“Aplicar un subsidio es relativamente fácil, pero retirarlo suele resultar infinitamente más complejo.” La frase, repetida en diferentes circunstancias y en versiones de muy distinto signo político, podría sonar a verdad de Perogrullo. Más atractivo es indagar en qué circunstancias se aplican y qué cambios se han producido posteriormente para que los mismos subsidios se retiren. A partir de allí puede surgir un debate válido.
La política de subsidios del kirchnerismo a distintos rubros energéticos (consumos eléctricos y de gas, uso de gasoil en el agro o el transporte, importación de combustibles diversos, etc.) fue una de las puertas de salida que se le encontró a la deficiente administración de esas prestaciones en manos privadas. Hubo mucho debate entonces, político e ideológico, acerca de si no se les estaba haciendo un favor a los cuestionados adjudicatarios de las privatizaciones, en vez de reestatizar las prestaciones. Entre otros cuestionamientos, se les imputaba haber abandonado las inversiones en infraestructura, factor al que se responsabilizaba de las recurrentes fallas en el suministro. Los apagones y cortes de gas eran moneda corriente en aquellos años.
Pero el kirchnerismo dejó de lado aquellos debates y optó por una solución práctica: privilegió garantizar el suministro y mantener el congelamiento de tarifas. Administró el recurso, buscó los mecanismos para incrementar la oferta, al compás de un acelerado crecimiento de la demanda, y bancó con fondos públicos inversiones y diferenciales de tarifas. Con subsidios, obviamente.
En los años siguientes se le agregó como problema el rubro combustibles. Sin inversiones en refinería, la oferta local empezó a resultar escasa frente a un parque automotor creciendo en forma exponencial. Se subsidió la importación de combustibles, y frente a la presión del agro y el transporte se subsidió el gasoil para estos sectores.
La cuenta se fue incrementando, y a medida que aumentaba la demanda interna también lo hacían los precios internacionales de los combustibles. Ya para 2010, el rubro energético representó más de la mitad de los subsidios totales de la administración nacional (26.000 de los 48 mil millones de pesos totales) y aumentaba anualmente más que el conjunto (63 por ciento contra 46).
Subsidiar el consumo eléctrico en casinos, bingos e hipódromos no es una actitud plausible, pero tampoco el objetivo de la política tarifaria en todos estos años. Discriminar entre quienes deben merecer el subsidio y quienes deben ser excluidos es un criterio de estricta justicia social para algunos y una actitud arbitraria para otros. Durante los ‘90, la discriminación tarifaria o “subsidio cruzado” fue rebajada a la categoría de las más aberrantes políticas de Estado por los referentes del neoliberalismo, por los más notables y los más simples repetidores de consignas. Pocos cuestionaban públicamente entonces esta verdad absoluta del pensamiento único.
Empezar a recortar los subsidios es una medida audaz, por más que se la critique en forma retrospectiva “por no haberlo hecho antes”. Audaz, porque se trata de señalar a los sectores que serán excluidos del beneficio. Juegos de azar, empresas financieras, mineras, aeropuertos, prestadoras de telefonía móvil no tendrán más subsidio en sus consumos eléctricos. Podrán mencionarse decenas de servicios más sobre los cuales plantearse “y por qué ellos sí”. Ya les llegará el recorte. Lo interesante es que la consolidación del modelo energético mixto del kirchnerismo hoy deja espacio para una aplicación más discrecional del subsidio, un aspecto que a muchos les molestará pero, por el día de ayer, prefirieron no detenerse en este cuestionamiento.