Una tristeza viscosa empañaba sus ojos al abrirlos, y al acabar de bostezar (un bostezo largo y seco, con sus pliegues de fatiga) sonaba el despertador y lo apagaba dulcemente. El odio le había procurado sensaciones inéditas: entregaba su amor a las cosas con una paciencia infinita y dolorosa, y de repente parecía otra persona. Tanteaba en la oscuridad el despertador para acogerlo entre sus manos frías y tenerlo junto a sus pechos unos segundos, y pensaba que así sería de haber tenido un hijo y así sería de haberlo tenido sano y bien. Luego, al apoyar los pies en el suelo, brotaba de ella un equilibrio antes no asumido. Era el día que avanzaba, aún en la noche, y ella paseaba por el pasillo envuelta en nostalgias y tristezas inacabables, buscando entre lágrimas una cómoda, un sillón al que abrazarse y con el que gemir a través del espanto.
La escuchaba ir y venir alrededor de las siete de la madrugada en aquel piso de muebles antiguos que su padre le había dejado en Curros Enríquez. Como todas las rutinas, no podía precisar en qué momento comenzó, ni si entonces hubo conmoción por la ferocidad de la estampa. La tortura no tardaba un segundo: ella sollozaba en silencio y caminaba dando pasitos inútiles por la madera fría de aquel invierno, y desde ese momento ya no había forma de volver atrás, incluso al sueño: alguien había abierto las puertas del infierno. Todo era temible, desde un portero martilleando un cigarro en la puerta hasta el bullicio del palomar al mediodía. Incluso su imagen reflejada en el espejo: el verse despedazada día a día por una imagen vagamente cercana a su madre.
En el baño se recogía el pelo con tristeza, ahuyentado moscas, y acercaba sus rasgos a sus propios rasgos. Todavía se le acumulaban las legañas junto a los ojos (azules, plateados) y sus pómulos permanecían fuera de foco, punzantes y oscuros. Tenía la nariz corta y chata, y los labios inmóviles hinchados por el sueño. No era bella, pero tampoco el monstruo que pretendía. Gesticuló varias veces y movió la cabeza. Volvió a separar el pelo de la frente con las manos, como un océano partiéndose a la mitad, y tuvo de nuevo enfrente aquel rostro lejano que había ocultado media vida secuestrado por el pánico y la vergüenza.
El odio se repartía no en esas oscuras rutinas, no en ese desentendimiento progresivo de lo cotidiano, no en los días iguales como paletadas de tierra ni en el aire infesto de pantano que recubría la vida, sino en el odio mismo, alimentándose como un Cronos que va devorando a sus hijos bajo una férrea disciplina matriuska: un odio cada vez más grande comiéndose al anterior, y así y así y así, a menudo día a día. Si uno prestaba atención hasta podía escucharlo dentro, como una tenia brutal, arrastrándose por los confines del cuerpo. Era el odio de ella, y también era el odio de él, más joven y por eso más furioso. Y peor aún: no era un odio que tuviese una causa justa y un destino concreto. Era un odio inútil, terrible.
Cuando pasaban diez minutos escuchaba el ruido del agua cayendo en el suelo de la ducha. “Se está lavando con rabia, frotándose la esponja contra la piel como si se la frotase contra la culpa, y al salir tendrá el cuerpo cruzado de marcas rojas y en algún lugar se habrá hecho sangre. Como es tarde se vestirá a toda prisa con cualquier ropa, casi sin mirarla al meter la mano en el armario, y luego escucharé el portazo y sus pasos en la escalera bajando a toda prisa. Al salir a la calle hará frío, y será de noche. Si en ese momento, sola en la calle y abrigada con un chal negro sobre el abrigo, quizás con el gorro de lana blanco y los guantes viejos herencia de alguna amiga, nota el aliento de alguien en su espalda y siente que la tocan, que la violentan o peor aún, le dirigen la palabra entre gritos y amenazas, ella lo matará. Con sus propias manos. De forma brutal, en apenas dos o tres segundos. Eso es el odio”.