sábado, septiembre 07, 2019

Pasos en círculo #HistoriasdeSuperación Zenda Libros

¿Cuántos?

Miro al suelo, a mi espalda. El desasosiego me sabe a sopa de letras. Esas que tú me preparabas entre sombras chinescas. Los demás veían el abecedario completo, pero yo solo y siempre 4 letras: l, o, c, a.
Recuerdo el opio insensato del principio, cuando afirmábamos riendo que éramos especiales, que nunca seríamos igual que los demás. Había tantos espejos, ventanas, que ni nos percatamos que eran un vulgar reflejo de nosotros mismos.
Llegaron las miradas que matan, pero no de amor ni amando. Miradas de desprecio. Luego los gritos. Inútil. Mujer que no vale para nada. Más odio. Porque si la línea entre el amor y el odio es fina, tú fuiste el que la robó para siempre. Más gritos. Por si tus ojos no dejaran claro el asco que te daban mis pasos por el pasillo de casa. Pasos lentos, atemorizados camino de ningún sitio.

Llegó el temor al sonido de las llaves. A marcharme. A quedarme.

Cuando me entraba el vértigo me subía al armario. El pánico pasaba dentro del balón de Nivea que cayó del avión un verano. Verano en el que mi cuerpo en bañador era como el de un dálmata. Blanco y morado. La ansiedad pasaba encerrada en una sábana. El dolor de los golpes desaparecía escondida dentro de una cápsula de Valium. Transitaba del armario, a la cápsula, al balón, a la sábana, a la cápsula. Loca. Eso es lo que hacen las locas. Y yo lo estaba. Eso repetías. Solo podía hacer cosas de locas. Un círculo de terror, aturdimiento, nulidad. Miedo. Y yo solo quería irme. Pero no podía.
Me volví invisible. Nadie podía verme. Ni mi familia. Ni mis amigos. Ni aquellos que más rozaban mi vida. Mis vecinos. No logré encontrar sus ojos. A veces inventé excusas, pedir un maldito puñado de azúcar para comprobar que no me había extinguido por completo. Que seguía ahí delante de ellos. Iba de frente, para no perderme de perfil entre las sombras de las paredes, con esos vaqueros ya diez tallas de más. Miraban al suelo. Al infinito, a cualquier punto menos el desesperado centro de mis ojos, los únicos que aún gritaban auxilio.

Hoy ya no te tengo miedo. Claro que sé que sigue ahí dentro, tú te has encargado de esculpirlo a fuego como una obra de arte hecha a mi medida. Pero se irá. Como yo. He cerrado la puerta. Sin esas llaves que abren abismos que dan a ningún lugar.

¿Cuántos quiere?
Un billete, solo de ida.

Relato #HistoriasdeSuperación para Zenda libros www.zendalibros.com
 Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer

domingo, junio 09, 2019

Gracias por todo Jazz


Jazz con casi 14 años, mi pequeña bola de amor, mi bailarina de claqué, mi corneta del Guateque que siempre salía de todas las batallas ha decidido que ya era hora de descansar. Duele tanto que no puedo ni sentirlo aún. Ni imaginarlo. Pero sé que para muchos mi cejas tricolor que solo nació para repartir cariño moviendo el culo hacia la izquierda y saludando a todos en los semaforos era importante y quería compartirlo. Con vosotros. Cuando me adoptó con un kilo y pico no imaginé que me salvaría tantas vidas. Tantas que me ha convertido en gato. Que no me permitiría caer. Jamás. Que apoyaría su espalda sobre la mía una y otra vez como un sujetalibros Art Déco. Que recorrería mis miedos, mis alegrías y se pasearía entre mis sombras para sacarme siempre a la luz. Cada segundo, para dejar claro: Yo siempre estoy. Siempre.
Casi catorce años siendo mirada así es un regalo que jamás podré agradecerte. Me dejas tanto amor que me llenará mil y dos vidas. Te quiero Jazz. Te adoro mi pequeño saltamontes. Gracias.


domingo, mayo 26, 2019

Los aviones




Siete horas

Medianoche
Ella se dirige a su habitación. La habitación verde. Está vacía. Como las calles, las horas que millones de relojes marcan durante el resto del día por la ciudad. Pasos lentos como el sonido que marcan esas agujas que giran al revés, cucos que salen sin entusiasmo a avisar de más horas. Horas marcadas por tráfico que transita entre sábanas y calzadas. Entre sueños y noches rotas. Entre noches de pasión y noches anodinas. Un cóctel explosivo de sentidos.
Lleva una copa de agua que apoya en la mesilla. Antes bebe un largo sorbo, paladeándolo como si fuera una copa de exquisito vino para compartir en el lecho con un amante. No uno más. No cualquiera. Él.
Se estremece de repente mezcla de frío y terror. Como si el monstruo que se esconde debajo de cada cama fuera a salir en cualquier momento y atraparle las piernas con sus garras. Mira el reloj y se ríe de sus propios fantasmas. De ese miedo a la soledad, que ella misma desea. Soledad buscada y hallada. Lo que deseamos nos asusta. Como nos asusta lo que no queremos.

2.00 a.m.
No puede dormir. Da vueltas. Gira y vuelve a girar. Como el cuarto verde. Verde esperanza cantan poetas, verde relajante dicen, verde para los niños, para los enfermos, para la gente triste… Para ella solo un color más. Solo desearía gritar en ese instante a todos esos que inventaron hermosas historias sobre el verde, y traer secuestrada a la Esperanza a esa maldita habitación, tumbarla y atarla en esa cama noche tras noche y preguntarle después de un tiempo si no es capaz de extinguirse, de morirse ella misma en su propio desaliento.
Se ha perdido. A veces le ocurre cuando hunde la nariz en la almohada y encuentra otros olores. Le recuerda los cuerpos que desfilaron por ese cuarto, que desfilan como muñecos de metal recién pintados. Cuerpos que le sobran, que a veces trajo pensando que en ellos encontraría el de su amante. Se tumba atrapada en esas sábanas que están en perfecta alineación con sus caderas, sus piernas. Cuerpo trazado con prisa por un dibujante inexperto.

4.00 a.m.
Recuerda. El ruido de los aviones de fondo. Y al final de la calle un tugurio. El bar escondido. Lugar clandestino como ella. Solo varias personas tiradas sobre la barra. Hambrientos de todo.
Sentada en la banqueta puede oír el ruido del avión todavía planeando sobre su mente, y esas palabras que le gritan que le han abandonado en un aeropuerto, como se deja el equipaje que sobra.
El hombre entra. Lleva una maleta negra, como el rímel que le surca los ojos. La mira y se sienta a su lado. Ella bebe un trago largo y rápido. Él le pasa los dedos por los ojos y le quita todo rastro de oscuridad. De tristeza reciente. Y le habla del retraso en su vuelo. Que es de otro país. Ella no escucha el nombre del lugar, pero deja que la mire y la desnude con los ojos. Siete horas les separan cada día, dice él sonriente sin dejar de mirarla. Ella piensa que debe ser de muy lejos. Siete horas hasta que salga su avión.

El hostal está tan perdido como el bar. Es sucio. Pero huele a limpio. Él la mira. «Mujer abandonada como una maleta». Dice ella riendo. Él pone su dedo sobre los labios de ella y le dice no con la cabeza. Ella ya no ríe y le mira. Siete horas más tarde en la calle se rompen en caricias rápidas y besos como mordiscos de pasión adolescente. De portal en portal, de esquina en esquina. Los aviones les miran de fondo.
Ella se aleja colocándose el vestido, con el pelo revuelto, escuchando el ruido de sus tacones y de fondo los primeros bostezos, los primeros despertares. El amanecer.
Ya no está encogida como un bebé en su cama, se gira, se mueve, sueña. Duermevela.


7.00 a.m.
Despierta. Está despierta. Siempre a la misma hora. Siempre en el mismo instante. De golpe. En el amanecer del cuarto verde.
Se levanta. Y comienza a oír el ruido de la calle. Los coches. Los relojes.
Jaula de tela que encierra anhelos. La tortura de las noches y los días sin sentido. La luz entra con fuerza por la ventana. La abre de par en par.
Se gira y mira su cama. Ya no es su cama. Ni siquiera las paredes son verdes. El suelo tampoco es de madera, es de cerámica, y a cada paso la cerámica va dibujando entre sus pies formas geométricas en azul cobalto. Aspira y lo siente, el aroma de su amante. Él la ha llamado ese amanecer. Esa noche. Y ha dejado de ser el triste y solitario cuarto verde, verde esperanza que le cantan. Siete horas después, o siete antes, siete horas más o menos, qué importa dónde…