El Otro 1975 Jorge Luis Borges
El Otro 1975 Jorge Luis Borges
El Otro 1975 Jorge Luis Borges
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo
siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A
unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca.
El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara
en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la
tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de
fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había
sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no
mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la
primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar
(nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El
estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián
Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la
décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro.
La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos
parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un
desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú
nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el
armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches
de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el
diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de
Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con
la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y,
escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los
pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza
Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que
el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación,
mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido
engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona
que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos
dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre
murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano
izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de
un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había
muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy una
mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una
cosa tan común y corriente". Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito,
en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los
gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás
poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás
clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de
tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos
antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un
dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires,
hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro
pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre
Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América,
trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día
que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si
cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la
del guaraní.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin
vanidad.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma
eslava.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se
titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén
Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre
de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge,
somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases
memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en
la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del
sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados.
Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir
a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas
nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra
imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el
correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años
después.
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de
edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás soñando conmigo. Oí
bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente
palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt
Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
Se quedó mirándome.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le
dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón
Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien... ahora, me
das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de
los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y
el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata
hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que
nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos
mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a
venir a buscarme.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color
amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica.
Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber
descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y
fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el
recuerdo.