Cohetes de Regocijo Una Interpretación de La Fiesta Mexicana

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María del Carmen Vázquez Mantecón

Cohetes de regocijo
Una interpretación de la fiesta mexicana

México
Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas
2017
264 p.
(Serie Historia General, 35)
ISBN 978-607-02-9484-6

Formato: PDF
Publicado en línea: 14 de noviembre de 2017
Disponible en:
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QUEHACER DE LA PÓLVORA
EN LA VIDA COTIDIANA DE LOS COHETEROS

Por motivos fiscales y por cuestiones de seguridad, la pólvora fue


una de las cosas que muy pronto estancaron, en su fabricación y
venta, los estados europeos.1 En la Nueva España, ésta se recibía de
la metrópoli y se incorporaría como ramo de la Real Hacienda en
1569 bajo el régimen de arrendamiento, concertando “asientos” con
particulares.2 Se manufacturaba, a partir de entonces, en las azoteas
de las casas reales, pero “su peligrosidad” llevó a que, hacia 1600
durante el gobierno del virrey Luis de Velasco, se creara la fábrica de
Chapultepec.3 Con respecto a la pirotecnia de regocijo, el asentista
era el que expedía las licencias de oficio para los que ejercían como
“maestros” o “ministros coheteros”,4 en el caso de los que eran indios,
casi siempre el virrey en turno los favoreció en las querellas que
entablaban cuando se les impedía ejercer, de acuerdo con las Leyes
de Recopilación que los amparaba,5 siempre y cuando compraran la
1Covadonga Villar Ortiz, La renta de pólvora en Nueva España 1569-1767, Sevilla,
Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1988, p. 10.
2 Ibidem, p. 30. Señala que Fonseca y Urrutia en su Historia de la Real Hacienda

en Nueva España, se equivoca al ubicar el primer arrendamiento del ramo de pól-


vora en 1590.
3 Nidia Angélica Curiel Zárate, La fábrica de pólvora de Santa Fe, 1780-1825,

tesis de maestría, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, 1996,


p. 15-16.
4 Archivo General de la Nación [en adelante agn], Indios, v. 29, exp. 245, 1687.

5 Su excelencia Albuquerque manda a las justicias se ampare a Gabriel Ramos,

indio y oficial cohetero, y no consientan que otros oficiales y ministros de dicho


oficio le impidan vender sus obras, ibidem, v. 23, exp. 89, mayo 11 de 1658. En otro
expediente de 1687, el conde de la Monclova, ordena al asentista general de la
pólvora, de licencia a Juan Santiago, “ministro cohetero natural de la ciudad de Mé-
xico para hacer invenciones de fuego y que le regresen sus herramientas e instru-
mentos que le quitaron”, ibidem, v. 30, exp. 93, 1687. Véase, asimismo, ibidem, v. 32,
exp. 230, 14 de agosto de 1694, donde el virrey conde de Gálvez, ordenó a la jus-
ticia de Izúcar, no impedir el trabajo de dos coheteros indios del pueblo de San
Agustín Tepexco.

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pólvora con el asentista y pagaran su tributo.6 Sin embargo, no go-


zaron de protección en el caso de infligir las normas, como sucedió
con dos indios —Nicolás y Bartolomé de la Cruz— presos en la cár-
cel pública de Xochimilco por haber sido aprehendidos con cohetes
y “pólvora falsa” (la que no provenía del Estanco),7 caso éste muy
menor, en comparación con el problema que enfrentaba la adminis-
tración en cuanto al enorme negocio que se había desarrollado por
el contrabando de pólvora y de sus principales ingredientes.
Con la llegada de los Borbones al trono, a principios del siglo
xviii, comenzaron los deseos de control, sin que por otro lado dis-
minuyeran las prácticas clandestinas. El virrey marqués de Valero,
en 1718, dictó una ordenanza —ratificada por su majestad en 1724—
que obligaba a los coheteros a tener “sus tiendas en los arrabales”.
Aunque esta requisitoria formó parte de las Ordenanzas de Gremios
de la Nueva España,8 no hay ningún registro de que, en toda la
época colonial, hubiera existido uno para los artífices de la capital,
aunque los coheteros intentaron constituirse como tales.9 Además,
se estableció que sólo ellos podían tener tienda con licencia del asen­
tista general y, fue ratificado por el virrey de Casa Fuerte, que la
fabricación debía constar a partir de materiales comprados al Es-
tanco.10 Este virrey, hacia 1734 seguía la norma de proteger a los
indios de todo el reino, lo que se siguió reflejando en las peticiones
de muchos que, a su vez, eran coheteros.11

6 Ibidem, v. 28, exp. 144, 11 de noviembre de 1684.


7 agn, Pólvora, c/e 5483-008, febrero de 1688. Durante los siglos xvii, xviii
y xix, son abundantes los documentos que denuncian contrabandos y cargas de
“pólvora falsa”, con o sin reos.
8 Ordenanza de Gremios de la Nueva España. Compendio de los tres tomos de la Com-

pilación Nueva de Ordenanzas de la Muy Noble, Insigne y Muy leal Ciudad de México,
compilación de Francisco del Barrio Lorenzot, introducción y cuidado de Genaro Es-
trada, México, Dirección de Talleres Gráficos, 1921.
9 En otras regiones de la Nueva España sí pudieron consolidarse en gremio

como, por ejemplo, en Valladolid y en Oaxaca. Véase agn, Tributos, v. 43, exp. 8,
donde hay matrículas de tributarios para 1793 y 1794, registrando los recibos de
los gremios, entre otros el de coheteros oaxaqueños, quienes hacían un pago (nada
menor) de 28 pesos cuatro reales.
10 agn, Indiferente Virreinal, Pólvora, c/e 5586-062, 1723; c/e 3610-016, 1723; c/e

5586-062, 1723.
11 agn, Indios, v. 54, exp. 8, 1734.

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En 1745, fue detectado un robo de materiales del Real Molino.12


La averiguación llevó a descubrir una red de implicados, iniciando
los autos contra el cohetero mestizo Pedro Manuel de Ortega, en
cuya casa de vecindad, debajo de la cama, encontraron pólvora y
salitre, confirmando varios testigos que los vendía a sus colegas
y confesando él, que atajaba a los compradores —coheteros e indios
de fuera— en un zaguán cercano al Estanco. Su expediente confir-
maría porqué entre las autoridades, pesó mucho la consideración
de que los coheteros estaban entre la gente de más mala fama: era
la tercera vez que iba preso (la primera, por denuncia de su mujer
de malos tratos y la segunda, por haber descalabrado a un carni-
cero). A partir de sus declaraciones, fue también procesado el espa-
ñol Cristóbal Antonio Rodríguez (éste se desempeñaba como
mayordomo del Real Molino), quien se declaró culpable de haber
hecho esa venta clandestina.13
Un cohetero español de nombre Roberto Flores, fue procesado
en el año de 1748 —tenía su tienda en la Plazuela del Rastro— por
haber dado a dos indios “un pase” de mercancía (catorce docenas
de truenos y cuatro docenas de cohetes de varilla) que redactó con
lápiz y que no declaró al Real Estanco, que era quien debía extender
uno oficial. Esto se supo gracias a que los indios fueron después a
comprar una libra de pólvora “de la gorda” al Estanco, donde les
preguntaron por lo que llevaban. Se descubrió, además, que Flores
había vendido muchos más truenos y cohetes de los que decía el
pase “con fraude al Real Estanco según sus Ordenanzas”, y que,
una vez examinados por dos peritos, contenían menor cantidad de
pólvora que la exigida. El material dudoso quedó retenido mientras
se llamaba al cohetero a declarar, quien días después, negó ser el
autor de los truenos. Se mandaron traer entonces unos de su taller,
determinando de nuevo el peritaje que en “figura, lío, bocuelas y
papel de breviario”, eran “de la misma labor”, por lo que fue a dar
a cár­cel con los cargos de haber cometido daño contra el asiento y
contra el público. Los indios, originarios del pueblo de San Pedro
Tezompa (habían hecho la compra el 28 de junio para la fiesta del día

Éste es sólo un ejemplo, ya que las pérdidas de pólvora y robos de las fábri-
12

cas y almacenes fueron constantes según los expedientes del ramo Pólvora del agn.
13 agn, Pólvora, c/ 4677-010, octubre de 1745.

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siguiente a su patrono San Pedro), al ver retenidos los truenos regre-


saron a la tienda, según declararía el cohetero una vez en prisión,
donde se vio precisado a darles otros “por no hacerles vejación”.14

Con respecto al interés de los coheteros de la capital por constituir-


se como gremio, hay pruebas de que lo intentaron por lo menos
desde el año de 1753.15 Quince años después no lo habían logrado,
según se registra en “los autos” (serie de ordenanzas que los in-
teresados proponían) que presentaron en 1768 a la Nobilísima Ciu-
dad. Ésta, comisionó a uno de sus miembros —Francisco Antonio
Casuso— para que hiciera un informe que se llevó a cabo sin la regla-
mentación correspondiente, por lo que, en el mes de marzo de ese
año, en reunión de Cabildo, decidieron que se pasaran los autos, sin
el informe, al Procurador General, con objeto de que él propusiera
sus reglas.16 Él respondió al Ayuntamiento hasta el mes de diciembre
de ese año, diciendo que se debía informar de los autos a “la supe-
rioridad de Su Excelencia” (se trata del virrey de Croix), para que
en las ordenanzas no se excluyeran “cosas que perjudiquen al Co-
mún”, buscando siempre “la quietud de los coheteros en los con-
tinuos ocursos que hasta ahora han hecho”; que en adelante, se
manejen “con buena armonía”; y evitar “los muchos fraudes que los
no inteligentes de este arte y aun los peritos ocasionaran”.17 El virrey
ordenó, en marzo de 1769, que fuera la Nobilísima Ciudad la que
resolviera el caso, asunto que, como no era atendido, motivó la queja
de “los Maestros Coheteros de esta ciudad”. En un memorial firmado
por su representante Joseph Moreno Montemayor, recurrieron di-
rectamente al virrey, alegando los graves perjuicios que la demora
causaba “no sólo a las partes”, sino también “al real haber”, y pidién-
dole que pusiera un plazo al Ayuntamiento para la resolución. Por
su parte, el máximo funcionario del reino, si bien aparentó apoyar-
los al pedir de nuevo a los del Cabildo que ejecutaran lo prevenido,

14
agn, Criminal, v. 560, exp. 5.
15
agn, Indiferente Virreinal Civil, c. 6606, exp. 30.
16
ahdf, Actas de Cabildo, v. 88a., 18 de marzo de 1768.
17
Ibidem, v. 89a., 30 de enero de 1769.

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les sugirió también, que debían detener la posibilidad de otro recla-


mo. Sorpresivamente, en la sesión del 8 de mayo, los regidores acor-
daron se obedeciese el superior decreto de su excelencia, y que se le
pasara recado al procurador “para que despache los autos como su
excelencia manda”.18 ¿Quién, por fin, debía solucionar el caso? En
este ir y venir de los autos de una oficina a otra, se trasluce el verda-
dero designio del virrey, que era dar largas al asunto, apremiado,
entre otras cosas, por la desconfianza hacia los coheteros por su
comportamiento y múltiples querellas, por las peligrosidades polí-
ticas que acarreaba ese oficio (que dominaba los secretos de los co-
hetes y las bombas), y, seguramente también, porque respaldaba
plenamente las ordenanzas sobre la fabricación y el manejo de la
pólvora que elaboró el visitador Joseph de Gálvez desde 1766.

Con la “Instrucción y Ordenanza para el establecimiento de la Real


Fábrica de Pólvora de cuenta de Su Majestad” propuesta por Gálvez,
se terminarían en teoría los contratos con los asentistas, siendo la
corona la que llevaría, en adelante, la administración.19 Una de esas
instrucciones, implicaba, para empezar, el remozamiento del edificio
de Chapultepec, prohibiéndose cualquier confección de pólvora
fuera de la Real Fábrica, mientras otras reglas, estipularon las con-
diciones que debían tener el salitre, el azufre y el carbón. Durante
la segunda mitad del siglo xviii, continuó la orden de que el salitre
para coheteros, boticarios, plateros, “y demás artesanos que lo con-
sumen”, sólo podía comprarse al Estanco. Esta sal de la tierra (tra-
bajada por individuos de todos los estratos de la población, incluidos
los indios) era la que se reconocía de poca actividad, pero a la que
se purificaba y se cristalizaba repetidas veces. Por su parte, si bien la
explotación del azufre (que se extraía sobre todo de las minas de
Taximaroa, hoy Michoacán) era concesionada, su venta también

Ibidem, 8 de mayo de 1769.


18

Biblioteca Nacional de México, Fondo Reservado, R391LAF, Carlos Francisco


19

de Croix, Ordenanzas y reglas para salitreros, coheteros y azufreros, 20 de marzo de 1767.


Incluye con ese título dos ordenanzas de Gálvez: la relativa a la Real Fábrica, del
15 de septiembre de 1766, y la otra titulada Ordenanzas y reglamentos que deben obser-
var todos los artífices del arte de cohetería, del 20 de diciembre de 1766.

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correspondía al Estanco y fue precisado que “inteligentes imparcia-


les” debían fijar su precio, sin perjudicar a la Real Hacienda ni a
los azufreros. Con respecto al carbón, se prefería el de las ramas de los
sauces y se prohibía a los indios carboneros (los indios fueron los úni-
cos que se dedicaron a este oficio) que cortaran sus troncos. Después
de abastecer mucha pólvora de buena calidad para usos de la guerra
y la defensa, la que vendía el Estanco podía ser más fina (costaba
diez reales la libra y se destinaba a los cazadores) o simplemente fina,
para coheteros y mineros (a ocho reales, aunque para favorecer a
estos últimos, se les vendía a seis), mientras la libra de salitre puri-
ficado valía cuatro reales y la de azufre, dos reales.
Para los salitreros y los que ejercían el oficio de coheteros (o los
que tenían tienda de cohetería) hubo un renovado control. Les fue
recogida la licencia que antes otorgaban los asentistas, para que una
nueva fuera expedida por el director del Real Estanco de Pólvora,
junto con una copia del reglamento para que no pudieran alegar
ignorancia. Ahora, estarían sujetos a la jurisdicción, corrección y cas-
tigo del “juez de la pólvora; las penas iban desde perder lo fabrica-
do o vendido, hasta purgar dos años de destierro, o cuatro o seis de
presidio. Como no podían usar ningún ingrediente que no hubieran
comprado al Estanco, debían llevar “un libro” (o “librete”) en el que,
para evitar fraudes, eran registradas cada una de sus transacciones.
Además, quedó estipulado que las coheterías y las tiendas serían
visitadas con frecuencia y—extraídas de las mismas reglas que los
coheteros formularon “cuando pretendían formar gremio de su ofi-
cio en la capital”—, José de Gálvez indicó el tamaño de los cohetes,
ruedas y “retenidas de luz”, la medida y el grosor de los cañutos, las
cantidades de pólvora y los alcances de una libra de ésta, debiendo
hacerse las mezclas muy finas y bien templadas, sin recargarlas
de carbón. Todo esto, estaba precedido por la certeza del visitador
General de que “la antigua costumbre de celebrar las festividades y
los acaecimientos felices con fuegos de artificio”, merecía que el go-
bierno cuidara de que el público no padeciera engaño y que el Real
Estanco no fuera defraudado.20
Según Gálvez, uno de los mayores problemas estaba en el des-
falco al tesoro público, asunto sobre el que insistió al alertar al virrey
Bucareli y Ursúa, en 1771, de la existencia de fábricas de pólvora

20
Idem.

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clandestinas, “por la excesiva ganancia que con ellas logran los de-
fraudadores” y a la entrada constante de ese compuesto por contra-
bando proveniente de Europa.21 En sus Reales Ordenanzas para los
Intendentes de la Nueva España, Carlos III ratificó, “movido del
paternal amor que me merecen mis vasallos”, el reglamento de
Gálvez que dio a conocer el virrey de Croix en marzo de 1767. Fue
agregado que “a los ocultos fabricantes de pólvora y a los que la
introduxeren de contrabando”, los persiguieran, aprehendieran y
castigaran, además encomendó a los intendentes, justicias ordina-
rias y “ministros en el resguardo de mis rentas”, el cuidado de que
salitreros, azufreros y coheteros, observaran “las particulares re­
glas”.22 Las autoridades del ramo, recibieron durante los años de
1773 y 1774 distintas minutas sobre “la obligación de los maestros
coheteros de México”.23

El administrador de la pólvora de Taxco se quejaba ante el virrey


Bucareli, de que el alcalde mayor de su partido había prohibido a
los coheteros fabricar artificios, lo que había redundado en un menor
consumo de salitre, azufre y carbón con perjuicio de la renta y de-
nunció, de paso, a las justicias que no vigilaban los contrabandos.
Por su parte, el alcalde alegó en su defensa, que sólo había prohibi-
do los cohetes voladores por los incendios a las casas, pero no las
invenciones de fuego que acompañaban a las festividades de todos
los días.24 Los argumentos para la veda de los cohetes voladores,
según el fiscal de la Real Hacienda en un informe-petición dirigido
al virrey de Mayorga, en septiembre de 1779, se centraban en los
incendios, perjuicios y accidentes que podían causar; en la escasez

21 Informe del marqués de Sonora al virrey don Antonio Bucareli y Ursúa (31 de di-

ciembre de 1771), edición facsimilar, estudio introductorio de Clara Elena Suárez


Argüello, México, Ciesas/Miguel Ángel Porrúa, 2002, p. 116.
22 Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de Intendentes de Exército y

Provincia en el Reino de la Nueva España, Madrid, De orden de Su Magestad, 1786,


p. 177-178.
23 agn, Indiferente Virreinal, Pólvora, c/e 4991-045, 1773-1774.

24 agn, Pólvora, v. 64, exp. 4, 1776.

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de pólvora, que era necesaria para la defensa del reino y el abaste-


cimiento de las milicias y, entre otros, en la necesidad de ayudar al
monarca a sostener la guerra que recién había declarado a la Gran
Bretaña. Pero también, y sobre todo, en el hecho de que estaban
destinados para la celebridad y demostración de júbilo en las fiestas
religiosas, casi cotidianas en la Nueva España que, sin embargo, “no
conducían ni al culto ni a la devoción” como debiera presumirse,
sino a “una breve diversión de la gente ignorante del vulgo, que
lejos de moverse a los actos de piedad a que la iglesia santa dirige
sus solemnidades, las profanan, quebrantan y convierten en usos
inicuos”. Para ese funcionario, lo que propiciaban esos cohetes era
“el regocijo del vicio”, convirtiendo todas esas funciones en ebriedad
y disolución, entretenimientos que, concluyó al respecto, abomina-
ban “las personas de sentimientos y buen juicio”. Tan le parecía un
asunto de estratos sociales, que denunció a la gente “indiscreta y sin
reflexión” que disparaba los artificios dirigiéndolos intencionada-
mente al concurso y en particular a personas distinguidas.25 Creía,
en suma, que el reino novohispano debía abolir los cohetes volado-
res de fuego, los “buscapieses” y las bombas, imitando la prohibición
absoluta de artificios impuesta por Carlos III en España26 (soberano
“sabio y justo” que dio esa resolución con “causas justificadas” y a
pesar de “los repetidos clamores de los artistas” que no tenían con
qué mantenerse); oponiéndose, el fiscal, a los que sostenían que
habría quebranto en la Renta de la Pólvora que fundaba en ellos una
buena parte de sus fondos, con la tesis de que su proscripción, más
bien, redundaría en un ahorro de los materiales con que se fabrica-
ban, dado el hecho contundente de que esos cohetes se usaban en
todo el reino y en todo género de celebridades.
Unos meses después, el virrey daría su opinión sobre esta soli-
citud, en una de las pocas ocasiones en que no ratificó el parecer
del fiscal. Martin de Mayorga, además de velar por los intereses del
erario, incorporaba en su discurso la necesidad de manufacturar
pólvora de “mucha y de gran calidad” para ayudar a sostener la
guerra de España con la Gran Bretaña, para lo que también hacía
falta dinero, asunto que previó fomentando el uso de fuegos artifi-
ciales en las fiestas, siempre y cuando se mantuviera el orden, la

25
agn, Indiferente Virreinal, Civil, c/e 2613-024.
26
bne, Sala Cervantes, VE/1329/24, Bando, Madrid, 2 de octubre de 1761.

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seguridad y la tranquilidad de los vecinos. También se refirió, este


funcionario ilustrado, a no afectar al “crecido número de indios y
gente pobre que se dedica al arte de formar semejantes fuegos”.27
Entre 1781 y 1782 se multiplicaron los bandos sobre la importancia
del acopio de salitres y el apoyo a sus productores.28 Desde 1780, fue
inaugurada, en la Nueva España, una nueva fábrica de pólvora en
las lomas de Santa Fe (que entraría en funciones dos años después),
porque se informaba que la de Chapultepec —que de todos modos
continuó confeccionando pólvora— “no podía proveer suficiente-
mente a este reyno.”29
En los últimos cuatro decenios del siglo xviii y en los primeros
del siguiente, las variadas prohibiciones borbónicas o su indiferencia
para hacer fiestas, disparar cámaras y quemar cohetes de flama o
voladores, llegaron realmente a desestabilizar los “recomendables
caudales”, que —al decir de muchos empleados públicos a lo largo
y ancho del reino— aportaba la Renta de Pólvora al erario y que en
esos momentos, era apremiante “por las circunstancias de la guerra”.
Los coheteros, a su vez, ante las prohibiciones señalaban que pade-
cía tanto la renta de la pólvora” como su economía familiar.30 Mien-
tras tanto, las solicitudes de funcionarios y de particulares para que
se prohibieran los cohetes voladores en lugares públicos por los
incendios que provocaban y por “su abuso vicioso”, no cesaron, lle-
gando algunas veces (las menos) a lograrlo.31 Es significativo, en el
sentido de salvaguardar los intereses del monarca, el discurso de un

27 bnm, Fondo Reservado, R308. MIS.3, México, Virreinato, Martín de Mayorga

a todos los jefes políticos, 28 de junio de 1780.


28 agn, Indiferente Virreinal, Bandos, c/e 4508-022; c/e 5828075; c/e 6105-018;

c/e 0233-005.
29 Ibidem, Martín de Mayorga, 3 de octubre de 1780. Por su parte, Curiel Zára-

te, op. cit., p. 121, dice que la de Santa Fe estuvo en funciones hasta 1825, año en
que fue devastada por un incendio. Un año antes, había cambiado de nombre a
Fábrica Nacional, quedando, por orden del Ministerio de la Guerra, bajo la Direc-
ción de la Artillería. Sin embargo, las Memorias del Ministerio de la Guerra dan cuen-
ta de que continuó la fabricación de pólvora en Santa Fe (que fue reconstruida
varias veces) por lo menos hasta 1847.
30 agn, Pólvora, v. 51, exp. 12, Villa de León, 1779.

31 agn, Indiferente Virreinal, Pólvora, c/e 1663-006, 1793. En este caso, fueron

prohibidos los cohetes de flama dentro de los fuegos artificiales, arguyendo que el
año anterior, cuando fue publicada la Bula de la Santa Cruzada, un cohete que
despidió el árbol artificial que se puso en la Real Plaza, ocasionó un accidente en

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síndico del común de la ciudad de Puebla que —aunque estaba de


acuerdo con “las invenciones atadas y sujetas […] y otras ideas que
no disparan ni ofenden”— se mostraba contrario a los cohetes vo-
ladores, “que a la más leve fiesta divina o profana” disparaban con
abundancia tanto la gente común como la “civilizada”. La respuesta
que obtuvo por parte del director de la Pólvora (respaldado en la
posición del virrey y del mismo Carlos III, quien decidió por el
apremio de la guerra, fomentar el uso de fuegos de artificio en las
fiestas tanto en España como en sus colonias en un decreto fechado
en 1781) señaló que lo que demandaba, iba contra los intereses del
soberano y de la Renta y que era como si solicitara “que se evitase
la civilidad, por los funestos sucesos que han solido atraer las con-
currencias y disputas que por diferentes modos de pensar de los
hombres, se han ocasionado”.32
Igual sucedió con la instancia del alcalde de Zacatlán (Puebla),
quien, abrumado “por el excesivo abuso con el que se queman co-
hetes voladores con cualquiera frívolo pretexto”, intentaba proteger
a los vecinos que tenían casas de madera cubiertas con techos de
tejamanil. En su caso, le respondió el intendente Manuel Flon, que
su solicitud perjudicaba a muchos pueblos de coheteros y que, ade-
más, el uso de esos cohetes en las noches de las fiestas “de primera
clase” (el santo patrono, el Corpus y otras de cofradía) era “una
costumbre antiquísima”. Insistió en que había que cuidar de “su
exceso”, haciendo responsable de perjuicio al que los queme, pero
que debía permitirse su uso a los indios y a la gente de razón —que
sumaban en el padrón más de quince mil almas— porque, concluyó,
“esos infelices” —refiriéndose a los indios— y todos en general,
demostraban su afección a la devoción y culto de los santos con “ese
género de inclinación”, donde una restricción, redundaría “en tibieza
en el amor y reverencia del culto divino”.33

la “azotehuela” de la vivienda del contador de la Casa de Moneda donde había


materiales combustibles.
32 agn, Pólvora, v. 66, exp. 21, Puebla, septiembre de 1791.

33 Ibidem, v. 46, exp. 8, Zacatlán, 1793.

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QUEHACER DE LA PÓLVORA EN LA VIDA COTIDIANA 83

Así como había situaciones de solidaridad entre coheteros, las hubo


también de querella y de denuncia, sobre todo cuando estaba en
riesgo el ejercicio de su arte. Uno del Real Minero de San Matías y
Sierra de Pinos —que firmaba con el alias “El cogito cohetero” — se
quejó de que no le vendían materiales y también de otro artífice que
llegó de Aguascalientes (diciendo de él que no estaba “conforme a
ordenanza”), que fue contratado para la obra de fuegos en la cele-
bración de San Antonio. Salió a la luz, según los testimonios de sus
expedientes acumulados en el ramo, que “el cogito” había estado en
la cárcel y que eran constantes su embriaguez y sus escándalos,
por lo que, por lo pronto, fue reconvenido con la amenaza de qui-
tarle la licencia si continuaba con “sus faltas de respeto al admi-
nistrador de la pólvora”.34 El asunto del permiso para ser maestro
cohetero, se pedía directamente al virrey, quien a su vez, solicitaba
informes al director de la Pólvora.35 En algunos casos era denegado,
como cuando Joseph Pioquinto de Zúñiga requirió una licencia al
virrey para ser “Oficial de quetero”, aduciendo la respuesta —de
acuerdo a los informes que se pidieron a Antequera—, que si bien
“era perito en el arte”, se emborrachaba y peleaba constantemente,
pesando, además, el hecho de que ya era “superabundante” el nú-
mero de artistas en esa ciudad.36 La extendida convicción de que
los coheteros “practicaban una conducta muy oscura”, la encontra-
mos, incluso en el discurso de los mismos “artífices polvoristas”,
como cuando varios de ellos solicitaron en 1802 una licencia para
ejercer, poniéndose como ejemplo de buen comportamiento y de-
seosos de cambiar “el ultraje y desprecio de la ciudad”37 a los prac-
ticantes de ese digno oficio.
Lo que no cambió, fueron los intentos por controlar el extendido
contrabando de la pólvora y sus componentes, así como el merca-
do de su fabricación clandestina, ambos a gran y pequeña escala,
constituyendo estos últimos casos, las únicas huellas que quedaron
en los archivos. En relación con temas de corrupción que también
tenían que ver con la cohetería, en diciembre de 1799, el virrey

34 agn, Indiferente Virreinal, Pólvora, c/e 4538-031; c/e 4538-032; c/e 4538-034;

c/4538-036, todos de 1788.


35 Ibidem, c/e 5642-143, 1789 y Ayuntamientos, c/e 5617-127, 1799.

36 Ibidem, c/e 1663-001, 1793.

37 Ibidem, c/e 3566-012, 1802.

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84 cohetes de regocijo

Azanza tuvo que emitir un bando urgente ante el hecho de que ha-
bían sido robados papeles y documentos de archivos oficiales para
venderlos a bizcocheros, coheteros y boticarios (extracción que ya
había sucedido en 1789, luego en 1793 y que se repetiría en 1800),
“llevados de la facilidad con que los venden por la actual carestía”.
Estableció que los alcaldes de corte, jueces y alcaldes de barrio de-
bían celar a los compradores de papel, que sólo podían hacerlo
de bulas de bienios pasados, de planos de muchachos de escuela
y de papeles impresos que no contuvieran asuntos de interés y que
mucho menos podían utilizar libros de ninguna biblioteca pública o
particular, que algún criado u otra persona comerciara.38
Entre los años de 1790 y 1795, José Díaz Bustillo, capitán de
milicias de Nuevo Santander, fue denunciado varias veces por tener
una tienda de cohetes en la que vendía materiales del Estanco, lan-
ce en el que, al final, terminó ganando el discurso del virrey marqués
de Branciforte que protegía el deber de “gozar del fuero militar”.39
Sucedió lo mismo con el cabo veterano de granaderos del regimiento
provincial de Tlaxcala, Joseph Andrés Parada, quien solicitó en marzo
de 1803 una licencia y el permiso para presentarse a examen, agre-
gándose al margen de la petición, que ya había recibido una del
virrey. En la Dirección de la Pólvora, había pruebas de que había
sido reconvenido por contrabando, de que puso su tienda sin hallar-
se examinado, de que era altivo y grosero cuando se le requería y de
que hacía sus mezclas de “pólvora” con barro y carbón.40 En esa
región vendía sus cohetes y fuegos y, al mismo ritmo, seguía siendo
denunciado por otros coheteros que argumentaban que fabricaba
los artificios con la pólvora del Estanco (que vendía más baratos)
afectando la economía de los demás, pero, sobre todo “que no le
comprendían las penas por ser militar”. Gracias a su fuero, le fue
reconocida la supuesta licencia del virrey y se le eximió de los gastos
que ocasionó su causa, aunque sí le advirtieron que si quería tener
tienda se examinara.41
En ese mismo sentido, el factor de Veracruz intentó denunciar,
en 1806, a un sargento que había fabricado unos fuegos que tronaron

38
agn, Indiferente Virreinal, Bandos, c/e 5378-084 y c/e 5539-007, 1799.
39
agn, Indiferente Virreinal, Renta de Pólvora, c/e 3149-030.
40
agn, Pólvora, v. 10, exp. 12, 1803-1804.
41
Idem.

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la noche del 16 de julio, suponiéndolos fabricados con materiales


clandestinos. Fue defendido por algún superior, quien informó que
usó pólvora “que le quedaba inservible en sus cartuchos”, lo que
ayudó a que el virrey Iturrigaray declarara que se trataba de “una
nimiedad” y pidiera señalar al factor “la ligereza de su queja”.42 Sí
procedieron, en cambio, en San Luis Potosí, contra una mujer lla-
mada Petra Monical por fabricar cohetes de contrabando. Ella y su
cómplice, Trinidad de Olayo, fueron desterrados por cuatro años de
su provincia y a sus cohetes los quebraron y arrojaron “al agua”.43 A
otro cohetero, en este caso indio, acusado de introducir cohetes vo-
ladores en el Real de Mazapil, en un asno que aparentaba ir cargado
de cebollas, no lo salvó el argumento de que contaba con la exen-
ción de alcabalas según las Leyes de Recopilación de Indias y fue a
dar a la cárcel. Lo que sí lo ayudó es que a los cuatro días, fue libe-
rado porque estaba a punto de morir y es posible, que ni siquiera se
haya enterado del enojo del fiscal de Real Hacienda, que ordenó
que lo buscaran para ser amonestado y para demostrar que todos
los productos eran suyos.44 Cuando un indio de la ciudad de México
fue aprehendido por llevar consigo un saquito de salitre, se puso en
práctica la ordenanza que obligaba a visitar y revisar en la noche
algunas coheterías, en esta ocasión, por la sospecha de que les fuera
vendida otra cantidad mayor que llevaba otro que escapó.45
Al iniciarse el siglo xix, siguieron esas visitas repentinas a las
coheterías de la capital. En una del barrio de Santa Ana, fue requi-
sado en 1802 el libro del cohetero español Manuel Mata, que sirvió
como ejemplo al administrador de la Renta de Pólvora, para demos-
trar, que, en siete años y medio, había recurrido muy pocas veces al
salitre del Estanco y que las cantidades adquiridas registradas no
correspondían a la calidad y la cantidad de fuegos indicados en sus
supuestas ventas (ni para las mezclas que competerían al consumo de
azufre anotado). Todo esto, lo hacía culpable de haber usurpado la
utilidad del rey, sugiriendo que el salitre lo adquiría en el mercado
de contrabando de su mismo barrio que lindaba con las salitreras de
los indios de Santiago Tlatelolco (y con otras de las cercanías de la

42
Ibidem, v. 60, exp. 7, 1806.
43
agn, Indiferente Virreinal, Criminal, c/e 3407-032, 1806.
44
agn, Alcabalas, v. 29, exp.1, 1792.
45
agn, Indiferente Virreinal, Ayuntamientos, c/e 5333-062, 1796.

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capital), quienes vendían la libra a una cuarta parte menos de su


valor. Para escarmiento de ese cohetero, que se declaró viudo y padre
de tres hijas, y como advertencia a los demás, el virrey Marquina
aprobó que le fuera recogido el libro y cerrado su taller.46 Sugería el
informe, además de denunciar a Mata, que se visitara más a menu-
do a los coheteros que compraran poco o nada a la Renta (porque
así habría certidumbre de que “usaban pólvora falsa”) y que se bus-
cara que las coheterías fueran instaladas en el barrio de San Pablo
o de San Antonio Abad cerca del Estanco, donde, a diferentes horas,
podían “cogerles con el hurto en las manos”. La dispersión permitía
que se avisaran unos a otros de la visita, dándoles tiempo “de ocultar
sus materias fraudulentas”.47
Hacia 1818, el abundante movimiento de tropas por todo el
reino y al mismo tiempo “de rebeldes”, (quienes, al decir del direc-
tor de la Renta, vendían la pólvora a precio ínfimo) activó su contra-
bando, padeciendo así “la maza común en el Ramo”. A instancias
de “los veedores del arte de la cohetería”, que preguntaron si tenían
facultades para visitar las tiendas de fuegos de la ciudad de México
y de sus inmediaciones como Chalco y Xochimilco (con objeto de
evitar ese hábito), quedó en evidencia que, por existir éste, los
coheteros favorecían y padecían al mismo tiempo la corrupción
que le era inherente. En su respuesta, el director les comunicó que,
en efecto, tenían facultades para inspeccionar coheterías, velerías
y pulperías, cuidando siempre que la pólvora se comprara legal y
se invirtiera legítimamente en los artificios, pero añadiendo, que
el virrey Apodaca había enfatizado recordarles, que no podían exi-
gir dinero en sus visitas “porque suele entrar en todo el interés y
el abuso”.48

La costumbre de obtener una licencia después de pasar un examen,


continuó vigente por lo menos durante toda la primera mitad del
decimonono. La mayor parte de las veces, la pericia y el conocimiento

46
agn, Pólvora, v. 1, exp. 6, agosto de 1802.
47
Idem.
48
Ibidem, v. 7, exp. 2, 1818.

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de la técnica, de los materiales y de las herramientas, no tenía nada


que ver con saber leer y escribir; así sucedió con la oportunidad
en la que Juan José Ventura consiguió el título de “maestro exami-
nado”, consignándose en el dictamen que sus respectivos “maestros
examinadores” no firmaron por ignorar hacerlo.49 Entre 1842 y 1844,
más de ciento cincuenta coheteros de la capital y del Estado de Mé-
xico (que entonces comprendía además lo que sería más tarde el
estado de Morelos y parte del de Guerrero), lograron su licencia
“para ejercer el arte de cohetero y poner tienda pública”, quedan-
do registrados sus nombres y la dirección de sus talleres.50 En éstos
—igual que en los de tiempos coloniales— convivían maestros y
aprendices (quienes molían, pulverizaban, tamizaban o preparaban
las mechas y los carrizos), correspondiendo a los primeros el cono-
cimiento de las fórmulas, la adición de ingredientes químicos para
dar distintos efectos, el cálculo de la velocidad, la fuerza, el color o
los distintos tiempos del estallido. Los maestros, además de ser ex-
pertos fabricantes de cohetes, lo eran como eficientes inventores de
formas que competían por ser las más ingeniosas, las más imagina-
tivas y, al mismo tiempo, las más efectistas.
Bajo los auspicios de Antonio López de Santa Anna, en cuyo
gobierno (hacia el año de 1843) se creó la Junta de Fomento de Ar-
tesanos, los artífices pudieron, por fin, reunirse en una “Junta Menor
Artística de Coheteros”, que se constituyó un año después. De acuer-
do al discurso que dio Severo Rocha, vicepresidente de la Junta de
Fomento, en el día de su instalación, se supo que habían sido los
primeros en acudir, permitiéndoseles por ello, que eligieran al que
los representaría, que fue quien a su vez los convocó. Rocha, por su
parte, los exhortó a meditar en el hecho de que sus intereses eran
los de la patria, recordándoles que a su institución, no le era indife-
rente ningún ramo de la industria, porque todos contribuían al en-
grandecimiento de la sociedad. Prometió que se iba a atender “su
adelanto” reglamentando su aprendizaje, sobre todo en cuestiones
de química “para la perfección de luces de vuestros mongibelos” y
en asuntos de dibujo y de arquitectura “para dar más bellas formas
a vuestros árboles de fuego”. El interés político y económico del
momento, exigía hablar, además, y como lo hizo el funcionario en

49
agn, Gobernación, Sin Sección, c. 28, exp. 18, Orizaba, 1822.
50
Ibidem, c. 553, exp. 37.

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cuestión, de la fuerza moral y física que producía a las naciones el


espíritu de asociación sostenido por leyes liberales, terminando su
intervención con un halago: ese oficio, permitía convertir “el mixto
más destructivo del hombre”, en un agente “casi necesario” en la
solemnidad de los actos religiosos y nacionales, y los lisonjeó, aún
más, al citar el dato de que en uno de los recientes “cumpleaños de
la Patria”, en que se puso en juego su habilidad contra la de un pi-
rotécnico extranjero, el triunfo había sido de ellos, coronando “un
general aplauso”, su enorme mérito.51
Por un decreto del 18 de octubre de 1842, el Estanco de la Pól-
vora quedó agregado al Estanco del Tabaco, aunque con adminis-
tración independiente. Como para ese entonces ocasionaba pérdidas
considerables al erario, en 1846 se declaró que su elaboración y
venta eran libres en toda la República, pero con la expresa prohibi-
ción de establecer fábricas dentro de los poblados, o sin permiso de
las autoridades correspondientes. Con respecto a la fábrica de pól-
vora de Santa Fe —que seguía en funciones—, en el año de 1847 se
ordenó la destrucción de su maquinaria y herramienta para impedir
que fuese aprovechada por el ejército invasor.52 A partir de 1853, se
permitió a los mineros hacer su pólvora, dejándola estancada para
otros usos, mientras las fábricas de pólvora quedaron a cargo de los
cuerpos de artillería. Hacia 1869, la Fábrica Nacional de Pólvora
estaba situada en el ex convento de Belén de los Padres, en condi-
ciones muy precarias, por lo que surgió entonces el proyecto de re-
habilitar el edificio de Santa Fe, lo que en septiembre de 1873 no
había podido lograrse del todo, debido a otras urgencias del Minis-
terio.53 Durante el Porfiriato ya estaba bien establecida en ese lugar,
y seguía dependiendo del Departamento de Artillería de la Secreta-
ría de Guerra y Marina, siendo de nuevo reformada entre 1905 y

51 “Discurso en la instalación de la Junta Menor Artística de Coheteros”, Sema-

nario Artístico para la educación y Fomento de los artesanos de la República, t. 1, n. 22, 6 de


julio de 1844, México, Impreso por Vicente García Torres, p. 4.
52 Capitán Fernando Cruz, “Debe provocarse el resurgimiento de la Industria

Militar Mexicana”, Revista del Ejército y de la Marina, México, diciembre de 1927,


p. 903.
53 Memoria que el C. General de División Ignacio Mejía Ministro de la Guerra y Marina

presenta al 7º Congreso Constitucional, [abarca los años 1870-1873], México, Imprenta


del Gobierno en Palacio, 1873, p. 167-168 y 183.

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1907 por la casa alemana Krupp,54 con el propósito expreso de ela-


borar ahí la moderna “pólvora sin humo” para la carga de los car-
tuchos de 7 m/m S. Mausser.55 Entre “las mejoras materiales” que
se inauguraron con motivo del Centenario de la Independencia en
1910, ocupó un lugar distinguido el de esa “fábrica de pólvora sin
humo” en terrenos de la antigua de Santa Fe, que tuvo lugar el 28
de septiembre de ese año, con los aplausos del propio presidente de
la República, el cuerpo diplomático y la oficialidad del ejército, que
luego departieron en las instalaciones un lunch-champagne.56 A pesar
de que los informes y las memorias respectivas, durante la segunda
mitad del siglo xix, no consideraron importante mencionar la pól-
vora destinada a los coheteros, sí aludieron, por ejemplo, a la de
cacería, que tenía “gran demanda” entre los particulares; no por ello
se dejó de producir y de utilizar ampliamente en todo tipo de cele-
braciones, como he tenido oportunidad de demostrar en las páginas
de este libro.

54 Enrique Plasencia de la Parra, Historia y organización de las fuerzas armadas

en México, 1917-1937, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2010,


p. 293.
55 Memoria de la Secretaría de Estado y del Despacho de Guerra y Marina, presentada

al Congreso de la Unión por el Secretario del Ramo General de División Manuel González
Cosío (comprende del 1º de enero de 1903 al 30 de junio de 1906), México, Talleres del
Departamento de Estado Mayor, Palacio Nacional, 1906, t. i, p. 42-43.
56 Crónica oficial de las fiestas del Primer Centenario de la Independencia de México

publicada bajo la dirección de Genaro García, México, Talleres del Museo Nacional,
1911, p. 306-307.

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