Setenta Veces Siete
Setenta Veces Siete
Setenta Veces Siete
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Dalmiro Sáenz
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Dalmiro Sáenz, 1956
Retoque de cubierta: diego77
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PRÓLOGO
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iglesia cerrada.
Todos tenemos nuestro camino de Damasco. En algunos se desliza en el plácido
continuar de una educación cristiana, en otros surge con la fatal consecuencia del
hombre que pregunta, en otros emerge ante la fuerza de la vida, ante la humana
monstruosidad del pecado original, ante el feroz desplante del hombre que peca,
dependiendo quizás de este pecado como único puente entre él y Nuestro Señor,
como fue puente de gracia la lanza aquella que el soldado romano clavó en Su
costado en esa tarde sublime de la Redención.
Para estos últimos está dedicado este libro, para los que necesitan de su ausencia
para confirmar su existencia, para los que tuvimos que golpearlo, azotarlo y clavarlo
en la cruz, para entonces saber que existía.
Dios es el protagonista de este libro. Pretendo que se lo note. Si no lo he logrado
les agradeceré que recuerden que debemos perdonar no siete, sino setenta veces siete
y que involucren en este número a los malos escritores.
EL AUTOR
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JOHN KIRK
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FUE HACE mucho, sí. Hace muchos años; forma parte de ese tiempo que se mide por
recuerdos, como el diario de una mujer joven, o como el tiempo de los viejos que
están por entrar en el tiempo, al convertirse en recuerdos.
Fueron dos los golpes que sonaron en la puerta, o tal vez tres, pero tan seguidos
que la duración del sonido de los golpes era mayor que el silencio que los separaba, y
después del último golpe, o tal vez del último silencio, se abrió la puerta. La luz del
pasillo era igual que la luz de la oficina del Prefecto, de manera que la puerta, al
abrirse, no aumentó la luz del pasillo, ni tampoco la de la oficina, sino que se abrió,
sencillamente se abrió, sin siquiera chillar sobre sus goznes.
El prefecto levantó la vista; no la levantó mucho, sino un poco más o menos a la
altura del pecho del hombre que estaba parado en el hueco de la puerta, pero después
la levantó más, otro poco más, porque el hombre estaba empapado. Le llamó la
atención esto, pero no le asombró, aunque después sí se asombró cuando vio la cara
del hombre, pero no se asombró tanto de la cara sino de su propio asombro, porque
esto fue en Cape Town, hace muchos años, cuando todavía zumbaban en el recuerdo
de los viejos los golpes de la azagaya de «Dingaan el Buitre» o los aullidos de
«Tchaka el Zulú» después de sus orgías de sangre. Sí, realmente, lo único asombroso
en esa época era asombrarse de algo y más él, que era un funcionario de policía, y
había visto mucho a pesar de haber vivido poco, porque no era un hombre de acción,
aunque él creyera serlo porque vivía en medio de un mundo de violencia, en un
mundo en donde la misma violencia se había convertido en una especie de costumbre
burguesa, en un mundo en donde la violencia era un medio de vida, ya sea para los
que la practicaban, o ya sea para los que la reprimían, pero utilizada tanto por los
unos como por los otros.
La cara del hombre era vulgar; tenía ojos chicos y juntos y la línea de la
mandíbula recta y definida, pero no por carácter o determinación, ni siquiera por
personalidad, sino por fuerza física, exclusivamente por fuerza física. Era vulgar la
cara, muy vulgar, tan vulgar que ni siquiera el miedo que la poseía era capaz de
disimular su vulgaridad. Pero el miedo era muy grande, muy grande, le tintineaba en
los párpados, y le estremecía la boca, y hasta le abría y cerraba las aletas de la nariz.
Fue ese miedo el que hizo que el Prefecto se asombrara de su asombro, porque el
Prefecto era un hombre conocedor de hombres, aunque él no lo sabía, porque no se
conocía a sí mismo, porque siempre se había considerado a sí mismo como persona y
no como funcionario, y ésa era una cualidad que había adquirido como funcionario,
cuando todavía no se consideraba persona, o por lo menos, cuando se apoyaba en su
puesto de funcionario para considerarse persona; porque había entrado muy joven en
la policía, demasiado joven aún para ese lugar, en donde los chicos de los blancos
pueden golpear a un negro de la edad de sus padres, o de los padres de sus padres. Y
lo miró entonces al hombre, fijamente en la cara, y se dio cuenta que era un hombre
valiente, aunque eso no lo vio en la cara, sino lo vio en el miedo, porque el hombre
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era de esos hombres valientes, que tienen miedo de su miedo, porque no conocen el
miedo.
Entonces el Prefecto habló:
—¿Qué quiere? —le dijo.
—Tengo miedo —dijo el hombre.
Entonces el Prefecto se volvió a asombrar, pero esta vez no se asombró de su
asombro, porque siempre se asombraba de tener razón en algo.
—Siéntese —le dijo.
El hombre se sentó. Y se quedaron mirándose los dos, el uno con la mirada
impersonal del funcionario, y el otro con la mirada impersonal del que habla con un
funcionario.
—¿De quién tiene miedo?
—De John Kirk —dijo el hombre despacio.
—¿Quién es John Kirk? —preguntó el Prefecto.
El hombre no contestó; se quedó callado, con su mentón apoyado en el pecho
húmedo, al lado de un tatuaje confuso, con las manos puestas en sus rodillas como
acoplándose al temblor de éstas, o para justificar tal vez uno de los dos temblores.
Después habló un rato largo y dijo muchas cosas.
Había empezado todo en un burdel en Liverpool, hacía muchos años, cuando
esperaba turno con otros cinco hombres enfrente a una puerta; la puerta estaba
cerrada, absolutamente cerrada, y los hombres tenían los ojos apoyados en la puerta,
y los pensamientos por concretarse de más de tres meses de navegación. Porque eran
gente de mar todos ellos, no hombres de muelles ni de puertos, ni de ríos, sino
hombres de mar; no se conocían, porque eran de distintos barcos, pero se habían
juntado; habían bajado por distintas planchadas, a distintas horas, tal vez en distintos
días, habían caminado por distintas calles, y en algún momento seguramente distinto
habían decidido ir al burdel, al «Fat Olivia», no al «Big Boy», ni al «Black Cat», ni al
«Old Steve», sino al «Fat Olivia»; esto pensaba el hombre cuando esperaba al final de
la fila detrás de los otros cinco, mirando la puerta; estaba contento en ese momento,
como todo hombre que está por concretar el pasado, aunque sabía que después iba a
estar triste, pero eso no le importaba porque para él la tristeza era algo
transitoriamente molesto, como el calor o el frío, o el hambre, o la sed; por eso no le
importaba, como tampoco le importaba la alegría, porque para él la alegría no era
más que una falta de tristeza, que en cualquier momento podía ser ocupada por la
tristeza, y a su vez, ésta ser desplazada por la alegría; y estaba quieto, parado al final
de la fila, mirando con simpatía las espaldas apretadas por los gabanes baratos, y las
cinco nucas fuertes de esos hombres desconocidos. Después uno de ellos había
hablado, y otro había sonreído, después el mismo que había hablado se rio fuerte de
lo que él mismo había dicho, y se rieron todos con una simpatía amable de gente
contenta, porque estaban todos contentos, como mujeres de cabaret en un día de
pago, o como los grumetes de un Clipper después de un temporal sin consecuencias.
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El hombre no oía muy bien lo que decían los otros cinco, pero se daba cuenta que
se reían de un hombre viejo que había entrado antes que ellos y tardaba mucho en
salir; entonces se rio, se rio fuerte él también, tan fuerte como el que se había reído al
principio, o tal vez más, porque estaba acostumbrado a destacarse entre los demás,
porque había sido muchos años contramaestre. Y se salió de la fila, y se adelantó, y
pegó con su puño pesado en la puerta, y se quedó escuchando complacido los insultos
de detrás de la puerta y las carcajadas de los otros cinco.
Más tarde, en el piso del calabozo, les duraba todavía la alegría, a pesar de sus
nudillos lastimados y las marcas de los bastones de los policemen en los riñones y en
las costillas y aun en las cabezas de algunos; pero no les importaba, porque era gente
que sentía el dolor físico exclusivamente, porque vivía una vida física
exclusivamente, y tenían muchas generaciones encima de ellos de gente como ellos,
que habían vivido exclusivamente su vida física; y además eran hombres, por lo tanto
ni siquiera tenían ese algo de espiritualidad que reciben las mujeres con la maternidad
o con el dolor, o con la misma vida de dependencia de su sexo.
Y la amistad continuó, tensamente, inexorablemente, a través de muchos años,
penetrando en sus vidas, filtrándose en sus almas oscuras, dejando penetrar un algo
de luz, más que luz, una tenue sugerencia o perspectiva de luz, apoyada o encendida
por la falta de motivo de sus vidas, o por el espíritu gregario de los hombres en
general, o tal vez ni siquiera por eso, sino por la necesidad del hombre primario de
verse reflejado en un semejante.
Y siguieron navegando por distintos mares y en distintos barcos, pero viéndose de
tanto en tanto, juntando sus sueldos, amontonándolos en un arca común, acumulando
horas enteras de trabajo, días de guardia de pañoles, pesados turnos de timón, siempre
detrás de una idea fija, comprar un barco, un barco exclusivamente de ellos.
Un día fueron dueños de ese barco. Llevaron la caja con sus ahorros a la oficina
del armador, con sus billetes manoseados, descoloridos, de distintos países y colores,
con sus monedas de efigies gastadas y letras confusas, con toda esa plata heterogénea
y simbólica, representando un pedazo de sus vidas, un pedazo corto, concreto y
definido de sus vidas, un pedazo justificable, enormemente justificable, o por lo
menos enormemente distinto a la parte sin motivo y sin justificación de sus vidas. Y
salieron de la oficina del armador dueños de un barco, un pailebote pesquero que
podía ser manejado por ellos seis.
—¿Cómo se llama el barco? —preguntó el Prefecto.
—El «Margaret» —dijo el hombre y siguió hablando; pero no habló del barco, no
dijo nada del barco, no dijo siquiera si era un barco marinero o no, aunque debió
serlo, porque navegaron muchos años por lugares difíciles, pero el hombre no lo dijo,
ni siquiera dijo si ganaban mucha plata con sus viajes, sino que habló de la amistad
con los otros cinco, de cómo se turnaban en las guardias, de cómo comían y dormían,
de cómo vivían ellos seis, de cómo se acostumbraron a trabajar juntos, de cómo la
amistad se había apoderado de ellos, pero no con la tibieza blanda de las amistades
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normales, sino fuerte y áspera como la amistad de los condenados en un mismo
presidio o de los soldados en una misma trinchera. Y la amistad continuaba, la
llevaban en sus almas, como quien lleva un defecto físico o una virtud incómoda,
como un amoral podría llevar su anormalidad, no odiándola o queriéndola, sino
sencillamente, tácitamente, sin pensar en ella, o como una monja podría llevar en su
existencia sus santos escrúpulos, con el dolor agradable de un cilicio o con la alegría
incómoda de los goces terrenales.
—¿Y? —dijo el Prefecto.
Pero el hombre siguió hablando sin escucharlo; contó cómo una vez al cortarse un
cabo el chicotazo lo había tirado sobre cubierta y del golpe en la cabeza estuvo muy
enfermo, entre la vida y la muerte, deseando espantosamente morir, por los dolores, o
por lo menos ésa era la explicación que su espíritu buscaba en su cuerpo para
justificar sus deseos, porque se sentía muy triste, muy raro, porque la proximidad de
la muerte le había despertado nuevos horizontes de tranquilidad y descanso. Pero no
pudo morir, no pudo, porque alrededor de su cama estaban sus cinco amigos, fieles e
inexorables, atándolo a la vida o justificando sus motivos de vida, parados ahí
alrededor de la impersonal cama de ese blanquísimo hospital en Dover, mirándolo
con ojos que sólo conocían del dolor, la tristeza de las despedidas o el desconcierto de
las injusticias. Entonces vivió.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó el Prefecto.
Pero el hombre no contestó; siguió hablando cada vez más, excitado con su
propia voz. Contó entonces cómo había comenzado la tragedia. Hacía pocos días
navegaban de macón a doscientas millas de Cape Town. Los acontecimientos se
habían precipitado; empezó con Mac Carty; su cadáver resbalaba desnudo en el piso
del baño; tenía la garganta abierta de un navajazo, con las piernas separadas y los
brazos abiertos, desnudo como un animal, moviéndose con el balanceo del barco,
resbalando en el enorme charco de sangre y agua salada, muerto con esa muerte
absoluta e indiscutible de los muertos en forma violenta, de los muertos que han
perdido algún elemento físico con la muerte, aunque no sea más que sangre, muerto,
inexorablemente muerto, como los muertos que pierden la vida en el transcurso
normal de sus vidas, y no de los que se introducen en la muerte porque están dejando
la vida, o porque sus vidas se disuelven en su misma falta de vida, o en los comienzos
de la muerte.
—¿Quién fue el asesino? —preguntó el Prefecto.
—En ese momento no lo sabíamos —dijo el hombre— yo no lo supe hasta hoy.
Después se quedó callado un rato, mirando fijamente la cara del Prefecto, y
continuó; contó cómo se habían juntado alrededor del cadáver de Mac Carty,
mirándose en forma curiosa, con algo de vergüenza, de miedo, de enojo, de
preocupación, de desconcierto, porque había sido uno de ellos el que había perdido la
vida, pero también era uno de ellos el asesino. Y se miraron mutuamente, no a los
ojos, ni siquiera a las caras, sino a las personas en general, porque sentían cierta
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sensación de culpabilidad, porque habían vivido mucho tiempo juntos, y su
personalidad era más colectiva que individual.
El hombre contó después cómo habían agarrado el cadáver para sacarlo del baño;
lo habían agarrado entre los cinco, mojado, desnudo, resbaloso, y lo llevaron a través
del barco, unidos los cinco por aquel hombre muerto que se les escurría entre las
manos, tambaleándose por los pasadizos del barco, sintiendo el bambolear de esa
cabeza desarticulada, y sintiendo el frío húmedo de los miembros rígidos y el olor de
muerte que se escapaba por su garganta.
—¿Qué hicieron con el cadáver? —preguntó el Prefecto.
—¡Qué importa el cadáver! —gritó el hombre— ¡qué importa! ¿Qué importa el
cadáver de Mac Carty, si a la mañana siguiente apareció muerto Smiley?, ¡muerto!
¡muerto!… muerto igual que Mac Carty, con la garganta deshecha, tirado entre los
tambores de agua dulce… Y nos dejó a los cuatro solos.
Y entonces contó cómo había sucedido, cómo habían encontrado a Smiley, cómo
habían visto sus zapatones sobresaliendo entre los tambores, semitapado por una
lona; todavía estaba tibio, con los ojos muy abiertos, abiertos de terror y de muerte,
parecía, mirando cómo la vida se le escapaba a borbotones y se pegoteaba con su roja
fetidez en las maderas del piso. Fue en ese momento que el terror se apoderó de los
cuatro; cada uno sabía que uno de ellos era un asesino, un asesino loco que quería
eliminarlos a todos, y sintieron miedo, mucho miedo, pero no odio, sino miedo, nada
más que miedo. Sin embargo, la amistad se había acentuado, como si el peligro que
corrían no estuviera dentro de ellos, sino fuera, o como si la amistad se hubiera hecho
más compacta al reducirse el grupo, como si el peligro común los uniera, uniéndolos
como los había unido muchos años atrás las burlas a ese viejo desconocido en el
burdel de Liverpool.
Y aquella noche uno de ellos estaba de guardia en la timonera, y al terminar su
cuarto, bajó a buscar el relevo; bajó por la escalera, precedido por la luz bamboleante
de su farol y por el sonido de los tacos en los escalones de madera; llevaba la navaja
abierta en la mano, y una buena dosis de terror en los ojos. Al llegar al sollado, la luz
del farol iluminó las cuchetas con la luz tembleque y oscilante que el brazo trasmitía
al farol, y vio a los tres ahí en sus cuchetas, dos de ellos con los brazos abiertos y las
piernas encogidas, listos para defenderse, con las navajas en las manos, pero uno de
ellos no, uno de ellos no tenía miedo, uno de ellos dormía tranquilamente con la
respiración cansada de los hombres tranquilos; era John, el cocinero negro, y sobre él
se precipitaron los otros tres.
—Negro maldito —le dijeron—, asesino loco.
—No —decía el negro recién despierto—. No, no. —Y lo sacudían y lo
golpeaban y le preguntaban por qué lo había hecho, pero él decía no, y volvía a decir
no, con la insistencia terca de las razas infantiles, o el fatalismo ancestral de los
chicos o de los hombres inferiores.
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Pero no había duda, y todos lo sabían, y el odio y la lástima se mezclaban, como
si quisieran castigarlo, golpearlo, llevarlo ante la justicia, y después consolarlo,
rescatarlo, o protegerlo; porque John era parte de ellos, de todos, y además porque
habían sido seis y sólo quedaban cuatro, y no podían aceptar la idea de que fueran
sólo tres; porque ya la amistad se había hecho demasiado compacta,
abrumadoramente fuerte, porque iban tendiendo hacia la unidad, y eso no podían
soportarlo, porque eran hombres primarios, que habían partido de la unidad hacia la
masa, y en la masa habían encontrado sus «yo», sus «yo» inferiores, sus «yo»
gregarios o colectivos, sus «yo» demasiado animalizados para vivir o subsistir por
separado, o por lo menos, con la imprescindible necesidad de la masa, de la ayuda de
la masa, o aunque no fuera más que de la justificación de la masa.
Y lo golpeaban y lo empujaban y le decían: ¿por qué lo has hecho? Y el negro
movía la cabeza y decía: no, no; y se aferraba a sus palabras con desesperación.
—¿Qué Hicieron con el negro? —preguntó el Prefecto.
—Lo metimos en un pañol a popa y atrancamos la puerta —dijo el hombre—. Ya
estábamos a la vista de la costa, así que soltamos el ancla y nos fuimos a acostar;
estábamos tristes; pero por lo menos no teníamos miedo.
—¿Y? —dijo el Prefecto.
—Y esta mañana me desperté… estaban muertos los dos, con las gargantas
abiertas… muertos, señor… muertos.
Y contó cómo los había encontrado, tapadas sus bocas con las sábanas, entre el
barullo sangrante de las ropas de cama, con las manos crispadas, como tratando de
proteger sus contorsionadas cabezas, y con el rígido abandono de los muertos
recientes y la fetidez pegajosa de la sangre abundante.
Entonces subió a cubierta, gritando de miedo con todas sus fuerzas: ¡John! ¡John!
¡No me mates, John!… John, ¿por qué lo hiciste?
El Prefecto se puso de pie empujando con fuerza la silla.
—¿Dónde estaba el negro? —preguntó exasperado.
—En el pañol, señor; lo encontré en el pañol… sentado en un rollo de cabos… y
me miraba… Entonces corrí, señor, con todas mis fuerzas, y salté por la borda… Y
nadé hasta la costa… Yo no quiero morir, señor, no quiero morir.
—Cálmese, hombre, cálmese; ese negro no puede estar lejos. Deme los datos de
John Kirk y antes de doce horas lo arrestaremos.
—No, señor, no… Usted no entiende… yo soy John Kirk… John el negro está en
el pañol, sentado en un rollo de cabos, con la garganta abierta de mi navajazo.
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EL PROSTÍBULO
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LO LLAMABAN «la casa grande», y estaba situado en lo que en un tiempo fue las
afueras del pueblo, y al igual que la iglesia, se mantenía, erguido en su insignificancia
arquitectónica, imbatible, absoluto, severo, simbólico, opaco y austero. Con esa
forma arbitraria que el aumento de clientela había exigido, y que las autoridades
habían aceptado, y que los habitantes de la ciudad-pueblo habían criticado o
defendido, no con exaltación o vehemencia, ni siquiera con sinceridad, sino más bien
con la impersonal, abúlica, y despreocupada indiferencia con que se habla de los
problemas sin solución.
Y los obreros habían trabajado en su ampliación, amontonando ladrillo sobre
ladrillo, siguiendo la inmutable disciplina de la plomada, haciendo la masa con la
exacta proporción de su equilibrio intuitivo, clavando los tirantes de madera sucia,
revocando paredes y techos, formando poco a poco esa gran cantidad de pequeñas
habitaciones que más tarde se llenarían de muebles iguales, por lo menos de camas y
mesas de luz iguales, y tal vez sillas también iguales; no así las cómodas o roperos, o
aun valijas, que hacían las funciones de tales, y que cada mujer traería más adelante
en un pequeño, explicable, y hasta meritorio deseo de convertir ese cuarto no tan sólo
en un instrumento de trabajo —con el cual tal vez pagara la educación de algún
chiquilín, quizá causa o motivo de su profesión, o pagan ignorantemente el cuarto de
alguna mujer, que el padre de ese chiquilín mantenía, o pagara las consecuencias de
no haber tenido el chiquilín, ni el padre del chiquilín, gastando la plata ganada en
ropas y bebidas o en pagar las cuitas de algún lote o lotes, comprados en larguísimos
plazos y valorizados constantemente por su imaginación especulativa— sino también
en algo de familia, hogar, estabilidad, tibieza, recuerdo o lo que sea, que tuvo o no
tuvo, pero que existía indudablemente en el fondo de su psiquis.
Y el prostíbulo, ya grande, ya ampliado, ya importante, ya casi institución que
había crecido con el explicable motivo del progreso del pueblo, que se había
agrandado no tan sólo en la proporción con que se había agrandado la ciudad, sino
más aún, como sabiendo de antemano que los deseos de los hombres marcharían
siempre más adelante que el progreso, y tal vez fuera ese mismo progreso que
adelantara los deseos de los hombres, como una vanguardia de seguridad en el propio
progreso, o por lo menos de garantía del progreso de ese progreso.
Se abrió a las nueve como siempre, y a las nueve y cinco estaba lleno, porque era
sábado y principio de mes, y los hombres aparecían en el hueco de la puerta después
de haber pasado por el pasillo semioscuro para aparecer en el gran salón iluminado.
Llegaban de todas partes, y después se iban a todas partes en un continuo ir y
venir, incesante, periódico y semi-ordenado reflujo, que duraba exactamente hasta las
dos de la mañana, para luego terminar en una última y oscura marejada que se diluía
en las cercanas esquinas, bajo las miradas indiferentes de las parejas de policías,
entrando y saliendo en el oscilante círculo de luz de los faroles, salteando y
zigzagueando los charcos de agua en la calle de barro, con un parloteo opaco y
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discreto, como hombres saliendo de misa, o señores serios disolviéndose después de
una procesión.
Llegaban y se iban, llegaban y se iban, venían de lejos y de cerca —hombres de
campo y hombres de ciudad, hombres que habían dejado el caballo en algún lugar
cerca del camino después de haber tranqueado cinco leguas para tomar después el
ómnibus en el que harían otras diez, o quince, o veinte leguas más, que sabrían que
después tendrían que hacer de vuelta, para buscar su caballo y volver a donde habían
salido— después de haber hecho aquello que a la mañana anterior parecía
indispensable, imperioso y perentorio, y que ahora parecía no justificar en manera
alguna ni el viaje a caballo, ni en ómnibus, ni los diez arrugados pesos empujados tras
la reja de la caja. Y los hombres de la ciudad que habían dejado hacía escasas e
impacientes horas, la seguridad plana y burguesa de los tibios y cuadrados escritorios
donde durante la tercera parte del día apoyaban manos, muñecas y antebrazos, y sus
propias y justificadas vidas junto con las de sus familias y la educación de sus hijos.
Y que ahora caminaban por la calle fría en dirección al prostíbulo, como hacían, y
harían todos los lunes, o martes, o miércoles, con esa especie de horario sexual que su
misma vida meticulosa y ordenada les había impuesto. Y obreros de manos grandes y
uñas sucias, de miradas insustanciales, apenas pulidas por la inteligencia latente de
tornos y máquinas de precisión, que ellos trabajaban con ese contacto íntimo del
hombre sencillo y la máquina complicada, mezclado ese halo metafísico de ambos —
igual que el sudor del hombre y la grasa de la máquina— que luego el hombre trata
de desprender en la fría pileta, junto a la toalla sucia y al lado del pedazo de espejo
que refleja el jopo o la raya o la grasitud lacia de su cabeza.
Ahora estaban también en el oscuro y luminoso prostíbulo en donde a los pocos
minutos pasarían a un, cuarto, y también a los pocos minutos —a veces tan pocos
como los que tardaron en llegar— abandonarían los abrazos fingidos y duros, y el
crujir silencioso de la cama blanda, para salir del cuarto con la escasa dosis de alegría
física que el desahogo también físico produce en las vidas físicas de los hombres.
Ese día abrió como siempre a las nueve, y ella estaba lista desde hacía diez
minutos, con el vestido sencillo y azul, y no largo como las otras, sino corto e
infantil, con dos filas de botones sobre su pecho escaso que atraía a algunos hombres
en una forma curiosa e inexplicable para las demás mujeres, las que —con esa clásica
ignorancia de las mujeres en general hacia los encantos físicos de las mujeres en
general— no podían concebir qué atractivo veían en su pecho ausente y sus caderas
mezquinas y el relajamiento especial de su cara de prostituta joven.
Ella estaba apoyada contra una de las paredes del gran salón iluminado, un poco a
la izquierda del cartel con las tarifas, mirando a los hombres que se apelotonaban en
pequeños grupos, inmóvil, quieta con los brazos caídos en una flaccidez rígida de
abandono consciente y desproporcionado. Al lado de ella había una mujer gorda, de
vestido brillante, que acababa de recibir tres o cuatro negativas de los hombres
presentes, y miraba hacia la puerta esperando a un conocido, y otra mujer muy baja y
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delgada que sonreía mecánicamente hacia la gente en general, hasta que pudo
concretar su sonrisa en la persona de un hombre gordo, de hombros anchos, y una
boina en la mano.
Ella miraba hacia adelante con la ambigua fijeza de su vista puesta en la amorfa y
metamorfoseada masa de los hombres; después miró fijamente a uno de ellos que
aceptó su mirada con una sonrisa simpática que ella no captó.
Entraron juntos; y él era rubio y marinero de cubierta de un buque petrolero; de
padres yugoeslavos, tenía una novia en la Boca, parecida a ella, y otras cosas más que
ella no sólo no iba a recordar, sino que tampoco había escuchado.
—Porque yo…
Y hundía sus dedos fuertes en el pelo ordenado de la cabeza de ella hasta tropezar
con el broche que luego sacó y dejó en la mesa de luz.
—Ni un tatuaje, ni uno solo, yo les digo siempre a los muchachos a bordo, si a
una mina le gusta lo tatuaje que se haga tatuaje ella, a mí no me vengan con…
Estuvieron desnudos un rato con la amable y fría desnudez de dos animales
híbridos. Después él empezó a pasar su mano callosa por la piel suave de ella,
después le tomó las caderas con las dos manos y la besó por primera vez en la boca
apretada.
—Y el tipo me dijo que saliera afuera si quería algo…
Él se hincó en la cama para hurgar en el bolsillo del saco, que estaba tirado en una
silla, pero no lo alcanzó, y tuvo que apoyar su pie descalzo en el suelo frío; luego
volvió a la cama.
—Al principio no sabía si me mirabas a mí o a otro que estaba al lado.
Pero esto no lo decía el hombre rubio que ya se había ido, sino otro de pantalón
negro, alpargatas y campera brillante, y decía esto mientras se aflojaba el cinturón,
para luego sacarse el sombrero, que puso sobre la silla, y que diez minutos después
volvía a ponerse mientras se abrochaba los botones del saco para abrir la puerta y
desaparecer.
Y después otro, y otro, y después otro más; entonces se fue a tomar unos mates al
cuarto de una de las mujeres, puesta en situación de descanso, por la revisación del
último jueves.
—¿Qué tal vieja?
—Y ahí ando, esperando el martes para volverme a ganar los garbanzos. Sentate
vieja, me dijeron que le sacaste el punto a la Gladys.
—¿Cuál era el de la Gladys?
—El de traje marrón y bufanda, uno de perla en la corbata, un viejo lindo que
siempre paga una dormida y se queda una hora nomás.
—Ah, ése.
Después volvió al salón, y se quedó un rato quieta, contra la pared, mirando a las
demás mujeres en el incesante ir y venir a y de los cuartos. Después vino la
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secretaria, especie de jefa de personal o administradora, y se le acercó despacio y la
tomó cariñosamente del brazo.
—Andá a tu pieza que hay uno especial.
Fue al cuarto y esperó un rato, se levantó y se puso polvos, se sentó en la cama y
tomó una revista del suelo. Vino entonces, y era un hombre gordo con sobretodo, que
pareció quedar contento con la sonrisa entusiasta y los movimientos vehementes y la
movilidad ondulante, inquieta y activa, porque dejó cien pesos sobre la almohada
junto con el ticket por una dormida.
Después vino otro y otro, después otro y después de ese último se dio cuenta.
Estaba de espaldas en ese momento, con unas rodillas duras y desconocidas
hundidas a los costados de su cuerpo, en la cama blanda y desordenada, con las
manos puestas en los hombros finos y atléticos, cerca de su cara. Y lo vio entonces en
una moldura del techo, disimulado entre las hojas de parra y los racimos de uva y las
otras molduras que el yeso sucio había dejado de disimular. Era un agujero chico y
oscuro que en ese momento se aclaró para volver a oscurecerse a los pocos segundos.
«Vieja ladrona», pensó, «vieja ladrona, quién sabe lo que le cobrará al tipo que
espía y a mí no me da nada».
Se quedó un rato quieta, por primera vez desconcertada en el ejercicio de su
profesión, ligeramente nerviosa, y se arregló instintivamente un mechón de pelo que
le caía sobre los ojos.
«Será un viejo», pensó, «un viejo impotente y vicioso, casado con alguna vieja
que no toca desde hace años. Vendrá todas las noches y volverá a su casa todo
excitado, y pensará en mí todo el tiempo, y tal vez sueñe conmigo cuando duerme,
conmigo que nunca me ha tocado y seguramente nunca me tocará. Viejo sonso, los
pesos que debe estar gastando en esto».
Después se acordó del hombre que estaba con ella. Lo miró con cierto orgullo,
como una chiquilina luciendo un novio buen mozo, ante sus amigas, era alto y
atlético, con hombros musculosos y facciones finas.
«Qué darías por ser éste», pensó, «poder tenerme como me tiene él y hacer las
cosas que me hace él y no tener que estar ahí, hincado en el suelo del piso de arriba
como un avestruz idiota, espiando por el agujero».
Abrazó con sus brazos el cuello del hombre y lo besó activamente en la boca;
después recorrió con sus labios sus hombros anchos y su pecho fuerte y siguió
bajando.
«Si fueras más joven estarías aquí y no ahí arriba», pensó.
Siguió jugando, con la vehemencia y extraña exuberancia que usaba con los
clientes especiales, con la contorsionada actividad y desordenada presencia de ese
sexo normalmente ausente y fingido, y ahora también ausente y también fingido, pero
por lo menos con cierta concreta espiritualidad, abstracta e intangible, no sólo como
los deseos del hombre del otro lado del agujero, sino como el mismo hombre de
detrás del agujero que ella no veía, y probablemente no vería jamás, pero cuyas
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manos estarían en el suelo y no sobre su cuerpo, y cuyos deseos estarían sobre su
cuerpo; y no en las manos sobre su cuerpo y cuyas manos, cuerpo, agujero, hombre,
ausencia y presencia, despertaban en ella un ignorado y absurdo resabio de espíritu,
aunque tal vez apenas sostenido por ese lascivo exhibicionismo, ausente en las
prostitutas y presente en las demás mujeres, que surgía ahora después de años de
dormida inactividad, quizá desde la época en que ella se vestía bajo las mantas de la
cama, en su fría adolescencia en el conventillo atestado, con la secreta sospecha o
esperanza de ser espiada por su hermano.
Y siguió entonces con los desordenados abrazos de sus miembros, girando su
cuerpo para lucir la belleza de la espalda ante el agujero de la pared, sintiendo poco a
poco el nacimiento de su sexo, luciendo sus piernas desnudas y sus brazos sencillos,
y la normal desnudez, de su cuerpo infantil, girando y retorciéndose en mil
posiciones, pendiente exclusivamente de aquel agujero, fijo e implacable, que la
excitaba cada vez más con las mil sensaciones que cualquier mujer honesta puede
sentir día por medio, o todos los días, o dos veces por semana, en la santidad
burguesa de su cama matrimonial, ante la presencia dormida de la cuna de su hijo, y
la adusta fotografía de sus padres en la pared sobre la cómoda.
Lo sentía poco a poco en medio de su agitación física, sentía cómo ese algo se
aumentaba, sentía cómo por ese resquicio de su alma nacía o despertaba su sexo,
único resabio donde la semilla latente de su espíritu podía florecer, única entrada de
cierta penumbra espiritual, única salida de su vida no física, sino mecánica, hacia la
vida por lo menos animal.
Y se hincó después en la cama, dando su espalda al agujero, sintiendo esa mirada
desconocida sobre su nuca alborotada, sobre sus hombros bien formados, sobre el
contraste de esa mano oscura en la blancura de sus caderas.
Se sintió después volcada sobre la cama, vencida, estrujada, triunfante, etérea,
hundida y elevada hacia un éxtasis desconocido que después de recorrer su espalda la
encegueció momentáneamente en una última llamarada de sensación humana.
Después terminó todo con la brusquedad egoísta y desconsiderada con que se
separan normalmente la materia del espíritu, después de haber estado en una unión tal
que la materia se espiritualiza y el espíritu se materializa y el uno deja de ser uno, y el
otro deja de ser otro, para convertirse tanto el uno como el otro en el uno y en el otro.
Porque el hombre, el tangible, el concreto y masculino individuo que hacía las
funciones de hombre en esa extraña unión de tres personas, y que tanto él mismo
como la mujer pensaban seguramente que era un hombre en la real expresión de la
palabra, con ese clásico concepto de considerar la hombría del hombre ligada
indefectiblemente a sus órganos sexuales, dejó de moverse bruscamente cerrando los
ojos y las manos por un momento para tumbarse de espaldas, respirando cansado.
Ella se tapó con las mantas y cerró los ojos, que no volvió a abrir, ni siquiera
cuando él se terminó de vestir y se despidió, saliendo del cuarto sin sospechar en
absoluto la insignificancia de su papel en aquella noche, en aquel cuarto y en aquella
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cama, sin la más pequeña noción de que su presencia no había tenido otra función
que la de la mano adolescente de un chico vicioso, o la tapa de la revista francesa, o
el pedazo de diario con la mujer semidesnuda, o las postales pornográficas traídas del
colegio y sostenidas por la mano izquierda en la soledad del cuarto de baño.
Y se había ido el hombre concreto, el hombre tangible, el hombre
masculinamente apto para demostrar su hombría, y quedó la mujer sola, tendida de
espaldas, también concreta, también tangible de femineidad naciente, y
absolutamente apta para demostrar su femineidad y para sentir, soportar, sufrir y
gozar la serie de matices que la femineidad otorga, desde la vergüenza hasta la
excitación, desde el amor hasta el cariño, desde el dolor hasta la felicidad, desde los
celos hasta el embarazo; y, tendida de espaldas, miraba el agujero donde casi veía a
fuerza de pensar, el ojo cuyo dueño, el intangible, abstracto, e invisible individuo de
sexo ausente y utópico, había transformado a la prostituta mecánica, fría, y casi
decorosa obrera sexual, en la más opuesta antítesis, en su más distinta expresión, en
la mujer, con su sexo vivo y animado, ardientemente preparada para el pecado o la
santidad.
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SUR VIEJO
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ME LO CONTÓ una mujer en Comodoro Rivadavia.
Sucedió hace mucho, antes aún de que surgiera aquella inesperada consecuencia
de la espera de siglos que atraería a los hombres de lugares apartados para erigir las
torres negras contra el cielo limpio. Sí, fue antes del petróleo; bastante antes; fue en la
época aquella en que la soledad de estas tierras era empujada por el blanco vellón,
que un chico de tres años hubiera podido patear por el suelo, y aun levantar sobre su
cabeza y, sin embargo, con peso suficiente como para desarraigar definitivamente de
algún lugar de Europa a los padres de ese chico, o como para desplazar el virginal,
indefinido, e injustificable desierto contra la cordillera y contra el mar, en un
continuo trajinar de los seres gregarios cuyo balido impotente y desolado se perdería
entre el viento de los cañadones, y cuyas huellas definidas y trascendentales
marcarían los sinuosos caminos hacia las aguadas y los dormideros.
A unas treinta leguas de Comodoro Rivadavia vivió el hombre aquel, en un paraje
denominado Pampa Fría, con la mujer aquella que había conocido en una de sus idas
periódicas al pueblo; con sus dos caballos cargueros, y sus innumerables perros, y el
escarceo casi elegante de su mula zaina, que él utilizaba de sillera, por no haber
podido enseñarle a cabrestear.
La conoció ahí, contra la puerta de esa casa, en aquélla calle que más tarde se
llamaría San Martín, y por la cual él marcharía tres o cuatro veces por año a buscar su
bolsa de fariña, o de yerba, y la provisión de víveres y vicios, y más adelante, harina
y hasta azúcar, y por último un día a la mujer aquella que, después de aquel breve
trocar de miradas, y tal vez algún ceremonioso estrechar de manos iniciaría esa
especie de idilio, acuerdo, o simple afinidad, que haría a los vecinos de Comodoro
Rivadavia levantar la vista una mañana, y contemplar la desaliñada figura del
«búlgaro» en su mula zaina, rodeado por sus perros, con sus caballos cargueros
aplastados de bolsas y maletas y, encima de ellos, a la mujer tomando rumbo hacia el
oeste.
Vivieron allí en la «Pampa Fría» esas dos personas, luchando siempre contra los
elementos fuertes, cocinando la misma comida y lavando a veces la misma ropa
gruesa, saliendo juntos a caballo, a repuntar la majada o a tirar leña, o a limpiar
aguadas, notándose sólo la diferencia de sexos en las abrigadas noches sobre los
cueros tendidos en el piso de la cocina, con los ásperos camisones que ambos usaban,
y las caricias torpes y primitivas que coronaban a veces los fatigosos días mientras
todavía duraban las brasas en el brasero de lata y los perros afuera, junto a los
recados, toreaban a la noche.
Y las mañanas aquellas en que el mate caliente, sostenido entre los dedos sucios y
la bombilla plateada y dos veces soldada, era desplazado de uno hacia otro, durante la
larga y silenciosa hora en que esperaban el amanecer, sentados en los toscos
banquitos de madera, que por fin él abandonaría para salir de la cocina, insensible al
frío en su saco de cuero, sintiendo el crujir de la helada bajo sus alpargatas deformes,
llevando la cabezada con el freno brillante, sostenida en el brazo izquierdo,
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balanceando su cuerpo en la misma forma como lo habría hecho seguramente su
padre, y tal vez su abuelo, con el balde de leche o el farol pesado, en las mañanas
brumosas de su lejana e irrecordada Bulgaria. Y después, él volviendo hacia la cocina
ahora sin la cabezada, a buscar el rebenque, y volviendo a salir, mientras ella,
inclinada sobre una lata, vaciaba el mate de yerba vieja, sin percibirse de parte de él
ni de ella la menor palabra o gesto que denotara una despedida, una señal, un algo
que indicara la separación por cuatro, cinco o seis horas, de aquellas dos personas
unidas por esa fuerza, a veces superior al amor o a la amistad, que consiste en la
identificación, el reflejo, cómoda adaptabilidad o simple y desesperada unión de
subsistencia.
Él volvía pasado el mediodía preguntando entonces:
—¿Pusiste la asado?
—Sí.
De nuevo los mates, uno tras otro, en el silencio descansado interrumpido por
alguna frase.
—¿Te aguantó el «Corbata»?
—Tuvo que traerlo por delante, se cansó aguada Sauce.
—Sí, es muy cachorro, el perro ese se te va a morir algún día.
—Yo conozco, yo también ser chico, yo también correr, yo nunca morirme.
De nuevo el silencio, mientras seguían los mates y él sacaba la asadera del horno
y daba vuelta la carne.
—¿Vas a trabajar hoy en el pozo?
—Sí, trabajar pozo.
El pozo aquel había sido iniciado años atrás en la durísima arcilla de detrás de la
casa, en una tozuda, cerrada, e implacable intentona de encontrar agua, desde el día
en que vio en ese lugar unas plantitas de junquillo, y cuyas consecuencias fueron
meses y meses de agotadores golpes de piqueta y de improductivos movimientos de
pala; y más adelante, ayudado por su mujer y la yegua mansa, que él había hecho
caballa y después de pecho, en interminables viajes de roldana hasta llegar a una
profundidad de veinte metros sin que la menor muestra de agua, o siquiera de
humedad, coronasen sus esfuerzos.
—Vas a tener que hacerte ayudar, si no no vas a terminar nunca.
—Semana que viene venir don Couyido a ayudar pozo.
Así fue en efecto; ocho días más tarde, entre el furioso torear de los perros, se lo
vio venir al chileno Couyido, dibujado apenas en la lontananza ventosa, identificado
por los galgos barcinos, el cojudo moro y la manta castilla recortada contra el cielo.
Desmontó, entonces, con la coordinada serie de movimientos de su pesada
agilidad, saludó al «búlgaro» con un: «buenas», parsimonioso, mientras ajustaba el
gruesísimo cabestro a la mata de molle junto a la entrada, y su paso oscilante y
pendular parecía buscar apoyo en el gastado rebenque que colgaba de su muñeca,
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mientras el opaco tintineo de su única espuela se aplastaba en el polvo de la entrada
de la cocina.
Le dio la mano a la mujer con el brazo rígido y los dedos duros y la mirada
desviada con respetuosa inclinación bajo la visera grasienta de su gorra inglesa.
Fueron días después de duro trabajo; los dos hombres dentro del pozo, y la mujer
con la yegua mansa, haciendo interminables viajes de roldana y vaciando luego el
balde de la amarillenta arcilla, con la compleja cantidad de parcos movimientos y un
número de palabras seguramente menor a las que pudiesen contarse con los dedos de
una mano, y los sonidos secos de tierra y de distancia que desde el fondo del pozo
indicaban el rítmico desplazar de la pala y la aguda penetración de la piqueta, que se
detendrían de tanto en tanto, mientras el chillido de la rueda de la roldana indicaba el
parsimonioso alejar de la yegua y la lenta subida del balde contra el circular, intenso
y nitidísimo azul, que los bordes del pozo recortaban contra el ciclo.
Y al terminar el lento, improductivo, y penoso trabajo diario, ataban las
herramientas a los costados del balde, que subía entonces para ser desenganchado por
la mujer, que bajaba después la soga por donde subiría primero el chileno, y después
el búlgaro, sudorosos y sucios para ir a lavarse a la cocina, mientras ella desensillaba
la yegua mansa y entraba en la casa a esperar su turno, junto a la palangana enlozada
y la toalla amarilla.
Se lavaba ella las manos y los antebrazos, y también la cara, terminando la
operación con una humedecida de su cabeza fuerte, echándola hacia atrás y
pasándose las manos por el pelo áspero, en una forma masculina y perentoria,
mientras sus facciones duras se reflejaban en el pedazo de espejo que colgaba en un
clavo, al lado de la jabonera vacía y el almanaque viejo con la mujer sonriente, en la
desolada y sucia pared de la cocina.
Y ahora, el diálogo pesado y sin motivo, como complemento del mate, con las
palabras apenas necesarias para expresar una idea que giraría seguramente alrededor
de animales, o cosas, o de hechos concretos y pasados, de fácil y cómoda exposición,
y luego los silencios llenos de vacíos pensamientos, mientras las miradas opacas de
cansancio, y las caras brillantes de trabajo, en la inmóvil tensión de esas sencillísimas
vidas, se aflojaban de tanto en tanto ante la suave contemplación de las brasas de la
cocina, o de los breves juegos y movimientos de la gata negra junto al cajoncito de
Cooper debajo de la mesa.
Vivieron las tres personas aquellas durante varios días, siempre juntas, comiendo,
trabajando y descansando juntas, y hasta durmiendo también en el mismo piso de la
cocina abrigada, levantándose antes del amanecer, y sólo separándose cuando el
«búlgaro» salía a buscar capones para carnear, o a picar leña, quedándose entonces la
mujer con el chileno Couyido en su silenciosa y compartida sociabilidad,
cambiándose a veces una que otra mirada en una audaz, atrevida, y casi curiosa
incursión a través de las barreras delimitadas por la diferencia de sexos.
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Una vez se quedaron los dos mirándose sobre la mesa donde ella preparaba la
masa de las tortas, solazándose ambos en aquel tosco, elemental y primario flirteo,
que continuó después varias veces, durante esos días y días subsiguientes hasta que
una tarde, aprovechando la ausencia momentánea del «búlgaro» él la abrazó contra la
pared de la cocina, en una simple e inconfundible manifestación de sentimientos que
ella contestó con un leve movimiento de su mano hacia la cara del hombre, como una
especie de tenue caricia, o casi curiosa constatación; y luego se besaron ásperamente
para separarse en seguida, y luego volver a besarse, con la torpe vehemencia de su
inexperta, pero no inocente, novedad.
fil le dijo esa vez:
—¿Querís venirte conmigo?
—¿Adónde?
—Tengo mil pesos en el tirador, los gané en la señalada de los «Menucos».
—¿Y el «búlgaro»?
—Dejámelo a mí.
—¿Qué vas hacer?
—Ya lo tengo pensado; mañana después de doce cuando terminemos el trabajo,
atamos las herramientas al balde y vos lo subís. Después bajás la soga y subo yo
primero como siempre. Después no bajamos más la soga y nos vamos. Total aquí no
pasa nunca nadie. Se va a quedar séquito ahí en el fondo, y si alguien lo encuentra
alguna vez va a creer que fue un accidente.
—No, no puedo hacer eso; si es un hombre muy bueno.
—¿Te querís quedar toda la vida acá con el «búlgaro» ese?
—No, eso tampoco.
—Y bueno, entonces algo hay que hacer.
—Y sí, algo hay que hacer.
Llegó más tarde el «búlgaro» con el montón de leña que acababa de cortar, que
tiró en un cajón mientras decía:
—Don Couyido le voy dejar pangaré de nochero para que mañana temprano usted
carnear.
—Está bien.
—Por el cerrito bayo va a encontrar capones. Tenga cuidado perros; yo andar
poniendo veneno.
—¿Mucho zorro este año?
—Sí, bastante.
—¿Cuántos cueros tiene ya?
—Diez y nueve.
—Está bueno.
Y esa mañana siguiente cuando, antes del amanecer, salió Couyido con el cuello
de su poncho levantado, recortándose momentáneamente en la puerta de la cocina, y
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cuando el crujir de sus pasos por la helada se fue perdiendo en la madrugada oscura,
el «búlgaro» se sentó bruscamente y sacudió a la mujer.
—Despertá, despertá.
—¿Qué? ¿Qué hay? ¿Qué pasa?
—Tiene como mil pesos en tirador.
—¿Quién? ¿Qué te pasa? ¿Qué decís?
—Don Couyido tiene como mil pesos en tirador.
—Y ¿de hay?
—Más tarde dejamos en pozo. Vos subís primero herramientas: después yo esta
vez subir primero y él quedar dentro. Nosotros guardar mil pesos.
—Pero ¿cómo vamos a hacer eso?
—Con mil pesos poblar campo en otro lado con buen agua, si no tener quedarnos
toda vida en este lugar. Algo hay que hacer.
—Y sí, algo hay que hacer.
Fue esa tarde entonces que reanudaron su tarea los tres miembros de aquel doble
complot, cuya culminación definitiva dependería de la mujer cuyos pasos, seguros y
breves junto a la yegua mansa, iban dejando en la arena del suelo las huellas de
alpargatas y herraduras que, en su continuo ir y venir, se confundían superpuestas,
mientras los hombres, ahí abajo, inclinados con sus herramientas, sin mirarse
siquiera, trabajando ambos, no ahora en la búsqueda del agua lejana, sino en el
aumento de unos pocos centímetros de esa tumba donde moriría de hambre y de sed
el dueño de lo que cada uno codiciaba, sin odio, sin desesperación, sin pasión de
lujuria o de codicia, sino con el simple principio de tomar lo necesario, con la
tremenda lógica que el desierto imponía, y cuyas consecuencias, vistas, suavizadas y
casi perdonadas ahora a través del tiempo y la distancia nos hacen comprender la
fuerza aquella que permitió a la Nación Argentina colonizar, poblar, e incluso
civilizar, esa inmensa extensión llamada Patagonia.
Y llegó la hora de terminar el trabajo; llenaron por última vez el balde de arcilla
amarillenta, y ataron la pala y la piqueta a la misma soga, que subió despacio hasta la
negra roldana, y se quedó muy quieta, allí junto al cielo. Y los hombres miraron
arriba, y esperaron y esperaron. Y después los pasos de la yegua mansa. Y después el
silencio de la tierra sola.
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HILARIO SOSA, CON TODO
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HILARIO SOSA, con todo.
Dijo el cabo y después lo dijo otra vez mientras el hombre acostado encogía las
piernas en la penumbra gris del calabozo y se sentaba en el suelo manoteando su saco
con el vómito seco de la borrachera pasada endurecido de tiempo sobre las solapas
lustrosas.
Hilario Sosa, con todo. Pero esta vez no lo dijo el cabo, sino simplemente lo
pensó el hombre mientras se paraba despacio y caminaba hacia afuera tosiendo su
vejez sobre la mano arrugada y limpiándola luego contra el pantalón oscuro.
Y pasó frente al despacho del Comisario y se vio reflejado sobre la puerta de
vidrio mientras recordaba en la bruma de su tiempo gastado, enrarecido por años de
ese vivir absurdo.
Había sucedido hacía mucho tiempo; cuando él vivía en la casilla de chapas que
habían hecho su padre con su hermano mayor, y su madre enferma y su hermana
idiota, con esa cooperación eficiente y agresiva de las familias pobres contra los
elementos fuertes, con la sinfónica y confusa cantidad de movimientos, martillazos y
acarreos, que se concretaron al fin en la casilla grisácea, de chimenea torcida, en
donde vivió muchos años hasta que cumplió dieciséis, entre las toses de su madre
enferma, y los embarazos de su hermana idiota, y la confortable ausencia de su padre
trabajador.
Había vivido allí en las afueras de la ciudad en compañía de la mujer que lo había
criado y la otra mujer que lo había hecho hermano, y también tío, después de las
tumultuosas noches con su propio padre bajo las mantas remendadas; viviendo sobre
el suelo terroso, frío, húmedo, negro, con la noche escurriéndose bajo las chapas que
hacían de paredes, formando el sucio cuadrado en donde se asentaban los pies, casi
siempre descalzos, y los cajones que servían de asiento, y las dos únicas camas que
ocupaba la familia.
La casa estaba rodeada de otras casas, también iguales, ostentando en la rectitud y
armonía de las paredes el mayor o menor grado de habilidad de sus ocupantes, los
variados individuos de gorras oscuras y bufandas gruesas que desaparecían en la
oscuridad de la madrugada, con sus pasos rítmicos y su soplar de manos, y la drástica
dirección de sus movimientos hacia el trabajo cotidiano; y que sólo volverían a
emerger a la noche en el fugaz abrir y cerrar de las puertas que recortaban
momentáneamente sus figuras con el pantallazo de la luz de las lámparas de kerosene
del interior de las casas.
Él había vivido en ese barrio en una vida fuerte y desordenada, junto con el grupo
de otros chicos de su edad, en medio del continuo trajinar de piernas cobrizas y latas
brillantes y pedradas agudas, y de gente agachada sobre sus quehaceres en su
continuo hurguetear de subsistencia, inclinados sobre las ollas y sartenes y piletas de
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ropas, en la constante y meticulosa tarea de seguir viviendo, mientras que ellos, los
chicos de salvaje alegría, aplastaban con sus pies descalzos la áspera corteza terrestre
en sus duras correrías tras los perros, o la pelota, sin tropezar casi nunca con los
pliegues de la pobreza, sin darse cuenta siquiera, a pesar de colaborar a veces en el
continuo apuntalar de la vida, en el constante amontonamiento de esfuerzos y
movimientos, en la persecución implacable, lenta y aplastante, de los pequeños
trabajos, en el aprovechamiento casi integral, indispensable y meticuloso de los
elementos, cosas, y hasta alimentos, de otros hombres desconocidos que, en algún
lugar, también desconocido, habían desechado, abandonado, arrojado de sus vidas,
por considerarlos innecesarios y viejos, y que ellos —los habitantes del barrio de las
latas— utilizarían nuevamente para una gran cantidad de cosas; y si aún sobraba algo
era quemado en las negras cocinas y braseros, convirtiendo en humo y calor aquello
que en un tiempo había sido algo concreto y práctico, y ahora solamente ennegrecía
el techo de las casas dando una fugaz sensación de bienestar a sus ocupantes.
A veinte cuadras del barrio de las latas se veían las primeras casas de material, de
moderna y fea arquitectura, con sus cuidados jardines de horrorosos canteros, en
donde la naturaleza disciplinada emergía en ordenada variedad de flores y plantas.
Vivían en esas casas la fuerte, heterogénea y transitoria clase media, los hombres
que están por subir o bajar, los miembros de ese escalón social de ex o futura
aristocracia, o de ex o futura pobreza, los hombres transitorios, con costumbres que
muestran su origen y su futuro, casados con mujeres variadas e insustanciales, de
gordura amenazante, con hijas bonitas, futuras maestras, e hijos estudiantes y
deportistas.
Vivían ahí, con la confortable idea de la casa propia, que habitaban o habitarían, y
la libreta de ahorro de los chicos, y el combinado semi caro, y la máquina de lavar, y
el baño semanal, y las revistas guarangas, y la novela terrible, oída después del
almuerzo, entre el entrechocar de la loza al levantar la mesa, y los comentarios sobre
la vecina que no usaba combinación.
Hasta ahí llegaban a veces ellos, los chicos grandes, o muchachos chicos, de
quince, dieciséis y diecisiete años, de aquel barrio vecino y distante de las latas.
Venían en grupos de tres o cuatro, con sus amenazantes cabezas y ropas
arremangadas, y suciedad acumulada de varias generaciones, con la desgarbada y
desordenada variedad de sacos y pantalones, de negros y grises remiendos, y su
pesada agilidad contenida de animales de monte.
La vieron por primera vez, una noche, a eso de las nueve, en los fondos de su
jardín, con la inmaculada pureza de su vestido blanco apretada contra la oscura masa
de un hombre, y toda su rubia femineidad desordenada y suelta. Se acercaron
gateando, entre la oscuridad de las plantas, y los miraron besarse y acariciarse
mutuamente con la apurada vehemencia de los amantes clandestinos. Él, enérgico,
con movimientos seguros y expertos, forzando la defensa voluptuosa de ella que se
quejaba débilmente, con los entrecortados sonidos, quejosos y anhelantes, suplicantes
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e imperiosos, con que las mujeres de todos los tiempos han manifestado el
acatamiento evidente y sumiso y la dependencia tácita de su sexo.
Después las manos de él desaparecieron dentro del vestido, y la blanca prenda
interior bajando hasta la rodilla para luego ser sacada por las manos de ella,
arqueando primero una pierna y después la otra y desenganchándola por último del
tobillo y del taco alto.
Después las álgidas, perentorias y últimas caricias, y el violento y lujurioso
revolcar en el pasto, y el pronto final de los amantes nuevos.
Después ellos, los chicos del barrio de las latas, volviendo a sus casas, con su
cansancio físico y mental pesando sobre sus cuerpos flacos bajo la ropa holgada y sus
retinas vidriosas de agotamiento reflejando aún la desnudez desordenada de esas
piernas en la negrura del pasto.
Y al día siguiente cuando él dijo:
—¿Vamo de vuelta Negro?
—Vamo.
Y al pasar por alguna de las casas de lata, el estridente chiflido y la despeinada
cabeza que se asoma.
—Vamo Mingo.
—A ver la rubia.
Y fueron los tres al mismo lugar y esperaron inútilmente entre las matas, hasta las
once de la noche.
—Hoy no viene —dijo uno de ellos—, tuvo bastante con anoche.
Y a la vuelta al día siguiente, y al otro, y al Otro, y las inútiles esperas sobre el
pasto húmedo, con la imaginación excitada y las rodillas cansadas en la noche cálida.
Por fin una noche la vieron. Esta vez en el frente de su casa por donde ellos
pasaban después de varias horas infructuosas entre las altas matas de detrás de la
misma casa; ella estaba erguida, parada sobre la belleza de sus piernas, iluminada por
la cálida luz del porch, con la piel de su cara fresca de juventud, tomados de la mano
y mirándose a los ojos con un atlético hombre joven de pómulos duros de ejercicio y
musculoso cuello bronceado.
Pasaron entonces ellos, los del barrio de las latas, captando apenas un pedazo de
diálogo:
—… ía nos va…
Y ellos siguieron caminando, y en la esquina se dieron vuelta, y después siguieron
caminando.
—Es otro, viste, es otro.
—Este la va de novio, la va.
Se habían juntado varios días después tres de ellos, él, el más tarde hombre que
recordaba, y otros dos, el Negro y el Mingo, todos muy jóvenes; él tenía diecisiete y
los otros dos dieciséis. Se habían juntado ante el ideal común, como antes se habían
juntado ante las circunstancias, o necesidad, o la simple afinidad de sus ideas
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primarias, y ahora, unidos por el aguijoneante hambre sexual, planearon con
meticulosa excitación el plan que más tarde elaborarían.
Estudiaron el horario de ella, sus tranquilas idas y vueltas a la Pitman, tres veces
por semana, con sus meticulosos cuadernos, y la pulcritud infantil de sus vestidos
llenos, y los jueves y los domingos, cuando esperaba, a veces, en la entrada de su
casa la llegada del atlético hombre joven, casi siempre con bombones, o una pizza, o
un libro, o un postre que ella tomaba con infantil curiosidad y agujereando el papel
espiaba el interior del paquete, mientras él pasaba su brazo por la cintura de ella y
ambos entraban en la casa dejando en los hambrientos ojos de los escondidos chicos,
un amargo y confuso recuerdo de sonrisas coquetas y miradas cariñosas, y un
voluptuoso ritmo de caderas en la justeza del vestido.
—Viste, che, viste, es éste el que le gusta. Viste cómo se miran —dijo uno de
ellos con la escasa dosis de experiencia amorosa que el cinematógrafo le había
dejado.
—Ma qué éste, ¿cuándo le viste hacerle a éste lo que le hacía al otro?
—Si el otro es un viejo, ¿no viste que era un viejo? Tiene como cuarenta años.
Entonces habló él, y los demás lo escucharon, porque era un poco más grande, y
había andado más, y hablaba poco, dando a entender que sabía mucho.
—No —dijo—, lo quiere al joven, pero le gusta el viejo.
—¿Y por qué no lo vimo más al viejo?
—Se verán en otro lado, se verán.
—¿Ché, cuando lo hacemo?
—Mañana —dijo él.
—¿A qué hora?
—Cuando vuelva a la noche.
—¿Y si grita?
—Le tapamo la boca.
—¡Ma que va a gritar si a ella le gusta!
—Si grita la corto.
—¡Va cortá, va cortá!
Y a la tarde del día siguiente fueron el Mingo, el Negro y él.
—Por acá pasa siempre; nos escondemo y cuando pasa la chapamo.
Se metieron en el baldío y se quedaron escondidos hasta que anocheció, sobre la
húmeda tierra, sobre el rectangular pedazo libre de asfalto y vereda, de tumultuosa
vegetación enardecida de matas, con el lujurioso desorden de la naturaleza viva; con
aquellos tres seres pasando en ese momento por el instante emocional más fuerte de
sus vidas tensas y fibrosas, sobre el suelo blando, sintiendo el cálido fresco de la
ancha tierra sobre sus carnes ardientes de deseos.
Después se fueron turnando; uno de ellos salía a la vereda a ver si ella venía,
mientras los otros dos con la mirada fija hacia adelante esperaban la señal.
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Oyeron entonces el silbido estridente y un rápido correr por el pasto alto y la voz
vibrante de nervios.
—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
Ella caminaba apurada, por la oscura vereda, con el taconeo rítmico y cadencioso,
con sus pensamientos lejanos de mujer joven, y su cartera colgando de un hombro:
iba de la estación a su casa como lo hacía todos los lunes, miércoles y viernes. Pasó
por el baldío, y los tres se abalanzaron sobre ella; quiso gritar, pero un empujón brutal
la internó en el potrero dando grandes pasos para no perder el equilibrio, que al fin
perdió, y cayó al suelo llorando de miedo, bajo la traspirada mano y pañuelo que le
tapaba la boca; forcejeó un rato y al fin quedaron jadeantes aquellos cuatro cuerpos
jóvenes, agitados de miedo y excitación.
—No grités o te corto —le dijo una voz mientras sentía la hoja fría del cuchillo
apoyada en su garganta.
—¿Qué quieren? —se animó a decir con un sollozo—. No tengo plata.
Estuvieron unos segundos quietos, ella, de espaldas al suelo, con los brazos
abiertos, con las muñecas aprisionadas, sintiendo una respiración agitada cerca de su
cara, mientras otro le sujetaba los tobillos y el tercero con el cuchillo en la mano la
amenazaba.
—Si gritás te corto. Si gritás te corto.
Oía la voz nerviosa. Sin que ninguno se atreviera a iniciar lo que habían planeado
y soñado durante días y semanas, y que ahora tenían al alcance de sus manos cobrizas
de vida, que se mantenían indecisas al extremo de los brazos, sin atinar siquiera a
iniciar el más leve movimiento para sentir, palpar, aquel cuerpo codiciado, antes
inaccesible y utópico, y ahora extendido al lado de sus rodillas, enormemente más
lejos de sus sexos que aquellas otras noches en que, en la privada soledad de sus
camas con las manos bajo las mantas, con pensamientos y a veces con gestos sentían
la boca entreabierta sobre sus lenguas activas, y la morbidez de sus brazos sobre sus
cuellos ardientes.
Uno de ellos, después de un rato, puso su mano sudada sobre la pierna de ella,
introduciéndola después bajo la pollera hasta bastante más arriba de la rodilla y paseó
su mano por la piel suave con respetuosa y tímida carencia de lujuria. La paseó varias
veces hasta el mismo borde de la bombacha.
—Dale, Negro, vos primero —le dijeron.
Él siguió haciendo lo mismo con ridícula torpeza y dijo infantilmente:
—No puedo viejo, vos primero.
Entonces él, el más tarde hombre que recordaba, levantó la pollera de ella de un
tirón. Y ella gritó con fuerza desesperada; entonces él la golpeó en la cara y en la
boca, enardecido de nervios hasta que ella calló. Después se hincó entre las piernas
de ella tratando de sacarle la bombacha que no salía por el ángulo abierto de las
piernas.
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Ella al sentir su tobillo libre empezó a moverse y a gritar hasta que volvieron a
pegarle; entonces dio vuelta su cara marcada y llorosa y se quedó quieta.
Él se tiró sobre las piernas de ella para dominarla del todo y entonces se dio
cuenta de que estaban en condiciones de hacer aquello.
Y los tres miraron con los ojos brillantes en la suciedad de la cara, con la
desilusionante sensación que sienten los hombres que recién se sienten hombres en
presencia de mujeres que son realmente mujeres y que, en sus sueños de hombres que
todavía no son hombres, imaginan como mujeres que realmente no son mujeres.
Miraban sus muslos demasiado anchos para sus sueños estilizados de
adolescentes y a lo demasiado evidente para la pulcritud de su lujuria privada o para
los teóricos desahogos de su inexperta y no inocente juventud.
Entonces lo vieron a él hacer aquello que sabían cómo se hacía aunque nunca lo
habían hecho, y que nunca habían preguntado cómo se hacía, pero que intuían desde
muy chicos con el instinto pro-creador del hombre, o con esa sabia noción natural del
hombre tras su instinto, o con la ignorante y curiosa sabiduría animal, o simplemente
la curiosa sabiduría de la ignorancia humana.
Y lo hizo entonces, lo hizo con movimientos rítmicos y sencillos, que duraron
escasos segundos, mientras sus manos se apoyaban en el pasto, y luego sus codos se
apoyaron en el pasto, en un intento de besar aquella cara fruncida y asustada con
pintura corrida y llanto en los ojos.
Después se enderezó mientras se abrochaba el pantalón e irguió su cabeza en un
movimiento salvaje e infantil que se transformó en seguida en terror.
—¡Ahí están! ¡Ahí están!
Y la voz de una mujer gorda que con el brazo hacia adelante, señalaba
implacable, mientras su figura homogénea perdía importancia ante el ágil correr del
policía que, saltando matas, se iba agrandando en la penumbra del baldío.
Corrió entonces él, con todas sus fuerzas, cayendo una vez y levantándose en
seguida hasta la pared del fondo del potrero.
Se dio vuelta antes de saltar y lo vio terriblemente cerca, ahora sin gorra y
jadeante, pero siempre corriendo mientras su mano apretaba la cartuchera oscura.
Saltó entonces, ágil de nervios, estuvo horizontal un instante sobre el borde de la
pared y después cayó rodando liviano en un jardín desconocido. Corrió bajo un pino
ordenado, hasta tropezar con una manguera enrollada; después saltó una verja y
corrió con desesperación por la vereda oscura.
Corrió y corrió varios minutos hasta llegar a la vía del tren, siguió por los
durmientes un rato y se tiró extenuado en una zanja.
Se quedó quieto, con la cara hundida en la tierra, deleitándose con el acogedor
silencio húmedo de la noche, entre el frescor de los grillos y el suave resbalar de la
luna sobre las vías del tren. Por fin, más tranquilo, se levantó.
Llegó a su casa tarde y se tiró en la cama, después de vislumbrar un ligero
parpadeo de tranquilidad entre las toses rítmicas de su madre.
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No pudo dormir y pensó en la rubia; ahora la veía de nuevo idealizada, hecha
mujer de sueño de adolescente, y no mujer de realidad de hombre. Se quedó dormido.
A la media mañana estaba despierto; se vistió ligero y fue a la casa del Mingo.
Una mujer lavaba ropa afuera; él entró directamente y lo encontró sentado en un
cajón tomando un mate que dejó sobre el suelo y dijo:
—Lo chaparon al Negro.
—¿Vos por dónde rajaste?
—Por la misma pared que vos. El Negro quiso rajar por la calle y el cana lo
alcanzó.
—¿Cantará?
—¡Va cantar! ¡Va cantar! Ése no canta nada, es de fierro el pibe.
Pero ninguno de los dos lo creía, y se engañaban a ellos mismos con la fácil
convicción del hombre al mentirse a sí mismo y la infantil sinceridad de los chicos al
aceptar sus propias mentiras.
Cuando se sacudió la puerta del cuarto de lata y los forcejeos enérgicos movían la
casa, que dejó de moverse bruscamente al abrirse la puerta y al aparecer el hombre
gordo, ellos recién levantaron la vista, que después bajaron y mantendrían baja por
mucho tiempo, como en la fotografía que días más tarde saldría en los diarios,
despeinados y con esposas, bajo los títulos horribles y el furor civilizado y drástico de
la sociedad ante los delitos ajenos.
Ellos estaban parados en la mitad del cuarto, mientras el agente uniformado les
palpaba la cintura y el cuerpo y el hombre gordo hurgueteaba por los rincones, y un
oficial flaco de correaje tirante daba vuelta una caja, mientras afuera las innumerables
personas atisbaban febrilmente, y a bastante distancia, con el miedo, respeto, y
curiosidad ancestral hacia la autoridad, mientras que el Mingo y él, el más tarde
hombre que recordaba, sentían por primera vez la sensación de ser centro
importantísimo de toda una serie de movimientos, palabras y trabajo, que luego
notarían aún más, cuando innumerables empleados, periodistas, funcionarios y hasta
magistrados, trabajaran durante horas alrededor de sus personas, con sus anteojos y
trajes caros, pendientes a veces de una sola de sus palabras, que las máquinas de
escribir captarían inmediatamente, en un furioso repiqueteo de burocracia en marcha,
o en un tranquilo deslizar de odio domesticado.
Después salieron de las casas de lata, sin mirar las muchas personas que
cuchicheaban a distancia, sin mirar las dos mujeres llorosas que hablaban con el
hombre gordo, ni las bandadas de chicos, sino mirando al suelo con una mezcla
curiosa de vergüenza y humildad, con algo de resentimiento y timidez, y un cierto
matiz de clasicismo de delincuencia, intuido, heredado o simplemente aprendido, en
diarios y cinematógrafos.
Y entraron en el coche cuadrado que los llevó rápidamente a la comisaría donde
fueron separados en distintos calabozos.
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Horas más tarde, fueron sacados y llevados al despacho del comisario, que era el
hombre gordo. Allí ya estaba el Negro demacrado y triste; los tres se miraron de
reojo.
—Bueno, muchachos —dijo el comisario—, éste ya confesó todo, así que a no
dar trabajo y a decir toda la verdad ¿eh?
Se quedaron callados los tres, el comisario tocó el timbre.
—Hágalos pasar, cabo.
Entraron entonces la rubia pálida y ojerosa del brazo del padre y del atlético
hombre joven.
—¡Sí son ellos! —dijo—, ¡son ellos, estoy segura que son ellos! —Y hundió su
cara en el pecho del hombre joven que la soltó en seguida, mientras sus puños
pesados y expertos golpearon al Mingo, que era el que estaba más cerca, quien rodó
sangrando con los dientes rotos.
Entre el agente y el comisario lo sujetaron.
—Cálmese, señor, cálmese.
Entonces fue el padre que gritó indignado.
—¡Ma sinvergüenzas, atorrantes, sarnosos, tocar a mi hija!… ¡Hay que matar,
matar a esta gente, comesario! Hay que matarlos. Han destruido lo más sagrado de
una mujer… la han desvirgado… desvirgado… señor, mi chica desvirgada.
—Qué desvirgada ni desvirgada —dijo el Mingo desde el suelo— pregúntele a
éste si era virgen.
Entonces todos se dieron vuelta, el padre, el novio, ella, el comisario y hasta el
agente de guardia en la puerta; todos se dieron vuelta y lo miraron a él, el que más
tarde sería hombre y recordaría.
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HOMBRE
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ESTA ES la historia de un hombre.
Le decían «el Tarta», porque fue su primer defecto, que emergió a borbotones
entre los labios gruesos y las encías desdentadas, a una edad en que los chicos de su
mismo tamaño decían de memoria el Preámbulo de la Constitución, o el artículo
catorce —esos mismos chicos que, más tarde, ya hombres, lo juzgarían— porque fue
su misma generación la que lo condenó, con el implacable equilibrio de la naturaleza
humana, con el feroz desahogo de la justicia terrestre, o con la simple armonía de
esas leyes vitales ante aquello que se alza, desafiando lo primario, lo elemental, el
sensato conglomerado de hechos esperados en el normal deslizar de la vida cotidiana.
Elías Croveto, alias «el Tarta», invertido, como figura en el archivo de los
Tribunales, donde también figura María Croveto, su madre, y, en letras minúsculas,
«padre desconocido», y una serie de nombres de los testigos presenciales de los
hechos evidentes, hombres ahora todos ellos en la normal y sólida plenitud de sus
vidas, pero que habían sido chicos en la época en que «el Tarta» mostró los primeros
síntomas de inversión sexual en las plazas y calles de la ciudad-pueblo, donde fue
más de una vez golpeado y perseguido, y aun detenido por algún agente de policía
que lo conduciría por la calle principal, hacia la comisaría primera, caminando unos
pasos detrás de él, mientras la gente lo miraba, y alguna madre mascullaba un:
«degenerado», u otras cosas, ante las vecinas excitadas, mientras su brazo indignado
abrazaba instintivamente la cabeza de su hijo, y alguien comentaba algo así como:
—Vio, de nuevo, esta vez fue con el hijo de Doña Berta, el coloradito, el rusito, el
que está en el mismo grado que la Gladys; lo llevó detrás de unas plantas y lo tocó.
Y «el Tarta», caminando con su clásico bamboleo y su estúpida sonrisa en la boca
mojada, tocándose el chichón que algún padre o madre, o el guardián de la plaza, o la
misma víctima de sus toqueteos le había proporcionado, mientras repetía
constantemente:
—Nnnono me vva a pepepegar ¿eh?
Y el agente de polainas impecables caminando detrás de él, tocándolo apenas en
el hombro para indicarle dónde debía doblar, y el otro agente en la puerta de la
comisaría abriendo la puerta para que pasaran ambos y apartándose ligeramente,
mientras resaltaba la femenina y desagradable figura del «Tarta» entre la viril
presencia de los dos uniformados.
Ahora, frente a la mesa del oficial de guardia, que miraba distraído sobre los
papeles desordenados, escuchando el taconeo del agente y la concreta exposición de
los hechos, y luego preguntando:
—¿Hay denuncia?
—Una señora de Neuman va a venir más tarde.
Y él mientras tanto, sentándose en la punta del banco en donde siempre se
sentaba, con los codos sobre las rodillas y la mirada marrón sobre las baldositas del
piso, y el labio húmedo y grueso descubriendo sus encías.
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Luego, horas después, la mujer que llegaba con el hijo de la mano y también el
marido:
—… entonces me pareció que tardaba mucho, porque yo estoy siempre atenta,
eso sí, no soy de las que tienen los chicos todo el día en la calle, no señor; me crucé
entonces a la plaza, y me encontré ahí a la Leonor, la de la «Flor de Génova», la
casada con Arduino, y le pregunté: y el Hétor, no lo viste vos, y me dice: «por ahí
andaba che», y yo le digo, pero estaba solo, y ella me dice: «y vos sabés cómo es tu
hijo que no le gusta jugar con los demás», me dieron ganas de decirle, mejor es eso
que andar con atorrantes como los de ella, porque eso sí, yo no…
—A ver señora, y ¿dónde lo encontró a su hijo?
—Bueno, entonces me voy detrás de las plantas esas altas que hay detrás de la
estatua, y ahí estaba, señor oficial, ahí estaba, le había bajado los pantalones y lo
estaba toqueteando al pobrecito, yo corrí entonces, y lo agarré al degenerado ese por
las orejas, le pegué unos buenos sacudones y un buen coscorrón que no se lo va a
olvidar así nomás y…
—Usted, señor ¿estaba? —preguntó el oficial dirigiéndose al marido.
—Stá yo…
—No, él no, señor oficial, mi marido es sastre, y no es porque sea mi marido
pero…
Y «el Tarta» mientras tanto, mirando ahora al techo y escuchando por la puerta las
oleadas de indignación que salían de la oficina de guardia, mientras su sonrisa le
colgaba de la boca como una baba, y las manos traspiradas en los bolsillos del
mameluco se cerraban y abrían en un rítmico movimiento de temor y de nervios.
Y después la puerta de afuera abriéndose con violencia, dando paso a la otra, a la
mujer que él no llamaba madre a pesar de serlo, junto con el hombre que él tampoco
llamaba padre, y que además no lo era, caminando con su apuro exaltado de mujer
pobre coa muchos hijos, y viéndolo a él en la punta del banco y diciendo:
—¡Otra vez! ¡Otra vez!, un degenerado, eso es lo que es, ¡un degenerado!
Mientras el hombre, unos pasos atrás, de traje azul lustroso e impecable cuello
duro, amagando una cachetada con su mano grande de uñas largas y anillo dorado, y
«el Tarta» agachándose y cerrando los ojos, barboteando un tartamudeo animal y
poniéndose las manos sobre las orejas, quieto, acurrucado con su temor inmóvil y
fatalista, hasta que sintió los pasos de ambos entrar en la oficina de guardia.
Fue en ese momento cuando conoció a «la Garza»; emergió de una de las puertas
transversales, silencioso, alto, con sus breeches ajustados y sus botas lustrosas;
llevaba una fusta empapada en la mano y un matiz de traspiración en la frente lisa.
Le decían «la Garza», y era el comisario de policía; había llegado a la ciudad-
pueblo en una época en que nosotros, sus habitantes, considerábamos a un ladrón de
caballos, o a un borracho, o a un capitalista de juegos como elementos susceptibles de
castigarse una o tantas veces como fuera necesario, pero ignorábamos que un hombre
puede ser arrancado de sus creencias, de su motivo o medio de vida, de esa herencia
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atávica que su misma subsistencia a veces imponía, como comprobamos más
adelante, cuando el cabo Montiel, jubilado unos días después de la llegada de «la
Garza» contó lo que había visto la tarde aquella cuando trajeron detenido al Turco
Payo —cuatrero insignificante y ladrón de gallinas— detenido decenas de veces y
conocido por todos. Ese día, como siempre que entraba a la comisaría, se lo puso a
barrer las oficinas y a limpiar los baños; después «la Garza» quiso tomar mate y se lo
tuvo media hora cebándoselos; cuenta el cabo Montiel que durante ese tiempo el
comisario ni siquiera lo miró una vez al turco, ni casi miró el libro de guardia donde
figuraba el motivo de la detención, y al rato le dijo:
—Andá al calabozo y espérame allí.
Después «la Garza» mandó comprar cigarrillos y se quedó sentado en el borde de
su escritorio, balanceando la pierna hasta que llegó el agente con dos atados de
cigarrillos rubios y una caja de fósforos; él guardó todo en el bolsillo de arriba de su
chaquetilla marrón y recién entonces fue al calabozo.
Entró con las manos en los bolsillos y con el codo cerró la puerta; estuvo unos
cinco minutos con el preso y después salió para volver más tarde con la valija de
cuero y un balde de agua; después volvió a salir y volvió en seguida, ahora con un par
de esposas. Después hubo unos cinco minutos de silencio, y luego el aullido aquel
que hizo a los mismos policías, templados en dolores ajenos, levantar la vista y dejar
de hacer lo que estaban haciendo; según el cabo Montiel no era un aullido fuerte, sino
opaco y prolongado, que duró varios minutos, subiendo y bajando de tono, y luego no
se supo si realmente había terminado, porque pareció flotar un rato entre las paredes
de la comisaría, todavía un tiempo después de que «la Garza» salió del calabozo, con
su valija y el balde casi lleno de agua, que dejó unos segundos en el piso para
prenderse la chaquetilla, y luego volvió a tomarlo y desapareció tras una de las
puertas del patio.
Se precipitaron entonces todos a la ventanilla enrejada, y lo vieron ahí, no tirado
en el suelo como ellos suponían, sino de pie, inmóvil, empapado en sudor, con los
ojos desorbitados, y sólo sostenido al parecer por su propio dolor contra la pared del
calabozo.
Esa noche el Turco Payo no comió, pero tomó gran cantidad de agua y orinó
sangre casi todo el día siguiente, en que salió de la comisaría caminando con pasos
cortos de hombre viejo y una mano sobre un muslo y la otra sosteniendo un papel en
donde figuraban los límites de la sección de comisaría que correspondía a «la Garza»,
que la misma «Garza» le había entregado mirándole a los ojos y sin decir una palabra
mientras le indicaba con la cabeza la puerta de salida.
Ése era «la Garza», el hombre que puso a disposición de nosotros, los cómodos,
honestos, laboriosos habitantes de la ciudad-pueblo, toda la gama de su violencia al
servicio del orden; nosotros ahora, transitando por las veredas y calles a cualquier
hora de la noche con nuestras propias mujeres, sin ver borrachos ni mendigos, y
comentando algo así como: «tendrías que haber cerrado y premiado el pozo, pero no
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irte» —o ella diciendo: «pero no ves que no me alcanzaban los comodines, pero no
ves»— y luego llegando a nuestra casas, sabiendo perfectamente que estarían todas
nuestras gallinas en el patiecito del fondo, y la manguera en el jardín, y el triciclo de
los chicos, o cualquiera de esas cosas que un año antes hubiera desaparecido ante
nuestro menor descuido, y que ahora estarían en el mismo lugar donde las habíamos
olvidado, en esa posición exacta con que las habríamos dejado, mientras nosotros
ignorábamos, o pretendíamos ignorar, que el hipotético individuo que hubiera robado
aquello se encontraba a varios kilómetros de distancia, en algún pueblo vecino,
despojando también a alguien de algún objeto familiar, en la más primitiva de las
formas que es el hurto simple, haciendo con esto proseguir el ritmo constante de
intercambio de objetos, esfuerzos, ideas, movimientos, que la naturaleza viva exige
en su cíclico metabolismo, y que nosotros pretendemos encauzar con palabras como
comercio, trabajo, subsistencia, mientras formamos parte y esencia de esa pavorosa
transformación, en un continuo devorar de energía creadora y un continuo crear de
devoradora energía.
Así se conocieron «la Garza» y «el Tarta» en el patio de la comisaría, unos
segundos antes de que se abrieran las puertas de la oficina de guardia y salieran la
mujer y el hombre que, entre llantos y maldiciones, se acercaron al banco; y él
entonces —el de las uñas largas y el anillo dorado— tomó al «Tarta» de un hombro y
levantó su otra mano ahora con el puño cerrado, y «la Garza», dando un paso corto y
rápido, y descargando su fusta con rapidez increíble sobre la muñeca del hombre que
aulló de dolor, soltándolo al «Tarta» y retrocediendo, asustado, mientras mascullaba:
—¡Eh diga, qué se cree!
Y «la Garza» avanzando de nuevo un paso corto, y cruzándole la cara dos veces
con la fusta, como confirmando su monopolio de violencia, mientras el hombre,
encogido de dolor se daba vuelta, tapándose la cara con las manos, para recibir un
último fustazo, esta vez en la nuca, que lo hizo caer hincado en medio del patio.
Fue en ese momento, supongo, cuando la mujer que él no llamaba madre, a pesar
de serlo, y el hombre que él no llamaba padre, y que además no lo era, se retiraban de
la comisaría, dándose vueltas repetidas veces y mirando asustados hacia atrás —para
salir por la puerta ancha y también de su propia vida, porque desde ese momento dejó
de verlos a ambos— cuando surgió aquello que más tarde nosotros —los habitantes
de la ciudad-pueblo, los mismos que lo juzgamos— tuvimos que reconocer que era
amor, un purísimo amor que emergió, inesperadamente, en su alma semifemenina,
con la imperecedera vehemencia de los primeros amores, surgido quizá por la eterna
y femenina admiración a la fuerza, y más aún si esa fuerza ejerce funciones
protectoras.
Pasaron después los años, y «el Tarta» se convirtió en un hombre; nos habíamos
acostumbrado a verlo, durante su niñez y adolescencia, como un humilde satélite de
«la Garza», sentado en la puerta de la oficina, contemplándolo, embobado, mientras
éste trabajaba, o siguiéndolo, en sus recorridas a caballo, a una distancia mayor de
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cien metros, con un tenaz trotecito, agotador y servil, y más adelante, haciéndole de
mucamo, limpiando la vereda o yendo al mercado, con la bolsa de hule a hacer las
compras —que más tarde supimos que él cocinaba— como también se encargaba del
lavado y planchado de la ropa, viviendo en una especie de cuarto de servicio en la
misma casa.
Hombre ahora, conservaba su tartamudeo y su aspecto seguía siendo
desagradablemente amoral, a pesar de no tener esos gestos clásicos de los invertidos,
seguramente —pensábamos nosotros— por miedo a «la Garza», porque también
usaba el pelo corto y no movía en absoluto las caderas al caminar; una vez, recuerdo,
pasó delante de nosotros en la puerta del Bar Alhambra, y creo que fue Zambrano
que, medio borracho, lo empujó, y él contestó algo así como:
—¿Qui qui quién te di di dio confianza, che?
Y nosotros, a las carcajadas, lo echábamos tirándole las cáscaras de los maníes y
los carozos de las aceitunas. Creo que también fue Zambrano, o uno de los
Cerecedas, que una vez lo volteó de un golpe en el baño del cine, alegando que «el
Tarta» lo había tocado al pasar.
Todos los años «la Garza» desaparecía de la ciudad por veinte días, quedando «el
Tarta» solo en la casa, 3l término de los cuales invariablemente lo veíamos a través
de las ventanas abiertas, con el pelo atado, haciendo una limpieza a fondo, encerando
los pisos, limpiando los techos, a veces pintando la mesa o un aparador de la cocina,
todo esto entre los clásicos y femeninos suspiros con que las mujeres del mundo
entero acompañan el menor desplazamiento de un mueble, o levantada de alfombra, o
cualquier esfuerzo que salga de su normal órbita de limpieza, y que «el Tarta»
imitaba, con esa desesperante ambición de femineidad de los invertidos o de las
mujeres antes de la pubertad.
Pero aquel año «la Garza» no volvió solo; una mujer vino con él; la trajo del
norte, con un par de valijas nuevas, una libreta de casamiento, en la que el Estado
reconocía, aceptaba, incluso legitimaba, aquello que sin esto se llamaría concubinato,
junto con una perrita blanca y un montón de mantas en el asiento de atrás del coche.
Era una mujer joven, rubia, de ojos claros; su cara ancha, con algo de inteligencia
hubiera tenido interés; las cejas gruesas parecían humanizar el resto de sus facciones;
la boca grande y expresiva con labios casi siempre sonrientes y dientes magníficos le
daban cierto; aspecto sensual, en contraposición a su figura de líneas largas y
armoniosas, en absoluto provocativas, de esas clásicas figuras que las mujeres
consideran ideales, y los hombres demasiado delgadas, y cuyo principal encanto
reside en la elegancia con que les queda la ropa y en la seguridad de quien la posee.
Una vecina nos contó que bajaron ambos del coche, él con las valijas y ella con
una caja de sombreros en una mano y la correa de la perrita en la otra; se encontraron
en la misma puerta, «el Tarta» y ella, se miraron en los ojos y se habrán odiado desde
ese momento, con ese odio fuerte e inofensivo de la gente débil, agravado por el
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hecho de no poder manifestarlo, como sucede generalmente en la primera etapa de
los celos; después franquearon la puerta.
Fue esa misma tarde cuando lo vimos al «Tarta» pasar por la puerta del Alhambra
cargado de paquetes, y alguien le preguntó:
—¿Y, «Tarta»?
—Y ¿qu qu qué?
—Se te casó con otra; vas a tener que buscarte otro macho.
—Vovo vos que t t t te crees che, que s s so so soy de ésas, n n no lo voy a me me
mendigar na nada, che, si l l la quiere a ésa que se la la gu gu guarde che.
Se lo vio también días más tarde, en el mercado donde todos los conocían,
tomando actitudes de mujer ofendida ante los dos muchachones del puesto de la
carne.
—Qu qu que se l l la guarde che, n n no me voy a po po ponerme a llo llorar, si le
gu gu gusta que se la la guarde.
No fue al día siguiente, sino al otro que sucedió. Apareció muerta la mujer de «la
Garza», en la bañadera de su casa, con las piernas asomando grotescamente del agua
tibia que, rebasando, se escurría bajo la puerta del baño.
«La Garza» habló por teléfono al Juez de Instrucción, y se presentó éste con el
Secretario criminal. Era un hombre brillante, el Juez Soler, de inteligencia clara y
mirada escrutadora, gordo, bajo, dinámico; miró el cadáver durante un rato y después
dijo:
—¿Y, Comisario?
—Yo estaba en mi cuarto, señor, sentado leyendo; me levanté, no me acuerdo
para qué y, al pasar por el pasillo del baño vi el piso lleno de agua; me fijo de dónde
venía, y veo que sale por debajo de la puerta del baño; entonces golpié, y mi señora
no me contesta; vuelvo a golpear y, como tampoco contesta, abro la puerta; estaba sin
llave; y, la encontré muerta, señor; seguramente ha resfalado y se ha golpeado en la
nuca, y ha quedado desmayada debajo del agua.
No demostró ninguna emoción al decir esto, aunque supongo que nadie esperaba
que la demostrase.
Después el Juez preguntó:
—¿Estaba usted solo en la casa?
—No, estaba también mi mucamo.
—Ah, ése —dijo el Juez—. Hágalo venir.
Entró «el Tarta» entonces y el Juez le preguntó:
—Y vos ¿qué sabés?
—Yo yo yo yo na na nada, señor.
—¿No oíste ningún ruido?
—No no no no, señor.
—Bueno —dijo el Juez dirigiéndose al comisario—, como primera medida vamos
a tener que hacer la autopsia; usted, como marido, va a tener que firmar d
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consentimiento.
—No veo por qué, señor; ha sido un accidente y prefiero no autorizar nada.
—Sí, comisario; va a ser imprescindible.
Lo contaron después los periodistas que presenciaron la escena, cuando los
fotógrafos se retiraban con sus máquinas y el Juez ya se había ido; lo vieron ahí, en el
medio del cuarto inquieto y furioso, paseándose, nervioso, mientras «el Tarta» en la
cocina, temblando en un rincón, repetía lloroso:
—¿Y ahora, y ahora?
Esa misma tarde se presentó en el Juzgado y, ante los empleados atónitos, entró
en el despacho del Juez, sin hacerse anunciar y sin ni siquiera golpear.
El Juez estaba con una pareja de viejos llorosos vestidos de luto; «el Tarta» ni los
miró y, casi gritando, dijo:
—Yo yo yo fui, señor, yo yo la ma ma maté, señor.
—Siéntese —le dijo el Juez; había dejado de tutearlo—. Cuénteme por qué lo
hizo.
—Po po porque le te te tenía ra rabia; esta taba celoso.
Entonces el hombre viejo, que parecía sordo, le preguntó a su mujer:
—¿Qué dice? ¿De quién habla?
Y el Juez:
—Va a ser mejor, señores, que esperen al lado.
Y el viejo, tercamente:
—¿De quién habla? ¿de quién habla? ¿qué es lo que dice?
Y la mujer, llorosa:
—Fue él, Gaspar, el asesino de nuestra hija…
Y el viejo, precipitándose entonces, con las manos temblorosas e inútiles,
extendidas hacia la garganta del «Tarta», y éste dando un salto atrás, asustado, y
luego dándose vuelta, corriendo hacia la puerta, y luego escaleras abajo, con el viejo
atrás gritando con todas sus fuerzas:
—¡Asesino! ¡Asesino!
Y, ya en la calle, «el Tarta» corriendo por la vereda angosta, y el viejo atrás,
gritando:
—¡Párenlo! ¡Es el asesino! ¡Él mató a mi hija!
Primero fueron unos peluqueros, con sus tijeras en las manos, los hermanos
Diglio; luego un cartero, después los peones del mercado, y los empleados de una
tienda; después todos, hombres, mujeres, chicos, salían de las puertas de las casas a
unirse a la persecución del asesino que corría, desesperado, dándose vuelta de tanto
en tanto, doblando en las esquinas, llorando de miedo, mientras sus perseguidores se
mantenían a la misma distancia, con su jadeo implacable y tenaz, y su número
aumentaba a medida que pasaban las cuadras; éramos nosotros, los habitantes de la
ciudad-pueblo, hombres y mujeres, que hacía años que no corríamos más de veinte
metros, exigiendo a nuestros pulmones detrás de aquél —en el cual podríamos
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descargar todo el odio contenido— toda esa fuerza atávica, ancestral, todo ese
desahogo de ferocidad de seres con muchas generaciones de violencia domesticada; y
ahí estaba, a pocos metros de nosotros, en su correr desaforado, aquello que
simbolizaba el mal ajeno, aquella persona cuyos delitos terribles nos hacían sentirnos
puros, justicieros, orgullosos seres humanos, vengadores, representantes de la moral y
la decencia; éramos la justicia, en ese momento, la humana justicia, basada en el
desahogo, la venganza, el odio, el amor, la seguridad, el orden, el miedo, la envidia,
el honor, la precaria duración de la vida y la devastadora solución de la muerte.
Tropezó en una boca-calle y pareció que se entregaba, vencido, porque estuvo
unos segundos en el suelo ancho, para levantarse después y proseguir su carrera,
ahora a unos escasos metros de nosotros; podíamos ver su cuello sudado bajo la
debilidad de la nuca, y el pelo rubio dorado en desordenados mechones, y parte de su
cara desfigurada de horror.
Fue Bustamante el que lo alcanzó —aquel que había sido tres cuartos en una
primera de rugby en sus años de estudiante; ahora pesaba cien kilos y su hija mayor
lo había hecho abuelo hacía dos semanas escasas, entre llantos de emoción en la
clínica, y brindis con champagne en la casa, y ridículos gorgojeos de hombre grande
ante la indiferente persona del nieto en la cuna enorme de volados blancos; agachó la
cabeza en un supremo esfuerzo, y avanzó los escasos veinte metros que nos
separaban del «Tarta» para abrazar sus caderas en un tackle impecable que lo derribó
por el suelo.
Caímos sobre él entonces, golpeándolo con nuestros pies cansados; y nuestros
puños sudorosos, enardecidos, subieron y bajaron junto con unos palos y piedras, y
un caño de plomo, y pedazos de ladrillo, que emergían sobre las cabezas para bajar
con violencia, y volver a subir, y volver a bajar, con un sonido opaco y terrible y un
pegoteo fétido de sangre abundante.
Después de un rato nos calmamos, y los más exaltados fuimos los primeros en
abandonar el lugar, caminando, exhaustos, hacia nuestras casas, hacia nuestras
mujeres, con sus delantales floreados, y nuestros chicos, con sus ojos enormes sobre
el plato de sopa y la servilleta blanca anudada debajo de la nuca.
Quedó sólo «el Tarta» en la mitad de la calle, muerto, deshecho, con la boca
abierta, sin dientes, y la cara, irreconocible, mirando al cielo, mientras el aullido de Ja
sirena de la ambulancia se acercaba al lugar, y un coche policial frenaba bruscamente.
No tengo derecho a seguir escribiendo. Si los hechos fueran ésos, nada más que
ésos, el caso está cerrado, y el expediente de las tapas verdes está opaco de polvo en
el archivo de los Tribunales.
Pero estoy seguro, absolutamente seguro, de que el asesino está libre, con sus
botas lustrosas y su fusta implacable. Y también lo estarían ustedes si lo hubieran
visto, encorvado de llanto entre el pasto húmedo del cementerio ordenado, cuando
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nos miramos sobre la tumba blanca de Elías Croveto, como dos asesinos en la niebla
espesa.
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PROPIEDAD
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AL FINAL todos estuvimos equivocados, yo, la gente, Cristina y el Peñaloza ese.
Recuerdo que entró el día aquel en la sacristía de mi iglesia; me refiero a Cristina,
la chica esa, y me dijo: «Padre, ¿me puedo confesar?». Tenía ese olor a pecado de las
mujeres honestas cuando son muy jóvenes, un cuerpo ceñido en un vestido rosado y
una cinta en el pelo.
Claro que esto fue mucho antes de que el comisario Silva la detuviera en el cuarto
de la pensión donde vivía, acusada de corrupción de menores y la llevara a la cárcel
por un año y cuatro meses, pero, con todo, el día que entró en la sacristía produjo
bastante revuelo en la reunión de Hijas de María porque…
Bueno, vamos por partes; ella, la chica esa, era la séptima hija de una familia muy
pobre. Eran de esa gente con un tipo de pobreza escrupulosa y ordenada,
magníficamente dotada para administrar su miseria durante el transcurso de miles de
privaciones, simétricas y puntuales, que jalonaban y jalonarían años de vacía
existencia, mientras eran dominados, consciente y desproporcionadamente, por las
cosas elementales, horarios y costumbres y toda aquella materia propia y ajena, que
gravita con tanta fuerza en la gente pobre, como si la falta de dinero fuere una virtud,
una raza, una religión, un culto agresivo hacia la cosa, hacia el objeto, hacia esos
algos tangibles y concretos, y consoladoramente desprovistos de la menor
complicación.
Y ella creció ahí, en el conventillo grisáceo, yendo y viniendo a la panadería o al
almacén, con las escasas monedas o los billetes arrugados que representaban un
número exacto de bolsas acarreadas en el puerto local por las espaldas dobladas de su
padre trabajador, y que ella dejaría sobre el mostrador conocido, mientras abrazaba
contra su cuerpo los paquetes de pan, o de fideos, o de harina de maíz, o de cualquier
otra cosa, que en la mesa familiar sería consumido por ellos y por su padre cansado,
adquiriendo así las fuerzas y energías necesarias para volver al día siguiente a cargar
sobre sus hombros las bolsas tenaces de las estibas inmutables que, al fin de la
jornada, representarían los papeles pequeños y arrugados equivalentes a la comida, y
algún otro gasto de él y su familia.
Bueno, Cristina, la chica esta, nunca tuvo nada de su absoluta propiedad; esto es
importante, aunque yo en esa época no me di cuenta de ello, y tampoco la gente de la
ciudad-pueblo, ni tampoco el Peñaloza ese; pero fue muy importante, porque nunca
tuvo nada de ella misma, porque su ropa era heredada, y a su vez ella se la dejaba a su
hermana más chica. No sé si ustedes conocen este tipo de gente; pero en ellos el culto
a la cosa es tan grande que determina prácticamente los ascensos sociales, como
sucedía con sus vecinos de cuarto, que tenían una cocinita de kerosene, y eran
considerados en el conventillo como de una clase casi distinta y superior; bueno, la
chica esta, desde que nació hasta los quince años, no tuvo prácticamente nada, salvo
la vez aquella en que alguien le regaló una pelota y ella, extasiada, marchó por el
patio haciéndola picar delante de ella, concentrada y seria como se ponen las chicas
cuando realmente se divierten; claro que pronto los demás chicos la vieron, y aunque
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ella no quería prestar la pelota, alguna persona grande la obligó seguramente a
compartirla con los demás.
Esto es curioso; pero a veces la gente primaria tiene latente en su misma sencillez
los conceptos básicos de Ja sociedad. No creo que ni los mismos autores del Código
Napoleónico hayan sentido tan fuertemente como la chica esta, el concepto para ellos
sagrado de la propiedad absoluta. Será tal vez que nuestra pretenciosa organización
humana está asentada tanto en la virtud como en el pecado, tanto en la escasez como
en la abundancia y son precisamente las que cultivan cualquiera de estos extremos las
que entienden, a veces mejor que nadie, esos principios básicos que rigen nuestras
vidas.
Ella debe de haber jugado con los demás chicos ese día, y otros más, y
seguramente se divirtió también más de lo que se hubiera divertido jugando sola.
Pero de todos modos, aunque ella seguía siendo dueña de la pelota —seguramente
dormía con ella todas las noches—, nunca pudo sentir de nuevo esa maravillosa
sensación que sentía cuando la pelota picaba, arbitrariamente, entre las baldosas
rotas, durante los escasos minutos en que la pelota fue suya, absolutamente suya.
Bueno, ella cumplió quince años, y precisamente la ausencia de un vestido nuevo
fue lo que le hizo comprender que era dueña de un cuerpo prometedoramente
interesante, quizá menos interesante que lo que aparentaba con el vestido apretado;
pero indudablemente tenía un cuerpo bonito. No era fea tampoco de cara, con esos
ojos alertas, el pelo corto, la boca ligeramente abierta y ese aire infantilmente inmoral
de las chicas muy jóvenes.
Claro que no era muy distinta de cualquiera otra chica a esa edad, en que dejan de
serlo, y en que la novedosa vanidad domina completamente al sexo, o al amor, o a
cualquiera de las otras fuerzas que más tarde gravitarían sobre ellas, pero esta chica
Cristina se sintió en esos momentos tan dueña de algo, y de algo tan suyo, tan
indiscutible e inesperadamente suyo, que sintió la verdadera necesidad de afirmar en
alguna forma su propiedad; al principio se contentó con pasear por la calle principal y
alrededor de la plaza con sus zapatos chatos y su vestido apretado y la cinta en el
pelo, no del brazo de otras chicas como hacían las demás, sino sola, liviana, graciosa,
enormemente seria, con una rapidez divertida y absurda, para alguien que va a pasar
seis o siete veces por el mismo lugar, pero al mismo tiempo tan consciente y alerta a
las miradas masculinas, tan desprovista de coquetería y tan infantilmente ocupada en
retener la atención de los hombres, que era casi patética y desconcertante la expresión
de su cara.
Fue en esa época, supongo yo, que empezó a tener mala fama, a pesar de que
nadie la había visto jamás con ningún muchacho o chico de su edad, pero fue en el
verano de ese año cuando apareció un día en la plaza de la ciudad-pueblo con su
vestido apretado y su cinta en el pelo y los zapatos chatos de siempre pero sin viso.
Esto impresionó mucho a las mujeres especialmente, pues los hombres habían
perdido, hacía tiempo, las esperanzas de obtener algo de ella, pero en cambio las
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mujeres, con esa alegría clásica con que las mujeres honestas encaran los problemas
sexuales ajenos, emprendieron de inmediato una campaña que terminó en la sacristía
de mi iglesia el día de reunión de Hijas de María más concurrida del año.
Fue el día ese, precisamente, cuando apareció ella con su seriedad habitual y me
dijo:
—Padre, ¿puedo confesarme?
—Sí —le contesté—, espéreme en la iglesia; en seguida voy.
Cuando fui no estaba, y me había escrito con un clavo en la puerta del
confesonario una serie de palabrotas, la mitad de las cuales, probablemente, no había
pronunciado jamás.
Volví a la reunión; mis beatas conversaban dócilmente con sus caderas discretas
ordenadas en las sillas, con sus medias baratas y sus zapatos caros, con sus trajes
sastre y sus caras dulces bonitas, inteligentes, pausadas, serias en su virtud y alegres
por convicción, hablando de cosas completamente distintas como si el secreto de la
confesión pudiera peligrar ante la sola mención del nombre de Cristina; y, conscientes
de su responsabilidad y satisfechas de su discreción, encararon el tema «la joven y su
responsabilidad en el mundo de hoy» con la vehemencia convencida de sus
meritorias inquietudes.
Ella crecía día a día; se puso realmente bonita cuando cumplió diecisiete, y se la
podía ver a veces con su apresurado caminar, no ahora exhibiendo su cuerpo, sino
como queriendo demostrar sus innumerables ocupaciones, para atestiguar o afirmar
ante ella misma y los demás la propiedad de una familia, un algo por el cual
preocuparse, un grupo de personas que dependían de ella, aunque tanto ella como los
demás sabían que su familia no necesitaba la menor protección, porque trabajaban el
padre y los cinco varones, y las desordenadas ocupaciones domésticas eran
efectuadas por las tres mujeres, con una indisciplina tácita y violenta, y un continuo
protestar de ocupaciones no cumplidas.
Siempre nos veíamos en la calle y me saludaba seriamente, apurada, con ese aire
ocupado que ponía incluso para pasear. La gente la seguía mirando con curiosidad, y
conservaba su mala fama a pesar de que tampoco ahora se la viera en compañía de
ningún hombre o persona alguna; pero supongo que sería por sus vestidos ajustados o
su modo de mirar, o ese algo que los hombres y las mujeres captan inmediatamente
en la mujer inhábil o primitiva en mostrar sus sentimientos, o en la mujer cuya
honestidad parece depender de las circunstancias, y también parece inhábil y
primitiva en la búsqueda de esas circunstancias, o en la mujer que no parece inhábil,
ni tampoco primitiva pero en quien las circunstancias permitan suponer que podrá
dejar de ser honesta, como las viudas jóvenes o las mujeres simplemente con mucha
personalidad.
Fue años después; ella, supongo, que tendría unos veinticuatro o veinticinco años,
su padre murió inesperadamente, como en una simple y sencilla continuación de su
vida, como si una mañana se hubiera despertado y hubiera decidido no cargar más
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bolsas, ni ese día ni los días subsiguientes, como si ya hubiera cumplido la cuota de
bolsas que la vida le había asignado y ahora, sin motivo para seguir viviendo, hubiera
cerrado los ojos para siempre; o ni siquiera eso, sino que, simplemente, los hubiera
echado hacia atrás como mirando al techo en toda su extensión, expresando un algo
de asombro ante la importancia de su último acto; y después, ante la presión de mis
dedos sobre sus párpados, un sueño consciente y forzado se había apoderado de él,
con la dura y seria rigidez de las muertes muy simples.
Allí estaba ella entre sus hermanos oscuros, absolutamente inmóvil entre el dolor,
también inmóvil, de las demás personas, como si la inmovilidad de ella fuese
muchísimo mayor si esto fuera posible, como si el movimiento tuviera en esas
circunstancias, signo negativo, y los demás estuvieran en cero, y ella, en su inmensa
inmovilidad, estuviera muchísimo más quieta.
Creo que en ese momento la comprendí, viéndola con su llanto mudo y rabioso
estancado en su cara, a ella, la que nunca había poseído, y que ahora al perder algo,
comprendía que ese algo había sido de ella.
Me pareció que no debía hablarle y empecé entonces a rezar el responso mientras
ella muda, inmóvil, tristemente pagana, secaba con su mano tibia la lágrima
inexistente que todavía no había derramado.
Después de la muerte del padre la familia se dispersó, como si aquel hombre
opaco, de espaldas fuertes, hubiera sido el eslabón que mantenía la aparente unidad
de aquel grupo de personas. Ella fue a vivir a una pensión, y buscó trabajo en una
fábrica de tejidos; en esa época me imagino fue cuando lo conoció, al Peñaloza ese.
Supongo que se habrán conocido en la calle, o en algún lugar cualquiera, y ella
puede haber dicho algo así como:
—¿Qué mirás?
Y él puede haber contestado:
—¿Qué te importa, tarada?
O tal vez nada, tal vez ni siquiera se habrán hablado, y la atracción mutua habrá
bastado como presentación en esas dos personas primitivas y falsas, sinceras y
rebuscadas, para introducirse mutuamente, cada una en la vida del otro; porque lo
cierto fue que se los empezó a ver unidos ambos por un algo metafísico, caminando
por las calles de la ciudad-pueblo, no del brazo, ni tomados de la mano, ni siquiera
unidos por un intercambio de palabras, sino como dos personas que caminan a una
misma velocidad, en la misma dirección, y en una misma vereda, pero que sin
embargo si uno se cruza con ellos se guarda muy bien de pasar entre los dos. Él,
insolente, joven, tenía diecisiete años en esa época, con la cabeza grasienta y la
camisa abierta, y su virilidad salvaje y prepotente afianzada en sus anchísimos
hombros y la mirada fuerte e indócil bajo las cejas erizadas y la frente estrecha.
Ella, en cambio, caminaba ligeramente más atrás, empequeñecida ante el tamaño
de Peñaloza, ahora con taco alto y supongo que también ahora con ropa interior y a
veces también medias, ceñida en su vestido ajustado, y con esa pulcra suciedad de las
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prostitutas baratas a la mañana de un domingo, o de los oficiales maquinistas de un
barco de guerra, o de las hermanas de caridad después de una noche de vigilia.
Ahora los veíamos todos muy a menudo, junta siempre la pareja, a las dos
personas aquellas, unidas tal vez por un silencio hostil, absolutamente independiente
la una del otro, y al mismo tiempo con cierta sincronización de tiempo y espacio, que
hacía que uno de ellos se parase en alguna vidriera a mirar algo, y el otro también lo
hiciese, o que entraran juntos en alguna pizzería y saliera cada uno con una
empanada, o alguna cosa a medio comer y que terminarían de comer a distinto tiempo
sin que ella le pidiera a él su pañuelo para limpiarse la boca, o las manos, como haría
cualquier mujer en las mismas circunstancias, sino que terminaría de masticar, y
después tragaría ese último bocado que él, hacía rato habría terminado, siguiendo
ambos la marcha, imperturbables, inexpresivos, con las manos manchadas por la
misma grasa como única afinidad de aquel sincronizado montón de movimientos,
símbolo de algo humano, tangible, latente e inentendible, y al mismo tiempo
sencillamente elocuente como una lámina en colores de la desnuda y primera pareja
que pobló la superficie de nuestra tierra.
Ahora vivían juntos ellos dos en la pensión amueblada que ella pagaba con
bastante impuntualidad y que ella llamaba «mi casa» y nunca «nuestra casa» y a
donde fui un día, después de que me contaron que ella había sido atrozmente
golpeada como otras veces había sucedido.
Y me abrió ella, la chica esta, Cristina, y se cohibió bastante al verme en el hueco
de la puerta que acababa de abrir, por el cual pasé, con la absoluta certeza de ser la
primera sotana que hubiese entrado, no sólo en ese cuarto, sino también en esa casa; y
lo vi, entonces, al catre aquel de madera crujiente absolutamente angosto y levantado
en los costados, con un montón de mantas dobladas haciendo funciones de colchón,
pero que aun así en ninguna forma podría servir, el artefacto aquel, para hacerse el
amor, o ni siquiera para que dos personas pudiesen dormir en él; y la miré entonces
en la cara hinchada y vendada, consecuencia de los puños salvajes de Peñaloza, y
comprendí lo que más tarde supe con certeza, que ella y él vivían o convivían en el
mismo cuarto en distintas camas, sin tocarse y casi sin besarse, o por lo menos
haciendo esto último en una forma como sólo las mujeres pueden hacerlo, como si los
labios, fueran partes distintas e independientes de su cuerpo, ausentes, o por lo menos
fuera del control, de lo que ellas creen que es su sexo.
Lo supe más tarde, que habían vivido así bastante tiempo, negándose a aquellas
manos oscuras que ella adoraba. Me lo contó Cristina mucho tiempo después,
orgullosa tal vez de lo que, supongo, pensaría que era virtud, y tal vez lo fuese,
aunque más bien creo que fuese aquello que había regido su vida, ese culto
inconsciente, incontrolado y atávico a la propiedad, a lo suyo, a aquello de su
absoluta pertenencia de lo cual ella disponía ahora, con rígida, egoísta y arbitraria
mano, severa y despótica hasta con ella misma, y asentados los principios de esa
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fuerza oscura y difusa en esa base inexistente e imaginaria de las personas que creen
ser dueñas, y no administradoras, de lo suyo.
A raíz de esta última paliza la autoridad intervino, y un fiscal joven y entusiasta,
junto con un defensor de menores no tan joven pero también entusiasta, basados en la
virginidad de ella, en la edad de él, y en las declaraciones curiosas y sinceras de
ambos, condenaron a Cristina a un año y cuatro meses de cárcel por corrupción de
menores. El fiscal joven y entusiasta y el defensor menos joven pero también
entusiasta, sentados en sus respectivos sillones de cuero, sin conocer a la pareja
autora de aquella semana de actividad intelectual, ante el expediente aquel de tapas
verdes, manoseado por manos que tampoco conocían y probablemente no conocerían
jamás ni a ella, Cristina, ni al Peñaloza ese, estudiaron con meritorio y civilizado
ahínco el problema de la mujer mayor de edad que cohabitaba con un menor,
vistiéndose y desvistiéndose todos los días el uno en presencia del otro, tolerando —
ella— y aun prodigando algunas caricias, y negándose a lo demás, aunque aquello le
significara golpes y patadas, pero que no bastaban para doblegar sus ideas, porque es
casi imposible que una mujer sea violada por un solo hombre, por la fuerza, si ella
realmente no lo quiere. Y ello, todo ello, opinaba el fiscal joven y entusiasta, y el
defensor no tan joven pero también entusiasta, iba directamente contra natura o sea
que era mucho más culpable que si el acto se hubiera efectuado normalmente entre
ambos, como lo hacían, tanto el fiscal como el defensor, con sus mujeres respectivas,
contentándose con ser ligeramente infieles una que otra vez en sus viajes periódicos a
la Capital.
Y ella entonces fue trasladada a aquella cárcel situada a más de trescientos
kilómetros de la ciudad-pueblo a donde el Peñaloza ese se dirigía con cronológica
exactitud un jueves de cada semana, para mirarla a ella, el día de visita, a través de la
tela metálica, y quedarse sentados uno delante del otro, como un matrimonio viejo en
una confitería céntrica, separados por las fuentes de masas y sandwiches y el florerito
absurdo con flores artificiales. Y él volvía a hacer después los trescientos kilómetros
por el asfalto negro, en el camión comedido que lo acercaba, y a veces llevaba, hasta
la misma ciudad-pueblo en donde subsistía, quién sabe cómo, hasta el próximo jueves
en que volvía a partir.
Ella salió después del año y volvimos a verlos juntos, exactamente igual que
antes, como si aquel tiempo pasado en las lavanderías de la cárcel o en el periódico
entrar y salir del dormitorio, o en las consoladoras visitas de los jueves, no fuese más
que lo pasado, y no el pasado, como sucede casi siempre con las que carecen de
futuro, y creen tener el presente, cuando en realidad lo único que realmente tienen es
aquel pasado que ha sido futuro y también presente, y que decidirá el futuro, en aquel
más allá del fin de los tiempos, donde no existirá el futuro, sino la consecuencia del
pasado y la eternidad del presente.
Fue en esa época entonces que él se hizo boxeador.
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Ella habrá sido la de la idea, supongo yo, o tal vez él, pero lo cierto es que ahora
se los veía dos veces por día yendo y viniendo al y del gimnasio donde Peñaloza se
entrenaba, golpeando con furia la vieja bolsa de arena, o repiqueteando agresivo la
pelota del punching, mientras ella esperaba afuera o iba a buscarlo a la hora de salida,
volviendo juntos con la valijita barata por las calles oscuras hasta la pensión donde
vivían.
Algunos decían haberlo visto a él en horas tempranas de la mañana, corriendo por
las calles de afuera de la ciudad-pueblo, con un sweater alto y zapatillas sudas,
aunque el gracioso de la peluquería decía que nunca podría saberse con certeza si esto
era cierto, porque una persona que dice ser capaz de levantarse a las cinco de la
mañana es capaz de inventar cualquier cosa.
La verdad fue que se entrenó duro y fuerte durante más de un año e hizo su debut
en el Palacio de los Deportes contra un chileno desconocido.
Allí estaba ella, sentada en primera fila, derecha en su platea, mirando a los dos
hombres que giraban dentro del ring, y al otro tercer individuo de camisa blanca que
hacía de referí bajo el cono de luz que caía sobre ellos.
Yo me senté al lado de Cristina, me pareció como siempre, con esa humanidad
angustiosa que emanaba de su persona. «Criatura», pensé, «cómo necesitarías a Dios
o por lo menos, cómo necesitarías creer que Dios necesita de vos».
Los hombres giraban con el lento desplazamiento y veloces movimientos de los
boxeadores profesionales, hasta que el Peñaloza ese, avanzando ligeramente el
hombro derecho, dejó pasar el brazo de su adversario por el costado de su cabeza, y
conectó su izquierda con notable violencia en la cabeza del chileno. Éste cayó de
espaldas, con los brazos abiertos, mientras el referí apartaba a Peñaloza y su brazo
inexorable contaba los segundos.
La miré a ella en ese momento, tensa de nervios, ligeramente pálida, absorta y
emocionada en su absoluta quietud, entre el griterío del público y las luces que se
encendían, mientras la mano enguantada de Peñaloza era sostenida en el aire por el
referí y el cuerpo inmóvil del chileno era conducido a su rincón.
«Bueno», pensé, «ahora estará contenta, tiene a un futuro campeón de su absoluta
propiedad», y la volví a mirar entonces, y la vi ahora distinta, con su gesto contraído
de rabia, dándose vuelta en su asiento, mirando hacia atrás, mientras los aplausos
atronaban el estadio con el desborde de las multitudes ante el triunfo o la derrota.
—Y —le dije— ¿contenta?
No me contestó, pero siguió dándose vuelta, nerviosa y agresiva, mirando la masa
del público, y me pareció oírle algo así como «idiotas», que después volvió a repetir,
«idiotas, idiotas».
Él, el Peñaloza ese, había nacido en la franja de terreno que los ingenieros que
construían el puerto de la ciudad-pueblo habían ganado al mar.
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Era una franja arcillosa y oscura, construida por ingenieros que años atrás,
inclinados sobre libros que otros ingenieros habían escrito, aprendieron aquello que
ahora habían aplicado, y cuya arcillosa consecuencia, extendida inmóvil a lo largo de
la costa, cobijaba ahora una serie de ranchos de latas multicolores, donde él, el
Peñaloza ese, había nacido, o por lo menos formado parte como actor principal del
grandioso drama, o comedia, o farsa, o lo que fuese, que la mujer que más tarde
llamaría madre había provocado, nueve meses antes, después de las caricias torpes
del empleado de correos que nunca más volvería a ver, y cuyo germen, simiente que
ella había fecundado y llevado durante días y días hasta el momento aquel en que la
extraña fuerza caótica y poderosa, indecisa y desordenada, perentoria y absoluta la
había obligado a ella —la mujer templo y cuna— a abandonar de sus entrañas, entre
quejidos de dolor y llanto desesperado, en un último y álgido abrir de piernas, el
cuerpo aquel, que la naturaleza le exigía, y que ella entregaba ahora, en el supremo
acto en donde la misma naturaleza aceptaba la independencia del nuevo hombre-vida,
que ahora respiraba, lloraba y se movía entre el nuevo elemento, inconmensurable e
ilimitado, que se extendía desde los mismos límites de su propia persona hasta el más
allá, impensable, inimaginable, inconcebible, de donde él venía y adonde más tarde
iría, después de esa infinitísima estada en el tiempo y en el espacio que los hombres
solemos llamar nuestra vida.
Él, el Peñaloza ese, nació ahí, y debe de haber tenido desde muy chico el recuerdo
oscuro de su madre cansada, con la canasta de ropa en la cabeza erguida,
independientes, canasta y cabeza, del resto del cuerpo que se desplazaba por las calles
de la ciudad-pueblo llevando y trayendo ropas para lavar, y que él seguiría en sus
primeros años con un trotecito infantil y constante que después se transformaría en un
paso apurado, y luego más lento, pareciéndole a él que el objeto-persona seguido a
través de las calles, envejecía día a día, y disminuía su velocidad, o se aumentaba el
peso de la canasta, cuando en realidad era que él crecía y crecía hasta caminar al lado
de su madre que luego dejaría atrás como si en aquella especie de carrera, él la
hubiera pasado, dejándola con sus años y su canasta, y su paso lento y cansado, en
algún recodo de la vida.
Vivió él en el rancho de latas multicolores, con la serie de objetos qué constituía
la causa o el motivo de la vida, bajo el mismo techo con su madre, porque tarde o
temprano, tanto él como ella, volvían al lugar inicial de donde habían partido, a
distintas horas de la mañana, para reunirse junto al objeto que provocaba la vuelta en
esos instantes, ya fuera la cocinita negra y rajada, o los elásticos de cama en donde
dormían, o cualquier cosa que en esos momentos necesitasen, y por unos segundos,
minutos u horas, los dos seres aquellos respiraban al unísono, o masticaban con el
mismo ritmo, o simplemente estaban uno al lado del otro, como si la acción de estar,
de formar un grupo, o una pareja, o tal vez casi una familia, fuese para ellos un acto
físico, una especie de tributo, o una cuota, que tenían que pagar para disfrutar de los
objetos aquellos, y que él, el Peñaloza ese, odiaba desde el fondo de su alma.
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Desde muy chico, vivió en un ambiente de odio hacia sus cosas, que él
seguramente no comprendía, y las dos o tres veces que robó algo lindo, distinto, tal
vez valioso o por lo menos independiente de esa sincronización de objetos y madre, y
lo escondió en algún lugar de la casa para contemplarlo a gusto en furtivas levantadas
a la noche, llegaba a tomarle después odio a aquello que lo mantenía nervioso y
asustado por el miedo de ser descubierto, y que al fin terminaba seguramente en ser
tirado por ahí, en un gesto simple y espontáneo de liberación infantil.
La madre nunca lo quiso, o creyó no quererlo, a pesar de que el día aquel en que
murió sobre el asfalto entre las ruedas del camión enorme, masculló algo que podía
haber sido el nombre de su hijo, o el nombre de Dios, o quizá también se refiriese a la
canasta de ropa limpia desparramada por la calle, o fueron simplemente insultos al
conductor del camión, aunque quizá cualquiera de estas cosas —amor, preocupación
u odio— no fueron más que lo mismo, que ese algo del final, del resabio postrero, del
último pensamiento, que concreta tal vez toda una vida del ser aquel, hecho a imagen
y semejanza del otro Ser aquel, y ambos seres, uno con principio y el otro sin él, pero
ambos eternos, de infinita prolongación en el tiempo, o más allá de él, y cuya unión o
desunión, se hubiera decidido tal vez en el mismo momento en que por decisión de
uno de los Seres, el otro ser fue pisado por el camión, convirtiendo a éste, con sus
cromados brillantes y su capot colorado, y la leyenda aquella que diría «Si soy así
qué voy a hacer» o «Hasta aquí llegué», en un instrumento de su Divina Voluntad,
como el ángel que cortó la cabeza de los primogénitos en Egipto, o como los caballos
y el carro de fuego que llevó a Elías al reino de los cielos.
Y él después, llevado al Asilo, donde funcionarios y empleados humanizados con
un cariño profesional y eficiente que él, el Peñaloza ese, nunca había conocido y que
le impresionó enormemente desde el primer día, cuando el Director le dijo:
—Bueno m’hijo, ahora vas a empezar una nueva vida. Sabemos que nunca, por
más esfuerzos que hagamos, podremos reemplazar el cariño de tu madre, pero puedes
tener la seguridad de que haremos lo que está a nuestro alcance para que tu estada en
esta casa sea lo más agradable posible y además…
Y los ojos de él llenos de lágrimas que el Director interpretó como consecuencia
de la mención que había hecho de la madre, cuando en realidad habían sido sus
palabras que él, el Director, habría repetido seguramente centenares de veces ante
centenares de cabezas desvalidas y desconcertadas, pero que nunca podría sospechar
que realmente emocionaran a ningún chico.
Fueron esos días en que Peñaloza pasó la parte más feliz de su infancia,
conducido todo el tiempo por empleados y maestros que le indicaban lo que debía
hacer, comer o vestir, y hasta los pequeños trabajos que efectuaba eran dirigidos por
chicos más grandes con herramientas que no eran de su propiedad, y cumpliendo
horarios que otras personas se encargaban de recordar, indicando el principio y cese
de actividades, dejándolo a él completamente independiente y libre de cualquier
iniciativa o responsabilidad como sucede normalmente con los chicos de esa edad.
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Porque fue precisamente ese cambio, ese trocar de momentos, lo que hizo de él lo
que más tarde fue, porque esa vieja de hombre cuando todavía era un chico lo
suficientemente chico como para no gustarle, para sólo después iniciarse en el mundo
infantil, libre de toda preocupación, sin el menor concepto de propiedad, de libre
determinación, hizo que su personalidad que debiera asentarse cinco o seis años más
tarde se formase firme e irreductible en aquella vida para él fascinante del Asilo.
Pero aquello le duró poco; su misma seriedad y tamaño hizo que los maestros y
hasta el mismo Director se fijaran en él, y pronto se le encomendó la misión de dirigir
o enseñar a otros chicos, cosa que no pudo aguantar, y una noche se descolgó por la
ventana para desaparecer en la oscuridad de las calles.
Después nada se supo de él hasta que volvió a los diez y siete años, a aparecer en
la ciudad-pueblo, donde la conoció a Cristina.
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No fueron derrotas, sino que dejó de entrenarse durante mucho tiempo; también
empezó a tomar, y se lo veía a veces sentado a una mesa junto a las ventanas del Bar
Alhambra, erguido en su borrachera, sumergido en la ausencia que le producía el
alcohol, con la cara mojada en lágrimas que en un llanto continuo emergían de sus
ojos, tenso al mismo tiempo en su angustia forzada hasta que se levantaba después,
tambaleándose entre las mesas, para vomitar por último unos metros antes de la
puerta del baño.
Después se separaron por un tiempo, y entonces pasó aquello que motivó el
casamiento días más tarde de la pelea esa, en que llegaron a mi iglesia, él con la cara
tumefacta y la mandíbula enyesada y ella, bonita y sonriente, conduciéndolo de la
mano, no tomada de su mano, sino conduciéndolo, como una madre cruzando a su
chico por una calle de tráfico, fuerte y cariñosa, preocupada y afectiva y al mismo
tiempo feliz y orgulloso, con la tácita felicidad y el implacable orgullo de las mujeres
enamoradas o de las madres satisfechas; y me dijo:
—Padre, el jueves le sacan el yeso y el viernes nos casamos.
Y él dijo:
—Sí, el viernes.
O algo así, con esa voz de los enyesados que parecen hablar siempre con personas
más altas que ellos; y volvió a repetir:
—Sí, el viernes.
Bueno, el asunto fue así, lo recordábamos el otro día con el Padre Hernández,
cuando hizo su primera comunión el más chico de los Peñaloza; nos reímos siempre
al acordarnos; él dice que a veces la diestra del Señor se muestra un poco lerda y es
entonces cuando recién utiliza su izquierda, y en este caso no hay duda de que fue
una izquierda no sé si del Señor o del Peñaloza ese, pero que fue una izquierda de eso
estoy seguro.
Lo cuenta a veces el mismo Peñaloza, mientras Cristina sonríe; pone un modo
muy serio para contarlo como si estuviese hablando de algo muy importante, y en
efecto lo fue, como más tarde nos dimos cuenta.
Parece que ya no tenía casi ninguna posibilidad de volver a pelear, porque había
dejado por completo el entrenamiento y vivía solo, emborrachándose muy seguido.
Una mañana sintió que alguien golpeaba a la puerta de su cuarto, abrió y se encontró
con Cristina; hacía meses que no se veían y se miraron un poco cohibidos; ella pasó y
le dijo:
—Tenemos una última oportunidad.
Y le contó entonces que el campeón de su categoría estaba haciendo una gira por
todo el país. Iba a llegar a nuestra ciudad a mediados de junio, y esto era en abril, o
sea que tenía dos meses para entrenarse y poder pelear con el campeón. En caso de
ganar era su consagración definitiva.
Fueron dos meses aquéllos de enorme actividad; se levantaban a las seis de la
mañana; él hacía dos horas de footing, después un desayuno preparado por ella, luego
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gimnasia hasta la hora del almuerzo, después la siesta que ella velaba reloj en mano,
y por último iban los dos al gimnasio donde hacía guantes mientras ella esperaba
afuera con el sobretodo y la bufanda.
Y llegó el día por fin; los que presenciaron esa pelea difícilmente se la olvidarán;
el campeón era un atlético individuo que no en vano tenía el título desde hacía cerca
de tres años. Desde el sonido del gong empezó a atacar, y ante el desconcierto de
todos, un golpe corto al hígado derribó a Peñaloza en el primer round, pero se levantó
casi enseguida para recibir otro golpe que lo volvió a tirar, contándole el referí esta
vez hasta siete.
Luego siguió golpeando desde todos los ángulos; el mismo Peñaloza contaba más
tarde que sentía los golpes con una fuerza terrible y que cada caída para él significaba
un descanso. Su única obsesión, nos contaba, era poder conectar su izquierda.
La izquierda de Peñaloza era realmente extraordinaria; todos sus triunfos los
había conseguido siempre con un gancho de izquierda, pero esta vez el campeón no
iniciaba ningún ataque sin dejar la otra mano protegiendo su mandíbula, y todos los
intentos de Peñaloza habían sido bloqueados.
El público empezó a entusiasmarse con aquella carnicería y todos empezaron a
alentar al campeón y a insultar o reírse de Peñaloza.
Yo miraba a Cristina sentada en primera fila, y vi en esos momentos una
excitación entusiasta en sus ojos preocupados que me hizo más tarde comprender lo
que después sucedió.
Y fue en esos instantes en que el Peñaloza ese, como él mismo más tarde contaría,
ya completamente groggy, sangrando por las cejas y la boca, abrumado por la lluvia
de golpes, se abrazó al campeón para no caer. Dijo que sintió la voz del referí
ordenando el break y, al iniciarlo, vio la cara aquella que durante toda la pelea había
buscado, a pocos centímetros de sus puños, y por primera vez sin la guardia alta que
la protegía.
Se afirmó entonces sobre sus pies y, girando el cuerpo con todas sus fuerzas,
conectó su izquierda en la base de la mandíbula. Cuenta Peñaloza que sintió el ruido
del cuerpo al caer y, dándose vuelta, sangrando y emocionado, se dirigió
tambaleándose a su rincón, buscando a Cristina con su mirada, mientras que a sus
espaldas el campeón, parado en el centro del ring, contemplaba al referí tendido a sus
pies. Y las carcajadas del público cortaron para siempre la carrera pugilística del
Peñaloza ese.
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YO, USTEDES Y YO[1]
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USTEDES son tres, no es cierto, o tal vez cinco, me refiero a los miembros del jurado
y desde este momento están formando parte de este relato, drama, comedia o lo que
sea, de la cual mi mujer y yo somos los protagonistas y ustedes figuras secundarias,
llevadas por las circunstancias a actuar en un hecho absurdo y verídico, que todavía
no se ha producido, pero cuyo desenlace veo acercarse en el veloz repiqueteo de mi
máquina de escribir y en los pasos de ella a través de mi cuarto con el suave balanceo
de su brazo desnudo y ese acompasado movimiento de caderas en la justeza del
vestido.
Empezó todo hace muchos años, cuando nosotros, los personajes de este relato, ni
sospechábamos siquiera su desenlace. Ustedes, seguramente, no llevarían en sus caras
ese sello de triunfadores con que los hombres adornan sus facciones no bien se han
destacado en alguna especialidad, y yo en cambio llevaba ese gesto estúpido, que
recogí de mi infancia, como un recuerdo grotesco de aplazos y papelones, bromas y
engaños, que jalonaron como piedras miliares, los pasillos y aulas del colegio
nacional, y los mostradores y escritorios de mis primeros empleos. Ella en cambio no.
Estaba en esa edad en que la adolescencia diluye la frescura de la niñez, en esa sólida,
potencial y lejana belleza, que yo vi, a través de su gordura excesiva y sus vestidos
horribles y ese desgarbo lacio y cruel de su cabeza inculta. Porque la conocí a esa
edad, de los catorce a los quince años, creo que iba todavía al colegio, y vivía con una
especie de tía, madrina o algo así en la misma pensión que yo.
La veía dos veces por día, en el comedor, inclinada sobre su plato, ambos
sumergidos en nuestro mundo de mediocre insignificancia, mientras que en las sillas
contiguas a las nuestras, un conglomerado de seres bulliciosos reponía energías en
una sinfónica algarabía de platos y cubiertos y un desordenado murmullo de
humanidad satisfecha.
Un día terminamos juntos de comer y subimos la escalera por la alfombra
gastada, hasta el primer descanso, en donde el espejo grande nos mostró a los dos,
con nuestro escasísimo capital humano, uno al lado del otro, en un grotesco
desamparo, que tratamos de borrar de inmediato con un diálogo estúpido como
«¿Qué tal te va en el colegio?» y ella contestando «Muy bien señor», mientras
seguíamos subiendo, escalón tras escalón, hasta el primer piso, donde estaban
nuestros cuartos, cuyas puertas abrimos, casi al mismo tiempo y miramos adentro el
papel floreado y los techos altísimos y la cama ordenada en la mitad de la pared y la
mesa de luz con la mustia lamparita y el ropero y la silla y toda aquella pulcra y
terrible soledad angustiosa que se extendía delante de nosotros, como un trágico
símbolo de nuestra ausencia de futuro y de la realidad del presente.
Cerramos nuestras puertas, casi de inmediato y los dos volvimos al pasillo, ahora
con cierto íntimo y tácito acuerdo, con ese algo que un hombre y una mujer dan de sí
mismos al mirarse en los ojos por primera vez y yo entonces hice aquel gesto que
después seguiría haciendo durante toda mi vida, saqué un billete de diez pesos y le
dije:
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—Anda enfrente y tráete media docena de merengues de dulce de leche y los
comemos acá juntos.
Ella fue caminando, no corriendo, y volvió con el paquete blanco y su primera
lección de la realidad de la vida. Porque lo noté en su cara en ese mismo momento, en
su cara perpleja y su mirada marrón y ese aire de persona que acaba de realizar una
transacción, un arreglo, un intercambio de algo por algo, y sentados en el último
escalón de la escalera terminamos de comer los merengues de dulce de leche, ahora
sin mirarnos, sino masticando al unísono, hasta que ella se levantó y se metió en su
cuarto con los cuatro pesos de vuelto en el bolsillo de su delantal.
Desde aquel día continuó el intercambio, el paquete de merengues fue el precio
que pagaba yo por aquellos escasos minutos de intimidad compartida, en que los dos
charlábamos y a veces reíamos mientras los pedacitos de merengue blanco se
esparcían sobre mi pañuelo y las voces de los demás inquilinos en el comedor
llegaban a nosotros amenguadas por la distancia, como una confusa advertencia de
nuestra inadaptabilidad social, que nos unía cada vez más, porque nada une más a dos
personas que el dolor o la envidia compartidos.
Quisiera poder completar este relato, con la sucesión de los hechos que nos han
unido a todos nosotros, ustedes, miembros del jurado, y mi mujer y yo, pero el
anonimato que rodea las bases de este concurso me impidió hacerlo, porque mientras
nosotros comíamos merengues en el último escalón de la escalera, una serie de
circunstancias los llevaría seguramente a ustedes, tres, o cinco, o los que fueran, a
tener la participación activa que están teniendo o que van a tener, en este hecho en
que todos estamos colaborando, con ese clásico y ancestral fatalismo de los seres
humanas hacia el inentendible conglomerado de sucesos, que forman parte de esa
infinitísima estada en el tiempo y en el espacio que nosotros solemos llamar nuestra
vida.
Pasaron los días y pronto los merengues la empalagaron y una vez me dijo:
—Dejá, no comprés nada —y nos quedamos charlando igual.
No sé si ustedes comprenderán lo que sentí en ese momento, pero cuando un
hombre ha estado comprando minuto a minuto del tiempo de una mujer, cuando ha
estado mendigando la prolongación de un momento, dependiendo de la duración del
azúcar, del huevo, del dulce de leche, encerrados en ese papel que parecía envolver la
unidad de medida de mi felicidad, cuando un hombre ha desdeñado su propia persona
hasta el extremo de contentarse con ser una especie de intermediario, y se entera de
golpe que lo que él compraba, o creía comprar, se lo hubieran otorgado
sencillamente, sin mediar precio alguno, entonces esa mezcla de mutua autoestima
que es el amor, surge de golpe, como me sucedió en ese momento, y quedé
enamorado, terriblemente enamorado de aquella chica de apenas quince años.
Se lo dije al día siguiente, mientras todavía me duraba el efecto de aquella frase,
sentados como siempre en el último escalón de la escalera, mientras ella escuchaba
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con la cabeza inclinada y su boca entreabierta que no cerró siquiera cuando la besé
despacio y después dijo implacable:
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Y qué ganamos con eso? Vos me querés a mí porque soy la primera mujer que
te hace caso. Te consideras tan poca cosa que suponés que sólo yo te puedo hacer
caso. Bueno, sí; te hago caso ¿y qué hay? Y me besó con rabia en mi boca asombrada
y se levantó en seguida para desaparecer en su cuarto.
Nos casamos unos meses más tarde, después de esa serie de esperas y
formulismos, que se concretaron al fin en el frío, sólido y casi mecánico apretón de
manos con que el hombre alto del Registro Civil de la calle Agüero dio por terminada
la ceremonia y una empleada gorda, de delantal blanco, nos indicaba la salida, con
esa tácita y abstracta simpatía y ese ancestral y natural respeto, que las mujeres
ambiguas tienen hacia el amor.
Fuimos después al hotel barato con la escalera de madera oscura y el individuo
aquel de camisa a rayas y chaleco manchado, que nos devolvió la libreta de
matrimonio blanca, junto con la llave de este mismo cuarto en donde ahora escribo.
Recuerdo que cerré la puerta y apoyé mi espalda en ella un poco cansado con el
peso de la valija y la miré. Tenía unos zapatos colorados de taco torcido y un traje
violeta, era gorda, bastante gorda, de pómulos anchos y mandíbula fuerte, la tomé por
la cintura y la besé en la cara.
Hay algo de creador en la acción de un hombre, además de su normal tendencia a
la procreación, que vemos claramente cuando el simple despertar de sensaciones
físicas transforman una mujer en forma tan notable. Lo sentí desde ese día, al soltar el
primer botón de su blusa horrible y contemplar esa garganta lisa y la piel oscura y esa
juventud pletórica de sus hombros llenos.
La adoré ese día, con toda mi alma, pero mucho menos que lo que la quise al día
siguiente, y al otro, y al otro, porque día a día la fui transformando, le cambié su
gusto, le compré otra ropa y hasta físicamente la transformación fue enorme,
adelgazó diez kilos y le enseñé a sacar provecho de sus dientes preciosos y de sus
ojos lindos, le enseñé a caminar y le enseñé a pararse, la llevé de la mano por los
maravillosos senderos de la propia estima. Le di todo aquello que yo no poseía, le di
la fuerza de la seguridad en sí misma, le traje libros y se los hice leer, la eduqué en
toda forma y semana a semana contemplaba esa mujer que yo estaba transformando,
que yo estaba haciendo y que yo exigía en esas ansias inmensas de perfección
insatisfecha.
Sólo los mediocres pueden entender lo que sentí durante ese tiempo, sólo los
mediocres como yo comprenderán lo que es sentir esa partícula de Dios que es el
poder creador, que los hombres normales desahogan en la paternidad, o en la
construcción de su futuro o en la intuitiva simpleza de la acumulación de una vida.
Sólo ellos pueden entender lo que es el placer de la creación volcado en una persona
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adorada y cuya consecuencia es una mujer, hecha con el molde de los sueños más
audaces de toda una vida insatisfecha. Sólo ellos comprenderán lo que puede sentir
un hombre cuando al amor orgulloso de un padre se suma la torrencial desesperación
de un amante, y la firme, imperecedera y sólida satisfacción que es el amor a sí
mismo, cuna, base, cúspide y tumba de ese soplo de divinidad que son los amores
humanos.
Yo en esa época tenía ahorrados sesenta mil pesos, fruto no de mi espíritu
ahorrativo, sino consecuencia de no tener en qué gastarlos. Se los dediqué a ella,
exclusivamente a ella, con metódica tenacidad y escrupulosa dedicación y a veces
veía asustado cómo el tiempo, la educación, la ropa y todo ese montón de pequeños
detalles acumulados la iban convirtiendo en una mujer excepcional. Se había
espigado, y lo que en un tiempo fue gordura, ahora eran armoniosísimas líneas y esa
expresión de rabiosa estupidez de su adolescencia, se convirtió en una interesantísima
forma de mirar y en una atractivísima sonrisa. La gracia de su cuerpo, junto con su
inteligencia, le daban cierto cínico descaro voluptuoso, que me estremecía al
contemplar, porque día a día veía que mi obra me superaba, que mi ambición de
perfeccionamiento la alejaba cada vez más, que al desaparecer la mediocridad que
nos unía, desaparecía nuestro punto de unión. Hice dos o tres intentos de ponerme a
su altura que terminaron en grotescas parodias de importancia o en la vislumbre cruel
de una despectiva sonrisa.
Una mañana comprendí que se precipitaba mi crisis, me estaba afeitando frente al
espejo del baño, la vi pasar ya vestida y me di cuenta de que esto no podía durar, vi el
abismo inmenso que había entre los dos.
Me quedé helado de terror al verla sacar una valija de debajo de la cama.
Temblando de nervios le dije apurado:
—¿Sabés una cosa?
No me contestó.
—¿Sabés adonde voy a ir hoy?
Tampoco me contestó.
—Te voy a comprar el tapado de leopardo que vimos el otro día.
La miré por el espejo mientras ella empujaba la valija con el pie debajo de la
cama y me miraba sonriendo con infinito desprecio y me dijo:
—Bueno.
Fui al peletero y vi cómo lo ponía en la caja de cartón con papeles de seda, vi
cómo doblaba esa piel con estudiada pulcritud, esa piel de animal salvaje, que un
hombre desconocido, en alguna selva lejana, había seguramente acosado con sus
perros para luego ultimarlo, vibrante de excitación, con la serena hombría de su brazo
seguro. Llené el cheque con letra trémula, y se lo entregué al otro hombre de nariz
grande y pelada brillante y sus ojos firmes de hombre de negocios, que había
comprado esa piel cuando todavía tenía las huellas burdas del cuchillo afilado y que
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él había transformado en algo de muchísimo más valor gracias a la experiencia de su
oficio y a su audacia de comerciante.
Así son todos, pensé, así son todos, son los hombres fuertes, los dueños del
mundo, los que tienen, los que poseen, los que se han ganado o se han formado algo
que es de ellos, exclusivamente de ellos. Y me fui llorando, con la caja grande bajo
mi brazo débil.
Después, fueron otras cosas, el vestido negro del escote en punta, y el anillo
simple de la perla cara, y la pulsera, y el reloj, y las mil cosas con que detenía de
tanto en tanto su ida definitiva. Porque la escena de la valija se repetía
constantemente, cada quince o veinte días yo compraba mi próximo período de
tiempo con algún regalo, como había hecho antes con los merengues en el último
escalón de la escalera.
Una vez me dijo:
—Hablemos claramente, yo estoy harta de vos. ¿Por qué querés que me quede?
—No —le dije—, no podés irte.
—No seas zonzo —me contestó—, los dos sabemos muy bien que yo me quedo
por tus regalos; el día que se te acabe la plata yo me voy.
Entonces llorando traté de hablar, pero se me agolparon las palabras en un
infructuoso intento de explicarle que no podía ser, que ella era como yo mismo, que
era parte de mí mismo, que era mi obra.
Me interrumpió de golpe y me dijo:
—¿Cuánta plata te queda?
No pude mentirle y le dije:
—Dos mil pesos.
—Bueno, cuando se te acaben me voy.
—No, no. Estoy por recibir diez mil pesos muy pronto.
No me creyó, y tuve que explicarle que esos diez mil pesos eran el premio que
pensaba sacar ganando este concurso de cuentos que organiza la Sociedad de
Escritores.
Se lo tuve que explicar mientras se reía, sin comprender que mi triunfo era
seguro, porque la verdad supera siempre a la ficción, porque la ficción tiene que
encastillarse en la normalidad de los hechos y la verdad tiene los amplísimos
horizontes de la realidad de las cosas.
Y ahora escribo en la mesa de mi cuarto algo que ustedes, miembros del jurado,
todavía no han leído, y sin embargo están leyendo, con ese poder del que escribe y
del que lee, de fundir el pasado y el futuro en algo que no es ni siquiera el presente,
sino la consecuencia del futuro ante la presencia del pasado.
Y ahora, todos nosotros, cooperando en este relato, mi mujer caminando por el
cuarto en ese continuo ambular de las mujeres en el interior de la casa, mostrando
constantemente la perfección de mi obra, y yo escribiendo y escribiendo para
prolongar mi vida en unos treinta días, que es lo que calculo que me durarán los diez
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mil pesos, y ustedes, miembros del jurado, sentados quién sabe dónde, leyendo estas
páginas y exigiéndome cada vez más; y todos nosotros enterados de lo que estamos
luciendo, siguiendo línea tras línea el desenlace de los hechos, mientras mi máquina
repiquetea y a veces se traba, y ella, mi mujer, se acerca y lee sobre mi hombro, y
sonríe realmente divertida, y ahora se aleja, y yo sigo escribiendo, y ustedes leyendo,
e imaginándonos de acuerdo al cuadro que cada uno de ustedes se ha hecho de
nosotros.
Ahora mi mujer vuelve, y toma todas las páginas que hay sobre la mesa, las está
leyendo, lee despacio, siempre sonriendo, voy a parar de escribir para mirarla, quiero
saber su opinión, al fin y al cabo es prácticamente como si fuera yo mismo. Sí; es mi
obra, absolutamente mi obra. Una vez leí que la Revolución Francesa superó a sus
autores, algo así me ha pasado a mí, en los escasos dos años de mi matrimonio, he
volado toda una vida de sueños y aspiraciones, mi verdadera vida, la verdadera vida
de todos los mediocres. Yo la he hecho, yo he sido, ella es mucho más mía que de ella
misma… casi diría que ella es yo mismo.
Ha terminado de leer, me dice algo así como: «Vos estás loco». Después se ha ido
al baño, ha cerrado la puerta, pero la abre en seguida, se asoma y me dice:
—Está bastante bien eso, pero le falta final, los cuentos tienen que tener un final
inesperado, o por lo menos fuerte, los del jurado nunca te van a dar el premio por una
cosa terminada así no más.
Eso es cierto, ustedes son así, ustedes exigen final, hechos concretos, no una
simple exposición de pensamientos, no tengo más que pensar en la cara de cada uno
de ustedes leyendo y leyendo. Cada palabra que mi máquina escribe en el papel es
leída y después la otra, y la otra, y ustedes exigen, lo exigen, me parece estar
viéndolos, tal vez no les guste participar en este hecho, pero son las circunstancias
que nos han unido en este relato, son las circunstancias las que hacen que ustedes,
miembros del jurado, me obliguen a mí, simple brazo ejecutor a buscar un final… un
final… un final a este relato.
Sigo escribiendo con mi mano izquierda y con la derecha abro el cajón y saco el
revólver… Ella misma lo ha sugerido… Ella quiere un final… ustedes quieren un
final. Ella ha vuelto a entrar al baño, voy a esperar que salga, cuando salga apuntaré
despacio y apretaré el gatillo. Ahora abre la puerta.
Ya terminó todo, ya este relato tiene final, ya puede ser enviado al concurso. Ya se
ha ido el fotógrafo de la policía y dos hombres de blanco en una camilla se han
llevado el cadáver, se han ido todos, todos, el comisario, el médico, el empleado de
investigaciones y el oficial buen mozo de correaje tirante, que antes de cerrar la
puerta me ha dicho:
—Buenas noches, señora.
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EL MÁRTIR
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CATORCE AÑOS —dijo él—, catorce años —lo dijo despacio, casi en un susurro,
mientras bajaba del camión celular en el patio amplio de la cárcel.
Después lo repitió, una y otra vez, mientras era conducido por impersonales
guardianes de limpios trajes azules y gorras severas, por los impecables pasillos de
enrejadas ventanas y puertas inmutables y otros discretos alardes de seguridad
perentoria. Porque allí estaba de nuevo en la cárcel, de donde acababa de salir hacía
un año escaso, repitiendo sin cesar —¡catorce años!, ¡catorce años!— ahora no en un
susurro, sino gritando con todas sus fuerzas, mientras veía correr en su dirección
alarmadas personas, y rodar delante de sí gorras azules, y luego un uniformado
sangrando por la boca, y luego el suelo gris y tranquilo, apoyado sobre su cara, entre
el agitado jadeo de los brazos fuertes que lo sujetaban y voces enérgicas llamando al
médico.
Lo miraron los dos por la ventanilla de su celda, aquellos dos presos, con sus
cuatro manos aferradas a los barrotes redondos de la ventana, y lo vieron llevar en el
tumulto celeste de los drásticos uniformes y la blanca presencia del médico de
guardia.
Entonces uno habló:
—¿Y ése?
Era un penado joven, de angostas espaldas y escasa condena que ocupaba la
misma celda que el otro preso de cabeza plateada y finas facciones y filosófica
mirada de reclusión perpetua.
—Es Baldivia —contestó el penado viejo.
—Parece loco.
—No; está enojado, nada más que enojado.
—Tanto espamento por catorce años, che, si le hubiera tocado perpetua.
—Le tocó perpetua.
Entonces los dos se tiraron en sus cuchetas; era ya casi de noche, y se taparon con
las mantas.
—Le tocó perpetua, pero él no se queja de eso; supongo que estará conforme, y
hasta agradecido por la condena. Son los catorce años lo que él no perdona.
—Pero ¿qué catorce años, viejo? ¿qué catorce años?
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Baldivia enterró a su suegra al día siguiente, y él y su mujer se sentaron en el
sillón de la sala tomados de la mano.
—Silvia tendrá que vivir con nosotros —dijo ella.
Y así fue; Silvia, la cuñada de Baldivia, llegó un día, con su tapado barato y su
cara triste, y sus quince, desamparados años aferrados a la valija de cartón que dejaría
después, sobre la silla del cuarto que le habían destinado, en aquella casa que de
ahora en adelante sería la suya, y que ella había aceptado, y ahora poseído, con la
posesión férrea y tácita que adoptan las mujeres de cualquier lugar, y en cualquier
circunstancia, desde el momento que adquieren el derecho, o deber, o simple
necesidad, de cambiar constantemente de lugar el polvo de los muebles, o los
utensilios de cocina, haciendo girar el hacendoso y perentorio metabolismo casero
alrededor de sus ocupadas personas, dejando asentada en cada acto, en cada esfuerzo,
en cada desplazamiento de fuentes a la mesa o de enérgicos movimientos de escoba,
un sentido absoluto de propiedad irrebatible o un inexplicable deseo de posesión
absoluta.
Porque al día siguiente de llegada ya estaba ella, ahora sin su tapado barato,
yendo y viniendo por la casa en sincronizados movimientos con su hermana mayor,
mientras él leía el diario frente a la taza aún caliente sobre la mesa de la cocina,
todavía desconcertado ante Ja presencia en su casa de esa otra mujer cuyo recuerdo le
acompañaría más tarde camino a la oficina.
Porque él pensó en ella ese día, y otros más; pensó de ella lo que piensa todo
hombre ante toda mujer joven, aunque ésta no lo provoque en manera alguna, o por lo
menos en la forma clásica con que se supone que las mujeres provocan a los
hombres; porque ella —Silvia, su cuñada— se contentaba con estar, vivir, utilizar ese
hacendoso ambular por el interior de la casa, sin otra intención que la pornográfica
inocencia con que las mujeres honestas exhiben, no la desnudez de su cuerpo vertido,
sino aquello otro, aquella necesidad casi física de despertar admiración, interés, o
simple curiosidad, que acompaña a las mujeres de su nacimiento a su muerte, y que
convierte a la misma moral y decencia en elementos de atracción que llevarán sobre
sus personas con curiosa coquetería, que en su moral, y no culpable hipocresía, o en
su inmoral y culpable sinceridad, acortará o alargará Ja línea del vestido, o la altura
del escote, según el concepto de atracción que ellas utilicen, o según el concepto de
atracción que convenga para ciertas circunstancias.
—¿Por qué será? —decía él a veces—. ¿Por qué será? Es fea e insignificante; si
la viera en la calle ni la miraría siquiera.
Pero seguía pensando en ella, sin darse cuenta de que no le atraía la persona de su
cuñada, sino aquella vida íntima de la mujer ajena que por primera vez él saboreaba
con la fruición distraída con que oía los repiqueteos de la ducha sobre el cuerpo joven
a través de la puerta angosta del baño, o con el ignorado interés con que miraba, en la
mañana temprano, en su casa propia, el tibio barullo de sábanas de esa cama ajena,
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cuya ocupante ya había salido camino al colegio, con sus tacos bajos, con el delantal
impecable, y sus ordenados cuadernos en la valija de cuero.
Y el día aquel, cuando su mujer apareció en el dormitorio con el sobrecito
indecoroso e inconfundible, que había encontrado en el bolsillo del tapado de Silvia,
sostenido en la punta de los dedos como un pañal de cinco o una rata muerta, que ella
no sólo no había utilizado nunca, sino que casi tampoco conocía, pero que intuía, con
ese instinto especial de las mujeres honestas hacia el mal, y que depositó ahí en la
mesa de luz mientras decía:
—Mirá, mirá.
Y él miró y dijo:
—¿Y eso?
—Estaba en el bolsillo del tapado de Silvia.
Entonces él lo volvió a mirar fijamente ahora, mientras pensaba: «En el bolsillo
de su tapado; ella lo tenía, ella sabe lo que es».
—Yo le voy a enseñar —dijo su mujer.
Pero él dijo:
—No; espera, puede ser que ni sepa lo que es, o lo haya encontrado en la calle, o
se lo hayan dado en el colegio.
Y así fue, en efecto; se lo habían dado en el colegio, como dijo ella, cuando
volvió más tarde y contestaba el interrogatorio de su hermana con sincera inocencia,
no mirando ni a ésta ni a su cuñado, sino a aquel cuadrado sobrecito que durante días
había estado en el bolsillo de su tapado, y que ahora estaba ahí, delante de ellos,
como representante mudo de algo que ellos sabían, conocían, y condenaban, hasta el
extremo de no querer ni siquiera hablar de ello en concreto, sino con frases
entrecortadas y ambiguas, cuyo significado no entendía a pesar de asentir con la
cabeza y decir: «Sí, sí».
Entonces fue cuando se miraron, él, Baldivia, y ella, Silvia su cuñada; se miraron
en los ojos, no como el hombre que mira a una mujer, ni la mujer que mira a un
hombre, sino como el hombre que descubre a una mujer, o la mujer que descubre a un
hombre, y piensa: «No, no es eso, no es la persona que veo todos los días, y hace esto
o lo otro, sino es la persona que podría hacer esto otro».
Y se miraron entonces; se miraron, él ahora hablando con voz fuerte y ademanes
concretos, mientras sentía la fuerza de su masculinidad irradiando atracción hacia su
cuñada, y ella ahora, con la nueva fuerza que la poseía, sintiendo la importancia
confusa de las mujeres mediocres, o muy jóvenes, que hace que una secretaria reciba
los retos severos de su jefe hasta el extremo de hacerla llorar, y al darse vuelta para
irse, sabe que los ojos del hombre que la ha gritado o insultado, están sobre sus
caderas y que, por poseer esas caderas, el hombre cambiaría completamente el tono
de su voz, y las palabras dejarían de ser duras e hirientes, y podrían llegar a ser
cariñosas y suplicantes, pero a pesar de su fuerza no se animaría a darse vuelta y a
enfrentar la mirada de su jefe, y éste tal vez tampoco se animaría a utilizar su fuerza
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para conseguir eso otro, y tanto ella como él, con distintas fuerzas y distintos
objetivos, conscientes cada uno de sus fuerzas, y también de sus objetivos, y también
conscientes de que, mientras no apliquen esas fuerzas no conseguirán sus objetivos, y
que, cuando consigan esos objetivos perderán seguramente sus fuerzas y también,
quizá, sus objetivos.
Se dio cuenta ella entonces que él no pensaba lo que decía y volvió a decir: «Sí,
sí», bajando después la cabeza.
—Pero, mi hija, no se puede ser amiga de cualquiera en el colegio.
Y después su mujer con voz nerviosa:
—Te imaginas que esto no lo voy a dejar así; yo mañana mismo me voy a hablar
con la directora. Tenés que decirme quién te lo dio. Tenés que decirme; no puede ser
que no te acordes.
—No, te aseguro que no sé, me lo dieron hace días.
Y él pensando entonces: «Sí; lo sabe; tiene que saberlo; no sólo lo sabe, sino que
también sabe para lo que sirve».
Y después, los días siguientes en que su mujer postergaba la ida al colegie para
hablar con la directora, por no encontrar la forma de nombrar al sobrecito. Después lo
postergó definitivamente.
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Después Baldivia se despidió de su mujer, y esa misma noche volvió a su casa
silbando alegremente con Silvia que canturreaba a su lado.
—¿Qué me vas a hacer para comer?
—No sé; ¿qué querés?
Hablaron así un rato, un poco extrañados ambos ante esa intimidad curiosa y
desconocida que siguió afectándolos cada vez más; y entraron entonces en la casa, y
él se sentó en una silla de la cocina, y la miró inclinada ligeramente sobre la pileta,
con las tiras del delantal aprisionando la cintura, y, más abajo, la línea vertical
insinuada en su pollera.
Comieron entonces en la cocina y después ella levantó la mesa y empezó a lavar
los platos.
—Te ayudo —le dijo Baldivia.
—No, dejá.
—Sí; si no me cuesta nada.
Hundieron entonces sus manos en el agua, gris, y ella dijo riéndose con bastante
gracia:
—Eso no es un plato, es mi mano.
Y se rieron entonces, y él la besó en medio de su risa, y volvieron a besarse ahora
más seriamente, ante la estática acusación de los platos sucios en la pileta de Ja
cocina, y más tarde del delantal que en ordenado montón se mantendría entre los dos
en el piso del dormitorio.
—No —dijo ella varias veces—. No, por favor, no —repetía en su constante bajar
de pollera mientras retenía aquella mano que por último dejó entrar libremente entre
sus piernas firmes mientras seguía diciendo: «No, no». Y veía sus ropas amontonarse
en el piso hasta quedar desnuda, completamente desnuda.
Entonces se abrazó a él, apretándose de vergüenza y excitación, mientras sentía
aquellas manos que aplastaban su piel como modelando su cuerpo, y encauzando sus
pensamientos tumultuosos de más de dos años de adolescencia.
Y lloró un poco contra la almohada tibia que hacía unos instantes él había
colocado bajo sus caderas, y que ahora había vuelto a su lugar inicial, después de
haber terminado todo aquello en el límite justo entre el placer y la vergüenza, en el
instante exacto en que las mujeres se dan cuenta de la imperiosa necesidad de todo
aquello, que minutos antes les parecía antiguo y ridículo, y que ahora, bajo el blanco
cuadrado del techo, y la indiferente respiración del hombre cansado, se alza ante ellas
en un reclamo urgente de su espíritu despierto, ante el cuerpo agotado de caricias
pasadas.
Los dos pensaron entonces en la mujer y hermana, y en lo de ellos, que no tenía ni
el placer ni la justificación del amor, sino simplemente la casi curiosidad sexual que
el deber y el pecado, la santidad y la corrupción, la moral y las costumbres de miles
de generaciones de hombres y mujeres, impresas ahora en ellos dos con la fuerza
atávica del mal y del bien, juntan tanto el uno como el otro, aumentando el placer del
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mal, y juntan tanto el uno como el otro aumentando la fuerza del bien, mientras él —
Baldivia— y Silvia su cuñada, desnudos en esa cama propia y ajena, pensando en
ella, la mujer y hermana; aferrados a ese pensamiento para justificar su vergüenza,
como hacen los hombres cuando la ausencia de religión les impide encauzar su
arrepentimiento, con la lógica humana de justificar a lo humano y con la lógica
humana de justificar lo divino.
No hablaron entonces por un rato largo, y él quedó dormido mientras ella se
levantaba e iba a su cuarto a buscar el camisón que luego se puso, para volver a
sacárselo en seguida mientras decía casi fuerte:
—Dios mío, Dios mío, ¿no estaré embarazada?
Volvió a guardar entonces el camisón bajo la almohada que después sacó de un
tirón, horrorizada ante la suave mancha de sangre desteñida que en el lavatorio del
baño refregaría entre sollozos hasta romper la tela que tiró entonces, mientras corría a
su ropero y empezaba a vestirse.
Salió de la casa a medianoche y tomó un taxímetro que la llevó al sanatorio,
donde subió corriendo los dos pisos hasta el dormitorio de su hermana, en donde
abrió la puerta con fuerza, y encendió la luz, y se hincó llorando en el suelo,
hundiendo su cara en la cama mientras decía:
—Fue él, fue él, lo hizo a la fuerza, me desvistió y después lo hizo, y después lo
hizo.
El enfermero en la portería las vio salir y dijo dos veces:
—Señora, señora.
Pero ninguna de las dos se dio vuelta, y recién al subir al taxi vio las caras
demudadas a través de la ventanilla con el pequeño envoltorio de la hija y sobrina
apretada contra una de ellas, como la llevaría después al entrar en la comisaría, ante
el empleado extrañado que les alcanzó unas sillas, y el comisario atento que tocaba
un timbre pidiendo un coche mientras mandaba avisar al médico de tribunales.
Baldivia se despertó ante el ruido de la puerta de calle, y medio dormido todavía,
escuchó los pasos que se acercaban, que terminaron de despertarlo, con el brusco
abrir de la puerta y la luz agresiva y perentoria que lo sentó en la cama, junto con la
voz fuerte del hombre uniformado y la presencia autoritaria del otro hombre que
miraba la cama, cuyas cobijas apartó de un tirón mientras decía:
—A ver che, levántese, ¿quiere?
Entonces él dijo:
—¿Qué? ¿Qué pasa?, ¿quién es?, ¿quién es usted? —A pesar de saberlo
perfectamente y pensar: «Ahora ¿qué hago? ¿Qué hago?». Mientras se levantaba y
poma sobre su cuerpo desnudo una salida de baño corta y amarilla, caminando entre
los dos hombres, el uniformado y el otro y se dirigía al comedor.
Allí estaban ellas, las dos mujeres, sentadas mirando hacia adelante, con la mirada
tensa en lágrimas, queriendo aparentar un sentimiento que realmente tenían, sin
necesidad de aparentarlo, derechas en sus sillas, mirando fijo hacia ningún lado
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mientras él entraba; y el comisario lo hizo sentar, y el otro hombre uniformado
cerraba la puerta y apoyaba su espalda en ella en una forma terminante y absoluta,
mientras metía los pulgares enérgicos en el cinturón ancho de cuero y la línea de su
mandíbula se aflojaba con el relajamiento de un animal de presa.
Ninguno habló por un rato, mientras el comisarlo sacaba puntas con un
cortaplumas a un lápiz negro cuyos pedacitos de madera caían arbitrariamente al
suelo y a la mesa, y sobre el mismo papel blanco, impecable y terrible, que después
del drástico soplido quedaría libre de pedacitos de madera y absolutamente apto para
recibir los trazos ordenados que el lápiz dejaría en su superficie, manejado por la
mano fuerte e impersonal que asentaba por ejemplo: «¿Nombre y apellido?, ¿edad?,
¿profesión?»; y después más serias, como: «¿Edad de su cuñada?, ¿cuánto tiempo
hace que vive con ustedes?»; y por último, la terrible sencillez, no preguntado ahora,
sino afirmando: «¿A qué hora la violó?».
Y él, oyendo su propia voz que contestaba, no negando ni afirmando, sino
simplemente aceptando, casi con alivio, la simple eficiencia del funcionario
desconocido, mientras pensaba:
«Él me comprende, él me ayudará, él en mi caso habría hecho lo mismo;
cualquier hombre lo hubiera hecho; no puede ser tan grave».
Y después, en el coche sentado entre el comisario y el chofer, con el paquete de
mantas que, el mismo comisario le aconsejó que llevara, y con una simpatía curiosa
hacia aquellos hombres que lo habían sacado de la presencia de las tres mujeres —las
dos dé miradas duras y llorosas y la tercera envuelta en los suaves pañolones,
apretada con amor contra aquel cuerpo que irradiaba odio, dormida indiferente ante el
hombre que, nueve meses antes, había hecho aquello por simple gana o necesidad, o
falta de sueño, o lo que sea, y cuyas consecuencias, de importantísima
insignificancia, parecía ser causa o motivo de aquel odio acrecentado por el derecho
irrevocable que da el amor y que las mujeres saborean con agradable desconfianza,
desde la edad en que empiezan a coleccionar las miradas del chico de la farmacia,
hasta aquella otra edad en que vuelven a coleccionar miradas, no ya del chico de la
farmacia, sino de cualquiera, y cuando su tensión vigilante se afloja después del duro
trajinar, y entonces el derecho que se atribuyeron por el amor se convierte en la suave
concesión que ellas otorgan, o pretenden otorgar aunque en realidad no lo hagan
nunca del todo, hasta el momento mismo en que el médico de la familia, con educada
indiferencia, les comunicará aquello, a ellos que lo esperaban con las ropas ya teñidas
o compradas, y con tristezas verdaderas o falsas puestas en sus caras, como meritorio
camouflage de su egoísmo o como orgullosa exhibición de un sufrimiento verdadero.
Después, días después, cuando en el calabozo, tranquilo y gris, con las paredes
escritas con las mil obscenidades que muchísimas manos habían dejado como fugaz y
firme acuerdo del transitorio paso por aquel primer eslabón de la justicia, y que él
miraría y volvería a mirar, y hasta repetiría mentalmente, como si aquel excremento
espiritual fuera lo verdadero, lo importante, Ja íntima sinceridad que el anonimato de
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las paredes del calabozo permitían mostrar para su consuelo, la semejanza terrible de
los hombres cuando las mismas paredes del calabozo, que defiende y separa a la
sociedad de ellos, y también los defiende y también los separa a ellos de la sociedad,
mostrándolos entonces, con esa libertad espiritual aterradoramente simple que los
llevó a dibujar o a escribir con la punta de un clavo eso que no hubieran hecho con un
lápiz en un papel sobre la mesa familiar de su casa lejana.
Y después, días después, cuando el oficial aquel le dijo en tono simpático:
—Y ¿qué tal estaba la piba?
Y él sonrió entonces casi feliz, volviendo a pensar: «Ellos me comprenden; son
humanos como yo; cualquiera de ellos hubiera hecho lo mismo».
Y, más tarde, en el calabozo de los tribunales, recordando todavía las palabras de
los empleados de la Secretaría Criminal, y del mismo Secretario que escuchaban con
humano interés las circunstancias del hecho y hacían preguntas inteligentes y
comprensivas, y afirmaban con sus cabezas serias y civilizadas, volviendo a
preguntar detalles y más detalles que él contestaba, contento de cooperar una y otra
vez, sintiéndose amparado por la simpática curiosidad con que las máquinas de
escribir cesaban su repiqueteo para esperar sus contestaciones. Y por último, el
agente uniformado que lo llevaba de vuelta al calabozo, con su pornográfica juventud
preguntando constantemente con cierta admiración envidiosa: «¿Así que no gritó?
Porque a mí una vez…».
Y luego, en el calabozo, días y más días, con la consoladora camaradería de
presos y guardianes, y las nuevas llevadas al tribunal y vueltas al calabozo, y por
último, el día en que se dio por enterado por el papel aquel que decía con letra
meticulosa e impersonal de ordenada sencillez CATORCE AÑOS; con una serie de
palabras anteriores y otras posteriores, pero siempre catorce años, con letras
mayúsculas, inconfundibles, que se diluyeron ante el tropel de lágrimas agolpadas en
sus ojos, mientras el papel caía en recto planeo hacia el suelo gris del calabozo y él
decía y volvía a decir:
—No puede ser. No puede ser.
Y los miró entonces a todos después del almuerzo en el patio amplio de la cárcel,
mientras un viento redondo y cálido pasaba sobre ellos sin que la menor hoja, o
basura, o papel revoloteara a su paso en el impecable patio, completamente limpio,
ausente en absoluto de dejadez humana, cuadrado, insensible, angustiosamente duro
como las murallas calladas con los hombrecitos lejanos paseando rítmicamente, con
el fusil al hombro, sobre las altas paredes recortadas de cielo, ante los ojos de ellos,
enormemente chicos, en las caras duras, bajo las gorras grises de sus uniformes de
presos.
Y los miró, mientras ellos lo miraban con el sufrimiento orgulloso de los
imbéciles y de los chicos y de los hombres, mientras él bajaba los escalones con el
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uniforme recién puesto y su gorra de presidiario sobre la cabeza rapada,
incorporándose así a la vida de la cárcel.
Sonó el timbre, fuerte y nervioso, mientras los hombres se alineaban ante una
puerta y los guardianes aparecían, y él era empujado firmemente a una punta de la
fila pisando con sus talones inexpertos al hombre que tenía detrás.
—Viejo, ¿qué hacés?
Y él, balbuceando algo como una disculpa, mientras la fila avanzaba hacia el
interior de un pasillo y los hombres eran distribuidos en distintas direcciones.
Él trabajó en la imprenta los primeros días moviendo palancas suaves, ruidosas,
metálicas, de rítmica trayectoria, entre un ruido complejo y enervante que rodeaba a
los hombres como una aureola u olor, o algo así, convirtiendo sus movimientos en
activo y sordo gritar, con una mezcla de empleados y obreros con la física
espiritualidad del obrero suave, y la espiritualidad firme del empleado tosco.
El trabajo se hacía en dos turnos, separados por el almuerzo abundante y bueno, y
una hora libre al medio día en que los hombres salían al patio grande, sumergiendo de
sol su caminar despreocupado por la ausencia de la vida, como el hombre que camina
para no estar quieto en el mismo sitio donde no tiene nada que hacer, y se desplaza
hacia otro lado, donde tampoco tiene nada que hacer, pero por lo menos ha hecho
algo al ir del primer punto al segundo, y todavía, con la consoladora perspectiva de
volver del segundo punto al primero.
Fue al quinto o al sexto día de entrar en la cárcel cuando él cayó hincado en el
medio del patio, con la cara entre las manos, con un ataque de nervios, con un llanto
duro y seco, atrozmente fuerte, con convulsiones desproporcionadas para la pequeñez
de su cuerpo encogido, y el absoluto silencio inmóvil de los demás presos que, en su
círculo curioso y ordenado, observaban y observaban, impotentes y satisfechos ante
el dolor ajeno, e impotentes y tristes ante el reflejo del dolor propio, o simplemente
impotentes ante la impotencia del dolor.
Lo oyeron ellos —los presos— decir a él algo como: «¿Por qué? ¿Para qué?»,
entre convulsiones cada vez más suaves del patio invadido por el correr apresurado
de los guardias que se acercaban de distintas direcciones.
—¿Y éste?
Y luego uno que puso su mano sobre el hombro de Baldivia para hacerlo levantar,
y quedó con la mano extendida en absurda actitud por algunos segundos, y luego se
inclinó también junto con todos, para levantar a aquel hombre caído, extendido en el
centro del grupo, con las piernas todavía encogidas, como prolongando su posición
de hincado en aquel nuevo plano de las baldosas del patio, pegadas a su costado.
Se despertó horas más tarde en el hospital de la cárcel sin asombrarse del techo ni
de las paredes blancas, ni de las personas de ropas distintas con su apresurado
caminar de hombres descalzos, que se desplazaban entre las camas enfiladas contra la
pared.
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Sentía los brazos y las piernas dormidos, una molestia en el antebrazo y un gusto
fuerte en la boca pegoteada de sueño.
Volvióse a dormir, y despertó a la mañana siguiente, mientras los hombres de
blanco limpiaban el piso y un médico joven, con reloj pulsera en el brazo fino, se
acercó a su cama.
—¿Qué tal? —le dijo con voz impersonal, mirando hacia la pared, mientras le
tomaba la muñeca y luego miraba su reloj.
—Tiene que tomarlo con soda, che. ¿Qué condena tiene?
—Catorce años.
—Y bueno, m’hijo, no es tanto; piense en los que tienen perpetua. Vamos a darle
algo para los nervios y a no pensar ¿eh?
Se fue el médico y él miró al techo y después dijo fuerte:
—No, no, no puede ser. Catorce años. ¿Por qué?… Pero, ¿por qué?… Pero ¿por
qué?… Hice lo que hubiera hecho cualquiera, lo que hace todo el mundo… Por qué,
por qué…
Y lloró después, mientras lo sujetaban a la cama y la aguja de la inyección entraba
en su piel, y las manos de los enfermeros se aflojaban entre la bruma gris de su sueño.
Se despertó más tarde, y lo vio sentado a su lado al hombre aquel, enormemente
gordo, oscuro y mediocre, con su gran frente pesada dividida en dos por la eterna
arruga aquella que llevaba consigo, como si el solo hecho de subsistir representara
para él un esfuerzo superior, y su tosco semblante, con sus ojos buenos y duros,
rodeados de facciones, incrustadas en la cara, bajo la calvicie enorme brillando
eternamente en su traspirar constante de hombre agitado.
Era un sacerdote, el capellán de la cárcel, el que estaba sentado a su lado con un
libro en sus rodillas que dejó en una mesita; y tomó la jarra con agua llenando luego
un vaso.
—Tome —le dijo—, estos remedios dan mucha sed.
Él tomó un vaso y después otro, y se recostó en la almohada secándose la boca
con el borde de la sábana.
—Soy el capellán; le traje unos libros.
Después se fue a la cama de otros enfermos.
Volvió al día siguiente, mirando a Baldivia en la cara mientras éste se incorporaba
apoyándose en un codo y le decía:
—¿Qué quiere? ¿Para qué viene? Yo no necesito consuelo, sino explicaciones,
quiero saber el porqué de esto.
—Yo no estoy para dar explicaciones, sino para dar consuelo. —Después se calló
un rato, y luego dijo casi en un susurro—: Y no lo consigo casi nunca. Es difícil tratar
con hombres que no tienen casi ni siquiera la libertad de pecar. No sé si sabrá, pero
soy uno de los fracasos más grandes de la Curia.
Baldivia lo miró con curiosidad y le pareció que debía explicar.
—Yo no creo en Dios.
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—Claro, es claro, usted cree en el hombre, mejor dicho creía, hasta que le pasó
esto.
—No, tampoco eso, yo no creo en nada.
—¿No? ¿Tampoco? Pensé que sí; es tan lógico creer en el hombre, es algo tan
maravilloso la humanidad, hay tanto afán de superación, de mejoramiento.
—Pero, padre. ¡Como para creer en el hombre después de lo que me ha pasado!
Va todo tan contra la lógica.
—Es claro; es esa vieja idea de que el sentido común es el menos común de los
sentidos; nos hemos basado durante tanto tiempo en eso, que cualquier cosa hace
tambalear nuestra fe, y un hombre sin fe, aunque no sea más que fe en sí mismo, es
algo terrible.
—Padre, pero explíqueme por qué me ha pasado esto; por qué por hacer lo que
hubiera hecho cualquiera tengo que pasar catorce años en la cárcel.
—No puedo explicarle esto si usted no cree en Dios; y cuando crea en Dios no va
a necesitar que se lo explique.
Se levantó y después se fue.
Le dieron de alta al día siguiente y volvió a la imprenta. Ahí le encargaron el
trabajo de llevar las pilas de papel guillotinado con la tinta todavía fresca de un punto
a otro. Su trabajo estaba sincronizado con una de las máquinas; esto lo entretuvo, y
trató de hacerlo lo mejor posible, aumentando su velocidad a medida que la máquina
aumentaba su ritmo, que por fin paró al sonar el timbre dando fin al trabajo del
mediodía.
Ahí lo vio entonces el hombre aquel que gravitaría tanto en su vida en el
transcurso de esos catorce años. Se encontraron en el baño, inclinados sobre los
lavatorios, sacándose las manchas de tinta entre el ruido del agua que salía por las
canillas.
Era un magnífico hombre de cuerpo alto y macizo, y de facciones finas e
inteligentes. Baldivia ya lo conocía porque era el jefe de redacción de la imprenta, y
uno de los penados de mayor prestigio de la cárcel. Se miraron con la toalla común
entre las manos limpias, y él le dijo:
—¿Qué tal?
—Ahora un poco mejor, pero hay momentos en que no puedo más. Creo que el
trabajo me consuela.
Después se volvieron a encontrar en el descanso del mediodía y hablaron durante
casi una hora. Se llamaba Salso y cumplía una condena perpetua por homicidio.
—Catorce años le dieron a usted por violación con agravante ¿no?
—Sí, catorce años.
—Leí su caso en el diario; la chica era cuñada suya y vivía en su casa.
—Sí; tuve mucha mala suerte; todo se me volvió en contra. Pero de todos modos
es una barbaridad que me den catorce años por una cosa completamente humana que
cualquiera hubiera hecho. ¿No le parece?
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—No, no me parece.
—¡Le parece justa mi condena!
—No sé si justa, pero absolutamente necesaria.
—Pero ¿por qué? —le gritó en la cara—. ¿Le parece justo?
—El hombre no puede pretender justicia; para que hubiese justicia en el mundo
tendría que haber un Dios y Dios no existe. Para hablar de justicia tendríamos que
poner a todos los hombres del mundo en las mismas circunstancias que usted, solos
en una casa con una chica joven, y aun así sería bastante relativa, porque unos
estarían más tentados que otros por edad, gustos, costumbres, herencia, o lo que sea.
No, hombre, la justicia no existe, pero de todos modos, eso no es obstáculo para que
todos cooperemos en mejorar la humanidad. La humanidad necesita mártires,
puntales profilácticos en donde se apoya la decencia. Ésos somos nosotros. Estamos
aguantando sobre nuestras espaldas la felicidad de un montón de personas. ¿Nunca
pensó en la cantidad de chiquilinas que van a conservar su virtud gracias a usted?
—¿A mí?
—Sí, a usted, que está haciendo que miles de hombres no hagan lo que usted hizo
para que no les pase lo que a usted le pasó.
—Yo nunca pensé…
—Usted tiene una hija ¿no?
—Sí, apenas la conozco.
—Dichoso de usted; tiene alguien a quien cuidar, está sufriendo por alguien, está
viviendo en una cárcel para que nadie haga con su hija lo que hizo usted con su
cuñada.
Sonó el timbre entonces, y los dos hombres se separaron en la fila, grises,
inmóviles, en esa fila viviente de hombres y hombres, avanzando luego con paso
rítmico a través de la puerta, como lo hacían dos veces por día durante semanas y
semanas que pasaban, ligeras, enhebradas en noche difusa, pero livianas y tranquilas,
casi rítmicas en su pasar uniforme, casi felices en su utilidad ordenada, avanzando
hacia el futuro que Baldivia paladeaba con fruición, casi tanto como su pasado de
cárcel, que él sentía como una acumulación de méritos que apuntalaban su propia
estima o que justificaban esa parte antes injustificable de su vida.
Sus conversaciones con Salso se mantenían; siempre andaban juntos, la imprenta
prácticamente era manejada por ellos. Un día Salso le dijo:
—A la mañana yo voy a misa; el cura sabe que no creo, pero no me puede
impedir que vaya a sentarme en un banco; me gusta porque es cómodo para pensar, y
además, se toma el desayuno aparte sin tener que hacer cola.
Desde ese día Baldivia empezó a ir también, se sentaban en la oscuridad de la
capilla y ahí hablaban.
Salso un día le dijo:
—El defecto actual reside en no creer en el hombre. Se quiere volver a la Edad
Media. Los católicos le achacan todas las fallas de esta época al siglo diecinueve; no
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se dan cuenta de que el mundo avanza hacia la perfección; retrocede a veces, no lo
niego, pero por un paso hacia atrás, se dan cien hacia adelante; las mismas guerras
que tanto se critican son realmente bárbaras, pero nadie se acuerda de los miles de
hombres que dejan todo para pelear por un ideal equivocado o no, pero un ideal al
fin, y arriesgan o pierden sus vidas para que otros hombres gocen de felicidad, honor,
seguridad o lο que sea.
La vida del presidio transcurría así conversando constantemente; en las horas
libres iban a la biblioteca y estudiaban o comentaban libros. Una vez se encontraron
ahí con el capellán.
—¿Qué dicen, señores?
—¿Cómo le va? —le dijo Salso.
—¿Cómo está, Padre? —le dijo Baldivia mientras contemplaba sonriendo a
aquellos dos hombres tan distintos; uno alto, fuerte, de fácil palabra y mirada
ardiente; y el otro gordo, de enorme papada y mirada buena tras los párpados
pesados.
—¿Y qué tal, Salso, cómo anda esa humanidad?
—Bien; y ¿cómo anda ese cielo?
—Lejano, bastante lejano.
Se fue después, y ellos se quedaron hablando de él.
—Es un buen hombre —dijo Salso—. Casi todos los curas lo son; lo que pasa es
que son gente mediocre que necesita la justificación de un Dios para obrar
decentemente.
El tiempo seguía transcurriendo y Baldivia, ya amoldado a su nueva vida fue
trasladado a la administración de la cárcel; ahí veía las facturas de maderas que se
compraban para hacer juguetes, y el papel para libros, y la harina y la infinidad de
cosas que los hombres aquellos iban a trabajar con meticuloso desinterés, durante
horas y horas, días y días, y a veces vidas enteras, inclinados en sus lugares de
trabajo, dedicando esfuerzos y movimientos, ideas y recuerdos, esperanzas y
proyectos, conscientes o inconscientes, hacia otras personas ignoradas que recibirían
los beneficios, que sus vidas confortables asimilarían despreocupadamente,
sumergidas en la seguridad que el sufrimiento involuntario de esos hombres les
proporcionaba.
Baldivia pensaba constantemente en su hija, el ser ese, chico y envuelto, que
imaginaba ahora viviendo en la casa lejana y familiar, con la simpatiquísima cara que
él le había provisto en su holgada imaginación, ese ser que ignorando en absoluto los
sacrificios que el padre pasaba por ella y que él un día explicaría, conscientemente
ante la mirada comprensiva de la futura chica de catorce años que él iba a conocer al
terminar su condena.
Un día sintió necesidad de hablar de su hija; Salso estaba ocupado redactando un
artículo para el diario del presidio, por lo que se dirigió a la capilla a hablar con el
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capellán. Lo encontró en la sacristía, con su gorda figura apretada en la sotana; se
alegró de verlo y los dos hombres se sentaron a hablar.
Baldivia le contó su punto de vista actual, su martirio involuntario, pero
consciente, por la felicidad de su hija, la fe que él había depositado en el hombre, su
orgullo lógico y humano, todo aquello que le hacía soportar esta vida antes
insoportable.
—Me alegro, hijo, me alegro; todo eso está muy bien para una vida sin
autodeterminación, en estos momentos estás viviendo, trabajando, casi pensando por
lo que la sociedad ha estipulado que debes hacer, vivir, o pensar. Miles de hombres,
durante años y años, mejorando constantemente de ideas y teorías, han decidido esta
vida que estás haciendo; tu dios actual es la sociedad; estás dirigido y gobernado para
y por la sociedad, pero el día en que vuelvas a formar parte de la sociedad, que vas a
ser tu propio dios, no creo que puedas soportarlo. El hombre ha nacido para ser libre,
su autodeterminación le da deberes y derechos aterradores, pero ésa es la voluntad de
Dios.
—No me hable de Dios, Padre; no soy un chico.
Los años pasaron después; uno detrás de otro, en su marcha hacia el infinito hasta
que un día Baldivia terminó su condena y se encontró vestido con un traje antiguo y
una valija en la mano, en la puerta de afuera del presidio, que después se cerró a sus
espaldas con un sonido drástico de libertad indiscutible, y un silencio posterior de
felicidad desconcertante.
Los dos presos en sus cuchetas se callaron y el más viejo dijo después:
—El pobre se creyó siempre un mártir; creyó que estaba dando su vida por otra
persona. Realmente, fue un mártir, pero nunca va a sospechar quien se benefició con
su martirio.
Después empezó a rezar con voz firme y lenta hasta que el otro le interrumpió.
—Che. Salso, ¿el Baldivia ese rezaba también?
No, nunca. Sólo una vez, mejor dicho, cuando lo detuvieron, lo encontraron en
una iglesia; acababa dé matar a su hija y al novio en la cama de un hotel, y estaba
hincado ante el altar gritando casi:
—¡Dios mío!; ¡Dios mío!, gracias por no existir.
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LOS NUEVE MINUTOS DE CLAUDIA
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ESA MUJER —la que bajó del ómnibus después del último de los pasajeros, cuando los
ociosos de la ciudad-pueblo creíamos ya que no bajaría nadie más— se llamaba
Claudia.
No la voy a describir, porque casi ni la vimos los contados segundos en que cruzó
la calle en dirección al hotel, pero tampoco importa mucho, porque ésta no es su
historia, ni tampoco es la de Crespo, el comprador de caballos, ni tampoco es la
nuestra; sino que es la historia de una fracción de tiempo, de aquella fuerza
indetenible e incontrolable, que podremos medir mecánicamente con el aparato
prolijo y cromado, que marcará las unidades de medida, de aquello que precisamente
no tiene medida y aseguramos su medición con los movimientos rítmicos y
concentrados del pulgar y del índice sobre la cuerda del reloj, sentados en el borde de
la cama, con el pijama azul o el de las rayas verticales, o incluso podemos archivar o
despreciar, con un descuidado movimiento de mano, arrancando la hoja vieja del
almanaque familiar sobre la pared de la cocina, o también desafiar parcialmente con
el heroico esperar de los santos o la tenacidad valerosa del ateo, pero nunca dejar de
pertenecer a él, ni dejar que él nos pertenezca, porque es parte y esencia de nosotros
mismos, porque toda nuestra persona está formada por ese borbotón de momentos,
por ese tropel de instantes, cuyos orígenes están en el Verbo mismo, y cuyo final
quizá sabremos en el instante aquel del principio y fin de la vida.
La miramos bajar del ómnibus, desde la vereda de enfrente, apoyadas nuestras
espaldas y uno de nuestros pies en la pared asoleada y blanca, junto a la caterva
aquella bulliciosa y activa y ferozmente infantil de diarieros y lustrabotas, y uno o
dos perros dormidos en su alerta descuido sobre la vereda de baldosas tibias, en aquel
fresco octubre del año pasado.
Algunos de ustedes recordarán a Crespo, el extraño individuo aquel, que llegó a la
ciudad-pueblo hada más de cuarenta años, en un caballo chileno de magnífica boca y
marca desconocida y sin ningún papel que acreditase su propiedad, pero sin tampoco
nadie que se atreviere a pedírselo, y un bulto chico en la cintura, en donde asomaba a
veces la culata pequeña, femenina, atildada, de un treinta y dos corto, de cachas de
nácar, de cano absurdamente recortado, en un país en donde el calibre treinta y ocho
entraba ya con fuerza avasalladora para convertirse prácticamente en arma nacional,
y un tirador de carpincho con bordes de charol y hebilla entrerriana, y ese gesto en la
cara del que nunca ha mandado, a pesar de haber nacido para ello, y que impresionó
enormemente al gerente de La Anónima, a través del mostrador de la caja, en la que
pidió fiado víveres y vicios por un año, sin otra garantía que esa violencia innata que
rodeaba su persona, que no abandonó, ni siquiera un año más tarde, cuando el mismo
gerente le dio a su hija en matrimonio, con las mismas dudas e incertidumbres como
cuando le otorgara su primer crédito, pero al mismo tiempo, con cierta secreta,
paterna, comercial e intuitiva esperanza en la bondad de su elección.
Y la chica aquella, cuya frágil e indomable femineidad dejaría de verse tras los
vidrios empañados de la casa materna, para aparecer ahora entre un marco de voiles
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nuevos y una escasa fila de flores en el interior de la ventana de su casa propia, y
tanto ella como las flores, y también las cortinas de voile, separadas por el vidrio, de
la nieve, del frío, de la hosca naturaleza patagónica, viviendo una vida falsa y
artificial en medio del calor producido por la salamandra inglesa, y ese halo de
comida, naftalina, tabaco o talco o de humana presencia, de todo aquello que
representa, o por lo menos acompaña, a la vida familiar; aunque en este caso el
cincuenta por ciento de esta familia se encontraba a muchos días de marcha,
enhorquetado en el caballo chileno de magnífica boca trayendo enormes yeguadas de
la cordillera a Comodoro —viajes que repetiría una y otra vez durante el transcurso
de esos primeros años— mientras ella seguía tras los vidrios de la ventana, en un
principio esperando verlo llegar, y más adelante cerciorándose de que no volvería
como efectivamente sucedió, cuando en la caja de La Anónima pagó él hasta el
último centavo de su deuda, comprendiéndose entonces que lo que quedaba tras los
vidrios y la escasa fila de flores y las cortinas de voile, no eran otra cosa que la
prenda, garantía, base de aquella respetabilidad que Crespo necesitó para iniciar su
fortuna, y que ahora devolvía, no ya de frágil e indomable femineidad, sino con la
férrea y endurecida virginidad frustrada y ese leve matiz de orgullo y belleza que deja
el odio originado por la esperanza del amor.
Ella murió años después, o simplemente dejó de existir, entre un continuo trajinar
de familiares oscuros alrededor del médico impotente y un cuchicheo de frases
lapidarias y condenatorias como: «el sinvergüenza la mató» o «la pobrecita murió de
pena», entre suspiros y llantos, y un mariposeo de murmullos infructuosos y el
solemne dolor de la gente simple ante la sencillez de la muerte.
La fortuna de Crespo aumentaba año a año; tenía el prestigio que da el dinero y la
envergadura suficiente como para mantenerlo; poco a poco sus viajes a la cordillera
se fueron espaciando, y pronto las riendas trabajadas y el cabestro grueso dejaron de
ocupar su lugar habitual en la férrea, cobriza y traspirada mano que ahora apretaba a
veces el volante del coche y, años más tarde, el cubilete de dados o las cartas
francesas en interminables noches de pocker en el club social.
Y fue la ciudad entonces la que lo transformó, la ciudad-pueblo aquella, con sus
calles horribles y sus veredas ausentes, y los pedazos de ciclo recortados por las
feísimas casas, y todo aquel confort, real o imaginario; y pronto la frente aquella,
arrugada de escrutar el horizonte y medir la lejanía en las extensiones inmensas de
sus viajes, suavizó sus líneas ante la contemplación ambigua del sifón de soda, y la
botella de vermouth o de fernet, y la breve apretada cintura, ceñida bajo el tirador de
carpincho, aumentó considerablemente de tamaño, y su misma voz, enronquecida de
tierra y de distancia sobre las ancas redondas de sus tropas, se tornó pausada y
discreta, con una intensidad apenas lo suficiente como para llamar al mozo pidiendo
otro café, o para decir «paso» en la mesa de juego, o simplemente para gruñir una
afirmación o negativa en las discusiones de negocios o en el mostrador del Banco.
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Bueno, estábamos con él ese día, con Crespo, y algunos otros y, como decía, la
vimos cruzar Ja calle, pero no supimos quién era hasta unos días más tarde, mirando
el libro de registro del Hotel Colón, en que figuraba Claudia, con un apellido
extranjero como Holtz o Haltz; pero para nosotros fue Claudia, simplemente Claudia,
como si fuera una prostituta, o una modista, o una santa, o cualquiera de esas
personas que pierden inexplicablemente su apellido por el elemental hecho de que un
conjunto de sílabas son pronunciadas por un gran número de personas, y éstas con
cierta dependencia de todas hacia ella, como una jerarquización de lo simple, de lo
sencillo, como la aceptación del hombre en considerar, como máximo título, su título
de hombre, instituido por Aquél, que después mandaría a su Hijo, a restaurar esta
jerarquización con el simplísimo hecho terminado, con primaria violencia, sobre
aquellas maderas cruzadas, y empezado, treinta y cuatro años antes, cuando la más
pura de las mujeres aceptó la Pureza misma, y la hizo carne de su carne al pronunciar
el elemental, sempiterno, y sublime fiat en ese polvoriento atardecer en las colinas de
Nazareth.
Hablamos de Claudia ese día; hablamos un rato, con esa sabia noción de las
mujeres que tienen los hombres que han vivido lejos de ellas, sin ser influenciados
por ese falso matiz de femineidad que adquieren éstas en ese perentorio intercambio
de intimidades; porque nadie entiende más a las mujeres que los maricas, o los
sacerdotes, o los teóricos individuos de los pueblos chicos que para poseer una mujer
pagan sus servicios en algún rancho, o en un prostíbulo, o en el Registro Civil,
quedando saldada entonces esa parte preamorosa en que los hombres y las mujeres se
miran mutuamente como en un espejo, pensando en el efecto que cada uno de ellos
causa en la otra persona, sin tener tiempo entonces de dedicarse más que a la
fascinante tarea de apreciarse a uno mismo.
No sé quién hizo el primer comentario; habrá sido Santander supongo, o algún
otro.
—Es la del otro día, che, se llama Claudia, vieron.
Estábamos sentados, recuerdo, en una de las mesas del bar del hotel; creo que fue
Crespo el que le dijo:
—No está mal.
—¿Qué estará haciendo? —dijo alguien.
—Irá de viaje; seguramente vendrá a pasar días en alguna estancia.
—No, a las mujeres cuando van al campo no les alcanza con una sola valija;
llevan toda su ropa de ciudad, más la ropa de campo, más un montón de ropa vieja
por lo que pudiera pasar.
—Sí —dijo Crespo—. Esta mujer viene por negocios; ha decidido su viaje a
último momento, seguramente es demasiado impaciente para escuchar los consejos
de su abogado y ha venido a cerciorarse ella misma de cómo andan sus cosas. Tal vez
esté en pleito con alguien, no hay nada más incompatible que una mujer y la justicia,
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y a pesar de eso las mujeres creen en la justicia; se olvidan que las madres de los
jueces han sido mujeres.
—No —dije yo—, la Claudia esa no va a ningún lado; seguramente viene de
algún lado; se está alejando de algo, un hombre seguramente; las mujeres saben
manejar las distancias; casi diría que es el arma que Utilizan con más eficiencia.
Seguimos hablando un rato; recuerdo que nos habíamos sentado a las doce porque
recién empezaba el noticioso. En eso Crespo golpeó en la mesa y dijo:
—¡Mi avión!
Me fijé en la hora; eran las doce y nueve minutos.
—Maldita sea la Claudia esta, ¡me ha hecho perder mi avión! ¿Me lleva, che? Si
se ha retrasado en salir puede ser que lo alcance.
—Bueno, vamos; mi coche está afuera.
Cuando llegamos al aeródromo el avión todavía estaba, pero habían cerrado la
puerta y sacado la escalera. Crespo se acercó corriendo, agitando el talonario del
pasaje, pero ya los motores estaban en marcha y todo fue inútil.
Subió lentamente, con su rugir constante, y la metálica y aplomada firmeza con
que el hombre desafía la más primaria de las leyes naturales, y en el cielo muy azul lo
vimos empequeñecerse de lejanía, hasta el momento aquel de la explosión terrible.
Algunos de ustedes seguramente se acordarán del accidente en que murieron los
treinta y nueve pasajeros y los dos pilotos.
Crespo a mi lado, con el pasaje estrujado en su mano quieta, miraba el punto
aquel en el firmamento inmenso, en donde ya la elemental simpleza del infinito
celeste ocupaba el lugar de lo que ya había sido, de lo que ya había pasado, y lo oí
entonces murmurar aquello de:
—¡Dios, carajo, Dios!
Lo dijo paladeando las palabras, con una especie de unción caballeresca, como
alguien que acepta, o reconoce, o simplemente observa la acción de alguien que hasta
ese momento no había considerado, y me dijo:
—Vamos, quiere, che.
No habló durante el viaje de vuelta; lo dejé en su casa y quedó en comer conmigo
esa noche en el hotel.
Murió esa tarde aplastado por un camión arenero en la calle Belgrano antes de
llegar a Ameghino, a la vuelta de la Iglesia, y a dos cuadras de lo de Lola, su querida;
murió en el acto, con la cara hundida en el suelo duro y los brazos abiertos, como
abrazando la tierra que había sostenido su humana presencia durante más de sesenta
años, y que él abandonaba ahora, cinco horas más tarde de lo que parecía que debió
haber sido el momento de su muerte.
Nunca más supe nada de Claudia; quizá ella lea alguna vez estas líneas y se entere
entonces que prolongó durante cinco horas la vida de un hombre. Lo que
probablemente nunca sabrá es lo que hizo este hombre durante esas cinco horas.
¿Quién sabe qué importancia tuvieron para Crespo esos nueve minutos que Claudia
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Holt2 robó de su tiempo? ¿Quién sabe qué importancia tuvieron para nosotros, los
ociosos de la dudad-pueblo esos nueve minutos que también Claudia despojó de
nuestras vidas? ¿Y a usted lector, cuya mano lejana y desconocida sostiene este libro,
y que ha dedicado también unos nueve minutos para leer este relato? Nueve minutos
de su vida limitada. Nueve minutos de su eternidad inmensa.
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EL JUEZ
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ESTABA a pocos pasos del juez, del hombre aquel de mirada baja y manos separadas,
del hombre que lo iba a juzgar, del hombre que iba a decidir, a concretar, ese eterno
equilibrio de su vida turbulenta; porque algo tenía que pasar —lo supo siempre— lo
supo mucho antes de que los guardias aquellos lo detuvieran, después de aquel bravío
forcejeo de lucha, en el patio mismo de la casa esa. Lo supo mucho antes, mucho
antes, en sus años de prófugo, cuando los hombres armados, representantes del orden,
lo buscaban por las calles sucias de los barrios pobres, o en las casas oscuras de
miseria y de noche, o en los campos inmensos de tierra y de distancia. Algo tenía que
pasar —siempre lo supo—; su vida había sido un continuo despojo de accionar ajeno;
había sacado lo que otros habían hecho, había destruido lo que otros habían
concebido, había vivido de la misma muerte, y se había saciado de la misma vida.
Era un hombre de acción, fuerte y valiente, que había estirado un día el brazo
ancho, con la mano férrea, y había apretado la garganta aquella contra la pared
silenciosa de la calle sola. No fue mucho eso, fue su primer dinero, que contó varias
veces en la soledad de su refugio, sobre el piso húmedo de tierra apisonada. Después,
fueron otros, y otros, y otros, y sus manos ávidas de ladrón valiente exprimieron de la
vida el placer curioso del hombre que posee; fue buscado, perseguido, admirado,
protegido; escaló paredes, y forzó ventanas, violentó mujeres en las mismas camas
que maridos ausentes habían calentado. Sus armas eran prontas, lo sabían todos; en
los barrios bajos donde las risas desdentadas de los que nada poseen celebraban las
hazañas del que nada podía sacarles; lo sabían los hombres del estado que lo
buscaban, con sus armas listas en los días largos, los mismos que luego, en las
noches, en las cuchetas alineadas, con el correaje flojo y los pies cansados,
comentaban en voz baja el último de sus golpes, o el conjunto de sus hazañas. Lo
sabían sus compañeros, los hombres de su banda, los que en cuclillas aceptaban,
silenciosos, el reparto desproporcionado del botín de los robos. Lo sabían las mujeres,
de los cuerpos tibios y manos trabajadas, que diluían su vista sobre la olla humeante o
sobre la ropa tendida, ante el pensamiento inquieto de alguna noche pasada en la
compañía fuerte de aquel hombre violento.
Y ahora estaba preso, con las manos sujetas, delante del juez aquel de la mirada
baja y las manos separadas, silencioso y altivo, en la magnitud de la tragedia. No
quiso mirarlo, como si el reflejo de su vida bravía pudiera notarse en su mirada
oscura. Porque algo tenía que pasar —siempre lo supo— porque aquel equilibrio que
él había destruido tenía que pagarlo con alguna moneda, y su misma vida le parecía
escasa después de lo visto en aquella tarde. Porque él había visto mucho en aquella
tarde; había visto hombros fuertes, y espaldas cuadradas de hombres armados, de
uniformes severos, que rodeaban su persona ahora impotente; los había visto
accionar, cumpliendo órdenes que otros hombres lejanos les habían dado, y se vio a sí
mismo tal vez dando esas órdenes, se vio a sí mismo en su vida pasada, ordenando
aquello que todos cumplían, y sus lágrimas secas, de dolor infructuoso, se agolparon
muy ásperas en su voz muy triste.
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Y después dijo aquello al juez aquel de mirada baja y manos separadas.
Y el juez entonces giró la cabeza, y lo miró en la cara, y después le dijo:
—En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
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DALMIRO ANTONIO SÁENZ (Buenos Aires, 13 de junio de 1926 - ibídem, 11 de
septiembre de 2016) fue un escritor y dramaturgo argentino. Se convirtió en un autor
reconocido a partir de la publicación del libro «Setenta veces siete», un premiado best
seller que, al igual que muchas otras obras de su autoría, tuvo su versión
cinematográfica.
Comenzó su actividad literaria tempranamente, y publicó a los 30 años, luego de
viajar en buque por la Patagonia varios temporadas (lugar donde se instalaría por casi
15 años y donde ocurren sus primeros libros de cuentos) Setenta veces siete, que ganó
el prestigioso Premio de la Editorial Emecé y se convirtió en un best-seller, apoyado
en una visión violenta, sexual y de sólidos preceptos y cuestionamientos morales
sobre la religión, que se convertirían en el sello de Sáenz por varios años (Los críticos
coinciden en señalar que un eje religioso atraviesa siempre las historias del autor, ya
sea a través de uno de su personajes, o como en Cristo de Pie donde se ve su
religiosidad en polémica con la religión del establishment, en contraposición con el
diálogo individual que el personaje hace con Dios).
Tiempo después participó de la adaptación del guión para la pantalla grande de dos de
sus historias de Setenta veces siete que se unieron para armar la trama de la película
homónima que dirigió Leopoldo Torre Nilsson (1962).
Luego de este comienzo Sáenz ganó el Premio del Magazine LIFE en español, en
1963, con su libro de cuentos No.
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El mismo año ganó el Premio Argentores (Sociedad Argentina de Autores) con
Treinta, treinta, un cuento planteado a la manera de los western americanos, pero
situado en la Patagonia.
Al año siguiente publicó en la Editorial Emecé El pecado necesario, novela que
luego adaptó para hacer el guión de su versión fílmica, retitulada como Nadie oyó
gritar a Cecilio Fuentes, dirigida por Fernando Siro y ganadora de la Concha de Plata
en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, España (1965).
Luego comenzó a escribir teatro y enseguida fue premiado con el Premio Casa de las
Américas, en Cuba, en 1966 con Hip Hip Ufa luego publicado por la Editorial
Emecé. Luego también adaptado por el autor para el cine con el título de Ufa con el
sexo y la dirección de Rodolfo Kuhn en 1972; y luego nuevamente vuelta a adaptar
junto a Pablo Silva en la pieza teatral retitulada Sexo, mentiras y dinero.
Sáenz entre libro y libro y según sus declaraciones, se tomaba vacaciones literarias,
escribiendo pequeños libros de humor, que tuvieron mucho éxito. Entre ellos, cabe
destacar Yo también fui un espermatozoide en la Editorial Torres Agüero.
Luego comenzó una descripción íntima y detallada del universo femenino, con una
visión sorprendente y original, que se transformó velozmente en best-seller con el
título de Carta abierta a mi futura exmujer publicada por la Editorial Emecé en 1968,
y reeditada varias veces, hasta la versión de 1999. Sáenz es un autor que capta la
esencia de la sensibilidad femenina, personajes a los cuales trata con especial ternura,
dicen los especialistas.
Su siguiente obra teatral Quién yo? publicada en 1969, y reeditada por Gárgola
Ediciones en 2004, fue representada casi sin interrupciones desde su publicación,
convirtiéndose en un clásico del absurdo de la escena teatral argentina. También
trabajó como guionista cinematográfico, escribiendo varios títulos, entre ellos uno
para el actor cómico Luis Sandrini, en el film Kuma-ching bajo la dirección de Daniel
Tinayre.
Cuando sucedió la dictadura militar argentina 1976-1983 Sáenz recibe amenazas de
muerte y debe abandonar el país, hacia el exilio, y luego de una recorrida se instala en
Punta del Este, Uruguay. No escribe durante ese período.
Vuelve a las letras en 1983 con una novela histórica El Argentinazo y gana la Faja de
Honor de la S.A.D.E. (Sociedad Argentina de Escritores) que luego se convertiría en
una obra teatral, en la que trabaja en su adaptación con Sr. Francisco Javier, también
director de la pieza, montada con su grupo Los Volatineros, en el teatro Nacional
Cervantes en 1985.
Luego retoma las historias policiales, ya insinuadas en sus cuentos, con Sobre sus
párpados abiertos caminaba una mosca una nouvelle de 1986, que también da origen
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a una nueva versión teatral de la misma, escrita por Sáenz y titulada Las boludas, que
luego es llevada al cine, y El sátiro de la carcajada basada en hechos reales.
Luego se dedica a investigar, en asociación con el Dr. Alberto Cormillot, los
manuscritos del mar Muerto y la figura de Jesus Cristo. Viajan por Israel, Egipto,
Nueva York, entrevistando personalidades referidas al tema, y todo desemboca en la
publicación del libro Cristo de pie (Editorial Planeta 1995 y 1998).
Sáenz continúa su particular y poética visión de los caudillos argentinos con sus
novelas históricas La Patria equivocada (Editorial Planeta, 1991), Malón Blanco (Ed.
Emecé 1995) y Mis olvidos / o lo que no dijo el General Paz en sus memorias (de
1998, Editorial Sudamericana).
Luego publica Como ser escritor (2004) con algunas fórmulas sobre como escribió
sus mejores cuentos, y la novela Pastor de murciélagos (Gárgola Ediciones, 2005).
Muchos de sus trabajos han sido traducidos y publicados en diferentes idiomas, y sus
cuentos integran numerosas recopilaciones, entre ellas Latin Blood de Donald Yates
(The best crimes and detective stories of South America / Editorial Herder and
Herder New York 1972); o Los mejores relatos patagónicos de Maria Correas y
Cristian Aliaga, Editorial Ameghino Buenos Aires 1988, entre otros.
Vivió los últimos años de su vida en Buenos Aires (Argentina), donde trabajó como
escritor, coordinó un taller literario y también hacía comentarios culturales en
programas de radio, además de escribir artículos en forma free-lance para los más
prestigiosos diarios y revistas.
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Notas
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[1] Presentado al Concurso de la Sociedad Argentina de Escritores. <<
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