Pensaba hacer un elogio de su mirada cruda y tierna, de su prosa seca y sentida, de su cadencia poética, de esas metáforas tímidas y esos adjetivos tan exactos que parecen adherirse al nombre y chuparle la sangre de las venas, como una sanguijuela tropical, pero casi mejor me ahorro las monsergas y os dejo con las palabras del gran Camilo J. Cela, el mayor solanista que ha dado la historia de la literatura:
"El apunte carpetovetónico pudiera ser algo así como un agridulce bosquejo, entre caricatura y aguafuerte, narrado, dibujado o pintado, de un tipo o de un trozo de vida peculiares de un determinado mundo: lo que los geógrafos llaman, casi poéticamente, la España árida. [...]
Como género literario, el apunte carpetovetónico, aunque siga vivito y coleando, tampoco es ninguna novedad. En España es viejo como su misma literatura. ¿Qué eran, sino puro apunte carpetovetónico, aquellos versos de la Copla de la panadera en los que el poeta nos narra el ímpetu ventoseador de aquel hidalgo o clérigo toledano que "pedos tan grandes tiraba/ que se oían en Talavera"?
¿Qué otra cosa fueron muchas de las páginas maestras y amargas de Torres Villarroel o de Quevedo? Y remontando el calendario, ¿qué son las escenas -Madrid, escenas y costumbres, Madrid pintoresco, La España negra, etcétera- del pintor Solana? [...] la literatura española ignora el equilibrio y pendula, violentamente, de la mística a la escatología, del tránsito que diviniza -San Juan, fray Luis, Santa Teresa- al bajo mundo, al más bajo y concreto de todos los mundos, del pus y la carroña y, rematándolo, la calavera monda y lironda de todos los silencios, todos los arrepentimientos y todos los castigos -el vicario Delicado, en las letras; Valdés Leal, en la pintura; Felipe II, en la política; Torquemada, en la lucha religiosa, etc. En uno de esos pendulares extremos -ni más ni menos importante, desde el punto de vista de su autenticidad- habita el apunte carpetovetónico: como un pajarraco sarnoso, acosado y fieramente ibérico. Y que no puede morir, por más vueltas que le demos, hasta que España muera".
(Camilo J. Cela, prólogo a El gallego y su cuadrilla, Palma de Mallorca, 4 de julio de 1954)
Pese a la fiebre experimentalista que le sobrevino, yo creo que Cela siguió teniendo esa mirada solanera en todos sus libros. Algo tan hondo no se pierde ni aunque uno quiera. Coged, por ejemplo, el genial San Camilo o incluso partes de la Mazurca, del Cristo y del Oficio. Por no hablar, claro está, del Pascual, La colmena o El viaje a la Alcarria, cuyos dos primeros capítulos contienen algunos de los párrafos más hermosos que se han escrito. Por ejemplo:
"Fuera se oye el distante golpear del chuzo contra la acera. Por las rendijas de la persiana se cuela un hilito de claridad. Pasan lentos, entumecidos, los carros de los primeros traperos. El viajero se ha dormido al tiempo de nacer el día como un pollo que sale, un poco avergonzadamente, del derrotado y tibio cascarón.
El viajero tiene su filosofía de andar, piensa que siempre, todo lo que surge, es lo mejor que puede acontecer. Se va mejor a pie, andando por el medio de la calle oyendo cómo rebota sobre las casas el sonar de la clavazón del calzado. [...] El viajero va lleno de buenos propósitos: piensa rascar el corazón del hombre del camino, mirar el alma de los caminantes asomándose a su mirada como al brocal de un pozo.
Una mujer pasa, presurosa, el velo sobre la cabeza, camino de la primera misa, y una pareja de guardias fuma aburridamente, sentados en un banco, con el mosquetón entre las piernas. Los misteriosos tranvías negros de la noche portan de un lado para otro su andamiaje sobre ruedas; van guiados por hombres sin uniforme, por hombres de boina, callados como muertos, que se tapan la cara con una bufanda."
Daría cualquier cosa por escribir como Cela en este último párrafo. Puedes leerlo una y otra vez y siempre estás allí, en aquel instante eterno, inmortal ya. Quizás lo que le pasó después es que la música de su prosa se fue comiendo progresivamente al sentimiento, a la verdad.