Los Impactos de La Educación

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El primero refiere al papel de las instituciones y credenciales educativas en los procesos de reproducción de

la estructura social. Todas las sociedades pueden ser concebidas como sistemas de posiciones. La producción
y reproducción de este sistema de posiciones depende de las estrategias que desarrollan los actores sociales
(individuales y colectivos) para disputar la definición de las reglas y la apropiación de los recursos materiales
y simbólicos socialmente valorados. La educación constituye uno de los vehículos más eficaces para la
reproducción de las jerarquías sociales.
Finalmente, nos ocuparemos de la relación entre los sistemas educativos y los sistemas políticos. La
responsabilidad formativa de las escuelas es doble: se les requiere no solamente entrenar trabajadores sino
también formar ciudadanos.Trataremos de elucidar en qué consiste “formar ciudadanos,” lo cual requiere,
por un lado, determinar qué se entiende por ciudadanía en los estados democráticos modernos y, por otro,
cuáles son las habilidades necesarias para su completo ejercicio. Como se verá, la formación de ciudadanos
de estados democráticos supone para los sistemas educativos el requisito adicional de contribuir a la
realización de la igualdad democrática. Deteniéndonos en el análisis del caso argentino, ilustraremos cuáles
son las dificultades asociadas con este requisito.

Reproducción social y educación.


Es conveniente despojarnos de alguna de las imágenes con las que estamos habituados a representarnos lo
social. Según sabemos, todas las sociedades conocidas están definidas por una manera típica de dividir el
trabajo y distribuir los resultados del trabajo. Esta división es siempre distintiva y valorizante. No hay tareas
sencillamente diferentes: hay tareas mejores y peores. No hay productos simplemente variados: hay
productos más y menos valiosos. Los sistemas de clasificación de las tareas y de valoración de los productos
son también sistemas de clasificación de las personas, y, por regla general, los valores asociados con las tareas
y los productos se extienden a las personas que las desempeñan y que los poseen. De este modo, la
organización de la producción y de la distribución de los productos obtenidos resulta en una división
jerárquica entre los grupos de personas que las llevan adelante. Una de las metáforas más corrientemente
utilizadas para representar la jerarquía social es la pirámide.
El poder persuasivo de la pirámide como metáfora consiste en su
capacidad para representar una de las propiedades distintivas de las
organizaciones sociales conocidas: las tareas más codiciadas y los
bienes más valiosos (que están arriba) típicamente, se reparten
entre pocos, quedando para los más las tareas menos deseadas y
los bienes menos valiosos (que están abajo). La metáfora de la
pirámide, y las teorías sociales que ésta puede ayudar a ilustrar,
están construidas sobre dos dimensiones: jerarquía de bienes
sociales (vertical) y cantidad de gente (horizontal). Esta simplicidad
es, seguramente, insuficiente para representar la compleja estructura de la mayoría de las sociedades
conocidas y, muy especialmente, la de las sociedades modernas.
Conviene entonces reemplazar las metáforas bidimensionales (la de la pirámide o cualquier otra de este tipo)
por imágenes que nos permitan representar a la sociedad como un espacio, donde la jerarquía y la
valorización diferencial alcancen no solamente los desplazamientos verticales (el “ascenso” o el “descenso”
social) sino también a los desplazamientos horizontales (entre distintas formas de capital).

Aquí Tenti recurre a la teoría del Espacio Social de Pierre Bourdieu, sociólogo francés que se ha dedicado
especialmente a esta temática y a la sociología de la educación:
Decimos, entonces, que es más apropiado pensar la sociedad como un espacio organizado de acuerdo con
múltiples sistemas de valoración. ¿Qué es entonces lo que determina la posición de un individuo o un grupo
de individuos en el espacio social? La posición de una persona en el
espacio social viene, en efecto, definida por la valoración de sus
atributos y posesiones. Lo que determina esta valoración es no sólo el
volumen sino también la estructura de sus posesiones. En la imagen, el
eje y representa el volúmen total de capital de una persona, y los
restantes, cada tipo de capital, su composición. De este modo, cada
sujeto ocupa un punto específico que representa el cruce de la cantidad
de capitales de cada tipo y el volúmen total.
En otras palabras, para definir una posición social no basta con conocer
cuánto poseen los individuos o grupos que la ocupan, sino cuánto de
qué cosa.
Transportando la terminología característica de la economía política,
llamaremos capital a las posesiones socialmente valoradas. Existen tres formas elementales de capital, es
decir, tres sistemas de valoración que no pueden ser reducidos a los términos de otros sistemas de
valoración: el capital económico, el capital cultural y el capital social. El capital económico corresponde al
conjunto de las posesiones necesarias para producir bienes o servicios intercambiables. El capital cultural se
relaciona con el conjunto de habilidades y disposiciones necesarias para producir y apropiarse de bienes
simbólicos. El capital social corresponde al conjunto de vínculos que, en la forma de obligaciones o créditos,
lealtades y afinidades, permiten a un individuo o grupo contar con la cooperación voluntaria de otros
individuos o grupos.
El eje espacial nos permite entender la relación de unos capitales con otros (cómo la posesión o carencia de
cada uno conduce a la ganacia o pérdida de los otros tipos) y la cercanía de las personas entre sí, formando
grupos sociales, en función de posiciones cercanas en este espacio social.
Una vez que hemos demostrado la insuficiencia de las metáforas corrientemente utilizadas para representar
la jerarquía social, podemos ver que esta clasificación compleja de las formas de capital nos permite dar
cuenta de la producción y reproducción de la sociedad como el resultado de fuerzas personales (y no,
impersonales) y, a la vez, condicionadas (y no, incondicionadas). La disposición de una adecuada teoría de la
estructuración social permite, por un lado, explicar adecuada y exhaustivamente las estrategias de los
actores y, por otro, interpretar las restricciones a las que esas estrategias están sujetas.

La educación como estrategia de reproducción


Cuando hablamos de reproducción de la sociedad nos estamos refiriendo tanto a la reproducción biológica
de sus integrantes como a la reproducción simbólica de los principios de estratificación que permiten
clasificarlos. Desde el punto de vista de los miembros de una sociedad, la reproducción equivale al
mantenimiento de la posición que ocupan en el espacio social. Para mantener su posición, los actores sociales
deben desarrollar estrategias que les permitan, al menos, conservar y, en lo posible, acrecentar el valor de
los capitales que poseen. Los vehículos fundamentales de estas estrategias son la transmisión familiar o
herencia y la institución escolar.
A través de las prácticas educativas intencionales y de los resultados educativos de otras prácticas hogareñas,
el capital cultural familiar se transmite de padres a hijos. Las presentaciones en sociedad, los ritos de
iniciación, las fiestas y ceremonias familiares, entre otras estrategias intencionales y no intencionales sirven
para conservar, a través de la transmisión, el capital social de las familias.
Finalmente, el capital económico se transmite a través de la herencia y otras instituciones legalmente
sancionadas.
Al transmitirse una posesión de una persona a otra vuelve a ponerse en cuestión la legitimidad de la posesión
original, al transmitir sus posesiones, el poseedor debe revalidar y, por así decir, reforzar sus títulos respecto
de lo que posee.
La institución escolar colabora con la reproducción de las posiciones en el espacio social y, por consiguiente,
con la reproducción de la estructura de ese espacio social, reduciendo la pérdida de valor y legitimando la
transmisión familiar. ¿Cómo opera esta colaboración? El capital cultural tiene tres formas de existencia. El
capital cultural existe como disposición o habilidad incorporada, en la forma de saberes y aptitudes; el capital
cultural existe como propiedad objetivada, en la forma de textos, herramientas, máquinas, y objetos de arte;
finalmente, el capital cultural existe como insignia institucionalizada, en la forma de títulos, credenciales,
licencias y habilitaciones.Así como debemos invertir trabajo para apropiarnos de capital económico y
debemos invertir energías afectivas y morales para proveernos de capital social o de “relaciones”, la
incorporación del capital cultural requiere de una significativa inversión de tiempo y esfuerzo personal
(además de la inversión monetaria requerida para adquirir las herramientas necesarias para realizar esa
apropiación). Cuanto mayor es el beneficio que podríamos esperar por la inversión de este tiempo en otras
actividades productivas, mayor es la privación relativa que supone el esfuerzo de incorporación del capital
cultural. Esta privación resulta menos onerosa en la medida en que pueda ser solventada por colaboraciones
familiares. Las familias que disponen de mayores volúmenes de capital económico son quienes están en
mejores condiciones para “comprar” el tiempo necesario para prolongar la educación de sus hijos. De este
modo, la transformación del capital económico en capital cultural colabora en la reducción de los costos de
transmisión para las familias mejor ubicadas.Al consagrar el capital cultural en la forma de títulos, diplomas
y distinciones, la institución escolar valida y legitima esta transmisión.
Ahora, como ocurre con otras formas de capital, el costo de apropiación de una unidad adicional de capital
cultural es menor cuanto mayor sea el volumen de capital cultural que ya poseemos. Las mismas dos o tres
horas que empleamos hoy para estudiar un capítulo para un curso universitario, nos servían en la escuela
secundaria solamente para incorporar el puñado de páginas necesario para que nos fuera bien en la prueba
y es algo parecido a lo que invertíamos en la escuela primaria para completar la hoja de cuentas que nos
daba la maestra.
La aptitud escolar, vemos, no consiste en otra cosa que en capacidad para incorporar capital cultural.
Típicamente, la institución escolar distribuye recompensas de acuerdo con los resultados del aprendizaje,
independientemente de las distintas combinaciones de aptitud y esfuerzo involucradas en estos resultados.
Puesto que la capacidad de incorporar capital cultural depende del volumen de este capital previamente
acumulado, y dado que la capacidad de acumular capital cultural es mayor para quienes disponen de
mecanismos domésticos de transmisión de este capital, la distribución de recompensas de la institución
escolar colabora con la reproducción de las diferencias de posición social de las familias.
Esta inclinación reproductiva se acentúa a través de la operación de mecanismos de “cierre” o exclusión
social. Estos mecanismos toman la forma de limitación de la oferta, creación de subsistemas cerrados y
escuelas “de elite” o, para los niveles en los que la escolaridad es universal o cuasi universal, políticas de
difusión, admisión, y financiamiento; limitación de vacantes o exámenes de ingreso. Paradójicamente, estos
mecanismos son percibidos como tanto más legítimos cuanto más valiosa es la credencial que otorga la
institución. Por ejemplo, en nuestro país, la institución de políticas de “cierre” en instituciones de educación
básica o media sería, en general, inaceptable, aunque el valor de distinción de los títulos primario y
secundario en el mercado de trabajo es, en el primer caso, casi nulo y, en el segundo, muy bajo. Las políticas
de restricción del ingreso de los estudios universitarios de grado públicos encuentran, como sabemos, fuertes
resistencias, y, sin embargo, distintos representantes de la comunidad han defendido públicamente su
conveniencia; todo esto, aún cuando el valor de mercado de los estudios de grado ha descendido
significativamente respecto de lo que ocurría, tan sólo, hace una generación. En cambio, la restricción en las
políticas de admisión en los programas de posgrado, aún los públicos, que son los que entregan las
credenciales educativas de mayor poder de distinción en el mercado de trabajo, son aceptadas como
perfectamente válidas.

Educación y ciudadanía

Ciudadanía democrática
En nuestro vocabulario político la noción de ciudadanía está fuertemente asociada con la de democracia. En
tanto que herederos y portadores de este vocabulario estamos habituados a pensar la democracia como
gobierno del pueblo, la participación política como participación en la formación del gobierno y de las
decisiones de gobierno, y la participación en la formación del gobierno y de las decisiones de gobierno como
ciudadanía. En su sentido original, que puede encontrarse ya en la Etica a Nicómaco de Aristóteles,
ciudadanía designa, simplemente, al ser miembro de una comunidad política, independientemente de la
forma que esta comunidad adopte. Esta extensión todavía permite distinguir entre membrecía en una
comunidad política, es decir, una comunidad sujeta a leyes fundamentales o constitutivas, y membrecía en
una comunidad no política o despótica, es decir, una comunidad sujeta solamente a la voluntad de los
gobernantes. (…)
El principio de acuerdo con el cual y el procedimiento a través del cual se constituye el gobierno permite,
entonces, distinguir entre distintas formas de ciudadanía. Lo característico del gobierno democrático es que
todos los ciudadanos tienen la posibilidad de elegir y ser elegidos para gobernar por un período determinado.
El principio sobre el cual se funda la legitimidad de los órdenes democráticos modernos es el principio de
autonomía. De acuerdo con este principio sólo pueden considerarse justas aquellas leyes o mandatos que
una persona adulta, completamente desarrollada y en pleno ejercicio de sus funciones, aceptaría darse a sí
misma. Ningún adulto está en condiciones de determinar qué es lo que mejor conviene o verdaderamente
representa los intereses de ningún otro adulto. En este sentido, el mejor gobernante de cada uno es uno
mismo. La distinción de la ciudadanía democrática reside, en primer lugar y tal como lo sostiene nuestra
comprensión habitual del término, en el derecho a participar en la formación y en las decisiones de gobierno
y, consecuentemente, la obligación de reconocer un derecho igual a todos los otros miembros de la
comunidad política, independientemente de la convergencia o divergencia entre sus ideas e intereses y los
nuestros.
Estos derechos adicionales van acompañados de la responsabilidad adicional de fundar nuestros juicios y
decisiones políticas de modo tal que hacerlos aceptables para el resto de los ciudadanos y compatibles con su
ejercicio efectivo de un conjunto de derechos idéntico al nuestro.

Democracia e igualdad
Existe un segundo sentido que solemos darle al término democracia, un sentido que sólo está
secundariamente relacionado con la forma de gobierno y que refiere, de modo más directo y elemental, a la
igualación de las condiciones sociales. Según Alexis de Tocqueville, que fue el primer autor en llamar la
atención sobre el punto, la democracia es un movimiento social, paulatino y de larga duración histórica, que
consiste en la erosión de las jerarquías sociales, fundamentalmente en su manifestación simbólica. De
acuerdo con esta perspectiva, el proceso de igualación democrática consiste no tanto en la ecualización
concreta de las condiciones de vida sino en la capacidad de pensar la diferencia social como desviación
respecto de una igualdad originaria y fundamental. Las diferencias que separan a ricos de pobres, mujeres
de hombres, diestros de torpes, honorables de villanos, pasan a ser concebidas como accidentes u obstáculos
salvables y, en este sentido, se erosiona la legitimidad de la riqueza, el género, la destreza y el honor como
fundamentos de los derechos políticos. (…)
La extensión del principio democrático entendido de esta manera a otras esferas de la vida social consiste en
la extensión de esta lógica ecualizante, homogeneizadora y corrosiva de las jerarquías y la autoridad.
De acuerdo con el significado concreto que en cada situación concreta se le dé a la idea igualitaria, el principio
de igualdad puede entrar en contradicción con el principio de autonomía que, como hemos visto, es el
fundamento de la legitimidad de la democracia política. Para identificar estas posibles contradicciones,
autores como Giovanni Sartori han propuesto distinciones entre distintas formas de igualdad.
La primera de ellas es la igualdad de oportunidades. La realización de este principio consiste en la eliminación
de los privilegios o subsidios, cubiertos o encubiertos, que distorsionan la libre competencia entre los
individuos o grupos de individuos por la apropiación de los bienes sociales, premiando cualquier otro atributo
que no sea el mérito y el esfuerzo como medida de contribución social. La segunda forma es la igualdad de
puntos de partida. Este principio reconoce la existencia de agudas desventajas de origen, que en la medida
en que están asociadas con el accidente de nacer en una familia con más o menos recursos, injustamente
distorsionan la competencia por la apropiación de bienes. La realización de este principio de igualdad
consiste, entonces, en la adopción de medidas que permitan compensar las desigualdades familiares básicas,
favoreciendo a los hijos de las familias más vulnerables de la sociedad. La tercera forma de igualdad es la de
resultados. De acuerdo con este principio, nuestra igualdad esencial nos hace acreedores de un derecho igual
a una idéntico conjunto de bienes sociales, independientemente de nuestra posición de partida y nuestra
colaboración en el esfuerzo colectivo de producirlos. Tanto la igualdad de puntos de partida como la igualdad
de resultados requieren de intervenciones de la autoridad política que corrijan las distribuciones resultantes
de los intercambios espontáneos entre los miembros de la sociedad, compensando desventajas. De acuerdo
con la circunstancia y con la modalidad que adopten, estas intervenciones pueden ser contradictorias o
absolutamente incompatibles con el principio de autonomía individual.

El papel de la educación en la formación de la ciudadanía democrática


La formación escolar cumple un papel central en la constitución de cada uno de los aspectos de la ciudadanía
democrática que hemos comentado línea arriba.
En primer lugar, la formación de ciudadanos supone para el sistema educativo la responsabilidad de formar
sujetos que dispongan de las habilidades suficientes y las disposiciones adecuadas para participar de modo
eficaz en la formación y en las decisiones de gobierno. Esto supone: I) instruir a los ciudadanos, de modo
adecuado y veraz, en el conocimiento de las características fundamentales y la historia de la comunidad
política a la que pertenecen, II) estimular el conocimiento y la aprehensión crítica del conjunto de
protecciones y obligaciones legales que les corresponden en tanto miembros de esa comunidad política, III)
cultivar las habilidades necesarias para participar de modo responsable en la formación e implementación de
decisiones colectivas, y IV) fortalecer el sentido de ese afecto entre extraños, que Aristóteles llamó amistad
ciudadana, y que resulta indispensable para el mantenimiento de cualquier comunidad política saludable.
Esta forma de amistad requiere que los ciudadanos democráticos ejerciten el respeto de la autonomía de sus
conciudadanos. La composición plural y no discriminatoria del alumnado puede colaborar tanto o más que
los contenidos curriculares o las rutinas institucionales en el cultivo de esta habilidad.
La efectiva representación democrática requiere no solamente de la competencia para elegir y hacerse elegir
sino la capacidad para, por un lado, formular demandas propias en un modo aceptable y compatible con las
demandas de otros y, por otro, para interpretar demandas ajenas y formularlas de tal manera que otros
puedan aceptarlas como propias. Las capacidades de representación política son, en este sentido,
indistinguibles de las capacidades de representación y expresión lingüísticas. El cultivo deliberado y dedicado
de las habilidades de simbolización, interpretación, expresión y comunicación, intrínsecamente asociadas
con la enseñanza escolar de la lengua nacional y de los distintos lenguajes científicos colabora, de manera
indirecta y, sin embargo, fundamental, con la formación de la ciudadanía democrática.
Finalmente, el ejercicio cabal y responsable de la ciudadanía requiere de la satisfacción de un umbral de
necesidades básicas antes del cual ninguna forma de participación o pertenencia políticas resultan posibles.
La compensación de los inmensos handicaps de partida que grandes sectores de la población deben soportar
es una de las más onerosas cuentas pendientes de los sistemas educativos de las democracias
contemporáneas, especialmente en las democracias más jóvenes, y muy especialmente en las democracias
latinoamericanas.

TENTI FANFANI, E, Sociología de la Educación, Carpeta de Trabajo, UNQUI, 1999, Capítulo 6

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