Calor. El calor era tan fuerte que se había rendido ante la humedad, la falta de respiración, la angustia, el verano. Noche que huele a ventilador que mueve pasado, futuros y deja presentes desconcertados. De nada servía abrir ventanas, moverse lento, ni llenar el suelo de agua. Nada iba a conseguir aplacar esa furia condensada. Sólo se podía estar inmóvil y no pensar. Sólo así el calor acariciaba el cuerpo y desesperado ante tal letargo pasaba de largo en busca de otra víctima.
Había rendido mis sentidos al silencio cuando pensé en él. Veinte años antes, igual que ese tango que en realidad nunca quiso volver. El calor como una visita que le gusta ser inoportuna se acomodó a mi lado. En mi cuarto. El cuarto azul. El cuarto de los sueños y como en los bellos folios de Duras y su amante de la China del Norte, él llegó.
La memoria, los recuerdos reales, los imaginados, los sueños lentos de verano, del pasado se sentaron a nuestro alrededor, dispuestos a desentrañar, tantos años después nuestra historia. La suya. La mía. Lo que hubiera de común, si existía algo en ambas. Y es cuando supe que la memoria y los recuerdos son proporcionales a los sentimientos, mucho más que lo son al paso del tiempo.
Habló rápido, algo extraño en él. Le recordaba calmado. Pero hablaba con la ansiedad de un muchacho que necesita explicarse y le falta el tiempo para hacerlo porque se escapa. Porque a fin de cuentas ha vuelto a ser ese chico, y ya no es el hombre. Porque está en una noche de agosto del pasado mirando a esa chica y no a la mujer que parpadea con los ojos sonrientes ante sus palabras atropelladas.
Y me doy cuenta. Tiene prisa. Mucha. Quiere decírmelo todo antes de volver al presente. De viajar de nuevo hasta hoy. De volver a su vida. Yo a la mía. Ser de nuevo la mujer. Ser el hombre.
Me está mirando. Como siempre me miró. Es cuando recuerdo por qué nunca pude olvidar sus miradas. Nadie lo hizo así. Ahora lo sé. Y mañana que será hoy debo recordarlo.
El calor no se queda quieto. Revolotea recordando que el viaje se termina. Que no va a durar ni siquiera toda la noche, que antes de que se marche, él también se habrá ido. Me cuenta que el peso de lo que pudo ser y no fue, que ha permanecido dando vueltas en mi cuarto azul, también lo hizo en el pasado alrededor de su cuarto blanco. Ha ido de mi cuarto a su cuarto de vez en cuando, a lo largo de una vida. De dos diferentes. Vidas que nada tenían que ver entre nosotros.
Me cuenta lo importante que fui para él. Para el chico. Se puede escuchar el sonido del bar, de las copas de fondo. Yo le cuento con la música que surge de ese bar dando vueltas y empujando el calor de la estancia, esas veces que me pregunté por qué no vino. Sonreímos. Y escuchamos el sonido del pasado que por fin deja de pesar. Me mira una vez más. Le sonrío. Él se marcha. El sonido del botellín de cerveza al apoyarlo sobre la barra. Ya sólo se escucha el sonido de los hielos redondeados derritiéndose en el fondo de los vasos. La música. Porque el chico ha venido de muy lejos esta noche de verano para decirme, entre copas, que me quería.