en la ciudad. Sentado tras el
volante, sin dirección, he acabado en este lugar que ni siquiera sé qué es.
¿Un campo de algún cereal? Puede que trigo. Mira, es dorado como el
interior de las iglesias. Quizá por eso he tenido la sensación de que estabas
alrededor cuando he frenado de golpe a un lado de la desértica carretera. No
sé durante cuánto tiempo he estado conduciendo. Tampoco dónde me
encuentro. Pero ¿a quién le importa eso? Saquemos un titular: “Profesor de
treinta y nueve años desaparecido a las afueras de Madrid”. Si se trata de
alguna revista divertida: “Profesor cuarentón se pierde en un campo de trigo
buscando un pedazo de fe, ¡buena suerte!”. El caso: que me acomodo entre
las espigas. Todavía llevo el ridículo suéter con coderas que Candela me
regaló. Te espero, te espero. Me siento gilipollas. Termino por tumbarme,
aunque el aspecto mullido del campo desde la distancia es engañoso. El
cielo es gris. No hay nubes. El poco viento que corre balancea las plantas
alrededor. Llevo más de media hora esforzándome por respirar cuando
apareces. Siento un escalofrío que empieza en la punta de los pies y
asciende apoderándose de la carne y los huesos que encuentra a su paso.
“Veo que lo de la puntualidad no va contigo”, me entran ganas de bromear.
Luego recuerdo que tendrás muchas cosas que hacer en esta galaxia, tareas
infinitas, será mejor que no pierda el tiempo. “Sabes que tú y yo nunca nos
hemos entendido bien...”, comienzo, pero creo que no es un buen arranque.
Lo intento otra vez: “Quizá sea egoísta buscarte tan solo para pedirte algo,
pero te necesito, necesito que salves a Daniel. Hagamos un trato: no lo dejes
morir y tómame a mí en su lugar. No opondré resistencia, lo prometo. Solo
es un niño. Un niño. Y te lo estás llevando, lo sé, lo siento a diario, lo noto
cada vez más lejos. Déjalo en paz y seré tuyo, sin desvíos, sin trampas. ¿Sí?
¿Estamos de acuerdo en esto? Bien. Bien. Que así sea”».
Y solo años después le dio por pensar que, aquel día de paranoia y
ensoñación, no estuvo hablando con Dios, sino con la muerte.
Verano, 1980
ejó el lápiz suspendido en el aire y rodó bajo la mimosa.
El viento de poniente parecía arrastrar partículas de fuego. Cerró los ojos e
intentó recordar, ¿cuatro o cinco pétalos? Llevaba tres días sin ir a casa de
su jefe, y la fotografía estaba allí. Repasó una última vez los apuntes. Le
quedaba poco. Quizá por eso estaba trabajando cada vez más despacio,
como si sus dedos se ralentizasen al dibujar y las teclas de la máquina de
escribir se hubiesen endurecido. Agosto se había convertido en una anguila
escurridiza.
Martín fue a buscar a Isaac, que estaba dentro del trastero. Se apoyó en
el marco de la puerta y lo observó en silencio hasta que el otro se percató de
su presencia.
—¿Qué pasa? —le preguntó distraído.
—Tengo una duda: ¿la nomeolvides tiene cuatro o cinco pétalos?
—Cinco. —Caminó hacia él. No llevaba camiseta y tenía restos de tierra
en las manos—. Es de la especie de la raspilla, su floración se produce en
ramilletes y las hojas son pequeñas y lanceoladas. Así, con esta forma. —
Movió los dedos.
—¿No tienes en el jardín?
Isaac alzó la vista y vaciló.
—No. Pero sé dónde hay.
—Bien. ¿Está muy lejos?
—No. Te llevaré —respondió Isaac con un tono un poco brusco—.
Espera un momento para que me limpie y vaya a por una camiseta.
A Martín le extrañó su actitud, pero se mantuvo sumido en un silencio
cauto que se extendió mientras salían de la propiedad y avanzaban por los
campos de alrededor. Dejaron atrás las plantaciones de naranjos que en
primavera emanaban un intenso aroma a azahar y siguieron algo más allá
para adentrarse en el monte.
Supo que habían llegado al lugar antes de que parasen delante de aquel
árbol frondoso que se inclinaba ligeramente hacia la derecha. Debajo, las
salpicaduras de color contrastaban con los tonos más neutros del romero, la
manzanilla y los arbustos. Rosas, lilas, rojos, granates, amarillos, blancos,
naranjas, morados y, finalmente, el azul pálido de las nomeolvides. Las
flores rodeaban el tronco del árbol como si deseasen abrazarlo y algunas
trepaban por él hasta alcanzar las primeras ramas más enclenques.
—¿Qué es esto? ¿Por qué...?
Martín calló cuando lo comprendió.
Aquel era el árbol donde Isaac había encontrado a su madre. Se le erizó
la piel al verlo agacharse para arrancar algunas flores que se habían secado
y quitar unas cuantas malas hierbas. Lo imaginó allí, intentando sostener el
cuerpo inerte. Y luego, tiempo después, desafiando el rastro de la muerte y
la soledad al convertir aquel sitio en un lugar lleno de luz y color y belleza.
Debía de caminar a menudo hasta allí cargado con cubos de agua para
mantener la viveza de las flores. Quizá agradecía el esfuerzo físico que le
suponía hacerlo; de hecho, conociéndolo, probablemente fuese una
motivación.
A diferencia de él, Isaac necesitaba exteriorizar sus emociones, ya fuese
mediante palabras, con una herramienta en las manos o actuando por
impulso. Todo, todo fuera.
Martín se arrodilló a su lado y lo miró fijamente.
—Lo que has hecho es muy especial —le aseguró, pero Isaac no pareció
oírlo y siguió quitando hierbajos sin girar el rostro hacia él.
—Coge un puñado de nomeolvides, si quieres.
Obedeció. Arrancó un par de ramilletes. Las diminutas flores azuladas
contrastaban con el centro estrellado y amarillo como el sol. No supo cómo
decirle sin palabras grandilocuentes el valor que le daba a aquel momento:
poder verlo desde todos los ángulos, con la soledad palpitando sin disfraz.
«Voy a coger este instante de confianza y lo guardaré para siempre entre los
pliegues del cerebro, no dejaré que se escape», quiso confesarle. Pero, con
la boca seca, tan solo susurró:
—Me encanta el nombre que tienen.
Isaac sonrió con tristeza y, entonces sí, lo miró.
—No es precisamente sutil. Es una petición humilde. Tan solo las regala
quien teme que lo olviden.
Primavera, 2018
artín sonríe con el teléfono contra la oreja mientras su
hijo le cuenta anécdotas de su último viaje. Ahora sale con una chica
llamada Anika o Anison, no está seguro porque se le da mal memorizar
nombres extranjeros y su hijo cambia más a menudo de pareja que de
zapatillas. Se han ido a Bali unas semanas, un lugar que, según le dice, está
en auge para aquellos que pueden permitirse el lujo de trabajar a distancia.
—Es el futuro, papá, nada de oficinas ni de horarios, eso solo desmotiva
a la gente. Hay que buscar nuevas vías para fomentar la creatividad y el
interés.
—Mira tú qué maravilla —contesta mientras una mariposa se posa en el
otro extremo de la mesa y agita sus pequeñas alas. Tiene la sensación de
pasarse todo el día en esa terraza, pero es que está convencido de que es el
paraíso en la Tierra, ni Bali ni tonterías; nada como la sombra de las parras
y los aromas del campo.
—Ya sé que no lo entiendes.
—Oye, que no estuve toda la vida dando clases. Antes de que se
inventasen todas esas palabrejas que usa tu hermano como coachin o
braitormin, trabajé por cuenta propia para una editorial. ¿No te acuerdas?
Iba de un lado para otro y no tenía un horario fijo, funcionaba según los
proyectos que surgían. Te diré algo: se me daba bien.
—Ya. Entonces, ¿por qué lo dejaste?
Martín se oye suspirar y niega con la cabeza.
—No era el trabajo mejor pagado, así que tu madre y yo decidimos que
lo mejor para todos sería buscar una alternativa. —Le sale un ruido extraño
al chasquear la lengua—. Lo que intento decirte es que los jóvenes tenéis la
mala costumbre de creer que nosotros, los viejos, siempre hemos sido así.
Como si no hubiésemos tenido juventud ni hubiésemos hecho todo tipo de
cosas y locuras y... En fin. La mente era otra. El cuerpo también.
Oye a su hijo sorber por una pajita. Lo imagina en una tumbona con uno
de esos zumos tropicales de nombre exótico y una camisa floreada
desabrochada.
—Hablando de eso, ¿cómo te encuentras?
—Bien. Maravillosamente bien.
—Estás mintiendo. Dime la verdad.
—Daniel, estoy mejor que nunca, en serio. Fue mi decisión, la mejor que
he tomado. Este sitio le cura a uno todos los males. Bueno, ya me entiendes:
contra el cáncer poco se puede hacer, pero limpiar las telarañas del alma
sienta de fábula.
—El sitio y su gente, ¿no? —bromea riendo, porque, a diferencia de
Sergio, su hijo pequeño siempre ha seguido siendo un poco niño, como si
de alguna manera se hubiese propuesto no dejar que la vida le arrebatase
ese espíritu después de aquello por lo que pasó a los once años—. Da igual,
no contestes, prefiero no saber nada sobre ella. Solo quería asegurarme de
que estabas bien, porque si me necesitas... cojo un avión al instante, ¿vale?
Quiero estar allí cuando... Ya sabes, cuando llegue el momento.
«Ella.» Martín está a punto de sacarlo de su error, pero vuelve a oír el
borboteo de la pajita y luego piensa: «¿Qué más da? ¿Acaso importa?».
Para él, los pronombres siempre fueron lo de menos en aquella historia. No
interfirieron en el final.
—Tranquilo, aún me queda un poco de tiempo.
—Bien. —Le cambia la voz—. Cuídate, papá.
Se aleja el aparato de la oreja y entorna los ojos para ver los botones
antes de apretar el de color rojo y colgar. No le gustan los teléfonos. Se ha
convertido en uno de esos viejos caricaturizados que piensan que con tanta
tecnología hay algo íntimo y mágico que se ha perdido por el camino. Ya
nadie escribe cartas, nadie consulta las enciclopedias que él ilustraba, nadie
se emociona al oír una canción en la radio. Tiene la sensación de que todo
es demasiado fácil, casi vulgarmente abundante, y la expresión «echar de
menos» carece de la melancolía de antaño.
Se gira al oír un crujido a su espalda.
Pensaba que Isaac había salido a comprar, pero debe de haber regresado
antes de tiempo y ahora está allí, mirándolo como cuando semanas atrás
apareció en su casa y le cerró la puerta en las narices. Aunque hay algo más.
Cólera y decepción. Miedo y tristeza.
—¿Cuánto? —pregunta en un susurro.
—¿Cómo? —Martín no lo entiende.
—Que cuánto tiempo te queda.
Así que lo ha oído. Lo ha oído todo.
Martín se levanta de la silla con dificultad, le tiemblan los brazos. Ya le
da igual mostrar su debilidad, pero necesita (no es un capricho, sino una
necesidad real) estar de pie frente a Isaac para mantener esta conversación.
—No lo sé. Unos meses, supongo.
—Meses...
—Meses, sí.
Isaac deja de parecer una estatua de granito y las fosas de su nariz se
mueven al compás de la errática respiración. Todo aflora de golpe, como
una peonía rindiéndose al sol. Allí, alrededor de esos dos hombres tan
diferentes e iguales, hay dolor y temor, reproches y admiración,
comprensión y confusión, pero, sobre todo, cariño y amor.
Un amor tan fugaz como intenso.
Un amor capaz de cambiar dos vidas y de alimentarse de polvo y de
restos olvidados para permanecer en la memoria. Se sabe que «recordar»
significa pasar otra vez por el corazón.
—Así que la historia se repite. Vuelves aquí... —Se le quiebra la voz—.
Vuelves a mi mundo, a mi casa, a mi jardín... Vuelves para marcharte otra
vez.
A Martín le resulta insoportable asistir a su dolor, pero agradece que se
rinda ante lo evidente como él hizo cuando se enteró del diagnóstico. El
médico empezó con un «lo siento, pero...», y Martín lo interrumpió para
decirle: «No se preocupe, llevo media vida esperando este momento. Todo
está bien». Casi sonreía. Casi. Nada de hablar de diálisis, vómitos o pérdida
de peso. Metástasis. Metástasis, tratamiento para el dolor y una última visita
a un campo de trigo que conocía bien antes de poner rumbo a Valencia.
—Tienes razón. Pero no era esa la idea...
—¿Y cuál era?
—Necesitaba verte una última vez.
—Maldito seas, Martín...
—Y, si he de ser sincero, no se me ocurre un lugar mejor para morir.
Por un instante, teme que Isaac descargue contra él toda su furia y le pida
que se marche. Por su expresión, parece posible. Está enfadado, indignado,
desilusionado. Pero también emocionado. Y cuando Martín avanza hacia él
no se mueve ni se aleja. Se abrazan tan fuerte que el amor se expande entre
latido y latido.
Martín siempre ha pensado que los besos tienen mucho que ver con la
pasión, el deseo y la impaciencia. Pero los abrazos... Los abrazos mecen y
consuelan desde que nacemos y apenas somos bebés arrullados por la
madre, mientras crecemos y, finalmente, cuando llegamos al último escalón
de la vida y solo queda la piel dócil llena de todas esas carreteras que
tomamos en algún momento y que se transforman en arrugas y recuerdos.
Verano, 1980
saac tenía razón: vale la pena saltar sin pensarlo antes
demasiado. El agua del arroyo estaba helada, sí, pero tras nadar un poco se
volvió soportable. La calidez que desprendía el cuerpo de él contra el suyo
era un aliciente. Martín empezaba a conocer cada rincón: el cuello que le
gustaba morder, la nuez de esa garganta que se movía con fuerza cuando el
placer lo atravesaba, la cintura masculina y la uve que se dibujaba más
abajo hasta el lugar exacto donde se rozaban mientras el agua se mecía
alrededor y ellos jugaban, exploraban, susurraban, mordían, reían, gemían.
Martín lo abrazó por detrás cuando Isaac se aferró a la orilla. Se apretó
contra su trasero y olió el cabello cobrizo y apelmazado sobre el cráneo.
¿Tenía sentido que conociese la forma exacta de su cabeza y que se sintiese
capaz de distinguirla entre mil cabezas más? La idea lo aturdió y lo excitó
durante unos instantes, todo a la vez.
—¿Sabes una cosa? Esto empezó porque necesitaba tu ayuda para
avanzar en el trabajo, y ahora resulta que te has convertido en una gran
distracción.
—Añadiré que tú tenías ganas de distraerte.
—Aunque te sorprenda, eso no es verdad.
—Pues cualquiera lo diría. —Isaac se impulsó con los brazos para salir
del agua y se sentó en un canto del borde. Se quedó unos segundos en
silencio sin apartar sus ojos de Martín y, después, pensativo, añadió—:
Háblame más de ella.
—¿Por qué me pides eso? Es incómodo.
—Creo que no me basta con un «lo sabe».
—Pues debería —gruñó Martín malhumorado.
Salió del arroyo y se alejó hacia la toalla granate que habían extendido
sobre la hierba un poco más allá. Se sentó, estiró las piernas y alzó la
cabeza hacia el sol cegador. Los pájaros cantaban alrededor con timidez y
algunos saltamontes pequeños daban brincos en las zonas donde la
vegetación era más frondosa.
—Candela es decidida. Una de esas mujeres que tiene claro lo que quiere
y que va a por ello sin dudar. Siempre he tenido la certeza de que si mañana
me ocurriese algo sabría apañárselas perfectamente sola o con los niños.
Eso tranquiliza a cualquiera.
—No tiene sentido —replicó Isaac.
—¿Por qué no? —Martín lo miró.
—Una mujer así no te dejaría tener una aventura.
—¿Y quién te dice que lo haga? No es eso. No como piensas. Candela es
una mujer pragmática, rara vez actúa por impulso. —No añadió que solo
podría regresar a casa cuando hubiese cerrado todas las puertas a cal y
canto, sin fisuras, nada de no dar la vuelta completa a la llave. Tampoco le
contó que tendría que renunciar a ese cuaderno de dibujo que descansaba a
su lado. Sí, Candela tenía claras sus prioridades. Y él comprendía que
necesitase unos cimientos sólidos.
Tras un largo silencio, Isaac se tumbó junto a él y le preguntó:
—¿Se puede querer así?
—Se puede querer de tantas maneras que ni en cien vidas alcanzaríamos
a entender cada una de ellas. —Martín se encendió un cigarrillo y expulsó
el humo lentamente mientras se miraban a los ojos—. ¿Cómo quieres tú?
—¿Yo? Con todo. No sé hacerlo de otra forma.
—Tienes la suerte de poder permitírtelo.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo sabes.
—No.
—Sí lo sabes. —Hundió la punta candente del cigarrillo en la tierra,
aplastándolo con saña—. Para sentir así uno tiene que ir ligero de equipaje.
—¿Y el tuyo es muy pesado?
—El mío lo elegí hace tiempo. Tienen seis y nueve años, y me están
esperando. Tú mejor que nadie deberías entenderlo... —Dejó la frase a
medias, pero los dos sabían que se refería a su padre, ese que se fue y nunca
volvió. Martín alargó la mano y apartó con delicadeza los mechones de
cabello mojado que se escurrían por la frente de Isaac. Después, con un
nudo en la garganta, le sonrió con tristeza—. Además, ¿no era a ti a quien le
bastaba con vivir un día más, el que no esperaba nada de la vida?
Piscinas. Los ojos de Isaac volvían a ser del azul de las piscinas, pero de
pronto el agua se había vuelto un poco turbia, llena de algas y sedimentos.
—¿Y si he cambiado? ¿Y si ya no solo me conformo con estar aquí
mañana, sino que quiero estarlo contigo? Y al día siguiente y al siguiente. Y
otro más.
—Cállate.
—Ya casi ha terminado agosto, pero no es suficiente. Y en setiembre
querré todas las mañanas de octubre. Y en octubre, las de noviembre...
—Cállate, por favor.
Se esforzó por espantar las palabras de Isaac como si fuesen moscas
revoloteando alrededor, pero no pudo ignorar la imagen de sus labios
susurrando la historia que nunca vivirían; eran de un color rojizo, como la
manzana de Eva. Pensó que tenía sentido: casi todas las cosas rojas que se
encuentran en la naturaleza advierten del peligro. Y tuvo miedo, porque
quiso besarlo y besarlo y besarlo y besarlo...
—Sé que tú también lo deseas, Martín.
—«Desear» es una palabra frívola y vulgar.
Se levantó para alejarse de Isaac y volvió a lanzarse al arroyo helado.
Aguantando la respiración bajo el agua, abrió los ojos: los árboles borrosos
parecían trazos de las acuarelas que, como aquella historia, pronto serían
parte del pasado. Le ardían los pulmones y pensó: «La vida es un
circunloquio. Tantos rodeos, tantas vueltas innecesarias para terminar en el
mismo punto de partida...». El tacto rugoso de las piedras en la planta de los
pies lo instó a impulsarse de golpe. Rompió la superficie del agua. Tomó
una gran bocanada de aire al salir a la superficie. Y entonces vio a Isaac de
pie, en la orilla, apenas a unos metros de distancia, mirándolo con una
comprensión que lo paralizó e hizo que se sintiese desnudo más allá de la
ropa y de la piel, como si fuese un pajarillo al que le han arrancado las
plumas y está ahí, ahí, en el borde del nido, tambaleándose...
El arte de decidir
lo largo de su vida, Martín se preguntaría cientos de
veces si tomó la decisión adecuada, hasta que un día esa duda se desgastó
de tanto pensarla y el anhelo dio paso a la nostalgia. Se encontró sonriendo
cada vez que pasaba por delante de una floristería con un cariño reposado.
A veces, incluso se permitía entrar para empaparse del intenso aroma que
flotaba en el establecimiento. Y, cuando lo atendían para saber qué andaba
buscando, él siempre respondía:
—Rosas rojas, media docena. Gracias.
No podía ser otra flor, no. Aquella le pertenecía a ella: belleza y espinas.
Luego se las regalaba a Candela, que sonreía satisfecha y las ponía en un
jarrón de cristal que colocaba en algún sitio para que las visitas pudiesen
verlas cuando iban a casa.
¿Fue real su matrimonio? ¿Tuvo sentido esforzarse durante años para
mantener con vida aquel vínculo? ¿Habrían merecido tanto él como
Candela algo diferente?
Al principio, Martín se contenía cada noche para no hacer las maletas,
montar en el coche y marcharse sin mirar atrás. «Ya solucionaría el
problema de los niños. Ya encontraría la manera», se decía. Dormía en la
habitación de invitados, había empezado a dar clases y se sentía como si
fuese una imagen bidimensional carente de alma. Volvía a ser invisible, tan
pequeñito que le daba miedo no encontrarse en el espejo de buena mañana
al ir a lavarse los dientes.
Pero, un día que Martín no sería capaz de señalar en el calendario tiempo
después, al entrar en el dormitorio descubrió que alguien había vaciado su
mesilla de noche y la ropa que horas atrás colgaba de las perchas del
armario. La colcha azulada estaba extendida sobre la cama, con los
almohadones a juego. Daba la sensación de que nadie había entrado en
aquella estancia desde hacía meses.
—¿Candela? —Fue a la cocina—. ¿Qué ha pasado?
Ella estaba agachada delante del horno, con las manos dentro de unas
manoplas con las que sacó una lasaña que dejó sobre la encimera de
mármol.
—¿A qué te refieres?
—Mis cosas...
—En tu habitación.
—Pero...
—Nuestra habitación.
Lo miró como si fuese idiota y él se limitó a asentir.
Esa noche durmieron juntos, aunque no volverían a tocarse hasta mucho
tiempo después. Fueron unos años grises en los que Candela se ausentaba a
menudo y él coleccionaba un día tras otro como si fuesen cromos repetidos.
A veces surgían algunos destellos en el ambiente plomizo: una carcajada
inesperada, una mirada de complicidad, un roce significativo o un par de
escapadas con los niños a la nieve.
Y entonces llegó el golpe. Daniel. Cáncer.
Aquello podría haberlos destruido definitivamente, pero, contra todo
pronóstico, los unió. Él se vio obligado a fortalecerse. Ella terminó por
resquebrajarse. Cuando encontraron ese equilibro, se esmeraron por salvar
los restos del naufragio.
La vida siguió. Los años fueron pasando.
Sus hijos crecieron, volaron lejos del nido y dejaron un hueco que ellos
llenaron con visitas al teatro, veladas en casas de amigos, algún que otro
viaje y pequeños placeres cotidianos con los que Martín aprendió a ser feliz.
Envejecieron juntos, y hay pocas cosas más poderosas que compartir ese
camino con alguien porque, al hacerlo, la soledad y las dudas pesan un poco
menos. Así que avanzaron, sí. No fue una línea recta y perfecta, pero
lograron no estancarse en los rencores pasados y terminaron por encariñarse
con las imperfecciones del otro.
Martín ya estaba a punto de jubilarse cuando tomaron la decisión de
mudarse a un piso más pequeño y acogedor que encajase con los que eran
entonces. Al regresar del trabajo tras una tarde de tutorías, el suelo del salón
seguía lleno de cajas de cartón. Candela salió a recibirlo y le tendió una
copa de vino blanco.
—¿Qué celebramos?
—Los comienzos, claro.
Martín bebió un trago y se desabrochó el primer botón de la camisa antes
de sentarse en el sofá. Candela se acomodó a su lado. Seguía usando el
mismo perfume intenso, pero en otras muchas cosas había cambiado: las
formas de su cuerpo se volvieron más blandas y redondeadas, igual que las
aristas de su carácter. Todavía era una mujer de firmes convicciones, pero
más transigente. Toda esa dulzura que le costó mostrar ante sus hijos se la
regaló a sus nietas sin titubear en cuanto las tuvo en brazos por primera vez.
Para su sorpresa, Martín tenía que pedirle que echase el freno cuando
entraban en una juguetería o en tiendas de ropa para niños.
—¿Aún recuerdas aquel verano?
Él estuvo a punto de atragantarse.
Hacía décadas que no hablaban de eso. Hacía décadas que Isaac era solo
suyo, un regalo bien envuelto en su memoria.
—Sí —contestó a media voz.
Candela le frotó la espalda con suavidad, luego dejó la copa en la mesa
baja y se inclinó para abrir las solapas de una de las cajas. Sacó un cuaderno
viejo y amarillento.
—Había olvidado lo bien que dibujabas...
Martín sintió que todo él se paralizaba, excepto el corazón. En contraste
con los músculos rígidos del cuerpo, los latidos se volvieron feroces.
—No era algo que te entusiasmase demasiado.
—Ya —admitió—. ¿Y a él sí? —No había reproche, tan solo curiosidad
mientras lo observaba con esos grandes ojos almendrados que se arrugaban
en las comisuras.
—Yo... no sé qué decir... —Tenía algo atascado en la garganta y
carraspeó como si así fuese a salir, aunque sabía que no ocurriría—. Ha
pasado mucho tiempo.
—Por eso mismo, Martín. Mírame.
—¿El dolor tiene fecha de caducidad?
Candela se encogió de hombros con su elegancia habitual y estiró las
piernas antes de darle un sorbo pequeño a su copa de vino. Después sonrió.
Y Martín vio en esa sonrisa a la niña que había sido, con su lazo de
terciopelo.
—En un matrimonio solo debería importar lo que opinen las dos
personas que forman parte de él, ¿no crees? Este es el nuestro, ni más ni
menos.
—Ya. —Miró su copa vacía—. Iré a por la botella.
Una hora más tarde, sonaba un disco de jazz de fondo y ellos tenían los
ojos vidriosos y brillantes. A Martín se le soltó la lengua por culpa del vino
y le confesó que, para él, sus mejores años de matrimonio estaban siendo
aquellos, los últimos. Pero no añadió que con ella seguía sintiéndose
siempre vestido, con todos los botones en sus ojales, nada de esa desnudez
visceral a la que se enfrentó con él. Tampoco hizo falta. Era consciente de
que Candela lo sabía. Siempre supo muchas cosas.
Rodeados por las cajas que contenían sus vidas, ella dijo:
—¿Por qué no pruebas a dibujarme a mí?
—¿Yo? ¿Ahora? —La miró sorprendido.
—Claro, ¿quién si no? Buscaré un lápiz.
—Pero... —Se le trabaron las palabras—. Hace una eternidad que no lo
hago. Ni siquiera recuerdo la técnica, no sabría dibujar ni una simple casa...
—Venga, deja de decir tonterías. Toma. Hazlo.
¿Y quién podría negarse a las exigencias de Candela? Así que Martín
sostuvo el lápiz entre los dedos y se quedó contemplando el trozo de papel
que le había dado antes de trazar la primera línea. Bebió un poquito más de
vino antes de continuar dibujando aquel rostro que había visto cambiar con
el paso de los años. Intentó plasmar su fortaleza y su poderío, con
independencia de sus errores; la entrega a su familia, aunque no siempre
supiese cómo hacerlo; y la ternura y la suavidad que llegó con el tiempo.
Empezaba a amanecer cuando se fueron a la cama.
—Ha sido una noche maravillosa, Martín.
—Lo sé. —Se giró y la abrazó con cariño.
Primavera, 2018
ese a las pastillas, Martín no puede dormir.
Le ocurre a menudo, así que está acostumbrado a dar vueltas en la cama
(aunque le frustra que su cuerpo se queje cada vez que se gira) y también a
levantarse de madrugada para ir a por un vaso de agua, estirar las piernas o
acercarse al baño. Desde que está en casa de Isaac, se esfuerza por ser
silencioso y avanza por el pasillo a pasos cortos con la esperanza de no
despertarlo. Lo último que quiere es ser un estorbo.
Pero, por lo visto, esa noche el insomnio es compartido.
Mientras bebe agua en la cocina, distingue la silueta de Isaac en el
jardín, sentado en una de las sillas que hay junto a la mesa, con la mirada
clavada en la oscuridad. Se pregunta qué estará observando, en qué estará
pensando, qué estará sintiendo.
Se mueve despacio para salir a su encuentro. Isaac alza la vista hacia él y
no dice nada al verlo, como si lo hubiese estado esperando. Martín se sienta
a su lado.
—Tan solo necesito saber una cosa. —La voz de Isaac suena ronca en la
penumbra, pero hay firmeza en sus palabras. Y también dolor. Un dolor
enquistado, profundo, rumiante—. ¿Por qué no te despediste? ¿No crees
que, después de todo, nuestra historia se merecía un «adiós» más digno que
una huida a medianoche?
Martín se humedece los labios resecos porque toma conciencia de que es
el momento que lleva esperando tanto tiempo y quiere ser sincero, no
guardarse nada.
—Porque me daba miedo verte y cambiar de opinión. No podía
permitírmelo. No podía. Entonces me odiaría durante el resto de mi vida, y
cada segundo que vivimos juntos estaría condenado a desaparecer tal y
como lo recordamos ahora.
Isaac tarda unos minutos en procesar sus palabras y todo parece
detenerse, como si en ese vacío se uniesen el pasado y el futuro. Después,
alarga la mano hacia la de Martín. Lo toca. Lo está tocando. Recorre con
tierna lentitud las arrugas que surcan la carne, las pequeñas manchas
propias de la edad y los dedos, algo agarrotados. Sus pieles se reconocen
entre caricias y parecen decirse que se han echado de menos.
Verano, 1980
¿Qué marca el inicio y el final de una relación? ¿La primera mirada, el
último beso, la primera palabra, el último suspiro compartido? Un
comienzo rápido parece propiciar que el final sea igual, como si de una ley
equitativa se tratase.
Cuando se despertó esa mañana, Martín supo que era un punto y aparte.
Ya había terminado el trabajo, la razón que lo llevó allí, pero seguía
retrasando su regreso a casa. Se decía que aún podía perfeccionar algún
dibujo, añadir información, darle otro tono con las acuarelas. O lo que es lo
mismo: jugar una partida más al dominó, seguir regalando besos y
permanecer más tiempo cobijado en la magia de aquel jardín.
Ese día no ocurrió nada inusual: estuvieron juntos, se bañaron en el
arroyo y comieron en la terraza una ensalada con lo que habían recogido de
la huerta: tomates maduros, lechugas, pepinos, cebollas dulces y unas
cuantas fresas pequeñas pero deliciosas.
Al acabar, a la hora de la siesta, se tumbaron bajo la mimosa. Isaac
estaba a su lado. Olía a la espuma de afeitar que había usado al regresar del
arroyo, y su aliento cálido le hacía cosquillas en el cuello. Martín se tragó
todas las lágrimas que luchaban feroces por salir. No quería que fuese triste.
No podía permitírselo. Aunque sabía que era inevitable, porque es lo que
siempre ocurre cuando alguien se arranca un pedacito del corazón y lo
abandona para que el resto del órgano no se gangrene.
Hundió los dedos en el cabello castaño de Isaac y susurró:
—Tengo una creencia sobre los afectos que nunca le he contado a nadie.
La llamo «la teoría de los archipiélagos» y viene a decir que todos somos
islas, llegamos solos a este mundo y nos vamos exactamente igual, pero
necesitamos tener otras islas alrededor para sentirnos felices en medio de
ese mar que une tanto como separa. Yo siempre he pensado que era una isla
pequeñita, de esas en las que hay tres palmeras, una playa, dos rocas y poco
más; me he sentido invisible durante gran parte de mi vida. Pero entonces
apareciste tú, que sin duda serías una isla volcánica llena de grutas y flores.
Y es la primera vez que me pregunto... me pregunto si dos islas pueden
tocarse en la profundidad del océano, aunque nadie sea capaz de verlo. Si
eso existe, si entre los corales y los sedimentos y lo que sea que nos ancla
en medio del mar hay un punto de unión, sin duda somos tú y yo. Y, si no es
así, nos encontramos tan cerca que estoy convencido de poder llegar
nadando hasta ti.
Unas horas más tarde, a medianoche, Martín recogió los papeles, metió
la máquina de escribir en su funda, entró en el dormitorio y contempló al
chico que dormía con la luz de la luna derramándose sobre él. Pausa. Salió
con el corazón en la garganta, ignoró las polillas que bailaban alrededor de
la luz encendida de la terraza y las ganas que tenía de echarse a llorar.
Pausa. Dudó y se odió por ello, respiró hondo, cerró los ojos. Pausa. Miró
esa puerta a la que llamaría casi cuarenta años después, se agachó para dejar
en el suelo un puñado de nomeolvides azules y, por último, subió al coche,
metió la llave y arrancó. Sin pausa.
Luego siguió recto, todo recto, disciplinadamente recto.
Primavera, 2018
artín está sentado a la mesa de la humilde cocina. Coge
una magdalena, la moja en el vaso de leche que se ha preparado para
merendar y, luego, en lugar de darle un bocado, observa con aire ausente el
líquido blanquecino. La magdalena se parte y se hunde hasta el fondo. Pero
Isaac apenas le presta atención, porque lo mira a él.
—¿En qué estás pensando, Martín?
—Me hago la misma pregunta que todo el mundo se hace una vez en la
vida.
—¿Puedes ser más específico?
Martín suelta el trozo de magdalena, que con un suave borboteo se
empapa de leche. Alza la vista y lanza un suspiro.
—Me cuestiono la razón de la existencia.
—Vaya... —Isaac sonríe—. Casi nada.
—No dejo de darle vueltas al hecho de haber nacido en esta época y en
este lugar. Yo qué sé, podría haber vivido en los años veinte en Nueva York
o en una tribu de una isla remota de Australia, pero estoy aquí. Y me
pregunto si hay alguna explicación...
—¿Sabes qué es lo mejor de ser una hormiga? —Martín frunce el ceño y
niega con la cabeza—. Que no se plantean todas estas tonterías.
—¿Te parece una tontería el gran misterio de la humanidad?
—Pues sí. Porque es justo eso: un misterio. Y si no lo desentrañaron los
griegos, los egipcios o en la actualidad algún departamento científico, creo
que es ridículo que intentes descubrirlo tú mientras sacrificas una de mis
magdalenas.
—Es que cuando se acerca el final... Cuando te das cuenta de que la
muerte está más cerca que lejos... —Sacude la cabeza y respira hondo.
—Por eso mismo, Martín. No perdamos el tiempo. No lo hagamos otra
vez. —Las manos arrugadas de los dos se encuentran sobre la mesa, e Isaac
sonríe despacio pese a la melancolía latente—. Ven. Salgamos. He
preparado algo.
—¿Una sorpresa?
—Sí. Te gustará.
El verano está a punto de ganarle la batalla a la primavera, y el viento
que sopla es cálido a pesar de que ha empezado a atardecer. La luz es suave,
de un tono rosáceo con filamentos anaranjados. Es pura belleza. Eso es lo
que piensa Martín cuando, con ayuda de su bastón, sale por la puerta trasera
al pacífico jardín. Y luego lo ve. Tarda unos segundos en asimilarlo, como
si el pasado chocase con él cual tren de mercancías. En la mesa en la que
tantas otras veces se han mirado y reído y enfadado, está su antiguo
cuaderno de dibujo abierto por una de las pocas hojas en blanco que aún
quedan. Un poco más allá, descansa un vaso de agua limpia, pinceles y unas
acuarelas recién compradas.
Se le empañan los ojos.
—¿Esto es para mí?
—Para los dos, si he de ser sincero —contesta Isaac mientras se acerca a
la mesa y aparta las sillas. Espera pacientemente hasta que Martín deja el
bastón y se sienta en la que le ofrece, y después se acomoda en la de al lado
—. Verte dibujar siempre fue un placer. Me encantaba mirarte durante horas
y horas...
—Es cierto. —Martín sonríe emocionado.
—Quiero volver a hacerlo —admite Isaac.
—Hace años que no toco las acuarelas...
—¿Y a qué estás esperando? Vamos.
Martín respira hondo, coge un pincel y lo moja antes de dejarlo
suspendido en el aire mientras se decide por un color. Al final, elige el azul
porque así son los ojos con los que soñó tantas veces. Y traza varias líneas
sin pensar que se entrecruzan sin orden ni concierto, como la vida misma.
Le falla el pulso, nota los dedos agarrotados, ha perdido mucha técnica,
pero ¿qué importa? Se siente dichoso, pletórico, el corazón tan lleno como
una fruta madura. Isaac, al otro lado de la mesa, lo mira casi sin parpadear.
Y, en ese instante, mientras el sol se desploma, todo es perfecto.
Verano, 1980
—¿Y si tuviéramos varias vidas?
—Entonces me ataría al tronco de esta mimosa y ten por seguro que
nada ni nadie podría conseguir que me alejase de este jardín. Y de ti. Sobre
todo, de ti.
Un domingo de invierno, 2019
us pasos crujen al romper la escarcha que recubre las
hierbas del suelo. A Isaac lo reconforta sentirse acompañado por ese sonido
quebrado y el canto ligero de los pájaros que desafían el frío alzando el
vuelo. Deja de caminar cuando llega a la mimosa; el tronco se retuerce, las
ramas están desnudas y se preparan para la llegada de la primavera. Abraza
contra el pecho la pequeña urna azulada que sostiene en las manos. Fue la
única petición que le hizo Martín mientras lamía como un niño un polo de
fresa. «Mira, cuando todo acabe, que la urna sea azul, ¿de acuerdo? Nada de
dorados o estampados raros. Azul como tus ojos o como el agua contenida
en las piscinas.» Y él le prometió que así sería.
La abre despacio, traga saliva y deja que se vaya. Polvo al polvo.
Martín regresa al jardín, se une a la tierra donde dentro de unos meses
brotarán las flores y el color y la alegría; cae sin esfuerzo porque ya no
pesa, no hay equipaje sobre su espalda, así que se desliza entre el viento y
es etéreo y sempiterno.
Esa tarde, Isaac coge la chaqueta más gruesa que tiene en su armario,
sale a la terraza y abre una lata de cerveza. Brinda solo. Lo acompaña el
limonero, las parras que parecen hibernar, las plantas adormecidas que
esperan la llegada del sol para iniciar su pequeña revolución. Piensa en
archipiélagos, en los naufragios que ocurren alrededor, en animales exóticos
escondidos y en lugares que nunca ha pisado el hombre. Es consciente de
que a veces la marea sube y algunas islas desaparecen, pero vuelven a salir
a flote en cuanto baja el nivel del mar. Nota que su corazón está en paz y,
para celebrarlo, se enciende un cigarrillo y, entonces, sonríe despacio.
No está seguro de si algún día volverán a encontrarse, pero lo que sí sabe
es que aquel verano fueron felices, profundamente felices, y con eso basta.
Que la vida se mide en besos: los que se quedan esperando y los que se dan
y son eternos.
FIN
Agradecimientos
La teoría de los archipiélagos ha sido un regalo. Llegó de forma inesperada
y se convirtió en un refugio íntimo y pequeñito. Pero se habría quedado
para siempre en un cajón de no haber sido por la gente que confía en mí,
empezando por las lectoras y los lectores. Gracias por acompañarme en
cada viaje, sea largo o corto, contemporáneo o no, adulto o más juvenil;
hacéis que me sienta libre al escribir y muy afortunada.
Me hace muy feliz contar con el apoyo de la editorial Planeta y de todas
las personas maravillosas que trabajan allí. Empezando por mis editoras,
Lola y Raquel, y siguiendo con el resto del equipo, Laia, Isa, Silvia, Laura y
un largo etcétera.
Gracias a Pablo. Esta historia está dedicada a ti.
Gracias a Dani, que me lee con un cariño especial. A Abril, Andrea y
Saray, porque sé que siempre puedo contar con vosotras. A Myriam, que le
alegra la vida a cualquiera y que me ayudó a perfilar detalles de esta novela.
Y a Bea, que es un amor.
A mi familia, por todo.
Y a Juan, mi isla preferida.
Alice Kellen nació en Valencia en 1989. Es una enamorada de los gatos, el
arte y las visitas interminables a librerías. Además, le encanta vivir entre los
personajes y las emociones que plasma en el papel. Sus novelas Sigue
lloviendo, El día que dejó de nevar en Alaska, El chico que dibujaba
constelaciones, 33 razones para volver a verte, 23 otoños antes de ti, 13
locuras que regalarte, Llévame a cualquier lugar, la bilogía «Deja que
ocurra»: Todos lo que nunca fuimos y Todo lo que somos juntos, Nosotros
en la luna, Las alas de Sophie, Tú y yo, invencibles y El mapa de los
anhelos han fascinado a más de un millón de lectores.
@alicekellen_
La teoría de los archipiélagos
Alice Kellen
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en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción
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contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes
del Código Penal)
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si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
Puede contactar con Cedro a través de la web www.conlicencia.com
o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47
© del diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño
© de la ilustración de la portada, Ana Gómez García
© Alice Kellen, 2022
© de las ilustraciones, Ana Gómez García
© Editorial Planeta, S. A., 2022
Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
www.editorial.planeta.es
www.planetadelibros.com
Primera edición en libro electrónico (epub): noviembre de 2022
ISBN: 978-84-08-26621-1 (epub)
Conversión a libro electrónico: Realización Planeta
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