Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).
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viernes, 20 de mayo de 2022

Llamados a redescubrir la esperanza

 


(…) los creyentes serán llamados a redescubrir la virtud teologal de la esperanza, acerca de la cual « fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio » (Col 1, 5). La actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios.

Como recuerda el apóstol Pablo: « Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza » (Rm 8, 22-24). Los cristianos están llamados a prepararse al Gran Jubileo del inicio del tercer milenio renovando su esperanza en el venida definitiva del Reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social donde viven y también en la historia del mundo.

Es necesario además que se estimen y profundicen los signos de esperanza presentes en este último fin de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos: en el campo civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo...; en el campo eclesial, una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea...

Juan Pablo II Tertiomilenio adveniente, 46 

 

jueves, 19 de mayo de 2022

Benedicto XVI la libertad humana y la esperanza cristiana

 


Es verdad que las nuevas generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y experiencias de quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma evidencia que los inventos materiales. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella. Pero esto significa que:

a) El recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras, por muy válidas que éstas sean. Dichas estructuras no sólo son importantes, sino necesarias; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del hombre. Incluso las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario. La libertad necesita una convicción; una convicción no existe por sí misma, sino que ha de ser conquistada comunitariamente siempre de nuevo.

b) Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez. La libre adhesión al bien nunca existe simplemente por sí misma. Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas. (Spe Salvi, 24)

Una consecuencia de lo dicho es que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación; nunca es una tarea que se pueda dar simplemente por concluida. No obstante, cada generación tiene que ofrecer también su propia aportación para establecer ordenamientos convincentes de libertad y de bien, que ayuden a la generación sucesiva, como orientación al recto uso de la libertad humana y den también así, siempre dentro de los límites humanos, una cierta garantía también para el futuro. Con otras palabras: las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior. Francis Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna inspirada en él, se equivocaban al considerar que el hombre sería redimido por medio de la ciencia. Con semejante expectativa se pide demasiado a la ciencia; esta especie de esperanza es falaz. La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y al mundo si no está orientada por fuerzas externas a ella misma. Por otra parte, debemos constatar también que el cristianismo moderno, ante los éxitos de la ciencia en la progresiva estructuración del mundo, se ha concentrado en gran parte sólo sobre el individuo y su salvación. Con esto ha reducido el horizonte de su esperanza y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su cometido, si bien es importante lo que ha seguido haciendo para la formación del hombre y la atención de los débiles y de los que sufren.(Spe Salvi, 25)

 No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de « redención » que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es « redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha « redimido ». Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana « causa primera » del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: « Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí » (Ga 2,20). (Spe Salvi,26)

 

(Benedicto XVI de la Carta Enciclica sobre la esperanza cristiana) 

 

jueves, 12 de mayo de 2022

Wojciech Giertych : Las virtudes teologales LA ESPERANZA

 



Como la fé, la esperanza es una virtud teologal que nos es donada por Dios, y que tiene a Dios por objeto. Situada en la voluntad humana, la esperanza “focaliza” la voluntad, y, como consecuencia, también el proceso decisional, sobre el misterio de la presencia de Dios en nuestra vida.

Debemos realizar algunas consideraciones para llegar a obtener una visión clara de la virtud de la esperanza. En primer lugar, existe la esperanza vista como emoción, que también puede ser descrita como ambición. Es un impulso “corpóreo” característico de personas que son capaces de sacar adelante arduos proyectos. Los animales poseen este impulso emotivo especial ante la caza, por ejemplo. La fuerza de esta energía en el hombre depende del temperamento. Hay personas muy entusiastas, otras menos. El temperamento no se puede cambiar pero si orientar, construyendo nuestra estructura moral.

En segundo lugar, existe la virtud de la magnanimidad. Es la virtud moral de la esperanza humana, centrada en la realidad de este mundo. Utilizando el poder de la ambición emocional, la razón y la voluntad determinada, unidas en esta virtud, ayudan a afrontar con éxito los trabajos difíciles que hallamos en nuetro camino. En polaco la palabra esperanza – nadzieja derivada del verbo działać – quiere decir actuar, comportarse.  La magnanimidad nos proporciona el entusiasmo para actuar. Si la persona vive una vida de virtudes teologales – de fe, esperanza y caridad – la acción emprendida con esperanza a través del poder de la virtud moral de la magnanimidad, al tiempo que tiene como punto de mira los objetivos humanos, acepta la dependencia de estos de Dios.

La virtud teologal de la esperanza no niega las esperanzas naturales y propias, sino que abre perspectivas más amplias, les da una nueva fisonomía, preservándolas del peligro de los ídolos. No hay nada malo en tener aspiraciones políticas, esperar un cambio social, o poseer la energía necesaria para impulsarlo. Pero si al final se cumplen esas aspiraciones, no es correcto atribuir al hecho en sí un significado último. La virtud teologal de la esperanza, precisamente porque está radicada en Dios, amplía la perspectiva, demostrándonos que estamos anclados en Dios y en el camino hacia la eternidad ocn El. Esta visión más amplia, impacta las esperanzas humanas, refuerza la perseverancia, y “tonifica” la resistencia frente a las dificultades y opresiones, confiando en la infalible Providencia y en la misericordia de Dios.

San Juan de la Cruz observó que el crecimiento de la virtud de la esperanza se obtiene a través de la purificación de la memoria. Podemos tener buena memoria, pero hemos de tener cuidado de no permanecer atados a nuestros recuerdos, ya sean alegres o dolorosos. Esta atadura impide el crecimiento de la esperanza y la aceptación del misterio divino que se desvela en nuestra vida. Los recuerdos pueden perjudicar la aceptación de una nueva etapa de la vida: una madre que recuerda con nostalgia la felicidad de los momentos de vida familiar puede encontrar difícil dejar marchar a sus hijos ya adultos y orientarse hacia un nuevo proyecto de vida, como ser abuela. También los recuerdos dolorosos pueden paralizarnos, si tenemos la memoria anclada en las emociones y sufrimientos pasados. Creer en el valor redentor de la muerte de Cristo y de su resurrección nos permite abandonar el pasado y nos conduce hacia las nuevas alegrías y retos de la vida. Olvidar es un proceso psíquico; perdonar es un proceso espiritual. Porque mientras recordamos, podemos mirar con esperanza al futuro, poniendo nuestro corazón y nuestra generosidad en los desafíos que encontramos en el presente,  confiando en que el futuro está en manos de Dios.  

P. Wojciech Giertych, O.P. Teólogo de la Casa Pontificia

El Rev.Wojciech Giertych, O.P., de familia polaca, nació en Londres (Gran Bretaña) en 1951. Desde 1976 es miembro de la Provincia de Polonia de la Orden de los Predicadores (dominicos). Obtuvo el Doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Santo Tomas de Aquino de Roma, donde actualmente enseña. Ha trabajado en la formación de estudiantes de la Provincia dominicana de Polonia de 1984 a 1988. Ha sido miembro del Consejo General de la Orden como Socio del Maestro para Europa Central y Oriental (1998-2002) y Socio para la Vida Intelectual (2002- 2005). Desde noviembre de 2005 es Teólogo de la Casa Pontificia y Consultar de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ha publicado varios libros y artículos de teología moral.

Articulo publicado en el Boletin mensual de la Postulacion (Postulacion de la Causa de Beatificacion y Canonizacion del siervo de Dios Juan Palbo II)  TotusTuus Nr 2 Febrero 2008

 


viernes, 27 de agosto de 2021

Las virtudes teologales de Fe, esperanza y caridad en la perspectiva ecuménica

 


 La fe, la esperanza y la caridad son como tres estrellas que brillan en el cielo de nuestra vida espiritual para guiarnos hacia Dios. Son, por excelencia, las virtudes "teologales":  nos ponen en comunión con Dios y nos llevan a él. Forman un tríptico que tiene su vértice en la caridad, el agape, que canta de forma excelsa san Pablo en un himno de la primera carta a los Corintios. Ese himno concluye con la siguiente declaración:  "Ahora permanecen estas tres cosas:  la fe, la esperanza y la caridad, pero la más excelente de ellas es la caridad" (1 Co 13, 13).

Las tres virtudes teologales, en la medida en que animan a los discípulos de Cristo, los impulsan a la unidad, según la indicación de las palabras paulinas que escuchamos al inicio: "Un solo cuerpo (...), una sola esperanza (...), un solo Señor, una sola fe (...), un solo Dios y Padre" (Ef 4, 4-6). Continuando nuestra reflexión de la catequesis anterior sobre la perspectiva ecuménica, hoy queremos profundizar en el papel que desempeñan las virtudes teologales en el camino que lleva a la plena comunión con Dios-Trinidad y con los hermanos.

(…)

 En el vértice de las tres virtudes teologales está el amor, que san Pablo compara casi con un lazo de oro que une en armonía perfecta a toda la comunidad cristiana:  "Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14). Cristo, en la solemne oración por la unidad de los discípulos, revela su substrato teológico profundo:  "el amor con que tú (oh Padre) me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17, 26). Precisamente este amor, acogido y acrecentado, constituye en un solo cuerpo a la Iglesia, como nos señala san Pablo:  "Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor" (Ef 4, 15-16).

La meta eclesial de la caridad, y al mismo tiempo su fuente inagotable, es la Eucaristía, comunión con el cuerpo y la sangre del Señor, anticipación de la intimidad perfecta con Dios. Por desgracia, como recordé en la catequesis anterior, en las relaciones entre los cristianos desunidos, «a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más "con un mismo corazón"» (Ut unum sint, 45). El Concilio nos recordó que "este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humanas". Por ello debemos poner nuestra esperanza "en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros y en el poder del Espíritu Santo" (Unitatis redintegratio, 24).

(de la Audiencia General de Juan Pablo II 22 de noviembre de 2000 – leer completa)


 

 

viernes, 28 de junio de 2019

La esperanza - virtud teologal en las catequesis de Juan Pablo II



Para el Papa Juan, la segunda entre las siete “lámparas de la santificación” era la esperanza. Hoy voy a hablaros de esta virtud, que es obligatoria para todo cristiano.
Dante, en su Paraíso (cantos 24, 25 y 26) imaginó que se presentaba a un examen de cristianismo. El tribunal era de altos vuelos. «¿Tienes fe?», le pregunta, en primer lugar, San Pedro. «¿Tienes esperanza?», continúa Santiago. «¿Tienes caridad?», termina San Juan. «Sí, —responde Dante tengo fe, esperanza y caridad». Lo demuestra y pasa el examen con la máxima calificación.
He dicho que la esperanza es obligatoria; pero no por ello es fea o dura. Más aún, quien la vive, viaja en un clima de confianza y abandono, pudiendo decir con el salmista: “Señor, tú eres mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi refugio, mi lámpara, mi pastor, mi salvación. Aunque se enfrentara a mí todo un ejército, no temerá mi corazón; y si se levanta contra mí una batalla, aun entonces estaré confiado”.
Diréis quizá: ¿No es exageradamente entusiasta este salmista? ¿Es posible que a él le hayan salido siempre bien todas las cosas? No, no le salieron bien siempre. Sabe también, y lo dice, que los malos son muchas veces afortunados y los buenos oprimidos. Incluso se lamentó de ello alguna vez al Señor. Hasta llegó a decir: “¿Por qué duermes, Señor? ¿Por qué callas? Despiértate, escúchame, Señor”. Pero conservó la esperanza, firme e inquebrantable. A él y a todos los que esperan, se puede aplicar lo que de Abrahán dijo San Pablo: «Creyó esperando contra toda esperanza» (Rom. 4, 18.
Diréis todavía: ¿Cómo puede suceder esto? Sucede, porque nos agarramos a tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de la misericordia, quien enciende en mí la confianza; gracias a Él no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino comprometido en un destino de salvación, que desembocará un día en el Paraíso.
He aludido a los Salmos. La misma segura confianza vibra en los libros de los Santos. Quisiera que leyerais una homilía predicada por San Agustín un día de Pascua sobre el Aleluya. El verdadero Aleluya —dice más o menos— lo cantaremos en el Paraíso. Aquél será el Aleluya del amor pleno; éste de acá abajo, es el Aleluya del amor hambriento, esto es, de la esperanza.
[…]
En Ostia, a la orilla del mar, en un famoso coloquio, Agustín y su madre Mónica, «olvidados del pasado y mirando hacia el porvenir, se preguntaban lo que sería la vida eterna» (Confess. IX núm. 10) Ésta es esperanza cristiana; a esa esperanza se refería el Papa Juan y a ella nos referimos nosotros cuando, con el catecismo, rezamos: «Dios mío, espero en vuestra bondad... la vida eterna y las gracias necesarias para merecerla con las buenas obras que debo y quiero hacer. Dios mío, que no quede yo confundido por toda la eternidad»
Esperanza, virtudes teologales