149-39-PB
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149-39-PB
28-1
ene-jun
2023
e-ISSN:
2539-4711
Bogotá,
Colombia
28-1
ENE-JUN Bogotá, Colombia
2023
Fronteras de la Historia
Editora
Diana Bonnett Vélez
Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH)
9 Presentación
Artículos
Sección especial:
Los protectores de indios: oficio, mecanismos legales y poder social
15 Pobres, esclavos, indígenas y personas miserables: reflexiones en torno a sus
abogados en el Consejo de Indias y en la Audiencia de México, siglo XVI
Caroline Cunill
Reseñas
311 Reseña sobre Jorge Iván Marín Taborda. Vivir en policía y a son de campana. El
establecimiento de la república de indios en la provincia de Santafé, 1550-1604
Isabel Castro Olañeta
315 Reseña sobre Mihoko Oka. The Namban Trade. Merchants and Missionaries
in 16th and 17th Century Japan
Marina López López
321 Reseña sobre Nuria Hinarejos Martín. El sistema de defensas de Puerto Rico
(1493-1898)
Pedro Luengo
325 Reseña sobre Guillermo Sosa Abella. Iglesia sin rey. El clero en la
independencia neogranadina, 1810-1820
Viviana Arce Escobar
329 Reseña sobre Héctor Cuevas Arenas. Tras el amparo del rey. Pueblos indios y
cultura política en el valle del río Cauca, 1680-1810
Julian Andrei Velasco Pedraza
9 Presentation
Articles
Special Section:
Los protectores de indios: oficio, mecanismos legales y poder social
15 Poor People, Indigenous People, Enslaved People and Personae Miserabilis:
a Reflection on Their Lawyers in the Council of The Indies and the Audience
of Mexico in the Sixteenth Century
Caroline Cunill
39 Between the Service and the Profit. Performance and Usual Practice among
Capitanes Protectores of the Sierra Gorda, in New Spain. 1590-1680
David Alejandro Sánchez Muñoz
Gerardo Lara Cisneros
117 The Royal Decree of 1781 and the Dispute over the Control of the protectores
partidarios in the Intendancy of Trujillo
Carlos Zegarra Moretti
139 Fiscal Protector de Indios during New Spain’s Collapse (1811-1821): Some
Notes Regarding the End of a Colonial Institution
Francisco Miguel Martín Blázquez
General Section
161 The Arrival of the Benefited Parish Priests to the Indian Towns. Politics and
Conflict in Oapan, Archbishopric of Mexico
Rodolfo Aguirre Salvador
189 The Eastern Frontier of Mendoza in the Eighteenth Century: The Case of
Corocorto’s Post between Chile and Rio de la Plata
Luciana Fernández
237 Epidemics and their Impact on Mortality in Santafé, New Granada, 1739-1800
Cristhian Fabián Bejarano Rodríguez
Reviews
311 Review about Jorge Iván Marín Taborda. Vivir en policía y a son de campana. El
establecimiento de la república de indios en la provincia de Santafé, 1550-1604
Isabel Castro Olañeta
315 Review about Mihoko Oka. The Namban Trade. Merchants and Missionaries in
16th and 17th Century Japan
Marina López López
321 Review about Nuria Hinarejos Martín. El sistema de defensas de Puerto Rico
(1493-1898)
Pedro Luengo
325 Review about Guillermo Sosa Abella. Iglesia sin rey. El clero en la
independencia neogranadina, 1810-1820
Viviana Arce Escobar
329 Review about Héctor Cuevas Arenas. Tras el amparo del rey. Pueblos indios y
cultura política en el valle del río Cauca, 1680-1810
Julian Andrei Velasco Pedraza
DOI: 10.22380/20274688.2514
Nada más gratificante para nosotros, queridas y queridos lectores de esta revis-
ta, que ofrecerles este dosier, al que hemos titulado Los protectores de indios: ofi-
cio, mecanismos legales y poder social. Reconocemos que no es un tema nuevo:
la investigación pionera está ad portas de cumplir ochenta años de ser publicada
(Bayle) y ha sido un tópico de especial interés para historiadoras e historiadores de
América y Europa desde finales de la década de 1980. Por fortuna, hoy la comuni-
dad académica cuenta con un sesudo balance historiográfico sobre la institución
de la protectoría, obra de la historiadora Caroline Cunill, quien a manera de des-
tripe nos acompaña en esta publicación (Cunill 478-495).
Sin duda, debemos reconocer que sus observaciones sobre los alcances de
la literatura especializada y las sugerencias para nuevos abordajes de la institu-
ción fungieron como catalizadores para iniciar esta empresa. Bien diríamos que
los seis artículos aquí conjugados se han construido bajo sus paradigmas, osten-
tando el ejercicio del oficio en diversos momentos (siglos XVI al XIX) y espacios
de la América hispana, y aun en la metrópoli. Gracias a ello, vemos lo cambiante de
sus denominaciones y atribuciones, sumado a la multiplicidad de personajes que
detentaron el cargo.
La sección temática se ha organizado en orden cronológico, iniciando en el
siglo XVI. Asimismo, ha sido la versión secular del oficio la que ha primado en este
dosier. De hecho, vale la pena recordar que el cargo tuvo una fase eclesiástica que
se dio entre 1527 y 1560, y que fue ejercido las más de las veces por los obispos
de las nacientes diócesis indianas. Del mismo modo, también es prudente señalar
que alrededor de 1550 comenzó la transición hacia tal versión secular como parte
del aparato de gobierno de la monarquía. Por lo demás, que sea esta una opor-
tunidad para llamar la atención de las y los investigadores para ahondar sobre
la mencionada etapa eclesiástica, la cual todavía no termina de conocerse, en
particular por lo poco que se ha tratado el ejercicio concreto del oficio por parte
de los hombres de la Iglesia.
Abre este dosier el texto de Caroline Cunill. En este, la autora plantea la cons-
trucción normativa de la tarea de protección a los indios, por parte de los primeros
abogados y procuradores de pobres, en clave comparativa para la Audiencia de
México y el Consejo de Indias en el siglo XVI. No solo explora la normatividad regia
formulada con el correr del tiempo, también observa la práctica de la representa-
ción que hicieron los abogados de naturales. Resulta interesante comprobar que
la categoría de pobre pasó de un sentido socioeconómico a uno étnico para cobijar
a los indios, como también la manera en que se delineó un oficio cuyo fundamento
estaba en el ideal cristiano de asistencia a los menesterosos.
La necesidad, la funcionalidad y el papel desempeñado por los protectores
pueden apreciarse también en contextos de frontera. Dos trabajos sobre dos ex-
tremos del septentrión novohispano lo ejemplifican. David Sánchez y Gerardo Lara
remarcan el papel de los capitanes protectores en la Sierra Gorda, entre 1590 y 1715,
conforme bajaba de intensidad la llamada guerra Chichimeca y se construía el or-
den hispánico y cristiano por una vía pacífica y estable. Frente al marcado interés
por la figura de Miguel Caldera y la de sus sucesores como justicias mayores en
esa nueva etapa, los autores proponen estudiar a sus subordinados, los capitanes
protectores, con el fin de observar el desempeño local de la pretensión del amparo
de los indios. Asimismo, analizan una compleja triangulación entre los mandatos
virreinales para la protección, las necesidades y las tareas militares, y los intereses
económicos de los protectores, los hacendados y los mineros de la región.
Por su parte, Ismael Jiménez encara circunstancias similares para el Gran
Nayar entre 1709 y 1769. Resalta la figura de los capitanes protectores, cuyas
funciones, formadas paulatinamente, implicaron también la administración
de milicias de presidio, liderar campañas militares contra los indios, establecer
pactos de paz con ellos y participar de la extirpación de idolatrías junto con los
misioneros. Para la tarea de pacificación de aquella región y el desempeño de
su oficio fueron vitales las relaciones con los indios y los misioneros jesuitas. En
este entramado, el título de protector fue aparejándose al de capitán de guerra,
existente al menos desde la década de 1590. Así, los capitanes protectores no
solo defendieron a los naturales, sino que fungieron como garantes de su evan-
gelización y vasallaje a la Corona.
El siglo XVIII chileno es abordado por María Eugenia Albornoz mediante pleitos
por injurias que involucraron a indios. Su trabajo deja ver la multiplicidad de deno-
minaciones que se usaron para referirse a los encargados de la protectoría en San-
tiago y en otras ciudades y regiones. Aparte de proporcionar datos acerca de los
ocupantes y las características del cargo desde el siglo XVI, la autora señala algunas
ideas sobre su lugar institucional, el cual, en el siglo XVIII constituyó una extensión
de los fiscales protectores, en comparación con lo que había ocurrido antes de 1713.
Los ajustes institucionales nunca dejaron de darse; el oficio no fue una vía predilec-
ta para alcanzar prestigio y reconocimiento político, sino que se concibió como un
servicio y cooperación con la justicia.
En otro sentido, Carlos Zegarra analiza las luchas por controlar la protectoría
partidaria, a finales del siglo XVIII, en la intendencia de Trujillo. Una cédula de 1781
cambió su funcionamiento, y le otorgó a los fiscales protectores de Lima mayor au-
tonomía en el nombramiento de protectores de partido, lo cual movilizó las alian-
zas y los conflictos con los poderes locales que involucraban a los subdelegados,
los cabildos indios y los comerciantes españoles. De tal manera, la operatividad de
dicha protectoría implicaba un entramado de relaciones sociales que comprome-
tía los intereses de tales bandos.
Finalmente, terminamos con un trabajo sobre el fiscal protector de indios en
la Audiencia de México, en el ocaso del régimen hispánico (1810-1821). Francisco
Martínez utiliza información prosopográfica y judicial para abordar su labor como
protector en el control y la defensa de las comunidades indígenas, en una época
de extrema convulsión. Describe la situación como una paradoja operativa: si bien
las instituciones regias estaban a punto de extinguirse, los ocupantes del cargo
continuaron ejerciéndolo, incluso cuando su existencia no cabía en ciertos marcos
jurídicos y en medio de debates a favor del absolutismo o del constitucionalismo.
Los casos explorados por Martínez constituyen apenas una muestra de los pleitos
susceptibles de analizarse.
Para cerrar esta sección especial, deseamos que esta publicación sea un ho-
menaje al fallecido Kinich García, abogado y etnohistoriador mexicano, quien se
había sumado a este proyecto desde su inicio.
En la sección general la revista ofrece temas muy sugerentes: iniciamos con
el artículo de Rodolfo Aguirre Salvador que analiza a partir de un estudio de caso
en el pueblo de Oapan las consecuencias del establecimiento de los “curas bene-
ficiados y como, con el tiempo, van adquiriendo un fuerte poder frente a los frai-
les doctrineros”. A continuación, el artículo de Luciana Fernández propone, para
el siglo XVIII, nuevos límites de la frontera oriental de Mendoza, tomando como
Bibliografía
Sección especial:
Los protectores de indios:
oficio, mecanismos legales y poder social
Pobres, esclavos, indígenas y personas
miserables: reflexiones en torno
a sus abogados en el Consejo de Indias
y en la Audiencia de México, siglo XVI1
Poor People, Indigenous People, Enslaved People and Personae
Miserabilis: a Reflection on Their Lawyers in the Consejo de Indias
and the Audiencia de México in the Sixteenth Century
DOI: 10.22380/20274688.2388
Recibido: 28 de febrero del 2022 • Aprobado: 22 de junio del 2022
Caroline Cunill2
École des hautes études en sciences sociales, París, Francia
[email protected] • https://orcid.org/0000-0003-3391-9550
Resumen
El presente artículo analiza a los abogados que representaron a pobres, esclavos e
indios en los pleitos ventilados ante el Consejo de Indias y la Audiencia de la Nueva
España en el siglo XVI. Se esclarece el contexto histórico, las motivaciones políticas y
los argumentos que pueden explicar por qué la Corona española decidió nombrar a
oficiales encargados de representar a determinados sectores de la población en sus
tribunales. También se pone de manifiesto cómo los elementos teóricos y las expe-
riencias circularon y dieron lugar a procesos paralelos de nombramiento de aboga-
dos de pobres, esclavos e indios en el Consejo de Indias y la Audiencia de México. El
estudio se fundamenta en la normativa real, los nombramientos, las cartas de pago
otorgadas a los abogados y las probanzas de méritos elaboradas por los titulares.
Se toman en cuenta, asimismo, varios pleitos en que intervinieron para comprender
cómo aquellos actores se repartían los negocios americanos.
Palabras clave: justicia, representación, abogados, pobres, población indígena
1 Agradezco a los lectores anónimos de Fronteras de la Historia por sus valiosos comentarios. No obs-
tante, me hago responsable de cualquier error susceptible de aparecer en el texto.
2 Profesora en la École des hautes études en sciences sociales. Sus investigaciones se enfocan en la
adaptación del sistema de justicia a la población autóctona en el Imperio hispánico. Es autora de
Los defensores de indios de Yucatán y el acceso de los mayas a la justicia colonial y coeditora del libro
colectivo Las lenguas indígenas en los tribunales de América Latina.
Abstract
This article analyzes the lawyers who represented the poor, the slaves, and the In-
digenous people in their lawsuits at the Consejo de Indias and the Audiencia de la
Nueva España in the sixteenth century. We will highlight the historical context, the
political motivations, as well as the theoretical arguments that help explain why
the Spanish crown appointed lawyers in charge of representing specific social groups
in its higher courts of justice. One of the main objectives is to show how theoretical
considerations and experiences circulated on both sides of the Atlantic and led to par-
allel processes of appointments in the Council of the Indies and the court of Mexico.
The article builds on royal normative, appointments, orders of payments, and rela-
tions of services and deeds written by the officeholders during the sixteenth century.
Diverse lawsuits are also analyzed to highlight how affairs were dispatched among the
lawyers of the Council of the Indies and the Audiencia de México.
Keywords: justice, representation, lawyers, Indigenous people
Introducción
3 Sobre los antecedentes romanos de esta idea, véase Brown. Sobre su aplicación en la península
ibérica y en otros espacios, véase Bermúdez (“La abogacía”); Kagan; Garriga. Sobre Francia e Italia en
la época tardomedieval y moderna, véase Aladjidi; Ricci; Cerutti.
Biuda, é huerfano, é otras personas cuytadas, han de seguir a las veces en juy-
zio sus pleitos. E porque aquellos con quien han de contender son poderosos,
acaesce que non puedan fallar Abogado, que se atreua a razonar por ellos. Onde
dezimos, que los Judgadores deuen dar Abogado, a cualquier de las personas so-
bredichas que gelo pidiere. E el Abogado, a quien el Juez lo mandare, deue razo-
nar por ella por mesurado salario. E si por auentura fuesse tan cuytada persona,
que non ouiesse de que lo pagar, deuele mandar el Juez que lo faga por amor de
Dios, el Abogado es tenudo de lo facer. (Siete Partidas, cit. en Pedraz 180)
Más que la pobreza en sí misma eran, por tanto, la asimetría en las relaciones
de poder y la dificultad de ser correctamente representados derivada de ella las
que justificaban que el abogado cobrara un salario “mesurado” o que representa-
ra gratuitamente a sus defendidos en caso de que estos no pudieran pagar.
Cabe preguntarse cómo aquel marco teórico y sus aplicaciones institucionales
se manifestaron en la normativa con la que se pretendió regular las condiciones de
acceso de las poblaciones americanas a la justicia real en el siglo XVI. Bien es cierto
que, en las últimas décadas, el papel que abogados y procuradores desempeña-
ron en los tribunales del Imperio hispánico ha llamado la atención de varios histo-
riadores que los estudiaron desde la perspectiva del gobierno a distancia, de las
prácticas legales y de la noción de representación (Gayol; Puente Brunke; Honores;
Gaudin). Se ha distinguido a los abogados y procuradores del número (también lla-
mados ad litem), que actuaban en el Consejo de Indias y en las audiencias ameri-
canas bajo la autoridad real de los procuradores (o gestores) de negocios, quienes
representaron a particulares o a corporaciones en el marco de misiones puntuales
para defender los intereses particulares o colectivos (Cunill y Quijano), especial-
mente los de los cabildos seculares o eclesiásticos (Mazín). También se ha desa-
rrollado una amplia literatura sobre los defensores de indios (Borah; Ruigómez;
Bonnett; Novoa; Cunill, “La protectoría”).
Por cuanto en Nuestro Consejo de las Indias se ofrecen algunas veces pleitos y ne-
gocios de pobres que no tienen con qué seguirlos y hasta ahora no se ha proveído
persona que entienda en los pobres, por ende, acatando la habilidad de vos, Sebas-
tián Rodríguez, a que bien y diligentemente entenderéis en los dichos negocios y
pleitos, por la presente vos nombramos por procurador de los dichos pobres y vos
damos licencia y facultad para que, como tal procurador de ellos, podáis solicitar y
5 Sobre las audiencias americanas, véanse Schäfer; Ruiz Medrano (Gobierno y sociedad); Martiré; Herzog.
procurar de los dichos negocios y pleitos de pobres que, en el dicho Nuestro Con-
sejo de las Indias, de aquí adelante ocurrieren y entendáis en ellos.6
10 “Pago de salario a Ramiro de Soto, abogado de pobres, 1536” (AGI, C, 5784, libro 1, ff. 64-65); “Real
Cédula a los oficiales de la casa de la contratación para que paguen 5 000 maravedís de salario al
licenciado Ramiro de Soto como abogado de pobres, 1536” (AGI, IG, 1962, libro 4, f. 84).
11 “Real Cédula a Benito Juárez de Luján, abogado de corte concediéndole el título de letrado de
pobres con 7 500 maravedís de salario anual sucediendo en dicho oficio al difunto Luis Hurtado,
1570” (AGI, IG, 426, libro 25, f. 79); “Carta acordada al receptor Antonio de Cartagena disponiendo la
libranza de 10 000 maravedís a favor de Benito Juárez de Luján abogado de los pleitos de pobres en
concepto de salario anual, 1576” (AGI, IG, 426, libro 25, f. 345).
12 “Consulta del Consejo de Indias, 1586 (AGI, SF, 1, n.° 77); “Real Cédula al presidente y oficiales de la
Contratación para que paguen anualmente 7 500 maravedís de salario al licenciado Medina al que
nombra abogado de pobres, 1589” (AGI, IG, 426, libro 28, f. 22).
13 “Real Cédula a Ochoa de Luyando para que de los maravedís de penas de estrados entregue 4 000
maravedís a Sebastián Rodríguez procurador de pobres, 1554” (AGI, IG, 425, libro 23, f. 85); “Cartas
acordadas al receptor Antonio de Cartagena disponiendo la libranza de 4 000 maravedís a favor de
Juan de la Peña, procurador de pobres, como salario de dicho oficio en los años de 1567, 1571-1575”
(AGI, IG, 426, libro 25, ff. 146-147); “Real Cédula a Antonio de Cartagena, receptor, dándole orden de
pago de 6 000 maravedís de salario a Domingo de Orive, que ha sido nombrado procurador de po-
bres en lugar y por renuncia de Juan de la Peña, 1576” (AGI, IG, 426, libro 26, ff. 242-243); “Real Cédula
a Antonio de Cartagena, receptor, para que paguen anualmente 6 000 maravedís a Baltasar Romero
en quien Domingo de Orive ha renunciado su oficio de procurador de pobres, 1587” (AGI, IG, 426,
libro 27, ff. 171-172).
También cabe recordar que a partir de 1527 la Corona entregó títulos de pro-
tectores de indios a los obispos americanos para que pudieran juzgar las causas
en las cuales estaba involucrada la población indígena. En la Nueva España el car-
go recayó en la persona de fray Juan de Zumárraga en 1528 (Dussel; Carreño 97).
No obstante, pronto se dieron fuertes conflictos entre el protector de indios y
los oidores en torno al ejercicio de la jurisdicción sobre la población indígena, de
tal manera que en 1530 el Consejo de Indias decidió limitar las prerrogativas de los
protectores de indios (Puga 64-65)14. No es ninguna casualidad que en la misma
fecha en la Audiencia de México se emitieran órdenes más precisas acerca de la
ventilación de los “pleitos que hubiere entre las personas particulares de los in-
dios”, para los cuales se había de proceder “de palabra sin haber escrito ni proce-
so”; en cambio, “si fuere entre consejos [de cabildos indígenas] haced justicia en
vía ordinaria, con aquella brevedad que la calidad del negocio requiere porque es
nuestra voluntad que sean relevados al presente de les llevar derechos ni costas”
(Puga 55-56). Se dio, asimismo, una de las primeras normas relativas al ejercicio
de los intérpretes de las lenguas indígenas que servían en la Audiencia de México
(Puga 41). Además, para que los indios “comenzasen a entender nuestra manera
de vivir así en su gobernación, como la policía y cosas de la república”, en 1530 se
dispuso que “hubiese personas de ellos que juntamente con los regidores españo-
les que están proveídos entrasen en el regimiento y tuviesen voto en él” (Puga 40).
En estas condiciones no sorprende que el primer nombramiento de un procu-
rador de pobres en la Audiencia de México coincidiera con el ocaso de la protec-
toría eclesiástica, puesto que fray Juan de Zumárraga fue relevado de este cargo
en 1534, y que el titular sintiera un compromiso especial para representar a los
españoles y a los indígenas más desprovistos de recursos. El primer procurador
La promulgación de las Leyes Nuevas entre 1542 y 1543, y las necesidades relacio-
nadas con la liberación de los esclavos indígenas en los territorios tanto peninsula-
res como americanos marcaron el inicio de una nueva fase en la representación de
15 “Declaración de Juan de Alvarado en la probanza de Juan de Riberol, intérprete, 1565” (AGI, M, 208, n.° 3).
16 “Declaración de Juan de Riberol en la probanza de Juan de Riberol, intérprete, 1565” (AGI, M, 208, n.° 3).
17 Sobre la representación de los indígenas en las audiencias americanas, véase Lohmann, y sobre la
representación de los indígenas en la Corte española, véase Cunill (“Fray Bartolomé”).
18 “Querella de Juan, indio, seguida por Sebastián Rodríguez” (AGI, J, 757, n.° 31), mencionada por Van
Deusen (119).
los indios en ambos lados del Atlántico (Zavala; Van Deusen). En aquellos años fray
Bartolomé de las Casas y fray Rodrigo de Andrada pidieron el nombramiento de
un “general procurador y defensor de todas aquellas naciones [indias]” en el Con-
sejo de Indias; lamentaban que los indígenas “siempre hasta ahora han carecido
de defensor y, sin ser llamadas ni oídas ni defendidas, se ha tratado de su estado y
libertad y determinado muchas y diversas veces en su muy grande e irrecuperable
daño y perjuicio, oyendo solamente a sus enemigos” (Las Casas, Opúsculos 157). Y
es que, si bien están documentados los viajes que emprendieron varios procura-
dores indígenas para presentar sus casos en la Corte, así como el hecho de que la
población autóctona se apropió con rapidez de la cultura jurídica hispana, es cierto
que los indios se encontraban en una situación de desventaja en relación con los
españoles a la hora representar sus casos, ya que los segundos contaban con me-
dios financieros más importantes y con redes sociales más extensas en el ámbito
cortesano (Glave; Rojas y Gutiérrez; Yannakakis; Dueñas; Puente Luna).
En el mismo memorial, Las Casas y Andrada insistieron en la necesidad de que
en cada audiencia americana hubiera una persona “que procure particular y gene-
ralmente por la defensa, pro y utilidad de los indios en todas las cosas que fueren
convenientes o necesarias, pues la defensa les compete de derecho natural” (Las
Casas, Opúsculos 137). Los religiosos fundamentaban su petición en la incapaci-
dad momentánea por parte de los indígenas de defenderse por sí mismos en los
pleitos en los que se oponían a españoles debido a motivos políticos, socioeconó-
micos y culturales, así como en la obligación del rey conforme al derecho natural
de garantizar el acceso a la justicia a cualquier ser humano. En 1544, Las Casas
volvió a centrarse más directamente en la cuestión de la liberación de los esclavos
indígenas asentados en la península y pidió al príncipe don Felipe que se nombra-
ra en la Casa de la Contratación a un procurador “de todos los indios que hubiere
en todos estos reinos” de Castilla, arguyendo que los indios eran “personas muy
necesitadas y más que miserables, porque ellos no saben pedir su justicia” (Las
Casas, Obras completas 13: 208). En 1545, Las Casas consideró que la condición de
persona miserable debía aplicarse a todos los indígenas y justificaba que se nom-
braran procuradores de indios en los tribunales americanos y metropolitanos.
En realidad, el dominico estaba dando una forma explícita a una serie de ideas
que, desde la década de 1530, habían sido movilizadas en el gobierno de América y
habían dado lugar a la promulgación de varias medidas relativas a las condiciones
de acceso de la población indígena a la justicia real. Como se ha visto, esta nor-
mativa estaba construida sobre la experiencia castellana que, desde la Baja Edad
Media, se había acumulado en torno a la representación de las personas pobres
en los tribunales. Hasta aquel momento se habían privilegiado tres opciones para
remediar el impacto que pudieran tener las asimetrías de poder en la impartición
de la justicia: la vía sumaria y el reconocimiento de los usos y las costumbres in-
dígenas como fuente de derecho para minimizar los costos del proceso y acortar
los plazos en que se administraba la justicia; la limitación de los emolumentos que
recibían los abogados y los procuradores según la “calidad” y los recursos de las
partes; y el nombramiento de abogados o procuradores pagados por la Corona y
encargados de representar gratuitamente a los litigantes pobres, ya fueran indí-
genas o españoles.
El carácter novedoso de la propuesta lascasiana consistía en transformar a los
abogados y a los procuradores de pobres en abogados o procuradores de indios,
con base en la extensión de la calidad de pobreza o de persona miserable al con-
junto de la población indígena. En otras palabras, el criterio operativo en la defi-
nición del grupo social que aquellos oficiales iban a representar en los tribunales
pasaría de ser la condición de pobres a la de indígenas. En este sentido, el nombra-
miento de procuradores de esclavos indios marcó un momento clave en la histo-
ria de la representación indígena en los tribunales metropolitanos y americanos,
dado que, si bien todavía prevalecía la condición de “esclavos” en la definición del
grupo de personas que dichos oficiales tenían que representar, aquellos esclavos
eran indígenas.
En efecto, cuando se le encargó a Hernán Pérez de la Fuente la visita de la
Casa de la Contratación en 1549, se le dio facultad para nombrar a un procurador
de indios que se encargara de asesorar gratuitamente a los litigantes indígenas
que solicitaran su libertad19. El cargo recayó en la persona de Diego Pantoja, quien
había sido portero de la Casa de Contratación20. En 1558 Francisco Sarmiento lo
sustituyó21. Los expedientes indican que Sarmiento fue procurador o defensor de
19 “Real Cédula al doctor Hernán Pérez para que se pongan en libertad los indios libres que estuvieren
sirviendo como esclavos, 1549” (AGI, IG, 1964, libro 11, f. 226); “Instrucciones de Carlos I a Hernán Pérez,
1549” (Van Deusen 118 y 259). Con anterioridad, entre 1543 y 1544, Gregorio López había hecho una
visita, en la cual había liberado a varios esclavos indígenas asentados en Castilla (Van Deusen 116-118).
20 “Carta Real al doctor Hernán Pérez sobre la liberación de los indios del arzobispado de Sevilla y sobre
que el fiscal de la Casa o un tal Diego Pantoja actúe como solicitador de aquéllos, 1549” (AGI, IG, 1964,
libro 11, ff. 263-266).
21 “Real Cédula para nombrar a Francisco Sarmiento procurador de indios, 1558” (AGI, IG, 1965, libro 13,
ff. 515-516); “Nombramiento de Francisco Sarmiento como procurador de indios de la Casa de la
Contratación, 1558” (AGI, C, 5784, libro 1, f. 117).
indios —ambos títulos aparecen en las fuentes indistintamente— hasta 157322 . Los
procuradores fueron apoyados por los solicitadores de pleitos fiscales Cristóbal
de San Martín, Jerónimo de Ulloa y Diego Venegas cuando los pleitos llegaban al
Consejo de Indias en grado de apelación23.
En América se siguió un proceso similar, ya que el monarca ordenó que se
nombrara a un procurador de esclavos en la Audiencia de México en 1550. El rey la-
mentaba que los esclavos indígenas no lograban ser liberados, “por falta de haber
una persona que en nombre de los dichos indios e indias pida su libertad y lo que
cerca de ella les conviene, pues ellos para este efecto carecen de libertad y sabi-
duría para poderla pedir y seguir en derecho” (Encinas 4: 375-376). El texto insistía
asimismo en la necesidad de difundir esta información, “para que los indios pue-
dan tener y tengan noticia y sabiduría de lo que así tenemos proveído y mandado”
(Encinas 4: 375-376). En 1551 el doctor Bartolomé Melgarejo fue elegido para el
cargo (AGI, P, 231, n.° 4, ramo 4). Melgarejo había sido abogado en la Audiencia de
México y había dado su parecer en la junta reunida en 1544 para reflexionar acerca
de la aplicación de las Leyes Nuevas (Zavala 120-125).
22 “Francisco Sarmiento, defensor de indios, en nombre de Catalina Hernández y sus hermanas, escla-
vas indias hijas de Beatriz Hernández y el fiscal apelan al Consejo la sentencia dictada por los jueces
de la Audiencia de la Contratación en el pleito contra Juan Cansino, vecino y regidor de Carmona,
1558” (AGI, J, 908, n.° 1); “El fiscal Diego Venegas y Diego indio y su defensor Francisco Sarmiento, de-
mandan ante el Consejo de Indias a Rodrigo Alonso vecino de Sevilla por la libertad del indio Diego,
1573” (AGI, J, 928, n.° 8).
23 “Real Cédula para que de los maravedís de penas de cámara o estrados entregue 6 000 a Cristóbal de
San Martín, solicitador de pleitos fiscales del Consejo, por lo que trabaja en los asuntos de libertad
de indios, 1555” (AGI, IG, 425, libro 23, f. 215); “El licenciado Ulloa fiscal apela ante el Consejo la sen-
tencia dictada por los jueces de la Audiencia de la Contratación en el pleito que han seguido Bárbola,
esclava india y Francisco Sarmiento, defensor de indios en su nombre contra Silvestre de Monsalve
sobre la libertad de dicha esclava, 1559” (AGI, J, 783, n.° 3).
24 “Provisión que manda particularmente la orden que las audiencias y otras justicias de las Indias han
de guardar en hacer y fulminar los pleitos de indios, 1550” (Encinas 2: 166).
25 “Ordenanzas de las ultimas hechas por las audiencias de las Indias, que manda que los fiscales ten-
gan cuidado de ayudar a los indios pobres en sus pleitos y mirar por ellos, 1563” (Encinas 2: 268);
“Cédula que manda a los fiscales de las audiencias de las Indias que ayuden a los indios en todos sus
pleitos, 1575” (Encinas 2: 269).
mediación del procurador Juan de la Peña) alegando que tal medida “era en per-
juicio y daño suyo y de su oficio, por querer usar con él de costumbre y cosa nueva,
y que no lo han hecho ni hacer otros ningunos de nuestros fiscales, sino que para
estos casos hay un solicitador y defensor de los dichos indios” (Encinas 2: 268)26 . La
petición de García de Valverde sugiere que, para 1560, procuradores, defensores
o solicitadores de indios brindaban sus servicios en varias audiencias americanas.
La probanza de méritos elaborada en 1560 por el procurador de la Audiencia
de México Álvaro Ruiz corrobora las aseveraciones del fiscal del Nuevo Reino de
Granada. En efecto, en la quinta pregunta del interrogatorio, Álvaro Ruiz declaró:
[…] siendo hombre honrado y buen cristiano y de buena vida y fama y diligente
y de toda confianza, los señores presidentes y oidores de esta Real Audiencia [de
México] lo nombraron por procurador para que cuidase a los indios naturales de esta
Nueva España en sus pleitos y negocios y el dicho Álvaro Ruiz en todo el tiempo que
tuvo el dicho cargo, hasta que los dichos señores presidente y oidores mandaron
que todos los procuradores de esta Real Audiencia pudiesen hacerlo, ayudó y favo-
reció a los dichos indios muy bien e diligentemente e con todo cuidado.27
30 Para un análisis de otros contextos regionales en los que el proceso de institucionalización del cargo
de defensor de indios fue atravesado por las peculiaridades locales, véanse los demás artículos del
presente dossier.
31 “Sentencias del visitador Diego Ramírez y su acompañado el licenciado Antonio de Monroy en la
visita del pueblo de Zacatlán, Zacatlán, 18 de febrero de 1555” (Paso y Troncoso 8: 7); “Testimonio de
las sentencias que se pronunciaron en el pleito entre los indios de Metlatepeque y su encomendero
Pedro de Fuentes, México, 6 de mayo de 1556” (Paso y Troncoso 8: 69).
32 “Poder de los indios de Metlatepeque en Álvaro Ruiz, procurador en la Audiencia de México, Mezti‑
tlán, 1554” (AGI, J, 153, n.° 5); “Contradicción y testimonio de la sentencia que se dieron contra don
Alonso Colcho y su mujer, Meztitlán, 1558” (AGI, M, 1841, ramo 6, ff. 466-469).
33 “Nombramiento de Agustín Pinto en lugar de Vivencio de Riberol, México, 1564” (AGNM, RCD, 1, exp. 56).
34 “Confirmación de oficio de escribano para Agustín Pinto, 1553” (AGI, M, 169, n.° 22); “Nombramiento
de escribano para Agustín Pinto en la Real Audiencia de México, 1554” (AGNM, RCD, 1, exp. 251).
35 “Agustín Pinto en nombre de los indios del pueblo de Teçayuca contra los principales de Otumba,
1569” (AGI, M, 99, ramo 3); “Agustín Pinto en nombre del gobernador consejo y universidad del pue-
blo de Tecamachalco, 1576” (AGNM, IV, 6453, exp. 62); “Agustín Pinto en nombre de los indios de
Epaçoyuca, 1578 (AGNM, IV, 1662, exp. 5); “Agustín Pinto en nombre de los 4 indios del pueblo de
Ticayuca sujeto a Otumba presos en la cárcel de México”, s. f. (AGNM, IV, 2272, exp. 2); “Agustín Pinto
en nombre de don Domingo Mejía, gobernador del pueblo de Tlacamama en la costa, y don Melchor
de Paz alcalde”, s. f. (AGNM, IV, 2560, exp. 9); “Agustín Pinto en nombre del gobernador, consejo y
universidad del pueblo de Chila, 1580 (AGNM, IV, 6479, exp. 58); “Agustín Pinto en nombre de los
indios del pueblo de Tlacuchavaya cerca de Oaxaca”, s. f. (AGNM, IV, 6609, exp. 124); “Agustín Pinto,
en nombre del pueblo de Atoyaqui, 1580” (AGNM, IV, 3526, exp. 13); “Agustín Pinto en nombre de los
indios del pueblo de Ygoala que esta en la corona real, 1588” (AGNM, IV, 3713, exp. 9); “Agustín Pinto
en nombre de los alcaldes y naturales de Santiago Tecalli, 1588” (AGNM, IV, 5920, exp. 61). Sobre otras
gestiones de Agustín Pinto, véase también Ruiz Medrano, Mexico’s Indigenous, 48-61.
36 “Provisión de la Audiencia de México dirigida al gobernador de Yucatán para que no se carguen los
indios, México, 17 de septiembre de 1574, en Pleito de Francisco Palomino, defensor de indios, con la
ciudad de Mérida y encomenderos sobre que no se carguen los indios” (AGI, J, 1016, n.° 10, ff. 920-926).
41 “Francisco Palomino, protector de indios, con la ciudad de Mérida y encomenderos sobre que no se
carguen los indios, 1579” (AGI, J, 1016, n.° 10, ff. 873-876); “Carlos Arellano, en nombre y como procura-
dor de Mérida, con Francisco Palomino, defensor de indios, sobre la carta que escribió a Su Majestad
en deshonor de dichas provincias, 1579” (AGI, J, 1016, n.° 11, ff. 1128-1139).
42 Solís y Bracamonte 208, 235, 247, 273, 277, 280; “Alonso de Herrera en nombre de los vecinos de Mé-
rida, 1569” (AGI, M, 98, ramo 3); “Alonso de Herrera en nombre de la villa de Salamanca de Yucatán,
1573” (AGI, M, 99, ramo 3).
43 Sebastián de Santander representó al cacique mestizo don Diego de Torres en su pleito contra el
presidente y oidores de la Audiencia de Santafé en los mismos años (Rojas 413), agradezco a Carlos
Gustavo Hinestroza González por llamar mi atención sobre este hecho.
44 Entre 1561 y 1564 Alonso de Herrera fue procurador del arzobispo del Perú fray Jerónimo de Loaiza y
de Juan de Montaño, antiguo oidor la Audiencia de Santafé, en el pleito contra Álvaro y Diego Salcedo,
quienes fueron representados por el procurador de pobres Sebastián Rodríguez. Domingo de Orive
presentó peticiones en nombre del cabildo de Manila en Filipinas y de la ciudad de Ibagué en el Nuevo
Reino de Granada entre 1585 y 1586 (Schäfer 2: 87; Solís y Bracamonte 235, 277, 280, 345, 372, 374, 384,
407, 412; “Domingo de Oribe en nombre de Francisco Pacheco vecino de la ciudad de Mérida, 1580”
(AGI, M, 107, f. 82); “Expediente de la ciudad de Ibagué, por su procurador Domingo de Orive, en que
solicita se le permita la pacificación de las provincias de Coyaima, 1586” (AGI, SF, 65, n.° 47).
Conclusiones
En el siglo XVI se barajaron varias opciones para aportar soluciones al problema del
acceso de los indígenas a la justicia real. La mayoría de ellas estaba relacionada con
la condición de personas pobres y hundía sus raíces en experiencias peninsulares
tardomedievales. Así, se buscó reducir los costos judiciales gracias a los procesos su-
marios, al reconocimiento del valor legal de los usos y costumbres indígenas (cuan-
do no fuesen contrarios a los preceptos de la religión cristiana) y a la limitación de
los emolumentos que cobraban los abogados. Se nombraron, además, abogados
y procuradores de pobres, tanto en el Consejo de Indias como en la Audiencia de
México, a partir de 1534, fecha que en América coincidió con el ocaso de la fase ecle-
siástica de la protectoría indígena. Si bien, en un primer momento, los abogados de
pobres representaron gratuitamente a clientes tanto españoles como indígenas, la
promulgación de las Leyes Nuevas y la liberación de los esclavos indios marcó una
nueva etapa en la historia de la representación de los pueblos autóctonos.
La categoría jurídica de las personas pobres empezó a extenderse al conjunto de
la población indígena, por un lado, y se nombraron procuradores de esclavos indí-
genas en las audiencias americanas y en la Casa de la Contratación, por otro. En este
contexto, a partir de 1550 algunos oidores nombraron defensores de indios en los
tribunales americanos. No obstante, la situación de aquellos oficiales distaba de ser
estable, debido a la normativa real que seguía insistiendo en la necesidad de hacer
procesos sumarios a los indígenas y la obligación de los fiscales de hacerse cargo de
la defensa de la población indígena, pero cuando se analizan los casos tratados por
los procuradores de la Audiencia de México y del Consejo de Indias se observa que
algunos oficiales representaron mayormente a clientes indígenas. Aquellos agentes
fueron determinantes en el funcionamiento del imperio hispánico, dado que su co-
nocimiento de los negocios americanos aportó, sin duda alguna, una perspectiva
global en la gestión de unos territorios tan distantes como diversos.
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DOI: 10.22380/20274688.2384
Recibido: 28 de febrero del 2022 • Aprobado: 5 de julio del 2022
Resumen
La expansión hispana hacia los territorios septentrionales de América causó una larga
y hostil confrontación con las sociedades nativas que ahí habitaban. Estos conflic-
tos, conocidos como guerra Chichimeca, cesaron mayormente en la década de 1590.
Para alcanzar y mantener la pacificación de estas zonas, fue decisivo el papel de los
capitanes protectores, responsables de que los indios permanecieran asentados,
Abstract
The Hispanic expansion into the northern territories of America caused a long and
hostile confrontation with the native societies that lived there. These conflicts, known
as the Chichimeca War, ceased mostly in the 1590s. To achieve and maintain the paci-
fication of these areas, the role of the “capitanes protectores” was decisive. They were
responsible for the Indians remaining settled, receiving justice and supplies for their
maintenance while assimilating civil and Christian forms. This article aims to show
the origin of this duty in the north of New Spain in general, and the Sierra Gorda in
particular, until 1680, highlighting the continuous adjustments this job went through.
This way, it will be clear that a growing gap took place, between the duties of this office
and their performances.
Keywords: Sierra Gorda, protector captain, 17th century, chichimecas
Introducción
para 1988 estaba claro que la adjudicación del cargo había pasado de los prela-
dos a los ministros reales, aunque aún no se entendían bien los motivos para ello
(Cunill 33-34). Hoy existe una visión más completa de estos cambios, pero se si-
gue explorando el impacto social y político de la implantación de los protectores
y las consecuencias que tuvo a largo plazo esta defensa entre los pueblos nativos
(Baeza; J. Torre; Owensby; Güereca).
Por lo señalado en los acápites precedentes, este artículo busca, por un lado,
esclarecer el origen de la figura del capitán protector en la frontera septentrional
novohispana, así como entender si estuvo vinculada directamente al desarrollo
de la protectoría de indios o a otra prioridad del gobierno virreinal. Además, sirve
para mostrar cómo la naturaleza de este cargo asumió características distintivas
a lo largo de los años, particularmente en el área de la Sierra Gorda, de tal manera
que se abrió una brecha cada vez mayor entre las responsabilidades propias del
cargo y su desempeño cotidiano.
Es bien conocido que los religiosos fueron los primeros en asumir la protección de
los naturales en las Indias, en principio por el desempeño propio de su ministerio
y luego por encargos dados mediante cédulas reales u ordenanzas. De hecho, los
conocidos sermones de fray Antón de Montesinos, en La Española, propiciaron la
formulación y puesta en vigor de las Leyes de Burgos (1512) y luego las de Valladolid
(1513), con las que se buscó limitar los abusos a los que eran sometidos los nativos.
Durante aquellos años el otro gran ejemplo de esta actividad fue el envío que
la Corona hizo, en 1517, de tres frailes jerónimos a la isla La Española para impartir
justicia y procurar la conservación de los indios. Entre las disposiciones entrega-
das a los religiosos resulta de especial interés aquella en que debía nombrarse un
administrador español en cada pueblo, a fin de que colaborara estrechamente con
estos religiosos, de manera que se integrara a los naturales a la cristiandad y a las
formas civiles; este ayudante se vería supeditado a las decisiones tomadas por
las justicias reales (Cunill 37).
Fue a partir de 1527 que a los obispos se les nombró protectores de indios, por
medio de cédula real. Inicialmente sus facultades fueron muy amplias, incluso lle-
garon al plano legislativo; pero debido a las disputas jurisdiccionales que provoca-
ron, muchas de estas atribuciones les fueron limitadas desde 1531, con el objeto
de que no ejercieran una superioridad sobre los ministros reales. En este periodo
se destaca la actividad de Las Casas, quien aprovechó el derecho canónico a favor
de los indios y formuló el concepto jurídico de miserable, para atraer sus asuntos a
la jurisdicción eclesiástica. Su objetivo no se logró, pero esta noción fue aceptada
y retomada gradualmente por las autoridades civiles (Cunill 40, 47).
En Nueva España, fray Juan de Zumárraga también obtuvo la designación
como protector de indios en 1527, pero, debido a varias acusaciones por exceder
su jurisdicción, este cargo le fue retirado en 1534 y asignado al fiscal de la Real
Audiencia de México. Entre 1554 y 1563 este mismo ajuste se aplicó en los otros
territorios americanos, con el propósito de imponer un control más estricto sobre
las actividades de la Iglesia. Fue así cómo durante la segunda mitad del siglo XVI, la
Corona ya consideraba la práctica de la protectoría como una atribución del go-
bierno civil (Cunill 49-50).
Conforme se establecieron las audiencias como organismos para la adminis-
tración de la justicia, una de sus responsabilidades más significativas fue la de
favorecer el buen trato para los indios y tener especial cuidado en castigar los ex-
cesos cometidos contra ellos. En este sentido, los oidores debían servir como su
“tutela y amparo” (E. Torre 95), además, los recordatorios para que estas disposi-
ciones se cumplieran fueron frecuentes, sobre todo a partir del establecimiento
de las Leyes Nuevas, en 1542. Al poco tiempo, esta política favoreció el inicio de
numerosas causas judiciales, así como la aparición de procuradores privados que
decían ayudar a los naturales, pero en la mayoría de las ocasiones solo los defrau-
daban (Borah, El Juzgado 65; Cunill 62-65).
Adicionalmente, la Corona buscó agilizar el otorgamiento de justicia y la asimi-
lación del sistema de gobierno castellano entre los indios. Para lograrlo, dispuso
varias medidas, como respetar las costumbres prehispánicas que no se opusieran
a las normas cristianas, realizar juicios sumarios para simplificar los procesos y re-
ducir sus costos. En Nueva España, el virrey Antonio de Mendoza aplicó está lógica
y pudo organizar un sistema en el cual atendía una buena parte de los asuntos de
indios. Inicialmente, Mendoza podía disponer si un caso era turnado a la Audiencia
o determinado por él mismo en su calidad de gobernador; para esto último se apo-
yaba en informantes, comisionados y otros jueces que le ayudaban a tomar resolu-
ciones al respecto. Este sistema tuvo continuidad en el gobierno de Luis de Velasco,
pero nuevas disputas jurisdiccionales hicieron que su eficacia disminuyera, sobre
todo durante las décadas de 1570 y 1580 (Borah, El Juzgado 76, 89; Cunill 70-72).
En esta segunda mitad del siglo XVI hubo momentos en los que las respon-
sabilidades propias del protector resultaron ambiguas y sin delimitación precisa,
ello se hace necesaria una revisión del asunto, para así aclarar el origen y las res-
ponsabilidades de este empleo.
de estos territorios, urgía a las autoridades a encontrar una vía definitiva para la
pacificación (Ruiz, “Capitán” 31).
En este conflictivo contexto, hubo al menos dos acontecimientos que influye-
ron claramente en las resoluciones tomadas por el gobierno virreinal. En primer
lugar, destacan las propuestas surgidas del Tercer Concilio Provincial Mexicano,
de 1585. En esta reunión de prelados, teólogos y provinciales religiosos se declaró
ilícita la guerra a sangre y fuego, que validaba la esclavización de los chichimecas3,
además, las autoridades eclesiásticas sugirieron la fundación de nuevas poblacio-
nes, con la participación de indios mexicanos y tlaxcaltecas, que orillaran a estos
grupos a asentarse de manera definitiva y llevar adelante su conversión al cristia-
nismo (Carrillo, “El poblamiento” 595). Por otro lado, resultó muy llamativa una
experiencia exitosa de mediación, realizada por un grupo de capitanes de fronte-
ra, que se ganaron la confianza de varios líderes chichimecas. Entre estos mandos
militares destacaba la figura del mestizo Miguel Caldera.
Desde 1582 Caldera tuvo a su cargo una milicia de treinta soldados, a la que
posteriormente se añadió un grupo de flecheros cazcanes como aliados. En el cur-
so de los siguientes años, este capitán pudo llegar a acuerdos con varios líderes
guachichiles haciendo uso del recurso conocido como paz por compra, que consis-
tía en proporcionarles textiles, vestido, comida y algunas herramientas a quienes
aceptaran la paz con los españoles. Estos beneficiarios debían asentarse de manera
definitiva en lugares donde pudieran trabajar para obtener su sustento, organizarse
políticamente y ser doctrinados en la cristiandad, tal como sucedía en las repúblicas
de indios del centro de la Nueva España. La estrategia comenzó a rendir frutos entre
1586 y 1588, periodo en el cual Caldera llevó a varios de estos cabecillas ante el vi-
rrey para formalizar la paz (Powell, La Guerra 226; Ruiz, “Capitán” 51-52).
Para 1589, el virrey marqués de Villamanrique redujo drásticamente la pre-
sencia de soldados españoles en las regiones norteñas, basándose para ello en
los resultados positivos de esta práctica de negociación; además, concedió cier-
tas atribuciones a los capitanes mediadores para cumplir con las demandas de
los chichimecas que estaban siendo asentados. En estas condiciones, es posible
entender que se hayan otorgado a Miguel Caldera los cargos de alcalde mayor en
Jerez y corregidor en Tlaltenango, de modo que se le permitió gobernar y admi-
nistrar justicia de manera itinerante mientras continuaba sus negociaciones en
3 Esta denominación permitía que los soldados españoles pudieran capturar, esclavizar o incluso matar
a sus enemigos, comúnmente por oponerse a la enseñanza y la consolidación de la fe cristiana; duran-
te el reinado de Felipe II este recurso seguía empleándose en Andalucía (Bravo 320; Reséndez 95).
4 La definición del empleo de justicia mayor ha tenido interpretaciones diversas: en ocasiones ha sido
considerado como aquel que detenta el ejercicio de la justicia ordinaria en las provincias novohis-
panas (Jiménez 60-61); como un cargo jerárquicamente superior a los alcaldes mayores, con los que
colaboraba estrechamente (López 242); o como un oficial que atendía lo meramente judicial, en
lugar del gobernador provincial (Borah, “Los auxiliares” 62).
5 Luego de Caldera, hubo solo dos capitanes más con el nombramiento de justicia mayor de las pobla-
ciones chichimecas: Gabriel Ortiz de Fuenmayor, entre 1597 y 1617 (Urquiola, Documentos), y Pedro
Arizmendi Gogorrón, de 1617 a 1622 (AGI, P, 87, n.° 3, ramo 1). Posteriormente, el empleo de justicia
mayor continuó, pero no con una jurisdicción territorial tan amplia.
La Sierra Gorda es una porción de la Sierra Madre Oriental, situada a unos 150 km
al noroeste de la Ciudad de México, caracterizada por un relieve sumamente
abrupto, con gran diversidad de climas y recursos bióticos (Piña y Nieto). Desde las
primeras incursiones hispanas, este espacio sirvió como zona de refugio para dis-
tintos grupos chichimecas, entre los que se hallaban pames, mascorros, coyotes
y samúes. Dado que esta región es sumamente heterogénea, puede decirse que
su identidad se basa, sobre todo, en un sustrato cultural y un desarrollo histórico
común (García 114-116).
Esta zona serrana fue escenario constante de conflicto con los chichimecas,
pero debido a sus colindancias con los valles queretanos y las planicies del Bajío
(véase figura 1), que fueron zonas donde muy tempranamente se desarrollaron
asentamientos y negocios hispanos, puede decirse que su proceso pacificador
antecedió ligeramente al del Altiplano potosino, donde actuó el capitán Miguel
Caldera. Por ejemplo, la paz por compra se registra en el pueblo de Xichú de In-
dios, al menos desde 1584 (AGN, M, 13, f. 121 r.-v.), mientras que en San Luis de
la Paz comienza una misión que atiende a guachichiles y guajabanes en 1590, y
el año siguiente ya se les entregan rejas para asar, telas y ropa (AGN, AHH, 1513,
ff. 68 v.-69 r.; FS, SLPZ-B, 1). En cambio, fue en 1591 cuando un grupo de más de
novecientos tlaxcaltecas partió hacia la frontera septentrional para poblar los si-
tios señalados por Caldera, uno de los cuales daría lugar al establecimiento de San
Luis Potosí (Serrano 139).
A diferencia de lo que sucedió en los territorios de frontera que fueron parte
de la jurisdicción de Miguel Caldera, la política de pacificación en la Sierra Gorda
no tuvo la presencia inicial de los caudillos y protectores. En lugares como Xichú
de Indios y San Pedro Tolimán resultó muy común que los alimentos, los vesti-
dos y las herramientas se entregaran directamente a los guardias de los conven-
tos franciscanos locales, forma de proceder que se mantuvo al menos hasta 1605
(AGN, M, 13, f. 121 r.-v.; Powell, La Guerra 290). Para otros asentamientos chichime-
cas, distribuidos en los partidos de Xichú, San Luis de la Paz y Querétaro, sí existió
un responsable de la distribución de mercancías y ayudas, al menos hasta 1606,
pero a lo largo de este periodo su empleo es mencionado solamente como capitán
encargado (AGI, C, 851, f. 834 r.; AGN, AHH, 1513, f. 125 r.).
Figura 1. Delimitación hipotética para la Sierra Gorda a mediados del siglo XVII
Fuente: elaboración propia a partir de Lara 38.
Este último resulta de interés especial por las actividades que desarrollaba,
pues se involucraba directamente en tres de los cinco aspectos en los que se di-
vidía el aparato gubernamental español: la administración civil (el gobierno), lo
judicial y lo militar, asumiendo un papel muy similar al que desempeñaba Caldera
como justicia mayor. Los dos primeros capitanes encargados en esta región fueron
Diego Peguero (al menos desde 1591 y hasta 1598) y Diego de Vargas (1598-1604),
a quienes se asignó un salario anual de 800 pesos de oro común. Solo se conoce
el nombramiento de este último, pero su contenido esencial resulta ser el mismo
que el del sucesor inmediato de Caldera (AGN, IV, 5517, exp. 29, ff. 4 r.-5 v.; Urquiola,
Documentos 54), por lo que puede suponerse un cargo equivalente, aunque en un
territorio mucho más acotado. Revisemos algunas de las actividades en los que
estos personajes se involucraron.
a un gestor que se encargara del problema fue puesta a discusión por el Gobierno
virreinal (AGN, J, IV, 56, exp. 13; Ocampo 35).
En cuanto a la administración de justicia, el capitán debía conocer las causas
y los negocios efectuados entre los indios, así como los que se llevaban a cabo
con los españoles. En este sentido, pudo ser muy común que interviniera cuando
algún natural decidía trabajar en las minas del cercano Real del Palmar de Vega,
a escasos 8 km de distancia, pues esto comenzó a ocurrir al menos desde 1595
(AGN, IV, 5517, exp. 29, ff. 4 r.-5 v.; FS, SLPZ-B, 1).
Con respecto a la defensa de los naturales, el nombramiento de 1598 presenta
el mismo texto que el del justicia mayor Miguel Caldera, y los amparaba
[…] de cualesquier agravios e vejaciones que se les pretendan hacer por cualesquie-
ra personas, procediendo contra los cuales y contra los que fueren causa de que se
vuelvan a alzar y revelar, castigándolos breve y sumariamente como caso de corte y
usanza de guerra […] (AGN, IV, 5517, exp. 29, f. 4 v.; Powell, Capitán 177)
En este sentido, Diego Peguero tomaba muy en serio su papel, pues en 1594
consideró que no debería hacerse merced al minero Cristóbal de Oñate para fun-
dar una venta en los alrededores del pueblo de Xichú de Indios, pues esto provo-
caría “[…] quitarles el sustento de sus personas y casas y ocasiones, cosa que no
puedan vivir y conservarse en su natural” (AGN, I, 6, 1.ª pte., exp. 710). Lo anterior
sugiere una defensa activa de los intereses de los indios, porque generalmente
los alcaldes o corregidores solían dar una opinión favorable a los españoles que
pedían tierras, con tal de recibir más pagos por la realización de diligencias. Ade-
más, este no fue un caso aislado: Peguero negó el otorgamiento de mercedes, al
menos en tres ocasiones más (AGN, I, 6, 1.ª pte., exp. 66 y 1009; AGN, I, 6, 2.ª pte.,
exp. 1084).
Por último, debe señalarse que la vertiente defensora de estos capitanes co-
bró una importancia especial en la transición al siglo XVII, pues en aquellos años se
volvió a experimentar una notable inestabilidad en buena parte de la Sierra Gor-
da. Los principales blancos, atacados por grupos de chichimecas alzados, fueron
los reales mineros y las haciendas de beneficio, muy posiblemente por los abusos
y los trabajos forzados que pudieron imponerse a los indios. Tanto Diego Peguero
como Diego de Vargas recibieron instrucciones, en varias ocasiones, para capturar
a grupos de salteadores, sobre todo provenientes del Cerro Gordo; debían levan-
tarles causas por sus excesos cometidos y remitirlos a la ciudad de México, donde
se determinarían sus condenas (AGN, I, 6, 1.ª pte., exp. 932; AGN, IV, 5517, exp. 29,
f. 5 v.-6 r.; AGN, GP, 6, exp. 527).
El tercero y último de estos capitanes encargados, Juan de Vergara Osorio,
también tuvo una activa participación en las persecuciones de chichimecas alza-
dos, pero sobre todo con los que acostumbraban actuar entre San Luis de la Paz y
la zona de Río Verde. Su desempeño se sitúa entre 1604 y al menos 1615, cuando
ya quedó registrado como capitán protector y justicia mayor, y sus atribuciones
quedaron nominalmente más claras que en el caso de sus antecesores, aunque
con un sueldo más bajo: 600 pesos anuales (AGN, IV, 3036, exp. 9; AGN, IV, 3538,
exp. 40, f. 6 r.; AGN, IV, 3840, exp. 45; AGN, M, 30, ff. 141 r.-142 r.; AGI, M, 230, n.° 4).
[…] el que usare el dicho oficio de capitán conviene no sea vecino de dicha provin-
cia, ni que tenga dependencia de nadie, ni hacienda de ganados en dicha Sierra
Gorda, para que pueda atender a la quietud de dichos indios y ejecutar libremente
los medios que para ello viere que conviene. (AGN, IV, 5783, exp. 9)
Con su declaración, Lázaro reconocía que era necesario no estar influido por
intereses personales inmediatos para desempeñar adecuadamente el cargo y
por tanto renunciaba. Este caso contrasta totalmente con el del protector Gaspar
de los Reyes y Fernández de Acuña, que entre 1683 y 1692 arrendó tierras y adqui-
rió propiedades en las cercanías de Tula y la misión de Alaquines, al norte del Río
Verde, cuya posición le permitía dar el visto bueno para la obtención de nuevas es-
tancias, señalando que no existían poblaciones que resultaran afectadas, aunque
hubiera chichimecas en esos sitios (Rangel 96).
Lo anterior resulta muy sintomático de lo que fue la principal inclinación y des-
vío de los protectores a lo largo de todo el siglo XVII: obtener un beneficio perso-
nal, aun a costa de sus propios protegidos. Sin duda, la gran dificultad para que
los capitanes pudieran preservar de manera efectiva las condiciones de subsis-
tencia de los chichimecas consistía en ir en contra del círculo social del que ellos
formaban parte. Por ejemplo, en los pueblos de San Luis de la Paz, Tierra Blanca y
Xichú de Indios hubo capitanes protectores, como Juan Frías Valenzuela (al menos
entre 1617 y 1620) y Gonzalo de Ugarte (1617-1622), que también se desempeñaron
como mineros en el real del Palmar de Vega durante la década de 1620. Esta du-
plicidad de actividades les facilitaba poder completar su plantilla de trabajadores,
de manera más fácil que otros mineros, pues podían persuadir o coaccionar fácil-
mente a los indios (AGN, IV, 3538, exp. 40; FS, SPP-B, 1).
Otro factor que debió incidir en la actuación de los capitanes fue el salario que
percibían. Ya se ha mostrado que el sueldo de los capitanes en el occidente serrano
bajó, de 800 a 600 pesos anuales, en un lapso de casi veinticinco años. Se puede si-
tuar esta percepción entre los 500 asignados al capitán de la villa de Saltillo en 1643
y los 700 pesos del protector de Nuevo León en 1720, pero, adicionalmente, debe
considerarse que estos pagos tardaban en ser devengados y, en varias ocasiones,
estos hombres ya habían desembolsado cantidades similares en gastos propios de
sus cargos (AGN, IV, 5517, exp. 29, f. 5 r.; AGN, RCOD, D49, exp. 322; Baeza 217). Tam-
bién es posible que la fuente de financiación para los sueldos haya cambiado con
el tiempo, pues en 1620 el alcalde mayor de las Minas de Xichú solicitaba que le
dieran la jurisdicción de los pueblos administrados por el protector, pues en ellos
su capitán solía cobrar tributos. Es muy posible que las percepciones de ambas
[…] mando que como tal capitán, en las facciones que se ofrecieren contra los
indios enemigos del Cerro Gordo, podáis salir y salgáis con la gente que os pare-
ciere y de ella nombraréis en las dichas ocasiones, cavos de cuadrillas, señalan-
do puestos y poner postas y vigías, dándoles las órdenes que os pareciere […].
(AGN, T, 2972, exp. 136, f. 3 v.)
Conclusiones
En este artículo se ha buscado resaltar en todo momento las múltiples vías por
las cuales las instituciones se transforman, se trasladan de lugar y tratan de res-
ponder a una realidad social que aparenta salirse de control. Estas soluciones co-
braban más sentido cuando se atendía a una parte significativa de la sociedad y
asimismo podían satisfacer las expectativas de la Corona. Borah lo expresa clara-
mente cuando apunta que el pensamiento español pasó de debatir cómo conser-
var el modo de vida de los indios a aplicar una protección jurídica y social que ya se
hallaba establecida en Europa para los miserables (Borah, El Juzgado 94). Si bien
esta política protectora sirvió para imponer límites claros a la voracidad de los en-
comenderos, también pudo favorecer que tanto indios como nuevas generaciones
de hispanos pudieran incorporarse menos dolorosamente a la nueva sociedad en
formación.
Con respecto a la naturaleza y la caracterización inicial del empleo de capitán
protector en las fronteras septentrionales novohispanas de finales del siglo XVI,
queda claro ahora que este oficio no guardó un vínculo tan directo con la institu-
ción protectora que el Gobierno virreinal ejecutaba mediante el Juzgado General
de Indios; más bien, se hallaba en la misma lógica del sistema de gobierno provin-
cial, que por ese entonces también atravesaba por sus propios ajustes.
El capitán protector surgió entonces como parte del sistema de pacificación
que mediaba y negociaba con los chichimecas, pero como un garante de la vali-
dez de esos acuerdos, en tanto que el ámbito de la administración de justicia fue
atribución exclusiva de las justicias mayores, manteniéndose así en numerosos
casos. Sin embargo, las condiciones sociales y políticas tan diversas, presentes en
los diferentes distritos norteños, pudieron dar lugar a numerosas variaciones en la
concepción de este empleo y sus facultades. Muchos de estos casos apenas están
siendo abordados por los investigadores.
En el ámbito de la Sierra Gorda hubo dos sucesos principales que afectaron
notablemente la eficacia, los métodos y los objetivos de los capitanes protectores.
El primero es la pérdida de su goce de sueldo hacia 1617; el segundo, el aprovecha-
miento discrecional de los indios como mano de obra para empresas y negocios
personales. Este último fenómeno pudo suceder casi desde los primeros años de
la pacificación, pero se manifestó de manera más evidente y problemática a partir
de la década de 1620 en la porción occidental serrana; de 1650 en el Río Verde y
por lo menos desde 1665 en las inmediaciones del Cerro Gordo.
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DOI: 10.22380/20274688.2361
Recibido: 29 de enero del 2022 • Aprobado: 31 de mayo del 2022
Resumen
El presente artículo tiene el objetivo de analizar la funcionalidad que tuvieron los ca-
pitanes y los protectores de indios en el proceso de conquista y pacificación del terri-
torio conocido como el Gran Nayar, ubicado en el septentrión novohispano, durante
el siglo XVIII, y las relaciones que establecieron con ciertos actores eclesiásticos, en
especial con misioneros jesuitas. Se busca resaltar aquellos factores geográficos e
históricos, las necesidades y los intereses de las autoridades locales que definieron la
labor ejercida por estos funcionarios jurídicos en un territorio de frontera. Un aspecto
determinante se centra en las funciones que podían ejercer estos individuos como
gobernadores, protectores y capitanes de presidio. Para lograr el objetivo de este es-
crito se desarrollan cuatro apartados: ubicación geográfica y jurisdicción del Nayar,
la figura del capitán protector de indios en el norte novohispano, la conformación de la
protectoría de indios y las relaciones establecidas entre indios, misioneros jesuitas,
capitanes protectores y de presidio.
Palabras clave: protectores, jesuitas, indios, Gran Nayar, norte novohispano
Abstract
The purpose of this article is to analyze the functionality of the captains and protectors
of Indians in the process of conquest and pacification of the territory known as Gran
Nayar, located in the Novo-Hispanic Septentrion, during the eighteenth century, and the
relationships they established with certain ecclesiastical actors, especially with Jesuit
missionaries. We seek to highlight those geographical and historical factors, needs, and
interests of the local authorities that determined the work performed by these juridical
officials in frontier territory. A key aspect focuses on the functions that these individuals
could exercise: as governors, protectors, and presidio captains. To achieve our task, four
sections are developed: geographical location and jurisdiction of the Nayar, the figure
of the captain protector of Indians in the novohispanic north, the conformation of the
protectoria of Indians, and the relationships established between Indians, Jesuit mis-
sionaries, protector and presidio captains.
Keywords: protectors, jesuits, indians, Gran Nayar, Novo-Hispanic north
Introducción
Desde el año de 1542, que el señor virrey D. Antonio de Mendoza ilustró el reino de
la Nueva Galicia con su persona, bajando de los cerros de Coynan, Nochistlán y Mix-
tón, los indios que sublevados hostilizaban la tierra, se retiraron muchos rebeldes
a la sierra del Nayarit, que está en el centro de dicho reino de la Galicia. Es áspera
por la profundidad de sus barrancos y por lo intrincado de sus riscos, tanto que en
dos siglos se ha dificultado su allanamiento, y ha sido albergue de la gentilidad y
refugio de los malvados apóstatas, que son los que han impedido la reducción de
los gentiles. (458)
Para el siglo XVIII, este territorio sería reconocido bajo tres nombres distintos:
provincia del Nayarit, San Joseph del Gran Nayar o Nuevo Reino de Toledo (Gutié-
rrez 23). En términos jurídicos, los responsables de administrar los recursos y las
fuerzas militares presentes en la provincia asumirían el título de “gobernador, pro-
tector y teniente de capitán general del Nuevo Reino de Toledo”, otorgado por el
virrey de México (Gerhard 145). Por las características peculiares de este territorio,
la figura del protector de indios gozaría de gran relevancia, derivado de la necesi-
dad de mantener el orden civil en una región diversa. Sin embargo, la preponde-
rancia que tendría dicho cargo se vería reflejada sobre todo en los primeros años
posteriores al proceso de conquista militar, como se verá más adelante.
Desde la segunda mitad del siglo XX los estudios historiográficos que abordan la
figura del protector de indios o naturales lo han hecho de forma casi periférica, es
decir, no representan el actor principal de análisis. El historiador peruano Javier
Saravia destaca dos enfoques de investigación desde los cuales se han articula-
do los trabajos más reconocidos: el político, centrado en la revisión de su funcio-
namiento demandado por las instituciones coloniales, y el social, que aborda la
figura del protector a partir de las distintas variantes que conformaban su actua-
ción derivada de la casuística y las circunstancias particulares (1).
Sobre el origen de esta institución jurídica, los especialistas se han limitado
al contenido del capítulo noventa de la Historia de las Indias, donde el dominico
Bartolomé de las Casas afirmaba ser el “protector universal de todos los indios
de las Indias” (Cunill). Esta es la razón principal por la cual el obispo de Chiapas
fue considerado por la historiografía “el primer defensor de indios en la historia
de América”. La palabra defensor suele referirse a una supuesta actitud benevo-
lente de los religiosos hacia los indios. Así, la designación de defensores civiles
representó una forma de actualizar el vínculo entre los indios y el rey, y creó un
contrapeso entre el poder eclesiástico y el civil (Cunill). De acuerdo con Constan-
tino Bayle, al protector se le identificaba como abogado total o como un “cauce
de correcciones y vigilancia del complejo aparato institucional indiano” (66). Po-
dían ser sustitutos directos de los encomenderos, pues eran los responsables de
supervisar la reducción y la educación de los neófitos. Enfatizando el carácter
jurídico, la razón principal de la implementación de la Protectoría de Naturales
en el Nuevo Mundo estuvo cifrada en la concepción paternalista que el rey tenía
sobre sus súbditos, en su categoría de “miserable” (Bonnett 17).
En el caso del que se ocupa este escrito, el cargo de protector iba adjunto al
de capitán de guerra, por lo que usualmente eran conocidos como capitanes pro-
tectores. Para explicar el origen y el sentido que tuvo esta institución jurídica en
el norte novohispano debe señalarse que la Corona española no pudo impedir la
formación y el ascenso de una clase gobernante novohispana, relativamente in-
dependiente, como consecuencia del escaso control civil que se hacía sobre la re-
gión. De este modo, la autoridad real declinó sus funciones de forma paulatina, y el
poder político sobre la provincia pasó cada vez más a las manos de las oligarquías
regionales, representadas por hacendados, comerciantes y mineros (Shadow 42).
De igual manera, Carlos Ruiz Medrano, entiende el concepto de frontera como:
[…] un ribazo territorial con un estatus jurídico particular […] concebido como
un espacio de ruptura y de cambio social con zonas de convergencia y transición
propicias para la resistencia, la violencia y la coerción sobre los grupos étnicos,
e instituciones de gobierno delineadas bajo características militares. (Ruiz 201)
Esta propuesta ayuda a comprender las razones por las cuales la figura jurídi-
ca del capitán protector se consolidó en el septentrión novohispano.
Los orígenes del establecimiento del capitán protector en los territorios nor-
teños se remontan a los últimos decenios del siglo XVI, en el contexto de la política
de pacificación implementada por el virrey Luis de Velasco el Mozo para poner fin
al famoso conflicto conocido como la guerra Chichimeca. En la década de 1590 se
nombraron “capitanes amparadores de indios”, a quienes les competía la defensa
de los naturales en los procedimientos criminales, vigilar que no se les dañaran sus
privilegios sobre tierras y derechos de aguas, así como abastecerlos con alimen-
tos, ropas y herramientas (Güereca, “Sin vulnerar” 62). Beatriz Suñe Blanco acuña
el término de capitanes protectores de frontera, pues representaban la autoridad
máxima por medio de la figura de un militar con jurisdicción especial sobre los in-
dios y en cooperación estrecha con los religiosos encargados de la evangelización
(Saravia 59).
A fines del siglo XVI se instituyó el cargo de protector de indios en las fronteras
de San Luis Potosí, Saltillo y Colotlán. Esto representó uno de los mecanismos idea-
dos por la Corona para afianzar la pacificación de los territorios norteños, en con-
junto con el traslado de indios tlaxcaltecas del centro de México que colaboraran en
la pacificación de los indios chichimecas. De igual manera, con estos asentamien-
tos se buscaba fomentar la economía regional, establecer un sistema de defensa
contra los indios “bárbaros” y ayudar en el proceso de cristianización de los que
se encontraban reducidos. El objetivo principal era que el protector se consolidara
como “una figura competente, encargada de administrar bienes y alimentos a cam-
bio de mantener la armonía, pero también capaz de brindarles garantías en cuan-
to a amparo y protección” (Ríos 174). En términos generales, el cargo jurídico era
reiterado de forma anual o bienal, según las necesidades locales y la relación que
la Corona mantenía con los solicitantes; la asignación de su salario anual oscilaba
entre 300 y 500 pesos de oro común (Ríos 176).
Uno de los personajes más destacados en recibir el título de protector fue el
capitán mestizo Miguel Caldera, quien tenía larga experiencia y relaciones con los
diversos grupos indígenas en la región de Nueva Galicia. En 1582, en el contexto de
las presiones estancieras para aumentar el número de los soldados en la frontera
norte, Caldera obtuvo del virrey Conde de la Coruña el nombramiento de capitán
con cargo a la Real Hacienda a razón de 600 pesos de oro común al año. Su nom-
bramiento marcó un antecedente en la región septentrional del virreinato novo-
hispano, ya que, a partir del siglo XVII, el delegado del virrey empezó a ser llamado
“capitán protector y justicia mayor de las fronteras de San Luis Colotlán y sierra
de Tepeque”, además de que detentaba el título adicional de “teniente de capitán
general” (Güereca, “Sin vulnerar” 63).
favorecer a los indios aliados que habían participado en la empresa de conquista, re-
tribuyéndolos económicamente y exentándolos de los pagos de tributo en especie:
El ídolo a quien hoy adoran los más está en una parte de la sierra que llaman del
Nayarit, a donde tienen una capilla muy adornada, porque, dice el indio de quien
hube esta relación, que antes que se conquistase la tierra y entrasen los espa-
ñoles, había en ella mucho oro y plata, y que después acá los mismos indios de
dicha sierra la han ido sacando y hurtando para vestirse, no siendo bastantes a
resistir unas indias viejas que guardan y cuidan de la capilla; y dice que los que
la han despojado han sido los que adoran el sol, arco y flechas, y que estos tales
blasfeman contra el dios que los otros adoran, el cual es un indio muerto y enjuto,
el cual fue un rey que tuvieron en su antigüedad, dentro por el cual habla el demo-
nio; y que antiguamente había mucha devoción, y los sacrificios que se le hacían,
era cada mes degollar cinco doncellas de las más hermosas, a las cuales quitaban
la vida encima de una peña, delante del templo, y que luego les sacaban el co-
razón y las colgaban por fuera del templo, y que luego les sacaban el corazón y
las colgaban por fuera del templo o ermita para que allí se secasen, guardándolas
para la fiesta que hacían general, en la cual cocían los corazones, y moliéndolos
y deshaciéndolos en la sangre de muchas doncellas y mancebos que en aquel día
se sacrificaban, se los daban a beber revueltos en atoles a las madres de dichas
doncellas, para que con ellas viviesen mucho en agradecimiento de que habían
dado sus hijas para que se sacrificasen, y lo mismo hacían con los padres de
las dichas doncellas. (30)
Según William Taylor (74), durante el siglo XVIII, las comunidades indígenas
de la arquidiócesis de México y la diócesis de Guadalajara daban cada vez menos
muestras de idolatría, a pesar de que persistían algunas prácticas supersticiosas.
Puede saltar a la vista el hecho de que fenómenos como la pervivencia de cul-
tos calificados como “idolátricos” siguiera manifestándose en el Gran Nayar. De
acuerdo con el discurso de las autoridades civiles y eclesiásticas, el cristianismo
no se había manifestado entre sus habitantes. Es probable que la razón más im-
portante de la persecución de la idolatría en este siglo se encontrara relacionada
con la política borbónica, que impulsó un cambio en la actitud que la Iglesia man-
tuvo frente a los delitos de fe entre la población indígena: menos tolerancia y ma-
yor vigilancia ante la expresión de las creencias populares y, en particular, contra
las heterodoxias religiosas (Lara 34).
El nombramiento del capitán protector se reanudó en el año de 1715, cuan-
do la Audiencia encargó una nueva expedición de pacificación al capitán Gregorio
Matías de Mendiola, hacendado del valle de Xuchil en la Nueva Vizcaya, lugar al
que concurrían con frecuencia algunos coras para trabajar sus tierras de forma
temporal. Si bien el presidente de la Audiencia se refería a él solo como “teniente
general de las fronteras de Colotlán”, Mendiola entró a la sierra nayarita entre los
meses de diciembre de 1715 y enero de 1716, acompañado del jesuita Tomás de
Solchaga, encargado del proceso de adoctrinamiento cristiano, con treinta solda-
dos españoles y cien indios aliados provenientes de la sierra de Tepic (Magriñá 12).
Era Don Juan de la Torre el más idóneo, para dar luz en la conferencia, y aún para
encargarse de ejecutar, lo que se resolviese en la junta; porque por su buen cora-
zón y amabilidad, a que añadía la liberalidad, que le permitía su caudal y el hablar
con expedición, y entender la lengua mexicana, arrastraba los afectos, no solo de
los indios fronterizos, que habían de ayudar a la conquista, sino de los mismos
nayeritas, que siempre dieron especiales muestras de amor a los de esta familia,
y más que a otros a ese tan amable caballero, con quien siempre comunicaban,
cuando salían a comerciar, y le escribían varias veces, cuando tenían algún em-
barazo […] Aceptó tan valiente y cristiana resolución, y para empezarle a premiar
sus heroicidades, se le remitió el título de capitán protector, asignándole por en-
tonces el sueldo de cuatrocientos cincuenta pesos, y encargándole con suavidad,
que le dictase su discreción, procurase mover a algunos de los indios nayeritas a
que pasasen a México. (76-77)
interrumpía el comercio de la sal ejercido por los serranos. A cambio de que se re-
solviera este inconveniente, los nayaritas debían aceptar su conversión al cristia-
nismo y manifestar su condición de vasallaje al monarca. De acuerdo con algunas
fuentes eclesiásticas, los principales motivos por los cuales los nayaritas se mos-
traron interesados en establecer una interlocución con el virrey fueron exclusiva-
mente de tipo comercial. Muchos de ellos sufrían asaltos y robos de sus productos
cuando salían a comerciar en las fronteras de la sierra, y a pesar del apoyo ofrecido
por la Audiencia de Guadalajara para arrestar a los perpetradores de aquellas ac-
ciones, no se terminaba de resolver el problema (Ortega 75). Las penalidades sufri-
das por los coras pueden ayudar a explicar la funcionalidad que les podía brindar
una figura como el protector de indios, siendo su representante legal y su enlace
directo con las autoridades más relevantes. Existe un documento en el Archivo
General de Indias de Sevilla, estudiado por Raquel Güereca, que permite defender
esta hipótesis. En la cuarta cláusula del “Memorial de los indios nayaritas al virrey
de México”, se menciona que estos pedían “que no ha de conocer de nosotros ni de
nuestro capitán protector otra justicia que vuestra excelencia y su asesor”; en la
quinta se indicaba que “no se nos ha de poner ahora ni adelante alcaldes mayores
sino capitán protector”; finalmente, en la séptima solicitaban:
que no nos han de quitar a nuestro protector don Juan de la Torre por haber ex-
perimentado siempre en sus antepasados y en él mucho amor y amparo todos los
hijos, de que nos confesamos agradecidos y a este queremos por nuestro protec-
tor y lo es después de vuestra excelencia. (Güereca, “Sin vulnerar” 60)
los indios que habitaban en este lugar huyeron, y otros más fueron apresados por
el contingente militar. Los militares hicieron un registro de los principales templos,
centros ceremoniales y objetos de culto idolátrico preservados por los coras, entre
los cuales destacaba la famosa osamenta del rey Nayarit, que sería trasladada a la
ciudad de México, donde se dictaminaría un proceso judicial en su contra por ido-
latría. El capitán Flores de San Pedro y el jesuita Antonio Arias destruyeron algu-
nos templos, entre los cuales destacaba el de Tzacaimuta o Casa del Sol. Este era
el lugar donde se encontraba la osamenta del Gran Dios, junto con otros objetos
de culto que serían remitidos a la ciudad de México:
Subieron el padre [Arias] y el señor gobernador [Flores] con cuatro soldados que
les acompañaban, el mismo día a registrar los inmediatos templos, e infames ado-
ratorios de los ídolos que estaban en un cerro tan cercano y casi contiguo a la
Mesa, que les sirve esta como de basa. […] más arriba estaba el gran Templo del
Sol; y por ignorarse entonces que los idólatras hubiesen sacado de ahí a su tan
venerada deidad, que llamaban el Gran Dios, para que aún en caso de quedar pa-
dres y soldados, pudieran en lugar oculto fabricarle algún templo, creyó aquel ce-
loso jesuita que adoraban a una piedra jaspeada, que se halló allí, en que se veía
esculpida la imagen de aquel luminoso astro; con esta persuasión la sacaron con
dos picheles, uno de plata, y otro de estaño, en que le ofrecían sangre de venados,
o de los guainamotecos que mataban para remitirlo a México con los huesos del
Nayerit; metieron fuego así a su templo como al del sol. (Ortega 168)
Luego de la quema del templo, Flores de San Pedro encargó a los sargentos
Álvaro Sánchez Serrada y Alonso de Reina que pasaran a la ciudad de México a
dar noticia al marqués de Valero sobre la toma definitiva de la Mesa del Nayar,
y le hicieran la entrega formal del alfanje del tahuitole, indio principal que había
participado en la ofensiva de los coras y que había perecido en el enfrentamiento,
una piedra tallada que se encontraba en el adoratorio del sol, y la osamenta del
Nayar compuesta por algunos adornos. También se remitieron siete indios reos
acusados por el delito de la idolatría. Una vez recibidos, el virrey determinó que los
despojos se entregaran al doctor don Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, califica-
dor del Santo Oficio y provisor general de indios del arzobispado de México (AGN,
Provincias Internas, V 85, exp. 1, f. 1 r.; AGN, Regio Patronato Indiano, V 1267, exp. 5).
El 9 de abril de 1723 el marqués de Valero daba cuenta a la Corona sobre la
conquista y pacificación definitiva del Gran Nayar, realizada por Flores de San Pe-
dro, a quien se le añadiría el nombramiento de “gobernador y capitán protector
de la Provincia del Nuevo Reino de Toledo”. La labor del capitán no terminaría con
la toma de la Mesa del Nayar. La empresa de reducción y el establecimiento de
misiones entre algunos grupos quedaría pendiente. Destacaría su participación
en la congregación de los indios huaynamotecos, gracias a la obtención de ciertos
recursos financieros ofrecidos por algunos vecinos de la ciudad de Guadalajara.
En los autos formados por la audiencia de dicha ciudad sobre la conquista del
Nayar, las autoridades de la audiencia mencionaban que:
para el logro de esta expedición y que sean menos gravosos a mi real hacienda
habiendo conseguido que los vecinos y comerciantes de su jurisdicción hubieren
servido para este fin con mil cuatrocientos noventa y un pesos en reales, ciento cua-
renta y siete caballos, doscientas dieciséis fanegas de maíz y otros mantenimientos
que también habían concurrido algunos eclesiásticos a influencias y exhortaciones
de V. arzobispo de aquella ciudad como todo. (ARANG, C, 40, exp. 1, f. 7 r.)
Otra gestión llevada a cabo por Flores fue el reconocimiento de los indios de la
villa de Guaximic como vasallos del rey, con su respectiva exención de tributo en
especie, como también aquellos que habitaban en el poblado de Tonalisco, sujetos
al alcalde mayor de Tepic, y los que habitaban en las misiones franciscanas de San
Juan Cuyutlán y San Diego; estos últimos habían presentado sus servicios como in-
dios flecheros y arcabuceros al mando del capitán español Luis de Ahumada. Fue así
como, gracias su participación en la conquista del Nayar, numerosos pueblos reci-
bieron como recompensa a sus servicios la confirmación de su calidad de soldados
fronterizos y la exención tributaria (Güereca, Milicias 103-104). Por el lado contrario,
algunos grupos “rebeldes” que estaban en contra del proceso de reducción fueron
desarmados y se les prohibió de forma expresa poseer armas en el futuro.
En sus funciones como gobernador y capitán protector, Flores de San Pedro
realizó una segunda entrada a territorio serrano, dos años después de la toma de
la Mesa, en 1724, con el objetivo de concluir la pacificación de los coras “rebel-
des” e intentar reducir a la nación tecualme, considerada una de las más “ague-
rridas” de la región y la principal incitadora para transgredir el orden establecido.
Para lograr esta empresa, uno de los oidores de la audiencia de Guadalajara, Juan
Picado Pacheco, solicitó al virrey que mandara “librar despacho para que todos
los tenientes de capitán general, el de Durango y Acaponeta y demás capitanes
protectores y militares de aquellas cercanías y alcaldes mayores estén a la dispo-
sición y órdenes del referido gobernador don Flores de San Pedro en lo militar y
aún en lo político” (Magriñá 19). De igual manera, el capitán solicitó ser socorrido
Stangl, “mientras que era usual que el sucesor de un cargo heredara las mismas
facultades, no era necesariamente así, por ejemplo si no era ‘letrado’ en asuntos
de justicia o ‘de capa y espada’ en asuntos militares” (“¿Provincias?” 162). De esta
manera, debía contar con conocimientos jurídicos suficientes para poder ejercer
la labor que requería la enmienda.
Sin embargo, la presencia de los capitanes de presidio se justificaba por tres
situaciones concretas: la correcta administración de los presidios, la garantía de
seguridad de los indios coras y el compromiso de extirpar la presencia de cultos
idolátricos en su vida cotidiana. Con respecto a este último punto, el trabajo con-
junto entre capitán protector y misioneros se reflejó de manera clara en la década
de 1730. En este periodo se registraron distintos adoratorios ubicados en algunas
barrancas cercanas a los pueblos de misión, los cuales se componían de osamen-
tas humanas, cabezas de venado, mantas, flechas, banderas, cuentas y plumas
de ave. El capitán Joseph Carranza y Guzmán, acompañado del misionero Urbano
Covarrubias, gestionó la empresa de destrucción y quema de veintinueve santua-
rios adyacentes a las misiones de Santa Teresa, Nuestra Señora de Dolores y San
Pedro Ixcatán (Alegre 226). Uno de estos adoratorios se ubicaba:
[A] tres leguas inmediatas al pueblo y misión de Santa Teresa, con la cual se da
principio al profundo barranco y río que llaman de Santiago, en cuyos transpa-
rentes cristales, debiendo según razón, advertirse la sombra obscura de sus ido-
latrías, sucede al contrario que pervertido el orden por diabólica industria, se
forma allí mismo el teatro y universidad de sus gentílicos errores, pues allí anti-
guamente acostumbraban ayunar sin sal, supersticiosamente señal cierta de la
gracia que carecían, absteniéndose juntamente de sus propias mujeres el tiempo
que el demonio les asignaba para salir impasibles entre las enfermedades y las
armas de los cristianos. (“Cosas particulares” 59)
Destruí en las barrancas de sus contornos [del Nayarit] los adoratorios. De allí
pase a el de los Dolores […] donde destruí cinco idolos falsos, de allí pasamos […]
pueblo que llaman de Iscatán […] Habiendo salido conmigo escuadra del presidio
de aquel partido el día treinta de noviembre […] como a media noche destinados
para quemar los últimos adoratorios distantes del presidio como ocho leguas a
dar nuestra vuelta como media legua antes de llegar del presidio y pueblo nos sa-
lieron en una emboscada más de ciento y tantos indios de guerra de la nación de
los tecualmes indios belicosos soberbios. (AGN, Provincias Internas, V 85, exp. 9,
ff. 157 r.-158 v.)
Desde que estos caballeros llegaron a esta provincia han sido molestísimos a es-
tos indios, ocupando sus caballos y mulas sin pagarles el precio debido, que con
sumo trabajo merecen pues la paga a demás que se les retarda hasta que llegue el
aviso, se les da en reales como era razón sino en géneros, y géneros bien malos y
a precios muy subidos. […] estos señores le decían que eran unos malcriados que
habían de llevar lo que se les daba. (AHPM, C 40, 1609)
Cómo se puede ver en los papeles de cuentas que tienen varios soldados guarda-
dos, y se infiere también de que muchos o los más de los soldados, aun los que tan
solos están hechos pedazos, y sin una camisa que mudarse, que es posible que solo
en maíz, higos, chile, que es lo que comen, y que a veces se les ha retardado la na-
ción contra todo decreto, obligándolos a que mendiguen, como sucedió el día de
la Santa Cruz, es posible que en esto y en 2 pares de camisas, 1 par de calzones,
1 capote, 1 chupa, 1 medias, 1 sombrero, y en 2 o 3 o 6 pares de zapatos, 1 naguas
medias y camisas para sus mujeres se les consumen 315 pesos que el Rey N.S. les
da? Bien es que […] se ha quitado a los soldados los 15 pesos y de 2 años a este
parte […] se le quita a cada uno 30 pesos, con que solo quedan 29, no sé con qué fin!
(AHPM, C 40, 1610)
Conclusión
Bibliografía
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1891.
DOI: 10.22380/20274688.2382
Recibido: 28 de febrero del 2022 • Aprobado: 22 de junio del 2022
Resumen
En este escrito se estudia la presencia, el lugar institucional y social y la diversi-
dad de los protectores de indios o naturales en el largo siglo XVIII (1700-1821) chi-
leno, examinando diversas actuaciones judiciales en pleitos por injurias y en otros
tipos de causas. Se distingue la historia del oficio, conociendo sus particularidades,
dependencias, jerarquías y denominaciones. Por último, se visibilizan numerosos
nombres de los sujetos que se responsabilizaron de la representación y la defensa
de los indios en distintos foros de justicia chilenos entre 1700 y 1821. Este estudio
ofrece un panorama inicial para reflexionar sobre la existencia y la trayectoria de
esta función mal conocida de la justicia colonial chilena.
Palabras clave: protectores de indios, Chile, siglo XVIII, historia de la justicia, Chile
colonial
1 Historiadora y editora. Investiga la historia de las injurias, la historia de las mujeres, la historia del
quehacer de las justicias y la historia de los sentimientos en Chile entre los siglos XVII y XX. Es pro-
fesora colaboradora en el Departamento de Historia y en la Facultad de Derecho de la Universidad
Alberto Hurtado, así como en la Escuela de Historia de la Universidad Andrés Bello, ambas en San-
tiago de Chile. Integra el equipo editorial de la publicación electrónica Revista Historia y Justicia y
es socia de la editorial Acto Editores. Sus últimas publicaciones tratan sobre los agrimensores de
Chile colonial y republicano (2019), sobre el primer parricidio de una esposa que en el Chile de 1936
recibió pena de muerte (2020) y sobre los sentires de esclavas y esclavos acusados por injurias en la
segunda mitad del siglo XVIII chileno (2022).
Abstract
The presence, institutional and social place, and diversity of the Protectors of Indians
or Natives in the long eighteenth century (1700-1821) of Chile is studied through vari-
ous judicial proceedings in lawsuits for insults and other types of cases. It distinguish-
es the history of the trade, knowing its particularities, dependencies, hierarchies, and
denominations. Finally, there are many names of the subjects who took responsibility
for the representation and defense of the Indians in different Chilean justice forums
between 1700 and 1821. This study offers an initial panorama to reflect on the exis-
tence and trajectory of this poorly known function of Chilean colonial justice.
Keywords: Protectors of Indians, Chile, XVIth Century, history of the justice, colonial
Chile
Introducción
2 Una versión preliminar fue leída en las IV Jornadas Nacionales de Historia Social La Falda, Argentina,
2013. Agradezco los aportes de Alejandra Rico y Lucas Rebagliati, la ayuda de Aude Argouse y Brenda
Escobar y las tres evaluaciones de los árbitros de Fronteras de la Historia.
La defensa explícita de la suerte de los indios fue asumida por primera vez por
el dominico fray Gil González de San Nicolás, asesor de los gobernadores Hurtado
de Mendoza y Villagra a fines de la década de 1550, pero su labor no implicaba
desempeños jurídicos ni judiciales, sino el discurso a favor de su no esclavización
(Ramírez). La Audiencia de Concepción emitió una real provisión en 1558 que man-
daba al protector de los naturales de la ciudad de Concepción, Diego Jufré, respal-
dar los conciertos entre españoles e indios, dotándolo así de responsabilidades
jurídicas (Jara y Pinto, Fuentes 1: 216). Las Ordenanzas de 1563, en las cuales el
gobernador Villagra recoge las propuestas del licenciado Santillán, definen requi-
sitos, el pago y la fiscalización de la protectoría de los indios:
Que el dicho protector que se nombrase sea la persona de más cristiandad que le
pareciese al Gobernador de este reino, solicitud y buen celo, o que en cada una
de las dichas ciudades, por ser tanta la distancia que hay de unas a otras, haya un
protector […] [que] el dicho protector haya y lleve el salario que le fuere señalado
por el gobernador de este reino para ayuda de los gastos y costas del tiempo que
se ocupare del dicho oficio, el cual se le pague de por medias a costa de los dichos
naturales y encomenderos, con tanto que de todas las penas en que fueran con-
denados los culpados, conforme a estas ordenanzas, se saque la cantidad que
bastare para el dicho salario […] porque de esta manera se animarán a servir el
dicho oficio de buena voluntad y con cuidado […] Que en cada un año se le tome
cuenta y residencia al tal protector cómo usa de su oficio y con qué limpieza, dili-
gencia y cuidado lo ejerce, y con todo rigor se castigue la remisión, negligencia y
descuido que en él tuviere. (Jara y Pinto, Fuentes 1: 52)
Sin embargo, no siempre se cumplió con lo mandado. En 1568, ante la Real Au-
diencia de Concepción, Pedro Serrano, el Viejo, se quejó de “la negligencia y poco
cuidado” de un anónimo protector designado y consiguió desde Santiago permiso
para ejercer una protectoría de indios. Ese mismo año, la Audiencia emitió otra
real provisión en la que repetía la instrucción sobre la presencia del protector de
indios en los conciertos, ahora realizados en la ciudad capital y ante Juan Jufré,
“Protector de la ciudad de Santiago y sus términos”. Por otra real provisión, emiti-
da el mismo día, sabemos que Diego Jufré continuaba siendo el protector de natu-
rales de Concepción (Jara y Pinto, Fuentes 1: 220-221, 223-225).
Ignoro si existía parentesco entre los dos Jufré, o si era la misma persona. En
septiembre de 1581 una real cédula exigió explicaciones al gobernador sobre los
agravios cometidos por los protectores a los indios de Chile, que se quedaban con
los réditos de los censos, y mandó retirar “los protectores que hay en todas esas
provincias y no consentiréis que en adelante los haya” (Jara y Pinto, Fuentes 1:
231-232). Por otra parte, las actas del Cabildo de Santiago consignan las nomina-
ciones de dos protectores de indios para la ciudad y su jurisdicción: Martín de Za-
mora en abril de 1589 y Lesmes de Agurto en marzo de 1593 (Jara y Pinto, Fuentes 2:
124-126, 127-131).
Una real cédula de 1591 dispuso que en todas las ciudades audienciales, como
Santiago, se nombrara “un letrado y procurador que siga los pleitos y causas de
los indios, y los defiendan” (Valenzuela 340). En febrero de 1593 el gobernador
García Oñez dictó una instrucción y ordenanza para los protectores de indios que
aborda veintiocho temas, siete de los cuales tienen que ver con las labores jurídi-
co-judiciales del oficio: visitar la cárcel para averiguar si había indios presos; asistir
especialmente a los indios presos pobres; defender la libertad de los indios; prote-
ger a los indios de los abusos ilegales cometidos por los encomenderos; denunciar
a estos últimos; asistir al menos una vez por semana a las audiencias públicas para
enterarse de litigios de indios; vigilar “la manera en que el letrado y procurador
hacen sus oficios” de justicia y, en caso de litigio entre partes con algún indio im-
plicado, “vea el derecho que tiene el tal indio a su libertad y haga que el letrado
y procurador salgan a la defensa […] y el gobernador como protector general de
ellos haga lo que más le convenga” (Jara y Pinto, Fuentes 1: 76), dado que el gober-
nador de Chile es el representante del rey en su jurisdicción, y como tal, su primer
deber es defender y consolar a los indios naturales.
En mayo de 1603, ante el Cabildo de Santiago, el capitán Gregorio Sánchez,
juez visitador general de los indios, es nombrado por el gobernador Ribera
como juez de cuentas de los protectores para residenciar a varios protectores de
indios que fueron removidos: José de Junco, Domingo de Erazo, nombrado por el
gobernador Oñez en 1593 (Valenzuela, 343) y Tomás de Olavarría; también debía
ser investigado Francisco de Buiza, ayudante o coadjutor del primero. En reempla-
zo de todos ellos, el gobernador Ribera nombró protector de naturales a Luis de la
Torre Mimenza (Jara y Pinto, Fuentes 2: 131-133). En 1608, según otra ordenanza,
Juan Venegas ejercía como protector de los naturales de Santiago (Jara y Pinto,
Fuentes 1: 80-84), y en 1637 Francisco de Erazo, hijo de Domingo ya citado, fue
nombrado protector general de los indios del Obispado de Santiago, y nuevamen-
te en 1661 (Valenzuela 343). No obstante, las malas prácticas de los protectores en
sus gestiones contables continuaron durante la primera mitad del siglo XVII, como
detalla la Ordenanza Real para Censos de 1647 (Jara y Pinto, Fuentes 1: 156-172).
Con respecto a la presencia de protectores en otras ciudades de Chile, la Tasa de
Esquilache, de marzo 1620, precisaba que debía haber uno en cada ciudad principal
—La Serena, Santiago, Chillán y Concepción—, dos para Castro y las islas de Chiloé, y
tres para las ciudades allende los Andes —Mendoza, San Juan y San Luis de Loyola—
(Jara y Pinto, Fuentes 2: 90). Esta distribución territorial se reiteraría en las ordenan-
zas de 1622 (Jara y Pinto, Fuentes 2: 111-112) y en las Leyes de Indias de 1680 (libro VI,
título 16, leyes 13 y 14). Además, la Tasa de 1620 y la Ordenanza de 1622 insisten en
que el protector de naturales “no resida en Santiago, pena de que no se le dé salario
alguno, sino en las dichas ciudades, asistiendo al corregidor cuando las visitare para
amparar a los indios” (Jara y Pinto, Fuentes 2: 90). Quizá con respecto a esa norma
influyó un hecho contradictorio: en 1614 fue nombrado, en Santiago, un “protector
de los indios naturales de la provincia de Cuyo” (Valenzuela 341).
Con todo, el oficio de protector de naturales del reino de Chile, designado por el
rey y su Consejo, según postulación o solicitud, y que se ejercía en Santiago, junto
a la Real Audiencia y al gobernador, habría sido llenado con “bastante regularidad”
desde fines de la década de 1560 (De Ramón). Entre otros, fueron protectores de
naturales del reino de Chile: Miguel de Amesquita, nombrado por el gobernador en
1614 y hasta 1618 (Cerpa 24; Valenzuela 356); Pedro de Erazo, que ejerció entre 1618
y 1646 (Labbé 88); Antonio Ramírez de Laguna, en los periodos de 1642 a 1646 y de
1649 a 1652 (De Ramón 278; Barrientos 427; Labbé 89); Alonso Bernal del Mercado,
entre 1667 y 1669 (Valenzuela 351); y Bartolomé Jorquera, que ejerció en la década
de 1670 (Barrientos 428). Por otra parte, mediante real cédula de febrero de 1683 el
rey rechaza nombrar al licenciado Juan de la Cerda como protector de los indios,
como pedían conjuntamente el oidor Juan de la Peña Salazar y el obispo Bernardo
Carrasco en carta del 28 de febrero de 1681 (Jara y Pinto, Fuentes 1: 346).
Destaca Ramírez de Laguna, quien obtuvo el título de “Fiscal Protector y admi-
nistrador de los censos y rentas de los indios de Santiago, Concepción, Coquimbo y
demás ciudades”, redactó un informe económico y censal elaborado antes de 1645
y protagonizó un ensayo que vinculaba al virrey del Perú con la designación de los
protectores de naturales de Chile, como fiscal protector, con facultad de reempla-
zar al fiscal titular en su ausencia y derecho a ser tratado con similares honores.
Sin embargo, siguiendo lo ocurrido en las audiencias de Charcas y Quito, en agosto
1648 la Corona decidió regresar a usos anteriores y, como resalta y retoma en otra
real cédula de febrero 1657, reafirma su voluntad de “que el oficio se provea en la
forma antigua”, acabe el protector fiscal, se regrese al protector de los indios y se
cuide que recaiga “en personas de satisfacción que procedan con desinterés” (Jara
y Pinto, Fuentes 1: 287-290; De Ramón 278; Barrientos 427). Ramírez de Laguna, se-
gún la real cédula de 1657, debía ser compensado con la devolución de los dineros
entregados por la compra de su oficio, como último fiscal protector de los indios de
la Audiencia de Chile, sin embargo, renunció a esa devolución como devoto servi-
dor del rey.
En diciembre 1673 otra real cédula detalló una experiencia ocurrida en la Au-
diencia de Santafé y denunciada por su fiscal:
los presidentes de ella nombraban ordinariamente a sus criados para que les sir-
viesen [como Protectores de Indios] siendo personas legas y de poca experiencia
y menos autoridad con que la defensa de los Indios estaba muy descaecida[sic] y
algunos pleitos por mal defendidos se habían perdido. (Jara y Pinto, Fuentes 1: 319)
3 Oriundo de Concepción, Chile, trató de obtener un puesto titular de oidor en la Real Audiencia, pero
no lo consiguió “por su impedimento de patricio”: no ser español peninsular y haber estudiado en
Santiago y Lima. Desde España le ofrecieron ser protector fiscal de los naturales de la Audiencia
de Santafé en 1720 y protector fiscal de naturales de la Audiencia de Lima en 1728, pero declinó.
En 1728 consiguió una “plaza de oidor honorario”, siendo el primer abogado en obtenerla. En 1748
quiso demostrar por qué merecía igual trato que los demás oidores (Barrientos 428, 736-738).
Varios cambios comienzan con la Real Cédula del 22 de octubre de 1761, que eli-
minó el cargo de protector de indios y ordenó que la función de proteger y asistir
a los indios fuera ejercida por el fiscal de la Audiencia, con el título de protector
fiscal del reino y sin sueldo adicional (ANHCh, CG, 724 II, 757). Así, este funcionario
Curicó (1797), José Urrutia en Copiapó (1801 y 1806) (Sayago 213, 230), Diego Roco
en La Ligua y Melipilla (1806), Gabriel González en Huasco (1807), Juan Garras en
Rancagua (1809), Ramón Gorostiaga en Illapel (1810) y José Antonio Ugalde en Me-
lipilla (1816) (De Ramón 283) (ANHCh, RA, 663, 2137, 2417; ANHCh, CG, 504, 508,
522, 530, 542, 564, 803, 809, 921, 986, 994). También había protectores partidarios
en pleitos por injurias: en 1792, en la villa de San Fernando, Mateo de Argomedo,
de veintinueve años, testigo en una sumaria sobre pasquines, se definía como pro-
tector de naturales del partido (ANHCh, RA, 2156). En 1805, en la ciudad de Talca,
el injuriado querellante era Juan Manuel Gómez del Villar, capitán de caballería,
fiel ejecutor y protector de naturales (ANHCh, CG, 19). Ninguno intercalaba parti-
dario entre protector y naturales.
Por último, estaban los abogados de indios. En 1768, para asegurar la defensa
profesional de los indios acusados de faltas, delitos o crímenes, se mandó designar
un abogado especial, puesto que el fiscal no podría defenderlos, ya que solo se ocu-
paba de ellos como víctimas. Este funcionario, con salario anual proveído por la Ha-
cienda Real, recibió el título de abogado protector de indios. El primero en ejercer
en Chile fue Alonso de Guzmán, nombrado en febrero 1769 (Barrientos 65, 430). En
1792 otra cédula real recordó el privilegio de atención que recibían los indios de
América de parte del monarca, debido a su “ancestral y natural” condición de mi-
serables: la Real Audiencia debía proporcionar, sin costo, un abogado especial para
los indios acusados, un abogado de naturales o de indios, ahora también llamado
procurador de indios (ANHCh, CG, 768). Ignacio de Godoy, Juan José del Campo,
Lorenzo José de Villalón y Manuel Fernández de Burgos ejercieron como tales entre
1793 y 1795 (ANHCh, CG, 548, 564).
Según Barrientos —quien cita las Leyes Nuevas, las Leyes de Indias y reales cédu-
las—, las actuaciones de los fiscales del crimen, cuando ejercían de protectores
generales de los naturales del reino, eran seis:
los indios; (5) velar porque las mercedes de tierras no perjudiquen a los indios;
(6) ejercer como protector de indios. (Barrientos 425-426)
Un informe del fiscal protector Tomás de Azúa, de marzo de 1748, indica que
su muy esforzada labor de defensa implicaba velar también por sus caudales o
censos, las tierras de sus pueblos y su libertad (M. I. González 55); es decir, en estos
asuntos eran vigilantes y asesores sin capacidad de decisión ni de sentencia.
Por otro lado, la función de protector de naturales de toda audiencia se ubica
bien abajo en la lista de escalones de la carrera profesional que podían ejercer los
abogados: solo estaban sobre los relatores de la Audiencia de Lima y de “cualquier
otro sujeto, con conocimiento del derecho” que desee postular a algún cargo ofre-
cido por la Corona para integrar la institucionalidad de justicia (Barrientos 503). Se
encuentran muy alejados, en la misma lista, de las plazas más importantes exis-
tentes en suelo hispanoamericano: oidores o alcaldes del crimen de las audiencias
de México o Lima (Barrientos 504).
Algunos protectores fiscales trataron de obtener honores y rangos cercanos a
los oidores. Mediante una real cédula, Francisco Ruiz consiguió, junto con la con-
firmación real de su oficio de protector fiscal adjudicado por el gobernador Ibáñez
en 1708, ser distinguido en junio de 1713 como superior a los ministros inferiores
de la Real Audiencia (relatores y procuradores de número) y premiado con el pri-
mer lugar en el banco de abogados (Jara y Pinto, Fuentes 2: 50-51). Barrientos se-
ñala que el Consejo de Indias autorizó al doctor Tomás Azúa a vestir el mismo traje
que el fiscal de la Audiencia y destaca su sueldo anual de 3 000 pesos pagado por
la Hacienda Real (Barrientos 429).
Sin embargo, parece que esos reconocimientos no pasaron a los usos sociales
ni a la proyección y memoria institucional de ese cargo: los expedientes analiza-
dos dejan ver un tratamiento disparejo con respecto a la categoría a la que ellos
aspiraban. Se puede explicar, a partir de la práctica de la cultura jurídica de nom-
brar funciones y cargos en los escritos que conforman los expedientes —por mano
de escribanos, jueces locales y autoridades santiaguinas—, que las variedades
o duplicidades en el modo de mencionarlos conllevan ambigüedades y compleji-
dades no casuales. Por lo demás, aunque en 1785, por petición del Fiscal Pérez de
Uriondo hecha en 1781, se consiguió una real cédula que reservaba un asiento en
todos los cabildos del país para los protectores partidarios —lo que contribuyó a
su respeto, escurridizo, por parte de los notables locales—, hubo abierta resisten-
cia a aceptarlos (ANHCh, CG, 734, 765, 766; ANHCh, RA, 614).
Habiendo consignado estos datos, planteo dos factores que contribuyen a la opa-
cidad observada con respecto a estos auxiliares de la justicia. Por una parte, las
clasificaciones y las categorías de archivo. Cuando se consultan los catálogos de
los fondos Real Audiencia y Capitanía General, se hallan mezcladas sin distinción
denominaciones muy diversas: usos de fines del siglo XIX o del XX aplicados al siglo
XVII o XVIII, como plantear un “protector de indígenas” para Miguel de Amesquita,
que ejerció en la primera mitad del siglo XVII (ANHCh, RA, 2496, 2623, 2648, 2729),
o simplificaciones aleatorias que oscurecen informaciones (consignar un escueto
protector o defensor que oculta un coadjutor o un partidario o un abogado de in-
dios). Por otra parte, y sobre ello ahondaré, están los usos de los propios hombres
de la justicia, expertos o legos en derecho, que simplifican cargos o confunden
hombres con funciones. Lo más frecuente es el uso alternativo de protector/coad-
jutor, y de protector general con fiscal protector.
La confusión entre protector general de naturales, cargo en Santiago, y coad-
jutor de naturales, teóricamente sito en provincia, y la actuación del defensor de
naturales, abogacía ejercida en la Real Audiencia luego de aceptada la querella
en la que participa un indio como demandante o como acusado, repercute en los
usos de una historiografía institucional: en su obra sobre los pueblos de indios, Sil-
va menciona 37 veces a los protectores —sin cuestionar que algunos sean genera-
les, fiscales, partidarios (no aparece coadjutor)— y solo en trece ocasiones precisa
sus nombres: protector de indios Antonio Díaz (1678); protector de naturales de
Santiago, capitán Tomás de Olavarría (1597); protector general de indios Francisco
Erazo (1628); protector general de indios Alonso Jimeno de Zúñiga (1628); protec-
tor general licenciado Alonso Romero de Saavedra (1690); protector general licen-
ciado Juan del Corral Calvo de la Torre (1698, 1703); protector general de los indios
licenciado Ignacio de Morales (1727); protector de naturales doctor Tomás de Azúa
(1756); protector general de Indios Alonso de Guzmán (1771); protector fiscal doc-
tor Joaquín Pérez de Uriondo (1783 a 1797); fiscal protector de los naturales José
Antonio Rodríguez Aldea (1813). Además, informa, sin dar los nombres, de cargos
para ciertos años: en 1694 hubo un protector del pueblo de Pomaire; en 1740 hubo
un protector de indios del pueblo de Huasco; en 1746 hubo un protector de indios
del pueblo de Codigua; en 1789 hubo, a) un protector partidario de la villa de San
José de Logroño, al que también llama protector de indios de San José de Logroño
Los pleitos que abordo para este trabajo no refieren a delitos endilgados por espa-
ñoles o mestizos a indios (robo de animales, raptos de mujeres y niños, ataques a la
propiedad, tributos impagos). Tampoco remiten a las faltas que suelen denunciar
los indios (disputas por cacicazgos, usurpación de tierras, irrespeto de derechos de
agua, abuso o incumplimiento de deberes de encomenderos o de patrones, dife-
rencias en montos de censos, contravenciones a contratos de trabajo).
Estos ejemplos demuestran que los indios del reino de Chile sí tuvieron acceso
efectivo a la justicia, además de esgrimir —como muchos de sus congéneres ame-
ricanos, y esto desde la llegada misma de los españoles— una tendencia litigosa
que exasperaba en demasía a las autoridades, a los religiosos, a los militares, y que
los cronistas destacaron, como Polo de Ondegardo (Honores, “La asistencia”; Ho-
nores, “Imágenes”; Honores, “Una sociedad”; Honores, “Pleytos”). Con la interme-
diación de funcionarios de las instancias de justicia, civiles o eclesiásticas, incluso
militares como los capitanes de amigos, y también mediante la acción concreta de
varios indios avezados que aprendieron pronto usos y prácticas, se hallaban tam-
bién familiarizados con la cultura jurídica y judicial imperante, en plena sintonía
con la mirada jurisdiccional, saliendo de la ignorancia y pasividad en que no solo
muchos de sus contemporáneos, sino también una cierta historiografía chilena,
los ha querido mantener.
Los expedientes analizados aquí corresponden a pleitos por injurias de obra o
de palabra, figura jurídica que uso como sinónimo de violencias. En general, son
litigios menospreciados por las autoridades de justicia, archiveros y la historiogra-
fía, y han sido por ello denominados “pleitos menores”. Sin embargo, los pleitos
por injuria cubren una amplia gama de actos y motivos, de consecuencias varia-
das, y debido al impacto que generan estas últimas, son presentados siempre por
los litigantes como de gran importancia (Albornoz, “Seguir un delito”; Albornoz,
“Sufrimientos”; Albornoz, “Umbrales”; Albornoz,“Claves”).
El conjunto de solo veinte pleitos por injurias con participación protagónica
de indios —como querellante y demandante, o como acusado de haber injuriado a
alguien— ocurridos entre 1708 y 1821 en Chile central revela complejidades: según
las Leyes de Indias (libro V, título X, leyes X y XIII), los pleitos de indios no podían
litigarse bajo la figura de injurias, y los que trataran de otros temas debían despa-
charse rápidamente; además, se privilegiaba la litigación colectiva, a diferencia de
a Simón Salgado (ANHCh, FJP, SFdo, leg. 184). Se autodenominó teniente del señor
fiscal de Su Majestad como juez de protector partidario de indios naturales de esta
provincia de Colchagua, o bien teniente protector partidario de naturales. Este plei-
to detalló violencias feroces e implicó su prolongación y el requerimiento de infor-
mación desde Santiago por el fiscal del crimen y protector general del reino, Pérez
de Uriondo, ante quién se quejaron los indios debido a que, en Colchagua, Munita
no hizo valer sus derechos en presencia del subdelegado, favorable a Salgado. Ante
el protector general del reino se reportó e informó Munita; y a partir de julio de 1790
Juan José Marín, quien se autodenominó teniente protector de naturales interino,
ya que Munita estaba impedido de realizar sus funciones (se ignora por qué).
En 1790, mediante el expediente que siguió Josefa Carrisal, india, querellan-
te criminal por injurias contra Leonardo Bustamante, aparece junto al regente,
y también junto a la Real Audiencia, un protector de naturales del reino, que sin
embargo se ausentó y fue reemplazado por un protector subalterno de naturales
del reino, que en este pleito es el ya citado Juan Agustín Fernández (ANHCh, FJP,
SFdo, leg. 185).
El último pleito por injurias data de 1821: la república se creó en 1818, y en este
caso el querellante fue Nicolás Calderón, indio del pueblo de Loriala, que acusó
criminalmente al alcalde provincial de Rancagua y a su celador, quienes lo apre-
saron, azotaron y violentaron (ANHCh, RA, 2409). Junto a Nicolás actuó primero
Cruz Ulzurrún (desde el inicio ante la Cámara de Justicia, luego ante el alcalde
de Santiago, en seguida ante la Cámara de Apelaciones); después actuó Juan José
Salfate (ante la Cámara de Apelaciones). Las últimas actuaciones correspondieron
nuevamente a Cruz Ulzurrún. Nadie los denominó de otro modo, no existe confu-
sión sobre sus actuaciones ni lugares institucionales.
Tanto Ulzurrún como Salfate, que eran procuradores de número de los tribu-
nales y aparecen pleiteando en otros casos por injurias, firmaron y se autodeno-
minaron protectores de pobres, ya que Nicolás se acogió al privilegio de pobreza
para litigar (Albornoz, “Casos”). Con ese gesto, que solicitaba y declaraba la propia
pobreza para acceder a gratuidad, se igualaba a todos los pobres, miserables y des-
validos que desde hacía siglos litigaban sus causas sin pagar abogado ni trámites
procesales. Tal como estableciera por decreto Bernardo O’Higgins en junio de 1818
(Anguita), en la república se acabarían las diferencias entre indios y españoles, y
todos se denominarían chilenos. Los indios, desde siempre asimilados a los más
desprotegidos, quedaron entre los que necesitaban el apoyo de los abogados gra-
tuitos que proporcionaría la justicia republicana, los procuradores de pobres.
Audiencia desarrollaba con calma, lo que no quiere decir menor urgencia. Y en ese
ritmo en paralelo, los escribanos de gobierno, y los gobernadores, así como las
autoridades políticas distritales, tenían menos cuidado, o deferencia, que los oi-
dores y escribanos de la Real Audiencia para denominar y situar a los protectores
de indios en el entramado del aparato de justicia que entre todos levantan.
¿Tiene eso que ver con una diferente apreciación, con respecto a los otros súb-
ditos del rey, de los indios? Los discursos que pronunciaban los protectores ante la
justicia subrayaban la fragilidad, la ignorancia, la inocencia, la pobreza y el mise-
rabilismo, hablando también reiteradamente del temor, el cansancio, la fatiga, el
abatimiento, la angustia, la desesperación y la opresión experimentados por los
indios e indias que habían sido agredidos, abusados y engañados. No solo el pro-
tector —fuera cual fuese su nombre; y cuando ejercía su oficio plenamente y no lle-
no de excusas, como hacían los tenientes partidarios de Colchagua en la década de
1790—, sino también los oidores y algunos gobernadores, como Ambrosio Higgins,
se hacían cargo de esos rasgos, anteponiendo una actitud de cuidado y defensa
que se traducía en duda y recelo con respecto a los argumentos avanzados por la
contraparte, que en estos pleitos, en que los indios y las indias demandaban, eran
todos acusados de violencias graves.
Por su parte, los discursos y las alegaciones para exculpar esas acusaciones
criminales por injurias trazaban perfiles muy negativos de los mismos indios y de
las indias, a quienes se acusaba de exagerar y retener innecesariamente la aten-
ción de los jueces: borrachos, insolentes, ladrones, ladinos, mentirosos, lascivos,
ociosos, vagabundos, no se podía confiar en ellos y tampoco en lo que sus defen-
sores dijeran, porque, o no tenía importancia, o era falso, falaz, malicioso o incluso
siniestro. Transparenta esa reticencia y desconfianza el antiguo y arraigado pre-
juicio que tiñe sus alegaciones, prejuicio que, parece, se vierte sobre los escritos
que se registran desde la Gobernación, y que se usa para registrar el cómo se les
denomina. También influye el lugar incierto que estos funcionarios menores de la
justicia local y de última instancia ocupaban o podían ocupar. Excepto dos doc-
tores de personalidad fuerte e ideales declarados —Tomás de Azúa y Joaquín Pé-
rez de Uriondo—, la lectura de las fojas de estos expedientes muestra que actuar
como defensor de indios ante la justicia no era glorioso, fácil ni bien remunerado.
Además, los escasos datos sobre los pocos protectores de naturales bien po-
sicionados en las élites locales informan sobre la capitalización social de un cargo
que se concebía como de servicio y cooperación en la justicia y pervivencia de los
derechos de los súbditos más desvalidos, antes que como medio preferente para
alcanzar prestigio y reconocimiento político. Es cierto que algunos escribanos
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DOI: 10.22380/20274688.2374
Recibido: 28 de febrero del 2022 • Aprobado: 26 de mayo del 2022
Resumen
El artículo analiza las luchas por controlar la protectoría partidaria en las últimas
décadas del periodo virreinal. En estas disputas la Real Cédula del 11 de marzo de
1781, que otorgó a los fiscales protectores la exclusividad de nombrar a los protec-
tores de partidos, ocupa un lugar de interés, ya que cambió el funcionamiento de
esta institución en aspectos formales y en su rol de mediación en la sociedad. En
algunos casos, grupos de poder local expresaron una aparente conformidad con los
nombramientos, mientras que en otros plantearon una férrea oposición. El estudio
de estas alianzas, que podían ser integradas por subdelegados, cabildos de naturales
y comerciantes españoles, revela, en el caso de la Intendencia de Trujillo (Perú), que
la protectoría partidaria podía quedar fuertemente limitada.
Palabras clave: Virreinato del Perú, Real Cédula de 1781, protectores de naturales,
cabildo de naturales, José Pareja y Cortés
Abstract
This article provides an analysis of the struggles to control the protectoría partidaria
in the last decades of the colonial period. In these disputes, the royal decree of March
11, 1781, which granted the fiscales protectores the exclusivity of appointing protec-
tores partidarios, plays an important role in changing the functioning of this local
1 Historiador y gestor cultural, Universidad de Piura, Perú. En la actualidad lleva a cabo su tesis docto-
ral en la Universidad de Bonn, Alemania, sobre la figura del procurador general de naturales en la Au-
diencia de Cusco. Ha publicado libros y artículos académicos sobre historia virreinal desde enfoques
de historia eclesiástica, derecho, historia del libro y etnohistoria. Desde el 2019 es editor de la revista
Allpanchis y administrador del blog Red de Archivos y Bibliotecas Históricas del Perú.
Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 117-138 117
La Real Cédula de 1781 y la disputa por el control de los protectores partidarios...
institution in formal aspects and the function that it could have in the local society.
The appointments of protectores partidarios could generate apparent support by local
sectors, but also strong opposition. The study of these alliances, which could include
sub-delegates, native councils, and Spanish entrepreneurs, reveals, in the case of the
Intendancy of Trujillo (Peru), that the protectoría partidaria could be severely limited.
Keywords: Viceroyalty of Peru, Royal decree of 1781, protectores de naturales, native
council, José Pareja y Cortés
Introducción
2 Si bien es cierto que en diferentes monografías es posible encontrar apuntes sobre protectores parti-
darios de esta época (entre otras, Echeverri; Premo 186-188; Ramírez, Provincial Patriarchs 251-253),
se trata de aproximaciones puntuales.
Detrás de la Real Cédula de 1781 se encuentra el pedido elevado al rey por don
Isidro Peralta, gobernador y capitán general de la isla Española y Santo Domingo,
el 24 de febrero de 17793. El gobernador pedía que se le extendiera la prerrogativa
de nombrar protectores partidarios de la que había gozado su antecesor, don José
Solano (1771-1778). La petición —que, bien argüía Peralta, se legitimaba por la ley
1 del título 6 del libro 6 de la Recopilación de Leyes de Indias—4 llevó al rey a consul-
tar al Consejo de Indias, tras lo cual recibió el informe del fiscal y una consulta del
18 de agosto de 1780. Contrariamente a lo que aguardaba Peralta, el 11 de marzo
de 1781 Carlos III firmó en El Pardo la Real Cédula que determinó que, a partir de
entonces, la facultad de elegir a los protectores de naturales ubicados en los parti-
dos de los territorios ultramarinos de la Corona española fuera un privilegio exclu-
sivo de los fiscales del crimen de las audiencias, quienes en ese entonces, y como
se verá más adelante, fungían de protectores generales5.
La decisión real de 1781 alteró una práctica establecida desde finales del
siglo XVI. Ya no serían los virreyes, los presidentes de las audiencias o los gobernado-
res los responsables de designar a los defensores de los indígenas en las provincias6,
sino el fiscal del crimen. La trascendencia de este documento aumenta puesto que
decretó, asimismo, que el oficio de protector partidario dejara de ser asalariado.
Al respecto, reza el mandato regio: “he venido en declarar, que los expresados Pro-
tectores Partidarios no deben gozar salario alguno por razón de sus empleos”7.
3 Además del tratamiento que recibe en la real cédula, el nombramiento del peninsular don Isidro Pe-
ralta y Rojas conllevaba el cargo de presidente de la Audiencia de Santo Domingo (AGI, C, 5524, n.° 1,
ramo 43). La redacción de su petición al rey se dio a pocos meses de su toma de posesión en agosto
de 1778. Falleció en septiembre de 1785 (Torres 176, 539).
4 Esta ley, promulgada por Felipe II el 10 de enero de 1589 y titulada “Que sin embargo de la reforma-
ción de los Protectores, y Defensores de Indios, los pueda haber”, establecía que los protectores y
los defensores fueran nombrados por los virreyes y los presidentes gobernadores, quienes además
debían dar las respectivas instrucciones y ordenanzas para su labor (Recopilación 242).
5 La Real Cédula de 1781 se encuentra reproducida en Ayala (88-89), Beleña (193) y recientemente en
Zegarra (“Expediente promovido” 248-249). Las citas textuales provienen de la última referencia.
6 El nombramiento de protectores por otra autoridad menor a las indicadas podía incluso suponer la
anulación de dicho acto, como sucedió en 1720 en el Nuevo Reino de León (Baeza 218).
7 Esta disposición conoció una notable excepción. El protector de Potosí siguió recibiendo su salario
de 1 000 pesos, e incluso uno de los titulares, Juan José de la Rúa, solicitó en 1798 un aumento hasta
los 1 875 pesos (Thibaud 47).
8 La búsqueda del protector partidario idóneo a los ojos del fiscal protector general podía demorar
incluso varios años, por lo que chocaba así con los pedidos de nombramiento por parte de los parti-
dos, como sucedió en Piura en la década de 1790 (AGN, GO-BI-BI1, leg. 41, exp. 478).
9 En Gayol (166) se encuentra una necesaria discusión sobre el sustento legal de esta medida.
Vale indicar igualmente que, si bien las potestades de los fiscales protectores ge-
nerales aumentaron, se vieron condicionadas por los funcionarios característicos
de las reformas borbónicas en la administración indiana. En efecto, los intenden-
tes y los subdelegados podían tenazmente obstaculizar las decisiones del fiscal
protector al no aceptar los títulos o cuestionarlos ante los virreyes. A continuación
se presentan algunos ejemplos concretos de esto último.
10 Además de los casos que se exponen seguidamente, se puede agregar la ejecución de la Cédula Real
de 1781 en la Audiencia de Cusco, donde fue cumplida desde su fundación en 1787. El fiscal Antonio
Suárez Rodríguez, haciendo uso de la potestad manifestada en la Real Cédula de 1781, nombró en
1788 en el cargo de protector partidario de Paucartambo al licenciado Lorenzo Gárate, abogado de
las audiencias de Lima, La Plata y Cusco (ARC, RA, leg. 182, exp. 1). De igual manera actuó el oidor
fiscal protector José Fuentes Bustillos, al designar protectores partidarios en Cusco en 1796 (ARC, RA,
leg. 156, exp. 24) y en Chucuito en 1797 (ARP, I, caja 2, exp. 16). Una referencia precisa que catorce me-
ses después de su promulgación la Cédula de marzo de 1781 era ya conocida en los salones virreinales
limeños. En efecto, el 16 de mayo de 1782, por superior decreto “se mandó tomar razón [de la citada
real cédula] en los Libros de la Escribanía de Gobierno” (AGN, GO-BI-BI1, leg. 41, exp. 478, f. 11 r.).
11 No está de más señalar que la identificación como diputados no era nueva entre los indígenas del nor-
te peruano. El egregio Vicente Morachimo, oriundo de esta región y que viajó a Madrid para defender
causas indígenas, se presentaba en las primeras décadas del siglo XVIII como “diputado de los caci-
ques mas principales” (Mathis 201). En años similares, don Pedro Nieto de Vargas fue otro “diputado
de los indios de este Reino” (AGN, GO-RE, leg. 13, exp. 234, f. 25 v.).
quien lo ampare y sostenga” (AGN, DI, leg. 28, cuad. 542, f. 3 r.). El escrito le da
relevancia a denunciar el incumplimiento de la labor defensiva del recién nom-
brado protector local y su confabulación con hacendados y autoridades locales.
Igualmente, resalta debido a que los indígenas firmantes manifestaron una pos-
tura clara sobre los protectores locales, por lo cual se dirigieron al virrey para que
pusiera reparo al asunto. Con ello esperaban se guardara y cumpliera “la ley del
reino que coloca privativamente en esta Superioridad la nominación de semejan-
tes protectores particulares” (AGN, DI, leg. 28, cuad. 542, ff. 1 r., 3 r.-3 v.). Es decir,
en su consideración los peticionarios otorgaron intencionalmente al virrey la pre-
rrogativa exclusiva sobre los nombramientos de protectores partidarios; de esta
manera, resaltaron la predominancia del corpus dado en tiempos de la casa de
los Habsburgo, a la vez que dejaron de lado la Real Cédula de 1781 que ponía esta
potestad en las manos de los protectores fiscales generales.
El punto anterior es justamente sobre el que hizo hincapié el fiscal protector
general José Pareja y Cortés (1789-1804)12 en su informe, en el que consideró la
solicitud de los de Cajamarca “irregular” y “extraordinaria”, puesto que promovía
una disputa por “las facultades que para el efecto tiene la protectoría general por
reales órdenes y cédulas expedidas por SM” (AGN, DI, leg. 28, cuad. 542, f. 4 r.).
El cuestionamiento de los naturales del pueblo de San Pablo al nombramiento
hecho por Pareja hizo necesario que el fiscal fundamentara su decisión: “su mi-
nisterio por los informes reservados que ha tomado está cerciorado de la honra-
dez e inteligencia y facultades del citado Sánchez, cuyas calidades son difíciles
de encontrarse en los partidos” (AGN, DI, leg. 28, cuad. 542, f. 4 v.). Con el mismo
fin incluyó la carta del subdelegado de Cajamarca, José Eduardo Pimentel, en la
cual valoró favorablemente la designación del protector Sánchez y le informó de
la “complacencia del público y en particular de la nación índica” (AGN, DI, leg. 28,
cuad. 542, f. 6 r.).
12 José Pareja y Cortés (1750-1825) nació en Cádiz. Luego de ser oidor de Buenos Aires, ocupó la fiscalía
del crimen en Lima, tras lo cual ascendió a fiscal de lo civil del mismo tribunal, cargo del que tomó
posesión en 1804 (Burkholder y Chandler 255). En su desempeño como fiscal protector no solamente
lidió con cuestionamientos provenientes de la Intendencia de Trujillo sobre su designación de pro-
tectores partidarios, sino también de otros puntos. El intendente de Huamanga Demetrio O’Higgins
consideró, en su informe dirigido al ministro de Indias Miguel Cayetano Soler en 1804, que el nom-
bramiento del protector partidario hecho por Pareja había sido “impropio”, ya que se había nombra-
do a un “europeo que ignora absolutamente la lengua índica”, rasgo considerado indispensable para
el gobernador ayacuchano (O’Higgins 671).
de toda la indiada” (AGN, GO-BI-BI1, leg. 51, cuad. 858, f. 13 r.). Con ello queda cla-
ro el fuerte interés que podían tener corrompidos subdelegados en controlar la
protectoría partidaria, no dudando incluso en cuestionar y obstaculizar los nom-
bramientos si eran hechos por una autoridad del rango de un fiscal. Sin embargo,
como se ha visto, los subdelegados no fueron los únicos interesados en conseguir
el nombramiento de protectores partidarios de su interés.
El caso de Cajamarca puede dar la imagen de una postura en bloque de la
población indígena frente a la labor de Soriano, quien años atrás ya había ejer-
cido de protector en el mismo partido. No obstante, no fue del todo así. Según
Soriano, el mencionado Suárez, el procurador Fernando Chugnitas y el intérpre-
te Juan José Carhuaguatay “han hecho un Cuachinderato [sic: ¿cuadriunvirato?]
para desollar y destruir la república” (AGN, GO-BI-BI1, leg. 51, cuad. 858, f. 3 r.).
La actuación de los mencionados habría estimulado que “hayan más pleitos”
beneficiándose de los derechos cobrados por su intervención, la cual Soriano
consideró innecesaria14 . El subdelegado, al parecer, también intentó vincularse
con estos indígenas, sobre todo con Chugnitas, quien habría enviado una queja
a Lima advirtiendo de la “impericia” de Soriano en el cargo y otra al intendente
de Trujillo acusando al párroco de San José, Manuel de la Puerta. Al ser dicho
párroco familiar y apoderado de Soriano, este debía quedar inhabilitado de ser
nombrado protector. Por su parte, el apoyo de Chugnitas al cuestionado subde-
legado respondía, siguiendo el descargo del cura Puerta, “para conseguir la pro-
curación de un año y la alcaldía de otro, y usar en estos ministerios su reprobada
genialidad y detestable odio que profesa a los españoles, y a los indios que no se
le avasallan” (AGN, GO-BI-BI1, leg. 51, cuad. 858, f. 24 r.)15 .
La información de la que se dispone en este momento, en torno a las comple-
jas relaciones alrededor de los actores de la litigación andina en Cajamarca, im-
pide revelar con suficiente precisión el substrato de las disputas para controlar el
puesto de protector partidario. El caso de Lambayeque será de ayuda para tal fin.
14 Soriano precisó en su representación al fiscal protector general Pareja que “me parece no necesario
tal intérprete”, puesto que el protector Suárez conocía la lengua nativa. Asimismo, sobre el procura-
dor indicó “me parece ocioso” (AGN, GO-BI-BI1, leg. 51, cuad. 858, f. 3 r.).
15 Una referencia archivística, en la que se lee la queja puesta por el cura Agapito Torres “contra el indio
Fernando Chugnitas, indio alcalde de segundo voto por su conducta” (Restrepo 246), confirma los
planes de Chugnitas en puestos ediles.
El caso de la continuidad
del protector Manuel Mazarredo
Con poco menos de treinta años, el peninsular Mazarredo fue nombrado protector
de naturales de Lambayeque en la Intendencia de Trujillo16 . El 4 de julio de 1792 el
fiscal protector general José Pareja firmó el nombramiento en condición de inte-
rino (AGI, L, 725, n.° 47, f. 746 v.). El protector Mazarredo no demoró en ejercer el
cargo recibido17.
Pasado el habitual periodo bianual a cargo de la protectoría partidaria, las au-
toridades locales y limeñas discutieron acaloradamente, en los primeros meses
de 1795, sobre la continuidad de Mazarredo en el oficio. Estas discusiones revelan,
como se verá seguidamente, las complejas alianzas interétnicas formadas para
limitar la actuación de la protectoría partidaria en las últimas décadas del siglo
XVIII, momento en el que los cambios ordenados por la Real Cédula de 1781 no
estuvieron ausentes.
Uno de los líderes del bando opositor a la permanencia de Mazarredo fue el
capitán Pedro Rafael Castillo, subdelegado de Lambayeque18 . En su escrito, Cas-
tillo intentó restringir las potestades dadas al fiscal protector por la Real Cédula
de 1781, la cual, por cierto, consideró una de tantas “cuyo cumplimiento ha sido
impracticable, o ha tenido muchos inconvenientes”. Por ejemplo, manifestó que
el título despachado desde Lima no había sido remitido en primer lugar al inten-
dente de Trujillo, quien debía aprobarlo y, tras ello, pasarlo al subdelegado para el
mismo fin. Sin estos pasos, la medida del fiscal protector no tendría efecto. Justifi-
có este requisito indicando que el intendente, así como el virrey, tienen “la obliga-
ción de que se mantengan los territorios en paz y justicia”, por lo cual “deben tener
puntual noticia de los sujetos que se ocupan en cualesquiera incumbencias públi-
cas, y de su conducta y demás proporciones de aptitud, desinterés y desempeño”
16 Manuel Julián Mazarredo nació en Santa María de Mercadillo en Sopuerta (reino de Vizcaya, España),
el 3 de septiembre de 1762, fruto del matrimonio de don Manuel de Mazarredo y doña María Antonia
Barvieto (AGI, L, 725, n.° 47, ff. 748 r.-748 v.). A pesar de que la fecha exacta de su presencia en el litoral
peruano no se conoce, hacia 1785-1786 ya se encontraba en la costa lambayecana.
17 Una actuación del protector Mazarredo que se ha podido hallar, aunque no debió de ser la primera,
se dio en octubre de 1792 al “reproducir” el escrito presentado por Lorenzo Suibate, indio tributario
de Ferreñafe contra el alcalde de dicho pueblo, don Juan Inocente (ARL, J, P, Cr, caja 5).
18 Pedro Rafael Castillo, descendiente de un noble linaje, nació en Lerín (reino de Navarra, España),
aproximadamente en 1754-1755, y hacia inicios de 1776 se trasladó a las Indias (AGI, L, 703, n.° 124).
(AGN, DI, leg. 27, exp. 504, ff. 8 r.-8 v.). Con ello, intentaba supeditar las potestades
del fiscal protector general a las autoridades locales.
Otro de los motivos argumentados por Castillo para rechazar el nombramien-
to fue que, si bien la Real Cédula de 1781 cedía a los fiscales protectores generales
la función de nombrar protectores locales, no le quitaba al virrey la facultad supe-
rior de destituir a aquellos que no cumplieran su labor. Con ello, Castillo respondió
directamente a un escrito firmado por el ya aludido fiscal protector José Pareja y
Cortés, en el que este último indicó que la cuestionada cédula también autoriza-
ba a los fiscales protectores a remover a “los [protectores] nombrados siempre
que fuere preciso, y eligiendo de nuevo donde se necesitasen” (AGN, DI, leg. 27,
cuad. 504, f. 1 r.). Aunque el mandato en cuestión, como se ha visto, no dictaminó
sobre este punto, la potestad de los virreyes defendida por Castillo se puede en-
tender como una interpretación intencionada de dicho subdelegado.
La postura de Castillo, que defendía las regalías de los virreyes19, se enmar-
ca en la preocupación de este funcionario peninsular por mantener una buena
relación con el supremo gobernador del Perú. Antes de obtener la subdelegación
lambayecana fue subdelegado de Piura, partido colindante por el norte de su ac-
tual destino. Previamente a estos destinos obtuvo del virrey Manuel de Guirior
(1776-1789) —nacido en un poblado de Navarra (Aoyz), como Castillo— el puesto
de archivero de la Secretaría de Cámara del Virreinato peruano —cargo que jura-
mentó el 31 de julio de 1776— y, un mes después, el grado de capitán de la cuarta
compañía de regimiento de caballería de milicias de españoles de Luyaychillaos,
en Trujillo. Posteriormente, del superintendente José Antonio de Areche recibió,
en mayo de 1782, el puesto de tesorero oficial de las reales cajas de Trujillo (AGI,
L, 703, n.° 124). Su carrera pública no terminó en Lambayeque, aunque no siguió
creciendo. En julio de 1805 fue designado contador de las reales cajas de Puno
en el altiplano del sur peruano y, tras ello, en enero de 1809, comandante inte-
rino de los reales resguardos del puerto de Callao por el virrey Abascal (AGI, L,
738, n.° 34, f. 465 v.). En todas estas estancias, los distintos virreyes desempeña-
ron un papel decisivo en el destino de Castillo. Por ello, defender las preeminen-
cias de los visorreyes frente a los fiscales, como dictaba la Real Cédula de 1781,
19 Esta misma postura se puede detectar en el informe del contador general de tributos Juan Joseph de
Leuro, consultado por su parecer sobre el mecanismo de elección de los protectores partidarios. En su
escrito, a pesar de estar lamentablemente incompleto, se puede notar una actitud contraria a la Real
Cédula de 1781. En este sentido, relegó la atribución del fiscal protector a que “proponga a V.E. tres
personas de las calidades y requisitos necesarios al desempeño del cargo para que recayendo en el
que fuere de la Superior aprobación” (AGN, DI, leg. 27, cuad. 504, f. 36 r.).
puede explicarse como una estrategia de Castillo para cuidar su futuro burocrá-
tico en suelo americano.
En sus escritos, Castillo incluyó otro comentario considerando, como lo orde-
nó la Cédula de 1781, que los protectores partidarios “no deben tomar derechos
por el cargo”. Debido a lo no remunerado del puesto, los elegidos debían ser, su-
gería el subdelegado, “unos vecinos honrados, prudentes, de inteligencia y [tener]
algún modo de subsistir”. Según él, estos rasgos no se encontrarían en Mazarre-
do “de quien por sus principios y destinos, que se probarán cuáles han sido, no
puede esperarse cosa buena, ni fin útil en el ejercicio del cargo de protectoría”.
El descrédito que hace la autoridad gubernativa del defensor lo llevó a poner en
duda sus conocimientos forenses al señalar que necesitaba el apoyo constante
de un papelista (AGN, DI, leg. 27, cuad. 504, f. 9 r.). Con esta afirmación, el subde-
legado posiblemente quiso indicar que la necesidad de un ayudante aumentaba
la presión sobre Mazarredo para encontrar fuentes de ingreso que sufragaran sus
gastos. Estas presiones se mantendrían mientras el protector se desempeñara du-
rante un periodo indefinido, como se estipulaba en el título del protector (AGN, DI,
leg. 27, cuad. 504, f. 9 v.).
Estas mismas ideas se expresaron en otro escrito con fecha de 25 de mayo de
1795, que además de la firma de Castillo incluía las de miembros del cabildo de es-
pañoles. En este oficio, dirigido al virrey Gil de Taboada, se presentaron con mayor
claridad los problemas ocasionados por la falta de salario y la duración indetermi-
nada de los protectores partidarios, que anteriormente solía ser “por solo el tiempo
de dos años”. Así, aseveraron:
20 Premo (188) también ha estudiado la oposición de la renovación de Mazarredo por las autoridades
locales, aunque al parecer utilizando otra fuente.
21 El cabildo de indios de Ferreñafe sostuvo al respecto: “todos los Comunes están temerosos de este
Sujeto porque les puede causar más perjuicios con estas facultades y con su genio pleitista y cavilo-
so” (AGN, DI, leg. 27, cuad. 504, f. 22 v.).
22 La protectoría de naturales de Lambayeque era particularmente poderosa porque, como también
sucedió con otras protectorías costeras como la de Ica, se solía encargar la judicatura de aguas, que
permitía administrar y repartir este trascendental recurso en un ecosistema desértico. Mazarredo de-
claró que fue nombrado juez de aguas de Lambayeque el 12 de agosto de 1796, siendo aún protector
partidario. Ejerció este encargo, que permitía recibir “derechos y emolumentos” y que obtuvo del
virrey O´Higgins, durante seis años hasta que el oficio se integró al subdelegado (AGI, L, 725, n.° 47,
ff. 17 r., 749 v.). A pesar de ello, al parecer Mazarredo ya desempeñaba estas funciones a inicios de la
década de 1790, puesto que el cabildo de Ferreñafe lo acusó “de encender la bulla que hicieron los
zambos de este pueblo por la limpia del río, viniendo a él armado y con gente, pues hasta disparó un
pistoletaso” (AGN, DI, leg. 27, cuad. 504, ff. 24 r.-24 v.).
23 Es posible que este apoyo compartido por el subdelegado —que buscaba evitar intromisiones del
protector nombrado por el fiscal protector— y el cabildo de naturales —que buscaba independencia
en sus gestiones— sea parte de una historia más compleja que alcanzó las instancias en España. En
1798 la Corona recibió solicitud del subdelegado de Lambayeque para eliminar la protectoría en su
distrito (Premo 188).
24 Sobre las respuestas de los cabildos de naturales a los esfuerzos borbónicos por controlar estas ins-
tancias, véase Dueñas, “Cabildos de naturales”.
25 Para el linaje Faizo, véase Sala i Vila.
y pleitos” (AGN, DI, leg. 27, cuad. 504, f. 22 v.). De la misma manera, el cabildo de
indios de Chiclayo señaló un caso en el cual el protector partidario Mazarredo fa-
voreció a sus cómplices, siendo uno de ellos “el indio Morropano Meliton” (AGN, DI,
leg. 27, cuad. 504, ff. 24 r.-24 v.). La colaboración activa de Mazarredo con nativos
de diferentes puntos del partido que se encontraban fuera de los cabildos hace
pensar que estas instancias tenían fuertes contrincantes, que vieron en el protec-
tor un aliado valioso.
Estos convenios de Mazarredo con algunos líderes nativos muestran claramen-
te una red de actores locales indígenas cercanos al protector, la cual alcanzaba la
capital virreinal por medio del procurador general de naturales y, seguramente,
del fiscal protector Pareja. Estos colaboradores locales no son desconocidos y
destacan por su extensa actividad judicial 26 . Una década antes de los sucesos es-
tudiados, Antonio Limo y Clemente Anto habían defendido el nombramiento de
Teodoro Daza como protector partidario de Lambayeque. A su vez, Anto tuvo un
enfrentamiento con Pedro de Estella, un personaje que llegó a ocupar un lugar
clave en los aspectos comercial, político y social de Lambayeque 27 y quien, para
el procurador general Vilca, sería uno de los principales cabecillas de la renova-
ción de Mazarredo (AGN, DI, leg. 27, cuad. 504, f. 20 r.). Aquí es necesario precisar
que Estella fue uno de los que confirmaron el texto de Castillo del 25 de mayo de
1795. En sus múltiples actividades, Estella tuvo ocasión de conocer de cerca el
fuerte activismo que podía sucederse en los litigios indígenas. En sus planes de
crecimiento empresarial, en 1790 el comerciante proyectaba construir una tina
de jabón. Esto despertó una oposición expresada por el mencionado Anto, que
en 1784 y 1785 había ocupado el cargo de procurador del cabildo de naturales. Sin
embargo, no era una postura compartida por los líderes nativos, ya que Temoche,
cacique de Lambayeque, se manifestó a favor de Estella y consideró “injustas” las
acusaciones de Anto (Ramírez, “Don Clemente Anto” 837-838).
26 Además de lo que se menciona seguidamente, el llamado “indio morropano Meliton” puede ser José
Antonio Meliton Coronado Yufuc Corñan, quien en 1797 recibió un poder de representación otorga-
do por la nativa Manuela Adán (ARL, J, P, Cr, caja 7).
27 En 1790, Pedro de Estella era ayudante mayor de milicias, juez diputado del tribunal de consulado de
comercio, además de ser un comerciante exitoso en el rubro de tinas de jabón (Ramírez, “Don Cle-
mente Anto” 837). En 1812 era, además de coronel de infantería y teniente coronel de ejército, regidor
del cabildo de españoles de Lambayeque y dueño de la tina llamada Nuestra Señora del Rosario
(ARL, N, Casanova, leg. 1, “Fianza del señor coronel don Pedro de Estella para el oficio de registros y
real hacienda de este Lambayeque a favor de don Josef Domingo Casanova”).
El apoyo que brindó Temoche a la empresa de Estella de construir una tina para
la producción de jabón coincide con el interés que años después manifestó, como
se ha señalado, el cabildo de Ferreñafe y que desató uno de los conflictos con Ma-
zarredo. Este puede ser un interés adicional compartido por algunas autoridades
étnicas y los empresarios españoles, que llevó a formar un bando en contra del pro-
tector partidario y sus aliados. Asimismo, los opositores de Mazarredo se quejaron
de la intromisión del protector en la posesión de tierras comunales. Por ejemplo,
el ya aludido procurador Niquén exigió la abstención del protector en el manejo de
estos terrenos: “tengo pedido muy de antemano se deslinde su pertenencia, para
que se reconozcan las tierras vacantes y realengas, que pide se repartan inconti-
nenti a mi comunidad [de Esquén] dándoseles posesión de ellas” (AGN, DI, leg. 27,
cuad. 504, f. 4 v.). En esa misma línea, el cabildo de naturales de Ferreñafe mencio-
nó el conflicto por las tierras “que nos ha dado el rey y los remensuradores según
nuestros títulos” (AGN, DI, leg. 27, cuad. 504, f. 24 r.). Se puede especular que la au-
sencia de un activo protector con fama de ser litigioso podría entorpecer posibles
negocios entre cabildos con acceso a tierras, ambiciosos hacendados españoles y
un subdelegado que podía controlar la mano de obra indígena.
Por lo esbozado, se cuenta con un panorama más claro de las posibles razo-
nes detrás de la renuencia en bloque a la renovación de Mazarredo. Si bien las ra-
zones de su oposición giraron en torno a los vacíos de la Real Cédula de 1781 y al
carácter pleitista, es necesario considerar que Mazarredo debió de tener intere-
ses propios y compartidos. Él mismo se dedicó al comercio de “algunos efectos”
entre Lima y Lambayeque, para lo que contaba con tienda pública (AGI, L, 725,
N. 47, ff. 738 r., 739 r.-740 r.). Igualmente, por su cargo podía influir en las comu-
nidades indígenas, como él mismo lo declaró. En efecto, durante las guerras de
la Corona contra Francia e Inglaterra, Mazarredo “los ha conducido a personarse
a que fuesen ocupados en lo que se les considerase útil al real servicio”. Pero
no solo eso: “mediante al influjo del suplicante erogaron donativos voluntarios
que por su mano se han exhibido en las cajas reales de esta capital” (AGI, L, 725,
n.° 47, ff. 749 v.-750 r.). Más allá de este manejo de los súbditos en beneficio de
la Corona, Mazarredo pudo servir de brazo local de los posibles planes, aún no
identificados, del fiscal protector Pareja, a quien consideró “su inmediato jefe” y
“con quien a menudo consultaba las defensas de aquellos naturales” (AGI, L, 725,
n.° 47, f. 750 r.).
Conclusiones
28 Además de las acusaciones del excesivo rasgo pleitista de los protectores partidarios, se pueden
mencionar las discusiones sobre su “calidad”. Sobre esto último, en el mismo Lambayeque, Teodoro
Daza, un antecesor de Mazarredo en la protectoría, fue acusado de ser “mestizo” (Ramírez, Provin-
cial Patriarchs 251-253). Caso similar se produjo en el intento de las élites locales de deslegitimar
al protector Juan Díaz Gallardo señalando que era “hombre oscuro”, de “origen humilde” y mestizo
(Echeverri 127).
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DOI: 10.22380/20274688.2385
Recibido: 5 de marzo del 2022 • Aprobado: 30 de junio del 2022
Resumen
Este artículo ofrece algunos avances en el conocimiento de la figura del fiscal pro-
tector de indios durante el final de la época novohispana, ya en la segunda década
del siglo XIX. Mediante un acercamiento a la figura de los últimos ocupantes de este
cargo, los fiscales del crimen de la Real Audiencia de México, y sus posicionamientos
sociales y políticos, así como el estudio de causas localizadas en el AGN mexicano, se
analizan algunos pormenores sobre esta institución de eminente carácter colonial,
alrededor de una década que sufrió fuertes tensiones sociales y cambios normativos.
De esta forma, se arroja luz sobre su papel en la gestión y el control de los pueblos de
indios, la defensa de sus intereses frente a la tesitura bélica o su colaboración con el
régimen virreinal.
Palabras clave: protector de indios, independencia de México, Nueva España,
colonialismo, historia social de la administración
Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 139-158 139
El fiscal protector de indios durante el colapso de Nueva España (1811-1821)
Abstract
In this paper, we will offer some advances in the knowledge around the fiscal protector
de Indios during the end of the colonial period in Mexico, through the second decade
of the 19th Century. Approaching the figure of the last occupants of this position, the
prosecutors of crime of the Real Audiencia of Mexico, and their social and political
positions, as well as the study of cases located in the Mexican National Archive, we
will analyse some details about this institution of eminent colonial character around
a decade that suffered strong social tensions and normative changes. In this way, we
will shed light on their role in the management and control of pueblos de indios, the
defense of their interests during wartime circumstances, or their collaboration with
the viceregal regime.
Keywords: protector de Indios, Mexican War of Independence, New Spain,
colonialism, social history of administration.
El 11 de enero de 1821 las Cortes españolas del Trienio Constitucional, tras una con-
sulta del fiscal de la Audiencia de Caracas, emitieron un decreto para abolir la figura
del protector de indios en sus provincias ultramarinas, ante su innecesaria presen-
cia, tras haberse garantizado la igualdad de todos los ciudadanos de la nación espa-
ñola (AGN, RCO, 226, 1). En el caso de Nueva España, tal disposición, si bien llegó a
promulgarse, no se llevó a efecto, puesto que el cargo quedó suprimido solo tras la
consecución de la independencia del país, poco antes de octubre de ese año (Clave-
ro 945-946). Casos similares se dieron en otros antiguos territorios bajo soberanía
de la Corona española en América que ya se habían emancipado, como ocurrió en
Chile, que demostró en 1819 su irrelevancia dentro de su ordenamiento jurídico2.
Este históricamente controvertido cargo, u honor dependiendo del momento, había
quedado anexo a las fiscalías del crimen tras la promulgación de la instrucción de
regentes para Audiencias indianas en 1776, y recibió potestades posteriores para
nombrar y elegir a otros, denominados partidarios, que actuarían en espacios más
alejados del distrito inmediato de aquellos tribunales (Miranda 168; Suárez 292-293).
2 El Congreso chileno no atendió la solicitud del protector de naturales en la causa relativa a dos hijos
únicos, de finales de febrero de 1819, a la hora de movilizarlos para realizar el servicio militar. Los
organismos apelaron a la supresión de la onerosa diferenciación y los privilegios que conllevaba
ser considerados otra comunidad diferente a la del resto de habitantes del país, por lo que debieron
servirlo con las exigencias que se les pedía (Letelier 302-303 y 309). Agradezco a Gabriel Cid por faci-
litarme el dato y su referencia.
indios, los protectores de naturales (Bayle) o los operarios del Juzgado General de
Indios (Borah), cuyas atribuciones y características fueron modificándose de acuer-
do con los cambios que se iban implementando en la gestión del gobierno indiano.
Todos estos eran oficiales reales y ministros a los que se acudía en primera instan-
cia y, en caso de apelación, los autos se trasladaban a las audiencias reales, bien,
al principio, por intervención directa de su presidente —que era virrey o capitán
general, donde mediaba habitualmente un intérprete de las lenguas nativas—, o
bien uno de los ministros integrantes quedaba asignado como asesor del Juzgado
General o como fiscal o juez protector general de naturales (Miranda 172). Para la
época que nos ocupa, estas instancias se habían visto bastante perjudicadas por
el programa reformista precedente, que iba en pro de una mayor racionalización
administrativa. No obstante, la fuerte raigambre de las costumbres parejas a estos
elementos constituyentes del universo colonial entre estas corporaciones dificultó
su desmantelamiento, pese a los intentos que se hacían desde las autoridades me-
tropolitanas, en especial a partir de la visita general a Nueva España (1765-1772) y el
secretariado en Marina e Indias (1778-1787) del letrado malagueño José de Gálvez.
¿Fomentó acaso todo ello una sensación de desamparo o desestabilización?
Es este el contexto en el que la protectoría de naturales se implantó y desarro-
lló como una función bajo el rubro de la administración regia. Su evolución varió en
función de los espacios, las dinámicas de interacción propias de cada región y las
condiciones coyunturales que atravesaron las relaciones entre los representantes
del rey y los pueblos (Ruigómez; Bonnett; Solís; Cutter). Los roles de este cargo va-
riaron mucho en función de quiénes lo desempeñaron, de manera tal que a lo largo
de su existencia se encuentran casuísticas de lo más extremas, desde fervientes
partidarios de las culturas autóctonas hasta sus más acérrimos enemigos, pasando
por quienes pretendían aprovecharse del cargo para diversos fines.
Con respecto al funcionamiento de los pueblos, se mantuvo más o menos es-
table, al menos hasta la implantación de todas aquellas reformas dieciochescas
promovidas desde la Corte (Menegus). Sus formas de participación política y de so-
ciabilidad, que a su vez comenzaron a sufrir alteraciones impuestas por las nuevas
circunstancias derivadas de la crisis imperial, se adaptaban a los ritmos de trans-
formación que sufría la Monarquía española (Guarisco, Los indios). A pesar de todo,
la consideración oficial hacia estos grupos continuó basándose en esas formas
proteccionistas de tutelaje, pues las propias corporaciones las tenían desde ha-
cía tiempo asimiladas; más, si cabe, debido al impulso de un mejor conocimien-
to de los territorios ocasionado por las iniciativas ilustradas: la secularización de
A mediados del mes de enero de 1811, procedente de Gran Canaria, llegó al con-
tinente americano junto con su familia el letrado navarro Juan Ramón Osés del
Arce, nuevo fiscal del crimen de la corte virreinal (Osés 1-49). Recibía este encargo
en sustitución del recién ascendido a fiscal de lo civil, el antequerano Francisco
Robledo de Alburquerque. Este jurista se había formado a finales de la centuria
anterior como legista en la entonces efervescente Universidad de Salamanca,
había adquirido notable reputación desempeñando algunos cargos municipales
menores en la capital del Tormes hasta 1803 y luego la fiscalía de la Real Audiencia
de Canarias. La Regencia le había destinado a México por decreto a mediados de
1810 y tomó posesión de dicha dignidad poco después de instalarse en la Ciudad
de México, el 23 de febrero del año siguiente.
La labor de Osés como fiscal del crimen y protector comenzó de inmediato,
pues en los primeros meses ya estaba trabajando con las primeras causas que le
fueron asignadas (AGN, C, 5752, 75). Según él, en los aproximadamente cinco años
y medio —de febrero de 1811 a julio de 1816— que desempeñó ambos puestos
despachó un total de 5 526 causas entre fiscalía y protectoría (AGI, M, 1644). Si bien
cumplió con creces en sus funciones como ministro, de intachables facultades, su
carrera peligró ante su pública y notoria toma de partido a favor de la Constitución
gaditana. No solo fueron las labores que se le encomendaron de cara al gobierno
de la provincia mexicana —fue miembro de una comisión para establecer la divi-
sión de poderes y de otra para revisar un borrador de ordenanzas elaborado por
dos oidores para ajustar la Audiencia a la nueva Ley de Arreglo de Tribunales (Mar-
tín, “Aires”)—, sino su apoyo a toda una serie de medidas que iban en contra de la
opinión mayoritaria de los miembros del tribunal. Apoyó la supresión del Tribunal
del Santo Oficio o de la Junta de Seguridad y Buen Orden, cuyos principios eran
ajenos al espíritu constitucional, así como la implantación del régimen de diputa-
ciones provinciales y ayuntamientos o la celebración de elecciones municipales
(AGI, M, 1664).
Esa alineación le valió ganarse la enemistad directa del entonces jefe políti-
co superior-virrey, el curtido militar de carrera y destacado contrarrevolucionario
Félix María Calleja, quien durante todo su mandato trató de apartar a Osés de su
cargo y expulsarle de la ciudad, a poder ser degradándolo. Así, aprovechó para
acelerar el mandato de las Cortes del 26 de junio de 1813 para trasladarle hasta
la fiscalía de Guatemala tras adaptarse la nueva planta de la Audiencia territorial
—donde permanecerían los otros dos fiscales, con más antigüedad que él— y así
consumar su destierro (AGN, RCO, 212, 136; CIND-IV-JRO, 216 y 228), a lo que el
afectado se opuso con vehemencia. Para evitarlo, alegó lo costoso del traslado,
la alta peligrosidad en los caminos por todos los sentimientos de venganza entre
bandidos e insurrectos a los que había perseguido y juzgado, la mala salud de su
esposa Juana y, además, que contaba con el apoyo que le brindaron entre 1814 y
1815 numerosas corporaciones, entre las que se encontraban las repúblicas indias
de San Juan y Santiago (AGI, M, 1643). Con todo eso, logró mantenerle el pulso a
Calleja y permanecer en México hasta el cese del virrey en marzo de 1816 y su pos-
terior promoción a alcalde del crimen en la correspondiente sala de la Audiencia
en octubre de aquel mismo año (CIND-IV-JRO, 230). Por ese asunto, además, debió
exigir que se le pagaran los sueldos respectivos al continuar actuando como fiscal
protector de naturales, extraído de los sobrantes de las cajas de las parcialidades
(AGN, RA, 788, 13; CIND-IV-JRO, 210 y 211).
Ante todo, y a pesar de ir contracorriente con respecto a la posición de la
mayoría de los ministros de la Audiencia en cuanto a la instauración del régimen
constitucional en la ciudad de México y el virreinato, pudo contar con dos aliados
dentro del tribunal: el fiscal de Hacienda Ambrosio de Sagarzurieta, otro vasco en
la administración, y Manuel de la Bodega y Mollinedo, oidor de origen limeño e
ínfulas liberales. Con ambos entabló una cordial relación de amistad que se per-
petuó durante su estancia mexicana, fuera in situ o ya desde la distancia3. Asimis-
mo, contaba en la ciudad con otro antiguo compañero de las aulas salmantinas y
paisano, el letrado Juan Martín de Juanmartiñena, quien fuera abogado de promi-
nentes vizcaínos, como el acaudalado comerciante Gabriel de Yermo.
El sucesor en el cargo de Juan Ramón Osés fue el caraqueño José Hipólito
Odoardo y Grandpré, destinado a México para servir esa plaza por orden del 16 de
noviembre de 1815. Lo habían nombrado diputado en Bayona a finales de mayo
de 1808, pero acabó huyendo del bando francés y se refugió en Sevilla y Cádiz al
finalizar ese año, tras lo cual desempeñó algunos cargos menores en la Regencia.
Su carrera en la fiscalía del crimen fue breve, pues pronto ascendió a la de lo civil
en el mismo tribunal (Martín, “Un borbonista” 498-499). Poco debió hacer, pues
pronto, por haber ascendido a su nuevo puesto, le sustituyó José Ignacio Bera-
sueta, un jurista novohispano que había estudiado en universidades castellanas
y hecho carrera como asesor letrado en Puebla e interino de la sala del crimen de
la Real Audiencia, mientras actuaba como confidente de la Junta de Seguridad y
Buen Orden (Burkholder y Chandler 44). Ambos trabajaron ya a las órdenes del
nuevo virrey, Juan Ruiz de Apodaca, quien a su vez nombró a Osés miembro de la
comisión de indultos para la ciudad en 1817 (CIND-IV-JRO, 237).
Al producirse la escisión de México de la Monarquía española, Osés regresó a
España junto a su familia (Arnold 129), mientras que Odoardo y Berasueta optaron
por permanecer en el país. El primero dio el paso de cara a iniciar su carrera polí-
tica en el Congreso constituyente como su presidente, pero quedó truncada por
el hostigamiento que sufrió por parte de los partidarios de Agustín de Iturbide,
con lo cual debió huir del país hacia Cuba (Martín, “Un borbonista” 503-506). El
segundo se mantuvo tratando de ascender en los remanentes de la Audiencia ca-
pitalina y sus sucesivas reinstauraciones hasta constituirse esta en Suprema Corte
de Justicia (Arnold 129).
4 Queremos dejar constancia de que los expedientes concernientes a las labores desempeñadas
por el protector general de indios relativos al distrito de la Real Audiencia de México se encuentran
dispersos por las secciones que integran el ramo de “Instituciones coloniales” del archivo nacional
mexicano, pues no existe ningún fondo ni instrumento concreto donde encontrarlas clasificadas.
Tampoco existe mayor catalogación, más allá de las descripciones de los documentos que puedan
ofrecer más pistas que tengan que ver con el tema que aquí nos ocupa, lo cual limita la muestra de
ejemplos localizados.
decretó ante la solicitud de resarcir los agravios padecidos por el subdelegado Fer-
nández de Arada que no se revisara la causa, puesto que él había perecido tras un
ataque insurgente el 20 de marzo. Juan Ramón Osés contestó al escrito enviado el
28 de marzo y esta vez dejó su parecer, donde definió ante la consulta tres puntos
para dirimir: un primero sobre el altercado producido por el pasquín que se colocó
en la casa de un notable del pueblo y la algarada que conllevó, el segundo sobre
la restitución del honor de la comunidad acusada de apoyar a la insurgencia, y un
tercero sobre la liberación de Luis Ortiz, un vecino de la población cuya familia
reclamaba poner en libertad por pura necesidad. Ante todo esto, Osés remitió lo
primero para consultar a la Junta de Seguridad y Buen Orden, encargada de dicha
causa, mientras que para las otras dos planteaba los mismos términos que el fiscal
de lo civil, es decir, declarar a Fernández de Arada “por un juez recto y zeloso” y
solicitar al nuevo oficial del partido que resolviera el asunto como mejor le pare-
ciera, enviando luego las resultas al fiscal protector para su cotejo (AGN, S, 50, 4).
Un aspecto más para valorar sería el relativo al tratamiento de brotes epidé-
micos y otras enfermedades en el seno de las poblaciones. La última palabra en
gestión de la salud pública de pueblos indios recaía también sobre los fiscales pro-
tectores, aunque fuese sencillamente para ordenar el pago de hospitales o para los
facultativos que desempeñaban su labor con los fondos comunitarios. Así ocurrió
en los pueblos de Ticoman y Zitlaltepec, en las respectivas jurisdicciones de Tacuba
y Zumpango, que en los meses estivales de 1815 necesitaron de servicios médicos
adicionales ante una serie de brotes que saturaron sus hospicios. La labor del pro-
tector general en esta ocasión fue simplemente aprobar la formalización del de-
sembolso de hasta 200 pesos extraídos de las cajas de comunidad para pagar a los
facultativos por el ejercicio de sus funciones asistenciales (AGN, E, 8, 10).
Más casos en los que se inmiscuían los otros fiscales en lugar del protector eran
los referentes al tráfico de las llamadas bebidas prohibidas, cuestión que recaía en
el de Hacienda por verse procesado este tipo de asuntos por los agentes destina-
dos en aduanas y garitas de acceso al recinto urbano. La participación de pueblos
y vecindades indígenas en la aprehensión de estos productos ilícitos quedaba re-
gistrada en la documentación, pero realmente eran las autoridades quienes actua-
ban de oficio en estos casos, en particular los oficiales destinados en los lugares
donde se efectuaban las requisas. Así, hemos podido atestiguar un caso en el que
Ambrosio de Sagarzurieta finalmente destinaba la aplicación de derechos de sisa a
dos barriles de aguardiente de caña requisados. Estos se abandonaron la noche del
4 de junio de 1811 en la ciénaga y los camellones junto al barrio de La Resurrección
y los recogieron los vecinos, quienes los entregaron a las autoridades competentes
(AGN, PE, 36, 4 y 5).
En último lugar, ajeno ya a la documentación localizada en los fondos del ar-
chivo general mexicano, podemos referirnos a una serie de documentos conser-
vados en el acervo particular de Juan Ramón Osés. Son expedientes en los que
se abordan solicitudes de indios movilizados para que se suspendiera el cobro de
determinados tributos, es decir, los de real y medio de ministros u otras presta-
ciones (CIND-IV-Mss, 54, 130, 146 y 150). La mayoría de estas peticiones eran des-
estimadas, puesto que aún se exigía un esfuerzo extraordinario para mantener
tropas, casi más a modo de donativos de apoyo —y muestra de lealtad por parte
de los pueblos para evitar engrosar, fuera cierto o no, las fuerzas insurgentes—
que como tributos, suprimidos por órdenes virreinales o de la Regencia española.
Entre estos papeles también nos topamos con otro asunto relevante, el de la peti-
ción y obtención por parte de partidas de indios armados, llamados patriotas, del
beneficio del fuero militar. Este asunto también trajo de cabeza a las autoridades,
pues estos regimientos pretendían con ello justificar algunos de los abusos contra
la población que solían cometer a causa de la situación del conflicto desatado,
ante lo cual se optó por delimitar en qué situaciones se recurriría a ese derecho
privativo (CIND-IV-Mss, 139). Aun en época de vigencia constitucional, el fuero mi-
litar, junto al eclesiástico, continuaba siendo uno de los derechos exclusivos de
corporaciones que podían mantener un estatus de cierto privilegio frente al resto
de la ciudadanía, de ahí el anhelo de ciertos colectivos por obtenerlo y mantenerlo
como prerrogativa.
En definitiva, si bien el fiscal protector era el encargado oficial de velar por
la buena conducta, ordenación y protección de las comunidades indias, interfe-
rían en ello diversas instancias. La sociedad corporativa novohispana, organiza-
da como estaba en función de la cosmovisión propia del Antiguo Régimen, seguía
postulando que los estamentos superiores velaran por los inferiores. En este sen-
tido, las autoridades de la república de españoles, fuesen ya civiles o eclesiásticas,
tenían que salvaguardar la integridad de este otro órgano ante los excesos de su
propio cuerpo o de los vicios que se le achacaba al otro. De ahí que el tutelaje
permaneciera casi inamovible ante la visión de pretendida igualdad postulada por
los partidarios del constitucialismo. Esta forma de ordenar la sociedad sería muy
complicada de desmantelar, tanto legal como política y socialmente, ante una pre-
tendida paridad entre ciudadanos, todavía demasiado precaria.
Consideraciones finales
Bibliografía
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Sección general
El arribo de los curas beneficiados a los
pueblos de indios. Política y conflictividad
en Oapan, arzobispado de México1
The Arrival of the Benefited Parish Priests to the Indian Towns.
Politics and Conflict in Oapan, Archbishopric of Mexico
DOI: 10.22380/20274688.2398
Recibido: 14 de abril del 2022 • Aprobado: 29 de junio del 2022
Resumen
Este artículo estudia algunas consecuencias de la presencia de los curas beneficiados en
los pueblos de indios del arzobispado de México. El régimen de curas beneficiados fue
establecido a partir de la Cédula del Real Patronato de 1574 y de los decretos del Tercer
Concilio Mexicano de 1585. La investigación se enfoca en un estudio de caso: la pa-
rroquia de Oapan, fundada en 1604. Sobre esta hay un amplio documento que aporta
valiosa información de su funcionamiento a principios del siglo XVII. Igualmente, re-
gistra los acontecimientos de un violento enfrentamiento entre el párroco Francisco
Gudiño y los indios que muestra la importancia de la política como reguladora clave de
la vida parroquial. Durante el conflicto se rompió el equilibrio que había con los indios
de república. Estos se convirtieron en los principales adversarios del párroco.
Palabras clave: párrocos beneficiados, pueblos de indios, parroquia de Oapan,
arzobispado de México
Abstract
This article studies some consequences of the presence of benefited parish priests in
the Indian towns of the archbishopric of Mexico. The system of benefited parish priests
was established from the decree of the royal patronage of 1574 and the decrees of the
1 Este trabajo es parte del proyecto “El clero indígena y mestizo en la América española: formación,
políticas y debates en el viejo y el nuevo mundo”, PAPIIT IN400420.
2 Investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México, dirige seminarios en los posgrados
de Historia y Pedagogía de dicha institución. Asimismo, tiene a su cargo la dirección del proyecto “El
clero indígena y mestizo en Hispanoamérica colonial”.
Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 161-188 161
El arribo de los curas beneficiados a los pueblos de indios
third Mexican council of 1585. The investigation focuses on a case study: the parish of
Oapan, founded in 1604. An extensive document provides valuable information about
its operation at the beginning of the 17th century. Likewise, it records the events of
a violent confrontation between the parish priest Francisco Gudiño and the Indians,
showing the importance of politics as a key regulator of parish life. During the conflict,
the balance that existed with the Indians of the republic was broken. These became the
main adversaries of the parish priest.
Keywords: parish priests benefited, Indians towns, Oapan parish, archbishopric of
Mexico
3 Los curas beneficiados eran presentados por el rey e instituidos canónicamente por los obispos de
forma vitalicia y con derecho a una congrua o sustento, anexo a su oficio pastoral. Al respecto véase
Aguirre, “Parroquias”.
4 A este respecto, el beneficiado de Oapan, Francisco Gudiño, declaró que la parroquia era suya y que
ni el rey ni el arzobispo podrían quitársela (AGN, BN, 443, exp. 1).
Aunque los frailes evangelizadores del centro de Nueva España manifestaron a pro-
pios y a extraños el éxito de sus doctrinas de indios, después de tres décadas de la
conquista de México de 1521 este avance se circunscribió sobre todo a las poblacio-
nes más importantes del altiplano central (Rubial). Estaba pendiente la conversión
religiosa de diversas regiones del territorio novohispano, a la cual se avocaron am-
bos cleros desde mediados del siglo XVI. Por entonces, Felipe II ascendió al trono
y acentuó decididamente el control de la Iglesia bajo las reglas del Real Patronato
(García-Abasolo 267-297), lo cual tuvo implicaciones también para las parroquias
de indios. No obstante, el avance del régimen parroquial se obstaculizó por en-
tonces debido a las graves epidemias que devastaron a los indios y que pusieron
en jaque el régimen hispánico en ciernes, incluyendo la conversión religiosa de la
población nativa. En apoyo a esta meta, los virreyes impulsaron la congregación
de los indios en pueblos concentrados para facilitar las tareas parroquiales y una
mayor cohesión social, según los parámetros hispánicos (Aguirre, “El clero”).
Las parroquias, también llamadas curatos, además de ser centros de adminis-
tración espiritual, fungieron como formas de organización para facilitar la recau-
dación tributaria y el servicio personal de los indios para las empresas españolas.
La opción no fue ya apoyar más doctrinas de frailes, quienes, escudados en los pri-
vilegios papales, rechazaban subordinarse tanto a la Corona como a los obispos
(Morales). De ahí que Felipe II decidiera fortalecer a la Iglesia episcopal y su red de
parroquias. Para ello, decretó una de las cédulas más importantes de su reinado,
en 1574, que reafirmó categóricamente a la Corona como poseedora única del Real
Patronato de la Iglesia en las Indias y enunció las nuevas reglas para la provisión de
5 En noviembre de 1537, los obispos de México, Oaxaca y Guatemala informaron al rey que muchos clé-
rigos eran mercenarios y buscadores de oro, como cualquier conquistador y aventurero (J. García 92).
No fue raro que los curas mercenarios tendieran más a la independencia que al compromiso con un
proyecto diocesano. En Ocuituco, el cura secular Diego Díaz se hizo célebre por su vida mundana y de
escándalos, y no por su celo pastoral (Corcuera 186-200).
devota al culto divino, y ofician una misa, y todas las horas, mejor q[ue] todos
los de provincia, bien entonadas de voces y ministriles. Tiene [el pueblo] una
muy buena iglesia de tres naves, con su altar mayor en alto, y coro, y muy bue-
nos ornamentos […]. (Estrada 350)
La fiesta de san Agustín, el santo titular, era muy animada e incluso se permi-
tían a los indios formas festivas de origen prehispánico, como las danzas. Si bien el
corregidor no señaló algo particular sobre la relación del vicario con los indios, se
puede pensar que la buena marcha del culto y la edificación de iglesias reflejaban
un buen entendimiento.
Oapan era parte de la encomienda del hijo del primer virrey Luis de Velasco.
Por entonces también vivía un cacique menor de edad, descendiente de los se-
ñores prehispánicos, que asumiría el gobierno al crecer (Estrada 352). Estas dos
figuras, encomenderos y caciques, desempeñaron un papel importante en la vida
de esa parroquia, como veremos más adelante.
Una nueva época comenzó para los indios de Nueva España con su reducción
en pueblos concentrados, entre 1598 y 1610. Aunque en la época del primer virrey
Velasco, entre 1550-1564, hubo una campaña importante de congregaciones, no
todas se conservaron y muchos indios continuaron viviendo dispersos. La justifi-
cación de la Corona para ello fue mejorar la vida religiosa y civil de los naturales.
En la Real Provisión del 19 de noviembre de 1601 se expresó al respecto que “el
principal intento que he tenido y tengo de la reducción general [...] es de más de
la comodidad de su vivienda en policía y otros efectos útiles a su aumento y con-
servación que estén doctrinados y más cómodamente enseñados” (AGI, M, 337).
A las congregaciones siguió la reorganización de muchas parroquias. Oapan
se convirtió en nueva cabecera parroquial en 1604, una vez concentrada su pobla-
ción en barrios circundantes de la iglesia principal. La creación de una parroquia
de indios fue el primer paso de un proceso de instauración de prácticas, saberes y
rituales alrededor del culto cristiano, en el que los fieles debían acostumbrarse a
escuchar, entender y obedecer a sus beneficiados. Para estos fue un gran desafío
6 III Concilio y Directorio (libro II, título III, parágrafo IX): “Explícase cuáles son los días festivos que
obligan a los indios. La observancia de los demás días de fiesta se deja a la voluntaria devoción de
los indios, pero para que los españoles por sí o por sus criados no trabajen en obras serviles en los
días de fiesta, tomando ocasión de que los indios no cesan en estos trabajos, se ordena que estos no
se ocupen en estos días festivos en alguna obra servil en las haciendas u otras propiedades de los
españoles, si no es con licencia del ordinario”.
Otro sector indígena ligado al gobierno local y que podía tener también un
estrecho contacto con los curas fue el de los caciques y sus familias. Como herede-
ros de los antiguos señoríos prehispánicos, estos personajes siguieron detentando
poder y autoridad en Nueva España, como claramente se aprecia en la parroquia
estudiada, en la cual el beneficiado les dio un trato especial y fueron sus aliados.
Sin duda, las relaciones políticas y sociales entre los beneficiados y los fieles fue-
ron un factor clave de estabilidad o de falta de ella. Esto se reflejó claramente en
un grave conflicto en Oapan, cuando se rompió el equilibrio que hasta 1609 había
funcionado, por lo que hubo desacuerdos y discusiones, primero, y castigos físi-
cos, después. Llegado a este punto, hubo un quiebre entre el cura y la élite indíge-
na que hizo necesaria la intervención de la mitra.
7 Se trata del expediente intitulado “1612 El gobernador y naturales del pueblo de Oapa contra el ba-
chiller Francisco Gudiño su beneficiado en razón de capítulos. Juez: el señor don Juan de Salaman-
ca” (AGN, BN, 443, exp. 1).
exp. 1, ff. 43 r.-43 v.). Diego Martínez, vecino de Tetelzingo, detalló que cuando el
cura los visitaba e intentaba confesar a las indias tustecas “[…] las aflige y espanta
porque como no saben rezar algunas ni persignarse el dicho beneficiado se enoja
con demasía y las riñe y a veces las azota. Ellas, con este miedo, no quieren acudir
a confesarse más, antes se han huido algunas […]” (AGN, BN, 443, exp. 1, f. 58 v.)
Hubo también desencuentros en las casas del beneficiado, donde regañó y
golpeó a otro pintor de jícaras contratado por el primero, por considerar que no
hacía el trabajo encomendado con prontitud (AGN, BN, 443, exp. 1, f. 12). A las in-
dias que le cocinaban y a los alguaciles que le llevaban los alimentos también los
ofendía. El testigo de esto, Agustín García, exalguacil mayor de la iglesia, fue uno
de los maltratados: “[…] el dicho beneficiado ha reñido con palabras oprobiosas
a las indias que le hacen de comer y a los alguaciles que le sirven diciéndoles de
perros caballos otomites […]” (AGN, BN, 443, exp. 1, f. 34). El clérigo los comparaba
con animales e indios salvajes, insulto popular en esa época (Lipsett-Rivera 489).
Es posible advertir cómo entre los miembros del clero secular permanecía la cos-
tumbre de considerar que los indios eran salvajes y bárbaros.
Los indios de república de Oapan eran un grupo social poderoso que, ante las recu-
rrentes ofensas del cura, se unieron para hacerle frente común. Si bien los cabildos
indígenas eran una institución que recién se generalizaron en la segunda mitad del
siglo XVI, su consolidación fue rápida por el interés de la nobleza indígena por re-
cuperar el poder perdido de los antiguos señoríos prehispánicos (Gibson 168-195;
Lockhart 47-71; Menegus; González 157-175). Los indios gobernantes buscaron
privilegios y un estatus social distinguido, de acuerdo con los nuevos parámetros
hispánicos. Sin importar si eran familiares de los caciques o no, esos dirigentes
adquirieron prestigio, cierta riqueza y prerrogativas sociales que defendieron en
adelante. No era raro que alcaldes y regidores fueran parientes de caciques y lina-
jes ricos, y aunque no lo fueran, disfrutaban de honores especiales: no tributaban,
encabezaban las celebraciones y fiestas religiosas, ocupaban un lugar preferen-
te en las iglesias durante las misas (Cruz 148), detentaban los cargos de gobierno
de cofradías y hermandades y al fallecer podían ser sepultados en el interior de las
iglesias. Por lo regular, todos ellos usaban el apelativo de don para distinguirse de
los tributarios (Alberro 77 y 139; Lockhart 59, 192). Esta concepción de un mayor
rango fue expuesta por un exgobernador de la doctrina franciscana de Xilotepec,
Pablo Ignacio González de la Cruz, quien rehusó ocupar después el cargo de regi-
dor, alegando que “[…] no sería justo ni conforme a su reputación, que habiendo
ocupado el oficio más superior de ella, baje a otro tan inferior como el de regidor”
(Cruz 143).
La elite de Oapan, a pesar de que aceptó la autoridad eclesiástica de Gudiño,
también supo que ello no era sinónimo de una subordinación incondicional. Eran
conscientes de que el cura debía dar cuentas ante la mitra. La conmoción cau-
sada en la parroquia prueba que el clérigo supo herir sensibilidades, jerarquías
y el honor del mundo indígena. Los ofendidos buscaron restaurar todo lo que el
cura dañó, en la ciudad de México y ante el juzgado eclesiástico del provisorato.
Su estrategia fue poner en evidencia, además de las acusaciones ya expuestas,
otras conductas impropias de la investidura sacerdotal del cura, tales como: tener
amistad ilícita con la cacica viuda Sebastiana, cortejar a otra mujer de un pueblo
de visita, hacer fiestas en la casa parroquial, tañer la guitarra, cantar y bailar, estar
semidesnudo en su casa, acompañar a soldados y sus mujeres en su tránsito hacia
Acapulco y convivir con su amante en la iglesia mayor. El asunto de la cacica fue el
más expuesto ante la mitra debido a que esta mujer noble, viuda del último gober-
nador, fue una buena aliada del cura durante el conflicto que se estudia. Aunque
este negó tener una amistad ilícita con ella, los testimonios ofrecieron diversos de-
talles que, mínimamente, muestran un vínculo diferente del primero con respecto
al resto de las mujeres de la parroquia. En opinión de los indios, esa relación los
perjudicaba, pues la india noble aconsejaba al cura sobre cómo actuar en contra
de ellos: “tratan los dos contra ellos y en saliendo de allí viene muy enojado a la
Iglesia a contarlos y a examinarlos y a poco más o menos como loco los azota y
arrastra” (AGN, BN, 443, exp. 1, f. 93).
Diversos pormenores de esa relación con la cacica fueron develados cuando el
cura fue a Teteltzingo, a la celebración del santísimo sacramento, y pidió un trato
especial para ella:
dijo a voces que diesen primero que a ninguno rosas y guirnaldas y candela a su
amiga y porque no se lo dieron tan presto […] le quitó la candela al alcalde en
grandísimo desacato y vergüenza lo cual pasó en presencia de Dios. (AGN, BN, 443,
exp. 1, f. 93)
que porqué decía que el ir a Oapa […] no era a confesar enfermos sino a ver a su
amiga y diciendo esto lo asió de los cabezones y torciéndole al pescuezo la manta
que tenía el dicho don Toribio García al cuello lo trujo a estirones de acá para allá
y luego lo mandó llevar a la cárcel. (AGN, BN, 443, exp. 1, f. 135)
Sin embargo, al haber otros testigos de la visita nocturna, Gudiño envió a dos
regidores a Oapan a levantar testimonios sobre el suceso. Alcaldes, regidores, al-
guaciles mayores y guardias confirmaron que el sacerdote fue a visitar a una en-
ferma, pero también declararon haberlo visto “disfrazado y entrar en casa de la
dicha doña Sebastiana y después de madrugada volverse a este pueblo de San
Miguel y siempre a pie” (AGN, BN, 443, exp. 1, ff. 117 v.-118). Al ser interrogado de
lo anterior, en México, Gudiño respondió que no era inusual enviar comida a la
cacica pues lo hacía con otras mujeres de los principales, como una deferencia a
su jerarquía. Reafirmó que fue a Oapan a confesar a una india, pero negó haber
visto a la cacica, lo cual era una calumnia, aceptó haber recriminado y maltratado
a García, calificándolo de borracho, así como haber ordenado su encarcelamiento
(AGN, BN, 443, exp. 1, ff. 142-143).
Con respecto a las demás acusaciones de los fieles, el cura negó casi todas,
las consideró “disparates de borrachos”, y solo aceptó algunas, que justificó por
“la desobediencia” de los indios: “riñó y maltrató a los alcaldes y principales del
dicho partido y les dio de puñetes, coscorrones, rempujones y puntillazos y azota-
zos con una disciplina porque habiéndoles mandado que guardasen el santísimo
sacramento se habían ido” (AGN, BN, 443, exp. 1, ff. 135 r.-135 v.). Añadió que los
regañaba porque ni en las misas dominicales ni en las fiestas acudían todos, pues
de ochocientos tributarios faltaban seiscientos o más y, en las confesiones, entre
doscientos y trescientos indios no las hacían, con el pretexto de trabajar para re-
unir su tributo. El cura aceptó haber dicho que el rey prefería la salvación de sus
almas que el tributo y que la recaudación extra de dinero, hecha por los principa-
les entre los tributarios no era para cubrir el costo del pleito judicial sino para sus
borracheras (AGN, BN, 443, exp. 1, f. 139).
No obstante, Gudiño no pudo disimular ante la mitra su animadversión contra
los principales; en una carta dirigida al provisor, solicitando permiso para buscar
testigos a su favor, los calificó de belicosos, borrachos y calumniadores, a quie-
nes debía obligarse a ir a misa y demás celebraciones: “solo por esta causa los
dichos indios están mal conmigo y no por agravio ninguno que yo les haya hecho,
habiendo de ser yo premiado por lo susodicho y ellos castigados” (AGN, BN, 443,
exp. 1, f. 148). Los consideraba enemigos de la fe e idólatras, acusaciones graves
que ameritaban un juicio específico de la mitra de tipo inquisitorial, pero no su-
cedió así pues, hasta donde sabemos, los indios señalados por el beneficiado no
fueron llevados a tribunales eclesiásticos. Gudiño añadió que el corregidor y su
teniente, a quienes pidió intervenir para corregirlos, se abstuvieron a causa de la
agresividad de sus capitulantes, quienes habían actuado así antes con otros be-
neficiados (AGN, BN, 443, exp. 1, f. 148). Por su parte, el procurador de los indios
en México pidió que no se permitiera a Gudiño regresar a Oapan por temor a que
pudiera vengarse de los naturales.
Al dar por terminadas las averiguaciones, el provisor de México, Juan de Sa-
lamanca, halló culpable al cura de malos tratamientos a varios indios, de hacer
negocios lucrativos, de pedir servicios personales para ellos, de exigir géneros y
mercancías ilegalmente, así como de revelar secretos de confesión públicamen-
te. En cambio, fue absuelto de no confesar en cuaresma, de amenazarlos con
Cada parroquia era un proyecto por sí mismo, con avances y retrocesos debi-
do a la combinación de varios factores. Uno de ellos, y no el menos importante,
fue la interacción cura-fieles, que es el que ha interesado analizar aquí. Por su-
puesto, las autoridades podían usar la coacción, pero siempre se corría el riesgo
de ocasionar reacciones inesperadas de la feligresía. De ahí que, comúnmente, los
curas buscaran una relación más amigable. El factor político es fundamental para
entender la vida parroquial en los pueblos de indios de principios del siglo XVII,
cuando hubo importantes reacomodos en ellos. Uno de estos, y no el menor, fue
el reforzamiento de los cabildos de indios luego de las congregaciones. Los indios
de república se reafirmaron como los máximos representantes de sus pueblos para
resolver conflictos, echando mano de aquellos recursos que el régimen hispánico
ponía a su alcance, como la petición de justicia en los tribunales eclesiásticos.
El conflicto de Oapan muestra que las relaciones políticas fueron cruciales
pues todo precepto canónico, orden de la mitra, disposición de la Corona o man-
dato de los curas, para cumplirse, debía contar con una buena disposición de los
fieles. En esa parroquia, el elemento político acabó pesando más que el religioso
o el corporativo. En el conflicto, salió a relucir la defensa de las jerarquías, fuertes
prejuicios sobre la condición de los indios y todo un conjunto de formas de insulto
y humillación públicas usadas en la época.
Aunque la población de Oapan tenía pocos años de constituir una parroquia
independiente cuando inició el enfrentamiento con el cura Gudiño, algunas déca-
das antes había iniciado su proceso de conversión religiosa. Esto significa que los
indios ya estaban familiarizados con ciertas rutinas parroquiales cuando Gudiño
arribó a su beneficio. Los fieles y el cabildo indígena acordaron con el clérigo un
régimen de obvenciones y servicios personales conveniente para ambas partes.
Sin embargo, todo indica que las relaciones contractuales entre el beneficiado
y los indios de Oapan guardaban un frágil equilibrio, resultado de convenios de
organización, compromiso parroquial y pago de obvenciones negociados cuida-
dosamente. Cualquier cambio o imposición unilateral podría derivar en enojos,
reclamos y escalar hasta un sonado pleito en los juzgados eclesiásticos.
Francisco Gudiño entendió su título como sinónimo de una amplia autoridad
para imponer sus mandatos, que consideraba superior a la detentada por la re-
pública de indios. Esa concepción puede explicar por qué cuando dejó de recibir
el salario del encomendero, lejos de negociar amigablemente una compensación
con los fieles, decidió unilateralmente aumentar obvenciones y servicios perso-
nales. Esta decisión fue el inicio del gran conflicto. La inconformidad y el enojo de
los indios escaló a una tensión cada vez más fuerte que el cura no supo o no quiso
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doi.org/10.36901/allpanchis.v48i88.1325.
DOI: 10.22380/20274688.2363
Recibido: 1 de febrero del 2022 • Aprobado: 25 de abril del 2022
Luciana Fernández2
CIS – Conicet / IDES, Buenos Aires, Argentina
[email protected] • https://orcid.org/0000-0002-4334-6955
Resumen
En este artículo se indaga sobre la frontera oriental de Mendoza en el siglo XVIII. Se par-
te de la hipótesis de que el espacio fronterizo bajo jurisdicción de esa ciudad se exten-
dió hacia el sur, con lo cual se implicó una porción de la llamada gran frontera sur, pero
también hacia el este, en las cercanías del río Tunuyán, y llegó a la delimitación natural
brindada por el río Desaguadero; además, que las autoridades coloniales estuvieron
alerta ante inminentes ataques desde aquel punto y, en pro de mantener controlados
a los grupos indígenas insumisos, idearon e implementaron diversas medidas como
la instalación de reducciones y fortificaciones defensivas. Se analiza la posta de Coro-
corto y se da cuenta de sus particularidades dentro de esa frontera oriental, así como
su intervención en la política fronteriza. Para ello, se utiliza bibliografía específica,
1 Esta investigación fue realizada en el marco del PICT 2017-0662, denominado “Construcción de iden-
tidades, mestizajes culturales y estrategias políticas en las fronteras coloniales del sur de América”,
financiado por la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y
la Innovación (Agencia I+D+i). Agradezco a los evaluadores externos por su lectura, comentarios
y sugerencias enriquecedoras.
2 Profesora en Historia por la Universidad Nacional de Luján (Buenos Aires, Argentina); doctoranda de
Antropología de la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argenti-
na) y en la actualidad becaria de nivel inicial de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación,
el Desarrollo Tecnológico y la Innovación. Ha participado en varios proyectos de investigación de la
Universidad Nacional de Luján y es miembro de Periplos de la Frontera (CIS-IDES/Conicet) y del Pro-
grama de Estudios Históricos y Antropológicos Americanos (Proehaa, Universidad Nacional de Luján).
Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 189-209 189
La frontera oriental de Mendoza en el siglo XVIII
Abstract
In this article, we will investigate the eastern frontier of Mendoza in the eighteenth
century. We begin with the hypothesis that the frontier space under the jurisdiction of
that city extended towards the south, involving a portion of the so-called gran frontera
sur, but also towards the east, in the surroundings of Tunuyan River and reaching the
natural boundary given by Desaguadero River; in addition, those colonial authorities
were alert about imminent attacks from that spot and in the pursuit of maintaining the
unsubordinated indigenous groups controlled, they devised and implemented diverse
measures such as the installation of reductions and defensive fortifications. We will
analyze Corocorto’s post and we will give account of its particularities in the eastern
frontier as well as its intervention in the frontier policy. To that end, we will use specific
bibliography; unpublished documentary sources housed in the Archivo Histórico de la
Provincia de Mendoza and sources available on the Family Search website.
Keywords: Mendoza, eastern frontier, indigenous people, Corocorto.
Introducción
Hacia el siglo XVI, la Gobernación del Tucumán y la Capitanía General de Chile (de-
nominada por ese entonces reino de Chile), se disputaron la región de Cuyo por
el derecho de apropiarse de grupos nativos (denominados huarpe3) en calidad de
encomiendas sin residencia. La Corona dirimió el conflicto a favor de la Capitanía
y dictaminó que Cuyo sería su corregimiento, aunque esto no evitó que Córdoba
continuase extrayendo indígenas de esa jurisdicción (Gascón, Periferias). Así, desde
la ciudad de Santiago se emprendió el proceso de fundación de ciudades hacia el
este de la cordillera de los Andes, de esta manera quedaron establecidas Mendoza
(1561), San Juan (1562) y San Luis (1594).
Como indica Michieli (La fundación de villas 22), las dos primeras fueron funda-
das “por la imperiosa necesidad de mano de obra indígena que tenían los habitan-
tes de las ciudades chilenas de Santiago y La Serena para seguir subsistiendo”, en
tanto que la fundación de San Luis se debió al interés de comunicar a Chile con el
3 Se trata de grupos con estructura tribal asentados en las áreas más favorables de Cuyo, los cuales ha-
cia el siglo XV controlaron tres sistemas ecológicos: el complejo lagunar, la precordillera de los Andes
y el piedemonte (véase Prieto, “Formación”; Escolar, “Jueces”; Escolar, Los dones).
4 Esta comprendía las jurisdicciones de Mendoza, San Juan, San Luis y La Rioja y tenía como capital a
la ciudad de Córdoba.
5 Este enfoque se corresponde con el implementado por investigadores como Villalobos, Bechis, Man-
drini, Mayo y Latrubesse, Pinto, Crivelli, Michieli (La fundación de las ciudades; La fundación de villas),
Prieto (“La frontera meridional”; “Formación”), Roulet (Huincas), Nacuzzi y Néspolo, entre otros, quie-
nes evidenciaron la complejidad de los espacios fronterizos y, sobre todo, de las relaciones interét-
nicas que allí tuvieron lugar, de modo que se opusieron a la concepción tradicional de entender a la
frontera como límite o separación por medio de un frente militar de dos espacios y sociedades, tal
como indica Quijada.
6 Concepto propuesto por Foerster y Vergara para analizar las relaciones entre indígenas y criollos, ya
que la noción de relaciones fronterizas supone la existencia física de una frontera e implica la incor-
poración progresiva de los indígenas a la sociedad hispano-criolla.
7 Muy recientemente Escolar (“Tierras indígenas”) se refirió a las estrategias implementadas por los in-
dígenas asentados en Corocorto y las lagunas de Guanacache para obtener y mantener su liderazgo
y acceso a la tierra.
8 Este es un aporte de las autoras Tamagnini y Pérez, quienes a partir de la propuesta pionera de Be-
chis de analizar las relaciones interétnicas desde un enfoque de totalidad y contemplando el área pa-
naraucana, sumaron la Banda Oriental al análisis. De tal modo, cuando mencionan la gran frontera
sur están refiriéndose a la extensa línea militar entre el río Biobío en Chile al Yí en Uruguay, pasando
Durante el periodo colonial temprano, las ciudades de Cuyo 9 —Mendoza, San Luis
y San Juan— fueron áreas marginales dentro del reino de Chile (Prieto, “Forma-
ción”; Gascón, Periferias). Sin embargo, a fines del siglo XVI, la ciudad de Mendoza
se articuló a la frontera de Arauco10 y consecuentemente al espacio imperial por
medio del aprovisionamiento de recursos materiales (ganado vacuno, caballar,
cobre, trigo y vino, entre otros) y humanos (extracción de indígenas huarpes me-
diante las encomiendas sin residencia) a través de la ruta que conectaba Buenos
Aires con Santiago de Chile vía San Luis (Gascón, Periferias).
Entonces, a pesar de que la colonia periférica de Mendoza no estaba ubicada
en la frontera estrictamente geográfica y militar, devino en una frontera interétnica
—a fines del siglo XVIII— por el río Salado bonaerense, el sur de Córdoba, y las ciudades de San Luis
y Mendoza.
9 Véase el análisis de Semadeni sobre las particularidades de Cuyo como espacio social integrado y el
proceso de diferenciación de las ciudades.
10 Tras la exitosa campaña del inglés Francis Drake en el estrecho de Magallanes y la rebelión arauca-
na, la Corona debió modificar su estrategia defensiva en el mar del Sur y militarizar la frontera a la
altura del río Biobío. De este modo, la Araucanía se incorporó al espacio imperial y cobró relevancia
dentro del esquema defensivo continental, particularmente en lo relativo a la defensa del Virreinato
del Perú y el frente del océano Pacífico (Gascón, Periferias).
[…] cuias novedades [la de los ataques indígenas] nunca llegan á saberse tan
pronto ni tan bien en aquellas [las fronteras de Buenos Aires y de Chile] como en
este punto, ni ninguna otra Frontera puede producir los necesarios fines de cubrir
a las demas con todo el giro del comercio de Chile á Buenos Aires tan bien como
esta [la de Mendoza], por su local situacion para adquirir noticias de las dhas na-
ciones [pehuenches, huilliches, ranquelches y pampas], por lo que ella misma le
facilita para trasladarlos á las otras á fin de que las halle el enemigo apercibidas.
(AHPM, EC, SGI, C30, doc. 44, 19 de julio de 1798)
parte netamente urbana sino también sus alrededores, que pueden llegar a impli-
car cientos de kilómetros a la redonda. En relación con ese planteo, consideramos
que las delimitaciones detalladas en el acta fundacional se corresponden con una
formulación ideal, a la que seguirían medidas puntuales para avanzar y ampliar el
espacio bajo jurisdicción de la ciudad, para alcanzar esos puntos preestablecidos.
Con respecto al límite norte, tal como afirma Palacios, este puede indicar que
la Corona preveía un futuro avance con la fundación de la ciudad de San Juan, cuyo
límite sur llegaría —a su vez— hasta el valle de Guanacache. Esto último puede ser
corroborado si se repara en el acta fundacional de la ciudad de San Juan de la Fron-
tera: “á la cual doy por término y jurisdicción […] hácia la banda del sur hasta el
valle de Guanacache” (Zinny 120). A pesar de ello, tal como comprueba Michieli (La
fundación de villas), las lagunas de Guanacache fueron conjuntamente explotadas
por San Juan y Mendoza.
En cuanto al sur, si bien desde la fundación de la ciudad —y hasta 1660/1668
aproximadamente— entre el río Tunuyán y el Diamante hubo ocupación hispa-
no-criolla efectiva, en los años siguientes se produjeron algunos retrocesos, por lo
que se puede establecer que esa delimitación recién se afianzó con la instalación
del fuerte de San Carlos en 1770 y más claramente con el de San Rafael en 1805.
Sobre el límite este, Levillier (citado en Palacios) sostiene que el cerro junto a la
tierra de Cayo Canta se correspondería con la actual sierra del Gigante en la provin-
cia de San Luis (305). Por su parte, Palacios aporta que la referencia a este límite se
toma dado que se preveía “la fundación de la ciudad de Benavente, cuyo término
oeste llegaría hasta las actuales sierras occidentales de San Luis” (305). Esa ciudad
nunca se fundó, aunque sí se estableció San Luis, cuyo “término oeste [llegó] hasta
el río Desaguadero (adyacente a las sierras occidentales de San Luis)” (305).
No obstante, los límites continuaron generando disputas, por ejemplo, en
torno a la sujeción de los indígenas que habitaban la depresión central que corre
en paralelo al río Desaguadero, hacia el este de dicho cuerpo de agua (Palacios
1031). Así, para dirimir los desacuerdos entre Mendoza y San Luis y los reclamos
de los vecinos y encomenderos puntanos, el 5 de septiembre de 1603, desde San-
tiago de Chile, el gobernador Alonso de Rivera resolvió que el límite oeste de la
ciudad de San Luis sería hasta el río Desaguadero (coincidiendo con lo establecido
en el acta fundacional de la ciudad). A pesar de ello, consideramos que a Mendoza
continuaron incumbiéndole cuestiones acontecidas más allá del Desaguadero y
vinculadas con los pueblos indígenas —sometidos o insumisos—, aunque ello ex-
cediera sus límites jurisdiccionales declarados. Como consecuencia de ello, las au-
toridades mendocinas debieron diagramar diferentes estrategias para colaborar
con San Luis y al mismo tiempo evitar ser afectadas en demasía e incurrir en gas-
tos excesivos o ser foco de ataques indígenas. Este punto se trata más adelante.
En torno a las ciudades hispanas se crearon redes de villas y pueblos que concen-
traron organizadamente a los pobladores y permitieron afianzar el control de la
ciudad sobre los territorios circundantes. En relación con ello, este apartado se
enfoca en el acontecer histórico de la posta de Corocorto.
En su afán por dominar a la población indígena que se mantenía insumisa al
poder español, la Corona implementó múltiples estrategias: construcción de fuer-
tes, reducción y catequización indígena, tratados de paz y vinculación con grupos
nativos en calidad de indios amigos (Nacuzzi). A pesar de su localización periférica
con respecto a la ciudad de Mendoza, Corocorto fue contemplado por las autori-
dades coloniales como lugar propicio para implementar algunas de esas estrate-
gias, entre ellas: instalar allí una reducción, construir una fortificación defensiva y
mantener una guarnición miliciana. En relación con ello, se parte de la considera-
ción de que Corocorto da cuenta del modo en que se dio el avance colonizador de
los hispanocriollos hacia el este de la ciudad.
El paraje de Corocorto tenía una relevancia destacada en la época colonial,
tanto por sus recursos naturales (contaba con tierra fértil y madera) como por ser
paso obligado y posta11 estratégica en el camino real —de la Travesía o del Medio—
que unía el océano Atlántico con el Pacífico, pasando por las ciudades de Buenos
Aires, Córdoba, San Luis y Mendoza para luego cruzar la cordillera de los Andes,
adentrarse en Chile y desde allí dirigirse al Perú (Prieto et al.). En el camino de carre-
tas desde Mendoza hasta el litoral rioplatense, a la altura de Corocorto “se abrían
dos rutas, una hacia las lagunas, al norte, y otra hacia el este, que atravesaba el río
Desaguadero y se dirigía a San Luis y desde allí a Buenos Aires” (Sanjurjo 243). Se
esperaba que esta posta protegiese a los comerciantes que se dirigían a Buenos
Aires con sus vinos y aguardientes, entre otros productos regionales.
Por otra parte, fue tierra de encomiendas12 . Durante su etapa colonial tem-
prana Cuyo sirvió de proveedora de mano de obra indígena huarpe al reino de
11 La posta es un lugar de relevo de la caballada en las rutas de tránsito que se erige como esencial para
el sistema de comunicación de la época colonial (Bosé).
12 Para más detalle sobre el desarrollo de las encomiendas en Cuyo, véase Prieto (“Formación”) y Palacios.
Chile y muchos de sus habitantes nativos fueron repartidos entre los vecinos del
otro lado de la cordillera. A pesar de que tras la fundación de las ciudades cuya-
nas se instaló el régimen de encomiendas allí, los vecinos de Santiago siguieron
extrayendo huarpes. Entre 1610 y 1670 se incrementó notablemente la demanda
de mano de obra indígena desde y hacia Chile, lo cual devino en una marcada dis-
minución de la población nativa13 que afectó a los encomenderos de ambos lados
de los Andes. Debido a ello extendieron su radio de interés y acción hacia el norte
y el este de la ciudad de Mendoza, hacia el complejo lagunar y el río Desaguadero
(entre ellos, el paraje de Corocorto), e incorporaron a nuevos grupos indígenas
(Prieto, “Formación”)14 .
Así, Corocorto quedó incluida en el sector en el que funcionaba una franja
de amortiguación que, como indica Prieto (“La frontera”; “Formación”), estaba
conformada por algunas tolderías de indios amigos puelches chiquillanes15 y se
ubicaba entre el río Tunuyán y el Diamante, y de oeste a este, entre los valles inter-
cordilleranos y el río Desaguadero.
Hacia mediados del siglo XVIII, enmarcada en el afán de las autoridades vi-
rreinales por llevar a cabo una colonización planificada y racional del territorio,
cobró relevancia la Junta de Poblaciones de Santiago16 . Esta asumió la labor de
instalar pueblos de indios en Cuyo para reducir a los indígenas que se encontraban
dispersos. Mediante la implementación de este dispositivo de control se pretendía
garantizar la sedentarización de esos individuos, sondear sus movimientos, así
como limitar su circulación, asegurar su productividad, además de frenar los ata-
ques de indígenas enemigos y someter a la población concentrada en un mismo
13 Sobre la narrativa de la extinción huarpe y las contrapruebas a ello, véase Escolar (“Jueces”; Los dones).
14 En 1658 el gobernador de Chile, don Pedro Porter Casanate, otorgó a Antonio Moyano Cornejo y Agui-
lar la encomienda de Corocorto con el cacique Juan y 34 indios y el cacique Bartolomé con nueve in-
dios (Espejo 200-201). Tras el fallecimiento de Antonio, la encomienda fue dada a Melchor Moyano. En
1663, luego del fallecimiento de Antonio de Gelves de Castañeda, el canónigo Pedro Moyano Cornejo
solicitó —y consiguió— para su hermano el maestre de campo don Juan Moyano Aguilar los indios de
Castañeda en Corocorto que constaban de seis individuos, entre ellos, cinco tributarios. Tras la muerte
del Maestre en 1679, le fue otorgada la encomienda a su hijo, Antonio Moyano Flores (Espejo 225).
15 Prieto (“La frontera”) los caracteriza como pequeñas bandas de cazadores nómades con varios li-
najes (morcollames, oscollames, chiquillanes y goicos) que habitaron a ambos lados de los Andes y
sobre la vertiente oriental en las lagunas de Guanacache, el río Diamante y las planicies hasta el río
Chadileuvu.
16 Organismo creado en 1709 para reorganizar la población y reordenar el territorio mediante la funda-
ción de nuevos centros poblacionales en las zonas más favorables y habitadas (Michieli, La fundación
de villas; Katzer).
17 Para más información sobre la labor cristianizadora en las zonas del valle de Uco, Las Lagunas y
Corocorto, así como el proceso de creación de doctrinas, véase Acevedo y Pérez Stocco.
18 Para un análisis pormenorizado de Las Lagunas, véanse los estudios de Sanjurjo, Michieli (La funda-
ción de villas) y Escolar (“Jueces”; “Tierras indígenas”).
19 Unidad territorial y poblacional en la que se agrupaba coercitivamente en un mismo emplazamiento
a la dispersa población indígena (Michieli, La fundación de villas; González). Farberman y Boixadós
lo caracterizan por la presencia de algún tipo de estructura urbana organizada en torno a la capilla;
una comunidad de creyentes que participaban de los oficios, religiosos así como tierras inalienables,
autoridades políticas y la identificación étnica. Por su parte, Kazter señala que tenía un superinten-
dente —gobernante español— y estaba a cargo de un alcalde de indios.
[…] el Cortto numero que guarneze el fuerte de San Carlos, no puede servir para
que contrarestte la fuerza de los Barbaros, sino solo para dar aviso al Correjidor a
fin de que se congreguen las Milicias, y salgan al oposito tema practicadas algunas
diligencias. (AHPM, EC, CCM, C40, doc. 123, 3 de julio de 1773)
en sus Chacaras este Vasto Vecindario, espreciso esperar en el Fuerte tres ó quatro
dias, quando menos, aquese junte la Gente, pues dela Plaza apenas salen dos ó tres
cientos hombres al tiro del Cañon”. Asimismo, menciona que generalmente con-
seguía solo seiscientos hombres entre la ciudad y la campaña, lo que se evidencia
como insuficiente (AHPM, EC, CCVA, C54, doc. 25, 3 de julio de 1784).
En segundo término, Corocorto fue foco de extracción de familias para ser en-
viadas a San Carlos. Hacia fines del siglo XVIII, dada la falta de población por la
insuficiencia de recursos para subsistir y una seguidilla de ataques indígenas, se
emprendió el repoblamiento de la villa de San Carlos mediante el traslado forza-
do de familias que se encontraban dispersas por el valle de Uco y familias huarpes
desde las lagunas de Guanacache (AHPM, El fuerte 34 y 35). Se ha podido constatar
que ese también fue el caso de Francisco Porollan, habitante de Corocorto, quien
aparece en las listas de la Compañía de Corocorto en 177936 y 178537, y en la del fuer-
te de San Carlos en junio de 179738 . Una fuente de Family Search39 detalla que en
1807 falleció y que era “indio, natural de Corocorto; casado segun orden de nues-
troa Santa Madre la iglesia con Clemencia Bustos, india, tambien de Corocorto, fun-
dadores desta dha Villa de San Carlos”40. Por otra parte, se han encontrado otros
indicios sobre el traslado de hombres desde el poblado —y la compañía— de Coro-
corto hacia la villa de San Carlos, que pasaron a engrosar la guarnición del fuerte.
Por ejemplo, Diego y Juan Miguel Domínguez figuran como soldados en el parte de
Corocorto de 1791, y junto a sus nombres el comentario: “En el fuerte” (AHPM, EC,
SM, LMM, C74, doc. 38, 24 de diciembre de 1791). Se infiere que se hace referencia
al fuerte de San Carlos, dado que es el único emplazamiento defensivo en pie den-
tro de la jurisdicción de la ciudad de Mendoza para la época. Tras entrecruzar las
revistas del fuerte de San Carlos, se advierte que ambos hombres se encuentran
presentes en las de noviembre y diciembre de 179541, mayo de 179742 y, en el caso de
Juan Miguel durante todo el año de 180443. De este modo, se contradice la afirmación
de que la guarnición de San Carlos fue apoyada solo por los milicianos de la Com-
pañía del Valle de Uco y de las milicias urbanas de la villa (AHPM, El fuerte 34 y 35),
y se puede observar el auxilio brindado por otras alejadas del fuerte y pertenecien-
tes a la periferia de la ciudad, entre ellas la de Corocorto44.
Por último, Corocorto fue contemplado como posible emplazamiento para
“moldear” a indígenas insumisos y civilizarlos. Hacia marzo de 1798, en el marco
de un pedido de reducción por parte de caciques pampas infieles de la jurisdic-
ción de San Luis 45 —Juan Gregorio Olguin y Nicolas Yturrilla junto a otras quince
familias—, el comandante Amigorena manifestó que, dado que eran individuos
tendientes al ocio, la inacción, el robo, la rapiña y los vicios, esos comportamien-
tos solo podían ser desterrados por medio de la continua opresión y el castigo, de
forma que proponía forzarlos a reducirse, pero aclaraba que no seguiría las formas
implementadas previamente en Mendoza46 (AHPM, EC, CEM, C49, doc. 40, 3 de abril
de 1798). Consideramos que desestimaba hacerlo de ese modo ya que las parcia-
lidades mantuvieron su patrón de asentamiento tradicional en toldos, lo cual les
posibilitó relocalizar sus tolderías en caso de precisarlo, y así ocurrió con algu-
nos caciques que reinstalaron sus toldos en su emplazamiento original lejos de
la fortificación colonial. Entonces, en esta nueva coyuntura que implicaba a estos
grupos insumisos, se quería evitar que ello volviera a ocurrir, y consideraba que la
situación “requiere un establecimiento que há de conservarse con la más posible
seguridad y combeniencia de los naturales” (AHPM, EC, CEM, C49, doc. 40, 3 de
43 AHPM, EC, SM, LMM, C74, doc. 51, de enero a diciembre de 1804.
44 Excede a los objetivos de este artículo el hacer un análisis pormenorizado con respecto a la confor-
mación de la guarnición de San Carlos.
45 Si bien en la jurisdicción de San Luis existían dos fuertes (El Chañar y el Bebedero), en este contex-
to se encontraban en ruinas, por lo que el territorio quedaba desprotegido. En relación con ello,
concebimos que Mendoza estuvo al tanto e intervino activamente en lo ocurrido a un lado y al otro
del Desaguadero porque la presencia de grupos nativos no sometidos en las márgenes este del
Desaguadero era un riesgo para los mismos emplazamientos hispano-criollos al oeste de dicho río
y dependientes de Mendoza. Por otra parte, porque como explica Semadeni, San Juan y San Luis
debieron remitirse a Mendoza por ser sede del comandante de armas y frontera, quien centralizaba
todas las decisiones concernientes a temas fronterizos y distribuía información, recursos humanos y
materiales.
46 Se refiere a la reducción de algunas tolderías de puelches chiquillanes y pampas en el valle de Jaurúa
para que contuviesen los ataques de indígenas enemigos de sus aliados hispano-criollos en la pri-
mera mitad del siglo XVIII, así como la reducción de algunos caciques pehuenches de Malargüe e
indios pampas en las cercanías del fuerte y la villa de San Carlos hacia la década de 1780.
abril de 1798). Por ello, mandó a pedir información sobre la forma de estableci-
miento de las reducciones en la frontera de Santa Fe47 y propuso que la reducción
fuera instalada en la villa de San Carlos o en la de Corocorto. En este último caso:
[…] (tanto tiempo hace premeditada) recogiendo todos aquellos naturales á vivir
con menos libertad y más probecho; pero allí tendrá mucho mas costo, por care-
cer del que ya está echo en San Carlos, más siempre combendría establecer allí
otra reducción, como se pensó muchos años hace por el Gobierno de Santiago de
Chile. (AHPM, EC, SGI, C30, doc. 44, 19 de julio de 1798)
Consideraciones finales
47 Inferimos que se refiere a las reducciones de San Javier de mocovíes (fundada en 1743) y San Jeróni-
mo de abipones (en 1747). Sobre ambas, véase Lucaioli.
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DOI: 10.22380/20274688.2369
Recibido: 16 de febrero del 2022 • Aprobado: 5 de julio del 2022
Resumen
El presente artículo analiza una supuesta “peste” que tuvo lugar en Cartagena en
1696, a partir de un expediente que da cuenta del suceso y la conmoción que causó
en ese puerto y en la capital del virreinato. Si bien no existe consenso sobre el tipo
de enfermedad y el impacto mortal que tuvo en la sociedad cartagenera, este trabajo
indaga acerca de varias posibilidades y se presenta como una incipiente veta de aná-
lisis para futuras investigaciones. En este sentido, el trabajo plantea aportes sobre el
estudio de las epidemias en el virreinato de la Nueva Granada, específicamente en
Cartagena de Indias, algunas de las cuales no se encuentran bien documentadas o
estudiadas por la historiografía. Asimismo, por medio de los testimonios de la época,
se intenta adentrarse en el rol que desempeñaban el rumor y el miedo en estas situa-
ciones, a la vez que se rastrean las rutas de contagio entre Cartagena y Santafé.
Palabras clave: peste, epidemia, rumor, Cartagena, Santafé
Abstract
This article analyzes a supposed “infestation” that took place in Cartagena in 1696,
based on a file that describes the event and the commotion that it caused in that port
and in the capital of the viceroyalty. Although there is no consensus on the type of
disease and the fatal impact that it had on Cartagena’s society, this paper investigates
some possibilities and presents an incipient vein of analysis for future research. In
this sense, this work raises contributions to the study of epidemics in the viceroyal-
ty of New Granada, specifically in Cartagena de Indias, some of which are not well
1 Licenciada en Historia por la Universidad Central de Venezuela, maestra en Historia de América del
Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en la
actualidad cursa estudios de doctorado en Historia en el Colegio de México. Ha desarrollado diversas
investigaciones dedicadas al periodo colonial, entre las que destaca el estudio de la Inquisición.
Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 211-236 211
¿Rumor o verdad? La “peste” en Cartagena de Indias en 1696
A modo introductorio
Por otra parte, los conceptos de rumor y miedo se toman de la obra de Jean
Delumeau, El miedo en Occidente. El primero, según este,
puede adoptar el aspecto de una alegría irracional y de una esperanza loca […].
Pero la mayoría de las veces se convierte en espera de una desgracia. [...]. El rumor
aparece entonces como la confesión y la explicitación de una angustia generali-
zada y, al mismo tiempo, como el primer estadio del proceso de liberación que
provisionalmente va a liberar a la multitud de su miedo. Es identificación de una
amenaza y clarificación de una situación que se ha vuelto insoportable. (213-214)
Mientras que,
Ahora bien, para el autor, dentro de los miedos que perturban la tranquilidad
de los humanos se puede mencionar el miedo a las epidemias: “Sobre el telón de
fondo constituido por los miedos cotidianos [...] se destacaban, con intervalos más
o menos próximos, episodios de pánico colectivo, especialmente cuando una epi-
demia se abatía sobre una ciudad o una región” (119).
El presente artículo, teniendo esto en consideración, se basa en un documento
localizado en el Archivo General de la Nación (AGN), cuya descripción nos permi-
tirá acercarnos a las maneras en las que circulaban las noticias sobre fenómenos
de gran impacto como eran las enfermedades, las medidas que se tomaban en la
Nueva Granada ante ciertos brotes epidémicos o endémicos y las distintas versio-
nes que se podían dar sobre un mismo tema. Asimismo, es importante destacar
que tratamos de abordar y responder cuestiones como las siguientes: ¿de qué se
trató la “peste” de 1696, es decir, fue un rumor o realmente consistió en una en-
fermedad endémica o epidémica?, ¿qué causaba este tipo de noticias en los habi-
tantes de esa sociedad?, ¿cómo actuaron la sociedad y las autoridades ante ella?
Esta tarea no necesariamente es exitosa, pues existen diversos vacíos tanto en el
documento como en la historiografía, los cuales se ven favorecidos por la falta de
una revisión exhaustiva en los archivos locales cartageneros sobre las defuncio-
nes o cambios demográficos en ese año.
el tránsito del siglo XVIII al XIX”. Ese mismo año, Sandra Marcela Durán presentó
la tesis de magíster “Las epidemias en Nueva Granada: castigo de Dios y conjuras
de los santos 1782-1850. Una aproximación al imaginario religioso”. Finalmente,
César Aguirre en el año 2016, también desde una perspectiva de lo social, se in-
teresó por las dos epidemias de viruelas que afectaron a Santafé en 1782 y 1802.
Resulta interesante el hecho de que otras epidemias importantes, como las de
tabardillo o tifo, no se hayan analizado lo suficiente. Sabemos que en una obra
de Andrés Soriano Lleras2 se describe la que tuvo lugar entre 1630 y 1633 en San-
tafé y que se extendió a otras regiones como Cartagena. Esta fue denominada lo-
calmente como peste de Santos Gil, nombre del procurador de causas de la Real
Hacienda, a favor de quien testaron muchas personas afectadas en vista de que no
tenían herederos (Peña 39). Sin embargo, no hay investigaciones recientes.
En el caso de Cartagena, un trabajo pionero en cuanto a los discursos médicos
en el siglo XVII parece ser el publicado por Jairo Solano Alonso en 1998, intitulado
Salud, cultura y sociedad en Cartagena de Indias siglos XVI y XVII. Asimismo, el autor
publicó en el 2007 el artículo “Juan Méndez Nieto y Pedro López de León: el arte de
curar en la Cartagena del siglo XVII”. Otra investigación publicada en el año 2007 es
la de Camilo Díaz Pardo, “Las epidemias en la Cartagena de Indias del siglo XVI-XVII:
una aproximación a los discursos de la salud y el impacto de las epidemias y los
matices ideológicos subyacentes en la sociedad colonial”, en la que el autor hace un
recuento de las epidemias que sufrió Cartagena entre 1525 y 1804. Un trabajo que
también se puede mencionar es el de Moisés Munive, del 2004, “Por el buen orden:
el diario vivir en Cartagena y Mompox colonial”, que hasta el momento es el único
artículo que menciona la peste de 1696, aunque sin ahondar en detalles.
Por otra parte, es preciso mencionar los análisis del médico Emilio Quevedo,
quien en diversas oportunidades ha escrito sobre la historia de la medicina en Co-
lombia3. Por cuestiones de espacio e interés, en este escrito solo se hace referen-
cia a su artículo “El modelo higienista en el ‘Nuevo Reino de Granada’ durante los
siglos XVI y XVII”, en el cual se explora la idea del surgimiento del protomedicato
del virreinato y se mencionan las medidas higiénicas tomadas por las autoridades
locales de la Nueva Granada en tiempos de epidemias. Igualmente, estas prácticas
se vinculan con las implementadas en Europa en tiempos de crisis sanitaria.
2 Esta obra aparece citada en diversos estudios tanto para Santafé como para Cartagena (Soriano).
3 Otros de los trabajos de Emilio Quevedo son: “Los tiempos del cólera”, “Cuando la higiene se volvió
pública”, y una obra monumental de cinco volúmenes titulada La historia de la medicina en Colombia,
cuyos dos primeros volúmenes están dedicados al periodo del Virreinato y una parte de la República.
El siglo XVII fue de gran importancia para Cartagena de Indias, fundada en 1533.
Esto, según Calvo y Meisel (“Prólogo”), se debió al hecho de que durante dicha cen-
turia la ciudad afirmó su papel de puerto comercial activo y opulento, de protec-
tora de Panamá, Perú y Nueva Granada, a la vez que experimentó un crecimiento
de población, de fortalezas militares y se estableció como base principal para las
flotas comerciales y de guerras que transitaban entre el Caribe y España (10).
Ahora bien, en cuanto a la población que se encontraba asentada allí, se tiene
información de un censo de 1661, según el cual había 7 354 habitantes, de los que
3 686 eran blancos, es decir, el 50,12 %, en tanto que 3 668 eran negros y mulatos,
lo que corresponde al 49,87 % de la población —de estos, 1 667 fueron califica-
dos como esclavos—. Resulta interesante que en este censo no se mencionara a
la población indígena (Ruiz 357)4. Otros autores señalan que en 1687 había 1 952
esclavos en la ciudad de Cartagena, mientras que la población indígena disminuyó
de 3 191 en 1610 a 2 258 en 1675 (Garrido 457-458).
Algunos investigadores han establecido que a mediados del siglo XVII Carta-
gena había experimentado un retroceso demográfico. Un factor esencial para ex-
plicar esto fueron las epidemias. Según Vidal, Cartagena fue sinónimo de “vómito
negro”, ya que nunca fue una ciudad salubre, pero durante el siglo XVII las epide-
mias impactaron gravemente la ciudad, diezmando a gran parte de su población,
tanto blanca como negra e india. La lepra, al parecer, fue endémica. Las langostas
devoraron sembradíos de maíz, por lo cual “un cierto halo de leyenda sobre lo que
en Cartagena esperaba a los viajeros, lugar de cita de la riqueza y la muerte, se ex-
tendió por toda América Colonial y aun por muchos puertos europeos” (104-105).
Como se ha señalado en acápites precedentes, la condición portuaria de Car-
tagena propiciaba el tránsito de muchas personas, así como la introducción de di-
versas enfermedades ajenas a estos ámbitos americanos5. Por tal motivo, desde
su fundación se implementaron medidas que buscaban frenar posibles brotes epi-
démicos y mantener un control sanitario, entre las cuales se puede mencionar la
construcción de tres hospitales: el de San Sebastián, que atendía a enfermos con
dolores y bubas; el del Espíritu Santo, para incurables, enfermos crónicos y convale-
cientes; y el de San Lázaro, para leprosos y llagados (Romero 25). No obstante, esto
no fue suficiente para frenar los estragos de las epidemias en Cartagena, ya que:
4 El autor destaca que probablemente hubo más población esclava que no fue incluida en el conteo.
También indica que en un censo posterior, de 1799, solo se registraron 88 indios, pero no explica los
motivos de su baja densidad demográfica.
5 La catástrofe demográfica postulada por la escuela de Berkeley, según la cual entre 1519 y 1625 la
población de México central perdió 25 millones de habitantes a causa de las enfermedades infecto-
contagiosas que trajeron los conquistadores y colonizadores europeos, también ha sido empleada
para explicar otras realidades latinoamericanas. Sobre esta teoría existen interesantes discusiones
(véase Rabell 18-35; Livi 31-48; Sánchez 9-18).
para hacer un viaje que traería al Nuevo Mundo los horrores que habían causado
en el Viejo. (Díaz 11)
A ello habría que agregar las condiciones ambientales de la ciudad, pues Car-
tagena tenía un clima húmedo y cálido, con muchos vientos, tempestades, agua-
ceros y polvaredas que inundaban las casas con un agua insalubre. Todo esto
amenazaba la salud de los habitantes, quienes estaban expuestos a picaduras de
mosquitos, fiebres, disentería y epidemias (Garrido 488). Un ejemplo de la intro-
ducción y expansión de enfermedades lo constituye la supuesta y temida “peste”
que azotó a Cartagena en 1696 y que causó gran alarma incluso en la capital del
virreinato, Santafé.
Es importante destacar que todavía a finales del siglo XVIII, cuando se empezó
a implementar una serie de cambios en las ciudades vinculados a las reformas
borbónicas y que apelaban a las ideas de orden y limpieza, varias disposiciones
mostraban inquietud por la suciedad en la ciudad, la cual producía fetidez y daño
a la salud pública. Incluso el 18 de abril de 1790 el rey, mediante una real cédula,
ordenó la limpieza, el empedramiento y el mantenimiento de calles, conventos y
obras pías de la ciudad. Un aspecto importante de esta deficiente higiene fue la
falta de recursos públicos que afectó la inversión para su saneamiento, aun cuan-
do Cartagena era un enclave mercantil de gran relevancia. La respuesta a esto se
encuentra justamente en su función de plaza fuerte del reino, lo que implicó que
las grandes cantidades de dinero que llegaban al puerto se emplearan en gastos
militares y muy poco en gasto civil (Alzate 89-90).
De hecho, estas condiciones todavía seguían siendo comunes a inicios del
siglo XX con la aparente llegada de la peste bubónica, pues según señalaban
algunos medios “Cartagena era una ciudad desaseada donde las basuras y los
cadáveres de animales se arrojaban en cualquier parte y en la cual no existía ser-
vicio público de agua potable. La ciudad pestilente podía ser presa fácil de cual-
quier epidemia” (Valderrama 139).
La supuesta y desconocida
“peste” de Cartagena de 1696
el cual aparentemente era una especie de “peste”. Según los detalles que había
recibido el procurador por cartas provenientes de Cartagena6 y de la villa de
Mompox7, hasta aquella fecha habían muerto más de 1 300 personas, tanto de la
armada del conde de Saucedilla —que fue la supuesta responsable de la introduc-
ción de la enfermedad— como de vecinos de la ciudad. También se señalaba que
esta “peste” era tan “violenta” que aquellos que la padecían morían en un lapso
de veinticuatro horas a cinco días. Estos indicios hacían suponer a los moradores
que se trataba de peste formal y no de la vulgar, a la que el vulgo solía llamar cha-
petonada (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, f. 212)8 .
La notificación de Durán de Castro encendió las alarmas entre las autoridades
de la ciudad de Santafé, lo cual es comprensible, ya que en ese siglo siete epide-
mias habían hecho estragos en la sabana de Santafé: entre 1617 y 1618 el saram-
pión mató a más de un quinto de los indios y afectó a otros grupos, excepto a los
españoles nacidos en España; en 1621 la viruela atacó con gran fuerza a la pobla-
ción indígena; entre 1630 y 1633 el tifo o tabardillo causó la muerte de un tercio de
los indios de Santafé y Tunja, además de generar gran mortandad entre los otros
grupos sociales; igualmente, en 1651 y de 1667 a 1668 una gran cantidad de indios
murieron a causa de la viruela. Finalmente, las últimas epidemias registradas para
ese siglo fueron la de sarampión en 1692 y la de viruela de 1693, que juntas dis-
minuyeron en un 30 % la población tributaria, mientras que el sarampión afectó
mucho a los españoles y a otros grupos (Villamarín y Villamarín 142-143).
En el caso de Cartagena, también se registraron siete epidemias durante el
siglo XVII. Primero, el tifo exantemático en 1629, que tuvo una duración de cuatro
años y diezmó a cuatro quintas partes de la población aborigen. Esta misma en-
fermedad se volvió a presentar en 1639, mientras que en 1650 y 1651 se manifestó
6 La carta fue escrita por el padre fray Francisco de Ovalle, guardián de San Diego, y enviada a Santafé
al padre fray Diego Barroso de la orden seráfica, dando cuenta del “achaque pestilencial” que se vivía
en Cartagena (AGNC, P, SC.47, 11, D. 10, f. 227 v.).
7 Escrita por el capitán Cristóbal de Pantoja a Esteban de Esqueda (AGNC, P, SC. 47, 11, D. 10, ff. 235 r.-v.).
8 En este punto es importante precisar algunos apuntes sobre la terminología que nos ofrece el ex-
pediente, en específico los referidos a peste formal y peste chapetonada. En primer lugar, podemos
señalar que chapetón era el nombre con el cual los locales llamaban a los españoles que arribaban a
la Nueva Granada. De manera que, las pestes chapetonadas eran aquellas que llegaban en los barcos
que atracaban en la costa norte del reino, especialmente en Cartagena, y que después se disem-
inaban al continente con los viajeros, en tanto que las pestes formales aludían a aquellas que tenían
un origen local. Al parecer las chapetonadas no eran graves, por lo cual las que causaban mayor
preocupación a las autoridades eran las formales. Así, al confirmarse que estas “habían picado a los
naturales”, se tomaban las medidas necesarias (Quevedo, “El modelo” 51).
la fiebre amarilla; se sabe que en el último año esta tuvo una duración de cuarenta
días y afectó a toda la población, incluyendo a nueve jesuitas y a san Pedro Claver,
quienes murieron. En 1688 reapareció el tifo, mientras que entre 1692 y 1693, al
igual que en Santafé, el sarampión y la viruela fueron los protagonistas (Díaz 12).
Si se considera lo señalado, al parecer, a primera vista no hubo ninguna “pes-
te” en Cartagena en 1696, y tampoco alcanzó a llegar a la capital, sobre todo, si
se recuerda que la única referencia historiográfica sobre el asunto es una mención
realizada por Munive, quien afirma que en 1696 “se contaron en Cartagena 1 700
muertos por causa de una fuerte peste”, y agrega que “se concluyó la investiga-
ción argumentando que había sido transmitida a través de algunas mercancías”
(181). Esta casi nula información sobre el asunto genera muchas interrogantes.
Si se retoma la pronta respuesta del procurador general, esta también nos si-
túa frente al lugar del miedo a las epidemias: ¿a qué se debía? Para Delumeau, la
respuesta está en que la peste trastocaba la vida cotidiana, es decir, detenía las
actividades familiares, ocasionaba silencio en la ciudad, llevaba a experimentar
la enfermedad en soledad, sufrir una muerte en anonimato y abolía los ritos co-
lectivos de alegría y de tristeza. A esto se sumaba la imposibilidad personal para
concebir proyectos hacia el futuro (141-142). Igualmente, para Miriam García Apo-
lonio las pestes de viruela en las misiones jesuitas del Paraguay pueden entender-
se como fenómenos de subversión cotidiana que generaron “preocupación, dolor,
angustia, desolación, incertidumbre, pérdida y muerte”, a la vez que provocaron
temores colectivos hacia la autoridad celestial y la terrenal (10).
Asimismo, América Molina del Villar constata el miedo ante las epidemias en el
México colonial a través de los actos religiosos que buscaban paliar ese sentimien-
to, pero también encontró una forma particular y novedosa durante la epidemia
del Matlazahuatl de 1737: el uso de la hechicería para sanar o incluso provocar la
enfermedad por parte de una mujer, lo que ocasionó diversos niveles de miedo,
pues no solo se temía a la peste, sino a la hechicera e incluso a la autoridad in-
quisitorial, la cual se encargó del asunto (“Entre el miedo” 95). De esta manera, la
vivencia previa de determinadas endemias y epidemias conformaba el caldo de
cultivo para que esta sociedad estuviese prevenida ante posibles brotes y surgiera
el miedo que daba rienda suelta a los rumores alarmantes.
Medidas preventivas
El mismo día que el procurador Durán escribió al gobernador de Santafé para ad-
vertir de la situación en la ciudad portuaria de Cartagena le solicitó que tomara
algunas medidas para prevenir la llegada de la “peste” a la capital. Entre dichas
solicitudes se encontraban: poner degredos y guardas a unas 10 leguas de distan-
cia de Santafé, con la finalidad de detener el paso de ropa y personas enfermas
provenientes de Cartagena y la villa de Mompox. En dicho lugar deberían aguar-
dar hasta que se considerara que no había peligro de enfermedad y de “infición”
para la ciudad. Después de ese lapso, las personas debían obtener una licencia de
tránsito. Todo ello “para el bien común de esta ciudad y salud de sus habitadores
imponiendo a los que contra viniesen la pena que a vuestra señoría le pareciere”
(AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 212 r.-v.).
Estas recomendaciones ponen en evidencia la manera de proceder ante la po-
sibilidad de una enfermedad que podía adoptar características endémicas o epi-
démicas. En este sentido, Emilio Quevedo destaca que desde los comienzos de la
Colonia hasta las postrimerías del siglo XVII y primeros años del XVIII, en la América
española se adoptaron las mismas medidas de higiene pública que se empleaban
en Europa medieval en tiempos de pandemia. Estas eran: los “degredos”, es decir,
lugares de aislamiento que generalmente se situaban en espacios despoblados y
atravesados por vientos continuos, en otras palabras, equivalían a las cuarentenas
europeas; la purificación de la ropa y los enseres de los viajeros retenidos en los
“degredos”; los castigos para los infractores de la cuarentena, así como la realiza-
ción de interrogatorios con la finalidad de recabar información sobre el origen de
la enfermedad. En caso de epidemias, se creaban juntas de sanidad provisional. El
autor también señala que era muy probable que en América este tipo de prácticas
se mezclaran con otras medidas higiénicas indígenas, de origen local, y negras, de
origen africano (Quevedo, “El modelo higienista” 51-52).
Efectivamente, en el expediente que aquí se analiza se puede constatar esta
especie de protocolo sanitario heredado de la tradición europea para prevenir la
dispersión de la desconocida enfermedad proveniente de la ciudad de Cartagena,
como se verá a continuación. La primera medida estipulada por el gobernador fue
notificar al cabildo de la ciudad de la situación, para que este a su vez informara en
los parajes indicados las previsiones necesarias. Por su parte, el fiscal, con la cele-
ridad que se ameritaba, dispuso el 29 de febrero que se instalara el mencionado
“degredo” para el cumplimiento de la cuarentena; asimismo, que se desinfectase
y purificase la ropa en una tienda hecha al aire libre para tal fin; que las cartas
remitidas de dicha ciudad se pasaran por vinagre, y en caso de que se enviara pla-
ta se procediese de la misma manera; también se disponía que para la seguridad
y tranquilidad de la ciudad se debía poner centinelas de íntegra satisfacción en el
puerto de Opón, en el río de Sogamoso, en la villa de Ocaña, en el puerto de Hon-
da y en el presidio de Carare, que eran los parajes por donde se podían introducir
personas y ropa; al igual que un ministro togado en la boca del Monte, un regidor
de esta ciudad en la venta de Sopó, y otras personas de esa calidad en los demás
sitios que se considerasen convenientes.
Por otra parte, al fiscal le parecía prudente que se notificara a son de cajas
en la ciudad de Santafé y en todas las del reino que las personas que desearan
trasladarse de una a otra o hacia la capital debían llevar certificación, bien fuera del
escribano del pueblo, de las justicias, del corregidor, o del cura con testigos —según
la autoridad que hubiese en cada lugar—. Dicha certificación debía incluir las carac-
terísticas físicas de cada persona, es decir, estatura, cabello, ojos y demás señales
de su fisonomía, al igual que la cantidad y la calidad de las cargas que llevaba, así
como la fecha de partida del viajero. También se señalaba que en las ciudades por
donde este pasara se debía guardar el degredo. Tal era la rigurosidad del caso que
la pena recomendada para aquellos que osaran contravenir la orden o quebrantar
el degredo era la muerte misma (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 226 v.-227 r.).
Este elocuente pasaje proporciona datos interesantes sobre aspectos como
la desinfección de objetos, las rutas por las cuales se podía trasladar la enferme-
dad desde Cartagena, hasta la manera de demostrar que se estaba a salvo de esta
para poder transitar por el virreinato, así como la severidad de los castigos para
quienes no cumplieran con las medidas impuestas. Esto último lleva a plantearse
una interrogante, que no necesariamente se podrá responder: ¿cuál era la razón
de este castigo tan severo?, es decir, ¿solo buscaba atemorizar a los viajeros para
que cumplieran a cabalidad el ordenamiento?, ¿la disposición de las autoridades
era la respuesta a la falta de cumplimiento de las medidas de prevención?, o ¿tan-
to era el miedo a las epidemias que se actuaba con mucha rigurosidad?
En cuanto a las rutas de posible contagio se puede agregar unas líneas: “Como
era conocido desde el siglo XVI, los contagios llegaban en los galeones y seguían su
curso con los comerciantes y mercaderes por los caminos y rutas que conducían a
la región central del territorio neogranadino” (Gutiérrez 4). La comunicación entre
Cartagena y Santafé era de gran importancia para el reino de Nueva Granada, por
la función que cumplía cada uno en la sociedad: la primera, por ser la llave del
virreinato y la segunda por ser la capital. En este sentido, se trazó una ruta que
combinaba el transporte fluvial con el terrestre, compuesta de varios trayectos.
Como se anunció al inicio, para Jean Delumeau “un rumor nace [...] sobre un fondo
previo de inquietudes acumuladas y es el resultado de una preparación mental
creada por la convergencia de varias amenazas o de diversas desgracias que su-
man sus efectos” (213). Los interrogatorios que se realizaron a mercaderes y ve-
cinos de Cartagena, Santafé y las regiones aledañas resultan de sumo interés, ya
que encierran entre líneas el temor a la recién llegada “peste”, a la vez que revelan
detalles sobre la etiología y sintomatología de esta, pero no solo eso, sino que
también llegan a poner en duda su existencia (véase la tabla 1).
El 13 de marzo de 1696, don Vicente Landaverde, alcalde ordinario y juez de
puertos de Honda, notificaba al fiscal el arribo de embarcaciones con mercade-
res, por lo cual se disponía a hacer las averiguaciones correspondientes. Así, el
14 de marzo comenzaron los interrogatorios a las siguientes personas: Francisco
Luis de Lara, Adam José de Mesa, Tomás de León y Cervantes, Juan González de
Estrada, Pedro Moscoso, Juan Antina Moreno, Manuel Martínez del Real, Francis-
co de Escoto, Juan José de Figueroa, un sujeto de apellido González y una copia
de la carta del capitán Cristóbal de Pantoja. Así, el alférez Francisco Luis de Lara,
mercader español, que había llegado en la armada al ser preguntado sobre la
supuesta “peste” dijo:
[…] sabe por haberlo visto que muchísima gente de la presente armada ha muerto
en la ciudad de Cartagena después de llegados galeones y pocos o ninguno de
los que estaban en estas partes en que se ha reconocido que los que han muerto
son chapetones de este primer viaje y que la formalidad de su fallecimiento ha
sido según se ha experimentado de tres días para arriba sin que se haya sabido ni
reconocido ser la calidad de su accidente por los médicos de la dicha ciudad de
Cartagena y que las dichas muertes se han experimentado así en los de buen trato
como en los pobres. (AGN, Sc, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 229 v.-230 r.)
Ese mismo día, el mercader Adam José de Mesa dijo haber permanecido en la
ciudad de Cartagena veinticuatro días, desde la llegada de la armada, y haber visto
y oído decir que fallecieron cien o más personas tanto de las “de buen trato como
pobres”, y que todos los muertos habían llegado por primera vez a las Indias. Agregó
que “las formalidades de su fallecimiento eran en tres o cuatro o seis días para arriba
sin que por los médicos de la dicha ciudad se hubiese reconocido el achaque de qué
morían”. Y añadió que “lo que se ha reconocido por la gente de la dicha armada ha
sido que los más que mueren ha sido de cometer excesos en las bebidas de que pro-
viene resfríos y luego los sangran” (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 230 r. -230 v.).
Por su parte, el mercader Tomás de León y Cervantes, vecino de Cartagena,
señaló que estuvo en dicha ciudad en los cuarenta días posteriores al arribo de
la armada, que fue testigo de algunas muertes y escuchó que el número llegó a
quinientas personas. También ratificó lo testificado por Adam José de Mesa sobre
las “formalidades” y las causas de muerte (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 231
r.-231 v.). Igualmente, el mercader español Juan González Estrada, quien llegó en
la armada, repitió esta versión (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 229 v.-230 r.),
mientras que Pedro Moscoso, vecino de Santafé, quien recién venía de Cartagena,
señaló que el número de personas presuntamente muertas era de ochocientas,
todos de la armada, y agregó que se presumía que la causa era por los bochornos
tan prolongados que padecían en la embarcación (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10,
ff. 231 v.-232 r.).
Uno de los testigos que proveyeron más información fue el mercader y capitán
don Juan Antina Moreno, quien el 15 de marzo indicó que estuvo diez meses en
Cartagena aguardando la llegada de la armada y que luego de que esto ocurrió
se quedó allí por un periodo de dos meses, cuando oyó decir que murieron ocho-
cientas personas de todas las calidades. Igualmente, declaró que muchos de sus
amigos provenientes de España en dicha embarcación habían enfermado y que
habiéndolos visitado se percató de que padecían diferentes enfermedades: unos
tabardillo y otros flaquezas de estómago, así como el mal gobierno y desórdenes en
su alimentación. Para Antina, no se trataba de ningún achaque contagioso, pues
los vecinos de Cartagena asistían a los enfermos en todo lo que necesitaban sin
haber peligrado ninguna persona de allí, y en caso de morir solo lo era por causas
naturales (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 232 r.-232 v.).
También ese mismo día el mercader Manuel Martínez del Real proporcionó
información que descartaba cualquier enfermedad contagiosa, pues dijo que du-
rante el tiempo que estuvo en Cartagena se había hospedado en la casa de un
médico y que por ello sabía que los enfermos atendidos por este no corrían ningún
tipo de riesgo y que, si bien supo que morían muchas personas de la armada, des-
conocía el número y el tipo de achaque (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, f. 233).
El 16 de marzo, Francisco de Escoto, también recién llegado en la armada, dijo
que en un periodo de dos meses vio morir en la ciudad de Cartagena hasta 150
hombres, y que posteriormente, mientras se encontraba en Barrancas, unos quin-
ce días antes de declarar, escuchó que el número había subido a novecientos, y
que luego en Mompox tuvo noticia de que la mortandad había ascendido a 1 800.
Según Escoto, los que había visto morir formaban parte del grupo que viajaba por
primera vez a estas tierras y que la causa era el exceso en comidas y bebidas (AGN,
SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, f. 233 v.).
Tanto el español Joseph Juan de Figueroa, como el testigo González, vecino
de la villa de Mompox, repitieron las noticias sobre la mortandad de personas lle-
gadas en la armada, en tanto que el capitán Cristóbal de Pantoja tenía una carta
escrita desde la villa de Mompox el 17 de febrero por don Esteban de Esqueda, en
la cual se daba noticia de las más de mil muertes ocurridas en Cartagena (AGN, SC,
P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 234 r.-235 v.).
Las indagaciones, sin embargo, no terminaron allí, pues en Santafé también
se hizo lo propio. Así, el 1.o de mayo, Francisco de Ledesma declaró que solo había
estado en Cartagena ocho días después del arribo de la armada y que ni en ese
tiempo, ni por noticias había tenido información sobre contagio alguno en aquella
ciudad. Por su parte, los españoles Francisco de Espinosa, Francisco Gutiérrez y
José Flores, residentes de Santafé, quienes habían estado en Cartagena cuando
llegaron los galeones, declararon que un mes después de su atraco en el puerto,
la ciudad estaba enferma “como sucede en todas las ocasiones de armada”, que
el número de muertos hasta ese momento era de hasta 150 personas, tanto de
la armada como de tierra y que los médicos decían que el achaque correspondía
a “calenturas ardientes”, seguidas de delirios, pero que no todos peligraban, ya
que algunos mejoraban, mientras que los que morían lo hacían en tres, cuatro,
seis u ocho días. Igualmente, destacaron que no se le dio el nombre de contagio a
estas muertes, y que más bien se atribuía a falta de “bastimentos y particularmen-
te del pan” (AGN, SC, P, t. 47, leg. 11, doc. 10, ff. 218 r. -220 v.).
Tabla 1. Declarantes
Estancia en Periodo de
Número
Cartagena desarrollo Enfermedad /
Declarante de
desde la llegada de la síntomas
muertos
de la armada enfermedad10
Francisco
- - Desde 3 días No reconocida
Luis de Lara
No reconocida /
síntomas: resfríos
Adam José
24 días 100 3, 4 y 6 días y sangrados por
Mesa
excesos en las
bebidas
Tomás No reconocida /
de León y 40 días 500 Desde 3 días causas: excesos en
Cervantes bebidas y comidas
Estancia en Periodo de
Número
Cartagena desarrollo Enfermedad /
Declarante de
desde la llegada de la síntomas
muertos
de la armada enfermedad10
Juan No reconocida /
González 40 días - Desde 3 días causas: excesos en
de Estrada bebidas y comidas
No reconocida /
Pedro bochornos
¿1 mes? 800 Desde 3 días
Moscoso prolongados en la
embarcación
Tabardillo, flaquezas
Juan Antina
2 meses 800 - de estómago, excesos
Moreno
No contagioso
Manuel No hubo
Martínez 9 días - muerte No reconocida
del Real repentina
Francisco 150, 900, Excesos de comidas y
2 meses -
de Escoto 1 800 bebidas
Juan José No hubo
Joseph de 1 mes - muerte -
Figueroa acelerada
González - - - Diferentes achaques
Cristóbal de 1 100 y
- - -
Pantoja más
Francisco No supo
8 días - -
de Ledesma nada
Francisco Calenturas ardientes,
1 mes 150 3, 5 y 8 días
de Espinoza delirios
No contagioso
Francisco Calenturas, desvaríos
1 mes 150 3, 4, 6 y 8 días
Gutiérrez Causas: falta de
bastimentos (pan)
No contagioso
Calenturas con
José Flores 1 mes 150 3, 4, 6 y 8 días desvaríos
Causas: falta de
bastimentos (pan)
Fuente: elaboración propia.
plantearse que la enfermedad estaba afectando solo a los recién llegados por las
condiciones que se enfrentaban en viajes como aquellos, es decir, que duraban
no menos de seis semanas y proliferaban las enfermedades (Segovia 158), quizá a
causa de las condiciones de insalubridad de las embarcaciones, además de que la
alimentación no era la mejor.
En este sentido, se pudo tratar de tifo, si se considera que esta enfermedad se
vinculaba con el estado de alimentación de una población y su higiene. El tifo tenía
un periodo de incubación de catorce a veintiún días (Pérez 71-72). Si se recuerdan
las declaraciones de tres a ocho días como lapso en que se presentaba la muerte
una vez se manifestaban los síntomas, queda la hipótesis de que algunas de estas
personas ya venían enfermas antes de llegar a la ciudad, lo cual cobra sentido si se
toma como veraz el testimonio del mercader Adam José de Mesa, de más de 150
muertos en veinticuatro días. No obstante, esta hipótesis se tambalea cuando se
pregunta por qué los habitantes de Cartagena no se habían contagiado en un lap-
so de dos meses, que es el periodo más extendido de los testimonios.
Esta situación era similar a la de la peste bubónica pues, aunque esta se trans-
portaba en mercancías —como supuestamente ocurrió con la “peste” de 1696—,
al parecer no se presentó en los puertos colombianos sino hasta comienzos del
siglo XX11. Por otra parte, la opción de la fiebre amarilla o vómito negro podría
ser una posibilidad, si se tiene en cuenta que esta arribó a Cartagena en 1651 y
mantuvo una presencia en la región Caribe en oleadas epidémicas esporádicas
hasta 1830, cuando se expandió a otras zonas del país gracias a la navegación a
vapor (Hernández et al. 56), y que muchos de los testimonios aluden a flaquezas de
estómago y calenturas, síntomas de esta enfermedad. Igualmente, es importante
recordar que la fiebre amarilla tiene como agente un virus septicémico transmiti-
do por un mosquito, el cual vive en ambientes climáticos de altas temperaturas,
como lo es el caso de Cartagena (Pérez 77).
Aunque no hay certeza de lo que sucedía en el puerto, lo que sí se puede reiterar
es que la ciudad presentaba las condiciones para que pulularan las enfermedades.
En ese sentido, algunas de las más comunes eran las bubas, la sífilis, la lepra (consi-
derada endémica en la región), la disentería, las fiebres (tercianas, cuartanas, recias
o ardientes y lentas o flemáticas), y también eran recurrentes las apostemas exter-
nas e internas, las enfermedades urinarias, hernias, dolores de costado, problemas
pulmonares, afecciones gástricas, hidropesía, jaquecas, hemorragias, entre otras.
11 De hecho, la presencia de la peste bubónica en Colombia todavía se pone en duda (véase Valderra-
ma 133-171).
La viruela, por su parte, era una enfermedad que causaba gran preocupación por
sus efectos catastróficos (Munive 181). También el tifo fue recurrente en la ciudad,
como se ha apuntado al inicio de este escrito. Esta situación se puede constatar en
la saturación de los centros asistenciales. Margarita Garrido ha señalado:
Gracias a este caso de la supuesta “peste formal” de 1696, fue posible acercarse a
las epidemias que padecieron los pobladores de Cartagena durante el siglo XVII. De
esta manera, se hizo notorio el hecho de que este tema no se encuentra bien do-
cumentado. Aunque hay algunas investigaciones al respecto, lo cierto es que falta
mucho por hacer, hay más preguntas que respuestas y es posible que si se hurga en
los archivos salgan a la luz nuevos casos de “pestes” que ni siquiera se han podido
categorizar o identificar. En este orden de ideas, no puede concluirse este trabajo
afirmando si existió o no la “peste formal” de1696, o de qué tipo de enfermedad se
trató, pues el expediente que se consultó está inconcluso y hay muchas versiones
encontradas. Esto se vio dificultado, además, por la imposibilidad de revisar otro
tipo de fuentes, como registros de defunción o de hospitales de Cartagena, que
quizá permitan dar otras explicaciones a lo sucedido.
Empero, en este pueden presentarse algunas reflexiones finales. En el caso
de la sociedad que se estudia, es evidente que la amenaza de las enfermedades, de
las epidemias y de la muerte siempre estaba acechando, sobre todo si se recuerda
que las condiciones sanitarias, especialmente en el puerto de Cartagena no eran
óptimas, que el arribo de flotas con personas enfermas era un hecho constante, y
no había tratamientos médicos eficaces para algunos padecimientos, entre otras
dificultades. Todo esto, seguramente abrió el camino para que ante la más mínima
duda de una epidemia el rumor se convirtiera en una realidad amenazante. Asi-
mismo, al parecer, la incertidumbre provocada por esta situación se puede palpar
entre líneas en el documento que se analizó, pues la inmediatez de los degredos,
las desinfecciones de objetos, los funcionarios apostados en los puntos designa-
dos, la notificación de los acontecimientos a son de cajas en todo el reino, las pes-
quisas que se realizaban a los testigos, las medidas coercitivas y las otras acciones
mencionadas reflejan el temor a que la aparente “peste” se esparciera.
De esta manera, se puede enfatizar que en el caso que se viene estudiando, se-
guramente la sociedad involucrada sintió temor de sufrir los embates de la enfer-
medad, morir a manos de ella, perder a sus familiares, quedarse solos, en fin, las
múltiples situaciones de vulnerabilidad que ocasiona una epidemia. También,
las autoridades debieron preocuparse por el pánico social y el malestar económi-
co que podía incitar esta, sobre todo si se tiene en cuenta que las ciudades más
afectadas eran centros claves del funcionamiento colonial, por lo que también pa-
rece que se tomaban en serio las investigaciones sobre el tema. Ahora bien, que
se aceptara con la misma inmediatez la realidad de la enfermedad es otro asunto.
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Recibido: 13 de marzo del 2022 • Aprobado: 12 de abril del 2022
Resumen
El objetivo de este artículo es analizar las epidemias que afectaron a la población de
la ciudad de Santafé, capital de la Nueva Granada, entre los años de 1739 y 1800, pe-
riodo en el que se presentaron cinco importantes sobremortalidades ocasionadas por
epidemias: 1744-1745, 1756-1757, 1764, 1782-1783 y 1793-1796. Desde la demografía
histórica, y con ayuda del método conocido como factor multiplicador, se tratará de
calcular la intensidad de dichos eventos discriminando entre adultos y párvulos.
Palabras clave: historia demográfica, registros parroquiales, entierros, viruela,
sarampión
Abstract
The subject of this article is to analyze the epidemics that affected the population of
Santafé, capital of Nueva Granada, between the years of 1739-1810, a period in which
there were five important excess mortality rates caused by epidemics: 1744-45, 1756-
57, 1764, 1782-83 y 1793-96. From the historical demography, and with the help of the
method known as the multiplier factor, we try to measure the intensity of these events,
emphasizing the age groups of adults and infants.
Keywords: demographic history, parish records, burials, smallpox, measles
Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 237-270 237
Epidemias y su impacto sobre la mortalidad en Santafé, Nueva Granada, 1739-1800
Introducción2
2 Este artículo deriva de una investigación más amplia sobre las epidemias en Santafé. Véase Bejarano
Rodríguez (“Epidemias”).
3 La despoblación indígena en México central fue un tema ampliamente estudiado por la que se cono-
ció como la Escuela de Berkeley. Una breve introducción a sus fuentes y métodos puede consultarse
en Borah y S. Cook. Sobre la despoblación peruana véase D. Cook (La catástrofe), autor que elabora
un estupendo trabajo de síntesis sobre la despoblación en el Nuevo Mundo (La conquista). Para el
caso colombiano, véase Colmenares (Historia económica, t. I); Tovar; Francis.
4 Un uso idéntico del mismo método fue llevado a cabo por Aguilera (69-70), quien analizó el impacto
de una epidemia de sarampión en la parroquia de Tlacochahuaya, Nueva España.
5 Se consideraba párvulo a quien no había alcanzado el “uso de razón”, alrededor de los seis o siete
años, edad en la que ya podía realizar la primera comunión y recibir la extremaunción (Vejarano 18).
6 En Europa muchas pestes desencadenaron y estuvieron acompañadas de hambrunas, como fue el
caso de la provincia de Aragón durante la peste bubónica de 1564 (Alfaro 46). En la sabana de Bogotá
algunas de las crisis epidémicas acá analizadas estuvieron acompañadas de sequías (1744-1745) e
incluso de sequías y hambrunas (1782-1783). Durante este último evento, la producción agropecua-
ria se vio afectada por la epidemia, es de suponer, por la escasez de mano de obra (Mora 71-77). Aun-
que no se cuenta con información que permita ver la repercusión directa de dichos fenómenos en la
ciudad de Santafé, sí se dispone de documentación que señala que durante coyunturas epidémicas
como la de 1802 se cuidaba no solo del abasto de productos básicos para los vecinos y los lazaretos,
sino que había una vigilancia constante de los precios (AGN, M 3, ff. 319 r.-319 v.).
7 La viruela es una enfermedad con un periodo de incubación que varía entre siete y diecisiete días.
Ocasionada por el virus variola, se transmite de persona a persona mediante contacto estrecho, por
la inhalación de gotas emanadas de las vías respiratorias de los enfermos que contienen virus des-
prendidos en lesiones en la mucosa bucofaríngea. También puede transmitirse por el contacto físico
con una persona infectada o cualquier objeto contaminado con el virus, como sábanas o ropa. La
mortalidad de la viruela fluctúa entre el 20 y el 50 %, con una media del 30 % (Valdés 29-30). Hay dos
clasificaciones clínicas de la enfermedad: viruela mayor (más grave y común) y viruela menor (no
es mortal y es menos común). La primera clasificación se subdivide en: ordinaria, modificada, lisa o
plana y hemorrágica, donde las dos últimas son mortales (Franco-Paredes et al. 301-303).
8 Enfermedad causada por un virus de RNA perteneciente a la familia Paramyxoviridae y al género
morbillivirus. El ser humano es el único reservorio de este agente etiológico. El virus infecta y se re-
plica en las células del aparato respiratorio, para diseminarse posteriormente hacia los linfonodos
regionales. Luego de su periodo de incubación, de alrededor de diez días, se presenta el pródromo,
caracterizado por fiebre (39° a 40°), coriza, conjuntivitis y las lesiones de Köplik, que se intensifican
hasta dar paso a la aparición del exantema en el día catorce. Se considera que los pacientes son in-
fectantes desde los cuatro días previos hasta los cuatro días posteriores a la aparición del exantema.
Algunas de las complicaciones que pueden acompañar a esta enfermedad son otitis media aguda,
neumonía, laringitis y diarrea aguda. En la actualidad es una enfermedad que puede prevenirse con
la vacuna (Delpiano et al. 417-420).
Durante la mayor parte del periodo colonial, la ciudad de Santafé estuvo dividida
eclesiásticamente en cuatro parroquias (figura 1). En 1564 se erigió la primera de
ellas, La Catedral, en la cual se asentaron la mayor parte de los inmigrantes espa-
ñoles y se ubicaron las principales instituciones coloniales —Audiencia, Cabildo,
Casa de Moneda, cárcel, entre otras— administradas por la población originaria de
Las fuentes
Los registros parroquiales han sido la fuente que ha permitido la relación entre
la historia y la demografía, en la medida que han permitido superar el obstáculo
que impedía reconstruir los movimientos de las poblaciones en las épocas en
las que no existían los censos (Morin 389-390). Para la construcción de series de los
movimientos demográficos en el Antiguo Régimen, los registros parroquiales se
han constituido como una fuente de referencia obligatoria, dado que en ellos es-
tán inscritos los bautismos —que el investigador hace equivaler con los nacimien-
tos—, los matrimonios o nupcialidades, y los entierros, que se hacen corresponder
con las defunciones (Henry 61).
Los registros parroquiales existen desde que concluyó el Concilio de Tren-
to (1563), cuando se ordenó a las parroquias católicas hacerlos para tener se-
guimiento de los bautismos, los matrimonios y los entierros, pero fue con las
Ordenanzas e Instrucciones Reales de 1573 que la Corona española impartió la
orden a curas y ministros en sus colonias de abrir libros de bautismos, matrimo-
nios y entierros, y se dictó la forma en que debían ser llevados (Arretx, et al. 45).
14 Comunicación personal con Chantal Cramaussel, profesora del Centro de Estudios Históricos del
Colegio de Michoacán.
La epidemia de 1744-1745
Los registros parroquiales son la fuente idónea para estudiar la dinámica demo-
gráfica durante el periodo colonial y el siglo XIX, por lo menos hasta el momento
en que se instituyó el registro civil17, sin embargo, la riqueza de su información
es aún más valiosa cuando se complementa con otra documentación de archivo.
Es mediante esta concatenación de fuentes que se puede dar cuenta de la epide-
mia de 1744 y 1745. En una comunicación del oidor Verdugo y Oquendo y Joaquín
Aróstegui dirigida al virrey Eslava —fechada el 23 de septiembre de 1745—, se in-
formaba de las medidas ejecutadas por el Tribunal de Justicia18 para enfrentar la
epidemia de viruela que había asolado a la ciudad en los primeros meses de aquel
año (AGN, M 2, ff. 930 r.- 931 v.). Aunque este evento epidémico tuvo su clímax en
enero de 1745 —cuando se registraron sesenta entierros—, en realidad empezó a
atacar a la población santafereña desde septiembre de 1744 y se prolongó hasta
marzo de 1745, es decir, se trató de una enfermedad que se estacionó por alrede-
dor de siete meses en la ciudad (figura 3).
19 Enfermedad que en humanos adultos podía alcanzar una letalidad de hasta el 70 % (Canales 12).
Por mucho tiempo se consideró que la viruela era una forma más grave de
sarampión, de hecho el virus de esta última fue descubierto hasta 1911, antes
de esta fecha se desconocía su modo de transmisión (Cramaussel, “Las últimas”
82). Por ello, ambas se confundían con frecuencia, solo hasta que “Koplick descu-
brió a finales del siglo XIX que las manchas que se formaban en la boca en la fase
temprana de la enfermedad permitían identificar el sarampión” (Cramaussel,
“Las últimas” 82).
Dado que esta epidemia se hizo sentir en la ciudad desde septiembre de 1744 y
hasta marzo de 1745, el cálculo del FM no podía realizarse con base en el año calen-
dario (tabla 2). Por esta razón, el año de la crisis se calculó a partir de los entierros
registrados entre septiembre de 1744 y agosto de 1745 (columna 3 de la tabla 2).
La misma modificación al calendario aplica para el cálculo del promedio de en-
tierros de los veinticuatro meses anteriores a la crisis (desde septiembre de 1742
hasta agosto de 1744), que se toman como referencia para el cálculo del FM (co-
lumna 2 de la tabla 2). Los resultados del cálculo de la intensidad de la epidemia se
recogen en la columna 4 de la tabla 2. De la columnas 5 a la 7 se consignan los re-
sultados de la intensidad de la crisis discriminando por grupos de edad (adultos y
párvulos). En la columna 5 se reúne el promedio de entierros por grupo de edad de
los veinticuatro meses previos a la crisis; en la columna 6, los entierros en el año
del evento, mientras que en la 7 se muestran los resultados del cálculo del FM20.
En este sentido, en el año de la crisis los entierros se multiplicaron por 1,9 con
relación al promedio de entierros de los dos años anteriores, es decir, que prácti-
camente se duplicaron, pero, al poner nuestra atención en la intensidad según el
grupo de edad, es claro que, aun si en cifras brutas los entierros de los adultos son
superiores a los de los párvulos, los entierros de este último grupo se multiplica-
ron en una magnitud mayor, de lo que se puede deducir que se trató de una en-
fermedad infantil. Los párvulos fueron los más perjudicados por la epidemia, que
creemos pudo haber sido sarampión, pues mientras la mortalidad de los adultos
se multiplicó por 1,7, la de los párvulos lo hizo por 2,521.
20 Este mismo procedimiento se aplicó también para la epidemia de 1756 y 1757, cuya estacionalidad
se presenta entre los meses de noviembre de 1756 y febrero de 1757, y la epidemia de 1782 y 1783,
que comenzó en diciembre de 1782 y culminó en marzo de 1783.
21 A través del FM, Aguilera (71-72) encuentra que en varios pueblos y lugares de la parroquia del valle
de Tlacolula (Nueva España), víctimas de dos epidemias en sarampión en 1727 a 1728 y en 1768, con
raras excepciones, los párvulos fueron más vulnerables a la enfermedad que los adultos.
Epidemia de 1756-1757
22 Lamentablemente, a causa del subregistro, no se obtuvieron los datos necesarios para calcular el FM
para las parroquias de Santa Bárbara y Las Nieves.
23 Por ejemplo, guardando cuarentena o evitando asistir a espacios de sociabilidad como chicherías,
iglesias o plazas de mercado.
Al parecer, esta epidemia tuvo origen en las provincias del norte del virreinato
y se propagó por diversas regiones del Nuevo Reino. Un vecino de Ocaña recor-
daba que el paso devastador de la epidemia de viruela en aquella ciudad y su
propagación por el virreinato entre 1755 y 1757 obedecieron al hecho de no haber
cerrado a tiempo el puerto de Cartagena (AGN, M 2, f. 837 r.). Este testimonio es
respaldado por el del padre Velásquez, párroco de Girón por aquellos días, quien
señalaba que una epidemia de viruela había llegado a dicha ciudad entre 1756
y 1757, cuando un mestizo proveniente de Santafé contagió a su familia y que
luego murió junto con su esposa a causa de dicha enfermedad (Silva 74-75). Algo
particularmente valioso de este testimonio es que el mismo Velásquez, al reco-
nocer la viruela en el cuerpo de una mujer, procedió a inocular24 con celeridad a
24 La inoculación fue hasta el descubrimiento de la vacuna, el único método para prevenir la viruela. Se-
gún Rafael Valdés, al parecer, tuvo origen en China e India hace alrededor de 2 000 años. Los antiguos
chinos e indios la practicaban adhiriendo costras variolosas a la mucosa nasal de personas sanas. En
Europa se impuso la inoculación a la turca, llevada en 1721 por Lady Wortley-Montague, en la cual
se empleaban “depósitos de costuras secas sobre incisiones en trayectos venosos”; este método fue
el que se extendió por las posesiones portuguesas, inglesas, españolas, francesas y holandesas en
Ultramar (33).
mantuvieron relativamente elevados durante los siguientes ocho años (figura 2).
Entre 1759 y 1760, por ejemplo, la población santafereña padeció una serie de en-
fermedades infecciosas a las que se les llamó fiebres del Levante, tifo de Oriente
y peste de Japón (Ramírez 206). Según Camilo Díaz, se trató de peste bubónica,
pero se le bautizó como peste de Japón porque provenía de ese lugar (12). Sin em-
bargo, la afirmación de Díaz debe ser descartada, pues como señala Canales, era
imposible que durante el periodo colonial hubiera cundido una epidemia de aque-
lla enfermedad, ya que a diferencia de la viruela y del tifo humano, que llegaron
con la conquista europea, la peste bubónica solo llegó a América hasta el siglo
XX, cuando la velocidad de los viajes posibilitó la pervivencia transoceánica del
microorganismo en los huéspedes portadores (13)25. No obstante, la mayor cala-
midad ocurrió en 1764, cuando la población santafereña se vio afectada por una
nueva epidemia.
La epidemia de 1764
Aunque se mencionó que es poco común que en los libros parroquiales de Bogotá
informen sobre la causa de muerte de los óbitos, cuando Domingo de la Parra asu-
mió como párroco de La Catedral en octubre de 175926, se empezaron a anotar las
causas de muerte de sus fieles. Durante 1764 se consignó que la viruela fue la res-
ponsable de la muerte del 46,8 % de los feligreses de la parroquia, seguida por la
hidropesía con el 9,1 %, el tabardillo y la disentería con el 3,8 % cada una, y el dolor
de estómago con el 2,2 %. Un alto porcentaje lo componen otras causas (30,6 %),
categoría que reúne la muerte por apostema, el apuñalamiento, la calentura, los
25 Siguiendo a Jean Noël Biraben, Canales argumenta que “la rata no es organismo reservorio sino ac-
cidental, y lo mismo podría decirse si la pulga de la rata u otro ectoparásito muere al mismo tiempo
que se convierte en vector entre el reservorio natural que sería un roedor salvaje —con el que tuviera
contacto eventual por circunstancias climáticas, por ejemplo— y por el cual se infectara. Así, Yersinia
pestis mata a todas las ratas huésped en menos de una semana, por lo que necesita que haya univer-
so, densidad y ritmos altos de reproducción entre ellas. Esto explica que no se hayan dado las condi-
ciones para que la peste llegara a América antes del siglo XX: habrían muerto las ratas infectadas en
el camino, antes, incluso, de vehicular la infección y la muerte a casi todos los viajeros, quienes, una
vez contagiados, habrían muerto, en el 60-90 % de los casos, como las ratas en siete u ocho días. A
la dificultad anterior podría sumarse el conjunto de condiciones climáticas (temperatura humedad)
muy restrictivas de reproducción de las pulgas que transmiten la peste de las ratas infectadas con
Yersinia pestis” (13-14).
26 Fue párroco hasta junio de 1766, cuando asumió como párroco el Dr. don Joseph Gregorio Quijano
(AHCPB, PLC, Libro 2 de entierros, f. 115 v.).
vómitos, la hética, la ictericia, el mal de ojo, las hinchazones, los tumores, la pul-
monía, las evacuaciones, el reumatismo, el dolor de costado o los calambres, en-
tre otras (figura 6).
Como se puede ver, algunas de las causas de muerte consignadas en los libros de
entierros hoy equivalen a síntomas y poco aportan para conocer las enfermedades
mortales en la sociedad colonial. La terminología patológica de la época puede ser
confusa, lo cual representa problemas para el investigador, más cuando la natura-
leza y las consecuencias de las enfermedades infecciosas dependen de un agente
específico. Sin embargo, dada la vaguedad de las denominaciones médicas, se hace
difícil interactuar adecuadamente con la documentación histórica, navegar por la
literatura científica y popular y, en general, entender los fenómenos (Alfani y Murphy
314; Colmenares Historia económica II: 94). Muchas de las causas de muerte anota-
das tuvieron que ver más con la cultura popular que con la medicina, y solo hasta
finales del siglo XIX se advierten cambios en las causas de muerte basadas en cono-
cimientos médicos más cercanos a los actuales (Cramaussel y Arenas 14-15).
En cifras brutas es claro que, al igual que en los anteriores eventos reseñados,
el de los adultos parece haber sido el grupo de edad que padeció con mayor rigor
los embates de la epidemia (figura 8). Sin embargo, al calcular la intensidad de la
epidemia es evidente que los párvulos resultaron más lastimados, dado que sus
Entierros Entierros
Entierros Entierros FM FM (7)
Lugar (1) 1763 (5) 1764 (6)
1763 (2) 1764 (3) (4)
A P A P A P
Santafé 148 361 2,4 111 37 248 113 2,2 3,1
La Catedral 95 186 2 74 21 132 54 1,8 2,6
Las Nieves 17 98 5,8 14 3 75 23 5,4 7,7
Sta. Bárbara 11 16 1,5 11 0 16 0 1,5 0
San Victorino 25 61 2,4 12 13 25 36 2,1 3
A = Adultos; P= Párvulos; FM= Factor multiplicador.
Fuente: elaborado por el autor con base en AHCPB, PLC, Libro 2 de entierros (1756-1826); ICANH-DPB, PNSN,
Libro 1 de defunciones, t. I y II, 1683-1807; ICANH-DPB, PSB , Partidas de entierros, 1732; AHAB, PSV, Libro 1 de
Entierros (1726-1775), Libro único entierros de párvulos (1762-1824).
27 Es probable que la propagación de la enfermedad por el continente se haya visto favorecida por la
reforma económica de Carlos III y su reglamento de libre comercio de 1778, en el marco del conflicto
bélico entre España e Inglaterra, la cual daba una libertad sin precedentes a la actividad comercial
entre las colonias del imperio (McFarlane 197-204).
funestos (AGN, M 2, f. 811 v.)28 . Para hacer un primer acercamiento al impacto so-
bre la mortalidad basta con advertir que durante los cuatro meses en los que se
estacionó la epidemia se registraron en promedio 152,8 entierros al mes, mientras
que el promedio durante los cuatro meses previos a la crisis fue de 20,3.
El paso de esta epidemia por Santafé fue letal. Cuatro meses fueron suficien-
tes para ocasionar una mortalidad, hasta donde se tiene información cuantitativa,
sin precedentes en la ciudad. Es probable que la gravedad de esta epidemia se de-
biera a un tipo de cepa más agresiva de la viruela, como la plana o la hemorrágica,
ambas usualmente fatales.
El virrey Caballero y Góngora en sus informes reservados a la Corte señalaba
que las víctimas mortales en la ciudad fueron alrededor de 3 000 (Silva 47); José
María Caballero afirmaba que fallecieron alrededor de 5 000 personas (34), mien-
tras que José Rivas y José Ugarte señalaban simplemente que las víctimas se
28 En el mismo documento el virrey sostiene que la enfermedad era un castigo divino propiciado por el
levantamiento comunero de 1781. Luego lo reafirma en el informe enviado al ministro José Gálvez
el 30 de enero de 1783, donde apunta que la epidemia fue producto de “las pasadas revoluciones y
escándalos” (Hernández de Alba, Escritos 202).
contaban por miles (AGN, M, t. 46, f. 738 v.). Durante los cuatro meses en que se
estacionó la epidemia se registraron un total de 611 entierros29, de los cuales los
adultos representaron el 63 % del total y los párvulos el 37 % restante. El abis-
mo que hay entre las cifras de la época y las que ofrecen los libros parroquiales
tiene que ver, por un lado, con el subregistro de las fuentes eclesiásticas30, y por
otro, con una probable exageración en la cantidad —aunque no necesariamente
descabellada— de víctimas reportadas por los personajes citados.
31 Para un análisis sobre el impacto e intensidad de esta epidemia por grupos de edad, género y calidad
en la ciudad de Santafé, véase Bejarano Rodríguez (“La epidemia”).
Sobremortalidad 1793-1796
se vio afectada por alguna enfermedad de tipo infantil (figura 12). Ante la ausencia
de fuentes de archivo, vale la pena preguntarse si la dinámica de la mortalidad en
Santafé durante la última década del siglo XVIII estuvo relacionada, al igual que el
evento de 1782-1783, con la epidemia de viruela que se dispersó por el territorio de
la Nueva España entre 1794 y 1798. Laura Machuca afirma que esta epidemia “tuvo
un carácter casi mundial” (59). Molina del Villar señala que dicha epidemia llegó a
la Nueva España desde Guatemala, “donde se encontraron algunos enfermos de
viruela procedentes de Perú” y que entre 1790 y 1798 se presentaron continuos
y violentos brotes de viruela en varios dominios del Imperio español tales como
La Habana, Guatemala, Perú y Nueva España (187). También habría que agregar a
la Nueva Granada, si se tienen presentes los testimonios existentes sobre los con-
tagios que ocurrieron de dicha enfermedad en la ciudad de Vélez en 1793 y en las
provincias del norte de la Nueva Granada.
Finalmente, es necesario advertir la imposibilidad de calcular el FM para este
evento. La mortalidad registrada en 1796, como vimos, estuvo precedida por varias
alzas importantes de la mortalidad desde 1793 que no sabemos aún si obedecie-
ron a una misma causa, como una versión endémica de la viruela o el sarampión.
Conclusiones
33 De hecho, cuando no se cuentan con libros de entierros, pero sí con los de bautismos, estos últimos
pueden dar cuenta de la presencia de una crisis demográfica, cuando hay un descenso notable en el
nivel de bautismos. Un ejercicio de este tipo es puesto en práctica por Alfaro (46-47) para las parro-
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DOI: 10.22380/20274688.2204
Recibido: 16 de julio del 2021 • Aprobado: 12 de septiembre del 2021
Robert H. Jackson1
Investigador independiente
[email protected] • https://orcid.org/0000-0001-6619-4707
Abstract
Several generations of scholars have accepted general assumptions about indige-
nous demographic patterns in the Americas after 1492 suggested by scholars such
as Alfred Crosby and Henry Dobyns. According to this model, waves of epidemics
spread across the Americas in outbreaks that claimed the lives of millions of people,
but over time the indigenous populations built up immunities to pathogens such as
smallpox and recovered. The analysis of demographic patterns of the Jesuit missions
among the Guaraní challenges these assumptions. The mission populations experi-
enced catastrophic mortality, which in some cases was more than 50 percent of the
population of a given community several centuries following first sustained contact,
and epidemics occurred about once a generation after there was a large enough pool
of potentially susceptible hosts born since the previous outbreak. The case study of
Yapeyú mission highlights the reality of considerable variation in levels of epidemic
mortality between communities. For some 50 years, the mission did not suffer cata-
strophic epidemic mortality, as did neighboring mission communities.
Keywords: “Virgin soil” epidemic, Alfred Crosby, Henry Dobyns, Jesuits, Yapeyú
Mission, Demographic patterns, Smallpox
1 Earned his doctorate from the University of California, Berkeley in 1988 with a specialization in Latin
American history. He has authored, co-authored, edited, and co-edited 24 books and more than 70
journal articles and book chapters. He lives in Mexico City.
Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 271-308 271
Variation on a Theme: Demographic Patterns of Nuestra Señora de los Reyes Yapeyú Mission
Resumen
Varias generaciones de académicos han aceptado supuestos generales sobre los
patrones demográficos indígenas en las Américas después de 1492, sugeridos por
académicos como Alfred Crosby y Henry Dobyns. De acuerdo con este modelo, oleadas
de epidemias se extendieron por las Américas en brotes que se cobraron la vida de
millones de personas, pero con el tiempo las poblaciones indígenas acumularon
inmunidades a patógenos como la viruela y se recuperaron. El análisis de los patro-
nes demográficos de las misiones jesuitas entre los guaraníes desafía estos supues-
tos. Las poblaciones de la misión experimentaron una mortalidad catastrófica que en
algunos casos fue más del 50 % de la población de una comunidad dada varios siglos
después del primer contacto sostenido, y las epidemias ocurrieron aproximadamente
una vez por generación, tan pronto hubo un grupo suficientemente grande de hués-
pedes potencialmente susceptibles nacidos desde el brote anterior. El estudio de caso
de la misión Yapeyú destaca la realidad de una variación considerable en los niveles de
mortalidad epidémica entre comunidades. Durante unos cincuenta años la misión no
sufrió una mortalidad epidémica catastrófica, como sí ocurrió en las comunidades mi-
sioneras vecinas.
Palabras clave: epidemia de “suelo virgen”, Alfred Crosby, Henry Dobyns, jesuitas,
misión Yapeyú, patrones demográficos, viruela
is Arizona, Dobyns documented patterns that are distinct from his hypothesized
model (Spanish Colonial Tucson).
The Jesuit missions established after 1609 among groups known as the
Guaraní, in the Río de la Plata region of South America, provide a microcosm of
demographic patterns among the indigenous populations in the Americas in the
early modern period, and provide compelling evidence to challenge the contem-
porary wisdom propounded by Crosby, Dobyns, and others. Different scholars
have examined demographic patterns of the Jesuit missions among the Guaraní.
Ernesto Maeder was one of the first to compile population figures on the missions
and characterize demographic patterns (Livi-Bacci and Maeder, La población de
las misiones; La población guaraní de las misiones). Maeder later collaborated with
Italian historical demographer Massimo Livi-Bacci to present a new interpreta-
tion of trends in the Guaraní missions (Livi-Bacci and Maeder, “The Missions of
Paraguay”). While Livi-Bacci brought unique insights from his previous studies
of European historical demography, there were flaws in their interpretation and in
the methodology (Jackson, “The population”). Ignacio Telesca analyzes post-Je-
suit expulsion populations but focuses primarily on the province of Paraguay and
does not reconstruct the vital rates of the populations (“Tras los expulsos”). Some
scholars offer interpretations of what they believe to be demographic patterns
of the missions among the Guaraní based on the same assumptions regarding
post-1492 indigenous demographic patterns. There was considerable variation in
patterns between the individual missions, and presenting composite population
figures of all of the missions is meaningless in terms of understanding demograph-
ics (Sarreal 239). Demographic patterns of the Yapeyú mission, which is the subject
of this article, is a case in point of variations between missions. It is also more use-
ful to calculate the vital rates of populations over time, rather than to present pop-
ulation figures and calculate the percentage differences between those figures, as
Sarreal does (142).
Upon closer examination, the trend of demographic patterns of the missions
among the Guaraní challenges the assumptions made by several generations
of scholars regarding the indigenous populations of the Americas based on the
hypotheses of Crosby and Dobyns. These were high fertility and high mortality
populations, meaning that many died, but in non-epidemic years birth rates were
higher than death rates. Periodic epidemics spread about once a generation to
the missions from the urban centers of the Río de la Plata region such as Buenos
Aires, and in some instances caused catastrophic mortality that reached more
than 50 percent of the population of a given community, in the range of what has
been hypothesized for “virgin soil” epidemics. The methods available to combat
contagion were limited and included the practice of quarantine in temporary
plague hospitals located away from the main mission community. However, the
mission populations generally recovered following epidemic outbreaks. There
were an increased number of marriages, indicating the formation of new families,
and high birth rates. In the eighteenth century, smallpox was the most lethal kill-
er of Guaraní, and there were outbreaks of the contagion in 1718-1719, 1738-1740
(in conjunction with famine conditions), and 1763-1765 (Jackson, Demographic
Change and Ethnic Survival; Regional Conflict and Demographic Patterns).
Several factors contributed to the pattern of periodic catastrophic mortality
crises. One was the ease of communications on the river highways in the region,
particularly on the Paraná and Uruguay Rivers (see Figure 3). A second was the
pattern of regional conflict as Spain and Portugal contested control of the Rio de la
Plata borderlands during most of the seventeenth and eighteenth centuries, and
the mobilization of thousands of mission militiamen to participate in the conflict.
Armies on the move facilitated the spread of contagion. A third factor was the Je-
suit urban plan. The Jesuits congregated thousands of Guaraní in spatially com-
pact villages. They had rows of structures built with multiple small apartments to
house Guaraní families. Living as they did in close proximity to each other also fa-
cilitated the spread of contagion. The fully developed mission complex at Yapeyú
was typical of the mission urban plan.
The general pattern described above characterized the demographics of the
Jesuit missions among the Guaraní, but at the same time there was variation in
patterns of the individual missions. For example, some mission communities ex-
perienced catastrophic epidemic mortality during epidemic outbreaks, while
neighboring communities did not. For example, San Lorenzo mission, located east
of the Uruguay River, experienced a crude death rate of 557 per thousand popula-
tion during a particularly lethal smallpox epidemic in 1739, while the crude death
rate at neighboring San Miguel and Santo Ángel Custodio missions was only 32.2
and 52.4 per thousand population respectively. The populations of the two mis-
sions continued to grow during a period of catastrophic mortality in other commu-
nities. Nuestra Señora de los Reyes Yapeyú mission offers an extreme example of
demographic patterns of the missions and is the subject of this article. During the
last half century of the Jesuit tenure on the missions, the population of Yapeyú did
not experience catastrophic mortality. Rather, between 1720 and 1771, the popu-
lation experienced robust growth rates and on the eve of the Jesuit expulsion in
1767, Yapeyú was the most populous of the 30 missions among the Guaraní.
Figure 1. A c. 1753 diagram of San Juan Bautista mission that shows a typical mission
urban plan. Title: Pueblo de San Juan que es uno de los del Uruguay que se intentan
entregar a Portugal.
Source: Bibliothèque Nationale de France, Paris.
Figure 3. Detail of a contemporary map showing the location of the Jesuit missions
and the Paraná and Uruguay Rivers.
Source: Plano corografico de los reconocimientos pertenecientes a la demarcacion del Art. 8o. del Trato.
Preliminar de Limites de 11 de octe. depracticados por las segundas subdivisiones española y portuguesa en
orden a desatar los dudas suscitadas entre sus respectivos comisarios: region of Panará River and Uruguay
River. [178-?, 1780] Map. Retrieved from the Library of Congress, www.loc.gov/item/2003682610/.
The mission also had a fully developed urban complex similar to that of other
missions. An undated and unsigned document and diagram found in the Archivum
Romanum Societatis Iesu depicted the typical urban plan of the Jesuit Guaraní
missions, and the document also described the types of structures and construc-
tion materials of the different buildings (ARSI, Dibujo de un Pueblo)2 . The document
described the churches as being large structures that generally measured 70-80
varas (1 vara = .0864 meter)) in length, and 26-28 in width, and in some cases 90 x
30 varas. Most had three naves, whereas the church at Concepción had five naves
and was 86 x 40 varas. They were built of stone or a combination of stone and ado-
be with one to two varas of stone construction, as in the case of the San Juan Bau-
tista mission church. The monumental church dominated the mission complex
and fronted on the plaza or main square. The square was the center of communal
life, and the document reported that the plaza generally was 160 square varas.
The streets in the mission community reportedly were 16-18 varas in width. Other
architectural elements included the colegio complex with residences for the Jesuit
2 A notation on the diagram states that it dates to after the Mixed Boundary Commission of 1754.
A second document written by Jaime Oliver, S.J. at about or shortly after the
Jesuit expulsion described the Yapeyú mission church and provided general infor-
mation on the demographic patterns of the missions. At the time of the Jesuit ex-
pulsion, Oliver was at La Fe mission located today in what is southern Paraguay. He
was born in Palma (Mallorca) in 1733 and arrived at the Guaraní missions in about
1750. In 1755 he was in Montevideo, but then returned to the missions. He survived
the trip into exile, and died in Rome in 1813, one year before the restoration of the
Society of Jesus (Storni 203). Oliver merits attention because he wrote a descrip-
tion of the missions in about 1768 that recorded many details including numbers
related to the demographic patterns of the missions. He also wrote about high
infant mortality and offered an explanation of how an eighteenth-century cleric
came to grips with the deaths of many young children. Finally, he described the
Yapeyú mission church. He noted that, “La [iglesia] del Pueblo de Yapeyu es capaz
como p[ar]a 7974 almas q[u]e tiene el Pueblo/ The [church] that the Pueblo of Yap-
eyu has is adequate for the 7974 souls the Pueblo has.” The figure 7,974 was the
population in 1767 (Oliver, Breve Noticia).
Oliver apparently had access to internal documents. He reported that be-
tween 1610 and 1766, the Jesuits had baptized 702,786 natives, and in 1768 the
total population of the 30 Guaraní and two Tarima missions was 92,641. The Jesuit
also noted that in the 51 years between 1717 and 1768, 186,375 young children
classified as párvulos had died. He took solace in the belief that the baptized chil-
dren went to heaven. Oliver wrote, “From that said it can be inferred that if in 51
years 186,375 [young children] flew to Heaven with the grace of baptism, in the 105
previous years how many thousands of thousands of párvulos ascended to Glo-
ry” (Breve Noticia 207). The Guaraní mission populations suffered chronically high
infant mortality exacerbated by periodic catastrophic epidemic mortality. Never-
theless, despite the pattern of high infant mortality, the mission populations grew
because more children survived than died. Geography played an important role
in the spread of contagion, and the mission urban plan, with thousands of people
living in a restricted space, further facilitated the spread of contagion.
Sacramental registers of baptisms, marriages, and burials are useful in recon-
structing the vital rates of historic populations. However, these records on the mis-
sions among the Guaraní have largely disappeared because the region of the missions
became a war zone in the two decades following the beginning of the independence
movement in 1810, and marauding armies destroyed most of the missions. Neverthe-
less, other sources can be employed in the reconstruction of the vital rates of mission
populations such as censuses that summarized the number of baptisms, marriages,
and burials. During the eighteenth century, the missions among the Guaraní were
closed populations which meant that the Jesuits no longer congregated non-Chris-
tians on the missions, and the Jesuits distinguished between baptized infants and
the small number of non-Christians congregated on the missions.
In the second half of the seventeenth century and the eighteenth century, Je-
suit censuses and other records evolved, and by the 1720s took standardized form.
The Jesuits prepared an anua or report for each mission that was in turn sent to the
head of the missions who had a general report prepared. The most complete, con-
secutive record of these reports exists for Yapeyú, and are found in the Coleção
De Angelis, Biblioteca Nacional, Rio de Janeiro, Brazil. In the seventeenth centu-
ry, the missionaries did not always provide complete information in their reports,
such as the population or the number of sacraments administered. In 1678, for
example, the report on Yapeyú did not include the size of the mission population.
During most of the seventeenth century, the reports were prepared in a narrative
format and included demographic information. It was not until the 1690s that the
reports also included tables that summarized population data, and it did not be-
come standard practice until the early eighteenth century. In some instances, the
Jesuits prepared separate reports on the Paraná and Uruguay missions among
the Guaraní, and in some cases neither have survived. This occurred, for example,
in 1705, 1711, and for several years in the 1690s, such as 1695. Nevertheless, the
available sources allow for the reconstruction of the vital rates and demographic
patterns of Yapeyú. It was common during the early modern period for people to
try to avoid being enumerated in censuses prepared for tax purposes, or to identi-
fy men for military service, or to avoid paying clerical fees for the administration of
the sacraments, or to refuse to visit the official state-sanctioned church because
of religious dissent. None of these factors contributing to under-registration in
sacramental records or censuses were important in the Jesuit mission censuses.
The Jesuits established Nuestra Señora de los Reyes de Yapeyú on the banks
of the Uruguay River in 1627. During the course of the seventeenth century, the
population of the mission stagnated and experienced low growth rates. The Je-
suits initially congregated Guaraní speakers known as Charrúas, but in later years
resettled non-Christians from non-Guaraní groups. For example, in the years
1665–1666, the Jesuits congregated some 250 non-Christians at Yapeyú, and some
500 Yaros around 1701. In 1647, the population was 1,600 and this grew over the
next four decades to 2,477 in 1682. The numbers dropped to 1,865 in 1691, most
likely as a consequence of an epidemic. The mission population dropped follow-
ing a severe 1718-1719 smallpox epidemic. The mission population dropped from
2,873 in 1717 to 1,871 in 1719, a net decline of some 1,000. In the aftermath of the
epidemic, the Jesuits transferred the population from San Francisco Xavier mis-
sion to Yapeyú. The Jesuits relocated some 2,400 people, most likely in 1722 or
1723. The population of Yapeyú increased from 1,871 in 1719 and 1,856 in 1720 to
4,352 in 1723 and 4,360 in 1724. The population of San Francisco Xavier, on the oth-
er hand, suffered light mortality during the epidemic. It was 5,600 in 1717, dropped
to 5,352 in 1719, and 5,280 in 1720. It dropped further to 3,409 in 1724 following
the population transfer (Jackson, Demographic Change 90-91). The Guaraní from
San Francisco Xavier retained their separate identity in their own clans, which the
Jesuits enumerated separately from the clans of the original population of Yapeyú
(AGN, Yapeyú Tribute Census, c. 1759).
The population of the mission grew during the 1720s and 1730s, and did not
experience heavy epidemic mortality during the mortality crises of the 1730s and
particularly the 1737-1740 smallpox outbreak. Some 90,000 Guaraní died between
1733 and 1740 as a result of disease and famine conditions. The relative geographic
isolation of Yapeyú mission permitted the Jesuits to implement effective quaran-
tine measures, and thus isolate the mission from outside contact to prevent the
spread of contagion. While the populations of the other missions experienced pe-
riodic epidemic mortality, the population of Yapeyú grew over the next half centu-
ry, which was a distinct pattern from most of the other missions.
There is a continuous record of baptisms and burials between 1723 and 1754
showing that the Jesuits baptized 12,886 against 8,545 burials, a net difference of
4,341. The population grew from 4,352 in 1723 to 7,997 in 1756. In the eight years
between 1756 and 1767 for which there is a record, the Jesuits baptized another
3,421 against 3,124 burials, a net difference of 297. The population totaled 7,974
in 1767 and 8,510 in 1768 (see Table 1) (Jackson, Demographic Change 91). The
increased mortality during this period was most likely a consequence of troop
movements, the movement of people following the implementation of the Trea-
ty of Madrid, and the suppression of an uprising on the seven missions located
east of the Uruguay River, as well as troop movements during the ongoing conflict
for control of Rio Grande do Sul. However, the population of Yapeyú did not suffer
catastrophic mortality during the severe 1763-1765 smallpox outbreak.
Epidemics did occur at Yapeyú in the last half century of Jesuit tenure but did
not reach catastrophic levels as at the other missions. Royal officials mobilized
thousands of mission militiamen in the early 1730s, and an epidemic spread to
the missions in 1732-1733 from the militia camp located on the Tebicuarí River. In
1732, 476 died at Yapeyú (crude death rate of 84 per 1,000), and 733 in 1733 (crude
death rate of 128.5). In contrast, 1,192 died at San Ignacio Guazú (crude death rate
of 324.7), 2,678 at La Fe (crude death rate of 396.4), and 2,263 at Santa Rosa (crude
death rate of 414.6) (Jackson, “La población”). These were the missions located
closest to the militia camp. A second was the 1748-1749 measles epidemic on the
missions that first broke out on Santa Rosa mission which suggests transmission
from Asunción. It was also a milder epidemic when compared to the 1737-1740
smallpox outbreak. The Jesuits recorded 545 burials at Yapeyú in 1749 (crude
death rate of 81) and 249 burials at Santa Rosa in 1748 (crude death rate of 195.8).
The largest numbers of deaths were at Santiago where 1,003 died in 1749 (crude
death rate of 216.5), 657 at San Miguel (crude death rate of 95.2), 454 at La Cruz
(crude death rate of 176.3), and 430 at San Nicolás (crude death rate of 101.3). The
crude death rate also exceeded 100 per thousand population at Ytapúa, Trinidad,
and San Carlos (Jackson, “La población”).
At the point of the Jesuit expulsion in 1767-1768, Yapeyú was the most populous
Jesuit mission. The population was 7,974 in 1767 and 8,510 in 1768. However, it was
a population that was extremely vulnerable to contagion, and particularly to small-
pox. It had been two generations, or a total of 49 years since the last catastrophic
smallpox outbreak on the mission in 1718. Two generations had grown with little
or no exposure to the malady. The last measles epidemic had been a generation
before in 1749. The civil administration that replaced the Jesuits stressed the pro-
duction of income to cover the costs of administration, which also meant greater
contact with the larger region and less concern for protecting the population of the
mission from contagion. The implementation of the so-called “comercio libre,” or
freer trade within the Spanish trading system, created new opportunities for the
Río de la Plata region. One such opportunity was the export of hides and tallow
to Spain. Hide exports totaled 177,656 in the years 1768 to 1771 and increased to
1,258,008 in the years 1777 to 1784 (Jackson, Missions 155). Yapeyú was a major
producer of hides, and civil administrators had the mission herds culled for hides
and tallow. The large-scale slaughter of cattle was reflected in drops in the number
of animals reported in mission inventories. At the time of the Jesuit expulsion, Yap-
eyú counted 62,679 head of cattle, but this number decreased to 34,508 in 1778.
The number of cattle grew with the replenishment of the mission herds from the
large number of feral animals in the Banda Oriental. In January of 1779, for example,
the civil administrator of Yapeyú contracted Estevan Garcia de Zuñiga to round up
feral cattle for the mission, paying four reales for each animal (BN, García de Zuñiga
et al.). The mission counted 72,800 animals in 1783. As the export of hides grew in
the 1780s and 1790s, the civil administrators culled the Yapeyú herds. In April of
1790, the mission counted 70,436 head of cattle on three estancias and 76,000 in
September of the same year, which grew to 80,000 in 1794, and then dropped to
68,000 in 1796 on six estancias, 14,021 in 1800, and 4,273 in 1804 (BN, Lauro Nuñez;
BN Simón de León; Sarreal 210).
There were ongoing troop movements following the Jesuit expulsion as Spain
and Portugal contested control over Colonia do Sacramento and Rio Grande do
Sul, particularly in the 1770s up to the signing of the Treaty of San Ildefonso in
1777. The movement of troops helped spread contagion (see Figures 8 and 9). The
result was a particularly catastrophic epidemic in 1770-1772 that killed some 5,000
Guaraní and that had a crude death rate in excess of 600 per thousand population.
The mission population dropped from a reported 8,510 in 1768 to 3,322 four years
later (see Table 1). A detailed 1771 tribute census (see Table 2) documented the
profile of the population of Yapeyú during the lethal smallpox epidemic. In non-ep-
idemic years, the mission populations evidenced large families and large numbers
of families with more than two children. However, the 1771 census showed that
39 percent of the couples had no children and 46 percent only one or two chil-
dren which, if the pattern had persisted over time, would have resulted in merely
maintaining population levels or a slow decline. This profile indicates that many
children died during the outbreak. The number of orphans was also high: 442 male
and 398 female children. There was one other indicator of the consequences of
heavy smallpox mortality, which was the number of those widowed: 278 widow-
ers and 101 widows. This pattern was unusual because in non-epidemic years,
the number of widows outnumbered widowers, and men frequently remarried
following the loss of a spouse. The smaller number of female orphans and widows
also reflected higher mortality among women and girls which was a consequence
of the TH-2 immunological response. The immunological response of females to
diseases such as smallpox and measles is different than that of males and contrib-
utes to higher mortality among females. Higher mortality among girls and women
also led to shifts in the gender structure of the mission populations (Jackson, De-
mographic Change 82-83, 91-92).
Figure 8. A 1777 map of the central part of Laguna de los Patos showing settlements
and fortifications. This was the arena of conflict in the 1760s and 1770s.
Source: Barletta, Christobal. Plano del Rio Grande tllamado Sn. Pedro situado en la latitud del S. de 23 gs.
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se descubrio la barra del S. la que es bastantemte. ancha y tiene agua suficientte para embs. que calen 10″ o
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The general mission censuses provide data to calculate a gender structure in broad
terms of females as a percentage of the total population. Although there was vari-
ation between missions, most missions evidenced a pattern of more women and
girls than men and boys. Yapeyú mission provides a typical case study (see Table 3
and Figure 10). In a sample of 33 years, females constituted the majority, as high as
56 percent prior to the Jesuit expulsion and 58 percent following the expulsion and
the exodus of Guaraní from the missions. The survival of women and girls, even in
years of catastrophic mortality, ensured a large enough pool of potential brides,
and was an important factor in recovery following mortality crises and growth in
non-crisis years. The sex ratio of men to women became greater following the Je-
suit expulsion in 1767, and a pattern of migration from the mission in which more
men left than women.
Age Structure
The Jesuit mission censuses recorded broad age categories for the Guaraní mis-
sion populations. One category was párvulo which identified young children up to
the age of nine or ten. The censuses written in Latin used the terms pueri (boy) and
puella (girl), which corresponded to the term párvulo. The mission populations
were characterized by robust birth rates and large numbers of children. One way
of showing this is the number of pueri and puella as a percentage of the total pop-
ulation (see Figure 11)
(see Table 4). Moreover, in most years burials of párvulos constituted the vast ma-
jority of total burials, and in a number of years were in excess of 80 percent of total
burials. In crisis years, burials of párvulos also accounted for as many as a quarter
of the total number of young children at the end of the previous year (see Table 5).
However, high birth rates in non-crisis years contributed to the rebound or recov-
ery of the population.
Figure 12. Burials of Párvulos and Total Burials Recorded at Yapeyú Mission.
Source: Made by the author
reproduction. These were populations that declined over time, although the pat-
tern of decline was far more complicated and with considerable variation between
missions than would have been allowed for under the interpretations of scholars
such as Crosby and Dobyns. A recent study of mortality among the indigenous
populations prior to and following the Spanish occupation of the region after 1769
concluded that, “A comparison of pre- and post-contact age-at-death records does
not support the long-standing circumstantial case for severe disease induced In-
digenous population decline in central California before AD 1770” (Jones, et al. 3).
In non-epidemic years, birth rates on Yapeyú were consistently higher than death
rates, and the population experienced growth (see Graph 6). In contrast, the in-
digenous populations congregated on the California missions experienced chron-
ically high death rates that were higher than birth rates. This can be seen in the
cases of the birth and death rates on three missions, San Francisco, Santa Cruz,
and San Miguel (see Graphs 7-9). This finding directly challenges the assumptions
made by Crosby and Dobyns. In contrast, the populations of Yapeyú and other Je-
suit missions among the Guaraní grew robustly in non-crisis years and rebounded
or recovered following epidemics and other mortality crises.
Figure 13. Crude Birth (CBR) and Death (CDR) Rates Per Thousand Population at
Yapeyú Mission.
Source: Made by the author
Figure 14. The Crude Birth (CBR) and Death (CDR) Rate Per Thousand Population at
San Francisco Mission.
Source: Made by the author
Figure 15. Crude Birth (CBR) and Death (CDR) Rate Per Thousand Population at Santa
Cruz Mission.
Source: Made by the author
Figure 16. Crude Birth (CBR) and Death (CDR) Rates Per Thousand Population at San
Miguel Mission.
Source: Made by the author
Following the Jesuit expulsion in 1767, royal officials created a civil administration
on the missions. The expectation was that the mission residents would contribute
to the generation of income to cover the costs of administration in line with the
Bourbon initiative to make administration more efficient and the missions self-suf-
ficient. However, the Jesuit expulsion also led to a diaspora, as many Guaraní vot-
ed with their feet to reject the new order and take advantage of new economic
opportunities in the region. However, the mission residents, according to Spanish
law, were still legally tied to the missions until such time as they might be legally
emancipated. As such, those who left were considered fugitives, and royal officials
attempted to have them returned. This is not to say that there weren’t instances of
fugitiveness prior to the Jesuit expulsion. In 1735, for example, during a famine that
followed crop failures, thousands of mission residents fled, and some organized a
community near Lake Iberá that paralleled the social-political organization of the
3 Other scholars have documented the diaspora following the Jesuit expulsion. See, for example, Luiz
Rodolfo González Rissotto, “La importancia de las misiones jesuíticas em la formación de la sociedad
uruguaya,” Estudos Ibero-Americanos 15:1 (1989), 191-214; Jorge Gelman, Campesinos y estancieros.
Una región del Río de la Plata a fines de la época colonial (Buenos Aires: Los libros del riel, 1998);
Daniel Santilli, “Desde abajo y desde arriba. La construcción de un nuevo ordenamiento social entre
la colonia y el rosismo. Quilmes 1780-1840,” unpublished PhD dissertation, Universidad de Buenos
Aires, 2008.
Conclusions
something that did not occur on Yapeyú and other missions among the Guaraní.
Despite heavy epidemic mortality, the mission populations did not experience
gender or age imbalances. Patterns of the missions among the Guaraní provide
an important corrective to the generally accepted model of post-1492 indigenous
demographic patterns in the Americas regarding the effects of epidemic mortali-
ty, and particularly the pattern of catastrophic epidemic mortality more than 200
years following sustained contact with Europeans. The specific case of Yapeyú
also conclusively demonstrates variations on epidemic mortality between com-
munities that challenge the assumptions about the miasmic spread of pandemics
with uniform mortality rates.
Annexes
Table 2. Structure of the Population of Nuestra Señora de los Reyes de Yapeyú, 1771.
Source: Mission censuses found in the Archivo General de la Nación, Buenos Aires; Coleção De Angelis,
Biblioteca Nacional, Rio de Janeiro, Brazil; and the Archivum Romanum Societatis Iesu, Vatican City.
Table 5. Baptisms, Total Burials, and Burials of Párvulos at Los Reyes Yapeyú
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Primary Sources
Secondary Sources
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Vivir en policía y a son de campana • Jorge Iván Marín Taborda
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Pedro Luengo
Universidad de Sevilla, España
[email protected] • https://orcid.org/0000-0003-0462-4921
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Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 325-328 325
Iglesia sin rey. El clero en la independencia neogranadina, 1810-1820 • Guillermo Sosa Abella
curatos y las parroquias tuvieron mucha más relevancia que la que se pudo tener
como institución. Si bien, no se pierde el aspecto corporativo cuando desde las
autoridades civiles se quiere atacar los beneficios de la Iglesia, lo cierto es que
las desavenencias entre los curas y las autoridades eclesiásticas o entre el clero
regular y el secular hacen que la toma de decisiones sea todo, menos homogénea
y consensuada.
Por otra parte, el hecho de que Sosa abarque también las posturas de los frai-
les pertenecientes a las distintas órdenes religiosas, permite develar una postura
distinta a la expresada por el profesor William Plata (“Un acercamiento”), quien ha
sostenido que la decisión de los curas de involucrarse en la contienda fue desigual
en número y grado de compromiso, implicándose a fondo solo aquellos que “no te-
nían mucho que perder” o compartían lazos familiares o regionales con alguno de
los líderes de la revolución (308). Más allá de esta hipótesis, el autor argumenta que
mientras las arcas de la Iglesia se mantuvieran intactas, los curas no veían mayores
contradicciones entre el modelo monárquico y el republicano. Las disputas inicia-
ban cuando los curatos y las parroquias veían diezmados sus beneficios.
En ese caso, no es extraña la desconfianza que despertaba el clero entre las au-
toridades civiles monárquicas o republicanas ante las vacilaciones de estos a la hora
de dar una opinión contundente a favor o en contra de alguna de las dos formas de
gobierno. Lo cierto es que las divisiones internas en el interior de la Iglesia demues-
tran la postura dubitativa que caracterizó a sus miembros. En últimas, se demuestra
que los temas álgidos de discusión, como sobre quién recaía el patronato, la educa-
ción, el control de la renta decimal, entre muchos otros, fueron los que permitieron
conocer el verdadero rostro de la Iglesia en un contexto en el cual en lo teórico se
hablaba del retorno de la soberanía al pueblo. Como concluye el propio autor, “La
Iglesia estuvo lejos de ser simplemente un peso muerto o un instrumento de recha-
zo absoluto a las reformas puestas en marcha por otros grupos” (245).
Estos hallazgos se deben principalmente a las fuentes utilizadas. Más que dis-
cursos oficiales de miembros de la Iglesia, Sosa se concentra en develar lo que
guarda el fondo de Asuntos Eclesiásticos del Archivo General de la Nación. En este
reposa una importante cantidad de documentos relacionados con las querellas
internas que sostenían los clérigos o los altercados existentes entre la Iglesia como
cuerpo y las autoridades civiles. Esta fragmentación entre curatos, parroquias y
diócesis da la posibilidad de conocer más a fondo lo que ocurría en el interior de la
corporación eclesial, sin entenderla como un todo compacto y homogéneo.
No obstante, el texto no supera el nivel descriptivo. Pasando de las dispu-
tas económicas a las judiciales, el libro se queda corto a la hora de ofrecer una
Bibliografía
Cortés Guerrero, José David. “Estado-Iglesia en Colombia”. La República, 1819-1880, edi-
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DOI: 10.22380/20274688.2502
Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 329-333 329
Tras el amparo del rey • Héctor Cuevas Arenas
Cuevas reitera la importancia del pacto tributario como una ventana de aná-
lisis, como nudo en el que confluyeron los intereses de los curas, los indios, los
encomenderos y la Corona y sus autoridades. No solo por esto, sino que en tal
maraña se fueron estableciendo lazos sociales y políticos, los cuales siempre de-
pendieron de cada contexto e intereses de su momento. Las estrategias, formales
e informales, para concretar los cometidos indios fueron estructurando identida-
des basadas en diversas pertenencias (etnia, un pueblo, la categoría de indio y
por lo tanto vasallo del rey, una familia) y se transformaron con el tiempo. El au-
tor no cierra su libro sin plantear tres problemáticas interesantes para investigar.
Un análisis profundo del periodo de 1550-1680 y el papel del mercado regional
otorgarían más elementos de análisis para el periodo analizado. Este, 1680-1810,
requiere análisis comparativos de la misma problemática en otros espacios. Final-
mente, a propósito de la caída de la monarquía, se interroga por la forma en que
sobrellevaron o qué les ocurrió a los indios de la región con las reformas liberales
decimonónicas.
Bibliografía
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Fronteras de la historia • Vol. 28, N.° 1. ENERO-JUNIO de 2023 • pp. 335-336 335
NORMAS para el envío de manuscritos
28-1
ENE-JUN
2023
Artículos
Sección especial
Pobres, esclavos, indígenas y personas miserables: reflexiones en torno a sus abogados
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