Ha pasado tanto tiempo que tengo que detenerme a pensar cuándo empecé como esclava en el mundo BDSM. Si no recuerdo mal, fue hace diecisiete años, con un Amo a distancia, del que no he vuelto a saber nada. Todavía era menor de edad y recuerdo que lo hacía en casa de mis padres, a escondidas, delante de un ordenador.
Desde entonces, he servido a dos Amos y a dos Amas, una de ellas tristemente fallecida. Con el Ama Luna llevo ya bastantes años y nuestra relación ha pasado por diversas etapas, unas más intensas que otras. Vivo con ella en su casa y no dejo de ser su esclava ni un minuto del día, hasta el punto de trabajar en lo que ella me manda y no hacer nada sin su permiso.
Supongo que todas las relaciones evolucionan y que cuando ya se lleva tanto tiempo, las cosas se hacen algo diferentes. Podría parecer, aunque no lo es, que nuestra relación es más de amistad que de BDSM. Pasan días en los que nuestra vida es absolutamente normal, la de dos mujeres que conviven en una casa, pero, enseguida hay que recordar que una de ellas depende de la otra, que la sirve, que se somete a sus deseos y decisiones, que la respeta profundamente. Pero también hay días en los que salimos de compras, vamos a comer o al cine y hacemos una vida que podría considerarse normal si por normal se entiende la que hace casi todo el mundo. Creo que es lógico, después de tantos años, que las cosas no puedan ser como eran al principio, que todo se sosiega.
Ayer tuve una sesión de azotes en la que recibí muchos, fuertes y dolorosos. Los aguanté con sumisión y respeto y me sirvieron para recordar que, más que su amiga, soy su esclava, no tanto ya su perra, y para comprender que es normal, que con el transcurso de los años, las cosas hayan cambiado aunque no hasta el punto de desfigurarse. Pero no es así. La relación entre mi Ama y yo ha cambiado pero no se ha desfigurado.