La Infancia
La Infancia
La Infancia
s
(191-3-1989J
:Se debe, hucs, interí.,retar aquel gc•sto como una rspecie cle }^rocedimiento
c1r adope^icín, sc•gún el cual no sr ace•1>taba al niño como un cre<'imiento
^
natural, iuclc^x•ndiente dr la voluntad consciente de los hombres, para los
cuales constituía un nada, un nihil destinado a desaparecer, a no ser que se
le reconocíese mediante una decisián refiexiva del padre? l.a vida le era dada
dos vece•s: la primera cuando salía del vientre de la madre y la segunda
c-uando el padre lo .elevaba». Es tentador relacionar este hecho con la fre-
cuencia con la que se producían las adopciones en Roma. Según Veyne, en
realidad los lazos sangufneos contaban mucho menos yue los vínculos electi-
vos, y cuando un romano se sentía movido a la función de padre prefería
adoptar el hijo de otro o criar el hijo de un esclavo, o un niño abandonado,
antes que ocuparse automáticamente del hijo por él proaeado.
En último caso, los niños «elevados» habrían sido favorecidos por una
elección, mientras que a los otros se les abandonaba: se mataba a los hijos no
deseados de los esclavos, o a los niños tibres no deseadas por las más diversas
razones, no sólo a los hijos de la miseria y del adulterio. Así, Augusto hizo
abandonar recién nacidos a las puertas del palacio imperial. Y Veyne señala
que el abandono de los niños desempeñaba entre los romanos la función que
entre nosotros tiene el aborto.
Por otra parte, a la vista de cuanto se sabe sobre la historía de la familia,
de1 nirSo y de la anticoncepcián, se puede advertir una correlación entre los
tres factores siguientes: 1a elevatio del niño en el momento del nacimiento; la
práctica, muy difundida, de la adopción, y la extensión del infanticidio. La
sexualidad se encuentra, pues, separada de la procreación. La elección de un
heredero es voluntaria. Los subproductos del amor, sea conyugal o no lo sea,
quedan suprimidos.
Esa situación cambió a lo iargo de los siglos II y III, pero no por méritos
al cristianismo: los criscianos sólo se apropiaron de la nueva moral. Aparece
entonces un modelo distinto de la familia y del niño. Se le reconoce fácil-
mente en las lápidas funerarias italianas y galo-romanas, en las que se repre-
senea a los cónyuges junto con sus hijos: los esposos repiten exactamente el
gesto ritual de las nupcias, la dextrarum junctio, cogiéndose de la mano
derecha.
A partir de ese momento, el matrimonio asume una dimensión psicoló-
gica y moral que no tenía en la Roma más antígua; se extiende más allá de
la vida, a la muerte, como demuestra el hecho de que se reproduzca la simbo-
logía sobre la tumba. La unión de los dos cuerpos se hace sagrada, al igual
que los hijos que son el fruto de ella. Los vínculos naturales carnales y san-
guíneos son más importantes que las decisiones de la voluntad. El matrimo-
nío es más importante que el concubinato, eI nacimiento que la adopción.
Se inicia entonces un largo período que termina en nuestra época, en la
que el concubinato y la adopción recuperan una función que habían perdido
tras la gran transformación psicológica del siglo III.
Se había superado una etapa notable. Pero el matrimonio, que prevalecía
sobre otras formas de unión libre, era un matrimonio monogámico en el que
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e•I rnaridu cunservat>a el derecho de repudiar a la muje•r. ;y no ser lxx la poli-
Ka ^nia -< ic•rtamentc heredada dc usos semíticos tales como los describen los
primero, libros de la Biblia-, este tipo cíe unión estable y respetada se
l^arecr .r la situacicín vígente actualrnente en los países musulmanes.
Yara que se convíerta en la familia occidental de hoy (como sc presenta
actualmente, a pesar de las contestacionc^s) c^s necesario añadirle la indisolu-
bitidad, que sí se impuso bajo el influjo de la Iglesia, pero también, proba-
blemente, gracias al consenso de la propia cornunidad, sobre la que la Iglesia
y el Estado, hasta el siglo XI aproximadamente, tenían poco poder en lo
reterente a la vida privada (y el matrimonio ha sido durante mucho tiempo
un hecho de la vida privada).
La indisolubilidad consagraba una evolución antigua, precristiana, del
matrimonio, en el sentido del reforzamiento de los elementos biológicos,
naturales, en perjuicio de las intervenciones de la voluntad consciente y de la
mente lúcida. Se sustraía la procreación a la elección y se la dejaba a la natu-
raleza, a una naturaleza creada por Dios. No es de sorprender que el matri-
monio se convierta entonces en un sacramento, aunque siga siendo un hecho
de la vida privada. En esas condiciones, la procreación ya no estaba separada,
como en tiempos de los antiguos romanos, de la sexualidad: el coito se había
convertido en acto de placer, pero también de [ecundación.
Como ha demostrado Duly, en un castillo del siglo x, o del x^, la cama
del señor y de su dama era el lugar más importante del domu.s. Sin duda sólo
había un solo lecho, el de los señores, el único no desmontable; las camas de
los demás ocupantes de la casa eran simples camastros. De esto quedan trazas
en el hogar burgués contemporáneo, donde impera «la cama de matrimonio^.
EI día de la boda, el séquito acompañaba a los esposos hasta la cama. La
bendición del lecho para que fuese fecundo fue seguramente la primera
intervención del sacerdote en la ceremonia nupcial. En aquellos remotos
tiempos, los nacimientos suponían verdadera riqueza, esa que permitía
dominar sobre los demás. Es necesario que esto se entienda claramente, por
que la importancia entonces reconocida a la fecundidad va a ser determi-
nante para las culturas occidentales y va a preparar a muy largo ptazo la
función que desempeñará el niño.
El nasciturus ya no era el fruto del amor que se podría evitar con alguna
atención y sustituir con ventaja mediante una elección, con la adopción,
como sucedía en la época de los antiguos romanos. El hijo se convierte en un
producto indispensable, en cuanto que es insustituible. En el siglo vl empie-
zan, y durarán mucho, tiempos duros, en los que las ciudades se contraen y
se fortifican, se erigen castillos, y en los que diversos vínculos de dependencia
sustituyen a las relaciones de derecho público existentes en la polis antigua y
en los estados griegos: vínculos de lealtad personal, compromisos de hombre
a hombre. El poder de un individuo ya no depende de su rango, del cargo
yue ocupa, sino del número y de Ia lealtad de su clientela, la cual se con-
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funde con Ia [amilia, y de las alianzas que se puedan establecer con otras
redes de clientelas.
Estos vínculos personales se sancionan con un simbolismo fastuoso (la
ceremonia del homenaje) que hace presa en los ánimos. A pesar de todo, la
Fidelidad más segura es la de la sangre, la del nacimiento. Eso vale para los
varones: el primogénito garantiza la continuidad del apellido; los híjos
menores colaboran con todos sus medios (cuando no salen huyendo). Eso
vale también para las hembras, que, en aquella sociedad aparentemente viril,
constituyen una importante moneda de intercambio en las estrategias para
extendrr y retorzar las alianzas.
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tima de una desgracia que no era posible evitar: caía dentro de la chimenea
encendida o dentro de una tinaja y nadie había podido sacarlo a tiempo.
Moría asfixiado en el lecho donde dormía con sus padres sin que éstos se
hubiesen dado cuenta. Los obispos de la Contrarreforma sospechaban que ni
el padre ni la madre estaban libres de culpa, e hicieron cuanto estuvo en sus
manos para que los hijos durmiesen en un lecho separado de los padres (el
uso de la cuna se instauró tarde y estaba limitado a las clases superiores: se
generalizó gracías a estas presiones, que al principio tuvieron una finalidad
moral y, más tarde, higiénica).
Todavía en el siglo xvttt fueron acusados de brujeríá individuos que
penetraban en las habitaciones (pero, lcómo podría suceder eso sin el oonsen-
timiento de los amos de la casal), exponfan a los pequeños a las llamas del
hogar, y volvían a ponerlos en el lecho, donde a poco morían con los pul-
mones abrasados. Este era el destino reservado a los niños deformes o inváli-
dos, pero quizá también a las no deseados. Si óien la fecundidad es bienve-
nida y venerada, no todo nacimiento es un fausto acontecimiento. La Iglesia
debe intervenir para obligar a los padres a hacer bau ^zar oportunamente a
los recién nacidos y, ciertamente, es mucho después de lo que consideran los
estudiosos del folklore cuando el bautismo se convierte en ocasión de verda-
dera Eiesta. En los comienzos parece más importante la purificación de la
parturienta.
Es de creer que en el siglo xvtt-xvttl, la mentalidad popular hubiese asi-
milado la condena del infanticidio, eonsiderado como delito. La revaloriza-
cián moral de la fecundidad (la admirable familia numerosa) se había difun-
dido enue las clases más bajas precisamente cuando las clases acomodadas
tendían'a reducir los nacimientos y estimaban, en cambio, una familia cada
vez menos numerosa.
Nótese el carácter ambiguo del antiguo infanticidio popular: era diference
del aborto o del acto con el que la joven madre se desembarazaba del niño
tras el parto, hecho igualmente frecuente, y se parecía en cambio al aban-
dono que se practicaba entre los romanos: en ambos casos, al niño le que-
daba una probabilidad de salvarse.
Desde el momento en que en la costumbre y entre los grupos privilegia-
dos, la vida del niño se convierte en un valor, el propio niño se convierte en
una forma interesante y agradable, señal de la atención que se le presta. El
mundo griego, y el romano, se extasiaba ante el cuerpo de los niños desnu-
dos: los efebos. Los colocaba por todas partes, como Luis XIV en Versalles.
Los efebos reaparecerán en la iconografía del Renacimiento. Es interesante, y
ejemplar, la evolución del conocimiento del niño y de su carácter particular
en la antig^ edad romana. Menos conocida que la que luego tendrá lugar en
la era moderna y contemporánea, merece hoy una mayor atención.
Es probable que el romano tuviese a su inmediata disposición más térmi-
nos para designar al niño que el francés antiguo, empezando por inJares, «el
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que no habla^ (distinción que, recordando lo que ya se ha dicho, no obra
necesariamente a su favor: es el que puede ser abandonado); además, la pala-
bra se ha utilizado durante mucho tiempo como adjetivo (según Manson,
pu^r inJans). Usada como sustantivo aparece más tarde; se la encuentra en
Cicerón, e indica probablemente el niño que no va a la escuela. El lenguaje
popular utilizaba el término Qarvtu con connotaciones, ora afectivas ora
negativas: lenguaje de nodrizas que demuestra, en conjunto, el hábito de
jugar con el niño, actitud hoy llamada «de mimo^+, la indiferencia en sus
relaciones como si fuese un objeto y, por último, la tendencia a extender la
designación más allá de la verdadera infancia.
Ias conclusiones (provisionalea) a las que Ilega Manson demuestran que
ha habido una evolución del sentimirnto, un descubrimiento de la infancia.
Según Manson, de hecho, la presencia del lactante es muy importante en
Plautd (en el círculo de las nodrizas), un pom menos en Terencio (quien
describe un padre que sostiene en brazos al hijo pequeño: ¢uerum tantillum)
y casi inexistente a continuación, hasta mediadoa del siglo I: Catulo cambia
por completo la imagen de la infancia: a la imagen negativa («estúpido
como un niño») sustituye la ternura que expresa la deliciosa escena del niño
(puer bimulus, «niño de dos años») acunado por su padre. Nace una nueva
sensibilidad, ésa que en la época imperial va a inspirar numerosos epitafios
en los que los padres narran su tristeza por la muerte de un hijo, cuya edad
se indica con precisión: tantos meses y tantos dfas. Se vuelve así a la leyenda
de las tumbas anteriormente citadas a propósito del matrimonio.
La mayor sensibilidad hacia la infancia en Roma no puede separarse del
modo que se valora el matrimonio. Lo que se sabe de la Historia moderna
puede inducir a un estudioso, no especialista, de la antigiiedad a afirmar que
ese [enómeno también se deriva del desarrollo de la educación, a la manera
griega, de la escuela.
Se llega entonces al concepto de que la sensibilidad hacia la infancia, sus
particularidades, su importancia en el pensamiento y en los afectos de los
adultos, está ligada a una teorfa de la educacián y al desarrollo de las estruc-
turas educativas, al énfasis en la formación separada del niño, e incluso del
adolescente (la pandeia).
La infancia perderá, a lo largo de la alta Edad Media y durante bastantes
siglos, la acentuada peculiaridad que habfa adquirido en Roma en la época
imperial, de la cual es testigo el puesto que ocupó en el arte y en la decora-
ción. Se dispersará, mientras que, en cambio, la tendencia a revalorizar y
sacralizar el matrimonio no sólo se mantendrá sino que incluso se verá retor-
zada. Es como si, más allá de un cierto Ifmite, los lazos sanguíneos, que
habfan creado un espacio aparte para el niño, actuasen en sentido rnntrario y
redujesen ese espacio. Parece como si el hombre de principios de la Edad
Media sólo viese en el niño un hombre pequeño o, mejor dicho, un hombre
aún pequeño que prontQ se haría -o debería hacerse- un hombre com-
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pleto: un período de transición bastante breve. En aquel duro ambiente de
guerreros, la debilidad que simboliza el niño ya no parecía agradabie y gen-
til. Volvfa a ser sin duda lo que había sido en la Roma republicana, stultis-
sima. Fue necesario el atributo de dívíno para que el niño Jesús se librase de
ella, atributo que resplandecfa en el gesto soberano de la bendición. El Dios
majestuoso no era un niño, a pesar de sus dimensiones.
La edad ya no es la de la infancia: el térmíno enJant, en francés antiguo,
ha perdido el signiticado de injans y tiene más bien el de muchachos de
constitucián atlética, como el «enfant Vivien», e) «enfant Garnien., el «enfant
Guiltaume», capaces de realizar, desde la más tierna e+dad, gestas extraordinarias.
La infancia -no ya la del puer bimulus sino una edad un poco mayor-
se confunde con la juventud: no la de la adolescencia sino la de los hombres
jóvenes y tuer[es. I.os más pequeños quedan sometidos a los mayores de
acuerdo con el modelo de la solidaridad homérica, de la solidaridad de
grupo. E1 único lugar en el que el niño ha conservado en parte su antigua
pecul^aridad es el monasterio. AI monasterio se le confían niños de tierna
edad para que los eduque y la regla de san Benedicto prevé para estos minús-
culos novicios atenciones y precaucíones que parecen casi anacrónicas para
aquella época. ^Cuántos años tenía el chiquillo, el tuturo arzobispo de Char-
tres, cuando apacentaba en un prado y pasó por allí un maestro? El niño se
hizo escribir las letras del alfabeto en su cinturón.
Como se ve, na se recorren todas las etapas de la ínfancia (al menos,
según la representen !os adultos) cuando el aprendizaje ha sustituido a la
escuela. Y a la inversa, esas etapas se han conservado -aunque muy próxi-
mas unas de otras- cuando se ha conservado la escuela, en la comunidad de
monjes o de religiosos.
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En el inmenso esfuerzo para evangelizar las zonas rurales emprendido por
las abadías benecíictinas y por sus prioratos, con la [undación de parroquias
capitulares, continuado luego pc^r !a predicación de las círdenes mendicantes.
el bautismo de los recié•n nacidos st• convierte c•n una de las funciones impor-
tantes del sacerdote, una razón para situarlo en la vecindad para yur pueda
Ilegar a tirmpo rn caso de urgencia, ya que los srglares eran reacios a sumi-
nistrar eUos mismos el sacramcnto. EI bautismo deja dc ser colectivo por
inmersión y pasa a ser individual y por aspersiórr, además debía tener lugar
lo antes posible tras el nacimiento.
La insistencia de la lglesia en este punto -al iguai que su lucha contra
el infanticidio- demostraba la importancia que daba al niño. También se
advierte ésta en las severas reglas de los manuales del canfesor respecto a la
protección a prestar al hijo, a su derecho a mamar la leche materna que un
nuevci embarazo podría poner en peligro de agotamiento... Con el tiempo, el
hombre común descubría el alma, es decir, la personalidad del niño aun
antes que su cuerpo.
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lnteresa bastante notar cómo desde el siglo v al xvitt se ha reproducido,
mutatis mutandis y con enormes diferencias de orden cultural, y aún más de
orden social (por ejemplo, la esclavitud), la situación psicológica de la Roma
de los primeros siglos de la era cristiana. En ambos casos, el impulso parece
ser el mismo, la escolarización de la eduración, cualesquiera que hayan sido
las formas, muy variables, que haya adoptado. Los signos distintivos de la
infancia aparecen, por tanto, en la vestimenta de las clases que están en con-
diciones de frecuentar la escuela, o que están parcialmente instruidas
(nobleza de toga y burguesía profesional y mercantil). Se trata de indicios
que vale la pena observar porque es sabido lo que eso significa y los cambios
que supone.
Durante mucho tiempo no existió en ningún sector de la sociedad, alta o
baja, una vestimenta infantil, excepto las fajas, una banda de tela que se
enrollaba alrededor del cuerpo, incluidos los brazos, y que inmovilizaba
completamente al lactante de modo que hacía de él una especie de envoltorio
que se podía colgar de la pared o llevar a la espalda.
Liberado de las fajas, pero aún no destetado (el destete tenía lugar muy
tarde), al pequeño se íe vestía como a un adulto: en las clases pobres vestía
los mismos andrajos; en las clases acomodadas llevaba trajes de adulto
hechos a medida.
A partir del siglo xvI -y éste es un hecho muy importante- precisa-
mente en las clases acomodadas, el niño va a tener un modo propio de vestir;
esto se refiere sobre todo a los varones, ya que a las hembras, excepto en
determinados detalles, se las seguía engalanando como a las señoras. Hay
que recordar que a finales de la Edad Media los hombres ya han abandonado
la vestidura por los trajes cortos, y a veces bastante indecentes, dejando aqué-
lla para los magistrados (llamados precisamente hombres de toga) y para los
sacerdotes (al menos en la Iglesia y en el coro).
A partir del siglo Xvl, los jovencitos (así como los ancianos) llevarán un
vestido: primero, la vestidura de hombre de otros tiempos, es decir, una
especie de túnica abótonada por delante, y después, a finales del siglo XVII,
un vestido que cada vez se parece más al de las mujeres, a tal punto que llega
a ser idéntico. Este uso se conservará en la burguesía francesa hasta la guerra
de 1914-1918. Todo esto, evidentemente, es un hecho bastante curioso. AI
hacerse más intensa y más íntima, la sensibilidad hacia la infancia ha aca-
bado (como en el mundo griego de la antig ^edad) por poner de relieve los
elementos -ya positivos- de «ternura» y de debilidad; ^Cómo mostrar
entonces, en nuestra cultura, esta «ternura» si no es con una asimilación a lo
femenino? Se ven, pues, en retratos del siglo XVU, muchachos con rasgos
marcados, sin asomo de afeminamiento, vestidos del mismo modo que las
niñas.
Hay que preguntarse qué piensan los psiconanalistas con sentido de la
historia. Posiblemente esta «moda de la vestidura» responde a una más fuerte
oposición a la homosexualidad masculina de la época.
IS
En comExnsaciúrt, c•sa uansEorrnacicín de la vrstimrnta infantil no ha
a[ectada a lati clasrs E>apulares. F:stas no han cambiado el modo de vestir a
los niños } han cor ^servndu seguramente casi tadas las antiguas actitudeti
mentales rrslx•ctu a ellos, sobre todo lo que se ha de[inidct como «mimar». Sr
jugaba con el niño, incluso con su sexo, como sc• juguetea con un animal
yue vive con la Earnilia, un cachorro o un p,ato. Ese sentimiento paciía llegar
hasta ese afecto profundo que desgarra la muerte dc• rnodo cruel. O padía
detenerse en la superficie e ir acompañado de la mayar indiferencia por la
muerte intantil, suceso muy probable en los primeros años (como, quizá,
entre las nodrizas de Plauto).
También en las clases superiores se mimaba a Ios pequeños, sobre todo
las madres, las abuelas, e incluso los padres, pero cada vez menos a partir de
mediados del siglo xvtt (en Francia). Y ello se debe al nacimiento de otro
tipo de sensibilidad hacia la infancia, destinado a perturbar la actitud de los
adultos Erente al niño hasta el siglo xx. Un sentimiento bifronte: de un lado,
solicítud y ternura, una especir de Eorma moderna de mimar, y del otro,
también solicitud, pero con severidad: la educación. Ya había «niños mal-
criados» en el siglo xvtl, mientras que dos siglos antes no se encontraba ni
uno solo. Para «malcriar» a un niño hay que tener hacia él un sentimiento
de ternura extremadamente Euerte, y también es necesario que la sociedad
haya tomado conciencia de los límites que, en bien del muchacho, debe
observar la ternura. Toda la historia de la inEancia, desde el siglo xvtti hasta
nuestros días, está constituida por una diversa dosificación de ternura y de
severidad.
En el siglo xvttt, bajo la influencia de Rousseau y del «optimismo^ del
siglo de las luces, parece haber prevalecido la ternura (a1 menos en Francia).
En realidad, tras esta apariencia exterior había una gran rigidez: los alumnos
de Madame de Genlis no disponían de un minuto para ellos y sus juegos no
eran sino un pretexto para impartir lecciones de gramática o de moral. Los
muchachos tenían que sufrir este condicionamiento, afable pero implacable.
En el siglo xtx prevaleció la severidad (sobre todo en ]nglaterra): tiene lugar
entonces el complicado juego de la pedagogía, de la moral y del amar. Par-
tiendo de estas variables, un matemático podría construir madelos. El recién
nacido, aun antes de hacerse niño, queda liberado de las vendas que lo
tenían prisionero y embadurnado de orina y heces. En las clases superiores se
le representa completamente desnudo, como el Jesús niño de otros tiempos o
el chiquitín de los álbumes de Eotografías de finales del siglo xtx.
^Liberado? Así se creía entonces, aunque hoy ya no se está tan seguro;
Louise Tilly, estudiosa de la historia americana nos informa que se vuelve a
las Eajas (con una Eorma de compromiso que deja fuera los brazos). En todo
caso liberado, admitámoslo, pero no por mucho tiempo, ya que los hombres
y las mujeres progresistas habían empezado a prohibirle orinarse en la cama
en nombre de la limpieza y de la higiene. Una vez que había superado esta
etapa -los más testarudos recibían azotes y castigos de «educadores» exaspe-
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rados -se I^^ sometía a otro control el de su incipiente sexualidad. Se inven-
taban ingeniosos mecanismos ortopédicos para hacer impracticable la mas-
turbación. Por último, tenía que sufrir en la Inglaterra de las public schools,
en los convites y en los colegios, una disciplina aún más rigurosa que la
impuesta por las «pedagogías» del siglo xvu. Esto, evidentemente, se apli-
caba a los hijos más privilegiados de las clases superiores, y muy «ilustra-
das», en las grandes ciudades.
En cambio, a la burguesía de provincias, y más aún a las clases populares
y a los medios rurales, esos refinamientos sólo llegan en parte, o no llegan en
absoluto. Los padres oscilaban entre el tradicional exceso de carantoñas y las
palizas. Existe una vastísima colección de dibujos y caricaturas del siglo xIx
donde se ve a un muchacho que pone el grito en el cielo, a un padre o a un
maestro fuera de sí que lo azota severamente ante una madre en lágrimas y
un gtupo de compañeros horrorizados. Las revistas literarias actuales (sobre
todo las americanas) han puesto de moda los artículos... sobre la familia
feliz. Pero esta explotación de la iconogra[ía del garrote explica más la acti-
tud de hoy que la de ayer.
Se podría dibujar una geografía de los países del látigo y del garrote
(especialmente ingleses) y de los países en los que dominó el «solideo». No es
término fácilmente traducible a otros idiomas, pero todos los niños Eranceses
lo conocen bien, incluso hoy día. Es interesante la historia de este término.
El «solideo» era originaziamente el gorro de los sacerdotes cuya tonsura cubría
y que protegía del [río la cabeza rapada al cero. En francés antiguo «llevar el
solideo» significa recibir las órdenes. Es probable que los golpes en la cabeza
fuesen privilegio de los novicios, de los escolares confiados a maestros tonsu-
rados, qUe sustituían los golpes de férula (el trozo de madera o de cuero con
el que se azotaba la mano del alumno rebelde o distraído) o de fusta (la «dis-
ciplina» monástica). El término «solideo» es un juego de palabras habitual
entre los clérigos. Eso mismo se difundió pronto en las Eamilias, sobre todo
entre las mujeres. EI «solideo», convertido en pescozón, es un golpe suminis-
trado a los niños; tuvo una gran aplicacicín y se introdujo incluso en las
aldeas francesas más retrógradas de finales del siglo xix; de él se tienen
muchos testimonios, tanto de parte de aquellos que lo han recibido como de
parte de los psicólogos, psiquiatras, pedagogos y demás especialistas actuales
de la infancia, salidos de las facultades «ciencias humanas», que se sienten
ante él conmovidos e indignados.
^Es que no ha sido el conocimiento del niño, junto al contemporáneo del
«salvaje», la primera de las ciencias del hombre? Es así como se estudió a
principios del siglo xIx el muchacho salvaje descubierto en la zona desértica
de Aveyron y recogido por uno de los primeros «psicólogos». Ese mismo sis-
tema de amaestramiento dio luego lugar a la reeducación sistemática de los
ciegos y de los sordomudos. Los estudiosos de la infancia (no los médicos,
que eran más bien valedores del trato severo y del castigo) descubrieron en el
siglo xIx que las amenazas, los castigos corporales, eran inútiles y eriseñaron,
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de acuerdo con el Emile de Jean-Jacques Rousseau, a seguir las indicaciones
de la naturaleza infantil, a no oponerse a ella sino más bien a utilizarla.
Durante mucho tiempo no ejercieron ninguna influencia sobre los educado-
res ni sobre los padres, quienes estaban convencidos de las virtudes del ejerci-
cio y del esfuerzo. Pero triunfaron más tarde, gracias al psicoanálisis y a su
rápida divulgación en los treinta primeros años del siglo xx.
Niños malcriados, niños golpeados, tanto unos como otros dominaron el
siglo xIx y los comienzos del siglo xx. Hemos visto, pues, cómo el niño salía
del anonimato y de la indiferencia de las Epocas remotas y se convertía en la
criatura más preciosa, la más rica en promesas y en futuro.
Durante siglos, el fallecimiento de un muchacho fue una cosa sin impor-
tancia, algo que enseguida se olvidaba; aunque la madre se desgarraba de
dolor, la sociedad no se hacfa eco de su lamento y esperaba a que se calmase.
Existen tumbas de niños en los siglos xvt y xv[[, pero son pocas y, salvo
algunas excepciones (en Westminster), no son fastuosas. En cambio, en el
siglo x[x, y en especial a finales de ese siglo, sobre todo en los cementerios de
la Europa meridional, las tumbas más lujosas, las más patéticas, las más
adornadas con tiguras, son las de niños.
La muerte infantil, que durante mucho tiempo fue provocada, y más
tarde aceptada, ha llegado a ser absolutamente intolerable. Quizá no nos
damos cuenta hasta qué punto es reciente esta actitud. Señala una fase defini-
tiva de la sensibilidad, o al menos para mucho tiempo, y no se puede conce-
bir cómo podría retrocederse: las más horribles imágenes de los exterminios
nazis son aquéllas de los cadáveres de niños, de aquellos cuerpecillos esquelé-
ticos y, al mismo tiempo, hinchados. El hombre occidental ha experimentado
en el siglo xv[[[ y en el x^x una revolución en la afectividad que, cierta-
mente, no lo hace mejor, sino diferente. Sus sentimientos se subdividen de
otro modo, y, en particular, se concentran más en el hijo. En la película
belga Au nom du F^ hrer, entre las imágenes de matanzas de niños hebreos,
rusos, polacos, etc., se intercalan otras conmovedoras de muchachos alema-
nes: un pueblo que ama a los niños.
Sin embargo, dentro de esta nueva sensibilidad, se comprueba entre 1960
y 1970 un cambio en la actitud de los occidentales hacia la infancia, cambio
que podría ser profundo. El pequeño rey del siglo x[x, al que las familias
erigían fastuosos sepulcros, era un raro muchacho, de una rareza fruto de
una contraconcepción eficaz, aunque táctica. Pero la natalidad, incrementada
en los años del baby-boom (1940-1950), disminuye desde 1960-70, y el fenó-
meno es general en Occidente. Entre el baby-boom y la disminución de la
natalidad de 1930 a 1940 había una diferencia de medios, pero no de motiva-
ciones. A veces disminuía la natalidad, a veces aumentaba, pero en ambos
casos la finalidad consistía en conseguir una «familia feliz» y el Futuro bie-
nestar de los hijos.
A partir de 1960, la disminución demográfica ya no responde a las mis-
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mas motivaciones. Ya no es child-oriented, como después de 19^0 o como el
incremento de los años de 1940 a 1950: la imagen del niño ya no es positiva,
como en el siglo xlx. En Estados Unidos, donde principalmente se le ha ren-
dido culto, es donde más evidente es el reflujo. En las urbanizaciones para
ancianos en Florida no se permite que residan jóvenes. En otros lugares, las
viviendas sólo se alquilaban a condición de que los inquilinos no tuviesen
más de dos hijos (actualmente eso es ptxo probable, pero es una cuestión de
principio). En ciertos establecimientos se prohíbe la entrada a los niños no
acompañados. Sin duda alguna, estas medidas se explican como consecuencia
de veinte años de absoluta «permisividad»; sin embargo, no se tolerarían en
otros tiempos.
Estos indicios -y existen otros- no significan que se esté volviendo a
épocas de indiferencia. Hay un límite de la sensibilidad que se ha superado
demasiado recientemente y demasiado a fondo para que sea posible una
vuelta atrás. Pero existe el riesgo de que, en la sociedad de mañana, el puesto
del niño no sea el que ocupaba en el siglo xlx: es posible que se destrone al
rey y que el niño no siga concentrando en él, como ha sucedido durante un
siglo o dos, todo el amor y la esperanza del mundo.•
' Estr rstudio apareció originalrnenre en el VoL VI de la Encicloprdia Einaudi en 1979. ti<•
^ublica con autorilación dr Einaudi y Editions du Sruil.
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