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Topologías barrocas del pensamiento literario

Res Publica. Revista de Historia de las Ideas Políticas

El artículo aborda la relación filosofía/literatura teniendo plan en el contexto de la moderna novela latinoamericana. En la primera parte se retoman las discusiones sobre el indigenismo para examinar hasta donde la crítica y el olvido del que fue objeto son justificados. La pregunta, en este caso, es si se trata de un problema filosófico relativo a la representación y, si es el caso, cómo escapa la novela a la filosofía de la representación “indigenista” para hacerse plenamente moderna. La segunda parte describe la influencia del surrealismo en la novela americana, para mostrar cómo la pregunta por lo moderno es una pregunta por el presente que O. Paz logró formular desde muy pronto en sus ensayos teórico-poéticos. La tercera parte plantea la pregunta por los mundos literarios y su relación indisociable con el yo, el punto de vista y el ensamblaje desbordante del concepto de máquina literaria a la imagen del sujeto-escritor.

ARTÍCULOS Res Pública Revista de Historia de las Ideas Políticas ISSN: 1131-558X https://dx.doi.org/10.5209/rpub.82047 Topologías barrocas del pensamiento literario Adolfo Chaparro Amaya* Recepción: 17-5-2022 / Aceptación: 7-6-2022 Resumen. El artículo aborda la relación filosofía/literatura en el contexto de la moderna novela latinoamericana desde una perspectiva deleuziana de la monadología. En la primera parte se retoman las discusiones sobre el indigenismo para examinar hasta donde la crítica y el olvido del que fue objeto son justificados. La pregunta, en este caso, es si se trata de un problema filosófico relativo a la representación y, si es el caso, cómo escapa la novela a la filosofía de la representación “indigenista” para hacerse plenamente moderna. La segunda parte describe la influencia del surrealismo en la novela americana, para mostrar cómo la pregunta por lo moderno es una pregunta por el presente que O. Paz logró formular desde muy pronto en sus ensayos teórico-poéticos. La tercera parte plantea la pregunta por los mundos literarios y su relación indisociable con el yo, el punto de vista y el ensamblaje desbordante del concepto de máquina literaria a la imagen del sujeto-escritor. Palabras clave: Filosofía/literatura; Novela latinoamericana; Barroco; Deleuze; (Pos) modernidad. [en] Baroque topologies of literary thought Abstract. The article addresses the philosophy / literature relationship in the context of the modern Latin American novel from a Deleuzian perspective of monadology. In the first part, the discussions on indigenism are taken up to examine the extent to which the criticism and the neglect of which it was subjected are justified. The question, in this case, is whether it is a philosophical problem related to representation and, if this is the case, how does the novel escape from the philosophy of “indigenist” representation to become fully modern. The second part describes the influence of surrealism in the American novel, to show how the question about the modern is a question about the present that O. Paz managed to formulate very early in his theoretical-poetic essays. The third part raises the question about the literary worlds and their inseparable relationship with the self, the point of view and the overflowing assembly of the concept of literary machine in the image of the subject-writer. Keywords: Philosophy / Literature; Latin American novel; Baroque; Deleuze; (Pos) modernity. Sumario. I. Introducción. II. La disputa siempre anacrónica sobre el indigenismo. III. Un pliegue surrealista hace metástasis como teoría de lo moderno. IV. Despliegues de materia y pliegues de subjetivación. V. Epílogo. Bibliografía. Cómo citar: Chaparro Amaya, A. (2023). Topologías barrocas del pensamiento literario. Res Pública. Revista de Historia de las Ideas Políticas, número especial, 17-28. I. Introducción Desde Parménides, el trabajo filosófico ha sido establecer la frontera que le permite a la filosofía tener un vector interno Uno, llámese logos, verdad, fundamento, descripción adecuada o justificación, con lo cual evita los excesos y las insuficiencias que se le adjudican normalmente al pensamiento. La filosofía establece un orden discursivo que reduce las potencias del pensamiento que la hacen posible, con el fin de establecer paradigmas lógicos y conceptuales frente a los cuales los otros discursos aparecen como simples aspirantes a la verdad, a la idea o a la episteme que justifica el discurso filosófico. Sin embargo, a menudo la filosofía puede avanzar en otras direcciones, provocada por las potencias inéditas del pensamiento, en particular, las que despierta el len* guaje literario. La idea de este ensayo es, justamente, explorar las relaciones entre literatura y filosofía. Para ello, propongo dejar en suspenso el desenvolvimiento interno de la filosofía y poner en primer plano los problemas, los lenguajes, los mundos que surgen en el afuera de la disciplina, o sea, pensar el afuera que significa la literatura para la filosofía. En sentido estricto, ningún afuera es pensable como objeto, sino como caos, sinsentido y ocasión para el pensamiento. Todo lo que cae bajo la condición de “objeto”, sea matérico o mental, macro o microscópico, puede ser traducido al lenguaje filosófico desde su descripción científica, hermenéutica o puramente analítica. En gracia a esa traducción, la filosofía se ocupa de objetos de segundo grado que serían los propios conceptos y cuya delimitación establece un adentro metateórico que le Universidad del Rosario [email protected] Res publica 26(Número especial) 2023: 17-28 17 18 permite dejar en un plano de fondo los objetos referidos al mundo “real”. Sin embargo, esa oposición entre esencia teórica y fondo material, que replica el binarismo kantiano a priori/a posteriori, deja entrever una serie de problemas sin resolver en la filosofía del siglo XX. Dado que la literatura no es propiamente un objeto y no contamos con un metalenguaje para ocuparnos de ella, la problematización se entiende aquí como el modo en que la filosofía abandona “sus” objetos y se ocupa del afuera entendido como lo impensado del pensamiento literario. Una manera de establecer las condiciones del problema es asumir una escritura que trabaja, al mismo tiempo, desde la filosofía y desde la literatura, en la búsqueda de una frontera fluida entre el adentro de la filosofía y el afuera de la literatura. En particular desde la literatura latinoamericana, la cual, igual que otras literaturas periféricas, entraña formas singulares de pensar. Es pensamiento. Y aunque esa afirmación escueta es justamente la hipótesis a trabajar, no es una demostración que se nos revela al final, sino un ejercicio de exploración de esa frontera. Por tanto, no se trata tanto de invertir la jerarquía que supone una filosofía de la literatura intentando una filosofía con la literatura, sino de aceptar los problemas que plantea el discurso literario por la radicalidad con que nos remite a la experiencia de lo vivido, de la conciencia y del pensamiento. La pregunta no es todavía por el plano de inmanencia como imagen del pensamiento literario, en la cual el relato vendría a ocupar el lugar modesto de la finitud frente a la infinitud del concepto, pero si resaltar lo que desde la literatura hace problema en la filosofía al examinar la (muy variada) génesis de su particular imagen del pensamiento. Una forma des-prevenida de avanzar en la frontera filosofía/literatura es confrontar directamente los textos literarios con los conceptos filosóficos sin intentar previamente una teoría crítica de la literatura, y sin suponer que se trata de extraer los textos que demuestran la presencia de pensamiento en la literatura. Por esa vía, Borges se ha vuelto el objeto privilegiado de los análisis filosóficos de la literatura latinoamericana. En realidad, parto de otro lugar, enunciable de la siguiente forma: si bien hay una literatura moderna en Latinoamérica, su modernidad es más interesante, realista y compleja cuando se ocupa de culturas no modernas. Decir que la literatura latinoamericana es una expresión privilegiada de acceso a la modernidad del pensamiento no significa que esa modernidad literaria sea la expresión de un tipo de modernidad social. Sucede lo contrario. La tarea es describir cómo y porqué las formas no modernas de lo social tienen un papel importante en la textura literaria, pero también en la definición de nuestras sociedades y en la modernidad que les corresponde. Visto retrospectivamente, no es difícil establecer un canon de novelas modernas latinoamericanas interesadas o inscritas en la presencia del pasado/presente no moderno de nuestras sociedades. Sin ser exhaustivo, nombro las obras que tengo en mente aunque no las cite directamente: Los pasos perdidos, Los ríos profundos, Mulata de tal, Cien años de soledad, El hablador, Detectives Salvajes. En todas ellas, el efecto inmediato de la juntura anacrónica de lenguaje y mundo es un Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 cortocircuito entre el plano de expresión y el plano de contenido. A lo largo del ensayo, quisiera tematizar esa paradoja con la hipótesis de que justamente los elementos originarios, arcaicos, salvajes de la americanidad no solo ponen en evidencia una riqueza estilística y de recursos literarios (post)modernos, sino que constituyen la clave para entender el contenido heterogéneo de nuestra modernidad. Un corolario de esa hipótesis sugiere que en tal paradoja reside la cifra del barroco literario americano. Surge aquí una duda acerca de la pertinencia histórica de los conceptos filosóficos. Lo que sugiero es trabajar pares o grupos de conceptos cruzados entre sí por los problemas planteados en torno a uno u otro texto literario: apariencia/real, interior/exterior, yo/sujeto/máquina, socius/mundo, pre/pos/moderno. La idea es asumir la historia de los conceptos solo si es pertinente para plantear los problemas mencionados. Por eso mismo, no es extraño que su presentación entrañe variaciones necesarias para trazar cada vez la frontera filosofía/literatura. Dicho de otra manera, la historia de los conceptos continúa justo por el afuera que los convoca y los obliga a trabajar en un terreno desconocido. Sobre ese procedimiento específico de (re)creación conceptual tendremos en cuenta las lecciones de Derrida, Deleuze y Guattari. Ya se adivina la dificultad de tratar el lenguaje literario como objeto y/o sujeto posible de la filosofía con todo lo que ello implica en precauciones ontológicas, epistémicas, pragmáticas y de método. El texto literario es un no lugar que interroga a la ontología desde el lenguaje, al tiempo que pretende una presentación precisa y singular de un mundo pleno de huellas, trazos, recorridos prelinguísticos, afectivos, en devenir, que el lector asume como parte de la “naturaleza” del mundo leído. Esa tensión dispone por sí misma un escenario barroco en la relación filosofía/literatura que, en principio, parece responder más fácilmente a una aproximación leibniziana que kantiana o hegeliana. En ese sentido, asumo tentativamente la idea que la dupla mónada/mundo (Leibniz) funciona mejor que la de sujeto/fenómeno (Kant) o la de conciencia/mundo (Hegel) para nuestro propósito. En una lectura actual, la mónada leibniziana se despliega como un continente deseante y mental que puede plegar dentro de sí el mundo en el cual está contenida, con lo cual crea un continuum que rebasa el dualismo paradigmático de las filosofías modernas y, siguiendo a Deleuze, abre la ventana del perspectivismo como opción para enfocar la producción de pensamiento. A mi juicio, la dinámica de la mónada leibniziana reinventada por Deleuze (1989) funciona como analogía y herramienta para entrar en los mundos (com)posibles propios de la literatura. La idea es que el continuo juego entre plegamiento y despliegue entre monada y mundo se define “necesariamente” entre facultades y materialidades. Dicho de otra manera, el lenguaje literario se construye a partir de un doublebind según el cual las potencias de la mónada y del mundo, en su doble multiplicidad, se entrecruzan permanentemente en el proceso de creación, hasta hacer irrelevante la distinción. Por eso, resulta tan difícil defender un Leibniz analítico o un Leibniz predecesor de las mediaciones hegelianas. Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 En sentido estricto, no hay “objeto” ni hay “síntesis” en el Leibniz de Deleuze, sino una continua desterritorialización del mundo en la mónada, y al contrario. En ese sentido, y aunque la distancia entre lo conceptual y lo narrativo es casi abismal, valdría la pena pensar el mundo literario desde los postulados leibnizianos: El alma constituye el otro piso o el interior de arriba, allí donde no hay una ventana para influencias exteriores. Incluso por la física, pasamos de los repliegues materiales extrínsecos a los pliegues interiores animados, espontáneos. (…) El pliegue está siempre entre dos pliegues. (…) ¿Entre los cuerpos inorgánicos y los orgánicos, entre los organismos y las almas animales, entre las almas animales y las razonables, entre las almas y los cuerpos en general?1 Esa es la fuente del barroco ontológico que nos atrae para vincularla a la idea de mundo entendida como socius. Pero a la vez, aparece ya la idea de un tercer pliegue, in between, que conecta mónada y mundo por el ejercicio de la escritura; y que Deleuze denomina de forma enigmática “concepto operativo”2. Volvemos entonces a la hipótesis inicial con otro argumento. En la moderna novela latinoamericana se asumen prácticas artísticas (pos)modernas que pliegan mundos radicalmente ajenos a la modernidad. Ese núcleo paradójico en el origen funge como la fuente de un barroco narrativo resultado del contraste lingüístico, mítico, ontológico, político y civilizatorio entre los mundos del colonizado y el colonizador. Suena altisonante, pero esa es la premisa necesaria para plantear la hipótesis estilística del texto: el barroco novelístico no procede en primera instancia de la revisión histórica del barroco español, sino que, siguiendo a Chiampi3, que a su vez sigue a Lezama, nuestro barroco está hecho de los paisajes, las comunidades y las voces americanas. En ese sentido, quisiera pensar que el marco problemático esbozado puede integrar el contenido de las obras escogidas sin que las distinciones entre barroco y neobarroco o entre moderno y posmoderno tengan que ceñirse a un criterio exclusivamente retórico o histórico. Se trata de explorar las relaciones entre los conceptos en un (posible) plano de inmanencia que no es el de la filosofía sino el de la literatura; y en obras localizadas en territorios precisos, como si esa localización fuera el pretexto para una aproximación geoestética −más que histórica o intertextual− a la obra literaria. El plan es el siguiente. En la primera parte se recuperan las discusiones sobre el indigenismo para examinar hasta donde la crítica y el olvido del que fue objeto son justificados. Es curioso cómo el costumbrismo y el indigenismo no sólo se los separa de la narrativa moderna, sino que tienden a ser invisibilizados en la historia de la literatura latinoamericana. La pregunta, en este caso es si se trata de un problema filosófico relativo a la representación y, si es el caso, cómo escapa la novela a la filosofía de la representación “indigenista” para hacerse plenamente moderna. La segunda parte describe la influencia del surrealismo en la novela americana, para 1 2 3 G. Deleuze, El pliegue. Leibniz y el barroco, Barcelona, Paidós, 1989, p. 23. Ibidem, p. 49. Cf. I. Chiampi, Barroco y modernidad, México, FCE, 2000, p. 20 ss. 19 mostrar cómo la pregunta por lo moderno es una pregunta por el presente que O. Paz logró formular desde muy pronto en sus ensayos teórico-poéticos. La tercera parte plantea la pregunta por los mundos literarios y su relación indisociable con el yo, el punto de vista y el ensamblaje desbordante del concepto de máquina literaria a la imagen del sujeto-escritor. II. La disputa siempre anacrónica sobre el indigenismo La valoración del indigenismo literario parece indisociable de la valoración histórica del legado indígena y, en ese sentido, del indigenismo entendido en términos políticos. Desde el comienzo del siglo veinte, los enunciados modernizantes han marcado la topología mental de nuestra posible organización social. En todos ellos hay una negación, o al menos una constante puesta en cuestión de nuestro componente negro e indígena, como una pregunta que irriga los planes gubernamentales, las formas de producción, el diseño de las instituciones, así como las marcas genéticas, la experiencias básicas de lo sensible, las expectativas más íntimas dentro de los modos de individuación en emergencia. Dada la preeminencia del componente racial de la pregunta, y las formas de exclusión y explotación económica que sufre la mayoría de la población indígena y negra del continente, podríamos adelantar que se trata de una cuestión biopolítica fundamental que pone en juego tanto la vida de las comunidades existentes como los modos de vida de los blancos y mestizos que ven en esa negación una promesa de futuro. Pasó ya el tiempo en que Mariátegui lograba convencer a la intelligentsia marxista que el futuro de la revolución debía tener en la vanguardia la clase trabajadora, y que los campesinos e indígenas de la zona andina en tal condición podían ser considerados como sus protagonistas históricos. Había de pasar un siglo para darle la razón a Mariátegui, al menos en Bolivia, aunque en un lenguaje que hoy preferimos llamar democrático y no revolucionario. Pensando el problema en términos literarios, Antonio Cornejo Polar muestra cómo las obras más interesantes del indigenismo ofrecen “una revelación del mundo indígena y de su problemática, al tiempo que se ofrecen a sí mismas como una reproducción de las relaciones entre ese mundo y el resto de la sociedad nacional, y como una imagen legitima de los conflictos medulares de todo el sistema social”4. Cornejo Polar está pensando básicamente en la sociedad peruana, pero se puede afirmar con él que “el indigenismo, como proceso de producción, es hasta hoy la más innovadora y sagaz trasmutación a términos específicamente literarios de la desintegrada índole de la sociedad”5 andina y latinoamericana. Ahora bien, esa defensa política y discursiva del indigenismo contrasta radicalmente con las críticas de las que fue objeto como una expresión demasiado regional de la novela, basadas en la consideración formal de que muchos 4 5 A. Cornejo Polar, Crítica de la razón heterogénea. Textos esenciales (Tomos I y II), Lima, Fondo Editorial de la Asamblea General de Rectores, 2013, p. 127. Idem. 20 Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 de esos recursos −provenientes del mito, la epopeya, los relatos folklóricos, el testimonio o la denuncia social− resultaban ajenos a la narrativa moderna. A partir de esa fractura estilística, concluye Cornejo Polar, “se establece la defectividad de estas formas heterogéneas y se postula la necesidad de liberar a la nueva novela de esas impurezas”, sin tener en cuenta que esas impurezas justamente son las formas de representación “de una literatura que quiere revelar la índole de un universo agrario y semifeudal”6. No es suficiente, por ello, señalar el anacronismo estilístico de la crónica, de la poesía gauchesca, de negrismo narrativo, del indigenismo o, como sucede recientemente, del realismo mágico, sin recabar en la potencia histórica y cognitiva de la diversidad social que las justifica. En el punto de cierre del argumento crítico normalmente se impone la idea del universalismo frente al localismo. El argumento está presente desde un comienzo, pero solo con la polémica Arguedas/Cortázar se vuelve disyuntivo para críticos y escritores. El hecho de que Cortázar no tenga un interés especial en las culturas prehispánicas como tema, ni una ascendencia social indígena que rescatar, son sintomáticos de un universalismo incondicional, cuyo resultado sería una novela “sin espacialidad ni condición” que resulta indefendible como programa para la literatura latinoamericana. Para Cortázar, el punto es que mientras lo indígena expresa un punto de vista demasiado local, la novela moderna debería aspirar a una visión “totalizadora” de la cultura que sintetice al mismo tiempo universalidad, compromiso político e innovación formal. La crítica es directa contra Arguedas, y en ese momento nadie parece dudar del cosmopolitismo por el que aboga Cortázar. El telurismo (…) me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor de “zona”, pero me parece que es un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del territorio contra los valores a secas, al país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas7. La forma en que Cortázar deriva el nacionalismo del racialismo y este del indigenismo entendido como la expresión literaria del telurismo, provoca una disputa abierta por el dominio de las reglas del discurso literario en América Latina, pero resulta excesiva y tendenciosa por fuera del mono-universalismo de la cultura que le sirve de instancia última. Las objeciones de Cortázar parecen seguir el juicio estético de Cardoza y Aragón sobre el género indigenista por estar afectado de antemano de “una frustrada imposibilidad”. En su diagnóstico, “la novela indigenista, generalmente esquemática, lacrimosa y maniquea”, fue el resultado de buenos propósitos expresados en “una retórica hueca y compasiva, somera 6 7 Idem. J. Cortázar, “Carta”, Casa de las Américas 45-46, 1967, pp. 5-12; p. 5. y paternal, que ve desde arriba y extrínsecamente a personajes estereotipados sin posible hondura, títeres pintorescos previsibles”8. La objeción de Cardoza supone que el escritor indigenista está impregnado del dolor y la opresión de los indígenas que retrata en un punto que termina por simplificar los personajes en el grito que enuncian y en la compasión que puedan provocar en el lector. Es como si la responsabilidad absoluta que reclama Levinas por el otro irrigara el conjunto del relato sin matices y sin una explicación distinta a la de la opresión del hacendado y las autoridades del Estado. El asunto es que todo eso es cierto, pero la representación de la verdad no es suficiente como criterio estético. Ni ético: la infinitud y la complejidad de los individuos (y las comunidades) que reclamara el propio Levinas se desvanece ante la convicción de la justeza de la denuncia literaria. El indigenismo literario y el indigenismo político resultan así discursivamente intercambiables, lo que termina por convertir el relato a un alegato político. La idea básica de Leibniz, aclara Deleuze, es que “cada mónada expresa la totalidad del mundo”9. El mundo contiene sus propios pliegues, lo que no impide que la totalidad del mundo sea plegada por la mónada que lo experimenta. No se trata de exigir un yo que haya vivido en la comunidad para dar cuenta de ese mundo, pero es evidente que un sujeto ajeno a la comunidad tendrá representaciones de esa totalidad sin que la frontera mundo/mónada adquiera la riqueza que otorga lo vivido; con lo cual, el lenguaje que opera como tercer pliegue en el ejercicio de expresar ese mundo pueda llegar a ser claramente incomposible con el suyo. Ahora bien, creo que la discusión resulta interminable solo si se entiende el indigenismo como un género estático. Un consenso posterior aceptaría la idea compartida por Arguedas y Vargas Llosa según la cual el “primer indigenismo”10, a pesar de sus defectos e ingenuidades en el modo de representación, es un testimonio literario necesario y constituye una reivindicación del pasado histórico indígena. La literatura mostraba, igual que los ensayos y movimientos políticos de la época, que la servidumbre colonial, a pesar de la Independencia, había pervivido en la forma hacienda en la zona Andina y en otras regiones de Latinoamérica. No se trataba de nacionalismo o de racialismo, se trataba de la denuncia literaria “contra los abusos y crímenes de que eran víctimas los indios y la rectificación de la imagen del indio como ser inferior, lleno de taras y alérgico a la modernidad”11. Al comentar a Arguedas, Vargas Llosa sostiene que su literatura “ha dejado de ser indigenista”, básicamente, porque los indígenas (i) hacen parte ahora de una descripción más amplia que supone “la interpretación del destino de la comunidad total del país”, 8 9 10 11 L. Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, casi novela, México, Era, 1991, p. 226. G. Deleuze, El Leibniz de Deleuze. Exasperación de la filosofía, Buenos Aires, Cactus, 2006, p. 12. En el primer indigenismo aparecen autores como López Albújar, Jorge Icaza, Manuel Scorza o Ciro Alegría, en los cuales predomina el realismo social y la denuncia de las desigualdades y la opresión sufrida por los indígenas. M. Vargas Llosa, La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, México, FCE, 1996, p. 81. Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 y (ii) Arguedas explora “sutiles desordenamientos” de la lengua que le permitieron “describir con autenticidad al indio”12. En Arguedas, se afirma el colectivismo y la fraternidad comunal del indio, pero no como una perspectiva que se opone al individualismo occidental sino como una opción autonomista que sirve de medium a los procesos de subjetivación y que se proyecta en el destino de las comunidades. Hay matices, pero resulta exagerado y muy propio de la modernidad eurocéntrica suponer que la discusión es entre universales que puedan comandar la cultura mundial, así como sucede en la disputa entre liberalismo y marxismo a propósito de la economía global. Desde luego, se puede entender el temor de Cortázar frente a la idea de que el indigenismo pueda devenir una forma de nacionalismo, pero lo que hace síntoma en ese temor es su europeísmo. Por lo demás, en el ascenso universalista de escritores como Borges, Vargas Llosa, Carpentier, García Márquez, o el propio Cortázar, no parece necesaria la representación de un determinado germen cultural, aunque no dejen de nutrirse en él para cimentar su obra. Entre Rulfo, Carpentier, Arguedas y Asturias tenemos el mayor caudal antropológico que una literatura “universal” haya recibido. Sin embargo, las discusiones más agudas del boom no son respecto de lo cultural, sino sobre la tensión entre conciencia política y autonomía del texto literario. No es el momento de reconstruir aquí las etapas de una discusión cíclica que empieza con la conciencia política, pasa al compromiso nacional, se proyecta al ámbito latinoamericano y descubre la universalidad, a partir de la cual vuelve a empezar el ciclo con términos y problemas renovados: la otredad, el multiculturalismo, la globalización, la postcolonialidad o las modernidades periféricas. La fórmula feliz del boom es que se puede ser local y universal al mismo tiempo. De esa manera se absuelven las discusiones recurriendo a una lógica conjuntiva y se logra acceder a un público más amplio sin renunciar a la fuerza ancestral de lo telúrico. Habría que leer lo telúrico en clave deleuziana para descubrir allí toda clase de (des)territorializaciones, ritornelos, pliegues barrocos de lo vivido y lo geológico, experimentaciones de la identidad en un ámbito presignificativo y, en especial, la experiencia esquizo de la naturaleza que proviene de la magia, la brujería, el chamanismo, las cuales le dan contenido a la noción de singularidad que caracteriza la perspectiva de mundo en varias novelas canónicas de nuestra modernidad literaria. Hemos señalado las dificultades de una representación literaria que, tratando de ser justa y verdadera, en su “objetividad” termina por ignorar los procesos de individuación de muchos grupos indígenas, negros y campesinos que son objeto de nuestra literatura. Esos procesos tienen un alto componente de relacionalidad que hace irrelevante la diferencia entre lo inmunitario y lo comunitario, o entre naturaleza y cultura, y de su alternancia se puede deducir también una relación no jerárquica entre lo micro y lo macropolítico. Justamente porque el peso de la prueba para la producción de subjetividad no está en el resultado –el individuo moderno ya formado−, sino en el proceso de individuación que surge del me12 Ibidem, pp. 82 y 87. 21 dium, del germen pre-individual –mimético / sincrético / mestizo− que lo hace posible. Por eso, el carácter colectivo de la vida social inscrito en tantas segmentaciones y jerarquías heredadas por la organización molar de la sociedad (pos)colonial no impide la expresión de un micromundo de perceptos, de afectos inconscientes, de (auto)percepciones finas que trasladados a la escritura logran mostrar una versión inédita de situaciones y acciones que a primera vista parecen anacrónicas, previsibles, ancladas al poder y a la costumbre. En fin, trataba de mostrar cómo un elemento al margen −la novela de corte indigenista−, que para muchos debería desaparecer con la evolución de las formas literarias, termina por ganar momentáneamente el centro de la discusión. El desplazamiento “moderno” del indigenismo no borra el mundo indígena o afro, sino que abre el camino a la deconstrucción de las historias literarias fijadas a los parámetros del mundo colonial, al tiempo que nos coloca en el umbral de la imaginación política decolonial y logra inspirar la pregunta por las modernidades periféricas desde las vías/voces de sus protagonistas “originarios”. III. Un pliegue surrealista hace metástasis como teoría de lo moderno Un pliegue inesperado acontece en el arte moderno europeo con el descubrimiento del arte africano. Los artistas de vanguardia, Picasso el primero, asumen la línea, la simplicidad, los gestos rotundos, el misterio de los bastones, las máscaras, las estatuas rituales que la colonización había traído a las galerías y los mercadillos parisinos. De repente, la historia del arte incorporaba a su canon una suerte de modernidad primitiva, o si se quiere, un primitivismo que alimentó la innovación inherente a la modernidad. Lienhard precisa cómo Asturias (residente en París entre 1924 y 1933) y Lydia Cabrera (entre 1927 y 1938), escribieron allí Leyendas de Guatemala (1930) y Cuentos negros de Cuba (1936); y remarca testimonios que podrían pasar de boca en boca entre muchos de los grandes escritores canónicos de la moderna literatura latinoamericana. El verso de Luis Cardoza y Aragón se replica en otros tantos nativos convertidos en metropolitanos que vuelven al origen como destino literario: “Descubrí a mi tierra en Europa. (…) Afloró allá la primera imagen del mundo indígena en el cual había vivido sin verlo”13. No es mi interés hacer una genealogía del primitivismo americano en la vanguardia europea, o al contrario, pero queda en el aire la idea de un movimiento no lineal que deshace el prejuicio de lo primitivo como un contenido intraducible, y un tipo de análisis no lineal de las influencias mutuas entre centro y periferia artística. Por lo demás, la historia de las artes plásticas prolifera en estilos y vanguardias que terminan por borrar la génesis en su multiplicidad. La literatura es irreductible 13 M. Lienhard, “Indoamericanismo, afroamericanismo y mitología nacional en las artes y la literatura de América Latina y el Caribe (C. 1910-1940)”, en M. Chocano, W. Rowe y H. Usandizaga (eds.), Huellas del mito prehispánico en la literatura latinoamericana, Madrid, Iberoamericana; Vervuert, 2011, pp. 54-55. 22 Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 a esa dinámica, exige un análisis “texto a texto” que revise los presupuestos del problema en cada autor. Sugiero, para ello, seguir la hipótesis sugerida en el análisis que Cardoza y Aragón hace de Asturias según la cual, en este caso, el encuentro entre modernidad e indigenismo sucede en la segunda década del siglo XX en el campo estético del surrealismo. Ya desde las primeras obras, Asturias extrae del surrealismo una riqueza y una imaginación narrativa sorprendente. Cardozo y Aragón destaca sorprendido el hecho de que el componente indígena no impide la experimentación. Hablando de Hombres de maíz repite una fórmula que se hará consigna y contraargumento: “Hace trascender lo local a lo universal”, y describe numerosos elementos vanguardistas, ente los que resalta la calidad onírica del texto, la forma en que “se manifiestan sus potencias inconscientes”, y la recreación de un “tiempo sin historia, nebuloso y lunar” que permite gozar “en fragmentos la inestabilidad de lo real”14. Se sabe que Asturias estuvo presente en París en los inicios del movimiento surrealista y desarrolló sus propios métodos de producción de imágenes inspirado en los ejercicios surrealistas, para descubrir rápidamente que el imaginario indígena maya excedía en surrealismo al surrealismo. Cardoza y Aragón entiende que, sin dejar de ser regionalista, Asturias logra realizar al indio, o mejor, “lo surrealiza, exhibe su metafísica, su orgullo y su herida grandeza”, al punto que, dice, ni los personajes ni los espacios son reales: “Sus indios no existen sino en su novela”15. El psicoanálisis lleva a Asturias a indagar por la génesis de la cultura en cuanto producción de inconsciente, y no solamente como marco de interpretación. El universo indígena, con sus variaciones míticas, mágicas, figurales, lingüísticas, imaginarias, se convierte en una enorme fuente de experimentación literaria que, al final, ha venido a cimentar una imagen singular de lo indígena como resultado simbólico de ese inconsciente producido. En ese sentido, la persistencia en el mundo indígena en Asturias no conduce al indigenismo, y sin embargo la estética maya envuelve los textos de Asturias en su deriva rizomática (propia de la narración oral), en la sucesiva incorporación de puntos de vista que envuelven el anterior (propio de la escultura), en la temporalidad simultánea de varios hilos narrativos (propia de los códices). ¿Llamaremos a todo esto barroco? Sí, pero no por inercia sino por la evidencia de que el impulso surrealista se convierte en un continuo despliegue de mundos posibles que parecen seguir las pautas de la composibilidad leibniziana: Al dividirse sin cesar, las partes de la materia forman pequeños torbellinos en un torbellino, y en estos otros todavía más pequeños, y otros todavía en los intervalos cóncavos de los torbellinos que se tocan. La materia presenta, pues, una textura infinitamente porosa, esponjosa o cavernosa sin vacío, siempre hay una caverna en la caverna: cada cuerpo, por pequeño que sea contiene un mundo, en la medida en que está agujereado por pasadi14 15 L. Cardozo y Aragón, Miguel Ángel Asturias…, op. cit., pp. 30 y 40. Ibidem, p. 60. zos irregulares, rodeado y penetrado por un fluido cada vez más sutil16. Al final de su obra, con la publicación de Mulata de Tal (1962), Asturias logra una textura tan compleja, abigarrada e interesante, que esta obra se convierte en la prueba de la hipótesis sobre la emergencia de nuestra modernidad literaria en el surrealismo. El conocimiento de las tradiciones secretas y las prácticas de la brujería maya le dieron a Asturias los elementos para crear un mundo donde el surrealismo ocurre cotidianamente. Una comparación puede ser útil para aclarar la génesis de la producción literaria de pensamiento. Igual que en las asociaciones inesperadas del surrealismo: el paraguas y la máquina de coser, la novela latinoamericana es un espacio de encuentro y desencuentro entre las diversas culturas que conviven desde la conquista. Hay muchas maneras de hacer analogías, pero en relación con los mundos que agencian los opuestos habría que pensarlos como realidades ontológicas, relacionales y de pensamiento, esto es, como “dos partes de materias realmente distintas (que) pueden ser inseparables”17. La genealogía de ese (des)encuentro, donde participan también las culturas negras del continente, ha sido descrito como aculturación, transculturación, interculturalidad, sin que los conceptos hayan podido aclarar el problema desde un punto de vista literario. Sospecho que para ello, es mecesario proceder primero a aclarar el problema desde la relación entre máquinas sociales y procesos de subjetivación. Con ese vector de fondo, el surrealismo puede operar como corriente artística y como forma de pensamiento. A través de Asturias, he intentado mostrar que categorías como surrealismo, romanticismo o barroco pueden concitar el análisis sin que eso implique una categorización definitiva de tal o cual novela. Desde el plano de abstracción de la relación monada/mundo, la composibilidad de distintos mundos dentro del relato incorpora en su dinámica esas y otras variaciones estéticas, sin que tales categorías se vuelvan un punto de vista explicativo de la obra. Se abre así un abismo impensado entre los textos y la teoría literaria que merece un análisis más cuidadoso. De ahí, la alegoría de la metástasis para ubicar el lugar del surrealismo en la búsqueda de categorías americanas, más “auténticas”, como las de real-maravilloso y realismo mágico. Es famosa la conversión a la magia que significaba para Breton la militancia surrealista. Pero también es famosa la denegación que hiciera Carpentier del surrealismo al tiempo que lanza una categoría de la familia del surrealismo: lo maravilloso, la cual, de repente parece iluminar al mismo tiempo la realidad, la creación literaria y la sensibilidad del lector. Entre los muchos ejemplos que la naturaleza, la historia o el arte podrían ofrecer, Carpentier recuerda su novela El reino de este mundo (1949) en la dimensión de un verdadero acontecimiento histórico y cognitivo: “Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que 16 17 G. Deleuze, El pliegue…, op. cit., p. 13. Ibidem, p. 14. Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución”18. Pocos años después, en Los pasos perdidos (1952), el propio Carpentier escoge un personaje para encarnar el surrealismo al que ha decidido renunciar en pro de su propia visión de lo real maravilloso. Aunque la discusión teórica no es explícita, es evidente que Mouche, su amante amada y odiada, afín a toda clase de surrealismos y ocultismos, le sirve de pretexto para esa ruptura. En realidad, el carácter ilustrado de Carpentier era incompatible con la noción de inconsciente, además de la resistencia para incorporar en sus relatos elementos simbólicos que no hubieran pasado por la prueba de la percepción. Pero descubierta la selva, no deja de buscar un marco teórico para su obra en una perspectiva latinoamericana: “Por la virginidad del paisaje, por la formulación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la reverencia que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitología. ¿Pero, qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?”19. Algo parecido sucede con “realismo mágico”. En los dos casos se asume que lo real es un sustantivo sin significado pleno, y que su sentido depende del adjetivo: mágico o maravilloso. Es extraño, en el canon que estamos revisando la única obra que se ocupa en describir explícitamente un mundo regido por la magia es Los ríos profundos de José María Arguedas. En este caso, la influencia del surrealismo es improbable, y a pesar del neorrealismo del que hace gala Arguedas, el elemento mágico se convierte en el núcleo de sentido de la novela. Sin embargo, no se trata del realismo mágico. Se trata de la magia entendida como una especie de entorno perceptivo de las comunidades andinas del Perú, que irradia a la música, las danzas, los afectos, las relaciones con la naturaleza. Lo extraño, digo, es que no se considere esta novela como un ejemplo de realismo mágico. Como sabemos, el crédito de la “marca” recae normalmente en García Márquez, al punto que la expresión se ha vuelto extensible a la narrativa latinoamericana sin argumentos que vayan más allá del ingenio y el asombro. Es verdad que Asturias, por ejemplo, recrea el mundo de la brujería entre la población descendiente de los mayas, pero nadie habla de lo “brujeril” o de “realismo embrujado”. Simplemente, algunas expresiones tienen éxito editorial. En el caso de García Márquez, a mi juicio, decir “mágico” es una manera de indicar los desajustes civilizatorios, los equívocos amorosos, las rarezas hereditarias y las invenciones lingüísticas que produce la articulación de culturas, razas y clases distintas en ese espacio en gestación social que es Macondo. Lo que ha hecho García Márquez, entre otras cosas, es doblar el desconcierto con sucesivos pliegues temporales que 18 19 A. Carpentier, Tientos y diferencias, México, UNAM, 1964, p. 133. Ibidem, p. 135. 23 hacen inútil la reconstrucción histórica o sociológica del mundo creado. De esa manera, en leibniziano, hace composible lo incomposible de los mundos que concurren en Cien años de soledad. Con el pretexto de lo que Carlos Rincón llamara “la no simultaneidad de lo simultáneo”20, toda causalidad deviene azar retrospectivo, y todo destino corre el riesgo de volverse fatalidad de los individuos frente a la muerte. Con el pretexto de lo que Carlos Rincón llamara la simultaneidad de lo no simultáneo, toda causalidad deviene azar retrospectivo, y todo destino corre el riesgo de volverse fatalidad de los individuos frente a la muerte. Pero, desde luego, nadie habla de “realismo de lo simultáneo” o de “literatura nodal”, categorías de por sí casi impronunciables. Finalmente, como solución se ha ido imponiendo el término barroco que había funcionado en la poesía, y que funcionó desde comienzo del siglo XX en el análisis del arte colonial como resultado de la conjugación hispano-europeo-americana. No creo que la extensión del barroco sobre todas las capas del arte americano sea prudente, pero es verdad que antes y después de la Conquista el barroco prolifera propiciando similitudes, sincretismos y superposiciones de todo tipo21. Aunque se trata es una categoría claramente hispanizante, su redefinición en el contexto de la modernidad artística latinoamericana ha tenido un poder aglutinante, explicativo y sugerente en la definición de nuestras artes. Pero no se sabe muy bien todavía cómo puede agrupar tendencias tan distintas en la literatura. Sugiero buscar la génesis del barroco literario en una pregunta por el presente, activada por el deseo de estar a tono con las vanguardias universales (o sea, europeas). A propósito, Octavio Paz habla de una coincidencia topológicamente relevante entre literatura latinoamericana y angloamericana, al resaltar el hecho que, si bien ambas literaturas comienzan por ser “una proyección europea”, en el caso de la literatura inglesa se trataría de una suerte de excentricidad “insular”, donde prima el aislamiento y la (auto)exclusión, mientras que literatura hispanoamericana (así la llama), en la medida en que en sus sociedades coexis- 20 21 C. Rincón, La no simultaneidad de lo simultáneo, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1995. La evocación de Camayd-Freixas traza una estela convincente de ese descubrimiento: “Nuestro arte siempre fue barroco: desde la espléndida escultura precolombina y el arte de los códices, hasta la mejor novelística actual de América, pasando por las catedrales y monasterios coloniales de nuestro continente. No temamos, pues, el barroquismo en el estilo, en la visión de los contextos, en la visión de la figura humana enlazada por las enredaderas del verbo y de lo ctónico, metida en el increíble concierto angélico de cierta capilla (blanco, oro, vegetación, enrevesados contrapuntos inauditos, derrota de lo pitagórico) que puede verse en Puebla de México, o de un desconcertante enigmático árbol de la vida florecido de imágenes y de símbolos, en Oaxaca. (…) En la portada de una iglesia de Misiones aparece, dentro de un clásico concierto celestial, un ángel tocando las maracas. Eso es lo importante: un ángel tocando las maracas. El bajo medioevo americanizado. Como cuando, ejemplo extraordinario, Héctor Villa-Lobos, impresionado por el movimiento continuo de ciertas músicas del folklore brasileño, pensó en Bach, escribiendo sus admirables «bachianas»”. E. Camayd-Freixas, Realismo mágico y primitivismo: Relecturas de Carpentier, Asturias, Rulfo y García Márquez, Lanham & Oxford, University Press of America, 1998, pp. 42-43 y 24. 24 Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 ten distintos tiempos y civilizaciones, se daría una “una excentricidad por inclusión”22. Ahora bien, lo que contribuye a pensar la simultaneidad no necesariamente redunda en claridad sobre el presente como búsqueda de “lo real” sino remite la simultaneidad a la perspectiva fracturada del sujeto. El problema, sugiere Paz, es que para nosotros los hispanoamericanos el presente no es experimentable directamente, sino a través del tiempo vivido por los otros, en especial, los ingleses, franceses o alemanes. La respuesta de Paz es salir en la búsqueda del tiempo moderno como si se tratara de una contra-conquista creativa y espiritual para traerlo a nuestras tierras: “En aquella época yo buscaba la puerta de entrada al presente; quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad”23. Al volcar la pregunta sobre la modernidad hacia la historia, el discurso de Paz se troca en genealogía de un pasado propio que está en juego cada vez que intentamos precisar el presente de nuestra modernidad. La Revolución mexicana fue tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. (…) Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra responde dándole peso y gravedad. (…) Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un nativo en el río de las generaciones24. Si la modernidad, insiste Paz, “habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión”, es porque le adjudicamos al mismo tiempo el poder creador del presente y la capacidad para “rescatar el pasado milenario”; como si pudiera acudir siempre al “presente intacto” sin dejar de desenterrar el pasado en una simultaneidad de tiempos y de presencias que es ya un tópico de los estudiosos de la cultura en nuestro medio. Y al revés: de cómo el pasado viene al presente para iluminar con su diferencia un estilo que consideramos recién descubierto. Con la mirada provocada por el arte es plausible descubrir un espacio filosófico para el análisis de las racionalidades, cosmovisiones y modos de subjetivación que convoca la literatura. En otros términos, accedemos a la superposición de tiempos que es el presente de las novelas entendidas como pretextos −perceptivos, afectivos, figurales, composicionales y de pensamiento− para la (re)creación de planos de consistencia sobre los cuales se van desplegando los conceptos estéticos como radares de comprensión y/o vectores exploratorios del mundo que produce la diferencia literaria. 22 23 24 O. Paz, “La búsqueda del presente”, Inti, Revista de Literatura Hispánica 32-33, 1991, pp. 3-12; p. 4. Ibidem, p. 7. Ibidem, p. 8. IV. Despliegues de materia y pliegues de subjetivación La apropiación del surrealismo es un buen ejemplo de cómo para los artistas y escritores periféricos es posible acceder a la modernidad europea o norteamericana sin filtros, escuelas o mediaciones sociales más complejas. Desde entonces estamos habituados a simular nuestra contemporaneidad apropiando las vanguardias ajenas. A veces, incluso, el resultado parece más auténtico que el original. Es normal, se trata de un ejercicio mimético que en la Colonia tenía que ver con la lengua, la religión o las reglas de cortesía. Lo interesante es cuando de la mímesis surge una diferencia relevante, sea por la temática, por las implicaciones formales o por el impacto que llega a tener en la cultura. Lo que hemos visto es que, logrado ese nivel, un texto crea tendencia y se olvida la fuente de inspiración inicial. Así, por un momento, se altera el patrón logocéntrico que parece inmodificable en el campo de la ciencia y de la técnica. Desde el punto de vista de la modernidad, hay sin embargo un vacío en ese procedimiento. No es posible ser moderno sin dar cuenta del presente, sin pensar el presente (Kant). Para nosotros, la entrada en lo moderno se vuelve una pregunta por la heterogeneidad de culturas y la simultaneidad de tiempos que constituyen el presente. En ese sentido, al enfocar la pregunta en ciertas obras privilegio las que suponen la incorporación de lo no moderno en su construcción. Ese pliegue hacia el pasado que supone lo premoderno es justamente lo que, a mi juicio, singulariza el barroco moderno americano. Más aún, retomando una división epocal que no ha sido claramente revaluada, parto del supuesto según el cual salimos ya de la modernidad para entrar en la condición posmoderna, con una salvedad: en Latinoamérica el pliegue premoderno es el que define la especificidad de lo posmoderno. Ahora bien, si decimos que por medio del barroco la cultura americana adquiere un potens incorporativo (Lezama), eso incluye simultáneamente a la modernidad y a las culturas prehispánicas como conciencia del tiempo y como estilo. Es como si el barroco, en sus comienzos coloniales, le permitiera al arte y la literatura americanos refugiarse en su propio barroco, sin saber aún como expresarlo en el discurso. Pero justo por eso, abre un espacio de concurrencia que lo diferencia de la expresión ejemplar heredada de la cultura clásica europea. En cualquier caso, el barroco abre el espacio de lo extraño, lo complejo y, a su modo, de lo irrepetible. Por ello, en lugar de definir el barroco como estilo canónico de lo americano, la literatura latinoamericana del siglo XX descubre en esa concurrencia una ley propia, una búsqueda que parece desdoblarse para dar cuenta de un doble contenido: el de las más variadas culturas y modos de individuación que se entreveran en su discurso; pero también, y con original insistencia, en la búsqueda de formas propias de la expresión americana. En ese tránsito de lo europeo a lo americano, el barroco cambia de lenguaje y de contenido al punto que la noción misma de barroco tiende a agotarse en sus continuas reformulaciones. En una perspectiva filosó- Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 fica, la tarea crítica y la apropiación conceptual de esas transformaciones, sugiero, debería centrar la atención en el problema del sujeto. La pregunta es cómo el sujeto leibniziano se ajusta a las variaciones de la modernidad después de Leibniz. La idea básica es que la mónada, cerrada sobre sí misma, sin embargo, se conecta con el mundo que la conforma y que ella, a su vez, constituye como mundo. Pero dado que el principio de razón suficiente ya no es suficiente como justificación de la armonía entre los mundos, ni como garante de la coincidencia en doublebind entre mónada y universo, se perdió el referente para diferenciar los dos planos. Es como si el dualismo cartesiano hubiera colapsado sin que hubiera una respuesta unificada para la progresiva conjunción entre lo que es del ser y lo que es del pensamiento. Pensando en esa dificultad, Deleuze activa una crítica de Heidegger a Leibniz que puede ser útil en nuestro argumento. Con la idea de superar la intencionalidad como demasiado empírica en la relación sujeto-mundo, Heidegger desestima la mónada sin ventanas dado que el Dasein, abierto desde siempre, “no necesita ventanas por las que se produciría en él una abertura”. Al ignorar la clausura monádica como “condición de ser para el mundo” que garantiza “la abertura infinita de lo finito”, reduce la potencia del sujeto a la condición de ser-en-el mundo. No se trata de sustituir el uno por el otro, sino de abrir la posibilidad inversa, esto es, “poner el mundo en el sujeto, a fin de que el sujeto sea para el mundo. Esta torsión constituye el pliegue del mundo y del alma. Y da a la expresión su rasgo fundamental: el alma es la expresión del mundo (actualidad), pero porque el mundo es lo expresado por el alma (virtualidad)”25. La filosofía del siglo XX ha venido a hacer la objeción de Heidegger cada vez más compleja, pero ha terminado resignada a trabajar en el between entre los dos polos. Así como la filosofía ha examinado el postulado de la clausura, la literatura ha descubierto nuevos puntos de vista, técnicas y estrategias narrativas que podrían enriquecer el postulado de Leibniz. De hecho, el esquema binario mónada/universo, yo/mundo, luz/ oscuridad, razón/afecto, fondo/forma, sigue funcionando en términos fenomenológicos y, como sabemos, la literatura es la más fenomenológica de las artes. Esa polaridad se activa en tanto la mónada es el sujeto, el punto de vista que pliega un mundo en su interior, pero el mundo por sí mismo ya es un complejo de pliegues formales y expresivos que contiene al sujeto, el cual, a su vez, literariamente, se expresa en un sujeto creador desdoblado en el protagonista y/o habitado por multiplicidad de voces, pliegue sobre pliegue, que exigen una cartografía más sutil que la de la oposición texto/ autor. El resultado es un universo barroco que rebasa el mimetismo representativo y la verosimilitud realista, reforzando la hipótesis del discurso literario como una formación de saber con distintas voces y géneros en su composición textual, con la capacidad maquínica para expresar contenidos culturalmente heterogéneos, todo ello, dentro de una búsqueda formal genuina que 25 G. Deleuze, El pliegue…, op. cit., p. 39. 25 podría tener una función diagramática análoga a la del principio de abstracción en el pensamiento filosófico. En lo que sigue, quisiera explorar la relación monada/universo como una pregunta por el Yo en algunos escritores plenamente modernos, sin que eso presuponga una filosofía compartida. Lo que supone, más bien, es el repliegue de la oposición mónada/universo en la posición yo/mundo. La creación literaria asume un componente de heterogeneidad que refiere a distintos mundos, sin que el texto pueda ser reducido a una representación de lo social. Desde el punto de vista leibniziano, no hay modo de disociar plano de contenido y plano de expresión, con lo cual, los rasgos de singularidad formal que hacen de cada obra un texto único, autocontenido, vuelto sobre sí mismo, que trasciende a los lectores de su época, no deja de configurar el universo recreado. Por lo demás, las voces de cada novela despliegan su propio mundo con una intensidad que termina por “decirlo todo” sobre el mundo narrado. En ese extremo, la pregunta por el punto de vista del escritor, por el sujeto que escribe y por la escritura misma se inscribe en la idea leibniziana de la clausura como una forma irreductible de ser para el mundo. “El escritor” funciona como un personaje conceptual que nos permite comprender la experiencia del sujeto moderno, o sea, nos ofrece una experiencia que es hermética y relacional, omnisciente y maquínica, singular y universal. Por tanto, el barroco como estilo no es suficiente para plantear el problema del paso a lo posmoderno26. Hay procesos genéticos del sentido y procesos de abstracción del lenguaje que escapan a la órbita del sujeto cartesiano y/o kantiano, sin que desaparezca el plano representativo de la narración. En ese despliegue del sujeto más allá de la representación, se revela una relación diagramática entre máquinas sociales, máquinas literarias y máquinas de deseo que vuelven a recomponer la mónada como una máquina compleja que no deja de tramitar el pliegue /despliegue /repliegue de las distintas máquinas entre sí. Veamos rápidamente algunos ejemplos. Para el ejercicio, recurro a autores paradigmáticos que siguen siendo referencia de la creación de mundos y de la imagen “propia” del pensamiento literario. Sea el caso Carpentier. La primera persona del singular tiene un uso tan antiguo como el habla en la mayoría de las lenguas, pero solo en la modernidad (europea) el Yo adquiere la importancia derivada de una oposición radical entre el sujeto y el mundo. Esa inadecuación puede ser cognitiva, artística o moral. El yo cartesiano duda permanentemente de sus representaciones y, por tanto, está obligado a examinarlas desde una instancia que ya no es la del yo de la experiencia sino desde un cogito que toma distancia del propio yo en el proceso de nombrar, describir o valorar el mundo. Hay excepciones, pero podemos arriesgar la hipótesis de que en la literatura colonial, e incluso en 26 El término posmoderno ha dejado de ser útil en la discusión, pero me interesa mantenerlo por la lucidez con que Lyotard ha sabido descubrir en lo moderno una tendencia constante e irreprimible a excederse más allá de sí mismo, hacia lo posmoderno, hasta hacerlo consustancial a su propia dinámica. J.-F., Lyotard, Lo inhumano, Buenos Aires, Manantial, 1998, p. 34. 26 los comienzos de la literatura republicana en América Latina, no hay un yo de esas dimensiones. Solo cuando arrancan los primeros párrafos de Los pasos perdidos (1952), se tiene la sensación de un yo que se afirma en el texto a partir de la autorreferencialidad. Su presencia no es directamente la del autor, pero es evidente que el protagonista se convierte en un pretexto para desplegar el yo auténticamente moderno e ilustrado de Carpentier. En suma, a través del protagonista, el narrador despliega su propio pensamiento y amplifica la (auto) consciencia de cada momento, sean los de la aventura o los del pensamiento. Cortázar lleva a la maestría dos rasgos de la literatura que dejan entrever cómo opera el perspectivismo en la máquina literaria. El primero, una proliferación de voces que se puede traducir a identidades, no siempre individuales, que recomponen las posiciones modernas del autor en relación con el relato. El segundo, una multiplicidad de espaciostiempo que no se suceden dentro del criterio de verosimilitud sino por la riqueza del mundo interior para conectarse con la “materia”, por la articulación de distintos tiempos en el relato, por el cruce inesperado de eso espacios-tiempo en dispositivos de composición cartográficos, maquínicos, cuasi-causales que llevan el relato por fuera del sujeto-autor, más allá de la subjetividad de los personajes. En el caso de Cortázar se cumplen esos dos principios de la “postmodernidad” literaria, provocando un despliegue inédito de un tipo de pensamiento que parece minimizar la diferencia entre el adentro y el afuera, o entre yo y máquina literaria. Por su parte, García Márquez convierte la multiplicidad de voces y el ensamblaje de diferentes espacios-tiempo son componentes claves de la maquina literaria postmoderna. Insisto en un adjetivo tan polémico, ahora en desuso, por el hecho que ya desde los años setenta los críticos calificaban a García Márquez como postmoderno. Y es cierto, pero desde luego no hay ninguna reflexión del propio García Márquez que pueda justificarlo. Un argumento: la idea de una relación mónada/mundo se traduce en García Márquez en la dualidad voces/socius, sustrayendo de forma radical cualquier intento de narrador-protagonista y llevando la omnisciencia a un plano que excede el yo de una conciencia total, o sea, que también produce inconsciente. Así como el yo es excedido por la mónada y la mónada por la multiplicidad de voces, así mismo, y en sentido contrario, el cosmos es reducido a la experiencia social, y en el caso de El otoño del patriarca, esa experiencia es reducida a los flujos heterogéneos de lenguaje que ofrece un contexto caribeño recreado a partir del rumor. En vez del diálogo sopesado, de las grandes reflexiones o del monólogo, el rumor. Quiere decir que los flujos del lenguaje se mantienen, pero el punto de vista desde el cual se emiten ha cambiado. García Márquez alimenta su creatividad en esa constante intersección de planos. Así, la voz que caracteriza al Patriarca adquiere una dimensión molecular que recorre los más diversos focos del habla popular, Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 sin un centro de emisión que pudiera retener el flujo de sentido, hasta hacer del rumor un continente de voces anónimas, populares, en una continua des/re/ territorialización de lo trascendente del poder en lo cotidiano de la existencia colectiva. V. Epílogo El problema que supone la producción de pensamiento en la frontera filosofía/literatura no se resuelve extrayendo los textos reflexivos, los análisis sociales o las interpretaciones con las que los críticos tratan de explicar el universo de cada obra. El sujeto, el sentido o el mundo del relato son irreductibles al concepto o a un argumento. La escritura literaria por sí misma es ya un terreno problemático, un afuera del sentido común que trasciende los análisis retóricos o las descripciones sociológicas. El sentido y el sinsentido que ofrece el texto literario, igual que los procesos de subjetivación que expresa, no operan simplemente como “el doble de las proposiciones que lo expresan ni de los estados de cosas a los que les sucede y que son designados por las proposiciones”27. Desde luego, esas aproximaciones son útiles, pero desde un comienzo hemos propuesto como relevo una exploración de la frontera literatura/filosofía con otros conceptos que permiten: (i) captar en lo dicho lo real-aparente de cada obra; (ii) descubrir la lógica del sentido que antecede y sobrevuela las proposiciones; (iii) describir las máquinas sociales de deseo que concurren a la composición de mundos; (iv) desplegar los modos y las modulaciones conque el yo se desdobla, se objetiva en los personajes, se diversifica en sus facultades monádicas o se disuelve en términos de máquina literaria. La idea es que con esa estrategia podemos hacer aparecer el mundo de la obra y, al mismo tiempo, los procesos de subjetivación que lo hacen real para nosotros. Ese despliegue de mundo está anclado a un “punto de vista” que habilita la representación de las variaciones que coinciden en un mundo X, esto es, en una convexidad finita que opera como inflexión de la línea trazada al infinito de los mundos posibles. Situado en esa inflexión el sujeto se encuentra excedido por el punto de vista, intuye que el problema no es la unidad del yo sino la perspectiva desde la cual el sujeto –en sus identificaciones, variaciones, mutaciones y disoluciones− despliega un mundo determinado. Igual, en sentido contrario: “La transformación del objeto remite a una transformación correlativa del sujeto”28. Para el escritor, el descubrimiento de esa correlación implica elegir y ser incorporado a la variedad de puntos de vista que conciernen al mundo creado. Desde luego, el punto del creador es distinto al del filósofo que piensa sobre lo creado, pero ambos pueden compartir las precauciones epistémicas de Deleuze: “El perspectivismo es relativamente un relativismo, pero no es el relativismo que se piensa. 27 28 Ibidem, pp. 134-135. Ibidem, p. 31. Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 No es una variación de la verdad según el sujeto, sino la condición bajo la cual la verdad de una variación se presenta a un sujeto. Esa es precisamente la idea de la perspectiva barroca”29. En ese sentido el barroco aquí no funciona como una categoría estética englobante, sino que es el efecto necesario de la operación “construir mundos (com)posibles”. La literatura indigenista, con sus variaciones, es justamente el contraejemplo de lo dicho: se basa en una hermenéutica reductora de la imagen del mundo que propone. Es verdad que en ese mundo se expresan las voces del indio y del patrón, pero justo por esa dialéctica que reduce lo social a la explotación y al sufrimiento, no hay lugar allí para el punto de vista que encarnan los modos de individuación. El novelista termina por encerrarse en el mundo creado con la certeza que el enfoque social del sufrimiento y la responsabilidad literaria que adquiere aceptando dar testimonio de la demanda del “otro” es suficiente. Su certeza es una forma de evidencia política y emocional de la injusticia y de la ignorancia mutua sobre la infinitud que es el otro. Desde luego, las obras nos enseñan el grado en que las comunidades indígenas y mestizas perdieron su zona de inmunidad por efecto de la conquista y la colonización. La lección es contundente y era necesaria, pero no es suficiente para establecer la autonomía estética del creador, del mundo creado y de la obra como un todo respecto de la “realidad” descrita en la narración. En términos de método, la asunción del surrealismo, del barroco o del romanticismo por parte de los escritores latinoamericanos plantea un medium estético para acceder al sentido de la modernidad como una pregunta por el presente, sea el de los indígenas, el de los mestizos, el del mundo social como un todo, pero ante todo el del propio creador. La paradoja es que, visto de esa manera, el medium no opera como causa sino como el catalizador de un espacio propio del pensamiento literario que, en otro plano, se confunde con la presencia del escritor en el relato. Las distintas formas de lo autobiográfico en la novela son, a mi juicio, una declaración de modernidad y el trazado de una topología barroca que recrea de distintas maneras la relación mónada/mundo. Por eso, frente a las categorías generalizantes, lo ideal es dejar que las variaciones que cada novela ofrece sean analizadas en su singularidad. La lectura que Deleuze hace de Leibniz es fundamental para llevar el barroco artístico a un plano de composición ontológico. Su formulación de una teoría perspectivista derivada de Leibniz potencia tanto el pensamiento literario como la filosofía de la literatura. La disociación momentánea entre el mundo a crear y la mónada creadora, que viene a duplicar la oposición básica entre yo y mundo, opera como un excedente de sentido frente a la pura causalidad narrativa y/o a la reflexión testimonial sobre lo narrado. Lo cual significa que el vector subjetivo se despliega como plano expresivo de lo cósmico-social a través del texto literario. Ese exceso de subjetividad adquiere una dinámica ma- 27 quínica abierta a las fuerzas del inconsciente, el caos y el azar, dinamizando desde “fuera” de la conciencia las coincidencias y las fracturas en y entre el pensamiento, lo subjetivo y lo social. En ese sentido, el paso del perspectivismo a la máquina literaria era predecible. Ahora bien, así como los organismos realizan un sinnúmero de acciones que tienen su propia racionalidad aunque no hayan pasado por la conciencia del individuo, de la misma manera las sociedades simplifican su comportamiento y economizan sus acciones a través de procesos de abstracción que la literatura descubre, recrea, pone en evidencia, en la medida en que desata los flujos sociales, deseantes, personales que circulan en la relación −indeterminable− entre el plano molar de las segmentaciones sociales, raciales, productivas y la molecularidad de los diversos procesos de subjetivación. Ese es el rasgo que conecta autores tan disímiles como Cortázar, García Márquez o Bolaño en un nuevo horizonte ontológico por el cual la afirmación del yo monádico no es incompatible con la afirmación del afuera, llámese cosmos, socius o máquina, que se despliega “por sí mismo” en la escritura. Aunque de forma preliminar, el espectro de vías y voces que surge de la summa de las diferentes obras ofrece un trasegar incontenible que se ha ido transfigurando en un mosaico neo-barroco de lo social y en una búsqueda intrínsecamente relacionada con el modo de ser moderno del lenguaje. El sedimento afro, indígena, mestizo de esa fuerza coral mágica, dialógica, combativa, carnavalesca que los críticos han analizado ya exhaustivamente, es el resultado de una experimentación semántica y sintáctica con los elementos del lenguaje; y un gesto posmoderno que impugna al tiempo que reinventa las formas narrativas heredadas por la propia modernidad, en una búsqueda inagotable −del “acto puro de escribir” y de la composibilidad de mundos− que responde a lo que Foucault llamara “el ser salvaje e imperioso de las palabras”30. En ese plano, propiamente escritural, la adscripción estética al barroco está justificada por el hecho que una buena parte de los textos canónicos de nuestra literatura “hospedan” otros géneros discursivos literarios que permiten verla, al mismo tiempo, como una cierta formación de saber y como un laboratorio de nuevas formas de escritura. La experiencia de lo moderno escritura se convierte la escritura en el espacio de inscripción de distintas formas discursivas. Decirlo todo, escribirlo todo, leerlo todo parece un límite inalcanzable e inevitable de los escritores (pos)modernos. Pero, justo por la imagen de pensamiento que comporta la literatura, en lugar de la interioridad del creador se impone la máquina literaria propia de cada texto, y en lugar de la búsqueda del horizonte universal que distingue a la filosofía, se impone el principio de diversidad de mundos presente en la literatura latinoamericana durante el siglo XX. 30 29 Idem. M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1968, p. 293. 28 Chaparro Amaya, A. Res publica Res publica 26(1) 2023: 17-28 Bibliografía Camayd-Freixas, E., Realismo mágico y primitivismo: Relecturas de Carpentier, Asturias, Rulfo y García Márquez, Lanham & Oxford, University Press of America, 1998. Cardoza y Aragón, L., Miguel Ángel Asturias, casi novela, México, Era, 1991. Carpentier, A., Tientos y diferencias, México, UNAM, 1964. Chiampi, I., Barroco y modernidad, México, FCE, 2000. Cornejo Polar, A., Crítica de la razón heterogénea. Textos esenciales (Tomos I y II), Lima, Fondo Editorial de la Asamblea General de Rectores, 2013. Cortázar, J., “Carta”, Casa de las Américas 45-46, 1967, pp. 5-12. Deleuze, G., El pliegue. Leibniz y el barroco, Barcelona, Paidós, 1989. —, El Leibniz de Deleuze. Exasperación de la filosofía, Buenos Aires, Cactus Serie Clases, 2006. Foucault, M., Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1968. 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