1 s2.0 S1870906013724336 Main
1 s2.0 S1870906013724336 Main
1 s2.0 S1870906013724336 Main
El vino y el chinguirito
en la villa de Aguascalientes a fines
de la época virreinal
The orchards and the grapevine. The wine and the chinguirito
in the town of Aguascalientes at the end of viceregal epoch
resumen Este artículo muestra el gran desarrollo que tuvieron las huertas
en la villa de Aguascalientes durante la segunda mitad del siglo
XVIII y en especial la forma en que el cultivo de la vid se usó
como parapeto para encubrir la producción de chinguirito, un
aguardiente hecho a base de salvado y piloncillo que estaba
prohibido. En forma paradójica la liberación en 1796 de la fa-
bricación y venta de chinguirito, que coincidió con una medida
especial que autorizaba el cultivo de la vid y la fabricación de
vino en la villa de Aguascalientes, arruinaron el antiguo negocio.
abstract This article shows the great development that orchards in Aguas-
calientes had in the second half of the 18th century and especially
how the farming of the vine was used as a shield to cover the
production of chinguirito—a liquor made from bran and brown
sugar that was prohibited. Paradoxically, the release in 1796 of the
manufacture and sale of chinguirito—which coincided with a spe-
cial measure authorizing the grape growing and wine making in
the town of Aguascalientes—ruined the old business.
un “desapasionado vecino”
haya extendido, convirtiendo la villa en algo así como una gran fábrica
de chinguirito. Poco a poco la investigación iría poniendo las cosas en su
lugar, no en el sentido de que pudieran deshacerse los entuertos, sino en
el de saber las razones por las que precisamente en ese momento se in-
vestigaba con tanto celo el asunto.
El martes 14 de diciembre Díaz de León inició los interrogatorios.
Antonio Alvarado confirmó la existencia de la fábrica de chinguirito en
la casa del Ojocaliente, la cual era “habilitada” por José Herrera, admi-
nistrador de una tienda de Miguel Gutiérrez, el acusado. José Antonio
de Loera, conocido como “El Veneno”, dijo que había trabajado en esa
fábrica en la época que era propiedad de Juan Calera y que le constaba
que era abastecida con piloncillo prieto que llevaban “en un carretonci-
to” de la tienda de Miguel Gutiérrez. Felipe Sánchez dijo que había
trabajado como “sacador” en dicha fábrica durante tres años. Miguel
Bernardo de Alvarado declaró que la fábrica había tenido varios dueños
y estaba activa desde hacía 35 años (1749), lo cual es una eternidad si
tenemos en cuenta que se trataba de un establecimiento clandestino e
ilegal. Aparentemente, la creación del Juzgado de Bebidas Prohibidas en
1754 no había trastornado las operaciones de esta fábrica. Algunos tes-
tigos dijeron que la fábrica del Ojocaliente era de los hermanos Miguel
y Francisco Gutiérrez, pero que “la tenían encargada a partido a su ca-
jero don José de Rada, bajo de contrato”, y que Montoya fungía como
arrendatario.12
Ese mismo día, ya avanzada la tarde, Díaz de León y sus testigos se
presentaron “en la casa que llaman del Ojocaliente”. Al parecer, temían
que una vez iniciadas las pesquisas el rumor de lo que tramaban se es-
parciera por la villa y las evidencias fueran ocultadas o destruidas. La
señora María Antonia Martínez les dijo que su esposo, Vicente Montoya,
1750-1821. The study of a late colonial city, Ann Arbor, University of Michi-
gan, 1970.
12 AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 120-124; Rojas, “El cultivo de la vid y la
fabricación de chinguirito”, p. 40.
las huertas y la vid 129
que por razones fiscales convendría legalizar esa práctica. Como sabemos,
sería este criterio el que a la postre se impondría en todo el virreinato.
Finalmente, con fecha 22 de septiembre de 1785, el Tribunal de la
Acordada ordenó desde la ciudad de México que se promulgara en Aguas-
calientes el bando sobre bebidas prohibidas, “encargando estrechamen-
te su cumplimiento” a los oficiales de justicia, pero al mismo tiempo
absolvió “a todos los reos comprendidos en las muchas causas que re-
sultaron de la denuncia”.30 El carácter contemporizador y ambiguo de la
medida es evidente: se reiteraba por enésima vez la prohibición de fabri-
car chinguirito y al mismo tiempo se disculpaba a los muchos que obte-
nían de esa práctica ilegal sus medios de vida. Así las cosas, lo más
probable es que esta publicación no haya tenido ningún efecto práctico
y debió ser escuchada con la convicción de que era impracticable.
A fines de julio de 1786, dada “la gravedad” del asunto, el virrey Ber-
nardo de Gálvez decidió enviar el voluminoso expediente a Madrid y
solicitar el “real acuerdo”. En la corte fueron escuchados nuevos pare-
ceres, siempre diferentes, por lo menos en los matices. Hubo consenso
en lo relativo a mantener la prohibición, pero se aclaró que ello no incluía
“el aguardiente con la precisa mezcla de piloncillo”, lo que abría una
nueva vía de escape a los fabricantes de chinguirito de Aguascalientes,
que argumentaban que eso era precisamente lo que hacían: añadir un
poco de dulce a sus aguardientes legítimos de uva con el solo propósito
de darles más “fuerza y vigor”.
Hasta Madrid fueron a parar nuevas representaciones de los vecinos
de Aguascalientes que ante ninguna instancia dejaron de defender su
punto de vista e intereses. Una de ellas era de Miguel Antonio Gutiérrez,
dueño de la fábrica de chinguirito embargada y arruinada al inicio de las
diligencias. En un escrito fechado el 12 de enero de 1787, ahora en su
subsisten en la expresada villa”, si esas viñas “se han plantado con per-
miso real” o del virrey, si de ellas “puede seguirse perjuicio notable al
tráfico y comercio de vinos de estos reinos”, si era posible “gravarlas con
algún tributo o pensión” que no provocara “algún considerable daño al
vecindario” y si era conveniente “poner límites a los plantíos hechos y
prohibir que se reparen los que se pierdan”.33
Estas cédulas llegaron a México en junio 1789 y unos meses después
a Aguascalientes. Desde que se iniciaron las pesquisas habían transcurri-
do casi cinco años, durante los cuales, después de las grandes pero mo-
mentáneas convulsiones de un principio, las cosas habían seguido
transcurriendo un poco como siempre. En realidad, el rey no culpaba a
los fabricantes de chinguirito ni les imponía multas o castigos, sino que
se limitaba a pedir información sobre las viñas que había en el lugar.
“Mucho ruido y pocas nueces”, habrán pensado los hermanos Gutiérrez
y todos los demás fabricantes de chinguirito cuando leyeron las cédulas.
Bien leídas, constituían para ellos una rotunda victoria, pues a pesar de
la polvareda levantada por el Tribunal de Bebidas Prohibidas a fines
de 1784, no eran ni siquiera objeto de una reprimenda. Tal vez flotaba
ya en el ambiente del Consejo de Indias de Madrid, donde al final de
cuentas fueron a reposar esos legajos y los que siguieron acumulándose,
el espíritu de la orden real del 19 de marzo de 1796, mediante la cual
Carlos IV permitió la fabricación y consumo de chinguirito en toda Nue-
va España.34 En ese caso, el silencio sobre la producción de chinguirito
en Aguascalientes sería un anticipo de una medida general, pues era
absurdo castigar a algunos por hacer algo que poco después sería permi-
tido a todos. De hecho, la segunda de las cédulas mencionadas alude a
la posibilidad de gravar “con algún tributo” las huertas y sus productos,
o sea, el vino y el aguardiente.
Antes de estudiar la situación de las huertas a fines del siglo XVIII, con-
viene abrir un paréntesis para tratar de aclarar un tema importante, que
nunca es explícito pero está tácitamente presente en todas las diligencias
relacionadas con el tema del chinguirito: ¿tenía la villa de Aguascalientes
permiso real para cultivar vid y fabricar vino de uva? En su defecto, ¿el
virrey o la audiencia de Guadalajara se habían ocupado del asunto? Las
autoridades de la villa, por su parte, habida cuenta del peso específico
que tenía ese negocio en la economía del lugar, ¿habían procurado de
alguna manera su legalización?
Según el párroco Acosta, en Aguascalientes se cultivaba vid y se
fabricaba vino de uva desde tiempo inmemorial, con tan buenos resul-
tados que los caldos de Aguascalientes no tenían nada que envidiar a
los mejores vinos franceses. Ni una cosa ni otra eran ciertas, por supues-
to. Se creía, o se quería hacer creer, que en la cédula de fundación de la
villa, fechada el 22 de octubre de 1575, se había concedido ese permiso.
Pedro Nolasco Díaz de León, canónigo de la catedral de Guadalajara,
afirmó que “las referidas viñas o huertas se formaron y plantaron desde
la fundación del lugar, el año de 1575, con expresa licencia del superior
gobierno de ese reino”.35 Sin embargo, la verdad es que el documento
sólo alude al reparto entre los primeros pobladores de “solares de casas
y suertes de huerta, estancias y caballerías de tierra,” así como al hecho
de que la nueva villa gozaría de “todas las gracias y mercedes, franque-
zas, libertades, preeminencias, prerrogativas e inmunidades que deben
gozar y gozan las tales villas y vecinos de ella”, pero en ningún momen-
to se mencionan explícitamente la vid y el vino.36 En 1645 ya había al-
gunos viñedos, como se infiere de la composición ajustada con el oidor
Cristóbal de Torres. Debían ser pocos y sin mucho orden, pues de otro
modo hubieran sido objeto de una mención específica. En esa época el
mejor negocio de las huertas consistía en producir chile y trigo, que se
vendían con buenos márgenes de utilidad en Zacatecas. En los archivos
hay documentos de la segunda mitad del siglo XVII y la primera del XVIII
que refieren las viñas sembradas en algunas huertas. No son pocos, pero
están muy lejos de sugerir que la producción de uva y la fabricación de
vino tuvieran una gran importancia. En 1680, por ejemplo, se cultivaban
en la huerta del capitán Matías López de Carrasquilla “doscientas cepas
chicas y grandes”.37 En abril de 1683 el cura beneficiado, secundado por
el bachiller Martín de Figueroa, otros eclesiásticos y muchos vecinos
distinguidos, firmaron una representación como “vecinos y moradores
de esta villa, dueños de casas, viñas y huertas”, protestando porque fal-
taba agua en sus casas y plantíos.38 En 1719 Antonio de Castañeda to-
maba en arrendamiento “una casa y huerta” dentro de la traza de la
villa, obligándose a plantar 84 árboles frutales y 1500 cepas.39 En una
representación escrita en 1714 a nombre de los padres del convento de
La Merced se dice que en la villa había “muchas viñas y arboledas”.40
Por esa misma época Nicolás Calvillo era dueño de una huerta que tenía
muchos árboles frutales y “un pedazo de viña de más de mil cepas”.41
Rojas dice que probablemente se hiciera un poco de vino desde la pri-
mera mitad del XVII, que serviría principalmente para celebrar misa en
las iglesias de la villa.42 Un testimonio muy concreto y confiable, pero
cantidad de vino, empleado sobre todo para celebrar misa, había creado
una tradición de tolerancia. Por lo menos desde mediados del siglo XVII
se daban en la villa ambas prácticas, sin que fueran perseguidas o casti-
gadas por ninguna autoridad. Con el paso del tiempo llegó a confundir-
se esta tradición con la supuesta existencia de una licencia real que
beneficiaba a la villa. Desde luego, la confusión era fingida y en su mo-
mento fue esgrimida como paliativo por quienes fueron sorprendidos en
flagrancia. Los interesados en este negocio decidieron hacer de esta con-
fusión entre la política de tolerancia y el (inexistente) permiso real, el
núcleo de su defensa.
las (cortas) viñas y el (mal) vino de “la mejor población de este reino”
hizo bueno ese derecho. ¿Por qué? Seguramente porque era imposible
demostrar que sus caldos eran legítimos y, sobre todo, porque en sus
términos las cédulas reales ya constituían para ellos una victoria. Una
victoria peculiar, muy típica del sistema judicial novohispano, en la me-
dida en que no se castigaba, no se perseguía ni se tomaban medidas prác-
ticas tendientes a suprimir la fabricación y venta de aguardientes hechos
a base de salvado y piloncillo, como los suyos. Podríamos definirla como
una victoria por omisión o inacción de la justicia. Obtener en los tribu-
nales un triunfo completo y rotundo era tanto como aspirar a que se le-
galizara la producción de chinguirito, lo que se haría a nivel de todo el
virreinato unos años después, en 1796. En realidad, era suficiente con
que dicha producción siguiera tolerándose, como había sucedido a lo
largo de todo el siglo XVIII.
Por lo pronto, en cumplimiento de la real cédula del 24 de febrero
de 1789, el subdelegado Pedro de Herrera y Leyva, que fue el primero
que con ese título despachó en Aguascalientes,52 formó un padrón de “las
huertas que tienen viña” en la villa. Según el recuento que fechó el 19 de
diciembre de 1789, había 104 huertas, 92 en la villa y 12 en el pueblo
de San Marcos. El número de cepas se cifró en 107 396, casi todas en las
huertas de la villa. En el documento no se indica el tamaño de las huertas,
pero se puede inferir su importancia a partir del número de cepas que
tenían: 67 huertas tenían menos de 1 000 cepas; 21 tenían entre 1 001 y
4 000, dos tenían 6 000 o un poco más, una tenía 8 000 y otra, la mayor
de todas, propiedad por cierto del regidor José María Cardona, tenía
10 000, o sea la décima parte del total de cepas censadas. En otro infor-
me se dijo que, atendiendo a su tamaño y el cuidado puesto en su cultivo,
en toda la villa no había más de cuatro “viñas formales”. En el pueblo
de San Marcos todas las huertas tenían menos de 1 000 cepas, con ex-
cepción de la de Josefa Montes, en la que se había 2 000. Más adelante
tendremos oportunidad de regresar a este padrón y mostrar sus incon-
sistencias, pero por lo pronto digamos que el número de huertas parece
disminuido, que el de cepas parece meramente aproximado y que no se
precisa la ubicación de las huertas en los diferentes barrios o sectores de
la villa. Es probable que en lugar de inspeccionar las huertas y contar sus
cepas, el subdelegado haya dado por buena la información que había en
los archivos del cabildo, la que servía para regular el agua de los riegos
y cobrar la contribución del ramo de propios.53
En un informe que hizo sobre el asunto, el canónigo Pedro Nolasco
Díaz de León dijo que en la villa de Aguascalientes viña y huerta venían
a ser lo mismo: “un pedazo de terreno plantado de cepas”. A su vez, una
cepa era “una planta de parra alta o baja”. Díaz de León calculó que en
la villa habría “noventa a cien viñales o huertas”, que en total tendrían
“cien mil cepas poco más o menos”, lo que validaba las cifras del padrón
formado por el subdelegado. Díaz de León creyó prudente advertir que
“las cepas en esta América, en concepto de los europeos, no fructifican
lo mismo que en la Península de España ya sea por la diversidad del
clima, calidad del terreno, distancias de los grados, variedad de las aguas,
mejor cultivo de aquellas y menor tamaño de éstas”: Por la razón que
fuera, “lo cierto es que inspeccionadas las cepas por españoles inteligen-
tes [...] han reflejado que en esta septentrional América producen mucho
menos de lo que rinden las de España”. La comparación también era
desventajosa en términos de la “calidad, hermosura y gusto” de “la uva
que viene en pasa”, pues a pesar de que la que se producía en las huertas
53 “Razón de las huertas que tienen viña en esta villa, con expresión de las cepas
de que se compone cada una”, AGN, Industria y Comercio, v. 17, f. 112-113.
Con respecto al número de cepas, hay un error en la suma consignada en el
documento, pues no son 107 396, sino 106 496. Comparado con el padrón de
1797 éste parece menos elaborado; de todas formas, da una idea del número
de huertas y fue la base sobre la que el rey determinó la cantidad de cepas que
podían cultivarse legalmente en la villa.
152 jesús gómez serrano
lo que quiere decir que esos plantíos conservaban el aspecto que habían
tenido desde sus orígenes en la primera mitad del siglo XVII.55
Sobre la cantidad de vino que se producía realmente vale la pena
citar el testimonio ligeramente posterior (1797) del subdelegado Juan
José Carrillo y Vértiz, un personaje que siempre se mostró muy crítico
con la élite del lugar y que peleó abiertamente con Jacinto López Pimentel,
uno de sus miembros más prominentes, dueño por más señas de la mayor
viña que había en la villa en esa época. Él fue responsable del padrón de
huertas que se formó en junio de 1797, que puso en evidencia la casi
escandalosa multiplicación de huertas, y sobre todo de cepas. En pocas
palabras, un juez insobornable de los abusos de los huerteros, razón por
la cual su testimonio parece digno de crédito. En las diligencias formadas
sobre el particular Carrillo consignó que se fabricaban 83 barriles de vino
al año, cantidad que a la luz del número de huertas y cepas que había le
pareció muy “corta”. Intrigado, se puso a investigar, sólo para concluir
que según el “sentir común” se obtenía “más utilidad” vendiendo la uva
en racimos o haciendo dulce que reduciéndola a vino, porque éste en-
frentaba la competencia del de Parras, que era mejor y más barato, del
que por lo mismo entraban en el lugar “crecido número de barriles”. El
vino producido localmente, “como tan a propósito, se gasta tan sola-
mente para celebrar”.56
En este mismo sentido puede invocarse el testimonio del bachiller
José Cesáreo López de Nava, quien explicó que, “a causa de que unos
años son más abundantes en las cosechas de uva que otros no puedo
asegurar con toda certeza el número de barriles que anualmente fabrico
o pueda fabricar de la uva que cosecho en mi huerta”. Añadía que en 1796
“la cosecha fue abundante”, lo que le permitió fabricar seis barriles de
vino, “y esto fue por no haber logrado vender la uva en grano, que cuan-
do se me proporciona esta venta omito la fábrica de vino, con atención a
evitar gastos y que los frutos son muy moderados por la cortedad de la
ventajosa ubicación “en preciso paso para tierra adentro”. Los artículos
que más se vendían eran “ropas de Puebla, géneros y vinos de Castilla”.
La industria se reducía “a algunos fletes de recuas y la venta de frutos de
las huertas, ambos de poca consideración”. En cuanto a las huertas dice
que eran 140, “que producen muchas frutas de Europa, algún algodón
y en las que se contienen 107 396 cepas, de cuyos frutos, después de
vender la mayor parte en uva y conservas, se fabrican de 35 a 40 barriles
de vino al año”.59 Adviértase que repite el número de cepas consignado
en el padrón de 1789, aumenta algo el de huertas y reduce a la mitad el
de barriles de vino. Insisto, porque me parece sospechoso, habida cuen-
ta de su gran peso en la economía local: ni una sola palabra sobre las
fábricas de chinguirito. Una de dos: o esas fábricas habían desaparecido
súbitamente, lo cual por otros informes sabemos que no sucedió, o Ca-
lleja, que debía saber que había una investigación en curso sobre el asun-
to y se esperaba una resolución real, prefirió no adentrarse en esos
terrenos; finalmente, no lo habían enviado a Aguascalientes a investigar
la fabricación de bebidas prohibidas.
En cualquier caso, en el verano de 1792, cuando Calleja recorría la
subdelegación, el rudo embate inicial contra los productores de chingui-
rito había quedado en “agua de borrajas”, no más que eso. La tozudez
de los huerteros, su habilidad para evitar el golpe, la diplomacia de la
que habían hecho gala al ganar para su causa a personajes importantes
y su paciencia, habían logrado que el proceso se prolongara y que su
propósito inicial de castigar la producción ilegal de chinguirito se disol-
viera en una confusa investigación sobre las huertas, sus cepas y su ca-
pacidad para producir vino y aguardiente de uva. Desde luego, ello no
hubiera podido lograrse sin la cooperación del cabildo, del cura párroco,
del canónigo Díaz de León, del intendente Villaurrutia y de otros muchos
funcionarios, todos los cuales compartían la idea de que en ningún mo-
mento se había puesto en riesgo la hegemonía de los caldos peninsulares.
la licencia concedida por el rey era “beneficiar a los pobres” que sólo
producían “pequeñas cantidades” de aguardiente, por lo que se permitía
la operación de sus fábricas, por insignificantes que fueran, siempre y
cuando “observen las formalidades establecidas”.61
Estas medidas eran teóricamente benéficas para las fábricas de chin-
guirito de Aguascalientes, que eran de las permitidas y que además con-
servaban su tradicional mercado en Zacatecas, Bolaños y demás reales
de minas cercanos en los que se consumían grandes cantidades de aguar-
diente sin que pudiera producirse ni un solo barril. Si además era cierto,
como se había dicho con insistencia, que muchos pobres obtenían por
esta vía sus medios de subsistencia, de ellos también se había acordado
el magnánimo rey.
Por si ello fuera poco, mediante una cédula fechada el 14 de agosto
de 1796, que se publicó en la villa el 12 de febrero de 1797, el rey auto-
rizó el cultivo de 107 396 cepas en las huertas de la villa y la fabricación
de 80 barriles de vino de uva al año. Las cantidades corresponden, exac-
tamente, a las que figuran en el padrón del 19 de diciembre de 1789.
Además, liberó a los viñeros de “la pensión” o impuesto del 2% y les
permitió reponer las cepas que se murieran, aunque ello se haría en for-
ma limitada, sin sobrepasar “la posesión, número y terreno en que ac-
tualmente está hecha la plantación, con prohibición estrecha en todo
tiempo de que no se puedan aumentar, ni propagar con pretexto alguno,
sin expreso real permiso, bajo las más serias penas”. Salvo esta última
advertencia, que nadie tomó demasiado en serio, la cédula constituía una
victoria rotunda para la villa. Si tenemos en cuenta que en realidad el
lugar nunca había contado con permiso para cultivar vid y fabricar vino
podemos aquilatar el verdadero valor de esta cédula, que reconocía y
legalizaba una situación de hecho. Como dijo un poco después el procu-
rador José Antonio Dávalos, “la piedad soberana del Rey […] se sirvió
cédula real.63 Por razones muy entendibles, la élite local siempre había
tratado de ganar para su causa a los alcaldes mayores, ahora convertidos
en subdelegados. Aparentemente lo había logrado con el canario Herre-
ra y Leyva, el antecesor de Carrillo, pero éste, tal vez por ser criollo,
mostró un celo inusual y decidió poner bajo la lupa los negocios que se
hacían en la jurisdicción a su cargo, señaladamente las huertas de la villa,
que habían dado tanto de qué hablar durante los últimos años. Carrillo
tenía experiencia, pues había sido subdelegado en Sayula, la jurisdicción
más poblada de toda la extensa intendencia de Guadalajara.64 Además,
había participado en el juicio de residencia que se le formó a Alejandro
Vázquez de Mondragón, el último alcalde mayor que despachó en el
lugar, lo que sugiere que tenía algún conocimiento de los asuntos locales.65
Siguiendo a Brading, Pietschmann y otros autores, la actitud que asumió
Carrillo puede verse como una expresión de los cambios que se buscaban
con el nuevo régimen de intendencias: la supresión de las antiguas alcal-
días mayores, la mayor eficiencia del aparato burocrático y la correlación
de fuerzas a nivel local.66
estaban plantando. Se infería que las cepas autorizadas eran las que
aparecían en el padrón de 1789, pero aquí empezaban los problemas
porque a poco andar Carrillo averiguó que la información contenida en
ese documento no era creíble. Además, había huertas formadas después
de esa fecha que tenían sus cepas, otras habían cambiado de dueño y en
muchas se habían sembrado sarmientos para reponer los que se habían
perdido. Andaba por ahí un personaje importante, el recaudador de al-
cabalas Jacinto López Pimentel, que explotaba a ojos vistas una huerta
enorme, la más grande y rica de la villa, sembrada con miles de parras
nuevas. Carillo se preguntaba cómo debía proceder. ¿Era siquiera posible
conciliar la situación que tenían las huertas en 1797 con los términos de
la cédula de 1796, que a su vez estaba basada en el padrón de 1789, el
cual no era de ninguna manera una base fiable de información? ¿Cuántas
cepas debía autorizar en cada una de las huertas que había en la villa?
¿Debían extirparse las cepas sembradas después de 1789, lo que cierta-
mente implicaría la ruina de muchas huertas? En cierta forma, los horti-
cultores acabaron atrapados por sus propias mentiras: en 1789, en
complicidad con el subdelegado Herrera y Leyva, declararon 107 396
cepas; ocho años después, el subdelegado Carrillo, que no parecía dis-
puesto a entenderse con ellos de la manera tradicional, contaba las cepas
huerta por huerta y exigía que se ajustaran al número autorizado (que
era el que ellos mismos habían declarado).
El 1 de marzo de 1797, en una extensa carta que dirigió al fiscal de
hacienda de la audiencia de México, Carrillo explicó que él no era sub-
delegado en 1789, cuando se formó el padrón de huertas de la villa, y
por lo mismo ignoraba “qué cantidad de cepas debe mantenerse” en cada
una de ellas. Explicaba que “siendo éste un ramo de industria que año
por año se ha aumentado” era muy difícil averiguar cuantas cepas tenía
cada heredad en la época en que se formó el padrón, “porque cada indi-
viduo dueño de huerta lo negaría por la comodidad que le resulta y por
el dolor que le causaría el destrozar o arrancar el crece”. Por otra parte,
si se pidiera a cada propietario “la correspondiente justificación” los
únicos perjudicados serían los pobres, “por la mayor facilidad que tienen
los ricos en probar lo que quieren”. También decía que según sus inda-
las huertas y la vid 163
Fuente: AHEA-FPN, caja 32, exp. 5, f. 62v-64; caja 33, exp. 3, escritura 8, f.14; caja 33, exp. 3,
escritura 9, f.15-16; caja 34, exp. 2, f.6-7.
La alianza que tiene con todos los individuos que componen este
Ayuntamiento, quienes unos porque son mercaderes y los otros
hacenderos, como todos ellos necesitan de su favor para sus igua-
las de alcabalas y apuros de las memorias de ropa que introducen
para el surtimiento de sus tiendas, y a más de esto, como con su
astucia y labia los tiene embelesados y verdaderamente domina-
dos, y más a los que componen la junta municipal, hizo que lo
nombraran de administrador de los propios, contra lo mandado
por el superior gobierno.
Si las cosas eran así, si todos eran clientes de López Pimentel y es-
taban a sus expensas, ¿quién se iba a atrever a hacer declaraciones en su
contra? Al subdelegado, que había decidido romper lanzas contra el
cabildo, la respuesta le parecía evidente. Para él, que en esta diatriba
quería presentarse como un campeón de los intereses reales, era claro que
el propósito de López Pimentel era montar “cuantiosas fábricas de vinos
y aguardiente, con perjuicio de los que hasta ahora se han sostenido de
este arbitrio” y grave daño del pueblo, “que ya escasamente halla verdu-
ras para su gasto, por haberles dicho receptor escaseado el agua a los que
se dedican a poner sus hortalizas en los huecos de sus huertas”. El sub-
delegado añadía que, “tanto en sus concurrencias públicas como pri-
vadas”, el andaluz lo denigraba y se burlaba de su autoridad, lo que
las huertas y la vid 171
cada una tiene y los dueños a quienes pertenecen”.87 Se trata del más
completo e informado padrón que conocemos para la época virreinal. Al
parecer está basado en un registro previo, que seguramente se conservaba
en los archivos del cabildo, casi con certeza el padrón que permitía regu-
lar los riegos, porque se precisan las cepas “plantadas después de 1791”.
El resultado fue sorprendente, en cierta forma una reedición de las dili-
gencias que a fines de 1784 pusieron en evidencia que la villa toda estaba
convertida en una enorme fábrica de aguardientes contrahechos. Esta vez
lo que se descubrió fue que el padrón de 1789, que había sido la base de
la clemente medida real del 14 de agosto de 1796, que autorizaba el
cultivo de 107 396 cepas, el total de las que supuestamente estaban cul-
tivadas, había sido trucado y, además, que en ningún momento los viñe-
dos habían dejado de crecer.
Según el nuevo padrón, en la villa había 171 huertas, que ocupaban
una extensión de 285¾ solares y tenían sembradas 279 898 cepas, casi
el triple de las autorizadas por el rey. Como la merced real se refería al
número de cepas y no al de huertas o a la extensión de los cultivos, ahí
radicaba el desacato de los vecinos de la villa, que parecía enorme. No
un pequeño y comprensible abuso, sino una burla descomunal en agravio
de Su Majestad. En 1789 se contaron 104 huertas y 107 396 cepas; dos
años después, a pesar de que había una investigación en curso y se espe-
raba la sentencia, lo que debía inducir a la prudencia a los viñeros, ya
había 141 huertas y 235 798 cepas. Una de dos, o los plantíos habían
crecido vertiginosamente o la información enviada a Madrid era falsa.
En realidad no conocemos los registros de 1791, pero a la luz del padrón
que se levantó en 1797 parece obvio que en 1789 los cultivadores influ-
yeron en el ánimo del subdelegado Herrera y Leyva y lograron que en el
padrón que se envió a Madrid se rebajara el número de huertas y sobre
todo el de cepas. Ellos tenían buenas razones para temer que si consig-
naban el número real de cepas la paciencia real se agotara y se les casti-
gara con rudeza; el tamaño de su falta parecía directamente proporcional
y 13 780 cepas, una cantidad nada despreciable, el 13% de todas las que
tenía autorizadas la villa, aunque en realidad ni una sola cepa era de las
amparadas por el bando real. En general, las huertas y cepas de más
reciente plantación se concentraban en los barrios de Triana y Texas; en
el de San Marcos y en el casco antiguo de la villa el crecimiento era mí-
nimo. Ello era lógico, pues la tierra que podía incorporarse a la actividad
productiva se encontraba extramuros de la villa, en el perímetro todavía
no urbanizado. Los cultivos en el barrio de Triana databan de las prime-
ras décadas del siglo XVII, pero en el de Texas eran mucho más recientes;
de hecho, el barrio mismo apenas se estaba formando y su crecimiento
como zona de huertas recordaba vivamente lo que había pasado antes
en Triana.
extensión
cantidad
cantidad
cantidad
cepas
cepas
cepas
Triana n.d. n.d. 28 69¾ 68 188 39 91¾ 89 564
Texas n.d. n.d. 68 128 127 233 84 153 151 132
San Marcos 12 5 205 26 13½ 12 193 26 13½ 12 193
Villa n.d. n.d. 19 24½ 24 184 22 27½ 27 034
Totales 104 107 396 141 235¾ 235 798 171 285¾ 279 923
Fuente: “Razón de las huertas que tienen viña en esta villa con expresión de las cepa de que se
compone cada una” (19 de diciembre de 1789) y “Reconocimiento de huertas, sus terrenos,
número de viñas que cada una tiene y los dueños a quien pertenecen” (27 de junio de 1797),
AGN, Industria y comercio, v. 17, f. 112-113 y f.148-153. La extensión está indicada en solares:
un solar = 2 500 varas cuadradas = 1 756 metros cuadrados. 235 ¾solares = 41 3977 hectáreas;
285¾ = 50 177 hectáreas. El padrón de 1789 no indica la extensión de las huertas.
las huertas y la vid 177
El nuevo padrón era claro y por lo visto inobjetable: en la villa había 171
huertas de viñas y se cultivaban 279 898 cepas, o sea, casi el triple de las
autorizadas. Como es natural, los huerteros temían que se ordenara la
destrucción de todas las cepas que no constaban en el padrón de 1789.
La prosa del procurador es escurridiza y esquiva, es obvio que le resul-
taba muy difícil edulcorar la cruda verdad y defender adecuadamente a
los vecinos de la villa, que una vez más se habían burlado olímpicamen-
te de las indicaciones reales. Suponiendo tal vez que a fuerza de repetir-
se las mentiras acaban convirtiéndose en algo parecido a la verdad, dijo
que “desde su erección” [de la villa] se habían establecido viñas “con
licencia superior del gobierno de este reino [de la Nueva Galicia]”. Con
la uva producida se hacía vino, es verdad, pero poco, no más de 80 ba-
rriles, “que se invertían en misas y otros usos”. Las cepas locales no eran
“tan feraces y productivas como lo son las de los dominios de España”,
por lo que “ningún perjuicio podía inferírsele” al comercio de los vinos
y aguardientes peninsulares. Por lo demás, las huertas eran el sostén
principal del ramo de propios, pagaban alcabala y diezmo y, en resumen,
aseguraban “la subsistencia de este vecindario”. Imponerles nuevos gra-
vámenes sería tanto como “reducir a miserable estado una villa digna de
sostenerse como de la primera atención de esta provincia”. Por fin, des-
pués de muchos inútiles rodeos, el procurador intenta un acto de verda-
dero ilusionismo y declara: “es visto que todas las [cepas] comprendidas
en el reconocimiento están amparadas por su Majestad”. O sea, por el
simple hecho de haber sido sembradas y registradas en un padrón las
viñas de la villa contaban con la protección real, sin importar que la
cédula de 14 de agosto de 1796 dijera otra cosa. Tener o no permiso para
cultivar vid y fabricar vino era lo de menos: lo verdaderamente impor-
tante era el fondo de propios de la villa, alimentado por las huertas; el
abasto de uva, frutas y legumbres de “todos los lugares inmediatos”; y
en última instancia “el aumento y felicidad” de los vecinos del lugar. Por
todo ello, según la curiosa lógica del procurador, no debía ordenarse la
destrucción de las cepas excedentes, “por ser tan de grave daño a tanto
las huertas y la vid 179
por qué las cosas eran de otro modo y de hacer ver la conveniencia de que
el rey, los tribunales y las autoridades locales ajustaran su proceder a los
hechos. Con ligeras variantes, se trata del mismo argumento esgrimido en
su defensa, doce años antes, por los fabricantes de chinguirito. Como ha
señalado Margadant, las leyes de Indias eran imprecisas e incluso contra-
dictorias, a lo que en muchas regiones aisladas se sumaba “la escasez de
letrados y de libros de derecho”. En Aguascalientes y otras villas de tierra
adentro muchas costumbres pugnaban con el derecho escrito, pero los
contraventores no necesariamente se sentían en falta. “Cuando la autori-
dad se daba cuenta de la existencia de tal costumbre y no se oponía, los
autores generalmente consideraban que la costumbre debía prevalecer
sobre el derecho escrito”.92
desenlace
100 Descripción del partido de Aguascalientes del subdelegado José Joaquín Mas-
ciel, 20 de noviembre de 1804, recogida en Enrique Florescano (comp.), Des-
cripciones económicas regionales de Nueva España. Provincias del Norte,
1790-1814, SEP/INAH, 1976, p. 109-110.
101 Según Rojas, “el alcabalero de la villa informó haber dado salida durante el
año de 1784 a 1447 barriles de aguardiente del criollo de la tierra”. (“El
cultivo de la vid y la fabricación de chinguirito”, p. 45.)
102 Lozano Armendares, El chinguirito vindicado, p. 121-128.
las huertas y la vid 185
106 AHEA-Fondos Especiales, caja 3, legajo 3. Los plantíos más grandes eran dos
y tenían 600 magueyes cada uno. Muchos tenían 50 y alguno sólo 12.
107 Archivo Histórico Municipal de Guadalajara, Censos 1813-1814, legajo 28-2.
108 Estimación a partir del “Reconocimiento de huertas, sus terrenos, número de
viñas que cada una tiene y los dueños a quien pertenecen” (27 de junio de
1797), documento citado, AGN, Industria y Comercio, v. 17, f.148-153. Véa-
se el cuadro de la p. 165.
109 “En sus mejores momentos –durante el siglo XVIII–, los viñedos parrenses
ocupaban entre 750 y 1 416 hectáreas” (Corona Páez, La vitivinicultura en
Parras, p. 137).
las huertas y la vid 187