El sujeto R sabe que hay problemas para encontrar trabajo. Está cansado de ir de aquí para alla con el curriculum en la mano, trabajando sólo a ratos y llegando sólo a veces a fin de mes. Es por eso por lo que ha ingresado en el seminario para ser sacerdote. El sueldo es modesto, pero te ofrecen un sitio en el que vivir y tampoco R tiene grandes pretensiones económicas. Sólo quiere una vida tranquila y estable. El trabajo es llevadero; un par de oficios diarios, eventualmente bodas, bautizos, comuniones y funerales, tareas docentes en catequesis y cursillos prematrimoniales, y asistencia al prójimo. R no cree en Dios, pero no considera eso un problema. No es la primera vez que miente en el curriculum. Tampoco es la primera vez que vende las bondades de algo en lo que no cree. El año pasado sin ir más lejos ofrecía puerta por puerta un tratamiento capilar anticaída. El único inconveniente que le encuentra a su nueva orientación laboral es Benita. Ahora tendrá que verla a escondidas.
El sujeto C, por el contrario, va a misa a diario. Eleva sin pudor la voz en los cánticos y se emociona en las partes álgidas de las eucaristía. Enlaza fuertemente sus manos en las plegarias mientras dice con devoción, gracias, gracias, gracias. C tiene formación en teología y probada piedad cristiana en misiones y campañas de ayuda. Al sujeto C le encantaría ser sacerdote, pero no puede. El sujeto C es mujer.
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