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lunes, 3 de enero de 2011

Lo que no puede ser.

La chica que llora desconsolada en el sofá es endemoniadamente guapa. Tiene, además, ese gesto amable que invita a quererla. La piel suave. El pelo brillante. Un cuerpo que late al ritmo de cualquier deseo. De saberla llorando, el vecino del quinto no dudaría en abrazarla. Su compañero de trabajo vendría raudo a susurrarle algún alivio al oído. David la besaría sin vacilar. Tú mismo, si la vieras así, te beberías una a una sus lágrimas. A la chica que llora sobre el sofá algo grave ha tenido que pasarle. No puede estar llorando de soledad. Imposible. Es endemoniadamente guapa. Tiene que ser otra cosa, sí.

lunes, 25 de octubre de 2010

Una de piratas.

Se llama Benito, pero ya nadie se acuerda. Apenas era un niño cuando ya perdió el nombre. Fue Julián, el rubito de la clase, el de la mirada angelical y la intención de diantre, que solía tener cosas de peón caminero. Le tiró un playmobil con tanta saña y puntería, que desde ese día pasó de ser Benito a ser “El Tuerto”. Y a vagar de médico en médico, y de prótesis en prótesis, y de sorna en sorna, y de mirada compadecida en mirada compadecida. Fue cuando estuvo ya harto de todo cuando, a modo de broma cínica, se compró el parche. Queréis un tuerto, pues vais a tener un tuerto. Y se lo puso de fieltro negro, atado con una cinta a la cabeza. Como un pirata. Fue entonces que empezaron a llamarle Patapalo. Benito, entusiasmado, se dejó el pelo largo y barba. Hasta se compró un loro. Porque a la gente, con la tontería, se le había olvidado eso de “El Tuerto”. Y qué más le da que le llamen Patapalo. Si total, no está cojo.

lunes, 4 de octubre de 2010

De cenicientas exigentes.

El príncipe, guapo a rabiar, le sonríe mostrando la ristra de perlas blancas de su boca. Eres tú, exclama haciendo una grácil reverencia. Voz suave y varonil. Brillantes mallas que le vienen como un guante, marcando gluteos, cuadriceps, gemelos. Pelo sedoso. Aliento fresco. La muchacha harapienta se mira el pie y le devuelve la sonrisa. Demasiado tacón, y el material de cristal no es nada cómodo, pero no hay duda de que es de su número. Y por él no le importaría ir dando todo el día taconazos por el reino. Las dos hermanastras dan un gritito y se abrazan dando saltos. Al principio habían puesto mala cara, pero ahora empieza a seducirles la idea de tener a disposición una habitación de invitados en palacio. La muchacha harapienta sale corriendo - como buenamente puede, pues tan sólo lleva puesto un tacón -, se mete en la habitación contigua y vuelve a salir apenas unos segundos después llevando en la mano un zapato viejo con un par de remiendos, la suela gastada y los cordones rotos. Se acerca al príncipe y, con gesto emocionado y las mejillas sonrosadas, le extiende el ajado zapato. Te toca.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Del existencialismo en las alturas.

La azafata del vuelo 5723 mira a la rubia grandota del asiento 6F y piensa lo difícil que tiene que ser llorar en alemán. También llora la señora del 13A, y el jóven del 27E hace un visible esfuerzo por contener las lágrimas. Los ha estado observando mientras hacía la demostración de seguridad, pero es a la teutona a la única a la que puede ver desde su asiento en la cabina y, por tanto, es en la que ha fijado su atención.
Los aviones son sitios en los que se llora mucho, la azafata lo sabe. Casi tanto como en el cine y en las iglesias. Observar las llantinas de los pasajeros es ya para ella una cuestión de rutina. Esta germana, por ejemplo, debe llorar por una cuestión de amores, pues es de las que mira continuamente el móvil y se ve más desconsolada cuando suena el aviso de, por favor, apaguen sus teléfonos. Es posible que haya mandado un último tequiero (Ich liebe dich) que no ha tenido una respuesta a tiempo. Casi todos lloran por amor (o desamor). Aunque también los hay que lloran por el vacío que provoca irse lejos de la familia y de la tierra. A la azafata le da últimamente por pensar en lo estúpido del yo, pues día tras día desfilan ante ella un sinfín de plañideros clónicos que viven como único su llanto.
El avión empieza a acelerar motores y la azafata abrocha su cinturón para el despegue. Normalmente éste es el momento en el que hace alguna broma con sus compañeros, pero hoy no está de humor. Su novio se ha ido esta mañana de casa y ha venido llorando todo el camino al aeropuerto. Sólo ha sido capaz de parar cuando ha entrado a trabajar.

miércoles, 14 de julio de 2010

Centellas.

Noche cerrada. La tormenta ruge y aporrea furiosa los amplios ventanales de la estancia donde ellos se acarician. Cada relámpago los fotografía desnudos y jadeantes. Ella sobre Él. Él arañándole la espalda. Ella a cuatro patas. Arriba. Abajo. Cada flash los sorprende en un delirio. Él aferrado a sus caderas. Él agarrándola del pelo. Los truenos acompasan sus gemidos. Ella conteniendo las envestidas. Ella mordiéndose el labio y apretando con los puños cerrados la sábana. No les importaría morir con el último rayo. Ella sacudiéndose espasmódicamente. Él con los ojos vueltos. Ella abatida sobre su pecho. Él fumando un cigarrillo mientras le acaricia la espalda. Dos colillas - una aún humeante - en el cenicero. Lo siento, cariño - lo de cariño es un decir -, pero mañana madrugo. Él se viste despacio, remoloneando, haciendo tiempo por si aflorara en Ella la piedad. Espera, le dice cuando está a punto de salir. Él se vuelve esperanzado. Ella saca del cajón un paraguas. De esos plegables que caben en un bolsito. Amarillo con flores blancas y rojas. Te lo regalo. Y le sonríe. Él lo coge, intenta devolverle la sonrisa con una mueca mal conseguida, y abre la puerta de la calle. Joder, qué forma de llover.

martes, 1 de junio de 2010

Aquellas musas tristes.

El escritor empieza a jugar con el bolígrafo que tiene entre las manos. Garabatea dos palabras. Con letra guarra. De ésta que no se entiende. Las tacha y empieza una frase. La tacha y empieza otra. La tacha y empieza un dibujito abstracto de espirales y trazos. Hojea sus notas y subraya alguna reiterativamente, buscando seguir algún hilo. Suelta el boli con desgana y se levanta de la mesa. Coge de la estantería un ejemplar de su último libro publicado y lo abre por una página al azar. “Poema sin rastro de ti”. Lo lee. Es jodidamente bueno. Hasta doler. Cierra los ojos. Se concentra. Intenta evocar la tristeza. (Todo es negro, todo es negro, todo es negro). Se hace un ovillo en la cama. (Todo es negro, todo es negro, todo es negro). Suena un mensaje en el móvil. Da un respingo y se lanza al escritorio a por él. Antes de abrirlo ya sonríe. Puñetera felicidad.

jueves, 13 de mayo de 2010

SEA QUIEN SEA.

Sea ella quien sea, a Mariela no le nace otra cosa que estarle agradecida. Debe verla los jueves, porque ese es el día que su marido entra en casa como los ladrones, esquivo y como de puntillas, y se va pronto a la cama. Mariela se lo pone fácil y trata de no tropezarse con él por los pasillos, para que pueda vivir la agonía de la culpa en privado. Lo conoce de sobra y sabe que los fantasmas le torturan en la misma medida que las ganas le alimentan.
El caso es que de un tiempo a esta parte, ya sea por la mala conciencia, ya sea porque sea quien sea lo tiene más excitado de la cuenta, ya sea por ambas cosas, Ernesto la toca bien. Transita rincones por los que nunca había andado y ha aprendido a hablarle al oído. La excita. La colma de besos y le quita las bragas en la cocina cuando los niños no están. Y Mariela, que hace ya años renunció a la fantasía de sentirse toda la vida enamorada de su esposo, vuelve a tener ese vértigo en el estómago cuando él finge que la quiere y la desea. Si algún día se la tropieza, sea quien sea ella, no querrá otra cosa que darle las gracias.

viernes, 19 de febrero de 2010

Mercado laboral.

El sujeto R sabe que hay problemas para encontrar trabajo. Está cansado de ir de aquí para alla con el curriculum en la mano, trabajando sólo a ratos y llegando sólo a veces a fin de mes. Es por eso por lo que ha ingresado en el seminario para ser sacerdote. El sueldo es modesto, pero te ofrecen un sitio en el que vivir y tampoco R tiene grandes pretensiones económicas. Sólo quiere una vida tranquila y estable. El trabajo es llevadero; un par de oficios diarios, eventualmente bodas, bautizos, comuniones y funerales, tareas docentes en catequesis y cursillos prematrimoniales, y asistencia al prójimo. R no cree en Dios, pero no considera eso un problema. No es la primera vez que miente en el curriculum. Tampoco es la primera vez que vende las bondades de algo en lo que no cree. El año pasado sin ir más lejos ofrecía puerta por puerta un tratamiento capilar anticaída. El único inconveniente que le encuentra a su nueva orientación laboral es Benita. Ahora tendrá que verla a escondidas.
El sujeto C, por el contrario, va a misa a diario. Eleva sin pudor la voz en los cánticos y se emociona en las partes álgidas de las eucaristía. Enlaza fuertemente sus manos en las plegarias mientras dice con devoción, gracias, gracias, gracias. C tiene formación en teología y probada piedad cristiana en misiones y campañas de ayuda. Al sujeto C le encantaría ser sacerdote, pero no puede. El sujeto C es mujer.
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lunes, 15 de febrero de 2010

Dicotomía entre el querer y las ganas.

Hacemos encaje de bolillos para vernos. Lo poco o mucho que nos permiten las agendas. Nos besamos con ternura. Paseamos la ciudad de punta a punta y gastamos el tiempo que compartimos en abrazos y carantoñas. Cómo estás. Háblame de tu vida. Beso. Nos miramos a los ojos. Beso. Nos sonreímos. Beso. Nos olemos. Beso. Me busca los lunares y yo le acaricio la nuca. Cuánto le quiero. Nos despedimos como si temiéramos perdernos entre vez y vez. Apretándonos fuerte. Luego me voy y fantaseo con nuestro próximo encuentro. Acércate, debiera decirme con voz firme y parca apenas me viera, sin siquiera un hola. Y ahora arrodíllate. Y abre la boca. Así, eso es.


miércoles, 10 de febrero de 2010

Una de cine negro.

No quiero morir. Tirado en el suelo se agarra con fuerza el pecho. Una mancha oscura de sangre se extiende en su gabardina gris. La calle gris. La noche gris. La chica, rubia ella, lo sostiene en su regazo. No le quiere. Sólo lo finge para que él no muera solo. Le llora, eso sí. No vas a morir. Sé valiente, te pondrás bien. Mentira. Él no es ni noble ni honrado. Ella de mujer fatal sólo tiene lo angosto de su cintura. Pero qué importa eso; la fotografía es espléndida. Él se estremece en sus brazos y van pasando los minutos. Aún respira. Ésto se está alargando más de la cuenta, piensa ella.
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(Esta semana, Retroback 2010)

miércoles, 27 de enero de 2010

Acerca de las segundas oportunidades.

Quince años y la cara hecha un cristo. Acné. Más tarde me puse más guapo, pero ahora soy un púber destartalado y feo. Llevo esa camiseta de Led Zeppelín que sudó toda mi adolescencia. Todavía no ha perdido el color del uso, así que probablemente aún ni siquiera he empezado a escuchar a Led Zeppelín. Yo – el yo de ahora, si acaso ahora es el ahora en que yo vivo – visto ojeras, canas y una calvicie incipiente. Soy tan feo y destartalado como él, aunque hace ya fui un tipo guapo. No creo que sepa quien soy. Para él debo ser tan sólo un viejo hortera. Incluso para mí soy un viejo hortera.
Esto es extraño; yo con quince, yo con cuarenta y siete. Uno frente a otro. Debe éste ser uno de esos extrañísimos accidentes en los que, rota la dimensión temporal, me encuentro de bruces con la oportunidad de evitarme el ser el desgraciado que soy diciéndome algo trascendente que cambie el rumbo de lo que fue mi vida hasta ahora. Hay que joderse. Saco un cigarrillo y lo enciendo. Me mira sin ninguna curiosidad. Definitivamente no sabe quien soy. Debería empezar a darle la charla. ¿Me das un piti?, me pregunta. Podría arrancarme por decirle que no empiece a fumar. Y luego podría decirle que no se le ocurra acercarse a Ella. Me mira interrogante. Saco de nuevo el paquete del bolsillo, le doy un golpecito en el reverso y dejo que sea él mismo quien coja el cigarro que sobresale. Total, para el caso que me va a hacer.

miércoles, 8 de julio de 2009

Maldito.

Maldito verano. Lo dice mientras se abotona los puños de la camisa, se ata la respiración con su corbata y calza los zapatos para salir con su maletín a sudar los cuarenta grados que ya a primera hora la ciudad le regala.
Maldito verano. Lo dice mientras saca el extracto de su cuenta y pasa de largo el escaparate de la agencia de viajes de su barrio, aquella que reza; este verano, viajar está al alcance de su mano.
Maldito verano. Lo dice cuando Lola huele a crema y se le resbala graciosamente del hombro el tirante.
Lola. Maldita Lola.

viernes, 26 de junio de 2009

Para entrar en el reino de los cielos.

Don Pedro llego satisfecho a casa ese primer viernes de cuaresma. Se quitó el alzacuellos, se puso las zapatillas de casa y se metió en la cocina. Había sido un buen sermón; había hablado de sacrificio y reflexión. Muy adecuado para estas fechas. Sacó los filetes de salmón del recipiente donde los tenía macerando desde primera hora de la mañana en leche y limón y puso a derretir una cucharada de mantequilla en la sartén mientras cortaba en láminas los champiñones. Estaba seguro de que sus palabras habían calado el ánimo de los fieles, de los pocos que aún eran fieles. Añadió a la sartén los champiñones y un buen puñado de almejas que había comprado en la lonja junto con el salmón. Le gustaba traer el pescado y el marisco de la lonja, pues era mucho mejor que el que podía encontrar más tarde en los mercados. Quizá había sido algo duro reprendiendo a su rebaño, pero era la única forma que de llamarles la atención con respecto a la pérdida de las tradiciones y las buenas costumbres cristianas. Sacrificio. Era un concepto que parecía perdido en la vorágine de los tiempos que nos ha tocado vivir. A nadie le importaba ya honrar a Dios. Una vez abiertas las almejas, medio vaso de vino blanco, un chorreón de limón y - su toque especial - un taponcito de un oloroso con más de 50 años de crianza que tenía guardado en la alacena como oro en paño. A fuego lento. La cuaresma debía ser un periodo de privación. La privación nos ayuda a reflexionar, y eso es lo que les pedía a sus fieles. Reflexión. Reflexión y privación. Tras pasar el salmón por la sartén, vuelta y vuelta, lo montó en un plato con los champiñones y las almejas por encima y lo llevó, junto con los pimientos del piquillo rellenos de bacalao que había preparado la noche anterior, a una mesa cuidadosamente puesta. Se sirvió un vasito de vino y probó el plato. Delicioso. Cambiando de opinión, devolvió el vino del vaso a la jarra y fue de nuevo a la alacena a buscar una botella de Chardonnay francés que hace tiempo reservaba para una ocasión adecuada. Grand Cru Chevalier-Montrachet. Un capricho de los caros. Una comida especial se merecía un vino especial. Y no el vino peleón que usaba en la eucaristía. La cena estaba servida. Se sentó en la mesa y, dando gracias a Dios, se dispuso a ofrecerle el sacrificio de no comer carne ese primer viernes de cuaresma.

miércoles, 17 de junio de 2009

La lista de la compra.

El pasillo del supermercado. El de las bebidas. Él coge cervezas. Seis latas. Mahou. Ella agua con gas. Él la ve de lejos y sonríe. No conoce a nadie más que compre agua con gas. En eso no ha cambiado. Es en lo único en lo que no ha cambiado.
Hola. Hola.
Se observan un eterno instante a prudente distancia antes de darse dos torpes besos. Se miden. Ella tiene la tierna belleza de las embarazadas. Él está un poco más gordo. Un poco más calvo. Un poco más viejo.
¿De cuanto...?. Diecinueve semanas.
Subraya su respuesta acariciándose la barriga.
¿Y tú? ¿Sigues con...?. Sí.
Uno, dos, tres, cuatro segundos de silencio.
¿Y sabe ya que la harás infeliz?
Forzado tono jocoso. Sonrisa artificial. Él devuelve la sonrisa. Y el tono.
No. Aún no se lo he dicho. Deberías. Sí, debería.
Otra vez silencio. Se estudian la compra. Él, una cesta. Patatas fritas, cerveza, pizza congelada, desodorante. Ella, un carrito. Lleno.
He de irme, claro, sí, yo también, es que tengo..., sí, yo también tengo..., que me alegro de..., sí, yo también me alegro..., estás, te veo muy..., gracias, y tú.
Se acercan. Descoordinados. Medio abrazo. Un beso en la mejilla. Con el segundo, desatinado, se rozan los labios. Los labios. Se miran los labios. Se besan en los labios. Tiernos. Ella retiene el beso. Muerde levemente el inferior antes de zafarse con lentitud de su imprudencia. Él la deja ir.
Sin volverse, tirando del carro lleno hacia la caja, ella sonríe. Cabrón, masculla. Pero sonríe.

lunes, 8 de junio de 2009

El despeñadero.

Había muerto mi padre y había muerto mi esposa. Era una vida de mierda. Una vez secas las lágrimas, quise vivir todo de corrido tic-tac tic-tac sin que fuera enero, ni San Juan, ni domingo, ni las nueve de la mañana, ni la hora de la siesta. Que el tiempo no causara más estragos que el de restar vida. Sin acontecimientos. Sin excelsas felicidades ni reversos de moneda. Sin letra pequeña. Convertir mi vida en una secuencia dormido-despierto-dormido-despierto. A base de tesón, conseguí no querer nada que pudiera perder. Vivir sin hacerme preguntas ni formular deseos. Sosegadamente infeliz. Tranquilo. Sin llantos. Sin pesadillas. ¿Sosegadamente feliz?. Fue por aquellos entonces que encontré a Mariela. No era ni fea ni bonita. Me enamoró. Y más tarde me partió el corazón.

miércoles, 27 de mayo de 2009

La antípoda de mi cama.

Ahí, al otro lado, yace su cuerpo desnudo. Respira despacio, con la misma monotonía con la que todo lo hace, con la mecánica cadencia de las horas. Apenas me maltoca, se aleja a dormir a su orilla. Ya no es quien era. Yo puedo imaginar dentro de él el cadaver descompuesto de aquel al que quiero, el que una vez estuvo, que tanto y tan poco se parece al desconocido que comparte hoy mi cama. Puedo sentir el hedor. O quizá, en sus entrañas, retorcido de dolor aún agonice. Mi niño. Le desprecio porque lo mata poco a poco. O porque ya lo ha muerto. Cierro los ojos, haciendo un esfuerzo para dormir. Quiero estar de él a la abismal distancia que separa su sueño del mío.

jueves, 21 de mayo de 2009

Yo no soy tonto.

- ¿Acaso te crees que soy gilipollas?

La pregunta retórica del millón. Con su entoncación de suficiencia y la intención de salvarme la vida si le digo lo que quiere oír. Sin duda, era un grandísimo gilipollas.

- No, claro que no.

Pensé en la de veces que un gilipollas me había echo la misma pregunta. Pensé en la de veces que yo mismo había hecho la misma pregunta a alguien. Nunca nadie me ha contestado que lo soy.
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jueves, 7 de mayo de 2009

Nada.

Anoche tuve un sueño. Moría.
De nada en especial. Moría porque sí, porque tenía que morir. No hacían falta más razones. Me tocaba y punto. Lo supe apenas aquello – que aunque iba sin guadaña y sin capa negra y no parecía ser nada, debía ser la muerte – me tocó levemente el hombro. No me asustó ni me pilló de sorpresa. Era así y ya está. Morir era sencillo; unos pasos por delante de mí el suelo perdía la consistencia sólida y se convertía en una especie de puerta virtual, y morir consistía en lanzarse allí como si de una piscina se tratara.
Y lo hice.
Un leve cosquilleo en el estómago al principio y nada más. Absolutamente NADA. Un caer que no era hacia abajo, ni hacia arriba. Que ni siquiera era caer, porque caer no existía. No llegabas a ningún sitio, ni te movías, ni estabas quieto. Ni juicios finales, ni paraísos, ni avernos. Todo eso era mentira. Y lo que había sido tu vida se hacía pequeño y se esfumaba pero, aunque no quedaba rastro, no era olvido. Y no eras feliz, ni infeliz, porque simplemente no eras. Y no te preocupaba no ser, ni estar, ni que fuera a ser también así mañana, porque el tiempo era absurdo y la idea de eternidad ridícula. En mi sueño, morir fue estupendo.
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lunes, 27 de abril de 2009

La sangre altera.

Puesto el sol en las aceras y sacados los bares a las plazas, María Milagros se prendía la primavera a la falda y le ganaba terreno a la dictadura de la ropa centímetro a centímetro. Acompasaba pasos con latidos. Quién no iba a querer mirarla por la calle.

lunes, 13 de abril de 2009

La puerta.

La puerta era sencilla, sin relieve, de madera y barnizada, sin otra particularidad que la chapa bajo la mirilla. Una puerta, hubiera pensado ella si la sangre no se le hubiera helado al tropezarse con la casualidad de su nombre grabado en la chapa. Casilda Alegre. Hay pocas personas que se llamen Casilda Alegre, y muchas menos puertas. La encontró al resguardo de una calle cochambrosa de paredes sucias y balcones oxidados. Una puerta limpia. La miró como si se enfrentara por primera vez al espejo y decidió que era suya. Se acercó, la acarició y pegó la oreja esperando escuchar algo que le resultara familiar o revelador. Nada. No se oía nada. Ni siquiera el trajín de lo doméstico. Pareciera una puerta hueca. Una Casilda hueca. Qué se hace con una puerta que es tuya. Se sintió tentada a llamar, pero le invadió de pronto el pánico de encontrarse ante una estancia vacía. Una puerta con tu nombre debe blindar tus minucias y grandezas, y el vacío era lo más desolador que podía imaginar tras ella, así que, despidiéndose con el temor de no encontrarla al día siguiente, se fue con la intención de pensar cómo y cuándo quería desenvolverla.

Las puertas no desaparecen de las calles de un día para otro y, cuando Casilda Alegre regresaba del trabajo por ese entramado de callejuelas deshechas, la puerta apodada Casilda Alegre estaba en el mismo sitio que el día anterior. Respiró aliviada y pegó de nuevo la oreja. Música. Acordes alegres y risas. Agudizó el oído con el fin de encontrar frases, palabras y voces, pero sólo oía las risas. Se sintió optimista y orgullosa de poseer una puerta como esa. Quiso llamar, entrar y henchirse diciendo, mirad, esta es mi puerta y todo el jolgorio que encierra soy yo, pero, ¿y si no era realmente su puerta? Imaginó una Casilda Alegre, más alegre, más guapa y más viva que ella, diciéndole con voz encantadora y una sonrisa en los labios, cómo pudiste, Casilda, pensar que esta puerta era tuya. Definitivamente no era un buen día para entrar.

No llovía el día que Casilda Alegre se paró por enésima vez frente a su puerta, pero bien pudiera haberlo hecho. La primavera pugnaba por reventar en los balcones de la enrejada callejuela pero la madrugada de insomnio había torturado a Casilda con todas las horas en punto y el espejo había sido sátiro esa mañana. La triste Casilda Alegre. Hoy la vida era una mierda y cualquier puerta hubiera guardado nadiesmequiere y estoysolaenelmundo. No obstante, siguiendo su costumbre, pegó la oreja a la madera. Era tan sutil, que a Casilda le costó hilar el sonido de un llanto. No era un llanto a pulmón, sino uno de esos discretos, de los que se lloran cuando ya se ha llorado mil veces. De los que tatúan una pena dejando una arruga amarrada al ojo. Anegado el ánimo, Casilda Alegre compuso todos sus nudillos en un puño hueco. Toc, toc.