“...Y así llegamos al presente. Hace poco me he dado cuenta de que llevaba unos cuantos años viviendo en una burbuja. Que no había sido capaz de percatarme de la frustración y las preocupaciones de mucha gente a mi alrededor. Me he dado cuenta de que mi mundo –un lugar civilizado y estimulante, repleto de personas irónicas y liberales– era en realidad mucho más pequeño de lo que me había imaginado. El año 2016, marcado por sorprendentes –y para mí deprimentes– acontecimientos políticos en Europa y en Estados Unidos, y de nauseabundos actos de terrorismo por todo el planeta, me obligó a admitir que el imparable avance de los valores liberales que había dado por garantizado desde mi infancia podría haber sido una mera ilusión.
Formo parte de una generación tendente al optimismo, ¿y por qué no iba a ser así? Vimos cómo nuestros mayores transformaban Europa y convertían un escenario de regímenes totalitarios, genocidio y matanzas sin precedentes en la historia en una región envidiada de democracias liberales viviendo en armonía en un espacio casi sin fronteras. Vimos cómo los antiguos imperios se desmoronaban en todo el mundo junto con las reprobables teorías que los habían apuntalado. Vimos progresos significativos en el feminismo, en los derechos de los homosexuales y en las batallas en múltiples frentes contra el racismo. Crecimos con el telón de fondo de un gran choque –ideológico y militar– entre el capitalismo y el comunismo, y fuimos testigos de lo que muchos consideramos un final feliz.
Pero ahora, al echar la vista atrás, la época que surgió de la caída del muro de Berlín parece marcada por la autocomplacencia y las oportunidades perdidas. Se ha permitido que crecieran enormes desigualdades –de riqueza y oportunidades– entre países y dentro de los mismos países. En particular, la desastrosa invasión de Irak de 2003 y los largos años de políticas de austeridad impuestas a la gente corriente después de la escandalosa crisis financiera de 2008 nos han llevado a un presente en el que proliferan ideologías de ultraderecha y nacionalismos tribales. El racismo, en sus formas tradicionales y en sus versiones modernizadas y maquilladas, vuelve a ir en aumento, revolviéndose bajo nuestras civilizadas calles como un monstruo que despierta. Por el momento parece faltarnos una causa progresista que nos una. En lugar de eso, incluso en las ricas democracias occidentales, nos estamos fracturando en facciones rivales desde las que competir a cara de perro por los recursos y el poder.
Y a la vuelta de la esquina –¿o ya hemos doblado esa esquina?– tenemos los retos a que nos enfrentan los impresionantes avances de la ciencia, la tecnología y la medicina. Las nuevas tecnologías genéticas –como la técnica CRISPR de manipulación genética– y los avances en Inteligencia Artificial y robótica nos traerán asombrosos beneficios que salvarán vidas, pero también pueden crear bárbaras meritocracias parecidas al apartheid y desempleo masivo, incluido el de las actuales élites profesionales.
De modo que aquí me tienen, un sesentón que se frota los ojos e intenta discernir los contornos entre la bruma de este mundo que hasta ayer ni siquiera sospechaba que existiese. ¿Puedo yo, un autor fatigado de una generación fatigada, encontrar la energía necesaria para escrutar este escenario desconocido? ¿Dispongo todavía de algo que pueda ayudar a proporcionar perspectiva, que pueda aportar matices emocionales a las discusiones, peleas y guerras que vendrán mientras las sociedades luchan por ajustarse a estos enormes cambios?
Debo seguir adelante y hacerlo lo mejor que pueda. Porque continúo creyendo que la literatura es importante y lo será en especial mientras atravesamos este difícil territorio. Pero recurriré a los escritores de la generación más joven para que nos inspiren y nos guíen. Esta es su era y ellos tendrán los conocimientos y el instinto de los que yo careceré. En los campos de la literatura, el cine, la televisión y el teatro veo hoy talentos atrevidos e interesantes: hombres y mujeres de cuarenta, treinta, veinte años. De modo que soy optimista. ¿Por qué no iba a serlo?
Pero permítanme concluir haciendo un llamamiento, si quieren, ¡mi llamamiento del Nobel! Es difícil arreglar el mundo, pero pensemos al menos en cómo podemos mejorar nuestro pequeño rincón, el rincón de la “literatura”, donde escribimos, leemos, recomendamos, criticamos y damos premios a los libros. Si pretendemos tener un papel relevante en este futuro incierto, si pretendemos obtener lo mejor de los escritores de hoy y del mañana creo que debemos ampliar nuestra diversidad. Y lo digo sobre todo en dos aspecto concretos.
En primer lugar, debemos ampliar nuestro mundo literario para incorporar muchas más voces procedentes de más allá de las zonas de confort de las elitistas culturas del primer mundo. Debemos buscar con más energía para descubrir las gemas de lo que hoy siguen siendo culturas literarias desconocidas, tanto si los escritores viven en países lejanos como si lo hacen en nuestras propias comunidades. Y en segundo lugar: debemos poner mucho cuidado en no resultar en exceso estrechos o conservadores en nuestra definición de lo que es la buena literatura. La próxima generación llegará con todo tipo de nuevos y en ocasiones desconcertantes modos de contar historias importantes y maravillosas. Debemos mantener la mente abierta ante ellos, en especial en lo que respecta al género y la forma, para poder apoyar y aplaudir a los mejores de ellos. En unos tiempos de divisiones peligrosamente crecientes, debemos escuchar. La buena escritura y la buena lectura derribarán barreras. Debemos incluso encontrar una nueva idea, una gran visión humanista, alrededor de la que congregarnos.
Muchas gracias a la Academia Sueca, a la Fundación Nobel y al pueblo sueco que a lo largo de los años han sabido convertir el Premio Nobel en un resplandeciente símbolo de la justicia por la que luchamos los seres humanos.”
Traducción: Mauricio Bach.