Paul W.S. Anderson es un director al que he tenido cierto aprecio gracias a filmes como Horizonte final o Resident Evil, películas que si bien no son obras de arte sí que cumplen bien su cometido de ofrecer entretenimiento de cierta calidad. Sin embargo los últimos trabajos que he visto de él, Resident Evil 4 y Los tres mosqueteros, me dejaron frío, solo eran un envase más o menos bonito pero hueco, acartonado e incluso aburrido. Y, a pesar de todo, a sabiendas que la ponían a caldo y que había fracasado en Estados Unidos, decidí ver Pompeya (Pompeii, 2014).
Pompeya narra la historia de Milo, un esclavo celta que fue testigo de niño de cómo exterminaban a su familia y su aldea. Ya crecidito hace de gladiador en Britania, donde es comprado por un cazatalentos y llevado a Pompeya para deleitar al público de tan insigne metrópoli. Allí conocerá a Cassia, una sensible anti-romana (hija de un especulador inmobiliario) que se queda prendada de él al ser testigo de cómo muestra compasión por un equino (eso y porque el chaval es de buen ver). Pero si su amor ya de por sí es un amor prohibido, se les cruza en el camino un senador romano de aviesas y libidinosas intenciones...