Horacio Kalibang o Los Autómatas

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Horacio Kalibang ó los autómatas

Eduardo Ladislao Holmberg

1879

Exportado de Wikisource el 17 de febrero de 2021

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HORACIO KALIBANG
ó

LOS AUTÓMATAS
POR

EDUARDO L. HOLMBERG

BUENOS-AIRES

IMPRENTA DE EL ALBUM DEL HOGAR

Calle Paraná, número 504

2
1879

Á JOSÉ MARÍA RAMOS MEJÍA

Acabas de publicar un libro, delicia de los materialistas,


adeptos de una escuela formidable, que vá derrumbando
muchas informalidades de los que se glorifican de la
estacion bípeda y de cierta tercera circunvolucion en el
lóbulo izquierdo del cerebro.

Te miro, por ello, no ya con el cariño del antiguo amigo,


sinó con el respeto del discípulo, y me glorifico tanto más al
dedicarte, como un homenage, este juguete discutible,
cuanto que pienso en el gran número de los que habrán
escupido los venenos de su alma sobre tus páginas de luz.

Puedes creer en mi sinceridad y leer el Horacio Kalibang


para convencerte. Los que solemos escribir obras de este
género no dejamos de dar á alguno de los personajes
siquiera sea un rasgo de nuestro propio carácter.

EDUARDO LADISLAO HOLMBERG.

Buenos Aires, Enero de 1879.

HORACIO KALIBANG

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o

LOS AUTOMATAS

I.

—.... Es completamente falso,—dijo el Burgomaestre,


llevando á sus lábios la copa verde, en la que su sobrino
acababa de servirle el delicado vino del Rhin.

—¿Y lo creis fuera de los límites de lo concebible?—


preguntó Hermann, con malicia.

—Lo concebible! lo concebible! todo es concebible,


sobrino, pero no todo es posible.

—Así he oido decir más de una vez; pero desde que conocí
el hecho, con su aterradora realidad, he llegado á
comprender que existen fenómenos extraños, que la ciencia
humana no explica y que talvez no podrá nunca explicar.

—Tu opinion no es más que la de un niño de escuela.

—Mi tio!

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—Y qué? ¿Te imaginas, por ventura, que pueda ser otra
cosa? ¿Qué, sinó un mequetrefe, es el que niega las
verdades reveladas al hombre por su contraccion y
aplicacion incesantes al estudio de la Naturaleza, aceptando
una necedad, como la que acabas de manifestar? ¿Crées,
acaso, que mis canas son de ayer? ¿Has pretendido
sospechar que hablas con un religioso, fanático, que vá á
admitir tus preocupaciones á título de creencias ó de fé? Nó,
Hermann, nó; estás muy equivocado. Pero ¿porqué no
sirves al Mariscal? Y tú, Luisa, ¿has perdido el paladar,
despues de lo que has oido? Kasper, pásame aquel jamon.
Capitan! Rhin?

—Gracias; estoy servido ya.

—Mariscal ¿una tajada de jamon? Excelente, mi Mariscal;


es del mejor que se fabrica en Pomerania, con pechuga de
ganso.

El Burgomaestre tenía razon. Era aquel un bocado


exquisito, que todos juzgaron con rigor, sin poder llegar á
otro resultado que el de declarar que era exquisito, con lo
cual puede afectarse igualmente á una linda mujer y á un
rico jamon de Pomerania.

Razon tendrá el lector, y mucha, para quejarse por la


extraña introduccion que me he permitido regalarle, antes
de haberle presentado á Horacio Kalibang, con todo la
solemnidad que el personaje y el lector merecen; pero no

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era posible comenzar de otra manera, porque al penetrar en
el recinto en que aquella conversacion se desarrollaba, en
ese mismo momento, desmentía el Burgomaestre Hipknock
á su sobrino el Teniente Hermann Blagerdorff, y, fiel
retratista, no he podido hacer otra cosa que tomar, sin
antecedentes, las palabras consignadas.

II.

Aunque hay personas de mala voluntad que sostienen que


mi pariente y amigo, el Burgomaestre Hipknock, lleva este
nombre, debido á la circunstancia de haberse atragantado
con un hueso, uno de sus antepasados, en tiempo de Cárlos
V, sostengo que es falso, aunque no tengo interés en
demostrar lo contrario.

Luisa, la hija de mi pariente, cumple hoy quince años. Es


una preciosa criatura, muy parecida á las lindísimas
muñecas que fabrican en Nüremberg, mi ciudad natal. Con
esto he dicho todo. Sus ojos de cielo tienen ese candor de la
inocencia sin límites; su cabellera de oro cae en rizos á los
lados de sus mejillas, rosadas como una aurora, y frescas
como la hoja de una lechuga, y sus lábios, cual esas guindas
de la Selva Negra, no sé qué reminiscencia despiertan en el
paladar, á tal punto que algo húmedo se extremece y se
desliza por el ángulo derecho de la boca.

Quince años! La edad más deliciosa para una mujer, porque


no obstante tener ya en punto ese inconsciente que

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llamamos corazon humano, su cabeza goza del más etéreo y
divino de los vacíos.

Quince años! la edad en que nó se piensa en nada, so pena


de pensar en algo ménos.... y sinembargo, no hay cosa que
más preocupe, despues de los veinte. ¿Porqué? Misterios
insondables del endurecimiento de aquel inconsciente y de
los huesos.

Apesar de todo, la hija de mi pariente no es un hongo. Sus


manos de algodón saben fabricar unos pastelitos con
almibar por fuera, y manzana por dentro, tan ricos y tan
incitantes, que hacen honor al hueso que nó se tragó el
antepasado de su padre.

Para festejar su natalicio, el Burgomaestre ha reunido una


concurrencia de buen apetito. Opina, como yo, que la mesa
moderna tiene muchas piruetas y poco jugo; que no hay
vino como el del Rhin, y que el jamon es excelente cuando
no es de mala calidad. Así es que, al entrar en el comedor,
me he detenido un momento en el umbral, para observar el
cuadro que la familia y los amigos presentan.

En la cabecera de la mesa está sentado mi pariente; á su


derecha, Luisa, vestida de blanco, con lazos azules; frente á
ella, su primo Hermann, que la mira con toda la ferocidad
de un Teniente enamorado con consentimiento del Mariscal
Vogelplatz, sentado junto á Luisa, y deseando comulgar con
el Teniente.

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El Mariscal es un personaje tremendo: tiene todo el color y
temperatura de un sol poniente, en la nariz,—y en el
vientre, todas las dimensiones de un elefante bien educado.
Engulle como un Palmípedo y bebe como una tromba. El
Capitan Hartz, el Párroco de la aldea, Kasper, Secretario del
Burgomaestre, y su esposa, el Maestro de escuela, y el
Director de la parada más próxima, con su señora, y, frente
al dueño de casa, su compañera.... he ahí el conjunto
brillante, reunido en casa del Burgomaestre.

Mi asiento no ha sido ocupado, y sólo consigo que nadie se


mueva del suyo, tomando rapidamente aquel.

—Vamos, Fritz,—me dice mi pariente, sonriendo con aire


burlon—al fin, eh? ya creía que te quedabas rascando
miserablemente ese violoncello infame, que te dá todo el
aspecto de un zapo sentimental, cuando te sientas á su lado.

—Está visto, pariente, que Vd. se empeña en detestar la


música.

—Déjate de músicas, Fritz; la música no significa nada.


Miro, esto es lo positivo, lo sólido, lo que puede digerirse
bien, y esto! pásame tu copa, esto es Liebfrauenmilch, la
mejor marca del Rhin, la gloria de Alemania y de los
paladares como los de los Dioses.

—Muy bueno está; pero veo que he interrumpido uno


conversacion interesante, talvez, y no quisiera....

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—Nada de eso; es una de tantas preocupaciones de mi
sobrino.

—¿Cómo así?

—Figúrate que pretende convencerme de que un hombre


puede perder su centro de gravedad: já! já! já!

—Y porqué nó? si se le colocara, por ejemplo, en el punto


en que se neutralizan las atracciones de la Tierra y de la
Luna.

—Ni he pensado en tal cosa,—interrumpió el Teniente


Blagerdorff—¿no conoce Vd. á Horacio Kalibang?

—Un personaje de nombre muy parecido figura en La


Tempestad de Shakespeare.

—Eso es escaparse por la tangente,—observó el Mariscal,


tragando con facilidad un enorme bocado;—¿conoce Vd. á
Horacio Kalibang, el hombre que ha perdido su centro de
gravedad? Sí ó nó...

—Nó, señor Mariscal, ni espero conocerle.

—Es un prodigio de la fantasía de Hermann. Vamos!


coliflor y asado—eres un mentecato, sobrino; sirve vino al
Mariscal. Luisa, atiende, hija mia, al Sr. Mariscal. Capitan!
¿quiere Vd. pasarme ese pollo que, no obstante la accion

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del fuego, salta en la fuente, como si tambien hubiera
perdido la gravedad? Fritz bebe, hijo, bebe.

—Gracias, pariente; no quisiera parecerme á Horacio....

—El Señor Kalilbang!—interrumpió uno de los criados,


entrando, espantado, en el aposento.

—Adelante! adelante!—exclamó el Burgomaestre,


poniéndose de pié, como ya lo estábamos todos, y
dejándose caer luego en un sillon, cual si una bala le
hubiera herido los pulmones.

Pero no había nada de eso.

El personaje que se presentaba en escena podría tener cinco


pies de altura, es decir 1 metro, 443 milímetros y formas
proporcionadas. Su rostro carecía completamente de
expresion, y al verle, se diría que acababa de salir del molde
de una fábrica de caretas. Ni un solo movimiento de los
párpados revelaba las sensaciones que determina el cambio
de luz, ó la variacion de las imágenes. Sus pupilas no se
alteraban con el punto de mira; eran como las de esos
retratos que fijan al frente y que tanto pavor causan á los
niños que por primera vez los observan.—Eran la expresion
del plano en el relieve.

—Muy buenas noches, señoras y caballeros,—dijo, mirando


simultáneamente á todos.

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—Excelentísimas las pase Vd., Sr. Kalibang,—balbuceó mi
pariente el Burgomaestre, al ver que los lábios del recien
llegado se movian de idéntico modo al pronunciar cada una
de las sílabas de aquellas palabras,—tome Vd. asiento.

—Gracias; como carezco de peso, cualquiera posicion me


es igual.

En aquel momento, sólo había dos rostros que no


manifestaran el más profundo terror: el del Teniente
Blagerdorff, y el de Horacio Kalibang. El primero brillaba
con el relámpago de la victoria; el segundo tenía estampada
la eterna sombra de la indiferencia. Yo no me cuento.
Kalibang hizo un movimiento con el brazo derecho, y al
instante su cuerpo se inclinó de tal manera, que la línea de
gravedad cayó á medio metro de sus pies.

—Imposible!—exclamó el Burgomaestre;—esto está fuera


de todas las leyes físicas.

—A no ser que . . . . insinuó Kasper.

—Que. . . que . . . á no ser que seas tan mentecato como mi


sobrino.

—Mi tio!

—Calla, Hermann,—dijo Luisa, haciéndole un gesto que


dominó al Teniente.

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—A no ser—repitió Kasper,—que el señor Kalibang sea
hueco, ó lleve piés de platino.

—Qué?

—Opino así, porque teniendo el platino un peso específico


de 21, puede servir de resistencia á la gravedad del cuerpo,
en una inclinacion de este grado, teniendo en las piernas
bastante energía para no ceder.

—No digas tal cosa, Kasper..... el Selior Kalibang nos ha


declarado, al ofrecerle asiento, que, careciendo de peso,
cualquier posicion le es igual.

—Señoras y caballeros, muy buenas noches;—ya ven


ustedes que no soy un mito.

Y girando sobre uno de los talones, el Señor Kalibang se


retiró, inclinado de la misma imposible manera.

El Mariscal había perdido el apetito, no obstante tocar á los


postres, y los demás concurrentes, excepto Hermann y yo,
guardaban el más extraño silencio y revelaban el más
estúpido pavor.

—¿Sabes lo que es eso, Hermann?—pregunté al Teniente.

—¿Si lo sé? vaya si lo sé!—es lo más estupendo que puede


verse; la maravilla mayor entre todos los fenómenos;
¡perder la gravedad!

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Sonreí.

—Y qué indiferencia á toda opinion—dijo entre dientes el


Burgomaestre.

—Y qué mirada!.... —agregó Luisa.

—Parece un buho!—dijo uno.

—Dos buhos!—insinuó otro.

—Aquel preludio no me desagradaba; porque semejantes á


los pajarillos que se despiertan entre sí, cuchicheando
ocultos por las hojas, al despertar el alba, los dueños de casa
y sus invitados parecían animarse mútuamente, despues de
un instante de terror, que había durado un minuto tan largo
como un siglo.

—Yo sabré quién es Horacio Kalibang;—entre tanto,


Mariscal, terminemos lo casi terminado. Vino! vino! café!
ea, muchachos, no dormirse.

Brille en la copa el vino transparente


Y á raudales difunda la alegría.....

—Vé Vd., pariente, cómo no hay contento posible sin


música? Vd. mismo nos dá el ejemplo.

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—Son emociones, Fritz, emociones de otro género, que se
traducen en notas destempladas. No sé si me comprendes,
pero ya sabes que el exceso de impresion tiene que
transformarse de algun modo. Yo canto, aquel rie, otro
llora.....

—Yo tiemblo....

—Yo como.....

—Yo bebo vino del Rhin, y amo la música porque sí;.... el


bien por el bien..... la música por ella..... ¿qué significa la
música? no sé, ni me importa saberlo.... vino aqui!..... se
canta y se goza—

—Yo miro á Luisa....

—Pero el Teniente no se escapa á mi mirada,—agregó el


Mariscal, destellando un crepúsculo encendido.

—Las penas mayores,


Los hondos quejidos,
Los pechos dolientes,
Se curan, se acallan, se borran con vino.

—Bravo!

—Otra!

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—Bis!

—Horacio Kalibang! otra! bis! el hombre que ha perdido la


gravedad.... ea! sois todos unos mentecatos.

Y tomando el sombrero y el baston, el Burgomaestre salió


precipitadamente del comedor.

Un momento despues, me retiré tambien, pensando que no


es necesario llamarse Horacio Kalibang para perder la
gravedad.....

III.

Para que el lector pueda apreciar la conducta de mi primo,


el Burgomaestre Hipknock, es necesario que me permita
hacerle su retrato moral en dos plumadas.

El Burgomaestre es uno de aquellos hombres que siguen


con toda su alma los progresos del materialismo en
Alemania. No crée en Dios, ni en el diablo; está
excomulgado hasta la quinta generacion y asegura que nada
pierde ni gana su raza con semejante regalo. Es un hereje,
un condenado, un miserable, un canalla, un estúpido, un
ignorante y todo lo que la indignacion irracional puede
sujerir á sus enemigos, que tales blasfemias le envian desde
las sombras del incógnito.

Pero todos los que hemos tratado al Burgomaestre sabemos


que tiene un carácter incomparable..... insisto, tiene un
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carácter—es el mismo en presencia de Emperador y en
presencia de sus amigos.

Incapaz de cualquier indignidad, practica el bien en todas


sus formas y asegura, no sé por que razon, que su mayor
gloria es la de tener tantos enemigos, á los que, por cierto,
no conoce ni de vista. Pero, en cambio, sus amigos son
numerosos, y tanto más sinceros, cuanto que no necesitan
de él, ni él de ellos. Si ataca, lo hace á cara descubierta,
porque no es un cobarde, y si alaba, jamás lo hace con
intencion de lucrar. Lo que ha dicho una vez, lo ha dicho
porque tal era su opinion, y si esta se modifica, es por la
fuerza de las razones, jamás por un capricho.

No aspira á los altos puestos, porque no sabe qué haría en


ellos; comprende que en la lucha por la vida todo sacrificio
voluntario reclama recompensa doble y como vive contento
y feliz con lo que tiene, su límite está en ello. Jamás diría al
pueblo congregado lo que no fuera su opinion, y tendría un
verdadero disgusto en tener que decir del pueblo lo que no
había dicho al pueblo. En ninguna de las ceremonias, en
que ha tomado la palabra, se ha apartado nunca del centro
en que gira todo su anhelo para la humanidad. El trabajo sin
descanso—dice—es el azote de los tiranos. Trabajad, pues,
y sereis libres y felices.—Y cuando algun amigo le ha
pedido su opinion respecto de gobierno, no ha vacilado en
contestar:—Los pueblos se forjan su gobierno—No hay
mas derecho divino que el del pueblo; los pueblos tienen,
pues, el gobierno que quieren ó el que merecen. Como la

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Providencia es un mito, no se preocupa de ningun pueblo.
Todas las formas de gobierno son buenas, cuando los
gobernantes no son unos tontos, pero hay congregaciones
que prefieren á tales gobernantes, para pantallas de sus
maquinaciones.

No ama la demolicion cuando no sabe qué construir sobre


las ruinas formadas, ni cuando no vá á mejorar una
situacion.

Por eso no ha querido, tomar parte, jamás, en propaganda


alguna de cuestion religiosa. Es materialista por la fatalidad
de las razones, pero no crée que exista pueblo alguno ateo,
ni que deba ó pueda existir.—Las sociedades científicas—
dice—tienen derecho de ser la razon; el pueblo no tiene más
derecho que ser el sentimiento; para el sentimiento, hay
Dios; para el sentimiento, hay un alma inmortal.

Hipknock figura en las listas de sócios de numerosas


corporaciones ilustradas de Europa y de América, lo que
prueba que sus enemigos se equivocan. Los sábios que de
cuando en cuando pasan por el pueblo, le visitan con placer,
porque es ilustrado, y lo que es más, incansable para
resolver una duda. La ataca de mil maneras, la comprime, la
estudia, la estruja, y en este combate, que en muchas
ocasiones ha dado á otros, como resultado, una triste
pérdida de tiempo, el Burgomaestre sale siempre victorioso.
No cuadrará jamás el círculo, nó porque sea ó nó cuadrable,
sinó porque está persuadido de que perdería su tiempo, que

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puede dedicar á sus obligaciones oficiales, á su familia que
ama, ó á sus tareas científicas.

En su lenguaje, en el seno de la intimidad, suele morder,


pero jamás hiere, porque estima, y cuando estima, es franco.
—La franqueza—dijo un dia á su antiguo amigo el viejo
Mariscal,—es el cañon del alma. Se puede ser charlatan sin
ser franco, como se puede ser callado é indiscreto, ó
charlatan y discreto. Hablar mucho, no es decir algo: á
veces se habla para no decir.

Este es, en pocas palabras, mi primo el Burgomaestre. El


lector puede seguir, de un modo lógico, todo el
desenvolvimiento de aquellas ideas fundamentales, ligadas
íntimamente para formar su carácter.

Ahora comprenderá tambien por qué razon se retiró mi


primo, del comedor, de una manera tan brusca. Iba á
resolver una duda. Iba.

IV

La noche estaba oscura y una llovizna tenuísima acariciaba


el rostro de los transeuntes.

Por la calle de X.... dos indivíduos caminaban en direccion


á la Plaza de Federico el Grande.

Detrás de ellos, y á distancia suficiente para no perderlos de


vista, un hombre de cierta edad se dirijía hácia la misma
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plaza que ellos. Cualquiera, al verle, hubiera dicho que era
indiferente á los dos que le precedian; pero un fisonomista
habría reconocido, en su semblante, todos los signos que
revelan el observador en observacion. Sus ojos fijos y en
parte velados por las cejas, los lábios apretados, cual si
creyera que sus investigaciones podian escaparsele en
palabras indiscretas, la cabeza algo inclinada y de cuando
en cuando un movimiento convulsivo de los dedos, entre la
barba, no podian expresar otra cosa que lo que en realidad
había.

De pronto se detuvo, apartándose un tanto para no ser visto,


al observar que los que le precedian se acababan de detener.
Uno de ellos sacó con cautela el sombrero de la cabeza del
otro, lo colocó en uno de sus bolsillos, y, llevando ambas
manos á la cara del segundo, pareció sacar algo pequeño de
ella, y examinándolo con cuidado, prorumpió en una
maldicion formidable, gue hizo extremecer al observador.

—Donnerweter!—exclamó—Ich habe ihn jetzt gefunden..


(Rayos y centellas, ya lo encontré!)

Sacó entónces del bolsillo otro objeto pequeño y,


colocándolo en el cuello de su dócil acompañante, hizo los
movimientos que hubiera hecho al dar cuerda á un reloj.
Terminada la operacion, guardó la presunta llave.

Llamemos Oscar Baum al de la maldicion y guardemos en


silencio, por un momento, el nombre del otro.

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A los pocos pasos, volvieron á detenerse.

Oscar Baum dijo algo al oido de su compañero, y este


repuso:

—Muy buenas noches, señoras y caballeros.

El observador oculto dió un salto en la oscuridad.

Pero lo que este no había observado, era que el que acababa


de hablar llevaba el cuerpo inclinado hácia adelante, de tal
modo que cualquiera, al pasar á su lado, le habría
adelantado la mano ó el brazo, para que no cayese, si no
hubiera sabido de quién se trataba.

Un nuevo movimiento de Baum arrancó al otro estas


palabras: —Gracias; como carezco de peso, cualquier
posicion me es igual.

—Horacio Kalibang!—murmuró el observador.—Horacio


Kalibang, ya sé que no eres más que un autómata!—y
satisfecho de aquella observacion, cambió de rumbo y se
encaminó á su casa.

El Burgomaestre Hipknock volvía vencedor.

Ya sabía quién era Horacio Kalibang.

V.

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El Burgomaestre acababa de levantarse.

El velo de la incertidumure había desaparecido de su


semblante, ya risueño.

—Hum! es hábil el artista. Veamos ahora qué se propone.

Y en aquel momento, cual si las circunstancias se reunieran


para satisfacer su curiosidad, un criado entró en el aposento,
trayendo una carta.

Hipknock abrió el sobre y leyó:

—«Señor Burgomaestre Hipknock.

«Establecido en este pueblo, desde hace dos dias, con el


objeto de trabajar más tranquilamente que en Berlin, me
tomo la libertad de invitar á Vd., para las 2 de la tarde, á
esta su casa, calle X..... donde tendré el honor de hacerle ver
mis obras.

«Fabricante de autómatas, desde hace algunos años, los


últimos descubrimientos de Eddison han herido mi amor
propio nacional, estimulándome á dirijir mis
investigaciones en un sentido difinitivo: estoy en vísperas
de fabricar un cerebro con funciones propias.

«Conociendo, como conozco, las ideas filosóficas y la


ilustracion del señor Burgomaestre, he creido que á nadie

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mejor que á él podría pedir un juicio sobre algunos de mis
trabajos.

«Saluda al Señor Burgomaestre, con su mas alta


consideracion:

Oscar Baum
Fabricante de autómatas.»

—Hola! Señor Baum, y Vd. había sido el desconocido de


anoche, eh? Muy bien; veremos sus autómatas. ¡Y Kasper
habrá salido con la suya? Y qué dirá mi sobrino el Teniente
cuando lo sepa?—Dirigiéndose entónces al criado, le dijo:
—Corre á casa de Fritz y dile que le espero á almorzar;
agrégale, tambien, que es necesario que venga, aunque se
esté muriendo.

El criado salió y el Burgomaestre quedó solo, entregado á


sus reflexiones, las que, por cierto, no eran muy favorables,
ni á los espiritualistas, ni á los clericales.

—Donnerweter! dijo repitiendo las palabras que había oído


á Baum, en la noche anterior,—Ich habe ihn jetzt gefunden.
Hé ahí lo que vamos á grabar en una lámina de oro, si el
fabricante de autómatas dice la verdad.

VI.
—Muy buenos dias, pariente—dije al ver á Hipknock, en el
comedor de su casa, momentos despues;—¿qué
acontecimiento motiva esta llamada?
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—¿Qué acontecimiento? lee esta carta.

Y entregándome la de Baum, la leí agradablemente


sorprendido, segun juzgó mi pariente: primero, por el
anuncio de una obra tan grande como era la fabricacion de
un cerebro, y segundo, porque yo bien sabía que Horacio
Kalibang no era sinó un autómata; no pudiendo explicarme,
por cierto, cómo había pasado ello desapercibido para mi
primo.

Despues del almuerzo, conversamos largamente sobre los


últimos descubrimientos de los fisiologistas, y llegamos al
resultado siguiente:—Si Oscar Baum, para muchos, ha
emprendido un desatino, para pocos, no puede negarse que
las probabilidades de éxito se encuentran á su favor.

A las dos de la tarde, el Burgomaestre, á quien acompañaba


yo, entraba en casa de Oscar Baum.

—Está el Sr. Baum?—preguntó á un individuo alto que


salió á recibirnos.

—Pase Vd. adelante, señor Burgomaestre.

—Esa no debía ser la respuesta,—dijo Hipknock,—somos


dos.

—Pariente, ¿no vé Vd. que es un autómata? Esa respuesta


prueba, por lo menos, que Vd. era esperado solo.

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—Entónces estoy ciego, porque no he podido reconocerlo.

Al entrar en el salon, un indivíduo rúbio, con anteojos


azules, se levantó de una silla, en la que estaba sentado, y
dirigiéndose al Burgomaestre, le extendió la mano.

—El Sr. Burgomaestre Hipknock?—preguntó.

—Para servir á Vd. ¿Es con el señor Baum con quien tengo
el honor de hablar?

—El honor es para mí, caballero. Me he tomado la libertad


de invitar á Vd., porque antes de lanzar al mundo mis obras,
deseo conocer la impresion que le causan.

—Terrible, Señor Baum, terrible! Horado Kalibang me ha


producido toda la ilusion de un hombre vivo, y, á no ser por
una circunstancia especial, aún guardaría su misterio.

—Horacio Kalibang es el más imperfecto de todos, pero


llama mucho la atencion, porque camina fuera del centro de
gravedad.

—Nada más que por eso?

El Señor Baum guardó silencio.

Sus ojos hicieron una revolucion en las órbitas, sus lábios se


apretaron, sus brazos cayeron inertes, mientras que una de

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sus piernas, por no sé qué movimiento de resorte, se
desprendió de su cuerpo y cayó al suelo.

El Burgomaestre dió un salto sobre su asiento.

Por mi parte, prorumpí en una carcajada tremenda. Mi


pariente no había reconocido que conversaba con un
autómata. Verdad que está ya algo corto de vista.

—Donnerweter!—dijo una voz, en la pieza inmediata, cual


si la ira le hubiera arrancado aquella expresion poco
amable, y abriéndose una puerta, el Burgomaestre vió
aparecer otro indivíduo, idéntico al que acababa de
deformarse, que acercándose á mi pariente, le dijo:

—Disculpe Vd., señor Burgomaestre, esta segunda libertad


que me he tomado, de hacerme representar por un
autómata: pero no dudo que ya lo estaré, porque la
excelencia de la obra, rápidamente construida, es una
garantía de mi respeto por Vd.

—Está Vd. disculpado.

—La mecánica, Señor Burgomaestre, es una ciencia sin


límites, cuyos principios pueden aplicarse no sólo á las
construcciones ordinarias y á la interpretacion de los cielos,
sinó tambien á todos los fenómenos íntimos de la materia
cerebral.

—Es mi opinion.
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—Qué es el cerebro, sinó una gran máquina, cuyos
exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y
mil veces transformados? ¿Qué es el alma, sinó el conjunto
de esas funciones mecánicas? La accion físico química del
estímulo sanguíneo, la trasmision nerviosa, la idea, en su
carácter imponderable é intangible, no son sinó estados
diversos de una misma materia, una y simple en sustancia,
inmortal y eternamente indiferente, al obedecer á la
fatalidad de sus permutaciones, que producen un infusorio,
un hongo, un reptil, un árbol, un hombre, un pensamiento,
en fin.

—Todo eso está muy bueno, Señor Baum; pero yo deseo


ver sus autómatas, porque se hace tarde. Soy materialista, y
sus palabras no me causan espanto ni novedad.

El Señor Baum se puso de pié y dirigiéndose á la puerta,


llamó á un criado.

—Avise Vd. á los maquinistas, que el Señor Burgomaestre


desea que comiencen las manifestaciones.

Al instante una de las paredes del aposento se elevó como


un telon, y vimos, frente á nosotros, una gran sala, en lo que
no faltaba nada: caballetes, pianos, flautas, fusiles, espadas,
libros, etc.

El Sr. Baum volvió á tomar asiento.

—Música!..... Baile!
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—Fritz! vas á salir tú de autómata,—me dijo el
Burgomaestre.

Sonreí, porque aunque fuera cierto, mi pariente no sabía la


que le estaba pasando.

Y así fué. Uno de los autómatas, con un violoncello en la


mano izquierda y una silla en la derecha, se sentó en medio
del salon; pero, lo que más agradó á mi primo, fué que su
cara y su cuerpo eran mi propio retrato.

El músico ejecutó con maestría una preciosa introduccion,


despues de la cual, un pianista le acompañó de tal modo,
que no pudimos menos de aplaudir.

Un tercer autómata se acercó al piano, y dando vuelta una


de las hojas del libro, la música continuó, agregando el
canto,—y tan hermosa fué la pieza que ejecutaron, que mi
tio no sabía cómo expresar su admiracion, al Señor Baum,
que se mantenía callado.

Los músicos se retiraron.

En su lugar aparecieron dos hermosas niñas que, con traje


de ilusion y guirnaldas de flores, bailaron con tal gracia y
soltura El despertar de las Hadas, que músicos invisibles
producian, que yo mismo tuve tentaciones de lanzarme en
medio de ellas para acompañarlas. Se retiraron.

—¡Duelo! dijo el señor Baum.


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Dos gallardos jóvenes entraron al salon, por puertas
opuestas, y despues de saludarse, cruzaron sus armas, y
luego se detuvieron un momento.

—Era tu destino morir en mis manos.

—No tal, que la herida no es cierta en tus armas.

—¿Cobarde me has dicho?

—¿Cobarde? no debes cambiar mis palabras.

He dicho y repito:—las iras te ahogan, te ciega la rabia.

—Defiende tu pecho.

—Jó! jo! que en el tuyo te hundo tu espada.

Y desarmando á su adversario, al decir estas palabras, tomó


el arma que acababa de caer y le cortó una oreja.

—Basta! basta!—exclamó el Burgomaestre—no puedo


permitir que continúe; primera sangre!

Los autómatas se pusieron de pié y haciéndonos un saludo,


se retiraron del brazo.

—Pintura!—dijo Baum.

Dos manequíes desnudos penetraron al taller.

28
Uno de ellos llevaba, en la mano, paleta con colores,
pinceles y tiento, y sentándose frente al caballete, ya pronto,
comenzó á copiar á su compañero, con toda la precision de
un artista consumado. Terminado el cuadro, salieron del
taller.

—Si estos son autómatas, es necesario confesar que no se


diferencian mucho de nosotros,—dijo Hipknock.

—Si el señor Burgomaestre me permite,—observó Baum,


—yo invertiría la proposicion.

No cansaré á mis lectores con la enumeracion de los


diversos cuadros que allí presenciamos: batallas,
parlamentos, academias, paseos, bailes, escenas amorosas,
cuadros místicos, etc. etc., todo se presentó á nuestra
admiracion, con ese tinte especialísimo de verdad, que sólo
revisten las grandes obras de los grandes maestres.

Próximos á retirarnos, el Burgomaestre, sonriendo de


placer, más por hallar una especie de confirmacion á la
Teoría del inconsciente de su amigo Hartmann, que por lo
que había presenciado, dijo á Baum:

—Pero observo que ha faltado un cuadro de familia.

—Si el señor Burgomaestre lo permitiera, la propia suya


aparecería al punto.

—Como Vd. guste.


29
Y haciendo una seña, el salon se empezó á llenar de
autómatas que, sentados luego alrededor de una mesa,
desarrollaron, ante los ojos estáticos del Burgomaestre, la
mismísima escena de la noche anterior, con los mismos
movimientos y las mismas palabras de la discusion sobre
Horacio Kalibang, que entró un momento despues, y
pronunció las palabras que todos le habían oido.

Mi pariente no pudo ménos de soltar una carcajada cuando


vió á su propio autómata hacer un gesto de espanto, al
entrar Kalibang, y llevando la mirada al autómata de Luisa,
dijo:

—Pero observo, señor Baum, que mi hija mira demasiado al


Teniente Blagerdorff, mi sobrino.

—El señor Burgomaestre notará tambien que su sobrino no


paga con moneda falsa.

—Pero eso.....

—Dejarían de ser autómatas, señor Burgomaestre, si


alteraran un solo pasaje.

El Burgomaestre se puso de pié, talvez para manifestar al


señor Baum su indignacion, de una manera positiva, cuando
este echó á correr hácia la mesa, y trepándose sobre ella, se
desarticuló uno de los brazos y lo lanzó sobre la cabeza del
Burgomaestre autómata, que, incitado ante aquel
atrevimiento, pronunció estas palabras:
30
—Donnerweter! Ich habe ihn jetzt gefunden. Hé ahí lo que
vamos á grabar en una lámina de oro, si el fabricante de
autómatas dice la verdad; las mismas que había dicho, en
esa misma mañana, cuando recibió la carta de Oscar Baum.

Una escena terrible tuvo lugar entónces y comprendiendo


mi pariente que era inútil luchar con aquellos muñecos
feroces, me dijo:

—Fritz, es necesario retirarnos, pues no sabemos hasta


donde puede llegar la habilidad de estos energúmenos. Ahí
quedamos, batiéndonos en descomunal batalla. Si son ellos
los autómatas ó si lo somos nosotros, nó lo sé; pero te
aseguro que cantan, bailan, gritan, saben y se baten con una
habilidad tal, que más parece natural que de resortes.

Y ya nos retirábamos, cuando un autómata, más alto y


fornido que los otros, se acercó á la mesa y gritó:

—Basta, señores! soy el más fuerte y tengo la razon;—si


alguno de vosotros me la niega, le partiré el cráneo, aunque
la tenga. No soy solamente el más autómata, soy la
humanidad entera y cuando la humanidad habla con la
fuerza, la razon es el más despreciable de los juguetes de
niños.

Aquel autómata era un bestia!... pero si era un autómata!

La calma reinó en el salon.

31
—Ahora, señor Burgomaestre Hipknock, ¿tiene Vd. alguna
duda respecto de la habilidad de nuestro constructor?—
preguntó.

—Ninguna, señor, ninguna.

—Tiene Vd. alguna pregunta que hacer?

—Oh! si!.... ¿hace mucho tiempo que se han fabricado estos


autómutas?

—Mucho!

—Y están todos aquí?

—Nó;—hay algunos miles de ellos que andan rodando por


el mundo. Cuando se les acabe lo que Vds. llaman la
cuerda, y que nuestro constructor llama su habilidad,
volverán á recibir nueva fuerza y entónces, señor
Burgomaestre, entónces.... buenas noches.

Mi tio y yo nos miramos. Era lógico.

Entónces... entónces..... nos retiramos, complacidos de las


maravillas de que habíamos sido testigos, y terriblemente
desagradados con estos pensamientos:

—¿Será Fritz un autómata?—el Burgomaestre

—¿Será el Burgomaestre un autómata?—yo.

32
Al llegar á casa del primero, me despedí de él.

—¿No nos acompañas á comer, Fritz?

Pero yo ya estaba léjos.

VII
Poco tiempo despues, la casa del Burgomaestre Hipknock
se llenaba de gente, para festejar un gran día de familia.

El ya capitan Herman Blagerdoff unía, á sus destinos, los de


la Señorita Luisa Hipknock.

Era muy natural.

Habían leido Werther y se amaban.

Cuando dos jóvenes alemanes ó de cualquiera nacionalidad


sé aman, aunque hayan leido ó nó el Werther se casan ó no
se casan; sólo, sí, que hay que notar esto: cuando se van á
casar, nunca se preguntan si son autómatas ó nó.

—Todos vienen, ménos Fritz—¿dónde estará Fritz?—se


preguntaba el Burgomaestre, haciendo un gesto de
desagrado.

Cuando se sentaron á la mesa, Hipknock, de pié aún, dijo en


tono solemne:

33
—Amigos mios! permitidme una pregunta: ¿hay entre
vosotros algun autómata? decídmelo, por favor!

Todos se miraron entre sí: los unos porque no sabían lo que


era un autómata; los otros porque lo sabian demasiado.

—Y Fritz? ¿Porqué no ha venido Fritz?

Nadie lo sabía.

Horacio Kalibang entró á los postres y entregó al


Burgomaestre una carta de Fritz.

Decía así:

—«Mi querido primo, Burgomaestre Hipknock.

«Hermann se me ha anticipado en el corazon de Luisa—no


importa—tengo su autómata, que me amará perpétuamente,
sin cambio, ni mudanza, porque será mi amor grabado de
un modo indeleble en las respuestas sinceras de sus
resortes. Que sean felices, serán mis votos. Te he
acompañado como autómata durante la noche en que,
reunidos en tu casa, celebrábamos el natalicio de Luisa;
como autómata he ido contigo, al dia siguiente, á la fiesta
de Oscar Baum. Oscar Baum, soy yo: no te espantes,
pariente. Ya sabes que Horacio Kalibang es un autómata,
tambien. Cuando Luisa tenga hijos, esa máquina humana
les enseñará, con métodos especiales, todo lo que deban
aprender. Para ella lo envio, es un regalo de boda. Aunque
34
con forma de hombre, es un libro. Es el único ser á quien se
le debe confianza. Soy bastante grande, noble y rico para
que me creas poderoso. Tú has sido testigo. Tengo el
mundo en mis manos, porque lo manejo con mis autómatas.

«Cuando, sumerjido en el torbellino de la política,


encuentres algun personaje que se aparte de lo que la razon
y la conciencia dictan á todo hombre honrado..... puedes
esclamar: es un autómata!

«Cuando, sumerjido en las grandes batallas del


pensamiento, tu adversario científico llame en su apoyo los
misterios de la fé, puedes exclamar:.... es un autómata!

«Cuando veas un poeta que te pinta lo que no siente, un


orador que adula al pueblo, un médico que mata, un
abogado que miente, un guerrero que huye, un patriota que
engaña, un ilustrado fanático y un sábio que rebuzna....
puedes decir de cada uno de ellos.... es un autómata!! Sí,
Hipknock, sí: he llenado el mundo con los productos de mi
fábrica.

«Recuerda con frecuencia á Oscar Baum, ó si quieres, á tu


primo Fritz. Persiste en tus ideas: son la luz del porvenir!

«Un abrazo á todos.»

Al leer esta carta, las lágrimas corrian por las mejillas del
Burgomaestre.

35
Cuando su hija Luisa, ya esposa de Blagerdorff, se
despedía, la dijo estas palabras al oido:

—Serás feliz, hija mía, porque hay algo grande y noble que
vela por tí. Tendrás hijos, si obedeces, como todo el mundo,
al automatismo orgánico—yo seré el más feliz de los
abuelos, ya que soy el más desgraciado de los primos—y
cuando tenga un nieto, que será mi gloria y mi encanto, yo
sabré decirle, y si muero, díceselo tú:—«Hijo mío, antes de
esparcir los aromas que broten de tu corazon, examina con
cuidado sí no es un autómata la copa que los recibe.»

El lector tocará los demás resortes.

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