RECENSIONES
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BHIKHU PAREKH: Pensadores políticos contemporáneos, «Área de conocimiento:
Ciencias Sociales», Alianza Editorial, Madrid, 2005.
La reciente reedición de esta obra es sin duda una buena noticia, ya que
pese al tiempo transcurrido desde su publicación original en inglés en 1982
(en castellano lo fue en 1986 en Alianza Universidad), constituye una contribución, sintética y didáctica a la vez, al conocimiento crítico de las aportaciones de algunos de los grandes pensadores de la filosofía y la teoría política normativa del período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Hanna
Arendt, Isaiah Berlin, C. B. Macpherson, Herbert Marcuse, Michael Oakeshott, Karl Popper y John Rawls son estudiados por Parekh mediante una descripción rigurosa de los principales postulados de cada uno de ellos, tanto
sobre la «naturaleza humana» como sobre la política en general, para luego
verse sometidos a una valoración ponderada. El libro se completa con unas
reflexiones sobre el concepto de ideología y el papel de la filosofía política
que, ya entonces, concluían sugiriendo la necesidad de pasar «de la polis a la
cosmópolis como marco primario de referencia».
Habría que empezar no obstante por recordar que el autor de este trabajo
es también un pensador que mantiene una notable influencia en la comunidad de investigadores dedicados a una filosofía política que aspira a ser,
como sostiene en el prólogo de esta obra, «tanto explicativa como recomendatoria, tanto analítica como prescriptiva». Si su obra más conocida es ésta
que comentamos, no por ello cabe olvidar sus trabajos sobre Jeremy Bentham o Mahatma Gandhi y, sobre todo en los últimos tiempos, su intensa actividad como intelectual y como ciudadano en relación con el multiculturalismo y sus implicaciones prácticas en las sociedades multiculturales y, en particular, en India y Gran Bretaña, países en los que sus propias vivencias
personales han constituido sin duda una motivación y una ayuda para abordar esa problemática. Buena prueba del esfuerzo desarrollado en este campo
de la cultura es la publicación en el año 2000 de su obra Rethinking multiculturalism. Cultural diversity and political theory (1), la cual ha ido acompañada por su participación activa como presidente de una Comisión del Reino
Unido sobre la Igualdad Racial y, más recientemente, también como presidente de la Comisión sobre el Futuro de una Gran Bretaña Multiétnica. Es en
esa última obra donde formula «una teoría del ser humano sensible al elemento cultural, que englobe a la naturaleza humana pero vaya más allá» y
reconoce la afinidad de la teoría dialógica e igualitaria entre culturas que
(1) La edición en castellano ha sido realizada por Istmo, Barcelona, 2005.
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propone con las de Gadamer, Habermas y otros teóricos de la democracia
deliberativa, aun moviéndose en ámbitos algo diferentes a los suyos.
Evitando entrar en el debate, generalmente más formalista que real, sobre las distinciones que cabría hacer entre la filosofía política y la teoría política normativa (2), ya que en realidad muchas veces se emplean como sinónimos por el propio Parekh, habría que adelantar que si bien hemos sostenido al principio la vigencia del recorrido que éste hace sobre cada uno de
estos grandes pensadores, conviene precisar que posteriormente a la publicación de esta obra, algunos de ellos fueron madurando su pensamiento en
nuevos trabajos. Ese es el caso, sobre todo, de John Rawls, cuyo lugar central dentro de la filosofía política ha sido ampliamente reconocido desde entonces hasta el punto de equipararle algunos, tras su fallecimiento en noviembre de 2002, a las grandes figuras de la historia del pensamiento político. Por eso, dado su papel como referente de toda una diversidad de
corrientes de la teoría política actual, el tratamiento que del mismo hace Parekh debería completarse con la lectura de sus obras posteriores así como de
las reflexiones críticas que éstas continúan suscitando, si bien me limitaré a
recomendar aquí el monográfico que Angel Rivero ha coordinado en el número 23 de la Revista Internacional de Filosofía Política sobre «La filosofía
política después de Rawls».
El interés del libro de Parekh se encuentra también en esa capacidad que
tiene el autor para situar cada contribución en el contexto en que se desenvuelve así como para emprender un diálogo implícito (que en varios casos, como
explica en el prólogo, se vio acompañado también de una relación personal)
con cada uno de ellos, siempre con la preocupación por esclarecer cuál es la
filosofía política que debería ir abriéndose camino. Por eso mismo el hilo conductor que recorre los distintos capítulos es la indagación de qué idea de la filosofía política tienen esos pensadores para, apoyándose o rebatiendo lo que
sostienen, llegar en su caso a una propuesta que ponga más el acento en su dimensión política que en su dimensión estrictamente filosófica.
Conviene recordar que esa inquietud de fondo se ha ido reflejando en trabajos posteriores de Parekh, en particular en «Teoría política: tradiciones en
filosofía política» [publicado originalmente en inglés en 1996 y en castellano en 2001 dentro del Nuevo Manual de Ciencia Política, de Robert Goodin
y Hans-Dieter Klingemann (eds.), Istmo, Madrid]. Frente a la tesis convencional de que los años 50 y 60 del ya pasado siglo fueron poco fecundos en
el campo de la filosofía política este autor defiende la relevancia que tuvie(2) Véase, por ejemplo, el artículo de RAMÓN VARGAS-MACHUCA: «La filosofía política
como teoría normativa», en Revista Española de Ciencia Política, núm. 8, abril, 2003.
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ron en ese período pensadores como los que analiza en el libro que comentamos, a los que suma otros como los vinculados al marxismo (Althusser, Sartre, Habermas) o al neoconservadurismo (en particular, Hayek y Leo
Strauss). Reconoce, eso sí, la centralidad de la aportación de John Rawls con
su Teoría de la justicia, que salió a la luz precisamente en 1971, así como el
estímulo que ha significado para el desarrollo de distintas corrientes de pensamiento en las décadas siguientes, y resalta finalmente cómo luego se han
ido ampliando muchas áreas de estudio, entre ellas las dedicadas a «desvelar
las proclividades sexistas, racistas, estatistas, elitistas, racionalistas y demás
de la filosofía política tradicional».
Es en ese mismo trabajo donde, haciendo un balance de la reciente filosofía política, acaba constatando la consolidación en ella del liberalismo
como el «metalenguaje» dominante, llamando la atención sobre las consecuencias desafortunadas que esto puede tener, así como el escaso interés que
todavía muestra la teoría política en general por las experiencias, los problemas y los debates políticos del mundo no occidental. De ahí que el final de
ese recorrido le lleve a defender la tesis de que «una sociedad culturalmente
plural requiere una filosofía política con fundamentos multiculturales, que
pueda tender puentes entre culturas, traducir las categorías de una cultura a
las de otra, y desarrollar, con paciencia y habilidad, interpretaciones culturalmente receptivas e internamente diferenciadas de las categorías y principios universales». Obviamente, no parece que esa conclusión sea ajena a los
cambios que se han ido produciendo en la última década del siglo pasado y a
los que se están desarrollando en la actualidad y que aparecen más ampliamente abordados en la obra reciente del mismo autor y en sus diversos artículos y conferencias constantes que imparte en muy distintas partes del
mundo.
Es en ese contexto de evolución de las consideraciones que periódicamente ha realizado Parekh sobre la teoría política como creemos que tiene
mayor interés la obra objeto de esta reseña. Entrando ya en ella, vemos cómo
en Hanna Arendt destaca su tesis de que la filosofía política debería preocuparse por «descifrar e interpretar el texto de la experiencia política» y no tanto por analizar y definir conceptos. Resalta asimismo cómo incluye en el
mundo de la práctica tres actividades fundamentales, que no siempre están
claramente delimitadas: labor (que incluiría las dedicadas a atender las necesidades de la vida), trabajo (las relacionadas con la producción de objetos
duraderos) y acción (las que introducen un elemento de predicción en el
mundo). La política, entendida como la actividad relativa a la forma de llevar los asuntos de una comunidad por medio del lenguaje, sería una forma
de acción que, sin embargo, como hace observar Parekh, oscilaría en sus es236
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critos entre una concepción individualista y otra más participativa y comunitarista, dedicada esta última a revalorizar el espacio público. De todos es sabido que en su juventud esta pensadora se vio influida políticamente por las
ideas de Rosa Luxemburg y que, luego, el movimiento de consejos populares que se desarrolló en Hungría en 1956 volvió a despertar en ella el ideal
de un «Estado consejista» que dentro de su modelo teórico pudiera representar la «regeneración democrática de la democracia» frente a las limitaciones
que encontraba en la democracia representativa y en el sistema de partidos.
Sin embargo, en opinión de Parekh, Arendt no llegó a integrar esas dos visiones de la política y, sobre todo, su concepción de lo que debía entrar dentro de la misma no acabó de incluir en su problemática las cuestiones económicas y morales, cayendo así en una tendencia reduccionista de aquélla.
Quizás cabría echar en falta una mayor referencia a otros aspectos del
pensamiento de Arendt que le han permitido un mayor conocimiento público, en especial los dedicados al imperialismo, al racismo, al nazismo y al
stalinismo o al individualismo gregario y a la «banalidad del mal» que se desarrollan bajo los totalitarismos. Pero a favor de Parekh habría que decir que,
dada la función principal de su estudio, no es tanto un análisis global de su
pensamiento, particularmente complejo y a veces críptico, lo que se propone
sino, más bien, la búsqueda en ella de respuestas a la pregunta sobre qué es
la política y qué función debería cubrir la filosofía política.
Resaltar en Isaiah Berlin como contribuciones principales su idea del
pluralismo político y su ya clásica distinción entre libertad positiva y libertad negativa es algo obvio. Pero Parekh reordena la evolución de sus reflexiones desde su visión autocrítica del pensamiento político occidental (esa
«gran visión despótica» del hombre y del mundo que piensa en la posibilidad de alcanzar algún día el hombre perfecto en la sociedad perfecta...) hasta
la defensa del hombre y su autonomía como único punto de referencia cuando surgen conflictos de valores que, para él, son muchas veces inconmensurables, aunque evita caer en un relativismo moral. Por eso también se plantea
el problema de que en la vida política, si se quiere evitar que esos conflictos
sean destructivos, hay que optar por determinadas vías de compromiso y tolerancia cuando surjan con el fin de que se desarrolle una sociedad libre.
Ello no le impidió expresar sus propias opiniones como ciudadano sobre los
principales acontecimientos de su época, ya fueran el New Deal rooseveltiano, del que se mostró favorable, el período de la «guerra fría» y su anticomunismo o los movimientos del 68.
Pero probablemente lo que más se conoce de Berlin es su obra Cuatro
ensayos sobre la libertad, cuya edición original data de 1969 (y en castellano en 1988 por Alianza Editorial), en la que, inspirándose en Benjamín
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Constant, reformula la distinción entre la libertad de los antiguos, la positiva, y la de los modernos, la negativa. Así, si la «liberación por la razón» es
inherente a la libertad positiva («ser libre para»), en la negativa («ser libre
de») coincide con la del liberalismo clásico, basada en el rechazo de las interferencias externas. Berlin desarrolla fundamentalmente esta última, dejando con bastante ambigüedad la otra, precisamente porque al practicarse
más en plural que en singular aparecería más difícil de encajar en una teorización individualista que parece hacer abstracción, como ha criticado Perry
Anderson, de los contextos sociales en que se plantea. No obstante, también
aquí la evolución de sus reflexiones se hizo más compleja y le llevó a responder a las críticas con matizaciones como la que aparecía en su conversación con el filósofo iraní Jahanbegloo: «Es obvio que hay que proteger a los
débiles contra los fuertes, y que en ese grado la libertad debe recortarse. Para
que la libertad positiva se ponga de verdad en práctica es necesario recortar
la negativa; debe haber un balance entre ambas, un balance sobre el cual es
imposible enunciar principios claros»; si bien a continuación precisaba que
«libertad positiva y libertad negativa son conceptos perfectamente válidos,
pero me parece que históricamente en el mundo moderno la libertad pseudo-positiva ha hecho más daño que la libertad pseudo-negativa» (3). Es precisamente en esa entrevista donde Berlin resume su concepción de la filosofía política como «un examen de los fines de la vida, de los propósitos humanos sociales y colectivos» y no tanto como una filosofía que gira en torno
al poder. Quedarían por comentar otras aportaciones de interés como las que
realizara sobre el nacionalismo y el sionismo o su conocido estudio del pensamiento y la obra de Karl Marx, pero por encima de ellas lo que ha permanecido más ha sido su firme defensa de un pluralismo político y tolerante
que le convierte en predecesor de las teorías sobre la diversidad cultural.
A continuación en C.B. Macpherson se subraya su firme defensa de la
necesidad de una teoría política que sea a la vez explicativa y normativa,
pero ante todo «ineludiblemente histórica», y cuya aplicación práctica él
mismo pudo demostrar sobradamente a la hora de estudiar las aportaciones
de pensadores como Thomas Hobbes, los Levellers, Harrington y John Locke en La teoría política del individualismo posesivo, publicada originalmente en 1962. Pero lo que más preocupa a este pionero de esa nueva aspiración
a una «democracia participativa» que irrumpió junto con la revuelta juvenil
de finales de los 60, es la emancipación de lo que Parekh considera que es en
realidad (y paradójicamente) una idea del hombre liberal, pese a la dura crí(3) Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo, Anaya y Mario Muchnik, Madrid,
1993, pág. 64.
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tica que el propio Macpherson hace al liberalismo. Por eso ve como objetivo
la necesidad de crear las condiciones para superar los que considera «tres
impedimentos sociales para el poder de un hombre para desarrollar sus capacidades»: la falta de medios de vida adecuados, de acceso a los medios de
trabajo y de protección contra la intrusión de los demás. Es esa conclusión la
que le lleva a hacer un repaso histórico de las distintas variantes de democracia, liberales y no liberales, que le permita tender puentes entre liberalismo y
socialismo, pero siempre partiendo, como resalta Parekh, de la necesidad de
que prevalezca «el vocabulario común de los derechos humanos y las libertades civiles». Es importante recordar que la influencia de Macpherson en
otros pensadores preocupados por esbozar nuevos modelos de democracia
ha sido notable, especialmente en las corrientes vinculadas al feminismo,
como es el caso de Anne Philips y Carole Pateman; pero también en la teoría
sobre las capacidades de Amartya Sen es fácil encontrar coincidencias, así
como en las teorías republicanas de Philippe Pettit y otros sobre la libertad
como no dominación.
Parekh observa las influencias de Kant y Marx en el pensamiento de
Marcuse, uno de los representantes de la teoría crítica de la Escuela de
Frankfurt. Partiendo de una crítica a la irracionalidad de la razón capitalista
en tanto que mera razón técnica al servicio de unos intereses determinados
[como recordaba José Luis García de la Serrana, catedrático de Ciencia Política y compañero de la UNED fallecido en septiembre de 2004, en «Marcuse
y la contracultura» (4)], opone a la misma una idea alternativa de razón asociada a la conquista de la libertad (entendida como «ser libre con los demás») y de la felicidad. Esa aspiración emancipatoria y transformadora del
mundo lleva a este pensador a una «definición maximalista de la autonomía»
que acaba coincidiendo con la apuesta por un horizonte socialista. Para él,
sin embargo, ese objetivo no era ya una utopía en el sentido de irrealizable
en ningún lugar sino que, como expuso en El final de la utopía, era ya materialmente posible debido al potencial liberador y de creación de riqueza al
mismo tiempo que encontraba en el nuevo desarrollo de las fuerzas productivas y de la automatización, lo cual permitiría generar un aumento sustancial
del tiempo libre en relación con el tiempo de trabajo y superar las condiciones de lucha por recursos escasos que estarían en los orígenes de la desigualdad social.
Pero son sus ideas sobre la felicidad como afirmación del eros, como liberación frente a la represión excedente, buscando así fusionar a Marx y a
(4) Publicado en Historia de la Teoría Política, de FERNANDO VALLESPÍN (ed.): vol. 6,
Alianza Editorial, 1995
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Freud, las que le permitieron conectar con los nuevos movimientos contraculturales de su tiempo; también, su cuestionamiento de la legitimidad procedimental de los gobiernos para oponerle una legitimidad sustantiva, así
como su defensa del derecho de los oprimidos a ejercer la violencia «cuando
se puede demostrar que es históricamente progresista», tuvieron una notable
influencia en una parte de la juventud universitaria de finales de la década
pasada de los 60 y, a la vez, fueron muy controvertidas y discutidas por sus
críticos. El propio Parekh pone el acento precisamente en su tendencia a
concebir las leyes, sujetas siempre a una legitimación sustantiva, como meros consejos, olvidando así su carácter prescriptivo.
Michael Oakeshott ofrece un ejemplo de, como observa Parekh, «estilo
personal de filosofar sobre la política», a pesar de que no le gustaba el concepto de filosofía política, y es fácil comprobar esto en el lenguaje innovador, aunque difícilmente aprensible a veces, que introduce. Su noción de
«teorema» como aquella explicación que ofrece el teórico de un acontecer,
le lleva a sostener que la filosofia se ha de ocupar de la totalidad de la experiencia como única realidad. De ahí que la misión del teórico de la asociación civil sea «analizar el carácter ideal y los postulados de la conducta humana y, a la luz de los mismos, el carácter ideal y los postulados de la asociación civil». Trasladado esto a la vida política, la respublica sería «el
sistema global de normas de conducta a las que se adhieren los cives en sus
relaciones entre sí»; por eso éstos deben aceptar la autoridad de esa respublica aunque puedan criticar sus reglas particulares, eso sí, sin la posibilidad de
desencadenar revoluciones o guerras civiles, ya que, como recuerda Parekh,
éstas se saldrían del marco de la política tal como la entiende este filósofo
británico: lo fundamental es asegurar el respeto a las reglas de conducta reflejadas en la lex por parte del conjunto de los ciudadanos. Es aquí donde se
ha podido observar la influencia de Edmund Burke mediante esa combinación de liberalismo y conservadurismo que da tanto peso a las costumbres y
prácticas convencionalmente aceptadas frente a los cambios radicales.
El problema está en que los Estados modernos se han desarrollado sometidos a la tensión entre la asociación basada en reglas y la asociación empresarial, prevaleciendo cada vez más ésta última, dentro de la cual incluye lo
que se ha dado en llamar «Estados del bienestar». Oakeshott se pronuncia
claramente a favor de la primera, ya que, en clara coincidencia con Hayek
(quizás el gran ausente en esta obra, dada la notable influencia que ha tenido
dentro de la corriente de pensamiento neoliberal a partir de mediados de la
década de los 80), representa la defensa del individualismo frente al «servilismo» inherente a la segunda. Es esta tesis la que es objeto de crítica por
parte de Parekh, el cual llama la atención precisamente ante la experiencia
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de que los mismos peligros que señala en el Estado también se dan en la asociación civil.
También Karl Popper es sometido a un sucinto examen en el que, partiendo de su crítica a las grandes teorías del conocimiento y de su propuesta
de un «falibilismo crítico y progresivo», basado en una idea instrumental de
la razón, destaca su visión de la misión de la filosofía política como indagación de los «objetivos legítimos» del Estado y de la estructura institucional
que mejor se adapte a la realización de estos objetivos. Desde su concepción
antiutópica apuesta, no obstante, por una «ingeniería social fragmentada»
que rechaza la búsqueda de la felicidad como meta en la esfera pública. A
esa aspiración que considera imposible le opone la de proporcionar «la menor cantidad de sufrimiento» para todos, la cual debería alcanzarse atribuyendo a los gobiernos objetivos limitados y negativos al servicio de una sociedad abierta que requiere, a su vez, un mercado libre.
La filosofía política de Popper queda así reducida a una tecnología social
que, sin embargo, tampoco tendría claros sus límites si adoptáramos una
concepción amplia, y no restringida, de sufrimiento en el mundo contemporáneo, como comenta acertadamente Parekh. Esto último es lo que ha llevado a concluir a más de un estudioso de su pensamiento político que éste permitiría dos lecturas posibles: una afín a Hayek y otra a Habermas (5).
En John Rawls encontramos finalmente la defensa de la necesidad de
construir una teoría sustantiva de la justicia en Teoría de la justicia, publicada a comienzos de la década de los 70 y cuya repercusión llega hasta nuestros días, como se demuestra mediante datos tan relevantes como que haya
sido traducida desde entonces, como recuerda María Xosé Agra (6), a
27 idiomas y que, sólo 10 años después de su publicación, se recogieran más
de 2.500 entradas en una bibliografía recopilada sobre la misma. Partiendo
de la teoría liberal del contrato social a partir la posición originaria tras el
«velo de la ignorancia» en que se encontraría el hombre, es en la búsqueda
de una concepción procedimental de la justicia social en la que nos propone
introducirnos este pensador, entendiendo por aquélla la distribución no sólo
de los derechos y deberes legales sino también de las oportunidades sociales
y económicas, en resumen, todo lo que pueda ser resultado o «fruto» de la
cooperación social. Sus dos principios de justicia —el de la distribución de
la libertad y el de los otros bienes primarios— van acompañados de unas re(5) Esa doble lectura se propone en Entre el liberalismo y la socialdemocracia. Popper
y la «sociedad abierta», de ÁNGELES J. PERONA: Anthropos, Barcelona, 2003.
(6) «Antes y después de Rawls: la filosofía política en la brecha», Revista Internacional
de Filosofía Política, núm. 23, julio 2004.
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glas de prioridad y de la definición de los 4 estadios por los que habría que
pasar toda sociedad para alcanzar unas reglas de convivencia basadas en una
justicia social —redistributiva, por tanto, de la riqueza— que Rawls tiene el
mérito de defender desde un individualismo liberal. No obstante, Parekh recuerda también que es este mismo autor quien reintroduce en el debate político la necesidad de reconocer el derecho a la desobediencia civil siempre,
eso sí, que se reúnan tres condiciones: 1, que se dirija contra actos de injusticia claros y sustanciales; 2, que sólo se recurra a ella una vez que los mecanismos legales de la justicia o el recurso a la mayoría hayan resultado ineficaces; y 3, que el ejercicio del derecho a disentir no afecte negativamente al
similar derecho de los demás. Trasladado esto a la actitud ante las guerras,
también estaría justificado el derecho a disentir de ellas cuando se consideren injustas y por eso también en sus tesis se han podido identificar movimientos de desobediencia civil que se han desarrollado en Occidente durante
las pasadas décadas.
Estas ideas fueron posteriormente ampliadas en diversos artículos y especialmente en Political liberalism, publicado originalmente en 1993 (7), con su
propuesta de nuevos conceptos clave, como «razón pública» y «consenso por
solapamiento o superposición», las cuales precisarían sus formulaciones anteriores. Es, sin embargo, en su traslación posterior al escenario internacional de
su teoría de la justicia, particularmente en The Law of Peoples, de 1999 (8), en
donde las tesis de Rawls han sido más controvertidas, ya que en opinión de algunos de sus críticos, como Thomas Pogge (9), habrían obviado la necesidad
de trasladar la idea de justicia, de sus principios y sus reglas, al ámbito global,
limitándose a defender una concepción liberal occidental que justificaría las
posiciones de las sociedades más ricas e incluso, como trata de demostrar
Perry Anderson (10), llegar a convertirse en cobertura ideológica del nuevo
«intervencionismo humanitario» armado que se ha desarrollado por parte de
las grandes potencias desde el fin de la «guerra fría».
Más allá de las muchas controversias que ha suscitado la obra colectiva
de Rawls, fundamentalmente entre ultraliberales como Robert Nozick, comunitaristas como Michael Sandel, republicanos como Van Parijs, feministas como Susan Okin o ecologistas como Andrew Dobson, lo que es incontestable es, como corrobora Parekh, su enorme lucidez para poner en el cen(7) Publicada en castellano por Crítica, Barcelona, 1996.
(8) Publicada en castellano por Paidós, Barcelona, 2001.
(9) «La incoherencia entre las teorías de la justicia de Rawls», Revista Internacional de
Filosofía Política, núm. 23, julio 2004.
(10) «Armas y derechos», New Left Review, edición española, núm. 31, marzo-abril
2005.
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tro del debate una cuestión como la justicia que está contribuyendo a una
creciente renovación de la gran tradición de la filosofía moral y política. En
ese sentido, hay un antes y un después de Rawls, como se demuestra con la
extensión y diversidad de interpretaciones, críticas y nuevas teorías que han
ido surgiendo desde mediados de la década de los 70 del pasado siglo y que
continúan en la actualidad. Quizás uno de los más interesantes ejemplos de
continuidad y discontinuidad respecto a la teoría de la justicia de este autor,
al menos desde mi punto de vista, se encuentra en las aportaciones de Nancy
Fraser y su propuesta más reciente de una teoría de la «justicia democrática
postwestfaliana», basada en una idea de justicia tridimensional —social, de
reconocimiento, de representación— que debería alcanzarse en un marco
global, definitivamente superador del de los Estados-nación en el que el filósofo norteamericano, a pesar de todo, se mantuvo (11).
Hasta aquí, por tanto, un breve repaso al recorrido que hace Bhikhu Parekh por los caminos que han ido abriendo estos grandes pensadores que,
con sus certezas e intuiciones pero también con sus dudas y su evolución a
veces contradictoria, ayudaron a encontrar nuevos senderos por los cuales
transcurren las corrientes de pensamiento más recientes.
Jaime Pastor Verdú
JACQUES THOMASSEN ed.: «The European Voter: A Comparative Study of Modern Democracies», Oxford University Press, 2005.
El libro tiene una doble función. Por un lado, pretende describir y explicar sistemáticamente, desde una perspectiva comparada, los cambios electorales que han ocurrido en seis países de la Europa Occidental como son Alemania, Dinamarca, Gran Bretaña, Holanda, Noruega y Suecia en la segunda
mitad del siglo XX. Por otro lado, pretende comprobar la validez de la teoría
de la modernización: con el tiempo, el poder explicativo de las variables estructurales como la clase social y la religión para explicar el comportamiento
electoral, pierden importancia con relación a los factores de más corto plazo.
En este sentido, la hipótesis básica que se comprueba es que los cambios en
el comportamiento electoral son causados por una tendencia secular en el
desarrollo de las sociedades de esos países y por el contexto político-institucional.
(11) «Reinventar la justicia en un mundo globalizado», New Left Review, edición española, núm. 36, enero-febrero 2006.
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