24/4/08

Josef Winkler, autor solanesco

Supongo que es difícil imaginarse a un Solana homosexual y austríaco. Pues ¡lo he encontrado! Se llama Josef Winkler, parece recién salido de una película de Pasolini y tiene esta pinta de psicópata...
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Estoy enfrascado en El cementerio de las naranjas amargas (Galaxia Gutenberg, 2008), seguramente el libro más tétrico que he leído en mi vida. Aun así, os lo recomiendo.

A las imágenes tremendistas que plagan el libro -sus temas preferidos son los ritos católicos, los cadáveres, el sexo, lo sucio, lo feo, la pobreza, los curas, la muerte, la violencia religiosa... (y a ellos vuelve una y otra vez, obsesivamente, como en una letanía infernal)- se une una de las escrituras más intensas, plásticas y contundentes que he podido ver nunca, además de un estilo musical que hará las delicias de nuestro Antonio Castellote. Cada una de sus frases representa una imagen terrible, compone un bodegón pútrido, una naturaleza muerta... que está muy viva. Me recuerda a Solana en los temas y en la intensidad de una escritura que parece pintura, de trazos gruesos, de pinceladas densas; en cambio, la construcción sintáctica es muy distinta, mucho más pulida y musical.

Necrófilo y blasfemo, Winkler es considerado el único heredero posible de Thomas Bernhard.

Dos pasajes:

"Los habitantes de Nicolisi, en Sicilia, cuando la lava se acercaba cada vez más, amenazando sepultar el pueblo entero, no sacaron sólo las imágenes de santo de la iglesia, los altares y las reliquias, los huesos en sus redomas de vidrio y los ataúdes de cristal. Obtuvieron autorización eclesiástica para desenterrar a sus muertos del cementerio del pueblo y cargar en carretas tiradas por cuatro bueyes blancos aquellos cadáveres en descomposición, cráneos y osamentas, para enterrarlos en un cementerio vecino que no podría ser alcanzado por la lava del volcán".

"Cuando llegamos a la Stazione Centrale de Nápoles, a la mañana temprano, todavía había dos chicos de diez años, sin padres, que tenían que pasar la noche al sereno, en un prado que había ante el edificio de la estación. En los cruces había chicos desnudos de seis a diez años que, con cubos de agua y limpiaparabrisas, aguardaban a que los semáforos se pusieran en rojo, lavaban los parabrisas de los coches detenidos y tendían sus sucias manos hacia las ventanillas abiertas de los coches. Una mujer, que daba de mamar a un niño pequeño en el asiento de al lado, con un pecho fuera, metió al chico en la mano una moneda de cien liras. Un vendedor ambulante había pinchado en palitos los panecillos que llevaba en un cesto de madera. Sobre uno de los panecillos pinchados había una hoja de periódico árabe, con la foto de un niño muerto."

23/4/08

Una dedicatoria

Madrid, calle Alcalá, 17:00 horas. Debate sobre los "Diarios: realidad o ficción". A la derecha, con calzón blanco, Andrés Trapiello; a la izquierda, con calzón azul, José Luis García Martín; en una esquina, de moderador inútil, Antonio Jiménez Morato. Cuatro gatos como público.
Antes de que empiece el combate, me acerco a A.T. (en su vertiente de editor y prologuista) y le pido que nos dedique La España negra II a los amigos del Círculo Solana...


Me informa de la próxima aparición del inédito sobre París (que por lo visto es grandecito y está muy bien), me cuenta los vaivenes de la famosa "maleta Solana" y revela la existencia de un precioso facsímil solanesco que habrá que buscar por las librerías de lance.

Por si no se lee bien (lo he escaneado fatal), lo transcribo: "Para el Círculo Solana, lo más redondo que ha podido producir nuestra cuadriculada y cerrera España. Su amigo Andrés Trapiello. 23 de abril de 2008 Madrid". Hay que reconocer que tiene buenos reflejos: "círculo"-"redondo"-"cuadriculada"...

20/4/08

Un paraguas, un puente, un río y un señor

Nadie sabe a cuantos suicidas ha visto uno en realidad en su vida. Cuantas personas que han pasado a nuestro lado, hablándonos o no, compartiendo mesa, aula, viaje, el aire mismo, por estar a nuestro lado en una sala de espera, en un autobús, en un avión, y hasta en una cama, y a las que ya les hemos perdido la pista, hayan sido estas personas pocas o muchas, y que ya no volvimos a ver ni volveremos a ver, han desaparecido para siempre. Personas, que en algún momento fueron alguien en nuestra vida, y no sabemos cuántas de estas dejaron de vivir porque les apeteció, porque les pareció más atractivo dejarlo todo que quedarse aquí. Ley de vida, se dice, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y hay que seguir, o la vida sigue etcétera. Pero lo que recuerdo ahora en medio de unas neblinas que me hacen desconfiar de la memoria y de su naturaleza caprichosa, es un suicidio que vi hace la tira de años, cuando era pequeño.

Fuimos testigos de aquello todos. Todos éramos mi padre, madre, hermano y yo. No conocíamos al suicida, o supuesto suicida, pues de este caso quedan muchas dudas, y lo único que supimos de él es lo que vimos y aún así ni estamos, o estoy, seguro de lo que vimos, como una alucinación colectiva, familiar. Es posible también que sí lo conociéramos. Pasa en las ciudades pequeñas que todo el mundo se sabe de vista, como sin querer, y en una rueda de reconocimiento por la que pasaran individuos de todo el mundo sabríamos decir quién vivía en nuestra ciudad y quién no, y para ello era suficiente que lo hubiéramos visto una sola vez y ya se quedaría grabado en la mollera como conciudadano nuestro. Contaré lo que vimos sin desviarme un ápice, o lo que recuerdo que vi, porque no sé qué pueden recordar los demás. Quizá cuando los vea les pregunte si recuerdan algo, aunque es poco probable que mi hermano se acuerde de algo, quizá era demasiado pequeño, y también mi padre, que ahuyenta el pasado como si de moscas se tratara. Mi madre sí, quizá sepa de qué le hablo, y quizá sepa más que uno, que al fin de al cabo era sólo un crío de ocho años o por ahí.

Era domingo, me parece. Un día nublado, lluvioso, pero no de chaparrones. Un orvallo, que se movía en el aire como en remolinos, llevado por el viento de un lado a otro y haciendo volatines y esquivando los paraguas. La lluvia más puñetera. Quizá íbamos a alguna parte, o sólo habíamos salido a tomar el aire. El caso es que estábamos caminando todos juntos por la acera paralela al río que cruza la ciudad. Aunque la ciudad propiamente dicha está a un lado y lo que queda salvando el puente es una periferia sin apenas rastro de ciudad, a no ser el campo de fútbol, y el mercado y algunas calles que casi se salen del mapa urbano. Estábamos como a unos cien metros del puente, aunque soy muy malo para las mediciones y puede que sean doscientos o cincuenta. La única persona que estaba sobre el puente era un tipo de gabardina o abrigo negro, creo. Era un hombre en todo caso. Poco más podría jurar. Tenía un paraguas cerrado, aunque no estoy seguro que lo viera en ese momento. No había nada extraño en la escena. No era el día para pensar mirando el río, quizá, dónde la lluvia parecía revolverse con más furia, pero no vimos nada fuera de lo normal que nos hiciese pensar en lo que pasaría un minuto o menos después. Quizá aquel hombre estaba tomando su última decisión y al vernos venir a lo lejos se dejó de dudas e hizo que lo venía a hacer. Lo que quizá llevaba tiempo intentando y nunca había conseguido hacer. Fue pasar una pierna al otro lado de la barandilla, por encima, y acabar poniendo los dos pies y mirando abajo. Quizá en esos momentos todos teníamos la boca abierta. Se dio la vuelta sin dejar de agarrarse, cómo me acuerdo de ese detalle, o cómo creo acordarme, mirando de frente al río, que bajaba seguramente más revuelto y oscuro que nunca. Era, es, un río rabioso, de la mucha arena de los fondos que le han quitado, con esos remolinos que se ven a docenas desde cualquier puente y que se tragan la basura que sigue la corriente como succionada por una gran boca en el fondo. Vemos a esos papeles, condones, ramas, porquerías varias, girando locos, como si fuesen a despegar, y desaparecer en el fondo opaco. Y eso fue lo que hizo aquel hombre, que lo vimos desaparecer del puente.

No recuerdo si uno de nosotros vio algo que otros no vieron, o si todos fuimos testigos de aquello. El caso es que dónde había un señor, en mitad del puente, ya no había nadie, en cosa de segundos, y que la única posibilidad era que aquel individuo se tirase a la poza negra que era aquel río. Corrimos al puente y encontramos un paraguas a la altura dónde había estado aquel tipo. Era un paraguas negro, grande, con la puntera afilada de metal. El paraguas estaba allí, quizá lo había dejado porque a él ya no le aprovecharía nada dónde pensaba ir y lo abandonaba para que otro le sacase partido. Es posible que también hubiese dejado una gabardina, o un abrigo, pero eso, no lo juraría tampoco, ni lo voy a poner como dato fidedigno. Aunque fidedigno no haya nada en realidad. Somos máquinas de transfigurar recuerdos, de vestirlos en las partes desnudas, de mudarlos, cambiarles la ropa de vez en cuando y presentarlos más claros de lo que eran.

Aparecieron unos policías, ya no sé de qué cuerpo, quizá una pequeña delegación de varios cuerpos, para pensar juntos y decidir las acciones. Y vieron el paraguas, y se lo quedaron, y preguntaron mucho, mirándonos a todos, quizá con el ojillo entrecerrado, como estudiándonos, si era verdad que habíamos visto a un tipo tirarse desde allí, sopesando si estábamos delirando en familia. Y señalaban el punto exacto que el paraguas había marcado. No recuerdo si dibujaron una cruz con tiza en el suelo, para que los buscadores de cuerpos hiciesen sus cálculos, y no recuerdo lo más importante, si al final habían encontrado un cadáver, o si tod0 había quedado así, en uno más desaparecido que podía ser o no el que se había tirado desde el puente. El único que sabía la verdad era el paraguas, y el que sabía quién era su dueño, o quien lo había sido hasta ese fatídico momento, y hasta qué razones le habían llevado a tomar esa decisión, si es que hay alguna razón para tomar una decisión así.

Como si hubiese una causa lógica para que eso se dé. Como si en el listado de causas y efectos ordinarios señalados para este mundo hubiese unas razones concretas o aproximadas que conducen a alguien, de forma casi irremediable, a ese resultado. Era aquel paraguas negro tan señorial y parroquiano, como de tratante de ganado, quizá aún tuviese el mango caliente, el que podría haber escrito la noticia con todo detalle. Si los paraguas escribiesen novelas ese tendría una novela con sólo que contara los episodios, con sus desdichas, de la vida de su dueño. Si el paraguas aquel pudiese contar todo lo que uno no puede contar entonces tendríamos algo más claro qué pasó en realidad y si aquel tipo tenía la intención de ahogarse o todo era una tapadera para desaparecer y empezar una nueva vida en Brasil o Venezuela u otro país más exótico y a dónde suelen ir a parar todos los suicidas fraudulentos, y todos los fraudulentos en general. Pero suponemos que al tirarse sólo quiso matarse y suponemos también que no le costaría mucho conociendo el río.

Pasaron los días, pasaron los años, aquel paraguas y aquel suicida y aquel puente y aquel río, todo en conjunto y en combinación, vuelven a la neblina de la que salieron y ya está.

13/4/08

Nada que hacer

Me lo contó él mismo. No es ese tipo de cosas que pasan de boca en boca, y que se cuentan de terceros como un hecho extraordinario. No es una historia asombrosa para una sobremesa. Incluso me lo contó como un inciso (un descanso) en una conversación sobre algo más grave.

Al principio no supe qué pensar de la anécdota; quizá más que en la propia situación detallada uno veía a la persona en ella, en cómo actuó y si en aquello que me contaba y en cómo me lo contaba en­contraba algún antecedente de todo lo que le pasaría después. En aquella historia uno veía los rincones desconocidos del amigo, y al posterior enfermo, y al que va perdiendo pie sin saber nadar y del que ya casi no esperamos otra cosa que una confirmación en la de­rrota. Sólo después, con el tiempo, vi que aquella pequeña anéc­dota sin importancia me volvía a la memoria como una comida que no somos capaces de digerir. Y cada vez me parecía más extraña. No creo que pueda representar por escrito, ni de ninguna manera, esa emoción un poco descabellada que percibí en sus ojos y en sus gestos y en su voz cuando me lo contó.

Entendí que la cosa ocurrió hace unos diez años, quizá algo menos. Acababa de casarse. Hace poco cumplió 41 años; pues tendría 31 de aquella, o por ahí. No hacía mucho había sacado plaza de profesor de secundaria en biología. Todo le iba bien, en apariencia. Su fu­tura mujer trabajaba en un hospital psiquiátrico como psicóloga. Se llevaban muy bien. Hacía seis años que se conocían. Les espe­raba una luna de miel que llevaban tiempo preparando. Tenían dos meses para recorrer varias ciuda­des europeas; Praga, Berlín, Viena, Budapest…

En una pequeña ciudad del centro de Europa (por la que estaban de paso) visitaron un parque zoológico, mientras esperaban el si­guiente tren. El lugar era un pequeño zoológico que habían encon­trado por casualidad al perderse. No salía en la guía de viaje que llevaban y cuando entraron vieron que aquello estaba bastante aban­donado. Apenas había público, y fuera por el mucho calor o por lo poco atractivo (más bien triste) del sitio, no les extrañó. Recor­daba aquel lugar como algo bastante feo, con animales en un estado lamentable, e inquietantes, como si en realidad no fuesen lo que parecía que eran. Imagino que el aspecto de estos no sería el mejor, el que se ve en los documentales. Me dijo que algo en ellos les repug­naba, y no eran las moscas, los excrementos o la desidia en la que todos parecían sumidos. Había algo como humano en ellos (eso dijo exactamente, recuerdo sus palabras). Reconocía tam­bién que esto podía ser una impresión que se hizo a posteriori, aunque de lo que sí es­taba seguro (e insistió en ello) era que aquel lugar y los animales les producían cierta aprensión en el momento que no sabían expli­carse.

Era un día de calor y habían bebido algún refresco que pronto les bajó a la vejiga. Buscaron los servicios. Apenas había trabajadores a los que preguntar, así que recorrieron buena parte del parque antes de encontrarlos.

Según dijo, los servicios no tenían muy buena pinta y no había na­die. Estaban un poco apartados de la zona en teoría más transitada del recinto, como si fueran unos baños abandonados. No le hicie­ron ascos a lo que había y se separaron en la puerta. Entró en aquellos servicios a toda velocidad, desabrochándose los boto­nes. En cam­bio se acercó a las piletas y lo que debía ser blanco era de un amari­llo profundo, con mucha porquería y hasta insectos. Una guarrada. Parecía que no los usaban desde hacía años. A pesar del apuro, y antes de acercar su querido miembro a aquellos vertede­ros con forma de meadero vertical, fue puerta por puerta para entrar en un váter pero estaban todos cerrados. Le pare­ció raro, pues pensaba que no había nadie allí. La puerta del baño para minusválidos se abrió. Entró, cerró, y rápidamente em­pezó a ori­nar. Aquel baño tampoco estaba muy limpio. Mientras orinaba se fijó; sobre la tapa del váter había pelos, unos asquero­sos. Algunos eran marrones, otros blancos, y no sabía qué animal podía haber estado allí, pues no parecían de humano. Aún no había acabado de orinar cuando oyó un golpe en la puerta de afuera, como si alguien entrara cho­cando con algo. Le siguió un so­nido de ruedas chi­rriando, lentas, y unos gorjeos tan irreconocibles y salvajes que le pusieron la piel de gallina. Se quedó quieto. Ya había aca­bado, se abrochó los botones del pan­talón y sin saber muy bien por­qué se guardó de no hacer ningún ruido. Sólo se escuchaba su respiración y el sonido de lo que parecían unas ruedas sobre aquellos suelos sucios.

No pasaron muchos segundos hasta que algo movió una y otra vez el manubrio de la puerta dónde él estaba, el retrete para minusváli­dos. En ese momento podía haber respondido que estaba ocupado, pero fuera por creer que no estaba en su derecho de usar un baño para minusválidos o por la desconfianza que le causaba el parque zooló­gico y los animales en concreto, o por los ruidos ciertamente extra­ños que había emitido lo que fuese que estuviera al otro lado de la puerta, el caso es que no movió ni una ceja y esperó a que el sujeto volviese por donde había venido. Claro que si tenía tantas ganas como él de orinar no se daría por vencido tan rápido, y más sabiendo que un impedido no tenía otra alternativa. Estas y otras cosas pensaba (ya casi decidido a portarse con toda la normalidad del mundo y abrir la puerta y pedir disculpas olvidando todos los temores que quizá de forma irracional se habían acumulado en su mente) cuando oyó otros gorjeos ciertamente acojonantes, y de origen un tanto dudoso. La puerta empezó a vibrar con la intensi­dad con la que aquello movía el picaporte. Y no tardaron los golpes, de una potencia desmesurada, feroz.

No sabía qué hacer. Pensó en el puño que tenía que haber al otro lado de la puerta para dar semejantes golpes. Ahora tenía claro que no abriría. Miró instintivamente al techo y a su alrededor por si había alguna vía de escape. Nada. Entre la puerta y el suelo había un hueco. Se agachó cuidando de no hacer ningún ruido y vio una rueda de silla de mi­nusválido en bastante mal estado, con los neumáti­cos de bicicleta de carreras algo deshinchados y con los ra­dios visibles un poco oxidados. Se movía hacia delante y hacía atrás como si tomara impulso para los golpes. Después pensaría que quizá no eran puñetazos en la puerta sino cabezazos.

Lo siguiente que vio le heló la sangre: por un momento distinguió un calcetín de lana castaño con un pie pequeñísimo, o lo que tendría que ser un pie. El calcetín estaba roto en la punta y dejaba ver un unos pelos oscuros, como de animal, con una uña larguí­sima saliendo.

Según me dijo, en lo primero que pensó fue en buscar algo con lo que defenderse. Pero no había nada. Sólo el váter y esas barras de apoyo fijas en la pared. La puerta parecía que cedería de un mo­mento a otro debido a los golpes furiosos de aquello. Martín se apoyó contra la puerta para hacer contrapeso y buscó su móvil en los bolsillos de la cazadora. Justo cuando lo encontró y pulsaba la tecla de llamaba los golpes cesaron. Oyó la voz de su mujer contes­tando y el chirrido de las ruedas moviéndose hacia el fondo. Se de­tuvo pronto, seguramente a la altura de la primera o segunda pileta, que hacían esquina con el cubículo para minusválidos en el que él se encontraba. Permaneció en silen­cio; ella insistía al teléfono, sí, sí, qué pasa, ya acabé, estoy afuera esperando, ¿estás ahí? De re­pente escuchó el sonido de un chorro contra el suelo o contra una pared. Aquello, fuese lo que fuese, es­taba orinando. Era el mo­mento de abrir la puerta y salir corriendo. Apretó el manubrio, la otra mano en el pestillo, y al mismo tiempo accionó los dos. Abrió y con la cabeza girada hacia su derecha, la zona en la que suponía estaba el peligro, salió pitando de aquel baño.

Me contó que apenas vio nada, a no ser la parte de atrás de una silla de ruedas cochambrosa y algo encima echado de lado, sin lo­grar hacerse una idea de qué era aquello.

Al salir encontró a su mujer a unos metros de las puertas de los baños. Seguía sin haber nadie más a la vista. La obligó a correr en dirección a la salida, buscando a alguien de allí al que contarle lo que había pasado. Sólo encontraron en la puerta al fulano que vendía el ticket de entrada. Intentó explicarle lo ocurrido pero fue imposible entenderse; el hombre no sabía inglés y ellos no conoc­ían el idioma local. Salieron de allí. Él estaba bastante nervioso.

Esa noche, en el hotel de otra ciudad, le preguntó una vez más si no había oído nada, ningún golpe, mientras esperaba cerca del baño dónde a él le había ocurrido aquello. Le parecía muy improba­ble que aquel es­truendo no se hubiera escuchado fuera. Ella insistió en que no había oído nada.

Fueron a otra ciudad pero no lo olvidó. Volvía al tema una y otra vez, como una intriga sin resolver que no le permitía concentrase en nada más. Acabaron discutiendo, casi por primera vez, en serio. Para ella, él exageraba algo sin importancia, e incluso llegó a dudar de que todo hubiese sucedido tal y como él lo contaba. Fue una luna de miel desastrosa.

A la vuelta, poco a poco, fue dejando el asunto. A los tres años se separaron. Al parecer ella quería tener hijos y él no. Pero esa era la versión oficial, una simplificación. Estaba hundido. Un día lo encontraron, de madru­gada, desnudo en una calle del centro. Estuvo en el hospital unos días. No volvió a trabajar y de eso ya hace casi dos años.

Le pregunté; ¿qué vas a hacer ahora? Y me dijo: Ya no hay nada que hacer. Me quedé con esa frase, que en el momento me pareció la respuesta más natural del mundo, la más sabia. Sólo después caí en la cuenta de que no sabía a qué se refería.

(Santiago, Enero-2008)

7/4/08

Un poco de sangre


Si no se ha curado del todo, piensa Bernardo, mejor no salir. El domingo pasado el podenco se acercó más de lo debido a una cerda con crías. Bernardo se mantuvo a distancia, pero los vientos le venían al perro y tampoco hubo manera de pararlo. El animal se acercó ladrando, apenas pudo esquivar la embestida del jabalí. Bernardo disparó entonces a una de las crías. Marró el tiro, pero la cerda no se cebó con el podenco, y huyó.
Después, en Alfambra, en la casa de sus padres, que ya solo sirve para guardar el perro y curar los jamones, Bernardo cosió al podenco con cuidado, una raja de seis centímetros de larga que por lo menos no había interesado las entrañas. Ya es la tercera dentellada que le tiene que coser. El perro tiene demasiada sangre, si le vienen los vientos no se sabe sujetar.
Bernardo apaga los faros del jeep junto a la puerta de la casa, en lo que durante décadas fue el final del pueblo. Ahora las casas llegan hasta más allá de la piscina y más allá de la estación en ruinas, hasta el silo, en la carretera de Teruel. Cuando Bernardo era niño esa casa era nueva. Oye ladrar al podenco tras la tapia del corral, y a cuatro o cinco perros del contorno que se despiertan. Todavía es de noche. A Bernardo le gusta salir temprano de Teruel, antes de que se haga de día, y preparar el fuego para que cuando vuelva del campo se pueda estar en la cocina.
El podenco rasca con la pata en la puerta del corral. Aunque la casa lleva muchos años deshabitada y daría lo mismo que el perro pudiera entrar, Bernardo suele cerrar mucho siempre todo, como si hubiese algo de valor o una familia errante pudiera instalarse sin su permiso. El perro está despierto y muy nervioso, caracolea entre las piernas de Bernardo mientras él comprueba si ha mermado la tolva del pienso y el agua no está helada. Dentro, en la pocilga donde duerme, encima de algunas pajas, Bernardo enfoca con la linterna y busca rastros de sangre fresca. Pero el perro parece haber cicatrizado bien. Ya sabe lo que le toca si se arranca los puntos, así que la herida está sucia de barro y de paja pero parece que no está infectada. Bernardo vuelve a rociarla con un spray cicatrizante de color violeta.
El perro está bien. Bernardo entra en la cocina para cambiarse. Nadie de su familia va nunca por allí, pero todos le regalan para su cumpleaños alguna prenda de caza que compran en el Corte Inglés cuando bajan a Valencia y de algún modo le exigen que se las ponga. Bernardo sale del jeep disfrazado de cazador, pero entra en la cocina y cambia el Barbour por un tabardo, y las botas Geox por unas chirucas corrientes, y el chaleco enguatado verde por un jersey de lana con cremallera. Bernardo prefiere pasar por el camerino antes que encontrarse a alguien del pueblo mientras caza. Si pudiera cambiar el jeep por el cuatro latas viejo que guarda en el corral, también lo cambiaría.
Bernardo conduce hasta un altozano desde donde se ven las faldas de los Montes de Camañas. El día nace despejado. El terreno avanza en pequeñas lomas, la carretera sube y baja por bancales en barbecho y oteros llenos de piedras. Hasta casi Sierra Palomera no se divisa el gran valle amarillo del Jiloca, todo está lleno de horizontes cercanos que se sobrepasan y se desdibujan. Bernardo conoce el terreno, pero prefiere dejar el jeep donde lo pueda ver. Saca al perro de la jaula rodante y la escopeta de la funda de cuero repujado, que cambia por una de loneta verde. También saca el almuerzo de una especie de neceser de Ralph Lauren y lo mete en el morral de cuero que llevaba su abuelo cuando era pastor, bastante cerca de allí, en las lindes de Camañas con Alfambra. Después comprueba que el jeep queda cerrado y echa a caminar, pronto se oye sólo el crujir de las botas sobre los rastrojos.
Bernardo no espera que la mañana se dé bien o mal. La mañana es escuchar sus pasos sobre los terrones de tierra recién labrada y los cañutos de cebada seca, caminar hasta los pinos de Camañas y allí debajo fumarse un cigarro, recorrer un par de veces una ruta paseable y si sale una perdiz o un conejo apuntar y no darle casi nunca. Bernardo empezó cazando solo porque casi nunca cazaba nada, y luego, cuando aprendió las distancias y apuntaba justo al encuentro, dejó de interesarse por el hecho de cazar, pero no por el de ir de caza. Juzga las piezas antes de dispararles. Aun así, de vez en cuando, caza una perdiz despistada, o el perro le vuela una parva de codornices ante las que lo milagroso habría sido no acertar ninguna.
El podenco suele ir a su lado, aunque a veces se adelanta y corre hasta más allá de la siguiente loma, y por unos momentos desaparece. Cuando Bernardo corona el repecho, el perro ya está allí, avanzando en círculos hasta que llegue su amo. Mientras la mañana se mantiene quieta puede soportarse el frío, pero a eso de las diez se gira un cierzo recio que desviaría los perdigones. Como no remite, y Bernardo empieza a sentir en la cara los alfilerazos de la matacabra, decide volver al pueblo cuanto antes. En vez de jornada de caza, habrá jornada de hogar. Llama al perro pero el viento también se le lleva la voz. Después de silbar en vano varias veces, Bernardo aprieta el paso hasta la siguiente loma, pero salva el repecho y el perro no aparece, ni en esa vaguada ni por las crestas blandas que se dibujan por detrás como los niños dibujan las montañas. Es posible que alguna de esas ráfagas de cierzo le haya llegado con toda la violencia del instinto y haya ido a parar otra vez al amín del jabato. Las cerdas recién paridas son muy peligrosas, aquella vez Bernardo se acercó más de lo debido, más allá de la línea del miedo, en la jurisdicción del bicho, supo el riesgo que corría pero siguió caminando, la carne de los jabatos no es jasca como la de los animales adultos.
Es inútil seguir llamando al animal con esta ventolera. Bernardo se refugia junto a una sabina petrificada, que sin embargo creció hacia el sur, no porque buscara el sol sino empujada casi cada día por el cierzo. Tampoco es bueno que camine mucho. Lo mejor sería quedarse allí hasta que el podenco regresase, con los vientos así de cruzados es fácil que el animal se desoriente. Desde la sabina se ve la masada de Palomera. Son cuatro paredes rellenas con escombros que se hunden del tejado, Bernardo tiene muchas fotos de esa masía, casi todas hechas por la tarde, cuando el sol tiñe de naranja meloso, de un tono amarillo cadmio, tostado de bermellón, los bancales que todavía guardan sin recoger rulos de paja. Lo que más le impresionó de aquella ruina la primera vez que entró fue lo grande que era la casa y lo pequeño que era todo, las ventanas diminutas para protegerse del frío, el hogar estrecho sin respiración, o los cubiles que aún no se han desmoronado del piso de arriba, que Bernardo ve desde la escalera porque piensa que las vigas podridas y el suelo de cañizo y barro ya no podrían soportar el peso de una persona. A veces ha pensado en la posibilidad de alquilar una grúa para meterse sin peligro en aquellos dormitorios diminutos que durante el invierno sólo recibían el abrigo de las cuadras, los vahos de las bestias y de las ovejas que subían por los intersticios de las tablas, el aroma del fiemo.
Bernardo aprieta el paso porque la matacabra está degenerando en ventisquero. Estamos a últimos de octubre. Hay un cobertizo en la pared oeste de la casa levantado con ladrillo y cubierto con vigas de madera reciente y tejas nuevas que no amenaza ruina. Si arrecia la tormenta, se puede refugiar allí sin que le caigan encima los cascotes. Bernardo intenta silbar pero el cierzo suena mucho más potente que su voz.
La masía está en las faldas de la sierra que flanquea el valle del Jiloca, a treinta kilómetros de Teruel, encima de uno de sus últimos montículos, por los que serpentea, de este a sur, el barranco de la Cañada Seca. La sierra dibuja un entrante, una especie de ensenada fluvial en un enorme cauce vacío que sirve como abrigo de los vientos. Está muy bien situada, pero el frío y el viento en esta época del año es igual allí que en Patagallina, en la misma cresta de la sierra.
Bernardo sube la cuesta que separa el camino de la masía. La visión de la casa se esconde y poco a poco reaparece mientras el frío y el sofoco le van cortando la piel. Nota cómo se le secan los labios y le pican y la piel es más tirante, cuando se pasa la lengua por ellos es como pasarla por una herida. Cuando sube al alto, que en realidad es una especie de era, la matacabra es una nube de humo que se arremolina y entra y sale por los muros derruidos del corral y por la puerta oscura. Pero entre el ruido de órgano de la ventisca escucha un ladrido. Bernardo asoma con cuidado la cabeza por la puerta, empieza a llover de firme y el ladrido no parece haber salido desde dentro. Vuelve a escucharse otro ladrido, que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido, demasiado agudo, como un brote de aullido, y suena en la parte de atrás de la casa. Bernardo da la vuelta, pasa por delante del cobertizo, que está cerrado con una cadena, y se asoma por el murete del corral. Y allí ve al podenco, clavado a una hermosa perra blanca.
Los perros ya han copulado y miran en sentidos opuestos, pero llevan unidos los cuartos traseros, el tejido cavernoso que los ata no se ha desinflado aún. Pero los perros no pueden moverse coordinadamente y les está cayendo la lluvia encima, un chaparrón con litines que arañan en la cara. La perra es más alta que el podenco y eso hace que esté como encogida, como en la posición de iniciar un salto con los cuartos traseros. Parece una perra de raza, como una galga peluda de hocico largo y acarnerado, más alta y más robusta que los galgos.
Lo primero que siente Bernardo es un fastidio mezclado de temor. Esa perra tan rara es de caza sin ninguna duda y los dueños de las hembras son los que deciden cuándo las quieren montar. No debería representar ningún problema, también el podenco es de raza, pero hablamos de hombres que van armados. Están en mitad de una ventisca, en las faldas de un inmenso valle vacío, escondidos en el esqueleto de una casa. Los perros miran cada uno por su lado, aún están enganchados y miran como cuando saben que por detrás les va a venir un castigo, cuando acude el amo después de haberlos hecho parar con malos modos, con voz demasiado aguda, o demasiado bronca. Miran con ese no mirar al ser temido que se acerca. Y sin embargo el podenco lo llamaba.
Bernardo se está empapando. La gorrilla de la Caja Rural que se puso en lugar del gorro Barbour está calada y el tabardo no lleva capucha. Junto a la pared no les cae toda la lluvia, pero a veces el viento se vuelve contra ellos y la lluvia estalla contra el muro. Sabe que no hay nada que hacer, ni siquiera refugiarse en el cobertizo, y mucho menos dentro de la casa. La lluvia cambia de intensidad por momentos, es una lluvia convulsiva que arrecia con la misma frecuencia que la ventolera. Bernardo decide buscar un abrigo más eficaz y dejar solos los perros, pero entonces es la perra la que ladra, un ladrido que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido o brote de aullido, un ladrido raro que se parece a todos los ladridos pero él no ha escuchado jamás, y también aparece, ascendiendo por la cara norte de la loma, un enorme paraguas negro que camina hacia la casa contra el viento y que tapa el torso y la cabeza de la figura pero no las piernas. Son piernas de anciano que caminan firmes pero lentas, como más atentas a no caerse que a caminar deprisa. Las piernas tienen el andar trabajoso de las caderas descoyuntadas. Bernardo no ve colgando junto al muslo la culata de la escopeta.
A pocos metros de los perros, que tirando el uno del otro se han salido hacia la era y la lluvia les está cayendo de lleno, el individuo levanta el paraguas y en efecto ve a un anciano con chaquetón de cuero negro, grandes bigotes de moco y una gorra como de marinero. De la cintura lleva colgada una liebre. Bernardo no ve asomar por ningún hombro el cañón de la escopeta. El viejo sonríe y señala a los perros y se acerca a Bernardo. Gesticula mucho pero no habla nada. Bernardo sabe por su forma de vestir y por sus gestos que es un anciano de pueblo, pero no de este pueblo. Bernardo se queda quieto al arrimo de la tapia, y el anciano hace lo posible por caminar más rápido. Llega a la altura de Bernardo y lo cubre con el paraguas y se ríe. Es una risa como todas las risas pero es una risa en otro idioma. El anciano dice ¡frío! varias veces y se ríe. Por la manera de decir ¡frío! Bernardo deduce que el anciano es eslavo. El anciano, sin dejar de reírse, con esa risa con que nos enfrentamos a la lluvia, como si fuera una tragedia divertida, se aleja de Bernardo y acude al lado de los perros, y llama desde allí a Bernardo con una palabra eslava que entre el viento suena como pishki. Bernardo acude a refugiarse en el paraguas, junto a los perros que no se han terminado de soltar. El anciano acaricia la cara de la perra, la limpia de bolisas, y Bernardo se siente un poco en la obligación de hacer lo mismo, de modo que se vuelve de espaldas al anciano por un momento y se agacha sin salirse del paraguas, y al acariciar al podenco por la barriga nota que la herida está fresca, y al mirarse ve que lleva un poco de sangre en la mano.
El anciano eslavo de largos bigotes de moco se percata. De inmediato le ofrece a Bernardo el mango del paraguas para que lo coja con la mano limpia. Se agacha y acerca sus ojos muy pequeños a la herida, con esa solicitud de las personas que no saben cómo agradar hasta que de pronto sucede algo en lo que son especialistas. Al agacharse se ha salido del paraguas, la lluvia cae sobre su espalda. Bernardo lo cubre y de la vuelta para estar los dos al mismo lado del podenco, y se agacha también un poco, y ve cómo el anciano recoge lluvia con el hueco de la mano para limpiar la sangre de la herida. De vez en cuando levanta la cabeza hacia Bernardo, parece que sonríe. Una de las veces se mete la mano en el bolsillo interior del chaquetón y saca un bote parecido al bote donde se vendía el ungüento Cañizares, de letras negras sobre fondo rojo. Es una especie de pomada marrón brillante que el viejo rebaña con un dedo y aplica en la cicatriz abierta del podenco. El perro acude a lamerse pero el olor de la pomada le repele.
El viejo se incorpora. Quiere decir algo mientras guarda la pomada pero sólo le salen gestos y risas, amén de una palabra que Bernardo identifica como pietsch. Han cedido las ventoleras. Ahora es solo lluvia fina lo que cae. La perra se inquieta y afirma en el suelo las patas traseras. El podenco no colabora, se deja incluso arrastrar y ambos salen fuera del refugio del paraguas. Bernardo y el viejo los miran porque tampoco tienen nada mejor que hacer. A unos metros, en medio de la lluvia, la perra consigue arrancarse y galopa unos metros, como si todavía le quedase viva la intención del susto, o del mismo pudor.
Entonces Bernardo indica con un gesto al viejo que ate a la perra y vayan al coche. El gesto de atar a la perra, el de llevar el volante de un coche. Juntos bajan con sus perros por la vereda. Ya en las inmediaciones del jeep, Bernardo dice Alfambra varias veces. El viejo asiente y sonríe. Pero antes de subirse al coche saca una navaja cabritera de un bolsillo del pantalón y luego descuelga el conejo que lleva en la canana. El cuchillo lo coge por el filo, como cortan el queso los pastores, y de un tajo limpio le abre la piel al conejo. Después, con señas, indica que ese conejo es para Bernardo. El viejo señala a la perra y luego el conejo y finalmente a Bernardo, y sonríe. Bernardo no sabe con qué gestos no aceptar. El viejo lo ha dado por hecho, sería un desaire, hace frío y Bernardo quiere volver a Alfambra cuanto antes. El viejo limpia la sangre en la hierba y le arranca la piel al conejo. Bernardo ve los hilos blancos de las telillas despegarse con la piel. El viejo, con el mismo cuchillo, le saca un ojo al conejo y lo sostiene para que le caigan las últimas gotas de sangre.

5/4/08

MANIFIESTO DEL FRENTE PARA LA ERRADICACIÓN DE LOS ENANOS DE JARDÍN

Vivimos tiempos de oscuridad espiritual.

Vivimos tiempos de banalidad en el arte.

Vivimos tiempos de menosprecio de la sabiduría.

VIVIMOS TIEMPOS DE ENANOS DE JARDÍN

La oscuridad se esconde en los enanos de jardín.

La banalidad tapiza nuestros jardines en forma de enano.

El mero hecho del enano de jardín menosprecia el concepto de sabiduría.

La verdad y la belleza huyen de los enanos de jardín.

DECIMOS NO

DECIMOS NO

DECIMOS SIEMPRE NO AL ENANO DE JARDIN

Has sido elegido para comenzar tu liberación.

Tus enanos de jardín están ahora donde ya no pueden hacer más daño.

Pero el enano de jardín es sólo un síntoma de tu indeseable situación.

Sólo podrás salir de ella leyendo.

LEE

LEE

LEE UN LIBRO POR CADA ENANO

Porque si no, los pondrás de nuevo y nosotros tendremos que volver.

FEEJ

***
Habíamos llegado a Los Oteros Reales, un conjunto de calles improvisadas en mitad de un pinar. Cantaban las lechuzas en medio de una oscuridad casi total y, al sonido de los coches, comenzaron a ladrar con rabia algunos perros. Jacobo nos había dicho que era una urbanización de temporada, ocupada en invierno únicamente algunos fines de semana. Los dueños dejaban allí a los perros, a los que echaban comida de vez en vez. Olía a miseria y a miedo, como en las perreras. Pensé en Bruno, mi único perro, al que tuve que ir a rescatar de allí alguna vez. Tuvimos que sacudir a Víctor para que espabilara. “Para dejar aquí el perro, mejor no tenerlo”, dijo Laia y Víctor le contestó que no eran caniches sino perros de verdad, para cazar o guardar la casa. “Pues peor me lo pones”. Víctor la miró con una sonrisa irónica y ella le sostuvo la mirada y le espetó un “qué” desafiante. “Vale, bonita”, dijo Víctor y volviéndose a mí, me hizo un guiño, “joder, cómo estamos…” Los demás ya se habían bajado de su coche y miraban el plano a la luz de las linternas. Fuimos hacia ellos. Las lechuzas se habían callado y un conejo pasó en zigzag muy cerca de nosotros. “Joder, qué frío -dijo Víctor-. Vamos a movernos ya, que si no me vuelvo al coche”. Esta vez se trataba de desvalijar la urbanización de una sola vez. Íbamos a hacernos con un buen botín y pensábamos celebrarlo desplegando entre los pinos una inmensa pancarta con nuestro manifiesto. Nos dividimos en parejas. Como siempre, Víctor comentó, mirando a Julián, que a él le tocaba bailar con la más fea y como siempre nos reímos. Sin embargo, ellos eran los mejores. Nadie, ni ellos mismos quizás, podía comprender la extraña química por la que un tío tan triste y tan blandito como Julián conectaba con el rey del tunning y por qué juntos funcionaban tan bien que ni siquiera hablaban para entenderse. Pero el caso es que Julián, aquejado de la verborrea trascendente de los tímidos vanidosos, únicamente se callaba cuando estaba con Víctor. Y Víctor, que solía despreciar al entorno con todas las células de su cuerpo de hortera, no decía nada en presencia de Julián sin añadir un expectante “¿eh, colega?” al que el poeta respondía con un parpadeo aquiescente.
La cosa estaba así: de las veintidós casas, diez tenían perros, presumiblemente sueltos. Jacobo las había señalado en el plano con una cruz roja. Comenzamos, pues, por las otras doce, cuatro por pareja, con el mismo procedimiento de siempre, salvar los diferentes cerramientos, generalmente setos de boj y tela de alambre aunque a veces había que sacar del coche las escaleras y las cuerdas. Lo demás era relativamente sencillo. La gente tenía un gusto bastante unificado en cuanto al lugar escogido para sus enanos de jardín. Solían emerger con sus farolillos de alguna mata de juníperos o trasladar su carretilla llena de macetas por un sendero de grava entre dos macizos de pensamientos o de violetas. Si el lugar contaba con estanque artificial, los enanos se congregaban en torno en variadas actitudes, a veces acompañando a algún “bambi” recostado, otras en grupos artísticos que recordaban a las Tres Gracias y, en ocasiones, había algún enano exhibicionista que, con la túnica abierta de par en par, mostraba unos exagerados atributos a la pared hacia la que le habían colocado para dar sutileza a la broma, imaginaba yo por imaginar que algo de todo aquello tenía sentido. En mitad de la noche, nuestras linternas iluminaban pedazos de jardines dormidos buscando los cabos de aquella coreografía que alguien había ideado como creador absoluto de su propio universo. Y pensaba qué poco sabemos unos de otros y también qué extrañas cosmogonías se esconden tras las personas más anodinas en apariencia. Mientras la silueta de Laia me precedía descubriendo a su paso plantas ateridas, yo intentaba imaginar los motivos por los que cada una de las personas a las que robábamos realizaban así y no de otra manera su particular puesta en escena. Recuerdo ahora, desde la distancia, aquellos jardines plantados por ignorados colonos, que tapizaban de mediocridad la aridez que cercaba a la ciudad altanera. Y en ellos, aquellos muñecos de yeso que habían sido elegidos entre las demás posibilidades probablemente por lo que evocaban de una edad perdida para siempre. Por eso su presencia convocaba todas las dejaciones que a lo largo del tiempo habían hecho sus dueños, pero también mostraba, en aquellas facciones rígidas como una caricatura de la inocencia, la tenacidad de los años cándidos asomando bajo la vida en contra. Y, pasado el tiempo y las cosas, creo comprender aquella declaración de principios temerosa pero arraigada, la cada vez más leve aspiración a ser felices torpemente disfrazada de enano de jardín.
Aquella noche Laia y yo trabajamos durante tres horas en medio del concierto de los perros y de una llovizna mansa que acabó poco antes del amanecer. Víctor y Julián nos esperaban con su botín en mi coche, escuchando música. Lidia llegó al poco rato ayudando a caminar a Andrés, que se había torcido un tobillo al saltar apresuradamente una valla huyendo de un perro. No había podido resistir la tentación de un enano que, en el porche de una de las casas vedadas, parecía provocarle, según nos dijo defendiéndose de la bronca de su novia. Era uno de los de Blancanieves versión Disney, el “Sabio”, con sus gafitas en la punta de la nariz y su barba de intelectual ruso. En una mano llevaba un farol, como era costumbre, pero en la otra tenía un libro abierto. Era como un apóstol, susurró Julián que ya llevaba sus dos habituales canutos de fin de fiesta, y todos menos Lidia convinimos en que tanto un tobillo torcido como la posibilidad de ser devorado por los perros eran un precio barato ante semejante hallazgo. El relato de la hazaña fue contado a dos voces discordantes. Parece ser que Andrés, fascinado por la llamada del enano apóstol, franqueó con facilidad la tela metálica que le separaba de él y recorrió el sendero hacia la casa sin más problemas que los gritos con los que Lidia le auguraba desde la calle los peores males. Sea porque esta tenía razón, como decía ella, o sea porque los propios gritos alertaron a los perros guardianes, como sostenía Andrés, el caso es que en el momento en que este estrechaba al enano contra su corazón, aparecieron por la esquina de la casa dos doverman de aspecto engañosamente somnoliento por la presteza con la que se hicieron cargo de la situación y comenzaron a correr hacia Andrés, arrugando el hocico de un modo que no admitía segundas interpretaciones. El diapasón de Lidia subió dos octavas cuando, como nos explicó dramáticamente, se vio viuda para toda la vida; y Andrés, más asustado, según dijo, por la prodigiosa capacidad canora de su compañera que por los sordos gruñidos de las bestias, voló por el sendero y salvó la valla abrazado al enano aún no se explica cómo, para caer a los pies de Lidia con los nudillos sangrantes, el hombro magullado y el tobillo torcido, y escuchar doscientas veces en un trayecto de cien metros que era un verdadero idiota y que eso a ella no se lo vuelva a hacer porque le deja plantado con los perros y se va.
Recuerdo ahora esa noche, una de las más memorables de nuestra memorable aventura por tres buenas razones: La pancarta con nuestro manifiesto, desplegada entre los pinos, salió en las ediciones nacionales de todos los periódicos; nuestro enano apóstol, que decidimos bautizar como Roel y no entregar a Jacobo, pasó a ser la mascota de un grupo cada vez más cohesionado. Y por Laia.
Cuando la llevé a su casa, cerca del río, eran las ocho de la mañana. En el maletero de mi coche se amontonaba una parte de los enanos, Roel se escondía en mi mochila y estábamos bastante eufóricos. Nos dimos un par de besos, la primera vez que la veía despedirse así de nadie, también la primera vez que sonreía como si hubiese dejado por un momento de pensar. Mientras volvía a mi casa me di cuenta de que no le había dicho en ningún momento que ya no salía con Mayte y decidí que lo dejaría caer la próxima vez.

1/4/08