La emotividad
Autor: Antonio Malo Pé
La relación inicial que el ser humano tiene con la realidad es, además de sensible, de
naturaleza afectiva. El niño pequeño no sólo es capaz de sentir la realidad (el frescor del agua, el
sabor de la leche materna, el olor de la hierba), sino también de captar en ella determinados valores:
peligrosa, interesante, amable, odiosa, que, a diferencia de los animales, no son estimúlicos [Zubiri
1992]. Se trata de un aspecto cognoscitivo que no es ni puramente sensible ni puramente inteligible,
sino de carácter existencial porque se refiere a nuestras vivencias de la realidad.
Desde el punto de vista de los fenómenos de conciencia puede decirse que la afectividad
pertenece a un tipo particular. Si la conciencia sensible es de objetos particulares y la inteligible de
objetos universales, la conciencia afectiva no es fundamentalmente de objetos, sino de la misma
subjetividad. Y, sin embargo, no puede decirse que se trate de una conciencia reflexiva, puesto que
no es posterior a la vivencia; coincide con ella. En cierto sentido es semejante a la conciencia de
dolor o placer. Por eso puede denominársela conciencia reflexiva originaria [Millán-Puelles 1967].
Hay, sin embargo, una diferencia importante entre el dolor y los fenómenos afectivos: el objeto de
la conciencia no es la pura subjetividad, sino el yo en tanto que afectado por su relación con la
realidad.
Tan estrecha relación entre subjetividad y realidad lleva a pensar que en los fenómenos
afectivos, junto a la intención de la realidad, se da una inclinación subjetiva, y ambas constituyen
una unidad inseparable. Es verdad que la afectividad se refiere siempre a algo real o considerado
como tal, pero se trata de algo que es juzgado así por el sujeto en cuanto se siente inclinado a
hacerlo: si no tuviéramos una inclinación a defender la propia vida, no sentiríamos la realidad como
peligrosa, y sin una inclinación a ser estimados, no sentiríamos ira cuando nos creemos insultados
injustamente. En definitiva, la emoción no es un concepto (el de perro, vuelo en avión, etc.), sino
una intención que se refiere a la relación tendencial entre realidad y subjetividad; el perro, por
ejemplo, es peligroso para una persona determinada y en circunstancias concretas.
En esta voz presento el fenómeno de la emotividad de modo orgánico. Quien esté interesado
en una visión histórica de las distintas concepciones acerca de la emotividad puede consultar la voz
“Teorías sobre las emociones”.
Índice
1. Descripción de las emociones
2. División de las emociones
2.1. Sentimientos corporales
2. 2. Emociones propiamente dichas
2.3. Sentimientos espirituales: estéticos, morales, religiosos
2.4. Estados de ánimo
3. Bibliografía
1. Descripción de las emociones
Por no ser conceptos, las emociones no pueden ser definidas mediante un género y una
diferencia específica; todo lo más, pueden ser descritas fenomenológicamente. Una descripción
posible de emoción es la siguiente: «manifestación de la conveniencia o disconveniencia de la
realidad respecto de la subjetividad que tiende» [Malo 2004].
Esta descripción capta el aspecto común de las emociones. Las diferencias estribarán en el
modo en que se determine la conveniencia o falta de conveniencia, pues una y otra admiten una
multiplicidad de matices dependiendo, por ejemplo, del tiempo. Así, la disconveniencia respecto del
presente puede sentirse como tristeza, envidia, odio, y la conveniencia, como alegría,
enamoramiento; la disconveniencia respecto del pasado puede sentirse como remordimiento,
vergüenza, etc., y la conveniencia, como nostalgia o reconocimiento; la disconveniencia respecto
del futuro puede sentirse como miedo, angustia, y la conveniencia, como espera y esperanza.
Las emociones, a pesar de la gran variedad de manifestaciones con que se presentan, tienden
siempre a la realidad. Por ejemplo, el miedo no es jamás una idea abstracta, sino algo concreto: se
refiere tanto al sujeto que siente miedo como a la realidad que lo atemoriza. El miedo de ser
atropellado por un coche, no es el mismo que el de ser suspendido en un examen, ni el miedo del
suspenso de fulano es igual al de mengano. En un caso y otro, se habla de miedo porque se siente la
realidad como peligrosa, sea esta el ser atropellado sea el suspenso.
En la descripción de las diferentes emociones hay que tener en cuenta, por tanto, la
inseparabilidad de la subjetividad que tiende y la realidad. Ni las tendencias ni la percepción de la
realidad explican, por sí solas, las vivencias emocionales. A menudo, las tendencias se encuentran
en el origen de la conveniencia o falta de conveniencia con que se presenta la realidad (el miedo al
suspenso, por ejemplo, puede depender de la tendencia a la estima, a la autoestima, etc.), pero las
tendencias no muestran si la realidad es conveniente o no, ya que ellas carecen del conocimiento de
la misma. Solo a través de la percepción sensible y, sobre todo, del conocimiento inteligible es
posible saber cuando la realidad a la que se tiende es conveniente o no; así, para juzgar si el
suspenso es algo negativo, se deben conocer las consecuencias de éste.
a) La percepción de la realidad a la que se tiende, implica que, en las vivencias emocionales,
no se da realidad alguna sin participación de la intimidad subjetiva. En efecto, la realidad
experimentada emocionalmente no es ni una inclinación indeterminada ni una objetividad abstracta,
sino una realidad vivida mediante los actos de conocimiento relativos a las tendencias. En
definitiva, en las vivencias emocionales percibimos la conveniencia o disconveniencia entre los
contenidos de la realidad y la orientación de nuestras tendencias. Lo que explica, por ejemplo, el
mayor o menor grado de profundidad de los sentimientos: algunos alcanzan los estratos más hondos
de la interioridad, como sucede en las experiencias excepcionalmente decisivas que no dependen
solo de este o aquel hecho sino del propio modo de ser que se siente amenazado o interpelado.
b) El encuentro entre una subjetividad que tiende y la realidad destaca la unión que, en las
emociones, existe entre dos realidades distintas. Dicho encuentro confiere a las vivencias el carácter
de presente. El tiempo de las emociones, a diferencia del de las pulsiones, no se experimenta como
proyección hacia el futuro en que el encuentro se realizará, sino como unión en el presente, por lo
que cualquier vivencia emocional, independientemente de la temporalidad en que se coloca su
objeto, es experimentada como presente. Por ejemplo, aunque el miedo de ser suspendido se refiere
a un posible evento en el futuro, el peligro del suspenso es percibido en el presente; si no, no se
habla de miedo. Las vivencias emocionales son la respuesta que en cada momento se da a las
preguntas implícitas en las tendencias [Arnold 1960].
2. División de las emociones
A la hora de clasificar las emociones hay que tener en cuenta, por tanto, los elementos que las
constituyen, es decir, los tipos de realidad y de tendencias.
Por lo que se refiere a las tendencias, estas se hallan arraigadas en la estructura somáticopsíquico-espiritual y participan en mayor o menor medida de esos elementos de la persona. En
efecto, el ser humano no sólo es un viviente en relación con el mundo, sino que también es
consciente de su unidad psicológica o yo y de sus relaciones con los demás. De la conciencia del yo
dependen dos grupos de tendencias: las del yo individual y las de la transitividad, gracias a las
cuales el hombre es capaz de auto-trascenderse planteándose cuestiones cada vez más radicales
hasta alcanzar el origen y fin de sí mismo, o sea es capaz de interrogarse acerca del sentido de su
vivir. Puede establecerse, pues, una división de las tendencias humanas en tres grandes grupos: 1)
tendencias de la vitalidad (supervivencia, nutrición, sexual); 2) tendencias del yo (posesión, poder,
estima y autoestima); 3) tendencias de la transitividad (solidaridad, amistad, amor humano, trabajo,
creatividad) [Lersch 1966]. No hay que perder de vista, sin embargo, que estos tres tipos de
tendencia corresponden siempre a una misma persona que es única e irrepetible.
Además de la clase de tendencia, es necesario también tener presente el tipo de dinamización
tendencial que está en el origen de las emociones. Con la expresión “dinamización tendencial”, me
refiero al modo en que la tendencia ―inicialmente en estado potencial― se actualiza, es decir,
encuentra el objeto adecuado. En la dinamización de algunas tendencias (como en la nutritiva y
reproductiva) hay siempre un elemento fisiológico; en otras (como en la de estima o poder) no, pues
la dinamización de éstas no es en origen orgánica.
De acuerdo con las dos características fenomenológicas ya vistas y con el tipo de
dinamización, pueden determinarse cuatro tipo de emociones: 1) sentimientos corporales; 2)
emociones propiamente dichas o tendenciales; 3) sentimientos espirituales; 4) estados de ánimo.
2.1. Sentimientos corporales
Los sentimientos corporales pueden ser descritos como vivencias espontáneas de la
corporalidad. Puesto que estos sentimientos se encuentran ligados al dinamismo de la corporalidad,
la subjetividad puede experimentar a través de ellos todo lo que es favorable o perjudicial para la
vida orgánica. Los sentimientos corporales fundamentales son las sensaciones del propio cuerpo.
En las sensaciones del propio cuerpo y en la capacidad de este para reaccionar a los estímulos
(reacción motora), el cuerpo llega a ser en cierto sentido contenido de experiencia, entrando de este
modo en el ámbito de la conciencia. Cuando nos sentimos bien, cansados, enfermos, hambrientos,
sedientos, etc., somos conscientes de la totalidad de nuestra subjetividad a través del cuerpo. El
carácter global y unitario del cuerpo hace que las sensaciones corporales sean vagas y difusas, a
diferencia de las demás vivencias en las que no sólo hay conciencia de la corporalidad.
2. 2. Emociones propiamente dichas
Las emociones, o sea las vivencias ligadas —sobre todo— a las tendencias del yo y de la
transitividad, se hallan caracterizadas por dos aspectos fenomenológicos: la excitabilidad y la
intensidad durante un breve lapso de tiempo.
El descubrimiento del objeto de la tendencia, a través del conocimiento, produce la
dinamización o activación, que aflora a la conciencia como excitabilidad. La disposición subjetiva
que facilita la excitabilidad es la falta de anticipación, es decir, no esperar lo que ahora nos está
sucediendo.
La activación de la tendencia se caracteriza también por una gran intensidad, que impregna
todos los niveles de la persona, en especial el somático. Por este motivo, el miedo y la ira, las dos
emociones fundamentales, han sido estudiadas a partir de sus componentes fisiológicos. Las
reacciones fisiológicas del miedo son: el aumento de la tensión muscular, el crecimiento de la
conducción dérmica, el aumento de la frecuencia de la respiración, la excitación de la función de las
glándulas suprarrenales, del corazón y de los pulmones y la inhibición de la función biliar. En la ira,
en cambio, la tensión muscular es menor: disminuyen las pulsaciones y aumenta la presión
sanguínea diastólica [Damasio 1999].
De acuerdo con el grado de excitabilidad e intensidad, pueden distinguirse dos emociones:
a) Las llamadas emociones originarias, en las que se experimenta la máxima excitabilidad.
Por ejemplo, el susto, la agitación o la ira, ligadas a la tendencia a la supervivencia. El susto se
produce cuando, en el horizonte emocional de nuestra subjetividad, aparece de forma imprevista
una amenaza para la conservación de la propia vida. Esta vivencia se manifiesta —en grados y
modos diversos, según los individuos y circunstancias— a través de la parálisis de movimientos: la
respiración se para y el ritmo cardíaco casi se interrumpe. En la agitación, en cambio, ligada a la
percepción de una amenaza desconocida, se pierde el control de la propia movilidad, al no poder
captar en qué consiste el peligro. La agitación se manifiesta en la tempestad de movimientos
involuntarios causados por la excitación del sistema nervioso. Si el susto y la agitación tienen un
carácter defensivo, la ira lo tiene en cambio agresivo. La ira implica no sólo la percepción de un
peligro para la conservación de la vida, sino también la captación de algo que la limita u
obstaculiza; podría hablarse de la ira como de un furor que intenta destruir lo que se le opone.
b) Las emociones con menor grado de excitación se caracterizan por no estar ligadas sólo a la
dinamización corporal, sino sobre todo a las tendencias humanas que nacen del conocimiento del
valor que poseen el yo y el otro. Ejemplos de este tipo de emoción son el enamoramiento, el
entusiasmo, la conmoción, la compasión, la irritación, etc. El entusiasmo puede manifestarse en los
gestos, en el tono de la voz, en la pronunciación, etc.; el enamoramiento puede reflejarse en el brillo
de la mirada y en el deseo de la presencia y proximidad de la persona amada; la conmoción interior,
en las lágrimas y en el tono entrecortado; la compasión, en las premuras por el otro; la irritabilidad
en los gestos bruscos y antipáticos de quien se siente herido porque no ha visto satisfechas sus
pretensiones.
En otras emociones de este tipo, como la envidia y la gratitud, la dinamización corporal no se
experimenta, si bien puede estar presente por lo menos a nivel del sistema límbico [CervosSampaolo 1995]. En la envidia, la falta de dinamización psicosomática puede dar lugar a que no se
sea consciente de esta inclinación, lo que no sucede con la ira o el miedo, pues la persona, cuando
reflexiona acerca del porqué experimenta la realidad como contraria o peligrosa, se da cuenta de ser
víctima de la ira o del miedo. La falta del reconocimiento de emociones, como la envidia, depende
sobre todo del escaso conocimiento de sí.
2.3. Sentimientos espirituales: estéticos, morales, religiosos
La excitación corporal desaparece en los sentimientos de lo bello, del bien, de la verdad, de lo
sagrado. La estabilidad y serenidad que caracterizan estas vivencias emocionales desde el punto de
vista corporal, hacen que habitualmente se utilice el término genérico de sentimiento.
La alegría por la existencia del otro, el sentimiento del deber, el gozo en y ante la verdad, no
deben ser concebidos como vivencias correspondientes a tendencias en que hay una dinamización
corporal, ni tampoco como vivencias correspondientes a tendencias que nacen del conocimiento del
propio yo o del otro. Los sentimientos, a diferencia de ese tipo de emociones, no nacen de
tendencias, sino del conocimiento de la realidad en cuanto tal, la cual posee sentido
independientemente de su utilidad, en tanto que en sí es bella, fuente de deber y de verdad [Kant
1977]. El sentimiento de belleza se experimenta ante todo aquello que es hermoso, sea natural, sea
una obra de arte, sea una persona, etc. Lo mismo sucede con los sentimientos de deber y de gozo
ante la verdad, que se experimentan no sólo ante personas, sino también ante la realidad impersonal.
A menudo, en tales sentimientos no hay ningún tipo de excitación. De todas formas, puede
hablarse de la existencia en ellos de entusiasmo o conmoción, por ejemplo, ante la contemplación
un paisaje o una obra de arte. Estos sentimientos pueden dar lugar a verdaderas emociones, debido
al influjo mutuo que hay entre los diversos tipos de vivencia afectiva. La contemplación de una obra
artística puede producir entusiasmo, exaltación, irritación, envidia; los remordimientos pueden
originar diversas emociones, como tristeza, enfado, sentimiento de culpabilidad; el descubrimiento
de una verdad puede sentirse como alegría, entusiasmo que mueve a compartirla con los demás, etc.
2.4. Estados de ánimo
Los estados de ánimo son vivencias emocionales estables que se proyectan en el mundo y
pueden influir en el comportamiento. En los estados de ánimo, a pesar de su relación estrecha con el
temperamento, es decir, con la base genética o innata de la personalidad, intervienen también la
educación recibida y las emociones experimentadas.
Según predominen los factores genéticos o experienciales, se habla respectivamente de
estados de ánimo persistentes o de estados de ánimo disposicionales.
a) Los estados de ánimo disposicionales son producidos por las emociones y el
comportamiento personal. Las emociones, además de provocar cambios en la afectividad a causa de
una excitación imprevista, pueden influir en un nivel más profundo creando o reforzando
disposiciones a experimentar esas mismas emociones. A tales disposiciones se las conoce con el
nombre de estados de ánimo disposicionales [Lyons 1980].
La emoción está ligada a cambios fisiológicos que tienen lugar cuando se percibe la realidad
de un modo determinado. Los estados de ánimo disposicionales no cuentan, en cambio, con
manifestaciones físicas, sino sólo con la experiencia que el sujeto tiene de poseer dentro de sí una
disposición a actuar y valorar la realidad de una forma afectiva concreta. Sin embargo, el sujeto, a
pesar de poder nombrar su estado de ánimo disposicional (por ejemplo, enfado), no es capaz de
determinar el conjunto de acciones o reacciones a las que puede conducir tal disposición.
Consideremos, por ejemplo, el enfado. La emoción, vista disposicionalmente, procede de un
enfado actual que no ha sido dominado, sino sólo atenuado por el tiempo, las distracciones, etc. Por
lo que basta el recuerdo o una simple asociación de ideas para que el enfado vuelva a sentirse
actual. Este rasgo de los estados disposicionales implica una inmanencia de la emoción en el nivel
tendencial-afectivo: la persona que se enfada con facilidad frente a cualquier obstáculo, tiene una
tendencia que la hace distinta de la persona que se enfada sólo ante algunos obstáculos y, más aún,
de aquella que se enfada en casos contados. La diferencia entre estado disposicional y emoción
conduce a una distinción entre los términos que —como “enfado”— indican al mismo tiempo una
emoción considerada disposicionalmente y una emoción actual, aquellos que —como “amor”—
indican sólo una disposición y aquellos otros que —como “cólera”— se refieren a una emoción
actual.
b) Los estados de ánimo disposicionales no agotan las posibilidades de sentirse en un estado,
pues no todos ellos dependen de las emociones experimentadas. Los estados de ánimo persistentes,
son, por así decirlo, el fundamento de la afectividad, pues no dependen sólo de la existencia de un
objeto concreto —como sucede con las emociones—, sino sobre todo de la relación entre la persona
y el mundo en su globalidad [Solomon 1976].
Los estados de ánimo persistentes se distinguen, pues, de las emociones y de los estados
disposicionales por el objeto, que es el mundo circundante sentido en su globalidad. Y, aunque los
estados de ánimo persistentes son afines a las sensaciones corporales (frío, dolor, etc.), pues como
ellas indican el bienestar o malestar del sujeto, se diferencian de las mismas, porque mientras que
en las sensaciones corporales la persona se siente a sí misma a través del cuerpo, en los estados de
ánimo persistentes se siente la totalidad del sujeto sin ninguna referencia concreta al cuerpo.
El mundo es valorado de un modo determinado y esa valoración constituye el objeto del
estado de ánimo persistente. Por eso, el estado de ánimo, por ejemplo, de la persona deprimida no
equivale a la autoconciencia de la depresión ni a un modo de comportarse, sino a una forma
negativa de afrontar la realidad en que se encuentra (impotencia, angustia, desesperación, etc.). En
el estado de ánimo persistente se encuentra, pues, la conciencia de estar-en el mundo de una forma
determinada [Heidegger 1953].
Como las emociones, el estado de ánimo puede subdividirse en varios tipos según la
originalidad y estabilidad del mismo.
Los estados de ánimo originarios tienen en común la percepción, por parte de la conciencia,
de la existencia como un vivir de forma estable. Los estados de ánimo más importantes desde el
punto de vista caracterológico son los de bienestar o malestar, pues implican cierta tonalidad
psicosomática originaria difícil de modificar (pesimismo-optimismo). El pesimista vive mal el
presente, porque en todo lo que le rodea logra encontrar siempre lo negativo, y mira el futuro con
sospecha: el mañana se le presenta envuelto en los peores presagios. De ahí la actitud fatalista o de
resignación paralizadora que caracteriza al pesimista. La visión del optimista es completamente
especular: además de vivir con gratitud el presente, el optimista se dirige confiado al futuro. El
horizonte existencial del optimista está lleno de esperanza.
Los estados de ánimo derivados se caracterizan por hacernos percibir la propia vitalidad con
matices diferentes. A pesar de la variedad, los estados de ánimo derivados pueden dividirse
fenomenológicamente en dos tipos: los que ofrecen una conciencia clara y rica de la propia
vitalidad y aquellos que, en cambio, la ofrecen oscura y pobre.
Los estados de ánimo en que se nos da el sentimiento del yo como individualidad separada del
mundo y de los propios símiles, tienen las mismas temáticas que las vivencias pulsionales: el
sentimiento del propio poder y la valoración subjetiva de las exigencias y dificultades surgidas de la
lucha por existir; el sentimiento del propio valor o la disposición permanente del yo como objeto de
la estima ajena o de la propia estima; el sentimiento que precede y constituye la referencia al mundo
como conjunto dotado de sentido (el optimismo) o privado del mismo (el pesimismo, o juicio
fundado en una certeza subjetiva referida a las peores posibilidades, desde la resignación hasta el
nihilismo).
Aun cuando la característica fundamental del estado de ánimo es la estabilidad, la
permanencia o la imposibilidad de cambios en la interioridad depende en gran parte del tipo de
estado de ánimo en que uno se halla. Entre el estado de ánimo lábil del hombre que por motivos
banales pasa de la jocundidad a la amargura (a menudo en relación con los cambios en el
sentimiento del propio poder o del propio valor), y el estado de ánimo relativamente fijo o estable
de la persona poco inclinada al descontento, se encuentra el estado de ánimo que cambia
cíclicamente según las modificaciones del nivel vital.
La intensidad de los estados de ánimo puede conducir a dos formas paroxísticas: la angustia y
el éxtasis. La angustia o conciencia de la propia estrechez vital puede ser causada por la pérdida de
las raíces que nos unen al mundo (angustia mundana), por el miedo al destino (angustia vital) o por
la falta de unidad interna (angustia intrapsíquica). Tal vez podría añadirse otro tipo de angustia, la
que Kierkegaard define «angustia como miedo a la nada» o angustia existencial [Kierkegaard
1984]. La angustia existencial es propia de la cultura contemporánea, en donde se vive sin recordar
de dónde venimos (devaluación y rechazo de la tradición y de las instituciones primigenias) ni saber
a dónde vamos (adormecimiento de la fe religiosa y desaparición de la esperanza). El éxtasis, en
cambio, es la conciencia de apertura de la propia individualidad causada por la unión amorosa o a la
ebriedad del rapto vital; esta última se caracteriza por el abandono de la propia individualidad al
desaparecer temporalmente la conciencia del yo [Janet 1980].
El análisis de la afectividad puede concluirse afirmando la existencia de una circularidad entre
los estados permanentes de ánimo y las emociones. Los estados permanentes implican inclinaciones
a experimentar determinados sentimientos. Las emociones, a su vez, influyen en los estados de
ánimo mediante el refuerzo o la creación de disposiciones, es decir, de estados de ánimo
disposicionales. La relación circular entre el estado de ánimo y las emociones explica por qué el
estado de ánimo, a diferencia de las sensaciones corporales, tiene a menudo una referencia moral
[Anscombe 1981]. La responsabilidad de los estados de ánimo depende de la causa de los mismos.
Algunos, como la depresión, tal vez tengan una causa neurofisiológica (desorden del equilibrio
fisiológico en el campo hormonal o en el sistema nervioso), de todas formas la persona deprimida
puede ser en parte responsable de su enfermedad, cuando, por ejemplo, el origen de su estado es
debido al rechazo de una verdad que contraría la buena imagen de sí o cuando no se desean atajar o
modificar ciertos comportamientos y actitudes.
La afectividad aparece así como un ámbito de la interioridad de la persona que influye en su
relación con el mundo, de forma particular a través de las valoraciones, disposiciones y acciones a
las cuales hace tender.
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Malo Pé, Antonio, La emotividad, en Fernández Labastida, Francisco – Mercado, Juan
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