El Descenso - Anna Kavan

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Esta colección de relatos, mayoritariamente interrelacionados y en gran parte

autobiográficos, dibujan el camino descendente de la narradora desde el inicio


de la neurosis hasta la prisión final en una clínica suiza. El retrato de la
paranoia, de la persecución por parte de un enemigo o de una fuerza
innombrada, recuerdan a El proceso de Kafka, escritor con el que a menudo
se ha comparado a Kavan. Su estilo contenido y profundamente personal, sin
embargo, aparecen lejos de ningún modelo. Y los personajes recurrentes —el
inútil asesor de la protagonista, el amigo/amante que la abandona en la clínica
o el surtido de engañosos compañeros— se nos muestran sin deje alguno de
rabia, autocompasión o sentimentalismo.

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Anna Kavan

El descenso
ePub r1.0
Titivillus 29-10-2023

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Título original: Asylum Piece
Anna Kavan, 1940
Traducción: Ainize Salaberri

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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LA MARCA DE NACIMIENTO

Cuando yo tenía catorce años, la enfermedad de mi padre le obligó a irse al


extranjero durante un año. Decidieron que mi madre debía acompañarlo,
nuestra casa familiar se cerró temporalmente y me enviaron a un internado en
el campo.
En ese colegio conocí a una chica llamada H. Uso a propósito la palabra
«conocer» en vez de «hacer migas con» porque, aunque estuve sumamente
pendiente de ella durante todo el tiempo que permanecí allí, entre nosotras no
surgió una amistad como tal.
H. me llamó la atención desde el primer día que pasé allí, a la hora de la
cena. Estaba sentada junto a otra chica a la larga mesa y, en ese ambiente
ruidoso tan diferente del entorno cerrado e íntimo en el que se había
desarrollado toda mi vida hasta aquel instante, me sentía extraña, hundida y
un poco nostálgica. Observé los rostros jóvenes de mis aún desconocidas
compañeras, algunas de las cuales se convertirían en amigas y otras en
enemigas. Una cara, de entre todas, atrapó mi mirada con una atracción
absorbente.
H. estaba sentada al otro lado de la mesa, prácticamente frente a mí. Su
pelo rubio destacaba entre tantas cabezas castañas. Era una noche de otoño
neblinosa y fría, y la estancia no estaba muy bien iluminada. Tuve la
impresión de que toda la luz que había en el comedor se había arracimado a
su alrededor, reviviendo y renovándose a medida que jugaba con su cabello
dorado. Creo, echando la vista atrás, que debía de ser preciosa; sin embargo,
la imagen detallada de ella me es esquiva; solo puedo recordar la impresión
que me causó su rostro extraordinario, ni feliz ni melancólico, pero dotado de
una cualidad particular de aislamiento, la mirada de alguien decidido a
aceptar su destino. Quizá estas frases parezcan fuera de lugar en relación con
una niña del colegio que apenas era unos meses mayor que yo; y, por
supuesto, en aquellos tiempos no pensé en ella de esa manera. Es la impresión
acumulada, más que la momentánea, la que quiero expresar. En aquel
momento solo vi a una chica rubia, un poco mayor que yo, que, percatándose

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de que la miraba y captando el inevitable pensamiento de que posiblemente
necesitaba valor, me sonrió desde el otro lado de la mesa.
Me acuerdo de que volví a mirarla con cierta envidia. Me pareció que ella
debía de poseer todo aquello de lo que yo, como recién llegada, carecía: éxito,
popularidad, un lugar propio en aquel mundo escolar. Más tarde descubrí que
no era así en absoluto. Una singular presencia parecía ensombrecer todas las
actividades de H. Pude observar esa sombra, tan difícil de describir con
palabras, siendo, de algún modo, el complemento de su extraño resplandor
exterior.
¿Cómo puedo verbalizar la desconocida sensación de invalidación que la
acompañaba? Aunque no era impopular, no tenía amigos íntimos; y aunque
estaba en los primeros puestos tanto de capacitación académica como de
deporte, siempre había algún suceso inevitable y accidental que le negaba el
éxito supremo. Parecía aceptar ese destino sin cuestionárselo; casi, diría
alguno, sin ser consciente de él. Nunca la escuché quejarse de la mala suerte
que tan sistemáticamente le arrebataba todos los premios.
Y, aun así, ni era indiferente ni ajena, desde luego.
Recuerdo con bastante claridad un acontecimiento, hacia el final de mi
estancia en el colegio. En uno de los pasillos había un tablero de madera en el
que, entre otros varios avisos, colgaba un gran trozo de papel donde figuraban
nuestros nombres y las notas que cada una de nosotras había recibido cada
semana. H. estaba de pie frente a la lista, completamente sola, mirándola con
una expresión que no entendí, una expresión de resentimiento, no de
arrepentimiento pero, o eso me pareció, sí de resignación combinada con
pavor. Al ver aquel ademán en su rostro me sobrevino una oleada de
compasión apasionada e inexplicable; una emoción tan profunda, tan
aparentemente injustificada por las circunstancias, que me sorprendió sentir
que mis ojos se llenaban de lágrimas.
«Deja que te ayude… Hagamos algo», me escuché implorándole,
expresándome con cierta dificultad, como si mi propio destino estuviese en
juego.
En vez de contestarme, H. se subió una de las mangas y silenciosamente
señaló una mancha en la parte superior del brazo. Era una marca de
nacimiento, un trazo leve, como si la tinta se hubiese descolorido, que a
primera vista parecía no ser más que una pequeña red de venas bajo la piel.
Pero cuando la examiné más de cerca vi que se parecía más a un medallón, un
diseño en miniatura, un círculo hecho con puntas afiladas que albergaban una
forma pequeña, muy suave y tierna, quizá una rosa.

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«¿Has visto algo así en alguna otra parte?», me preguntó; y se me pasó
por la cabeza que ella esperaba que yo tuviese una marca similar.
Cuando negué con la cabeza, ¿fue decepción, vergüenza o desespero lo
que apareció en su rostro? Solo sé que se marchó a toda velocidad del pasillo
y que pareció evitarme durante el resto del tiempo que estuve en el colegio;
nunca más volvimos a estar a solas.
Los años pasaron y, aunque no supe nada de H., nunca llegué a olvidarla
realmente. Cada cierto tiempo, una o dos veces al año, cuando iba en tren,
cuando esperaba una cita o cuando me vestía por las mañanas, regresaba su
recuerdo junto a una incomodidad peculiar, una especie de malestar espiritual,
que desterraba lo más rápido posible.
Un verano en el que estaba viajando por un país extranjero, y debido a un
cambio en el horario de la compañía ferroviaria, me vi obligada a hacer
transbordo en una pequeña ciudad junto a un lago. Como tenía tres horas de
espera por delante, salí de la estación y me lancé a las calles. Era una tarde de
agosto muy calurosa y sofocante; sobre las grandes montañas hervían unas
amenazantes nubes de tormenta. En un primer momento consideré ir hasta el
lago en busca de frescor, pero me hizo desistir alguna cualidad funesta de
aquella sábana de agua estancada del color de la lava, y decidí, en cambio,
visitar el castillo, que era la atracción principal de aquel lugar.
Aquella vieja fortaleza se había construido en el punto más alto de la
ciudad y se veía claramente desde la plaza que había frente a la estación. Me
pareció que solo debía subir por alguna de aquellas calles empinadas que
conducían en aquella dirección para alcanzar el castillo en poco tiempo. Pero
mis ojos debieron engañarme en lo que a la distancia se refiere, porque
terminó siendo un paseo bastante largo. Llegué a las grandes verjas
tachonadas tan acalorada, cansada e incomprensiblemente deprimida que casi
decidí no entrar, pero en ese momento un grupo de turistas estaba accediendo
al interior y dejé que el guía me convenciera para unirme a ellos.
En la estación me habían dicho que el edificio funcionaba entonces como
museo, por lo que me sorprendió ver a soldados armados, de pie, montando
guardia en el patio. El guía, respondiendo a mi pregunta, me contó que una
parte del castillo aún se utilizaba como prisión para algún tipo de criminales.
Intenté averiguar más, puesto que nunca había oído hablar de esas prisiones
especiales; el guía me escuchó con educación pero se abstuvo de contestarme.
Los otros turistas parecieron rechazar mi curiosidad. Me rendí y me callé. Nos
encaminamos todos en tropel hacia la gran entrada y observamos las paredes
oscuras de piedra esculpidas en un relieve inquietante.

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Cada vez que pasábamos de una habitación sombría a otra deseaba, cada
vez más, no haberme embarcado en aquella expedición. Las losas de piedra
agotaron mis pies y las paredes amenazadoras y las pesadas puertas enrejadas
me deprimieron el espíritu; sin embargo, me pareció que era imposible volver
atrás, que no permitirían que nadie, hasta que el guía no nos condujese al
exterior de nuevo, abandonara el recinto.
Estábamos examinando una exposición de armas medievales cuando
percibí una pequeña puerta medio escondida tras una armadura. Ahora no
podría decir si lo que provocó que me situara detrás de la pesada loriga del
caballero y tirara de la manilla fue una provocación, una repentina necesidad
de aire fresco o simplemente una curiosidad frívola. La puerta, para mi
sorpresa, no estaba cerrada con llave. Se abrió con bastante facilidad y crucé
al otro lado. Los otros, absortos en la charla del guía, no me prestaron
atención.
Me encontré entonces en un espacio cercado y enlosado, demasiado
pequeño como para denominarse «jardín», abierto al cielo pero tan bloqueado
por muros, que más bien parecían despeñaderos, que la luz del sol no llegaba
y el aire, lívido, se percibía estancado y opresivo. Puesto que aquello no me
gustó mucho más que el interior del castillo, estuve a punto de volver a la
tediosa visita que acababa de abandonar cuando algo me hizo mirar al suelo.
Estaba de pie frente a lo que tomé por una reja baja, un respiradero
probablemente, que me llegaba hasta la pantorrilla. Mirando con más atención
vi que se trataba más bien de una ventana baja y enrejada que daba a alguna
celda subterránea. Lo que llamó mi atención fue un movimiento tras las
verjas. Me arrodillé y observé entre la maleza que había crecido en los huecos
de entre las grandes losas.
Al principio no pude ver nada; podía estar observando una habitación
oscura. Pero poco tiempo después mis ojos penetraron la oscuridad y, bajo la
verja, pude entrever una especie de camastro con una silueta envuelta y
tumbada sobre ella. No estaba segura de si quien estaba allí era un hombre o
una mujer, cubierto como si estuviera en un féretro, pero creí distinguir un
brillo deslustrado de pelo rubio e, inmediatamente, un brazo, no mucho más
grueso que un hueso, se elevó débilmente, como tanteando hacia la luz. ¿Fue
mi imaginación o realmente vi, en aquella carne casi transparente, una
mancha leve, circular y dentada que albergaba la forma de una rosa?
No espero que el horror de aquel momento me abandone nunca. Abrí la
boca pero durante unos segundos no fui capaz de generar ningún sonido. Justo
en el momento en el que estaba a punto de hablar con la prisionera,

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aparecieron los soldados y me sacaron rápidamente de allí. Me hablaron
brusca y amenazadoramente, empujándome y torciéndome los brazos
mientras me arrastraban hasta la presencia del oficial superior. Me ordenaron
entregar mi pasaporte. De forma entrecortada, en un idioma extranjero,
comencé a estructurar una pregunta sobre lo que había visto. Pero después
observé los revólveres, las porras de goma, las desalmadas y estúpidas caras
de los jóvenes soldados y al inaccesible oficial con su guerrera abrochada;
pensé en los gigantescos muros, en las rejas, y me faltó coraje. Después de
todo, una extranjera insignificante, y además mujer, ¿qué esperaba poder
hacer contra una fuerza tan aterradora y poderosamente establecida? Y ¿cómo
podía ayudar a la prisionera si yo misma me convertía en una?
Al final, tras muchas preguntas, me dejaron marchar. Dos guardias me
escoltaron a la estación y se quedaron en el andén hasta que el tren me llevó
lejos. ¿Qué más podría haber hecho? Aquella celda subterránea estaba muy
oscura; solo podía rezar y esperar que mis ojos me hubiesen engañado.

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ASCENDIENDO AL MUNDO

En las calles bajas cercanas al río en las que vivo hay niebla todo el invierno.
Cuando me acuesto por la noche hace tanto frío que la almohada me congela
la mejilla. Durante mucho tiempo he estado sola, aterida y deprimida. Hace
meses que no veo el sol. De repente, una mañana, todo se me hace intolerable.
Parece que no puedo soportar más tiempo el frío, la soledad, la niebla eterna
—no, ni siquiera una hora más— y decido visitar a mis patronos y pedirles
ayuda. Es una decisión desesperada pero una vez tomada me siento llena de
optimismo. Quizá me engaño deliberadamente con falsas esperanzas mientras
me pongo mi mejor vestido y me maquillo.
En el último momento recuerdo, justo cuando estoy a punto de salir, que
debo llevar un regalo. No tengo dinero con el que comprar un presente digno
de personas tan importantes; ¿hay algo en casa que podría utilizar? Corro
inquieta de una habitación a otra, como esperando descubrir algún objeto
valioso, cuya existencia he obviado durante todo el tiempo que he vivido
aquí. No hay nada adecuado, por supuesto. Me llaman la atención unas
manzanas que hay en la balda de la cocina, porque incluso bajo esa sombría
luz asoman como mejillas amarillas y rojas. Cojo apresuradamente un paño y
pulo cuatro de las manzanas más amarillas hasta que brillan. Después forro
una cesta pequeña con papel, pongo las manzanas dentro y me marcho. Me
digo a mí misma, de camino, que la fruta más simple puede complacer los
paladares de aquellos que se han acostumbrado demasiado al sabor de los
melocotones y las uvas de invernadero.
Al poco tiempo me encuentro en un ascensor que me eleva hacia los
cielos. Un sirviente varón con calcetines blancos y bombachos morados me
hace pasar a una magnífica estancia. Aquí una está por encima de la niebla; al
otro lado de las ventanas brilla el sol, cubierto por una red de velos suaves,
aunque no importa si no lo hace porque la estancia está llena con la luz
artificial de las luces indirectas. El suelo está cubierto por una moqueta más
mullida que el musgo, hay sillas y grandes sotas tapizados con delicados

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brocados, preciosas flores dispuestas en jarrones, algunos de los cuales tienen
forma de conchas y otros, de urnas antiguas.
Mis patronos no están y yo no tengo prisa por verlos. Estoy contenta solo
por el hecho de estar en esta habitación cálida, donde el aire está impregnado
de la fragancia del sol y de las flores, en la que una tan solo espera ver volar
mariposas velozmente de un lado para otro. Después de la oscuridad
neblinosa a la que me he acostumbrado, es como transportarse al verano, al
paraíso.
Mi patrón ha llegado pronto. Es alto y está de buen ver, tal y como debe
serlo un hombre tan importante. Todo en su apariencia es perfecto: sus
zapatos brillan como castañas, su camisa es de las mejores sedas, lleva un
clavel en el ojal y en el bolsillo del pecho, un pañuelo con el monograma
bordado por santas mujeres. Me saluda con una cortesía encantadora y nos
sentamos para hablar durante un rato sobre temas generales. Se dirige a mí
como a su igual. Empiezo a sentirme exultante ante tan prometedor comienzo.
Seguro que todo va a salir como espero.
Se abre la puerta y mi patrona hace su entrada. Ambos nos levantamos
para saludarla. Va vestida de terciopelo azul y en su sombrero hay un
pequeño pájaro posado, vivido y extraño como una joya. Las perlas decoran
su cuello y los diamantes, sus manos suaves. Me habla con una alegría
forzada, sonriendo con los labios apretados, que no se abren fácilmente. Con
timidez, le ofrezco mi humilde presente, que acepta con cortesía y con el que
después se muestra indiferente. Mis ánimos, de algún modo, disminuyen.
Volvemos a sentarnos en nuestros asientos almohadillados y durante unos
minutos seguimos manteniendo una conversación educada. Se produce una
pausa. Me doy cuenta de que los preliminares se han terminado y que ha
llegado el momento de exponerles el objeto de mi visita.
«¡Me muero de frío y de soledad allí abajo, en la niebla!», exclamo con
una voz que tartamudea de tan urgente que suena; «por favor, sean amables
conmigo.
Permítanme compartir un poco de su luz y calidez. No les causaré ningún
problema».
Mis acompañantes se miran el uno a la otra. Entre ellos se cruzan una
mirada de lo más elocuente. No entiendo lo que significa esa mirada pero me
hace sentir incómoda. Parece que ya han considerado mi petición y que han
llegado a un entendimiento mutuo.
Mi patrón se reclina en su silla y junta la punta de sus largos dedos. Sus
gemelos brillan, su pelo resplandece como la seda.

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«Debemos tratar esta cuestión de forma objetiva», comienza. Su voz tiene
un tono razonable e imparcial y recupero un poco de esperanza. Pero a
medida que continúa hablando me doy cuenta de que ese toque de
consideración, que me ha impresionado tan positivamente, no es más que una
parte de su perfecta apariencia y que no debo confiar en él más de lo que
confiaría en la flor de su ojal. De hecho, no es de fiar.
«No crea que la estoy acusando», dice, «o que estoy actuando como juez,
pero debe admitir que su conducta respecto a nosotros en el pasado dista
mucho de ser satisfactoria».
Vuelve a mirar a mi p at roña, que asiente. El pájaro de su sombrero
parece guiñarme un ojo; ambos son brillantes y ciegos.
«Sí», dice ella, «su mal comportamiento nos ha causado mucha tristeza y
ansiedad. Nunca nos ha consultado en absoluto sino que ha hecho lo que ha
querido obstinadamente. Solo cuando tiene un problema viene a pedirnos que
cuidemos de usted».
«Pero no entienden», lloro, y me avergüenzo de sentir las lágrimas en mis
ojos. «Esta vez es cuestión de vida o muerte. Por favor, no utilicen ahora mi
pasado en mi contra; perdónenme si les he ofendido; pero ustedes lo tienen
todo y pueden permitirse ser generosos. No puede costarles mucho. Pero, oh,
¡si ustedes supieran lo que anhelo vivir bajo la luz del sol de nuevo!»
Mientras hablo se me cae el alma a los pies. Estoy hundida en la
desesperanza porque presiento que ninguno de mis oyentes es capaz de
comprender mi petición. Dudo incluso de si me están escuchando. No saben
cómo es la niebla; para ellos no es más que una palabra. No saben lo que
significa estar triste y sola en una habitación fría en la que el sol no brilla
nunca.
«No es nuestra intención ser duros con usted», subraya mi patrón,
cruzando las piernas. «Nadie podrá decir nunca que no la hemos tratado con
paciencia y contención. Haremos lo que esté en nuestras manos para olvidar y
perdonar. Pero usted, por su parte, debe prometernos empezar una nueva vida,
dejar atrás el pasado y abandonar para siempre sus actitudes rebeldes».
Continúa hablando aunque en ese momento soy yo la que no le escucha.
He oído lo suficiente como para que me invada una decepción desesperada.
Es inútil que siga intentando acercarme a personas que son totalmente
inaccesibles y que no sienten la menor simpatía hacia mí. Prácticamente en mi
último suspiro apelo a su misericordia, pero todo lo que ellos pueden
encontrar en sus vacíos corazones es un sermón. Suspiro y me desabrocho el
abrigo, que nadie me ha invitado a quitarme, y en el que me encuentro

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incómodamente acalorada en ese momento. Mis ojos echan un triste vistazo a
la bonita estancia, a la atmósfera dorada y floral en la que las mariposas deben
de estar flotando. A través de una capa de lágrimas atisbo mis manzanas
amarillas, apartadas en un rincón detrás de una enorme caja de bombones de
licor. Me arrepiento, porque las he traído para que sean indignamente
abandonadas. A lo mejor el aparcacoches o la sirvienta les darán un mordisco
antes de tirarlas a la basura.
«Debe marcharse con la firme intención de cumplir con su deber para con
nosotros», está diciendo mi patrón. «Debe hacer todo lo posible para eliminar
viejas y malas impresiones. Debe demostrar, por encima de todo, su gratitud
hacia su patrona, ganarse su perdón y demostrarle que es digna de su
generosidad».
«¿Y dónde se supone que voy a encontrar un poco de calidez en todo
esto?», grito desesperadamente. Menudo sonido tan incongruente tienen las
palabras entre estas tranquilas paredes, y de qué manera las molestas flores
parecen sacudir sus cabezas con desdén.
Sé que he echado a perder mi última oportunidad. No tiene sentido esperar
más, por lo que me pongo en pie y abandono la estancia. Enseguida el
ascensor baja en picado conmigo, devolviéndome a las frías y neblinosas
calles a las que pertenezco.

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EL ENEMIGO

En algún lugar del mundo tengo un enemigo implacable, aunque no conozco


su nombre. Tampoco sé qué aspecto tiene. De hecho, si entrara en este mismo
instante en mi habitación, mientras estoy escribiendo, seguiría sin
reconocerlo. Durante mucho tiempo creí que algún instinto me avisaría si nos
encontrásemos cara a cara; pero ya no lo creo así. A lo mejor es un
desconocido, pero quizá lo más probable es que sea alguien a quien conozca
bastante bien, puede que alguien a quien vea todos los días. Porque si no es
una persona de mi círculo más inmediato, ¿cómo es posible que tenga
información tan detallada de mis movimientos? Me resulta prácticamente
imposible tomar ninguna decisión —incluso sobre un tema tan insignificante
como visitar o no a un amigo por la noche— sin que mi enemigo se entere y
sin que este tome medidas para asegurarse mi turbación. Y, por supuesto,
también está bien informado sobre cuestiones más importantes.
El hecho de no saber absolutamente nada sobre él hace que mi vida sea
intolerable, lo que me hace sospechar de todo el mundo por igual. No hay,
literalmente, ni una sola alma en la que pueda confiar.
A medida que pasan los días me estoy preocupando cada vez más de este
maldito problema; de hecho, se ha convertido en una obsesión para mí. Cada
vez que hablo con alguien me descubro escudriñándolo con absoluta atención,
buscando cualquier signo que delate al traidor que está decidido a hundirme.
No puedo concentrarme en mi trabajo porque siempre estoy debatiendo en mi
cabeza la cuestión de la identidad de mi enemigo y el motivo de su odio.
¿Qué he podido hacer para originar semejante e incansable persecución?
Reviso una y otra vez mi vida pasada sin dar con ninguna pista. Pero quizá
todo se originara sin que yo hiciera nada, sino simplemente debido a una serie
de circunstancias fortuitas que desconozco por completo. Puede que sea
víctima de algún tejemaneje político, religioso o financiero: una trama
inmensa y sombría, cuyas ramificaciones son tan oscuras como para
mostrarse ante los no iniciados como una cuestión bastante irrazonable que
requiere de, por ejemplo, algo tan aparentemente absurdo como la destrucción

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de todos los pelirrojos o de todos aquellos que tienen un lunar en la pierna
izquierda.
Por culpa de esa persecución mi vida privada está prácticamente
arruinada. Mis amigos y mi familia se han alejado, mi trabajo creativo está en
un punto muerto, mi actitud se ha vuelto nerviosa, sombría e irritable, me he
tornado insegura e incluso mi voz es ya dubitativa y confusa.
Supondrás que mi enemigo tendrá piedad de mí; que, contemplando el
lamentable y gravísimo estado al que me ha reducido, se contentará con su
venganza y me dejará en paz. Pero no, sé perfectamente que nunca se rendirá.
Hasta que no me haya destruido por completo no se sentirá satisfecho. Es el
principio del fin; durante las últimas semanas he recibido innegables
indicaciones de que está empezando a interponer falsas acusaciones contra mí
a las autoridades. No pasará mucho tiempo hasta que vengan a buscarme.
Cuando vengan a por mí será probablemente de noche. No habrá revólveres ni
esposas; todo transcurrirá de forma tranquila y ordenada, con dos o tres
hombres de uniforme o con chaquetas blancas, y uno de ellos llevará una
jeringuilla hipodérmica. Así ocurrirá conmigo. Sé que estoy condenada y no
voy a luchar contra mi destino. Solamente estoy escribiéndolo para que,
cuando no me veas más, sepas que el enemigo, finalmente, ha triunfado.

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UN CAMBIO DE ESTADO

Cuando has vivido durante siete años en la misma casa es probable que pasen
algunas cosas extrañas. Por supuesto, no estoy hablando de quienes han
vivido toda su vida en una casa, que quizá heredaron de sus padres o de sus
abuelos o incluso de ancestros más remotos: doy por hecho que a ellos se les
aplica un sistema de leyes completamente diferente. Pero cuando alguien
como yo, nómada por naturaleza, a través de una serie de circunstancias
accidentales, siente apego por una construcción en concreto, las
consecuencias pueden ser muy sorprendentes.
Pertenezco a una familia de trotamundos. Nunca hemos sido
terratenientes; de hecho, siempre hemos evitado acumular posesiones que
tienden a limitar el poder moverse libremente alrededor del mundo. Así que la
posibilidad de convertirme en propietaria de una casa dio lugar a una
considerable serie de conversaciones entre nosotros.
Todos mis familiares me recomendaron vender la propiedad. ¡Ojalá
hubiese seguido su consejo! Pero en aquel momento era inexplicablemente
reacia a alejarme de aquel lugar. Recuerdo que mi tío Lucius, que odia los
grandes desplazamientos, hizo un largo y complicado viaje a través del país
—y, además, con el amargo clima de la Navidad— para verme y discutir el
asunto conmigo. Y recuerdo que rechacé todas sus razonables propuestas con
argumentos en los que incluso entonces solo creía a medias, aduciendo que la
casa era demasiado pequeña como para volverse molesta, y que si la vendía e
invertía las ganancias el ingreso resultaría algo insignificante.
¿Por qué fui tan obstinada? Esa es la pregunta que me he hecho cientos de
veces, sin obtener respuesta. ¿Fue una especie de masoquismo, un deseo
íntimo de autocastigo, que me mantuvo en una línea de conducta que, desde el
principio y en el fondo, sabía que solo podía terminar en desastre?
No era que el lugar fuese especialmente atractivo. Es una casa que no
tiene un diseño arquitectónico definido, es mitad vieja y mitad nueva. Las
líneas de la parte nueva son rectas y se leen fácilmente como una simple suma
aritmética; la parte vieja es complicada, oblicua, está llena de ángulos

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inestables, con un tejado que se curva como la espalda de un caballo agotado,
y que está emborronada con parches escabrosos de liquen. Paradójicamente,
la parte vieja se ha añadido hace poco. Cuando vine a vivir aquí era una casa
completamente nueva —es decir, no llevaba en pie más de diez o quince años
—. Ahora, al menos la mitad de ella debió de haberse construido muchos
siglos atrás. Es la parte vieja la que ha crecido durante mi estancia, a la que
más temo y de la que más desconfío.
La casa nueva, que yace como pacíficamente acurrucada en un día
soleado, parece un inofensivo animal gris que comería de tu mano; por la
noche, la casa vieja abre sus pétreos ojos internos y me observa con una
hostilidad que apenas resulta soportable. Las viejas paredes se cubren con
cortinas transparentes de odio. Como un depredador, la casa me tiende una
emboscada, a mí, a la víctima que ya se ha tragado, a la intrusa que se halla
dentro de su antigua estructura de piedra.
Sabe, mientras se enrosca a mi cuerpo, que no puedo escapar. Estoy
cautiva en su propio entramado, soy como un gusano pequeño, un parásito al
que el anfitrión da cobijo no del todo a regañadientes. Aún no ha llegado el
momento de expulsarme. La casa me alimentará durante unos cuantos meses
o años más en sus frías entrañas, antes de arrojarme como la comida
regurgitada de un búho a los abismos del espacio infinito, a través de los
cuales mi pellejo y mis huesos rotos caerán por siempre jamás.
A veces incluso estallo en carcajadas cuando, a la luz del día, me devuelve
su nuevo rostro. ¿Por qué este apego infantil a un engaño que no engaña a
nadie? ¿Acaso no es suficiente que la casa me haya herido con sus odiosas
vísceras —que pronto me arrojarán como un vómito, cual estiércol— como
para que también intente engañarme con sus artimañas?
Quizá no perciba ni un simple destello del pasado durante muchos días
seguidos. Puede que solo el gris animal domesticado se presente ante mí y
parezca que se ha hecho una bola que está a punto de ronronear como un gato.
Todo parece fácil y legítimo; pero no se me puede tomar el pelo tan
fácilmente. Observo, estoy alerta, me giro de improviso para descubrir lo que
está a mis espaldas. Y tarde o temprano, con total seguridad, más allá de lo
inocuo, allí está la vieja cabeza siseando como una vieja víbora, cargada de
una antigua, astuta e innombrable malicia; está aguardando su momento.

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LOS PÁJAROS

Si una adivina hubiese predicho todos los reveses que iba a sufrir este
invierno, me habría reído descaradamente ante tamaño catálogo de vilezas. Y
aun así, de hecho, resultaría casi imposible exagerar el número de infortunios
que me han sucedido a lo largo de los últimos meses. ¡Y todo debido a las
actividades ocultas de un enemigo secreto cuyo mismísimo nombre
desconozco! ¿Puede haber algo más descorazonados más cruelmente injusto?
Estoy a punto de echarme a llorar ante el mero pensamiento de una injusticia
tan sin sentido. Pero, por supuesto, no es bueno lamentarse o quejarse o
protestar por aquello a lo que nadie presta atención, y que hasta donde yo sé
puede incluso, en el peor de los casos, ser utilizado en mi contra.
Una de las peores características de todo el asunto es esta atmósfera
oscurantista. Si al menos supiera de qué y quién me acusa, cuándo, dónde y
en base a qué leyes seré juzgada, me sería posible preparar la defensa de
forma organizada y enfrentarme a las cosas con una actitud sensata. Pero, de
esta forma, no escucho más que rumores contradictorios, todo está oculto y es
incierto, proclive a cambiar con o sin previo aviso.
¿Cómo es posible no perder la esperanza ante tales circunstancias? Los
días pasan lentamente sin que salga a la luz nada más significativo que unos
cuantos susurros contrapuestos o, quizá, alguna equívoca e incomprensible
comunicación oficial, que seré incapaz de descifrar; no desesperarse es
extremadamente complicado. Me reducen a una posición de inactividad, de
espera pasiva, de suspenso desquiciante, sin más alivio al fin que una visita
casual al tutor oficial que tengo asignado, un encuentro que, probablemente,
me lanzará por igual tanto al abatimiento más absoluto como a mantenerme a
flote con efímeras esperanzas.
Y a pesar de todo esto se supone que debo seguir como si nada con mi
propia existencia; trabajar, cumplir con las obligaciones sociales y familiares
aparentando que la antesala de mi vida es aún perfectamente normal: eso es lo
más difícil de soportar. Naturalmente, me he vuelto nerviosa, irritable y
despistada; mis amigos han comenzado a evitarme, mi trabajo se resiente y mi

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salud comienza a desplomarse. He perdido el sueño, se ha vuelto cada vez
más difícil que me interese alguna conversación, los libros, la música, las
obras de teatro, comer y beber, hacer el amor, incluso mi apariencia personal.
Básicamente me he desconectado de la realidad; estoy sola en un mundo
donde no tengo nada más que hacer que esperar, día tras día, un destino que
solo puedo intuir pero que, en cualquier caso, apenas será más tolerable que la
incertidumbre anterior.
Este es el estado de irrealidad en el que he permanecido sumida. Quizá no
haya durado tanto, puede que no haya sido más de un mes; en esta lamentable
condición he perdido la noción del tiempo, además de todo lo demás. Parece
que han pasado años desde la última vez que pude concentrarme en mi
trabajo; y, aun así, me veo obligada a pasarme ante mi escritorio las mismas
horas todos los días.
¿Qué hago conmigo misma durante esas interminables horas que en su
momento solían transcurrir tan rápidamente? Mi estudio tiene vistas al jardín,
un pequeño espacio verde con tres árboles: un nogal, un cerezo y un tercer
árbol bastante larguirucho, una variedad de prunus, del que no sé el nombre
correcto, aunque alguien me dijo una vez que era un ciruelo siberiano.
Cuando la vida se pone en tu contra tiendes a buscar una especie de tímido
consuelo en las cosas más simples, y no me avergüenza admitir que mi más
reciente ocupación principal, y prácticamente mi único placer, ha estado
ligada a los pájaros que, durante el invierno, frecuentan esta pequeña y
cercada porción de tierra. Me he dedicado últimamente a lanzar de vez en
cuando un puñado de semillas al jardín, así como trozos de pan y otras sobras
de comida que ya no me apetecían. Durante todo enero el clima ha sido
excesivamente gélido —no puedo evitar pensar que hay algún tipo de
conexión entre el frío implacable y mi propio sufrimiento— y ha habido nieve
casi de manera ininterrumpida, algo que no recuerdo haber visto en inviernos
pasados. Debido a estas condiciones atmosféricas tan severas, un número
inusual de pequeños pájaros se ha congregado en el jardín: carboneros
comunes, herrerillos, carboneros garrapinos, carboneros palustres, mitos,
verderones y pinzones vulgares, así como, por supuesto, petirrojos,
estorninos, mirlos, túrdidos y muchísimas golondrinas.
El ser humano puede soportar la depresión hasta cierto punto; cuando se
alcanza el nivel de saturación es necesario que encuentre en su entorno, si es
que desea seguir viviendo, algún elemento de placer, sin importar lo humilde
que este sea ni en qué grado lo haga. En mi caso, estos insignificantes pájaros,
con sus tenues colores, me han proporcionado suficiente distracción como

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para resguardarme de la desesperación absoluta. Me encuentro cada día
pasando más y más tiempo frente a la ventana observando sus vuelos, sus
trifulcas, sus revoloteos veloces, sus diminutas enemistades y alianzas.
Curiosamente, solo cuando estoy de pie frente a la ventana es cuando me
siento segura. Mientras los observo tengo la sensación de que soy igualmente
inmune a los ataques de la vida. La absoluta indiferencia hacia la humanidad
de estas criaturas salvajes deja cierto amparo a mi alcance. Donde todo lo
demás es peligroso, hostil y proclive a infligir dolor, ellos, por sí solos, no
pueden hacerme ningún daño porque, probablemente, ni siquiera sepan de mi
existencia. Los pájaros son mi refugio y mi esparcimiento.
Hace unos días estaba de pie, como siempre, frente a la ventana, con las
manos apoyadas en el ancho alféizar. Era media mañana y debería haber
estado trabajando, pero superada por un estado de abatimiento
particularmente desesperado había abandonado incluso la pretensión de
intentar concentrarme. Te preguntarás quizá por qué no recuerdo qué día de la
semana era: solo puedo responder que para mí todos los días son tan similares
que no logro diferenciar unos de otros. Recuerdo que había bastante niebla,
que las ramas de los árboles estaban inmóviles excepto cuando el liviano peso
de un pájaro las agitaba temporalmente, y que la nieve, a medio cuajar, caída
ya desde hacía demasiado tiempo, aunque no estaba realmente sucia, había
adquirido un aspecto mortecino y sin brillo, muy fastidioso a la vista.
La mujer que cuida de mí entró en la habitación con algún mensaje o
pregunta trivial a la que respondí sin girarme siquiera. Es un alma cándida
que me ha servido muy bien durante muchos años, pero en las últimas
semanas una sensibilidad macabra ha hecho que me resulte cada vez más
difícil mirarle a la cara. ¿Conoce o desconoce la maldición que pesa sobre
mí? A veces creo que no sabe nada; pero, seguramente, pese a lo poco
observadora que es, ha debido de percibir un cambio en mí. Y a veces tengo
la sensación de que se complica la vida para proporcionarme en las comidas
pequeñas exquisiteces, que prepara mi sustento con un cuidado especial,
como intentando tentarme para que coma; me gusta entrever en su anciano
rostro una expresión que bien podría ser de pena.
En esta ocasión, sobre la que estoy escribiendo, evité su mirada y continué
observando el jardín; me sentía demasiado abatida, incluso para mantener
ante ella una apariencia de laboriosidad. Y, de repente, mi mirada perdida,
que deambulaba por entre la sofocante, descolorida escena, se vio
profundamente cautivada y fascinada, incrédula y presa de un hechizo, por
una aparición tan radiante, tan inesperada, que fue como si dos diminutos

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meteoritos llameantes hubiesen atravesado de repente la aburrida atmósfera.
Me resulta imposible describir adecuadamente la intensidad de aquellos dos
pequeños pájaros mientras se posaban en las escasas ramitas del primus en la
penumbra triste y neblinosa de aquel día de invierno. No fueron solo sus
vistosas plumas sino también sus movimientos, sus aleteos livianos, tan leves
como las piruetas de unos bailarines extremadamente delicados, los que
crearon una sensación de flotabilidad sobrenatural, de vivacidad dichosa,
características propias de visitantes de un mundo más alegre.
Los contemplé asombrada, creyéndome víctima de una alucinación, y
aguardé el instante en el que los pájaros desapareciesen y dejasen el jardín tan
sombrío como antes. Pero se quedaron, aunque no se acercaron a la comida
que había lanzado por la ventana ni se relacionaron con otros pájaros —que
en ese momento parecían tan anodinos y poco inspirados—, sino que se
mantuvieron en las desordenadas y desnudas ramas del prunus, agitando a
veces sus alas como en una picara danza de plumas, comportándose en
algunos momentos con una dignidad mímica, como cadetes de la escuela de
escuderos.
Hechizada por las vistas, estaba a punto de hacer un comentario elogioso
en voz alta cuando algo me hizo mirar de soslayo a la sirvienta, que aún
estaba de pie detrás de mí. Aunque ella también miraba al exterior, al jardín,
el rostro de la buena mujer no expresaba ningún interés particular, y me
pareció obvio que no había visto a los dos brillantes pájaros que estaban
causándome tamaña emoción.
¿Qué conclusión iba yo a sacar de todo ello? Parecía increíble que alguien
no pudiese ver aquellos dos destellos de color, más sorprendentes que unas
joyas en aquel trasfondo gris de enero. No, solo podía dar por hecho que yo
era la única que podía ver los pájaros. Es a esa conclusión a la que me he
agarrado desde entonces puesto que mis etéreos visitantes no me han
abandonado. Es verdad que desaparecen durante muchos momentos del día
pero siempre vuelven al cabo de unas horas, para que cuando levante la vista
del papel me sienta repentinamente renacida ante la simple visión de su
luminosidad incongruente en mitad de esa deprimente escena. ¿Es una buena
señal? Casi puedo convencerme de que lo es; de que es un presagio que me ha
sido concedido como haciéndome saber que mis problemas están a punto de
terminarse y que las cosas, por fin, van a cambiar para bien.
¿O estoy siendo simplemente supersticiosa, como un jugador sin suerte
que prevé su destino en la caída de una patata e incluso en algunas señales de
los patrones del papel pintado?

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REVELANDO UNA INJUSTICIA

Ayer fui a ver a mi tutor oficial. Lo he visitado bastante a menudo durante los
últimos tres meses, a pesar de lo inconveniente que me resulta y del coste que
me suponen estos encuentros. Cuando tus asuntos se encuentran en un estado
tan desesperado como el mío, te ves obligada a echar mano de cualquier
ayuda y este hombre, D., ha sido mi última esperanza. Ha sido mi única
fuente de consejos y socorro, la única persona con la que podía hablar de mis
problemas: de hecho, la única persona con la que podía conversar
abiertamente sobre la situación intolerable a la que me he visto relegada. Con
todos los demás he tenido que ser reservada y desconfiada, obligándome a
recordar el lema de que «el silencio es el amigo que nunca te traiciona».
Porque, ¿cómo puedo saber si la persona con la que estoy hablando no es
acaso un enemigo o si está en contacto con mis acusadores o con aquellos
que, en última instancia, decidirán mi destino?
Incluso con D. me he mantenido siempre en guardia. Hubo desde el
principio días en los que había algo que me advertía de que no era del todo
fiable; en otras ocasiones, sin embargo, era él mismo quien me insuflaba
confianza. ¿Qué iba a ser de mí si me privaban incluso de su apoyo por muy
insatisfactorio que este fuese? No, no podía realmente hacer frente al futuro
totalmente sola y por lo tanto, por mi propio bien, no debía desconfiar de él.
Desde el principio deposité en él la confianza suficiente. Sabía que pese a
ser aún joven, estaba muy cerca de alcanzar la cima en su profesión. Me
consideré afortunada de haber sido puesta a su cargo, a pesar del largo viaje
que me separaba de él; en aquellos primeros días no pude prever que tendría
que visitarlo con tanta frecuencia. Al principio, me impresionó muy
positivamente la sólida casa de campo en la que me recibía, y la estancia, con
cortinas de terciopelo color oporto, cómodos sillones y, en apariencia,
valiosos tapices.
Sin embargo, no las tenía todas conmigo respecto al hombre en sí.
Siempre he creído que las personas que comparten unas características físicas
similares encajan en grupos psicológicos comparables, y él pertenecía a un

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tipo que siempre me había resultado antipático. De cualquier modo, no había
ninguna duda sobre su habilidad; estaba excelentemente cualificado para
hacerse cargo de mi caso y, puesto que solo iba a reunirme con él de tanto en
tanto —y en un entorno profesional y no personal—, el hecho de que no nos
cayésemos en gracia parecía un detalle nimio. Lo principal era que él debía
dedicar a mis problemas el tiempo suficiente y que debía estudiar mis
intereses con seriedad; y parecía que estaba bastante preparado para hacerlo.
No fue hasta más tarde, cuando las cosas fueron de mal en peor y me vi
obligada a consultarle a intervalos cada vez más cortos, cuando comencé a
sospechar de su buena voluntad hacia mí.
En nuestros primeros encuentros me trató siempre con una consideración
extrema, incluso con deferencia, escuchando todo lo que tenía que decir con
la mayor de las atenciones, e impresionándome con la importancia que le
concedía a mi caso. Fue esta primerísima actitud —tan gratificante en un
principio— la que despertó mis primeras y ligeras sospechas, por muy
irracional que pueda sonar. Si él realmente cuidaba de mis intereses tan
profundamente como afirmaba, ¿por qué le parecía tan necesario actuar de un
modo casi conciliatorio, que sugería que estaba intentando desviar mi
atención de algún tipo de negligencia por su parte, o bien que las cosas no
estaban progresando tan favorablemente como él aseguraba? Aun así, como
ya he dicho anteriormente, él tenía un truco para inspirar confianza y con unas
cuantas frases alentadoras y convincentes era capaz de disipar todas mis
dudas y endebles miedos.
Pero, inmediatamente, mi mente inquieta se vio invadida por otro motivo
por el que sospechar. Desde que me presentaron a D. he sido consciente de
que había algo en su cara —aquellas cejas tan oscuras que acentuaban sus
ojos hundidos, a los que nunca miré lo suficiente ni directamente como para
determinar su color, aunque siempre di por hecho que eran de un marrón
oscuro— que me resultaba vagamente familiar. Mis pensamientos, de tanto en
tanto, se abstraían buscando aquella imagen que apenas recordaba y con la
que nunca conseguía dar del todo. Sin prestarle nunca demasiada atención al
asunto, creo que finalmente decidí que D. debía de recordarme algún retrato
que había visto hacía tiempo en una galería, en el extranjero muy
probablemente, puesto que su semblante era, sin duda, de otro país, y contenía
el curioso equilibrio de sensualidad latente e intelectualidad dominante que
tanto puede apreciarse en algunas de las obras de El Greco. Y entonces, un
día, repentinamente, justo cuando estaba saliendo de su casa, la memoria, que
durante tanto tiempo me había evitado, impactó con virulencia contra mí

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como si hubiese chocado contra un viandante. D. no me recordaba a ningún
retrato antiguo que hubiese visto sino a una fotografía de prensa, una que
había observado hacía relativamente poco, una imagen incluida en un boletín
ilustrado que sin duda aún estaba en alguna parte de mi salón.
Tan pronto como llegué a casa comencé a buscar entre los periódicos que,
en mi absorto estado de ánimo, había dejado que se acumulasen en una pila
desordenada. No tardé mucho en encontrar lo que estaba buscando. El rostro
del joven asesino, que me miraba amenazante desde el papel, era sin lugar a
dudas el mismo rostro con cejas oscuras que, hacía poco, había tenido frente a
mí en el escondite privado de su preciosa habitación.
Me pregunto por qué ese parecido accidental me impresionó tanto. Es
posible que un hombre tenga una apariencia exterior similar a la de un asesino
en concreto sin que posea tendencia violenta alguna; o si la posee, lo cual es
más probable, que tenga control suficiente para mantenerla a raya. Solo hay
que pensar en el puesto de responsabilidad de D., observar su rostro
controlado, sereno e inteligente, para darse cuenta de la naturaleza fantástica
de la comparación. La completa secuencia de ideas es absolutamente
grotesca, totalmente ilógica. Y, aun así, ahí está: no me la puedo quitar de la
cabeza.
Además hay que recordar que el hombre de la fotografía no era un asesino
al uso sino un fanático, un hombre de convicciones extraordinariamente
fuertes, que mataba no por beneficio personal sino por principios, por lo que
él consideraba que era lo correcto. ¿Es este un argumento a favor o en contra
de D.? A veces pienso una cosa y otras veces, otra: me siento bastante incapaz
de decidir.
A consecuencia de estos prejuicios —y, por supuesto, había otros que me
llevaría mucho tiempo describir aquí— decidí poner mi caso en manos de
otro tutor. Se trataba de un paso serio, que no se podía tomar a la ligera y,
antes de enviar la solicitud, invertí una gran cantidad de tiempo en darle
vueltas al asunto. Incluso después de haber enviado la carta no terminaba de
sentirme del todo segura de haber hecho lo correcto. Ciertamente, había oído
hablar de gente que había cambiado de tutor, no una sino varias veces, y
también de algunos que parecían pasarse el tiempo yendo de uno a otro, pero
siempre había sentido desprecio por ellos, por su inestabilidad, y la sensación
general de la gente era que los casos de tales individuos terminarían mal. Aun
así, teniendo todo esto en cuenta sentí que, en lo que a mí respectaba, las
circunstancias excepcionales justificaban el cambio. Cuando redacté la
solicitud tuve especial cuidado en evitar cualquier afirmación que pudiese

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entenderse como perjudicial para D.; simplemente subrayé el hecho de que
me resultaba muy caro y extraño estar continuamente emprendiendo los
largos viajes hasta su domicilio. Les pedí que transfirieran mi caso a alguien
en la ciudad universitaria que había cerca de mi casa.
Esperé la respuesta con ansia durante muchos días, hasta recibir, al
término de aquel período, un manojo de formularios para que los rellenase por
duplicado. Los cumplimenté, los envié y la espera comenzó de nuevo. ¡Qué
gran parte de mi vida ha ocupado últimamente ese inútil suspense que te
destruye el alma! La espera sigue y sigue, día tras día, semana tras semana, y
sin embargo nunca te acostumbras a ella. Bueno, la respuesta llegó finalmente
en aquel papel rígido y de un azul pálido del que había aprendido a sentir
pavor nada más verlo. Mi petición fue rechazada. No me dieron ninguna
explicación sobre por qué se me denegaba un favor que le había sido
concedido a cientos de personas. Pero, obviamente, de esta entidad pública no
se pueden esperar explicaciones; su conducta es siempre totalmente despótica
e impredecible. Todo lo que se dignaron a añadir en la categórica negativa fue
la afirmación de que era libre de prescindir en su totalidad de los servicios de
un tutor, si eso era lo que prefería.
Tras recibir esa comunicación arbitraria estaba tan deshecha que me
quedé en casa dos semanas enteras, totalmente inactiva. No tenía ni fuerzas
para salir; me recluí en mi habitación, aduciendo que estaba enferma y sin ver
a nadie más que a la sirvienta cuando me traía la comida. De hecho, la excusa
de la enfermedad no era mentira, puesto que mi cuerpo, así como mi mente,
se sentía completamente destrozado, exhausto, apático y deprimido,
exactamente igual que tras haber tenido una fiebre altísima.
Sola en mi habitación, reflexioné incesantemente sobre la situación. ¿Por
qué, por el amor de Dios, las autoridades habían rechazado mi solicitud,
cuando sabía a ciencia cierta que a otras personas se les permitía cambiar de
terapeuta a su antojo? ¿Aquella negativa significaba que había alguna
característica especial en mi caso que lo diferenciaba de los demás? Si así era,
y puesto que se me estaban negando privilegios normales y corrientes,
seguramente debía indicar que se había hecho un análisis más serio de mi
caso que del resto. ¡Si al menos supiera, o pudiese descubrir algo definitivo!
Redacté otra solicitud con extremo cuidado y la envié a la dirección oficial,
educadamente, me temo incluso que servilmente, suplicando una respuesta a
mis preguntas. Qué imbécil fui humillándome, tan inútilmente, sin duda ante
una dependencia llena de funcionarios principiantes que, con toda
probabilidad y antes de tirarla a la papelera, se echaron unas buenas risas ante

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mi trabajosa y meditada redacción. No llegaría ninguna respuesta,
naturalmente.
Esperé unos días más en un estado que iba de la inquietud al desespero,
que a cada hora se volvía más insoportable. Hasta que ayer, finalmente, llegué
al punto de no poder soportar más tanta tensión. Solo había una persona en el
mundo entero con quien podía liberar mi mente, solo una persona que era,
posiblemente, capaz de aliviar el suspense, y esa persona era D., que aún era,
cuando ya todo estaba dicho, mi tutor.
Decidí ir a verle de nuevo, de improviso. Estaba en tal estado que tomar
una decisión se había convertido en una necesidad imperiosa. Me vestí y salí
a coger el tren.
El sol brillaba y me sorprendió ver que, durante el tiempo que había
permanecido encerrada, demasiado preocupada por mis problemas incluso
como para mirar a través de la ventana, habíamos cambiado de estación,
pasando del invierno a la primavera. La última vez que miré
desinteresadamente las colinas había visto un paisaje de nieve y árboles en
color sepia digno de Brueghel y ahora, salvo por una estrecha blancura que
bordeaba el extremo norte del punto más alto del bosque, la nieve había
desaparecido. A través de las ventanillas del tren vi liebres jugando entre las
finas líneas verdes esmeralda del trigo invernal: en los valles, la tierra recién
arada parecía tan opulenta como el terciopelo. Abrí la puerta del vagón y sentí
la suave corriente de aire que, no muy lejos de allí, guiaba al chorlito en su
danza de amor extraña y vacilante. Cuando el tren aminoró la marcha entre
las altas laderas, vi en la hierba las brillantes cabezas amarillas de las
celidonias.
Incluso en la ciudad había sensación de alegría, como de vida renovada.
La gente caminaba enérgicamente hacia sus citas o perdía el tiempo
contemplando, feliz, los escaparates. Estaban los que silbaban o cantaban para
sí aprovechando que el ruido del tráfico amortiguaba su sonido, los que
agitaban sus brazos, los que se metían las manos en los bolsillos y los que ya
se habían deshecho de sus abrigos. En las esquinas de las calles se vendían
flores. Aunque la luz del sol no alcanzaba el final de las profundas calles, los
tejados estaban bañados en oro, y muchos alzaban la mirada automáticamente
a los relucientes tejados y al suave y prometedor cielo.
También yo me beneficié de la atmósfera de ese día. Mientras caminaba
decidí exponerle a D. el objeto de la solicitud y su respuesta con la intención
de no esconderle nada, sino más bien para preguntarle qué creía que había
detrás de aquella decisión oficial. Al fin y al cabo, no había hecho nada que

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pudiese ofenderle; en términos prácticos, mi petición de cambio de tutor
estaba perfectamente justificada. Tampoco tenía ningún motivo real para
desconfiar de él. Más bien al contrario, ahora era más necesario que nunca
albergar una fe implícita en él puesto que solo él tenía el poder de hacer que
mi caso avanzase. Posiblemente, y solo por el bien de su buena reputación,
haría todo lo posible para ayudarme.
Llegué a su casa y esperé a que me abriesen la puerta. Cerca del pasamano
había un mendigo de pie que sostenía frente a él una bandeja con cerillas; era
un hombre joven y delgado cuya apariencia le hacía parecer de clase media;
estaba cuidadosamente afeitado, llevaba un traje azul oscuro, viejo y limpio.
La ciudad, por supuesto, está llena de gente desahuciada; pueden verse por
todas partes, pero no podía evitar desear no haber visto aquello justo en aquel
momento; deseaba no haber visto a aquel hombre en concreto, aunque puede
que fuese un maestro caído en desgracia. Estábamos tan cerca que esperaba
que me pidiese algo. Sin embargo, se quedó de pie sin siquiera mirar en mi
dirección, ni tampoco molestarse en acercar sus cerillas a los transeúntes;
había en su rostro una expresión de una apatía tan absoluta que bastó ese
instante para que todo el influjo optimista de aquel día comenzase a
abandonarme.
Cuando crucé la entrada, parte de mi atención se quedó adherida al
respetable mendigo con el que me sentía de algún modo conectada. Se me
pasó por la cabeza que quizá yo, algún día, incapaz de seguir trabajando,
habiendo consumido mi pequeña fortuna, con mis amigos irreparablemente
alejados, estaría en la misma situación que él.
El sirviente me informó de que a D. lo habían llamado por un trabajo
urgente pero que volvería pronto. Me llevó a una habitación y me pidió que
esperara. Allí sola, toda mi depresión, que había desaparecido bajo el sol,
regresó. En contraste con el viento primaveral de la calle, sentía la pieza
cerrada y opresiva, pero una sombría inercia me impidió abrir una de las
ventanas decoradas con gruesas cortinas. En la esquina, el enorme reloj de pie
marcaba los minutos. Al escuchar aquel incesante tictac me sobrevino
gradualmente una sensación de futilidad abismal. El hecho de que D. no
estuviese, que de entre todos los días posibles eligiese aquel para hacerme
esperar en aquella lúgubre habitación, creó la peor de las impresiones posibles
en mis crispados nervios. Me poseyó una sensación de desesperanza, de que
todo esfuerzo que hiciese sería inútil. Me senté apáticamente en una silla
rígida e incómoda con un asiento de piel y observé el reloj, cuyas agujas
habían completado en ese momento medio círculo desde mi llegada, con

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indiferencia. Pensé en marcharme, pero incluso carecía de energía para
moverme. Me había invadido una apatía similar a la del mendigo de afuera.
Estaba convencida de que, incluso antes de haber hablado con D., la visita
había sido un fracaso.
De repente, el sirviente volvió para decirme que D. estaba a mi
disposición. Sin embargo, ya no quería verle; solo con la mayor de las
dificultades me pude obligar a levantarme y a seguirle hasta la habitación en
la que mi tutor se encontraba sentado a su escritorio. No sé por qué el verle
sentado en su pose habitual me sugirió la idea de que no lo habían llamado de
ningún sitio en realidad, de que había estado allí sentado todo el tiempo,
teniéndome a la espera por algún motivo personal oculto; quizá para provocar
en mí una sensación de desesperación tan grande como la que estaba
experimentando en aquel momento.
Nos dimos la mano, me senté y comencé a hablar; mi indolente lengua
empezó a verbalizar palabras que parecían inútiles antes incluso de ser
pronunciadas. ¿Era cosa mía que D. escuchaba con menos atención que en
ocasiones anteriores, mientras jugaba con su pluma o con los papeles que
tenía frente a él? No pasó mucho tiempo antes de que su actitud me
convenciese de que él estaba totalmente informado acerca de mi solicitud y su
resolución. No había duda alguna de que las autoridades le habían remitido el
asunto; ¿con qué sesgo, con qué consecuencias? Y fue entonces, mientras
intentaba adivinar lo que esta intercomunicación presagiaba, cuando pasé de
un estado de indiferencia a uno de sospecha y alarma.
Me escuché a mí misma expresando el viejo argumento de la
incomodidad, explicándole en un tono dubitativo que para estar menos de una
hora con él debía emplear, entre ir y venir, seis horas de viaje. Y entonces le
oí responder que ya no tendría motivo de queja alguno respecto a los
aburridos viajes, puesto que estaba a punto de emprender unas vacaciones de
duración indefinida y no acometería más trabajos hasta su vuelta.
Si antes de aquello me sentía desesperada os podéis imaginar cómo me
afectó aquella información. De algún modo me despedí de él, encontré el
camino a la calle y alcancé el tren, que me llevó a través del entonces ya
oscuro paisaje.
Qué difícil es sentarse en casa sin nada más que hacer que esperar.
Esperar es la cosa más difícil del mundo. Esperar sin tener a quién confiarle
tus dudas, tus miedos, tus esperanzas incansables. Esperar sin saber si tenía
que interpretar las palabras de D. como una orden oficial que me privaba de
toda ayuda o si él tenía intención de retomar mi caso en un futuro cercano, o

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bien este estaba ya cerrado. Esperar, simplemente esperar, carente incluso de
la última y piadosa privación de toda esperanza.
A veces pienso que algún tribunal secreto ha debido de juzgarme y
condenarme, sin escucharme siquiera, a esta opresiva condena.

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OTRO FRACASO, NADA MÁS

Cuando salí de casa de D. me sentía muy ansiosa e infeliz, estaba enfadada


conmigo misma y también con él porque se había negado a ayudarme. Que
recurriese a él en mi estado de angustia era bastante natural. Él sabe más de
mí y de mis problemas que ningún otro ser; es un hombre inteligente en cuyo
juicio la gente confía y además, debido a su profesión, tiene cualificaciones
especiales para aconsejar en este tipo de problemas.
«¿Por qué no va a decirme lo que debería hacer?», le pregunté indignada
al final de nuestro encuentro. «¿Por qué no puede darme una línea de
conducta definitiva y evitarme así todo este sufrimiento e incertidumbre?»
«Eso es precisamente lo que no tengo intención de hacer», me contestó.
«Tu problema es que estás siempre evitando las responsabilidades. Este es un
caso en el que debes actuar bajo tu propia iniciativa. Lo lamento si parezco
poco amable pero debes creerme cuando te digo que si lo analizas tú sola, en
vez de seguir ciegamente consejos externos, tanto si son míos como de
cualquier otro, te irá mucho mejor a largo plazo».
Estaba tan dolida con la actitud tan inesperada de D. que mientras me
dirigía hacia el invernal crepúsculo londinense creo que estaba pensando más
en él que en mi problema personal. En mi imaginación seguía escuchando su
voz agradable y empática, en ese momento tan fuera de tono respecto a las
palabras sin corazón que estaba pronunciando, y observando su tez morena
que siempre me recordaba vagamente a otro rostro que había visto hacía
mucho, aunque no podía recordar dónde; quizá en algún cuadro o en alguna
fotografía del periódico. Me sentía avergonzada por haberle pedido un favor
que él no estaba dispuesto a hacerme. Me abochornaba haber esperado
demasiado de una amistad que, tal vez durante todo este tiempo, había sido
unilateral. Seguramente había permitido que mis deseos personales me
engañasen haciéndome creer que sus maneras compasivas eran pruebas de
sentimientos cordiales hacia mí. Ahora que lo pienso, no puedo recordar una
sola ocasión en toda nuestra relación en la que su comportamiento dejase
entrever algo más que la benevolencia generalizada de un hombre humano,

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comprensivo e inteligente. La idea de haber cometido tal error era
especialmente angustiante para mí, porque soy muy reservada por naturaleza
y me da miedo el rechazo de la gente de mi ámbito. En ese momento sentía
que me había delatado y que D. debía de estar despreciándome o riéndose de
mí; sin embargo, sabía perfectamente que él entendía demasiado bien cómo
funcionaba la mente y el corazón como para acusarlo de semejante crueldad.
Pese a que todos estos humillantes pensamientos estaban muy lejos de ser
agradables, me agarré a ellos lo máximo posible, exagerándome a mí misma,
en realidad mi más reciente mortificación, como si mi relación con D. tuviese
mayor importancia que cualquier otra cosa en el mundo. Pero, por supuesto,
no conseguí sacarme de la cabeza el problema real. Estuvo ahí todo el tiempo,
como un dolor de muelas que se vuelve cada vez más insistente hasta que,
finalmente, anula cualquier otra sensación.
¿Qué iba a hacer en la entrevista a la que se suponía debía asistir en
breve? Las preguntas que tan desesperadamente le había planteado a D. y que
él se había negado a responder se me presentaban en ese momento con una
urgencia imperiosa. ¿Debía acudir al hotel a reunirme con mi marido y con la
jovencita que él había propuesto meter en nuestra casa? ¿Era emocionalmente
capaz de aceptar la situación a la que, en teoría, ya había dado mi
consentimiento intelectual? ¿Con qué sonrisa, con qué palabras, debería
saludar a aquella extraña, más joven, más bella y más afortunada que yo?
¿Con qué mirada endurecida de un modo poco natural debería observar las
miradas y gestos tan reconocibles para mi corazón pero dirigidos hacia una
nueva receptora?
La secuencia recurrente de estas preguntas, a las que parecía totalmente
incapaz de contestar, a las que, de hecho, no tenía esperanza ni expectativa
alguna de poder encontrar una respuesta, comenzaron a adoptar, por pura
monotonía, una cualidad de horror y tormento imposibles de describir.
Empecé a sentir que si no conseguía romper aquel círculo vicioso me volvería
loca de repente y comenzaría a gritar y a perpetrar algunos sorprendentes
actos de violencia en mitad de la calle. Pero lo peor de todo era saber que las
leyes de mi temperamento me negarían incluso un alivio como aquel; que
estaba inexorablemente atrapada por mi propia determinación de no mostrar,
bajo ningún concepto, emoción alguna.
Tenía frío y estaba cansada. Me di cuenta de que debía haber caminado
sin rumbo durante bastante tiempo; vi que estaba en una calle que no conocía
muy bien. Había caído la noche, las luces brillaban vagamente a través de la

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neblina. Miré mi reloj y vi que era prácticamente la hora establecida para la
entrevista.
En cuanto me di cuenta de ello pareció sobrevenir un cambio en
absolutamente todo. Era como si, de algún modo misterioso, me hubiese
convertido en el eje central sobre el que giraba aquella escena nocturna. La
gente que caminaba por la acera me miraba según pasaba: algunos lo hacían
con pena, otros con cierta indiferencia y otros con una curiosidad morbosa.
Algunos parecían hacer pequeños y disimulados gestos, pero no estaba segura
de si eran para alertarme o para motivarme. Las ventanas se iluminaban o se
apagaban: eran algo así como ojos penetrantes que, sin embargo, estaban
centrados en mí. Las casas, el tráfico, todo lo que estaba a la vista parecía
observarme para ver qué hacía.
Me giré y comencé a caminar deprisa en dirección al hotel. Corrí para no
llegar tarde a la cita pero en ningún momento, por algún motivo, se me
ocurrió coger un taxi. A lo largo del trayecto me acompañaron los ojos
brillantes de los coches, que me seguían fielmente, y que o bien estaban
especulando o bien sabían previamente lo que ocurriría. Escuchaba en mi
cabeza la agradable voz de D. diciéndome que debía tomar mis propias
decisiones. Su cara y aquellas cejas oscuras que me devolvían un recuerdo
esquivo flotaron frente a mí, no más grandes que un ratón, para desaparecer
después.
Llegué a la entrada del hotel, perfectamente iluminada. La gente entraba y
salía por la puerta giratoria. Caminé más despacio y finalmente me detuve.
Incluso en ese momento estaba convencida a medias de que debía entrar,
cumplir con la cita, actuar con credibilidad durante la entrevista. Pero
entonces mis pies me alejaron de allí y entendí lo que creo que los
observadores habían sabido todo el tiempo, que en vez de enfrentarme a la
situación me escaparía a cualquier otro sitio, a no importa qué vergüenza,
culpa o desesperación.
¿Podría entonces sobrevivir a mi propia condena? Una pregunta sin duda
retórica porque, aunque es difícil vivir con tantísima tristeza y tantísimos
fracasos, morir parece aún más duro.

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LA CITACIÓN

R. es uno de mis amigos más antiguos. Una vez, hace mucho, solíamos vivir
en unos pisos del mismo edificio y, por lo tanto, claro está, le veía muy a
menudo. Después cambiaron las circunstancias de nuestras vidas y nos
separaron distancias cada vez más grandes, hasta el punto de que solo
podíamos vernos de tanto en tanto y con dificultad —quizá una o dos veces al
año— y, más adelante, apenas unas horas o, como mucho, un fin de semana.
Pese a todo, nuestra amistad, que fue puramente platónica, se mantuvo intacta
aunque, naturalmente, no era posible mantener el mismo nivel de intimidad
que antes. Sentía que aún existía entre nosotros un entendimiento cercano e
indestructible; un entendimiento que tenía su origen en que éramos de
carácter muy similar y, por lo tanto, estábamos a salvo de cambios
inesperados.
Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez en que nos
habíamos visto, por lo que estuve encantada cuando pudimos por fin
concretar un nuevo encuentro. Acordamos quedar en la ciudad, cenar juntos y
viajar de noche en tren hasta el barrio donde él vivía.
Quedamos a las siete. Llegué la primera al restaurante y en cuanto dejé mi
equipaje en el guardarropa, subí las escaleras hacia el pequeño bar al que solía
ir con frecuencia y donde me sentía como en casa. Me percaté de que había
un camarero ayudando al barman de siempre y me pregunté, de ese modo tan
ocioso en el que fluyen los pensamientos de alguien que espera a otra
persona, por qué habían traído a un ayudante aquella noche si no había
muchos clientes en el bar.
R. apareció casi de inmediato. Nos saludamos con felicidad y así nos
enfrascamos en una conversación que bien podría no haber terminado nunca.
Nos sentamos y pedimos la bebida. Fue el camarero, y no el barman, el
que nos atendió. Cuando el hombre posó los dos vasos sobre la mesa, me
sorprendió su fealdad. Sé que no deberíamos sentirnos influidos por las
apariencias pero había algo en el aspecto de aquel tipo por el que no podía
evitar sentir rechazo. En cuanto lo miré me vino a la mente la palabra

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«troglodita». No sé qué aspecto tenían realmente los habitantes de las
cavernas pero siento que debían de ser muy similares a aquel individuo
pequeño, rechoncho e incoloro. Pese a no tener ninguna deformación,
curiosamente, sí que parecía deforme; quizá se debía simplemente a que era
muy desproporcionado y a que estaba bastante encorvado. No era muy mayor
pero su cara mostraba una expresión extraña de antigüedad, de algo manido y
casi obsceno, como si fuese el superviviente de un mundo primitivo.
Recuerdo especialmente sus labios, anchos y grises, sin forma, que parecían
incapaces de generar algo tan civilizado como una sonrisa.
Por increíble que parezca, debía de estar prestándole más atención al
camarero que a mi amigo, porque no fue hasta después de que alzásemos las
copas cuando percibí cambios en el aspecto de R. Desde nuestro último
encuentro había engordado y parecía, en general, más exitoso. También
llevaba un traje nuevo y, cuando lo elogié, me dijo que se lo había comprado
ese mismo día, con parte de una gran suma de dinero que había recibido como
anticipo de su último libro.
Me alegró saber que las cosas le iban tan bien. Pero, al mismo tiempo, una
punzada de celos me atravesó el corazón. Mis asuntos estaban sumidos en un
estado tan lamentable que me resultó imposible no comparar mi fracaso con
su éxito, que, de algún modo indefinible, le hacía parecer menos accesible
pese a que su actitud era tan amistosa y encantadora como lo había sido
siempre.
Cuando terminamos las bebidas bajamos al restaurante a cenar. Aquí me
sorprendí y, debo admitir, me enfadé de un modo bastante irracional, cuando
vi que el camarero que se nos acercaba con el menú era el mismo de antes.
«Qué, ¿trabajas tanto aquí abajo como arriba?», le pregunté bastante irritada.
R. debió de sorprenderse mucho con mi tono tan desagradable porque me
miró con reprobación. El hombre respondió con bastante educación que había
terminado su turno en el bar y que ahora le tocaba atender en el restaurante.
Hubiese sugerido que nos cambiasen a una mesa que sirviese otro camarero
pero me sentí demasiado avergonzada como para hacerlo. Estaba mortificada
por haber mostrado un sentimiento tan irracional y poco simpático ante R.,
que, estaba segura, debía de estar criticándome duramente.
Era un mal comienzo para una cena. La noche había tomado un rumbo
desafortunado, como una mala racha de cartas que no puedes romper, y todo
debido a aquel maldito camarero. Aunque hablamos sin ninguna limitación, la
calidez de las chispas que solían saltar cuando estábamos juntos se nos

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negaba. Me pareció incluso que la comida no estaba tan buena como otras
veces.
Me alegré cuando el camarero quitó las migas con la servilleta y nos puso
los cafés delante. Ahora, por fin, nos veríamos liberados del peso de aquella
proximidad desfavorable. Pero volvió en pocos minutos y acercando su
repulsivo rostro al mío me informó de que alguien reclamaba mi presencia en
la entrada.
«Pero eso es imposible, debe de ser un error. Nadie sabe que estoy aquí»,
protesté, mientras él insistía incomprensible y obstinadamente en que había
alguien preguntando por mí.
R. sugirió que lo mejor sería que fuese a investigar qué pasaba. Así que
me dirigí a la entrada, donde había muchas personas sentadas o de pie,
esperando a reunirse con sus amigos. De un vistazo pude ver que todos me
resultaban desconocidos. El camarero me llevó junto a un hombre de tardía
mediana edad, cuidadosa y discretamente vestido; su rostro era redondo y
anodino y tenía un pequeño bigote gris. Podría tratarse del director de un
banco o podría ser cualquier ciudadano respetable. Creo que era calvo. Hizo
una reverencia y me saludó mencionando mi nombre.
«¿Cómo sabe quién soy?», pregunté sorprendida. Sabía que nunca lo
había visto. Pero ¿cómo podía estar tan segura? Su cara era una de esas caras
normales y corrientes que puedes ver muchas veces sin que te acuerdes de
ellas.
Replicó soltando un discurso bastante largo; pero lo hizo tan rápido y en
voz tan baja que solo entendí palabras sueltas que no tenían ningún sentido
entre sí. Totalmente incapaz de comprender lo que me estaba diciendo, tuve la
ligera sensación de que estaba pidiéndome que lo acompañara a algún sitio. Y
entonces me di cuenta, de repente, de que la maleta que había en el suelo
junto a sus pies era la mía.
«¿Qué hace usted con mi maleta? ¿Cómo la ha conseguido? La empleada
no tenía ningún derecho a permitirle sacarla del guardarropa», dije, enfadada,
agachándome para cogerla del asa. Pero antes de que pudiera alcanzarla él la
cogió primero, con una sonrisa de desprecio, y se la llevó hacia la puerta.
Le seguí, totalmente indignada y ansiosa por recuperar mis pertenencias.
En la calle, nos cruzamos con los viandantes y hasta que no dobló la esquina
hacia un callejón estrecho lleno de coches aparcados no fui capaz de
alcanzarlo. Se me pasó por la cabeza que aquel hombre estaba loco: no podía
creer que quisiese robarme la maleta; parecía demasiado respetable para eso.

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«¿Qué significa todo esto? ¿A dónde se lleva mi maleta?», pregunté,
agarrándole de la manga. Estábamos justo al lado de una gran limusina negra
que permanecía en la fila de los coches que esperaban. Mi acompañante dejó
la maleta en el estribo.
«Veo que no me ha entendido», dijo, y esta vez habló claro por primera
vez para que pudiera escuchar de verdad lo que estaba diciendo. «Aquí está
mi autorización. No hacerlo allí dentro, donde todo el mundo podría verla, era
un simple gesto de consideración hacia usted». Sacó de un bolsillo un
formulario color azul pálido y lo sostuvo ante mí. Pero en la incierta luz
transversal de las farolas de la calle y de los coches, solo me dio tiempo a
entrever algunas frases de corte legal ininteligibles, y mi propio nombre
embellecido con letra manuscrita y florituras elaboradas al más puro estilo
antiguo, antes de apresurarse a guardar de nuevo el rígido papel.
Estaba abriendo la boca para pedirle que me dejase ver bien el papel
cuando el chófer del coche negro salió de repente de él y cogió mi maleta con
la clara intención de meterla dentro del vehículo.
«Eso me pertenece, ¡haga el favor de no tocarla!», exigí, pensando al
mismo tiempo qué debería hacer si el hombre se negaba a obedecer. Pero,
como si todo aquello le fuese completamente indiferente, soltó el asa de la
misma y volvió a su asiento, donde, de inmediato, pareció quedar absorto en
algún periódico vespertino.
En aquel momento, por primera vez, vi el escudo oficial estampado sobre
la brillante puerta trasera del coche, y vi también que las ventanas estaban
hechas de cristal esmerilado. Asimismo, fui consciente por primera vez de
una ligera ansiedad; no porque pensase por un instante que la situación fuese
seria, sino porque siempre había oído que una vez estás incluso remotamente
involucrada en el papeleo oficial, librarse de él es un trabajo tedioso e
interminable.
Sintiendo que no había un momento que perder, que debía ofrecer mis
explicaciones y escapar antes de enredarme más en aquella ridícula red de
malentendidos, empecé a hablarle al hombre mayor, que esperaba
pacientemente a mi lado. Hablé con tranquilidad y en un tono razonable,
diciéndole que no estaba culpándolo en absoluto pero que, sin duda, se había
cometido un error; yo no era la persona a la que se referían en el documento
que me había mostrado y que seguramente se trataba de otra con mi mismo
nombre. Al fin y al cabo, mi nombre era bastante común; podía pensar, así a
bote pronto, en otras dos personas —una actriz de cine y una escritora de
relatos— que se llamaban como yo. Cuando terminé de hablar lo miré con

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ansiedad para ver cómo se había tomado mis argumentos. Parecía estar
impresionado, asintió un par de veces con la cabeza de un modo reflexivo,
pero no dijo nada. Decidí, alentada por su actitud, hacer un movimiento
atrevido, coger mi maleta y caminar rápidamente de vuelta al restaurante. No
intentó detenerme, hasta donde pude ver, ni me siguió; me felicité por haber
escapado tan fácilmente. Parecía que se necesitaba audacia para tratar con los
funcionarios públicos.
R. aún estaba sentado a la mesa, donde lo había dejado. Cuando me senté,
mi humor había mejorado, estaba contenta, llena de vida y de confianza —
ahora llevaba mi maleta conmigo— y le expliqué el peculiar incidente que
acababa de tener lugar. Le conté la historia bastante bien, sonriendo por lo
absurdo de todo aquello; creo que lo conté de un modo realmente entretenido.
Pero, cuando al acabar busqué la sonrisa de R., me sorprendió ver que estaba
serio. No me miró, sino que permaneció con la mirada hacia abajo, dibujando
un patrón invisible en el mantel con su cucharilla del café.
«Bueno, ¿no te parece gracioso que cometieran tal error?», le pregunté,
intentando forzar la diversión.
En ese momento sí que me miró, pero con una cara tan seria y con una
mirada tan preocupada que toda mi confianza y buen humor se evaporaron de
golpe. Justo en ese instante noté que el camarero feo estaba merodeando
cerca, casi como si quisiera escuchar la conversación, y se me diseminó por
las venas una sensación de terror.
«¿Por qué no dices nada?», prorrumpí, totalmente agitada, mientras R.
seguía callado. «No es posible que creas que no hubo ningún error… Que soy
la persona que estaban buscando».
Mi amigo dejó la cuchara y puso su mano en mi brazo. El contacto
afectuoso, tan lleno de empatía y compasión, me desmoralizó aún más que
sus palabras.
«Si fuese tú», dijo lentamente, como con dificultad, «creo que volvería
allí para descubrir de qué se me acusa. Al fin y al cabo, si realmente ha sido
un error, te resultará fácil demostrar tu identidad. Si te niegas a ir lo único que
vas a conseguir es crearles una mala impresión».
Ahora que tengo tanto tiempo para pensar en situaciones pasadas, a veces
me pregunto si R. tenía razón: si no hubiese sido mejor mantener mi libertad
lo máximo posible e incluso con el riesgo de perjudicar el resultado final de
todo aquel asunto. Pero en aquel momento dejé que me convenciera. Siempre
he tenido en alta estima sus juicios y en aquel entonces lo acepté. Sentí,
también, que si eludía todo aquello, debería renunciar a su respeto. Pero

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cuando nos dirigimos a la entrada y vi al pulcro y discreto hombre de pie,
impasible, esperando desapasionadamente, comencé a preguntarme, como me
he preguntado desde entonces, si en este mundo la buena opinión de alguien
merece todo lo que he tenido que sufrir y todo lo que deberé seguir sufriendo.
¿Cuánto tiempo? ¿Por cuánto tiempo más?

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POR LA NOCHE

Qué lentos pasan los minutos durante las noches de invierno: y aun así las
horas no parecen tan largas. La campana de la iglesia está dando la hora de
nuevo en ese tono aburrido del campo, que suena medio aturdido por el frío.
Estoy tumbada en la cama, y como una prisionera bien instruida, sabia,
renuncio al patrón familiar del insomnio. Es una rutina que conozco
demasiado bien.
Mi carcelero está en la habitación conmigo pero no puede acusarme de ser
rebelde o problemática. Como no quiero llamar su atención, estoy tumbada
tan quieta como si mi cama fuese mi féretro. Si no me muevo en toda una
hora quizá me deje dormir.
Naturalmente, no puedo encender la luz. La habitación está oscura, como
una caja forrada con terciopelo negro que alguien ha dejado caer en un pozo
helado. Todo es silencio excepto cuando crujen los huesos de la casa en la
escarcha o cuando una masa de nieve se desliza desde el tejado creando un
sonido similar a un suspiro furtivo. Abro los ojos en la oscuridad. Mis
párpados están doloridos, como si las lágrimas se hubiesen solidificado en
escarcha. No sería tan malo si por lo menos pudiese ver a mi carcelero. Sería
un alivio saber desde dónde hace guardia. Al principio supuse que estaba de
pie, como una cortina negra, al lado de la puerta. El techo de la habitación se
desliza hacia arriba, como si fuese la tapa de una caja y él se eleva, mucho
más alto que un olmo, hacia las heladas montañas de la luna. Pero entonces
me doy cuenta de que quizá haya cometido un error y esté agachado en el
suelo, bastante cerca de mí.
Mi cabeza está sujeta con una banda de hierro y justo en ese momento el
carcelero golpea el frío metal, una tormenta que resuena, y que me provoca
dolor en las cuencas de los ojos. Está mostrando su desaprobación hacia mis
pensamientos interrogantes; o quizá simplemente desee reafirmar su autoridad
sobre mí. Sea como fuere, vuelvo a cerrar rápidamente los ojos y me quedo
quieta, casi sin atreverme a respirar, bajo la ropa de cama.

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Para ocupar mi mente con algo, empecé a repasar las fórmulas que un
médico extranjero me había enseñado la primera vez que estuve bajo
sospecha. No dejo de repetirme que no existe ninguna persona víctima del
insomnio, que sigo despierta porque prefiero continuar con mis pensamientos.
Intento ponerme en la piel de un recién nacido que no tiene futuro ni pasado.
Si el carcelero mirase ahora en mi mente, creo que no podría poner ninguna
objeción a lo que está ocurriendo en su interior. La cara del médico holandés,
fina y aguda y dura como la cara de un marinero, pasa frente a mí. De repente,
en un mundo aún encerrado en la oscuridad y en la escarcha, un gallo cacarea
en las inmediaciones de un modo fantástico y sobrenatural. El cacareo del
gallo se convierte rápidamente en tres puntos llameantes, una flor de lis
floreciendo momentáneamente en el campo negro de la noche.
Estoy a punto de quedarme dormida. Noto mi cuerpo flojo y mis
pensamientos comienzan a precipitarse todos juntos. Mis pensamientos se han
convertido en hebras de hierba, de ningún color en concreto, que se ondulan
lentamente en aguas incoloras.
Mi mano izquierda se contrae y vuelvo a estar totalmente despierta. Es el
repiqueteo de la iglesia el que me ha devuelto a la presencia de mi carcelero.
¿He contado cinco repiques o cuatro? Estoy demasiado cansada como para
estar segura. En cualquier caso, la noche pronto habrá llegado a su fin. La
banda de hierro sobre mi cabeza está más prieta y se ha deslizado hacia abajo,
por lo que me oprime los globos oculares. Aun así no parece que el dolor
provenga de esta presión cruel sino que emane de algún lugar dentro de mi
calavera, del córtex cerebral: lo que me duele es el cerebro en sí.
Estoy desesperada; me siento, de golpe, encolerizada. ¿Por qué estoy sola,
condenada a pasar noches de tormento con un carcelero invisible, cuando el
resto del mundo duerme plácidamente? ¿En base a qué leyes he sido juzgada
y sentenciada, sin mi conocimiento, a una condena tan opresiva cuando ni
siquiera sé por qué o por quién he sido acusada? Me invade un salvaje
impulso de quejarme, de exigir una vista, de negarme a someterme a esta
injusticia por más tiempo.
Pero ¿a quién apelas cuando ni siquiera sabes dónde encontrar al juez?
¿Cómo esperas poder demostrar tu inocencia cuando no hay forma de saber
de lo que has sido acusada? No, en este mundo no hay justicia para la gente
como nosotros; todo lo que podemos hacer es sufrirla tan valerosamente como
nos sea posible y así avergonzar a nuestros opresores.

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UN RECUERDO DESAGRADABLE

El verano pasado, o quizá fue el otro día —ahora me resulta complicadísimo


llevar el recuento del tiempo—, viví una experiencia muy desagradable.
El día no auguraba nada bueno desde el principio; era una de esas
jornadas desafortunados en las que parece que cualquier pequeño detalle va a
salir mal; uno de esos días en los que parece que estás condenada a entablar
una batalla perpetua y exasperante con objetos inanimados. ¡Qué diabólico
puede llegar a ser el inframundo en esas ocasiones! ¡Cómo cada átomo,
célula, molécula, parecen formar parte de una conspiración irritante contra
aquellos desafortunados que hayan provocado su oscura desaprobación! Esta
vez, para empeorar las cosas, el clima decidió unirse a la batalla. El cielo
estaba cubierto por un apagado velo de nubes grises, las montañas se habían
vuelto de un amargo azul prusiano y había plagas de mosquitos infestando la
orilla del lago. Era uno de esos días de verano sin sol que son infinitamente
más deprimentes que el más oscuro temporal de invierno; días en los que todo
aparece como viciado y el mundo semeja un vertedero lleno de latas viejas y
escamas de pescado y tronchos de col podridos.
Ese día me demoraba en todo, por supuesto. Tuve que cambiarme a toda
velocidad para el partido de tenis que debía jugar por la tarde, porque llegaba
con diez minutos de atraso. Los otros jugadores habían llegado y estaban
dando unos golpes de calentamiento mientras me esperaban. Me molestó
comprobar que habían elegido la pista de en medio, que es, de las tres
disponibles, la que menos me gusta. Cuando les pregunté por qué no habían
cogido la de arriba, que es la mejor de lejos, me dijeron que ya la habían
reservado algunos funcionarios. Sugerí entonces ir a la pista de abajo pero se
quejaron y me dijeron que estaba húmeda por culpa de los árboles y sus ramas
colgantes. Como no había sol no pude expresar mi objeción principal a la
pista de en medio, y es que no está bien dispuesta para la luz de la tarde. No
nos quedó más remedio que empezar a jugar.
El siguiente e irritante incidente fue que en vez de tener a mi acompañante
habitual, David Post, por algún motivo decidieron que debería jugar con un

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hombre llamado Müller a quien apenas conocía y que resultó ser un jugador
muy inferior. Además era mal perdedor, puesto que en cuanto resultó obvio
que nuestros oponentes eran demasiado buenos para nosotros, perdió todo
interés en el juego y se comportó de un modo tremendamente insoportable.
Estaba siempre saludando y sonriendo a los que se paraban a vernos,
prestando mucha más atención a los espectadores que al juego. En otros
momentos, cuando los demás estábamos recogiendo pelotas o yo recibía el
servicio, él se apartaba y se quedaba observando la carretera principal, que
estaba al lado, mirando los coches como si estuviese esperando la llegada de
algún conocido. Al final resultó casi imposible mantenerlo en la pista; estuvo
todo el rato vagando e, indignados, tuvimos que llamarle a gritos. En aquellas
circunstancias era inútil continuar con el juego y al final del primer set
suspendimos el partido, de forma consensuada.
Os podéis imaginar que cuando volví a mi habitación no estaba
precisamente de buen humor. Además de un estado de irritación nerviosa,
tenía calor y estaba cansada, y mi objetivo principal era darme un baño y
ponerme ropa fresca lo antes posible. Así que no me hizo ninguna gracia
encontrar que me esperaba una completa desconocida, a la que debía atender
antes de hacer cualquier otra cosa.
Era una mujer joven, más o menos de mi edad, tremendamente atractiva,
vestida con un impecable traje marrón de lino, zapatos blancos y un sombrero
con una pequeña pluma. Hablaba bien pero tenía un ligero acento que no supe
dónde ubicar; más tarde llegué a la conclusión de que sería de alguna colonia.
La invité a que tomara asiento, tan educadamente como me fue posible, y
le pregunté qué podía hacer por ella. Rechazó la silla y, en vez de contestar
directamente, habló con evasivas, tocando la raqueta que aún tenía en la mano
y haciendo alguna pregunta sobre las cuerdas. Me pareció bastante absurdo,
en el estado en el que me encontraba en aquel momento, verme involucrada
con una mujer desconocida en un debate ridículo sobre las virtudes de
diferentes raquetas, y me temo que dejé el tema de un modo bastante brusco
para preguntarle categóricamente qué la había traído hasta allí.
Pero entonces me miró de un modo muy peculiar y me dijo, con una voz
bastante diferente: «¿Sabes?, siento mucho tener que darte esto», y vi que
estaba tendiendo hacia mí una caja, un pastillero pequeño, redondo y negro,
que podría proceder de cualquier farmacia. De repente, me sentí aterrorizada
y deseé que pudiésemos volver a la conversación sobre las raquetas de tenis.
Pero no había vuelta atrás.

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Ahora no estoy segura de si me lo dijo con tantas palabras o si
simplemente deduje que el juicio que tanto tiempo había esperado por fin se
había celebrado y que aquel era el final. Recuerdo —¡de entre todas las cosas!
— sentirme ofendida porque se me comunicase la sentencia de un modo tan
casual y tan poco ostentoso, como si fuese un evento normal y corriente. Abrí
la caja y vi las cuatro píldoras blancas en su interior.
«¿Ahora?», pregunté. Y me di cuenta de que estaba mirando a mi visitante
de otro modo; la veía como a la mensajera oficial cuyas palabras habían
adquirido una fatalidad portentosa.
Asintió sin hablar. Hubo una pausa. «Cuanto antes mejor», dijo. Podía
sentir el sudor del partido, aún húmedo sobre mi piel, volviéndose tan frío
como el hielo.
«¡Pero antes al menos debería darme un baño!», grité frenéticamente,
agarrando el cuello húmedo y pegajoso de mi camiseta de tenis. «¡No puedo
quedarme así, es indecente, es indigno!»
Me dijo que me lo permitían; era una concesión especial.
Me metí en el baño como una persona condenada y abrí los grifos. No
recuerdo nada del baño; supongo que me lavé y me sequé mecánicamente y
que me puse mi salto de cama de seda malva con el ceñidor azul. Quizá
incluso me peiné y me empolvé la cara. Todo lo que recuerdo es el pequeño
pastillero negro amenazándome desde la balda, encima del lavabo, donde lo
había dejado.
Finalmente, me obligué a abrirlo y a sostener las cuatro pastillas en la
palma de mi mano; me las llevé hacia la boca. Y entonces ocurrió el
contratiempo más absurdo de todos: no había ningún vaso en el baño. Debía
de haberse roto o la sirvienta debía de habérselo llevado y se le había
olvidado devolverlo. ¿Qué iba a hacer? Sin bebida no podía tragarme siquiera
cuatro pequeñas pastillas y no podía retrasarlo más. Desesperada, llené la
jabonera con agua y, de algún modo, conseguí tragármelas. Ni siquiera había
esperado a limpiar la fina capa de jabón del fondo y el sabor casi me hace
vomitar. Me quedé allí de pie, agarrada al borde del lavabo durante varios
minutos mientras sufría náuseas y me ahogaba. Después me senté en el
taburete. Esperé, con mi corazón latiendo tan violentamente como si tuviese
un martillo en la garganta.
Esperé y nada ocurrió; absolutamente nada. Ni me sentí soñolienta ni me
desmayé siquiera.
Pero no fue hasta que volví a la otra habitación y descubrí que mi visita se
había ido que me di cuenta de que todo el episodio había sido un vil engaño,

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un recordatorio de lo que me espera.

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MÁQUINAS EN LA CABEZA

Hay un ruido bastante insignificante y lejano; un sonido, además, que nada


tiene que ver conmigo, al que no tengo ni la más mínima necesidad de prestar
atención: aun así, es suficiente para despertarme y no de un modo agradable
sino salvaje, violento, escandaloso, como una alarma antiaérea. El reloj está
dando las siete. He estado dormida una hora, dos quizá. Despierta de este
modo me levanto justo a tiempo para ver el último estertor evanescente del
sueño, como una maliciosa y arrebatada bufanda oscura, que brilla sobre las
patas de la cama y desaparece en un destello bajo la puerta cerrada. Es
absurdo, bastante inútil, ir en su busca; para bien, aunque más que bien para
mal, estoy despierta; las ruedas, mis dueñas, ya están vibrando con una
emoción incipiente; todo el mecanismo se está preparando para dar comienzo
al monótono y odioso funcionamiento del que soy una esclava descorazonada.
«¡Para! Espera un poco, es muy temprano. ¡Dame un respiro!», grito,
aunque sé que será en vano. «Déjame dormir un poco más, una hora, media
hora, eso es todo lo que te pido».
¿Qué sentido tiene apelar a una maquinaria insensible? Los engranajes se
están moviendo, los motores se están calentando, incluso ahora se puede
percibir un discreto zumbido. Qué bien reconozco cada sonido, cada temblor
del laborioso comienzo. La peor parte es la repugnante familiaridad de la
rutina, intolerable e inevitable al mismo tiempo, como una enfermedad en la
sangre. Esta mañana me incita a la rebelión, a la locura; quiero golpearme la
cabeza contra las paredes, volarme la cabeza a balazos, hacer añicos las
máquinas y reducirlas, junto con mi calavera, a cenizas.
«Es terriblemente injusto», me escucho gritar, Dios sabe a qué o a quién.
«Nadie puede trabajar tantas horas con tan pocas horas de sueño. ¿Nadie sabe
o a nadie le importa que me esté muriendo entre estas palancas y ruedas?
¿Puede alguien salvarme? En realidad no he hecho nada malo… me siento
muy enferma, apenas puedo abrir los ojos…»
Y es verdad que me duele muchísimo la cabeza y que me siento al borde
del colapso.

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De repente me doy cuenta de que la luz que tanto daño me está haciendo
en los ojos proviene del sol. Sí, el sol está brillando afuera; en vez de nieve, el
rocío refulge en la hierba, los azafranes han esparcido un pequeño fuego, de
llamas simétricas, bien proporcionado bajo los rosales. El invierno se ha
acabado; es primavera. Corro hacia la ventana, sorprendida, y miro a través de
ella. ¿Qué ha pasado, entonces? Estoy aturdida, perpleja. ¿Es posible que aún
viva en un mundo en el que brilla el sol, y donde las flores florecen en
primavera? Creía que me habían desterrado hacía mucho de todo eso. Me
froto los ojos cansados; aún brilla el sol, los cuervos aletean ruidosamente
alrededor de sus nidos sobre el viejo olmo, y puedo escuchar la dulzura con la
que cantan los pájaros pequeños. Pero incluso cuando estoy ahí de pie todas
las cosas felices comienzan a desvanecerse, a convertirse en fantasmagóricas
y transparentes, como la textura de un sueño, borradas por los contornos
mecánicos y monstruosos de las poleas, las ruedas, las barras que en su
evolución ordenada, despiadada y demasiado bien conocida, demandan ahora
mi atención cada vez con más insistencia.
Como un espejismo evanescente, en el fondo aún puedo, forzando la vista,
discernir vagamente la hierba soleada, el azul, los arcos añiles del cielo a
través de los cuales una forma verde vuela en una parábola opuesta, el
fantasma de un puñal esmeralda.
«Oh, ¡detente, detente! ¡Dame un minuto más, solo un minuto más para
ver al pito real!» Imploro, incluso cuando mis manos responden, obedientes y
de forma automática, y empiezo a llevar a cabo la deleznable tarea.
¿Qué le importan a una máquina los pitos reales? Las ruedas giran más
rápido, los pistones se deslizan suavemente en sus cilindros, el sonido de la
maquinaria llena el mundo entero. Antes de amedrentarme con servil
sumisión, aún saco de alguna fuente inexorable la fuerza para continuar con
mi dura labor, pese a que apenas puedo mantenerme en pie.
Veo mi rostro reflejado en la superficie de una pieza de metal pulida;
muestra una imagen pálida, derrotada y solitaria: los ojos miran a la nada con
una expresión de miedo, de terror y desolación en un mundo tenebroso. Algo,
no sé el qué, me hace pensar en mi infancia: me recuerdo como una colegiala,
sentada en un pupitre de madera; después como una niña pequeña, con el pelo
alborotado, grueso y rubio, que alimentaba a los cisnes en el parque. Y me
resulta extraño y triste que viviese aquellos días de la niñez para terminar así;
que, olvidada por todos, con el rostro demacrado, tenga que servir a una
maquinaria en un lugar alejado del sol.

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EL DESCENSO

La escena está preparada exactamente como un escenario en el que está a


punto de comenzar una comedia ligera, algo etéreo y alegre. Al fondo puede
verse parte del suelo de la mansión, con puertas a derecha e izquierda abiertas
hacia la ancha terraza donde hay dispuestas mesas y sillas. Enfrente, un tramo
de escalones bajos de piedra lleva al jardín. Grandes pilares de piedra clara
sostienen el techo de la terraza. A cada extremo, más allá de la última
columna, pueden verse las paredes de la casa cubiertas de enredaderas, una
masa de brillantes flores naranjas y moradas. El viento ha arrastrado algunas
de las recién florecidas flores trompeta hasta los escalones, donde permanecen
como si hubiesen sido esparcidas a los pies de una procesión nupcial. En
primer plano, que en un teatro sería el auditorio, aparece un terreno enorme
que desciende y en el que hay un lago a mitad de camino y, al fondo, las
montañas. Toda la vista está bañada por la deslumbrante luz del sol de mitad
del verano.
Al principio no se ve a nadie. Una bandada de palomas vuela un par de
veces en círculos con alas llameantes y desaparece en el cielo.
La puerta de la derecha de la terraza se abre y aparecen varias personas.
Son hombres y mujeres bien vestidos, de diferentes edades, que permanecen
de pie o se sientan a las mesas redondas. Han terminado de comer. Algunos
están fumando, otros tienen tazas de café en sus manos. Lo más sorprendente
es su silencio. Solo unos cuantos hablan entre sí; los demás parecen
abstraídos, o como en suspenso, o como si estuvieran esperando que les
dijeran qué hacer. Al cabo de un rato comienzan a caminar despacio, sin
rumbo, a lo largo de la terraza, y uno tras otro desaparecen por la puerta de la
izquierda. Una mujer de pelo canoso, que aparenta tener una posición de
autoridad, parece estar guiando al rebaño. Organiza un grupo de cuatro en una
mesa, en el extremo izquierdo, y les da una baraja de cartas, que uno de ellos
reparte con indiferencia.

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Un hombre rechoncho, que lleva un traje oscuro, ocupa la silla más
cómoda en medio de la terraza. Tiene alrededor de unos cuarenta años, está
medio calvo y su rostro es redondo, rojo y alegre. Despliega el periódico y
comienza a leer. Hay algo, aunque no resulta fácil decir el qué, que lo
distingue de todos aquellos que han pasado con anterioridad. Quizá sea
simplemente porque está exento del dominio de la mujer de pelo gris. Él es el
Profesor.
Iras un par de minutos se abre la puerta de la izquierda, de donde salen
tres nuevas siluetas que tienen una apariencia un tanto furtiva; una pinta, sin
duda, de haber escapado a la autoridad. Vacilan cuando ven al Profesor, al
que no esperaban encontrarse allí, pero él sonríe por encima del papel y los
saluda con un gesto indulgente. Aliviados, pasan por delante de los jugadores
de cartas, que levantan la vista hacia ellos con vana curiosidad, para sentarse
después en el escalón más alto de la terraza, justo enfrente del Profesor.
Allí permanecen un rato, sin hablar, observando la luminosidad a través
de sus gafas de sol. La figura central del trío es una mujer joven de pelo rubio.
Va elegantemente vestida con ropa de un color rosa pálido. A su derecha hay
un joven con orejas puntiagudas y una mirada de fauno, mitad nostálgica,
mitad maliciosa. El hombre que está al otro lado de ella es mayor y tiene un
rostro judío triste. Entre los tres se percibe un parecido curioso, y no se debe
solo al hecho de que todos sean delgados y elegantes o a que lleven gafas
oscuras.
Los jugadores de cartas, después de haber mostrado una vaga curiosidad,
y sin tener más interés en lo que está ocurriendo, continúan apáticamente con
el juego que les han obligado a jugar, repartiendo y recogiendo las cartas con
gestos tan automáticos como los de las agujas de un reloj. El Profesor hace
crujir la página del periódico. Los tres que están en los escalones permanecen
quietos y parecen obtener, de su proximidad y de su fugitivo sentido de la
huida, algún tipo de consuelo incomunicable.
De repente, una bandada de palomas llega volando desde el lago y da
vueltas alrededor de la terraza con sus brillantes, centelleantes, alas. De
pronto, como si la visión de esos aleteos les hubiese devuelto a la vida, los
tres se levantan del escalón profiriendo un lamentable grito simultáneo.
Es entonces cuando puede verse claramente en qué se basa el horroroso
parecido que comparten. Lo que parecía ser una elegancia fina se revela ahora
como delgadez extrema; las caderas sobresalen espantosamente por entre las
ropas y los huesos de los pómulos se han abierto paso empujando la carne
reticente.

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Tiran de sus miembros largos, débiles, igualmente delgados, y los
mecanismos de sus alargadas articulaciones obedecen y responden con
tristeza a los hilos del Profesor que, como si de un sonriente maestro de
marionetas se tratase, toma rápidamente el control. Y desde detrás de los tres
pares de gafas de sol se deslizan grandes lágrimas sobre las mejillas de la
marioneta pintada, que gotean lentamente sobre la terraza de piedra.

II

Tuve un amigo, un amante. ¿O acaso lo soñé? Hoy en día se me amontonan


tantos sueños que apenas puedo discernir entre lo que es verdad y es mentira:
sueños en los que la luz está presa en cuevas de mineral brillante; sueños
calurosos y pesados; sueños de la Edad de Hielo; sueños como máquinas en la
cabeza. Me acuesto entre la pared desnuda y la medicina amarga con su poso
que aguarda en el diminuto vaso e intento recordar el sueño.
Me veo a mí misma caminando de la mano de alguien, un ser humano
cuyo corazón y mente se habían convertido en los míos. Caminábamos juntos
por muchas calles, bajo el sol, junto a viejos olivos, por colinas repletas del
canto de las alondras, por calles en las que las gotas de lluvia caían de las
hojas heladas. Entre nosotros había una comprensión sin reserva y una paz
indestructibles. Yo, que había estado sola e incompleta, me sentía llena en ese
momento. Nuestros pensamientos discurrían a la par, como dos galgos que
poseen la misma agilidad; estaban unidos, en sintonía como una música
perfecta.
Recuerdo una posada en algún pueblo del sur. Una crisis, olvidada desde
hace mucho tiempo, había surgido en nuestras vidas. Solo recuerdo las llamas
negras de los cipreses agitándose, el cielo tan duro como una plancha azul y
mi propia confianza, serena, sólida, totalmente segura. «Todo lo que pueda
pasar, mientras estemos juntos, no importa. Bajo ninguna circunstancia vamos
a fallarnos, herirnos, hacernos mal alguno».
¿Quién describirá el lento y lamentable enfriamiento del corazón? ¿Qué
día observas por primera vez la pequeñísima grieta que termina
convirtiéndose en un abismo más profundo que el infierno?
Los años pasaron como los escalones de una escalera que lo único que
hace es descender y descender.

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No volví a caminar bajo el sol ni a escuchar a las alondras, como fuentes
cristalinas, cantando en el cielo. Ninguna mano envolvía la mía en un cálido
abrazo de amor. Mis pensamientos estaban solos de nuevo, desintegrados,
discordantes: la música se había terminado. Viví sola en algunas habitaciones
agradables, sintiendo cómo mi vida se me escurría sin rumbo en las tediosas
horas: la vida de una vieja sirvienta se me escapó entre los dedos. Arreglé las
flores en los jarrones.
Y aun así, de forma intermitente, lo vi, la compañía cuyo corazón y mente
parecían haber crecido dentro de mí en cierta ocasión. Lo vi sin verlo, era el
mismo y no lo era. Aún no podía creerme que estuviese todo perdido, sin
posibilidad de salvación. Aún estaba convencida de que algún día el mundo
cambiaría de color, que el telón se desgarraría y todo volvería a ser como era.
Pero ahora estoy acostada en una cama solitaria. Estoy débil y confusa.
Mis músculos no me obedecen, mis pensamientos fluyen erráticamente, como
hacen los animales pequeños cuando los arrinconan. Me han olvidado y estoy
perdida.
Fue él quien me trajo a este lugar. Me llevó de la mano. Casi logré
escuchar cómo se desgarraba el telón. Por primera vez en muchos meses
descansamos juntos en paz.
Luego me dijeron que se había ido. Durante mucho tiempo no lo creí.
Pero el tiempo pasa y no llegan las palabras. No puedo engañarme por más
tiempo. Se ha ido, me ha dejado y no va a volver. Estaré siempre sola en esta
habitación en la que la luz está toda la noche encendida, donde las caras de
desconocidos profesionales, sin calor ni piedad, me miran a través de la
puerta entreabierta. Espero, espero, entre la pared y la amarga medicina del
vaso. ¿A qué estoy esperando? Una pantalla de hierro forjado cubre las
ventanas; la puerta de la casa, pese a que la de mi habitación está cerrada, está
abierta. Durante toda la noche, el ojo imparcial de la luz me observa. En la
oscuridad hay sonidos extraños. Espero, espero, quizá a los sueños, que tan
cerca están ya de mí.
Tuve un amigo, un amante. Fue un sueño.

III

Hans sale del ascensor y cruza el vestíbulo de la clínica. Justo al lado de un


enorme jarrón de color salmón, donde hay unos gladiolos sobre una mesa,

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recuerda que se ha dejado la puerta del ascensor abierta. Regresa, la cierra con
cuidado, y vuelve a cruzar de nuevo el amplio vestíbulo. Es un hombre
pequeño y delgado, bastante joven, con orejas puntiagudas y un pelo negro
que le nace en un punto exacto de la frente. Sus ojos marrones, cuya
naturaleza pretendía ser amable y traviesa, son en ese momento amables y
tristes. Su expresión apenas puede ocultar la ansiedad, que se percibe en los
dubitativos pasos de sus resplandecientes zapatos negros. Va elegantemente
vestido, aunque de un modo bastante inapropiado, con un traje de ciudad
oscuro.
Una mujer con uniforme blanco le da los buenos días desde su escritorio,
cerca de la puerta principal. Él responde de forma mecánica, sin verla. Al
llegar a la puerta duda durante unos minutos: le resulta difícil pasar del otro
lado incluso cuando está abierta. Finalmente, consigue superar su vacilación y
sale al exterior. Vuelve a dudar en los escalones, incapaz de decidir qué
dirección tomar.
El sol brilla con fervor. Ante él hay una gran extensión de césped, una
especie de parque con grupos de árboles y algunas solitarias y elegantes
secuoyas distribuidas por él. No hay nadie a la vista. Son las once y todos
aquellos pacientes que están lo suficientemente bien están trabajando en el
taller o en diferentes lugares sobre el terreno.
Hans mira a su alrededor con nerviosismo. Trabajar en el taller también
forma parte de su rutina. Alguien, hasta hace unos días, hubiese venido a
investigar su ausencia, pero ahora no se le acerca nadie; a nadie parece
importarle cómo ocupa su tiempo. Esto le parece del todo amenazante. «Mi
hermano ha debido de escribirles para decirles que no puede permitirse
tenerme aquí mucho más tiempo. Me echarán del hospital pronto y ¿qué será
de mí entonces?»
Suspira y saca de su bolsillo una carta arrugada que ha llevado encima
varios días. Es de su hermano, que está en Europa central. No contiene nada
más que malas noticias sobre la fábrica de la que depende la fortuna familiar:
huelgas, desempleo, el incremento en el precio de la materia prima. Todo el
pueblo depende también de la fábrica; todo el pueblo está sufriendo.
Hans suspira profundamente de nuevo y devuelve la carta a su bolsillo, sin
doblarla. Saca las gafas de sol y se las pone, escondiéndose de la luminosidad
del día, que lo llena de avisos tenebrosos.
Le cambia la cara de repente. Viene hacia él, en bicicleta, una chica de
unos veinte años. Es la profesora de gimnasia con la que, hasta hacía unos
días, Hans había estado manteniendo un tranquilo flirteo. Ahora se siente

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demasiado ansioso como para pensar en ligar, aunque admira inmediatamente
el precioso bronceado dorado de sus brazos y piernas descubiertos. Colgado
del manillar lleva un traje de baño negro.
«¡Cómo me gustaría que me pidiese que fuese a nadar con ella!», piensa
en silencio mientras su rostro muestra una sonrisa de deseo anticipado. No es
que él quiera realmente nadar en el lago; lo que anhela en ese momento, por
encima de todas las cosas, es reírse, tener compañía, que lo acompañe una voz
amiga.
La chica ya está junto a él; su pelo grueso y rizado se hincha como lana
bajo el sol. La gravilla cruje, vuelan partículas insignificantes por el roce de
las ruedas; hay un saludo, una sonrisa resplandeciente y un zumbido. Ella ya
se ha ido.
Hans se queda allí de pie un momento, observando cómo se marcha la
profesora de gimnasia. Desaparece poco a poco la sonrisa de su cara y
comienza a caminar. Su deambular lo lleva, como era de esperar, en dirección
al taller. De camino pasa junto a la huerta, donde están trabajando varios
pacientes. Dos de ellos, con monos azules, escardan en la tierra seca bastante
cerca del camino que está recorriendo. El hombre que está más cerca, que
parece un jardinero, es en realidad un enfermero que está controlándolos.
Hans se detiene a observar a aquellos trabajadores, que no le devuelven la
mirada. La tierra está agostada, es una ardua labor, el sudor les corre por la
cara. Los dos hombres no se hablan entre ellos ni tampoco parecen felices;
aun así, Hans, que detesta el trabajo duro, casi envidia sus puestos dentro del
orden establecido de la vida institucional en la que ahora siente que es un
extraño. Sigue deambulando y pasa al lado de otro hombre que está
recogiendo moras. Las zarzamoras han crecido por unos cables y el paciente
está de pie, de espaldas a Hans, tratando de llevar a cabo la espinosa tarea,
escogiendo las moras cuidadosamente y poniéndolas en una cesta. A Hans le
gustaría hablar con él pero le detiene ver la indiferencia del hombre vuelto de
espaldas, por lo que continúa caminando en silencio, mirando abstraídamente
el camino.
Sus pensamientos vuelven a su habitual patrón de infelicidad: los
problemas de dinero, la mala salud, la inseguridad. Vuelve a tocar con los
dedos la carta de su bolsillo. Sí, la pobre vieja fábrica está en verdaderos
problemas; quizá, incluso, en las últimas. ¡Su padre tendría el corazón roto!
Menos mal que el buen hombre no vivía para ser testigo de tiempos tan
terribles. Pero ¿qué hay de la empresa de Hans, el pequeño negocio privado
que ha construido a base de mucho esfuerzo? Intenta dar, por centésima vez,

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con el motivo por el que no ha sabido de su socio desde hace tanto tiempo. Ha
pasado más de un mes desde la última vez que le escribió. «¿Estará enfermo?
¿Está dándome una puñalada por la espalda? ¿O en realidad me ha escrito y
no me han entregado las cartas porque contienen malas noticias? Debería ir y
averiguar qué está ocurriendo realmente. Acudir de inmediato, mañana. Si
espero puede que sea demasiado tarde». Pero el simple hecho de pensar en
hacer solo un viaje largo en tren, o de hablar con extraños, incluso de
concentrarse en problemas de negocios, es demasiado para el pobre Hans.
«No puedo hacerlo. En mi estado no deberían esperar eso de mí. Estoy
enfermo: no puedo dormir, no puedo comer, no puedo tomar decisiones. Ni
siquiera puedo ya pensar con claridad». En un gesto desesperado se acaricia
su pelo negro con la mano, se quita las gafas unos segundos y después,
deslumbrado, vuelve a ponérselas rápidamente.
Ya ha llegado al taller, de donde sale un confuso bullicio de actividad.
Alguien martillea en la zona del carpintero. Una máquina, en otro de los
espacios, hace un leve sonido, como el de una avispa. Los distintos talleres
van a dar a una galería que está a cierta altura respecto al camino que Hans
está recorriendo, pero si mira hacia arriba puede ver las caras de la gente que
está cerca de las ventanas y las puertas. Saluda con la cabeza a varios de ellos.
Están ocupados encuadernando libros o trabajando la piel o haciendo cestas.
El funcionario a cargo del taller se asoma un momento a la galería para
desearle a Hans un buen día. Él se comporta como si le pareciese bien que
Hans estuviera dando un paseo por allí cuando todos los demás pacientes
están trabajando duro. La actitud de este supervisor le confirma a Hans sus
peores temores y se retira de inmediato.
En la última puerta abierta hay una chica sola, sentada y trabajando en un
dibujo que hay sobre un caballete. «¡Hullo, Hans!», le grita amigablemente.
Él se detiene y se apoya contra el muro de piedra de la galería. Le gustaría
saber qué está dibujando pero el esfuerzo que necesitaría para hacerlo es
demasiado grande y se queda donde está, mirándola con melancolía.
«¿Por qué vas siempre vestido con ropa oscura?», le pregunta ella.
«Pareces acalorado, lúgubre, como si fueras a un funeral o a una reunión de
trabajo deprimente».
«Bueno, ya sabes, funciona así», empieza a explicar, mientras nota la
piedra caliente sobre las palmas de sus manos; «nunca sabía qué ponerme.
Todas las mañanas, cuando empezaba a vestirme, ponía todos mis trajes en
fila, y quizá tardaba media hora, a lo mejor más, en tomar una decisión. Me
pasaba lo mismo con los zapatos, con las corbatas, era realmente horrible. Ni

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te imaginas lo mucho que me preocupaba ese asunto tan absurdo. Así que al
final di con un plan para evitar tener que decidirlo. Todos los días me pongo
el mismo traje. Este es el que llevaba cuando nos llevaron a aquel concierto
en Ginebra. Me lo he puesto desde entonces».
La chica no dice nada más. No ve su expresión desolada. Puede que no le
interese; quizá en ese momento su cuadro la tiene absorta o, simplemente,
haya caído en un ensimismamiento.
Hans se va. De repente, se siente celoso, resentido. «Ella está bien, no está
ni la mitad de enferma que yo, ni de lejos. Y aun así puede quedarse aquí todo
el tiempo que quiera mientras que a mí me obligarán a enfrentarme al mundo
en un día o dos».
Hasta ahora ha estado perdiendo el tiempo, pero acaba de tomar una
decisión y comienza a caminar con rapidez. Va a enviarle otro telegrama a su
socio y esta vez va a redactarlo de tal modo que le obligue a dar una
respuesta. Así que se encamina hacia la polvorienta vía pública que lleva al
pueblo. No tiene nada que hacer allí pero ¿qué más da? Lo ha hecho muchas
otras veces y, de todas formas, últimamente a nadie parece importarle lo que
haga.
Pronto va a dar con la calle de las casas humildes, bastante escuálidas,
cerradas a cal y canto contra el calor. La mayoría de las viviendas están
construidas en una sola pieza, junto a sus vaquerizas o establos. Enfrente de
una hay una enorme montaña de estiércol humeando al sol. Todo ello, el
penetrante olor a estiércol, el calor, la rápida caminata, hace que Hans se
sienta mareado durante unos segundos. Se queda quieto, de pie, inclinando la
cabeza y mirando sus zapatos, ahora blancos como los de un vagabundo por
culpa del polvo. Se desabrocha la chaqueta con cierta torpeza. Llama su
atención una pequeña rotura en su camisa. «Pero si llevo harapos, ¡todo
harapos! Lo próximo que me espera es la miseria», murmura más bajo que el
sonido de su respiración, con una especie de sorpresa leve y apesadumbrada.
Ahora se encuentra en la oficina de correos. Se recompone y entra. La sala
vacía huele un poco a rancio, por la tinta seca; justo al otro lado de la ventana,
unas gallinas zarrapastrosas y cadavéricas están picoteando dentro del cercado
de una malla de alambre cubierta por una enredadera de campanillas. Hans
observa con desagrado todos los detalles de aquel lugar que le resulta ya
bastante familiar. Aparece el jefe de correos. Es un viejo y barrigón
campesino de pelo canoso. Con cuidado y pensándolo mucho, Hans escribe su
mensaje y le entrega el telegrama por encima del mostrador.

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Al marcharse el joven, el jefe de correos se queda un rato de pie,
sosteniendo el telegrama contra su gigantesca tripa y mirando hacia la puerta,
como si medio esperase que el remitente volviese. Después, de un modo
metódico, se dedica a romper en trozos pequeños el formulario hasta que no
queda nada más que un puñado de tiras que lanza descuidadamente por la
ventana abierta. Las gallinas, con ojos avariciosos, acuden corriendo con sus
fuertes y escamosas patas para picotear los fragmentos rotos. Pero descubren
de inmediato que los trozos de papel no son comestibles, los abandonan con
asco y prosiguen con su poco beneficioso periplo por la dura tierra.

IV

Un hombre mayor y su mujer están de pie en la oficina del psiquiatra. El


marido es un hombre grande y alto que ha empezado a encorvarse un poco.
Su cara es seria y prominente; tiene el bigote gris y bolsas bajo los ojos. Lleva
en su ojal un lazo rojo y estrecho. Tiene una complexión bastante delgada
para su edad y es obvio que está acostumbrado a ostentar una posición de
autoridad. Su esposa, por el contrario, tiene una apariencia anodina e
insustancial. Nada más verla te das cuenta de que ha estado dominada por el
marido desde su boda y que, antes de él, lo estuvo por sus padres.
Es un día caluroso de verano, justo después del mediodía. La reunión ha
terminado. El psiquiatra se levanta desde detrás de su escritorio. Es tan alto
como su visitante, pero es guapo, delgado y está en la flor de la vida; tiene el
pelo grueso y rizado, bastante largo, que comienza a estar cada vez más
veteado de gris. Lleva un precioso traje gris y zapatos marrones y blancos. La
estancia es grande, noble, con muebles caros, pero es bastante oscura por
culpa de las cortinas que cuelgan frente a la puerta acristalada. Puede
apreciarse un olor a agua de colonia Royale Ambree que emana del
psiquiatra. Da la sensación de que se ha pretendido crear una atmósfera
ligeramente misteriosa, con la intención de impresionar a los visitantes. Hay
flores y una serie de cuadros grandes, sombríos y alegóricos.
La pareja se mueve despacio hacia la puerta. La mujer está angustiada y
se niega a marcharse. Hay algo que quiere decir pero el ambiente de la
estancia y el médico, que la mira como si fuese un actor de cine, la intimidan.
Se atreve, finalmente, a formular la pregunta.

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«¿No podría verla, doctor, al menos un minuto antes de marcharnos?
Hemos venido hasta aquí y ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la
vi…» Su voz, tal y como cabía esperar, es humilde y tímida. La pobre señora
está cansada de viajar y mientras está ahí de pie, nerviosa, sujetando su bolso
de mano negro e informe y mirando fijamente al médico con ojos suplicantes,
está a punto de echarse a llorar.
«Mi querida señora, sería un tremendo error. Entristecería a su hija y
probablemente sufriría una recaída. Lo lamento muchísimo pero debemos
tener en cuenta los intereses de nuestros pacientes por encima de todas las
cosas, ¿no cree? Le aseguro que se ha adaptado de manera muy satisfactoria y
que estoy muy contento con su progreso; los médicos, además, me han hecho
llegar muy buenos informes sobre ella. Puede dejarla en nuestras manos con
total tranquilidad. Está bien y contenta, y se ha acostumbrado de forma
extraordinaria a nuestra vida comunitaria».
Su sofisticada voz suena más suave que la seda, pero la madre apenas ha
escuchado la última parte del discurso. Lo único que ha sacado en claro es
que no se le permite ver a su hija estando tan cerca de ella como está, incluso
quizá a unos metros, escondida detrás de todas esas barreras invisibles de
autoridades y disciplinas médicas. Se le nublan los ojos por las lágrimas, ya
no puede ver con mucha claridad dónde va; pero no le importa porque su
marido la agarra del brazo y la guía con firmeza hacia la puerta.
«Debemos confiar completamente en los consejos del médico», le está
diciendo. Y después escucha cómo él rechaza la invitación para comer en la
casa privada del psiquiatra. «Mil gracias, pero no. Debemos llegar puntuales
para coger el expreso desde Lausanne».
Camina temblando por el pasillo pulido, cogida del invencible brazo de su
marido. No ve al ayudante de bata blanca que los está escoltando. Se siente
muy vieja y a pesar del calor que hace tiene frío. Frente a ella, en ese
momento, no queda nada más que el tedioso y agotador viaje en tren que los
devolverá a su casa vacía.
El psiquiatra se siente aliviado por haberse librado de los viejecitos. Creía
que tendría que entretenerlos durante la comida. Tan pronto como deja de
escuchar el sonido del coche que los aleja, abre una ventana y luego sale a dar
una vuelta bajo el sol. Su casa está cerca, a orillas del lago. Mientras camina
hacia ella todos los que pasan junto a él saludan y admiran al médico
elegante, inteligente, exitoso y gallardo que camina con andares gráciles y
atléticos.

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Mientras tanto, mademoiselle Zèlie se está preparando en su propia
habitación para almorzar. Es una chica de unos veintipocos años, rolliza y
pesada, que tiene el aspecto de una niña tremendamente hinchada. Su cuerpo
parece difícil de manejar, como el de una niña pequeña, y su rostro refleja una
simplicidad infantil que incluye cierta malicia. El cutis, pálido, parece insano,
y su pelo necesita un lavado. Tiene, en general, un aspecto bastante
desaseado: sus medias están arrugadas; en su espalda, entre la tela blanca de
su falda y su blusa de lunares, hay un hueco. Su enfermera, que está sentada
junto a la ventana, bordando, la mira de repente, da un salto y le arregla la
ropa con impaciencia.
«¿Cómo es posible que no pueda mantenerse bien vestida,
mademoiselle?», le dice en tono reprobatorio. «Le pongo bien la ropa y al
cabo de dos minutos vuelve a tenerla hecha un desastre. Y también su pelo,
aún no se ha peinado. Y sus manos. ¿Se las ha lavado para comer? Déjeme
ver. No, por supuesto que no. Vaya ahora mismo, fróteselas bien con un
cepillo; tiene las uñas bastante negras». Y empuja ligeramente a la chica hacia
el cuarto de baño.
Zèlie, obediente, abre los grifos. Mira con desagrado a su compañera
mientras el agua corre por el lavabo. Es una enfermera nueva; sus enfermeras
anteriores nunca se han quedado mucho tiempo con ella. «¿Por qué me
fastidia de este modo?», está pensando. «Estar junto a una de esas estúpidas
criaturas todo el rato, día y noche… Escuchando sus estúpidas voces sin
parar… Mujeres del campo, además, que no entienden nada… Es
insoportable. Si al menos viniese mi madre… Si pudiese decírselo al menos…
Ella nunca lo permitiría».
Ahí de pie, con las manos bajo el agua, se ha olvidado prácticamente de lo
que se supone que debería estar haciendo. La enfermera llega con la expresión
de alguien que se está controlando en unas circunstancias exasperantes; cierra
el grifo, le da una toalla y le arregla el pelo rápida y eficientemente. «Así, ya
está; deberíamos darnos prisa. Ha sonado el timbre, ¿no lo ha oído?»
Zèlie se alegra de ir al comedor porque le gusta comer. Pero ese día se lo
han estropeado por el hecho de que la han colocado junto a un joven italiano
al que detesta. Mientras se sienta entre él y su enfermera, mira de soslayo,
como sospechando del joven melenudo y de ojos estrechos que se burla de
ella y que la confunde con sus maliciosos trucos.
Hoy parece que va a dejarla en paz. No dice nada en absoluto hasta
después de que hayan comido y les hayan retirado el primer plato. Entonces,
justo cuando los camareros colocan los nuevos platos con un ruido apagado,

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se inclina hacia ella y le susurra al oído: «¿Y cómo estaban hoy su madre y su
padre, mademoiselle?».
«¿Mi madre y mi padre? No han estado aquí». Mira perpleja, aunque con
desconfianza, a esos ojos sin brillo.
«Oh, sí, ciertamente; estuvieron aquí esta mañana. Estaba en el pasillo
cuando salían del despacho del psiquiatra. Estaba despidiéndose de ellos. Los
vi y escuché su nombre con bastante claridad». El chico italiano parece que
está interesado únicamente en su comida pero, en realidad, es todo atención,
está siempre alerta.
Zèlie toma un bocado de ternera de su plato. Entiende, de repente, el
significado de lo que le acaban de decir: la insinuación implícita en las
palabras se cierne sobre ella. Deja caer su cuchillo y su tenedor. «Mi madre
ha estado aquí… Y se ha marchado… ¡Sin verme!»
Su silla está en el extremo más cercano a las grandes puertas dobles. Las
puertas están prácticamente detrás de su silla. Solo tiene que levantarse, dar
dos o tres pasos y estaría fuera del comedor. Todo, durante unos instantes,
está en el aire. Los camareros están de pie con sus platos. No ha habido ruido
ni alboroto: nadie parece haberse dado cuenta de lo que ha ocurrido hace un
momento. Entonces, la enfermera de la chica se levanta y la sigue. Hay otras
personas en el comedor, aquí y allá, que se levantan y se van. El joven
italiano se inclina sobre su plato. Tiene la boca llena de comida que su
mandíbula mastica con solemnidad. Pero un regocijo endiablado asoma en las
esquinas de sus ojos: está feliz.
Zèlie corre por el vestíbulo hacia el despacho del psiquiatra. La puerta
principal de la clínica está completamente abierta y sus perseguidores
asumirán, como es lógico, que ha salido por ahí. No va al despacho con la
idea de escapar sino simplemente porque el italiano ha dicho que había visto
allí a su madre. El despacho está vacío, claro, pero las puertas acrisoladas aún
están abiertas, tal y como las había dejado el médico, y Zèlie sale por ahí. Se
encuentra entonces en un jardín que desciende hacia un bosque de pinos. Baja
corriendo la cuesta, de un modo torpe, trastabillándose y tambaleándose con
sus zapatos de tacón que no le encajan bien. A ella siempre le cuesta mucho
correr por el bosque porque las pinochas son resbaladizas y las raíces
traicioneras continuamente la hacen tropezar. Está en baja forma y enseguida
se siente exhausta. Su respiración produce un gemido doloroso en el bosque
silente; los latidos de su corazón suenan altos y continuos, como los de una
cascada; su rostro, cubierto con el pelo alborotado, está empapado de sudor;
ha perdido uno de sus zapatos y está completamente desaliñada. No sabe por

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qué ni hacia dónde está corriendo. Una palabra, «¡Madre! ¡Madre!», sigue
resonando en su cabeza.
De repente, se ve reducida. Una alambrada de casi cuatro metros de altura
y tan resistente como para encerrar a una manada de bestias salvajes, marca
los límites de la propiedad. Zèlie corre tan descontroladamente que no ve la
alambrada y se estrella contra ella. Sus manos golpean contra la afilada malla,
su extraño cuerpo se tambalea y cae al suelo. Yace desplomada sobre la
pinaza, bajo los indiferentes árboles. La delicada armonía del bosque, que su
torpe intrusión ha roto, se restablece poco a poco. Una tórtola comienza a
arrullar sobre su cabeza. Ese agradable sonido del verano, que cuando era
niña siempre le recordaba la máquina de coser de su madre, es más de lo que
Zèlie puede soportar. Se le rompe el corazón, coge puñados de afiladas
pinochas que le perforan la carne, mientras que de sus gruesos labios,
embadurnados de saliva y carmín, sale un sonido desconsolado y agudo que
pronto dirige hacia sus perseguidores.

Es bastante pronto, poco más de las siete; es una maravillosa mañana de


verano. El cielo es de un azul pálido, sin nubes, sereno y suave, como un arco
inmenso, nada impresionante pero lleno de benevolencia y protección. El
lago, tranquilo, es cárdeno y parece medio sólido, como si pudieras caminar
sobre él. Las montañas repliegan sus adustas caras detrás de diáfanos velos de
niebla. En la primera cuesta de la ladera, sobre el lago, el edificio principal de
la clínica se eleva bañado por la clara luz del sol; una elegante mansión con
flores en los balcones y una terraza con columnas al frente. Todo está
tranquilo, pacífico y reconfortante. En un empinado campo de heno, por
encima de la carretera, algunos jornaleros ya están trabajando con sus
guadañas, moviendo rítmicamente sus torsos bronceados y desnudos que
relucen como estatuas. Un coche viene por la vía rápida desde el pueblo y gira
con suavidad hacia la carretera privada en dirección a la clínica. Se detiene
frente a la entrada principal, que está en penumbra, en el lado del edificio
contrario al lago. Ahí el aspecto del nuevo día es menos reconfortante, quizá
debido a la oscuridad que genera la sombra de la gran casa y a los enormes
árboles negros que señalan con severidad hacia el mundo exterior.

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Bajan del coche un hombre y una mujer jóvenes. Han estado viajando
toda la noche. El hombre, de unos cuarenta años, es bastante bien parecido, al
estilo de un fuerte emperador romano; joven para su edad, a pesar de que no
se ha afeitado y de que tiene una expresión atormentada. Posee la
indescriptible, casi imperceptible, falsa apariencia de alguien que es
externamente amigable y amable, pero interiormente estéril y egocéntrico. Es
grande y está, tras el viaje, un poco desaliñado. La mujer, que es varios años
más joven que él, está al borde del colapso y tienen que ayudarla a subir las
escaleras hacia la clínica. Aun así, se las ha arreglado para mantener una
imagen bastante normal. Su vestido verde está en orden, su pelo rubio está
perfectamente peinado, tiene el rostro empolvado y los labios pintados;
probablemente dedicó su último impulso a prestar atención a esas cosas. Ni
habla ni mira a su alrededor, dejándose guiar pasivamente hacia una
habitación con vistas al lago, donde brilla el sol y donde hay un gran jarrón
con antirrinos sobre una mesa redonda. Es entonces cuando se hunde en el
sofá. Tiene las pupilas dilatadas, solamente ve como un borroso brillo afligido
y apenas es consciente de lo que está ocurriendo. El hombre se sienta en una
silla cerca de ella y golpea nerviosamente con sus gruesos dedos sobre la
mesa. Ninguno de los dos pronuncia palabra alguna.
Una chica con uniforme blanco trae la bandeja del café. Tiene una imagen
atractiva y fresca y mira con curiosidad a los desconocidos y agotados
viajeros, especialmente a la mujer, que en ese momento parece estar a punto
de perder el conocimiento por completo y de caerse del sofá al suelo. La
asistente le habla, le sirve una taza de café y le pone un cojín bajo la cabeza.
Con un esfuerzo colosal vuelve a la vida, lo suficiente como para balbucear
un comentario medio audible mientras se cubre los ojos con la mano. La
enfermera se acerca a la ventana y corre las cortinas discretamente; después, y
antes de salir por la puerta, echa un último vistazo. En la habitación ya solo
queda una penumbra acuosa, verde, estriada con tiras de luminosidad. El
hombre, en un silencio inquebrantable y, por así decirlo, sombrío, aprensivo y
despiadado, sorbe el café caliente, dedicándole de tanto en tanto a su
acompañante una automática mirada de ansiedad que esconde, en realidad,
una especie de resentimiento. La otra taza de café permanece intacta y humea
lentamente sobre la mesa.
El psiquiatra llega tras unos minutos. Aunque es muy temprano, se
presenta totalmente impoluto y su persona exhala un aire de eficiencia fresca
y vital. Estrecha la mano de su visitante, que se levanta para saludarle y
vuelve a hundirse en la silla inmediatamente después. Tras ello, el médico se

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dirige hacia la mujer rubia y le toma una de sus débiles manos. Al principio
hay un intercambio de comentarios entre los dos hombres. El visitante
describe brevemente ciertos detalles médicos sobre los que el doctor ya había
sido informado por correo. El gran hombre habla del mismo modo titubeante
en el que lo haría alguien que se obliga a sí mismo a hablar de un tema que le
genera, subconscientemente, repugnancia. A menudo, tiene problemas para
terminar alguna frase y da la impresión de que su atención fluctúa, que desea
distanciarse de todo ello. El psiquiatra, aunque le escucha con atención, se da
cuenta de que el otro, incapaz o reacio a reconocer su responsabilidad, no dirá
nada de valor, y sus ojos negros se desvían continuamente hacia la mujer, que
calla al otro lado de la estancia. Finalmente, se dirige a ella:
«¿Así que cree, señorita, que le gustaría quedarse en mi clínica?»
Ella, que parecía ajena a la conversación, ante la pregunta directa
reacciona de forma inesperada. Abre los ojos de par en par y aparece en su
rostro una especie de torsión, como si fuese a llorar o incluso suspirar, caso de
tener fuerzas suficientes. Se sienta mejor en el sofá, contrae las manos y su
voz, mientras contesta, también resulta inesperadamente fuerte:
«No, yo nunca quise venir. Me han obligado, me han traído aquí en contra
de mi voluntad».
No puede evitar el intenso tono hostil de su voz, resultado de la histeria,
de una extenuación emocional absoluta, quizá incluso de la desesperación;
está dirigido a su propia neurosis y a toda una cadena de eventos que han
ocurrido previamente, y no hacia el hombre que le habla ahora dedicándole
una sonrisa. Pero él, puesto que son forasteros y unos extraños, y porque los
tres pertenecen a grupos etnológicos fundamentalmente antipáticos entre sí, se
siente un tanto picado y descontento. Sin embargo, continúa sonriendo
mientras dice, con una suavidad inmutable:
«Quizá le gustaría descansar aquí unos minutos. Hay varios temas que
quiero discutir con el señor».
Una vez sola, la joven mujer recae en un estado de absoluta inactividad y
su pelo se esparce sobre el cojín marrón. No se mueve, apenas parece respirar;
solo cada largos intervalos surge un suspiro profundo y roto de sus labios
pintados; sus ojos grises, distraídos y descentrados, abiertos, observan la
agradable habitación como lo harían los de alguien que está perdido, los de
una persona amnésica o que, incomprensiblemente, ha sido encarcelada en
tierra extraña.
Los dos hombres se ausentan durante bastante rato, al menos media hora,
pero ella no se da cuenta. Para ella es como si se ausentasen toda la mañana,

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no cambiaría nada; las drogas y el agotamiento han destruido su percepción
del tiempo. No está dormida pero tampoco está despierta, en realidad. Vagas
fantasías, la mayoría de ellas desagradables, ocupan su mente hundida.
El hombre grande vuelve ahora con una enfermera. El médico ha
transmitido el mensaje de que lo han requerido en otro lugar, pero que a lo
largo de la mañana visitará a su nueva paciente. Ayudada por los otros dos, la
mujer joven recorre lentamente el ancho pasillo. A esa hora el edificio parece
mostrar síntomas de vida. Unos cuantos pacientes, acompañados de un
ayudante, vuelven del gimnasio. Algunos de ellos miran con curiosidad a la
víctima rubia, que pronto se convertirá en su compañera, y que no devuelve la
mirada; es más que probable que ni siquiera los esté viendo. El hombre que va
con ella está claramente incómodo; camina con el ceño fruncido y
mordiéndose las uñas, buscando seguridad en una conversación con la
tranquila y objetiva enfermera del uniforme blanco.
Se encuentran ya en la habitación. La enfermera va en busca de su
equipaje. La otra mujer, con sus últimas fuerzas físicas mermadas por el
postrero esfuerzo realizado, cae sobre el borde de la cama y está presente a
medias; solo una especie de masoquismo mecánico la mantiene erguida. A su
acompañante, aunque no sabe por qué, le irrita su postura.
«¿Por qué no te tumbas mejor y te pones más cómoda?», le pregunta,
conteniéndose el enfado y manteniendo un tono de voz bajo.
No contesta, pero algo —quizá la visión de las nubes blancas que en ese
momento, como los niños de un coro, como serafines, se mueven a través del
cielo en una ordenada procesión— hace que le coja la mano.
«Ahora sí que me voy a poner mejor… Todo irá bien, ¿verdad?», dice,
incoherente, buscando en él un poco de consuelo, algo que no está en su
poder darle.
Él se mueve de forma extraña, con el ceño fruncido y mordiéndose las
uñas de la mano que le queda libre.
«Sí… por supuesto… te pondrás mejor». Lo único que quiere es ser libre,
marcharse a donde sea, lejos de esta situación intolerable para su
irresponsable corazón. Pero, de repente, se agacha y la besa en la mejilla.
Sorprendida, parece salir de su trance; se siente conmovida, agradecida,
animada; por un segundo parece volver a ser quien era. Incluso ahora, en el
último momento, lo recordará todo; caminará y saldrán juntos al sol. Ella
empieza a hablar para ponerse en pie pero él le suelta la mano y se dirige
hacia la puerta.

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«¿Te vas?», le pregunta decepcionada. Él murmura algo mirando hacia
otra parte. «Pero ¿volverás pronto?»
«Sí, por supuesto. Cuando estés acostada».
Sale de la habitación. Ella se sienta al borde de la cama, como suspendida
y casi sin vida después de que se haya marchado el breve entretenimiento, que
la ha dejado más vacía de lo que estaba anteriormente.
De pronto, escucha el motor de un coche que arranca fuera. Desde donde
está sentada puede ver a través de la ventana, cubierta con volutas de hierro,
una parte de la carretera por la que un coche ha comenzado a moverse.
Reconoce que es el mismo que les ha traído desde la ciudad, pero su mente,
en cambio, no saca ninguna conclusión de eso. De repente, ve en el asiento
trasero al hombre que la había acompañado. Sin embargo, incluso en ese
momento, lo único que siente es desconcierto, estupefacción. ¿Qué significa
todo esto? ¿Por qué está él en el coche? Su maleta está en el asiento de al lado
y, por algún motivo, la visión de la maleta, que ella misma le regaló hacía
unos años, la convence de la verdad.
«Me deja aquí. Se va… Sin decírmelo… Sin decirme siquiera una palabra.
Cuando me besó era un adiós».
Alguna reserva final y desesperada de energía nerviosa le permite correr
hacia la puerta. «Debo ir con él, debo detenerlo, ¡no puede dejarme así!»,
grita en la habitación vacía. La puerta está cerrada por fuera. Gira el pomo y
golpea el panel de cristal. El cristal es irrompible y una barra de hierro no
conseguiría más que astillarlo. Sin embargo, continúa golpeando débilmente
el cristal con sus dos manos mientras las lágrimas corren por su desencajado
rostro.
Una ayudante que pasa por el pasillo mira sobresaltada su convulsa cara y
sus ojos salvajes, perdidos y llorosos, y se marcha corriendo en busca de
alguien con más autoridad.

VI

Es temprano, por la mañana, y nos encontramos en una de las habitaciones de


esta clínica extranjera. La habitación vacía tiene la indefinible y desoladora
atmósfera de un lugar que su ocupante habitual acaba de abandonar. La puerta
que da al pasillo permanece abierta y, en la mesa junto a la cama, hay una
bandeja con los restos del desayuno. La habitación es bastante grande, tiene

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suelo de parqué y muebles de madera pálida de buen tamaño; aunque no
podría describirse como lujosa, sin duda es cómoda y agradable. De cualquier
forma, hay algo un tanto extraño, un tanto inquietante en ella. Sería difícil
dilucidar el origen de esa impresión, quizá tenga algo que ver con el hecho de
que no haya ningún gancho en ningún sitio, con que todas las paredes estén
desnudas, lisas, y la lámpara eléctrica esté protegida por una pantalla de
alambre. La gran ventana también está cubierta por una verja de hierro
forjado que, si bien es decorativa, de algún modo sugiere un propósito
funcional. Justo en ese momento la habitación está fresca, incluso helada,
pese al hecho de que estemos a mitad del verano. Afuera hay una gruesa capa
de niebla blanca de montaña.
Una joven campesina, que viste un uniforme, corre por el pasillo llevando
consigo la bandeja del desayuno y después vuelve con los utensilios de
limpieza. Tendría diecinueve o veinte años; es grande, fuerte, bastante
huesuda, y tiene un rostro poco agraciado, con una nariz grande y el pelo
recogido en una coleta muy tirante. Todos sus movimientos son torpes pero
vigorosos. Se arrodilla en el suelo, saca un trozo de alguna sustancia gruesa y
grasienta de una lata y empieza a pulir enérgicamente los tablones. Mientras
trabaja tararea para sí una desentonada y larga canción popular. Ha trabajado
duro toda su vida, está llena de una energía ilimitada; le gusta ver cómo la
suave madera brilla bajo su paño, como el agua; es feliz.
En poco tiempo el suelo reluce, como si lo hubiesen preparado para un
baile, pero aún queda la cama por hacer, así como quitar el polvo de los
muebles. Se lava las manos en el lavabo y se las seca con un paño especial
antes de hacer la cama; después le quita el polvo al tocador, mirando con
curiosidad sana las decorativas cajas de polvos y maquillaje, el perfume en su
frasco fino.
Antes de que termine, la ocupante de la habitación vuelve de su baño.
Tiene como diez años más que la joven campesina, de quien resulta ser la
antítesis más absoluta; ambas servirían como ejemplo de productos opuestos
de la sociedad. La recién llegada está extremadamente delgada y es hermosa
de un modo sofisticado. Su considerable pelo rubio, largo, suavemente
ondulado, su bata, llena de los colores de los ciclámenes, que se arrastra por el
suelo, le dan cierta apariencia romántica que no desmienten ni sus ojos tristes,
ni las impostadas dureza e indiferencia de su rostro, que no esconden la
desolación.
Le da los buenos días y después deja descuidadamente sobre la cama la
esponja, el jabón, la esencia que se ha traído del baño, y se dirige a la ventana

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donde se queda mirando hacia afuera, a la niebla que lo esconde
absolutamente todo tras su velo triste, opaco e incoloro. La joven campesina
se apresura a quitar las cosas de la cama y deja los objetos en el lugar que les
corresponde. Cuando termina su trabajo no deja de mirar a la mujer, que
permanece de pie, tan quieta, sin mirarla, como si estuviera en otro mundo. La
bata de ciclámenes ha encandilado por completo a la espectadora. «Qué
maravilloso debe de ser vestir una bata así», piensa en su candoroso corazón.
«Parece un ángel, con el pelo cayéndole tan brillante», y se toca su anodina
cabeza con una especie de sorpresa.
«La habitación ya está hecha», dice detenida y tímidamente en ese mal
francés que habla con dificultad.
La mujer, frente a la ventana, no contesta, no hace ningún movimiento en
absoluto. Quizá no ha entendido, quizá no la ha oído.
La otra saca sus escobas, sus paños, sus abrillantadores y lo deja todo en
el pasillo. Después vuelve y deambula un rato entrando y saliendo por la
puerta de la habitación. Sabe que debería volver al trabajo, que debe darse
prisa y meterse en la siguiente habitación y empezar a pulir el suelo en vez de
estar perdiendo el tiempo; pero, por algún motivo, no soporta marcharse sin
recibir una respuesta de aquella figura inmóvil cuyas manos están agarrando
en ese momento las volutas de hierro forjado.
«No se quede ahí, señora», dice con su habitual extráñela, «cogerá un
resfriado. Déjeme que le cierre la ventana». Atraviesa la habitación y logra
alcanzar el cristal, rozando la manga de la otra al hacerlo. El contacto físico
rompe el hechizo de la abstracción de la mujer mayor y esta vuelve la cabeza.
La sirvienta se horroriza al ver sus ojos bañados en lágrimas que lentamente,
y sin forma de ocultarlas, se deslizan por sus mejillas.
«Oh, señora», tartamudea, «¿qué le ocurre? No llore…»
Sin ser apenas consciente de lo que hace, le afloja los dedos contraídos y
fríos, helados por el contacto prolongado con el metal enrejado, y la aleja de
la ventana. La mujer rubia cede pasivamente, como un niño, sin palabras; una
emoción excesivamente violenta o dolorosa, que ha soportado demasiado
tiempo, parece haberla privado de toda su vitalidad. Asemeja ser una silueta
mecánica pero las lágrimas continúan su silenciosa lluvia, y allí donde caen,
sobre la seda purpúrea, dejan surcos negros. De repente, se tropieza con el
dobladillo de su larga bata, y se hubiese caído de no haber sido por los fuertes
y jóvenes brazos que la sujetan al borde de la cama. Esta patética pérdida de
dignidad en alguien tan lejano, tan perfecto, es demasiado para la joven
campesina, que ya estaba emocionada por esas lágrimas incongruentes.

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Ignorando la diferencia de estrato social, dejando a un lado la posibilidad
de que la vean, olvidándose incluso de su trabajo, abraza a ese ser infeliz
como abrazaría a un niño herido en su pueblo natal, al tiempo que le murmura
inarticulados sonidos de consuelo. La otra, que hasta ahora había
permanecido testaruda, enfrentándose a sus iguales con una cara de desdén
inmutable, puede permitirse relajarse un poco en ese tosco abrazo. Es como si
encontrase consuelo en una empatía infrahumana, en las silenciosas caricias
de un perro cariñoso.
«¿Por qué estás siendo tan amable conmigo? ¿Qué estás diciendo? ¿Qué
idioma es ese?», pregunta con detenimiento, vagamente, fuera de su mundo
de irrealidad.
«Es romanche, señora; vengo de los Grisones», contesta la muchacha en
francés. El momento está empezando a diluirse, ella comienza a sentirse ya un
poco extraña y a ser incipientemente consciente de sí misma. Aun así, sigue
rodeándole los delgados hombros con ambos brazos, reacia a retirarle el
apoyo. «No llore», dice una vez más. «No sea tan infeliz. No se está tan mal
aquí… Y saldrá pronto y volverá a su casa. ¿No puede considerar su estancia
como unas pequeñas vacaciones?»
«Estoy aterrorizada… muy sola… y tan lejos de todo», contesta la otra en
un susurro, saboreando las lágrimas en su boca. Aún se siente como en un
sueño, ajena a la inapropiada situación.
La sirvienta, que comprende muy bien la melancolía, busca en su mente
algo con lo que ofrecer consuelo.
«Pero, señora, ¡aquí se está muy a gusto!», exclama; «y la comida… Ayer
le traje espárragos para comer y hoy habrá fresas; lo sé porque he visto a
quien las recogía. Y, mire, ¡está desapareciendo la niebla! Pronto brillará el
sol».
Justo en ese momento oye a alguien llamándola desde el pasillo; es otra de
las jóvenes trabajadoras a la que habrán enviado a descubrir por qué esta
mañana las habitaciones le están llevando tanto tiempo.
«Sí, sí, ¡voy de inmediato! ¡Ya voy!», grita. Se pone en pie pero antes de
cruzar, torpe y rápidamente la habitación y desaparecer por el pasillo, se
agacha y le planta un cálido beso campesino en la húmeda mejilla.
La otra mujer se sienta en la misma posición, sola. Ha dejado
prácticamente de llorar y ahora, por primera vez en muchos días, aparece en
su rostro el difícil comienzo de una sonrisa.

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VII

Justo en la orilla del lago hay una encantadora casa del siglo XVIII. En
realidad, es un pequeño castillo con torretas que le dan un aire sofisticado,
frívolo y galante, bien dispuesto como residencia para la amante de algún
distinguido personaje, para quien fue diseñado originalmente. El edificio se
encuentra en excelentes condiciones, la magnolia en flor de su fachada ha
sido habilidosamente controlada y podada, y todo indica que la casa es
propiedad de un dueño apreciativo y cuidadoso. Solo un observador muy
sensible podría percibir en aquel lugar un aire casi indescriptible, no
exactamente triste sino privado de algo, del toque del afecto individual, como
un niño criado en una institución eficiente en vez de en casa. Las habitaciones
tienen un aspecto indefiniblemente impersonal que resulta visible a través de
las ventanas, abiertas de par en par a la calurosa tarde de verano.
Entre la casa y el lago hay varias personas tomando el té en el jardín.
Están sentadas en grupos, alrededor de mesas redondas, bajo la sombra de los
tilos y las altas acacias. Dos o tres mujeres, que actúan en calidad de
anfitrionas, parecen animar la conversación, que tiende a flaquear pese a los
estímulos, y que tiene un extraño carácter espasmódico.
Marcel es el centro de su propio grupo. Durante varios minutos ha estado
hablador, divertido, feliz, mostrando una sonrisa que aparece y desaparece
con facilidad en su boca grande y flexible. La vigilante anfitriona mira con
aprobación a ese joven situado frente a ella, vestido con franela blanca, que
tan bien está entreteniendo la mesa. De repente, él se da cuenta de esa mirada
de aprecio y cambia su sonrisa, pierde su recién lograda espontaneidad y se
vuelve cínico, sarcástico.
«Bueno, he sido un buen chico demasiado tiempo», piensa para sí. «Ahora
le toca a otra persona».
Mira su reloj, se levanta con una excusa educada y coge la raqueta que
estaba cerca de su silla, sobre la hierba. Es hora de ir a su partido de tenis.
La pista en la que se supone que va a jugar está más arriba, en la ladera,
cerca del edificio principal de la clínica a la que pertenece esta propiedad.
Balanceando su raqueta, Marcel se pasea por los alrededores del pequeño y
elegante castillo, que ahora da cobijo a invitados muy diferentes a sus
ocupantes originales. Una vez que la vivacidad ha desaparecido de su rostro,
se da uno cuenta de que no es tan joven como parecía en la mesa; tiene al
menos treinta años, quizá unos pocos más. A ambos lados de su pelo oscuro
han aparecido ya trazos de canas, hay arrugas en su expresivo rostro y sus

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ojos tienen un aspecto ligeramente cansado, con un brillo excesivamente
emocional.
Ahí, solo, en el lado más alejado del castillo, sus pasos se hacen más y
más lentos hasta que termina deteniéndose. Las campanadas del reloj del
establo suenan como cinco lánguidos pájaros flotando en el aire cálido. Debe
darse prisa si no quiere llegar tarde. Sabe que debe caminar rápidamente,
colina arriba y, sin embargo, se queda quieto, con los hombros caídos y la
raqueta colgándole débilmente de la mano. Está sufriendo las consecuencias
de su reciente muestra de vivaz sociabilidad. Una expresión amarga y afligida
al mismo tiempo ensombrece su rostro; se siente solo, resentido, deprimido.
El resto del día se muestra ante él como una triste perspectiva de
aburrimiento, como un anodino periódico que se ha leído miles de veces.
Piensa con disgusto e irritación en el tenis y en su pareja, la chica pelirroja
americana que se enfurruña cada vez que pierden un partido. Ahora estará
esperándolo allí arriba, en la pista, y estará empezando a enfadarse porque
llega cinco minutos tarde.
«¡Maldita sea! ¿Por qué tengo que jugar si no me apetece?», murmura
para sí. Y, de repente, da la vuelta en el camino que sube a la colina y baja de
nuevo hacia el lago, pasando esta vez por el otro lado del castillo, por lo que
va a dar a una parte del jardín que está a cierta distancia de los grupos en las
mesas. Aunque camina a buen paso no tiene un objetivo en mente;
simplemente está expresando una rebelión instintiva contra el soporífero tenis
y contra la detestable americana.
El muro bajo que rodea el lago lo sorprende. Se detiene, indeciso, con
cierta sensación de frustración, sin saber qué hacer a continuación.
Finalmente, se sienta en el cálido muro de piedra, dejando que sus piernas
cuelguen sobre el agua. Una aglomeración de matorrales lo oculta de la
distante gente; nadie parece haber notado su presencia. Eso hace que se sienta
aislado, algo que no es en absoluto agradable para su naturaleza, pero de lo
que, sin embargo, obtiene en ese momento cierta satisfacción masoquista.
Durante unos segundos observa distraídamente las aguas poco profundas,
estancadas, a través de las cuales los bancos de pequeños peces se mueven
afanosamente. Aunque el agua es clara tiene una apariencia tibia, corrupta;
todo tipo de desechos poco apetitosos se han agrupado en las piedras del lago.
Algo negro y delgado, como una anguila en miniatura, aparece en el agua
poco profunda y se dirige hacia las piedras de la orilla; es un alga. Marcel
mira para otro lado con una exclamación de repugnancia contenida.

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Su mirada recae ahora en un bote de remos atracado unos metros más allá.
Normalmente el bote está encadenado a un aro de hierro que hay en la pared,
pero ahora solo está ligeramente asegurado por el nudo de una cuerda.
Vagamente, recuerda haber visto a la profesora de gimnasia desatar el seguro
mientras él tomaba el té. Quizá algunos de los pacientes salgan a dar un paseo
en el bote. Bueno, eso no le interesa mucho más de lo que le interesa el tenis.
Eleva sus ojos anchos, brillantes e inestables y, justo al otro lado de las
tranquilas aguas, ve la costa francesa, sus montañas, sus pequeñas colinas
rematadas con innumerables álamos.
De inmediato, le vienen a la mente una nueva retahíla de pensamientos.
«Ya es hora de que vuelva a casa. Debería volver al trabajo o perderé todos
mis contactos. Un abogado no puede permitirse unas vacaciones tan largas,
incluso aunque tenga una esposa rica». Intenta recordar cuántos meses lleva
en la clínica pero, por algún motivo, no le sale el cálculo y su incapacidad
para concentrarse en un tema como el de las fechas incrementa su descontento
general. «En este maldito lugar todos los días son iguales; uno pierde la
noción del tiempo», piensa, enfadado. Y después: «¿Por qué aún me retienen
aquí? Estoy bastante bien. No es que llegase a estar demasiado mal. Había
estado trabajando demasiado y lo único que necesitaba era descansar. Ahora
estoy en plena forma y, aun así, me retienen, dando vueltas, haciéndome
perder el tiempo». Frunce el ceño al pensar en los médicos, en las respuestas
evasivas que le dan cuando sugiere establecer un día para su marcha. «Es, por
supuesto, una forma de hacer dinero; son todos unos tiburones intentando
sacarnos lo máximo que puedan».
Una imagen mental de su esposa se le aparece ante él, una mujer bella y
joven, bastante regordeta y maravillosamente vestida de negro, con perlas
rodeándole el cuello; es ella la que está pagando su estancia en la clínica. La
sospecha atroz que se le pasa a menudo por la cabeza le hace coger una piedra
y arrojarla agresivamente al lago, sorprendiendo a los pequeños peces, que
continúan con su periplo incesante. «No, es simplemente imposible; nadie
puede ser tan retorcido, tan inmoral. No debería permitirme imaginar cosas
tan terribles».
Aun así, no puede permanecer por más tiempo sentado y en silencio sobre
ese muro, por lo que salta y da algunos pasos inquietos en dirección al bote de
remo, al que se sube, golpeando después con el pie el aro de hierro donde está
atada la cuerda de amarre.
«Si al menos pudiera saber cómo van las cosas por casa. Si al menos
pudiese volver», se dice a sí mismo, admitiendo por primera vez que hay

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algunos obstáculos que dificultan su partida. La fantasía de poder marcharse
es la que le absorbe en ese momento: se imagina haciendo la maleta, subiendo
al despacho del médico jefe y exigiendo su dinero, su pasaporte, reservando
un coche cama en el tren con destino a París. «Sí, lo haré», dice en voz alta,
dos veces. La primera, con entusiasmo y la segunda, con una convicción que
ya ha empezado a menguar. Pero no mueve ni un músculo para llevar a cabo
el plan: algo que no puede ni se atreve a reconocer le prohíbe intentarlo
siquiera.
Por el contrario, empieza a recordar con nostalgia su vida anterior, la
alegría de la ciudad; recuerda su trabajo, a sus amigos, a los que les encantaría
verlo de nuevo. Mira a través del lago las montañas de Savoya, su tierra; y le
da la sensación de que solo esa insignificante línea de agua, que parece tan
perfectamente sólida como para creer que se podría caminar sobre ella, lo
retiene de cumplir sus deseos.
Le sobreviene una idea repentina y resulta curioso observar el rapidísimo
cambio de expresión que ha habido en su rostro, que, de golpe, asume una
expresión traviesa y astuta en ese momento. Observa a la gente que está
sentada a más de la mitad de distancia de la anchura del castillo. Enervados
por la calurosa tarde, parece que no se ha movido ni un alma y que nadie le
está prestando atención alguna. Se agacha y desata los nudos de la cuerda con
movimientos rápidos; después se sube al bote y comienza a remar
apresuradamente. Unas cuantas brazadas fuertes lo llevan a bordear un
pequeño promontorio que está fuera de la vista de los terrenos del castillo.
Sonriente, con una mirada casi picara, continúa remando con brazadas fuertes
y regulares.
En poco tiempo está lejos de la tierra, solo en su bote en mitad de una
prácticamente incolora extensión de aguas tranquilas. Hay alrededor de otros
doce pequeños botes dispersos por el lago. Están bastante lejos de él, pero le
alegra que estén porque, de ese modo, su bote pasará más desapercibido desde
la orilla. No hay brisa, hace mucho bochorno, el aire resplandece por el calor.
El sudor resbala por la cara de Marcel pero no le importa; mostrando aún su
sonrisa traviesa se quita el sudor de los ojos y continúa remando. Sus brazos
desnudos, bronceados y musculosos, reman a un ritmo infatigable. El hombre
que no podía dar con la energía necesaria para jugar un partido de tenis, ahora
es feliz surcando el cegador brillo acuoso, satisfecho con su propia fuerza.
Ha atravesado mucho más del lago de lo que esperaba, pero dentro de
muy poco la costa francesa estará notoriamente más cerca; puede distinguir ya
las ventanas de las casas, las siluetas humanas, y después verá moverse los

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perros y las gallinas. Rema en paralelo a la orilla durante un tramo buscando
un lugar apartado donde desembarcar; cree que será más inteligente no
hacerlo en un pueblo, donde puede ser interrogado de inmediato. No ha
preparado aún ningún plan de acción. Hasta ahora ha estado concentrado
únicamente en el esfuerzo físico y en la euforia que siente por su hazaña
personal.
Acaba de encontrar el lugar en el que amarrar: una playa curvada, como
una bahía diminuta, que está fuera de la vista de todas las viviendas, con
laderas de hierba verde que se elevan abruptamente hacia arriba. Acerca el
bote a la orilla pero no hace intento alguno de desembarcar. Se sienta, muy
quieto, mientras el agua arrastra los remos y el sudor se le seca lentamente en
la cara, que, en ese momento, parece adquirir una expresión de incertidumbre.
¿Por qué duda? Todo lo que tiene que hacer es encallar el barco, saltar de él y
subir la ladera hasta llegar a su tierra. Es cierto, no tiene pasaporte y solo
posee algunas monedas de insignificante valor en sus bolsillos; aun así, sería
libre y estaría seguro entre sus compatriotas. Lo único que tendría que hacer
sería explicar su situación a alguien con autoridad y todo se arreglaría
satisfactoriamente: una llamada de teléfono lo conectaría con París, pagarían
su billete de tren por adelantado y a la mañana siguiente estaría en casa.
Sí, todo parece muy sencillo, y aun así no se atreve a bajar del bote. ¿Qué
es lo que le impide saltar a tierra? ¿Qué es lo que le dice que es más seguro no
pensar, permanecer confuso, no darse cuenta de nada? Débilmente, a través
de una bruma de irrealidad, se imagina a los gendarmes, las preguntas, sus
miradas significativas. Pero todas esas cosas son muy lejanas, muy remotas,
imprecisas. Mejor no pensar en ellas, mejor no ponerlas a prueba, mucho
mejor no arriesgarse a realizar alguna.
Además de la sonrisa, de su cara han desaparecido toda la malicia y la
efervescencia. Ahora parece mucho mayor, agotado y abatido. Le ha
abandonado el espíritu. Se siente muy cansado. Lentamente, con poca
energía, exhalando un suspiro profundo, con la mirada vacía y desconsolada,
agarra los remos y retoma el laborioso camino de vuelta hacia la otra orilla.

VIII

En la clínica, como en el cielo, hay muchas mansiones. Los peores casos,


aquellos que requieren más supervisión, están alojados en una casa llamada

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«La Pinéde» que está a cierta distancia del edificio principal. Volutas de metal
custodian las ventanas de esa casa y solo hay una puerta exterior cerrada con
llave. Siempre hay un asistente de guardia para abrir y cerrar la puerta cada
vez que alguien necesita pasar por ella.
La ayudante está sentada en una habitación pequeña, blanca y desnuda,
como la celda de una monja, justo a la izquierda de la puerta. Esta mañana
está de guardia una chica bastante joven. Es brillante y tiene un aspecto
agradable con su uniforme extraordinariamente limpio; ha colocado un ramo
de flores sobre la mesa, a la que se sienta con su gramática inglesa, su
cuaderno y su lápiz. Es laboriosa, aspira a salir adelante en el mundo, y
estudia su libro muy concentrada. Sin embargo, encuentra tiempo para mirar
de forma ocasional el ramo de ciclámenes salvajes que recogió ayer en el
bosque con un joven en el que está interesada. Todo en ella es normal, alegre,
sereno. Resulta difícil asociar a esa alegre muchacha con la infelicidad que se
esconde bajo ese mismo techo.
Escucha unos pasos que se acercan y sale a la entrada.
Hay una dama inglesa de mediana edad esperando a que le abran la
puerta. Es bastante alta, bastante grande, y lleva un vestido de punto malva
que se adhiere a su sólida figura. Su cabello descolorido está circundado por
una banda de tul marrón que le da un aire que, de alguna manera, se las
ingenia para impactar y resultar un tanto cómico al mismo tiempo. Tiene una
apariencia intensamente respetable e intensamente reservada, típica en ciertas
mujeres inglesas anticuadas que viven en el extranjero. Uno esperaría
encontrársela en una pensión en Mentone, preparando el té en su habitación
con una lámpara de alcohol, o quizá pintando pequeñas y precisas acuarelas
con una gran cantidad de azul ultramarino. Hoy es uno de sus días buenos. No
hay nada en su apariencia que deje entrever sus estados de ánimo suicidas y
depresivos, que son el motivo por el que está en «La Pinéde».
«Buenos días, señorita Swanson», dice en un cuidado inglés la sonriente
ayudante mientras abre la puerta.
La señorita Swanson le responde, le sonríe de un modo distante y sale al
sol. En contraste con las sombras del interior la luz cegadora supone un golpe,
y se detiene para sacar las gafas de sol que lleva en el bolso. Frente a ella, en
mitad de la carretera privada y asfaltada, hay una deliciosa extensión redonda
de cannas; detrás, a derecha e izquierda, está el pinar del que la casa toma
prestado el nombre. Cuando se ha puesto las gafas, la señorita Swanson
despliega una sombrilla de lino con rayas verdes y recorre despacio la mitad

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de la carretera que se dirige tanto al edificio principal como a los talleres, que
precisamente son su objetivo.
Mientras se dirige hacia allí, a cierta distancia ya tiene una idea clara de lo
que está ocurriendo. De tanto en tanto y a intervalos irregulares, solas o en
pequeños grupos, de la casa blanca con balcones emergen siluetas que
caminan en dirección al taller. Todos ellos, al pasar, se detienen unos
segundos junto a una solitaria figura femenina que está bajo unos árboles;
lleva un alegre vestido veraniego y parece tener alguna noticia que está
comunicando a cada uno por turnos.
La mujer de las gafas de sol observa este proceso atentamente, arrugando
el entrecejo tras los cristales oscuros. La contracción de sus ojos parece
mostrar ansiedad o desaprobación, quizá incluso ambas. Acelera el paso.
Pronto se encuentra lo suficientemente cerca como para hablar con la
chica, que ahora está sola, medio sentada en una tabla de hierro bajo los
árboles. Tiene huesos pequeños, es delgada y su cuerpo parece tan inmaduro
que en un primer vistazo se la tomaría por una niña de unos quince años;
cuesta creer que esté casada, en realidad. De repente, le grita a su amiga:
«¡Mi marido ha venido! Está ahora con los médicos. En cuanto acabe con
ellos me va a llevar a pasar el día fuera». Salta y agarra del brazo
impulsivamente a la señorita Swanson, agitando su pelo suave y esponjoso, y
exclamando: «Te dije que vendría, ¿verdad? No me creíste pero ya lo ves,
¡tenía razón todo este tiempo!» Ladea su cabeza y se ríe vagamente
observando a la señora mayor, que, a su vez, baja la vista con seriedad para
mirar ese rostro bonito, infantil, indisciplinado, que parece no casar por
completo con su mentón hundido y sus grandes y algo saltones ojos azules.
«Me alegro por ti, Freda», dice evasivamente.
El tono indiferente decepciona a la otra, que se enfada y se distancia de
ella, malhumorada, dejando un espacio entre ambas.
«No pareces contenta», se queja en un tono ofendido.
La señorita Swanson se acerca a ella y le da un toquecito en el hombro.
«¡Por Dios bendito, niña, qué delgada estás!», murmura para sí, sintiendo
sus huesos bajo las inadecuadas ropas de seda y carne. Un instinto maternal
frustrado en ella se ha aferrado a esa chica, su compatriota, que como ella está
en el exilio, prácticamente una prisionera en ese lugar tan infeliz. Se siente
posesiva y protectora respecto a Freda; siente celos de todo aquel que se
interponga entre ellas. «Me alegro de que estés feliz, por supuesto», continúa.
«Pero tengo miedo de que las cosas sean después peores para ti, miedo de que
te sientas más sola que nunca cuando tu marido se haya ido».

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«¡Pero no se va a ir!», grita Freda, triunfal. «Va a quedarse en el hotel
junto al lago».
«Aun así, en algún momento tendrá que volver a Inglaterra».
«Entonces me llevará con él, lo convenceré, ya lo verás. De todas formas,
ahora estoy bastante bien».
Su rostro infantil es todo risitas y la señorita Swanson no tiene agallas de
negarle una sonrisa de vuelta. Pero no dice nada y, además, en ese momento,
ha de ahorrarse sus palabras puesto que el señor Rushwood aparece en los
escalones de la clínica. Es mucho mayor que su mujer, quizá le doble la edad,
el último hombre sobre la faz de la tierra con el que se esperaría que ella
estuviese casada, puesto que tiene un rostro serio, represivo, casi rígido,
austero bajo su pelo gris. Se acerca con frialdad, bajo el sol, con unos andares
un poco tiesos debido a una vieja herida de guerra en su pierna derecha. Freda
le presenta a su amiga y él sonríe como un colegial, sin calidez alguna.
También su voz es como la de un maestro o un clérigo, autoritaria y fría.
«¿Y bien? ¿Qué han dicho los médicos? ¿Te han contado lo buena que he
sido?»; pregunta Freda aferrándose a su brazo y sonriéndole.
Pero él, sin responder a la pregunta, le recomienda ir a coger su sombrero
y su bolsa puesto que el coche llegará en cualquier momento.
Ella sale corriendo como una chiquilla dócil y los mayores permanecen
juntos, bajo la sombra del árbol. Ninguno habla. El señor Rushwood se queda
tieso junto a la mesa, con un rostro ajeno a toda expresión. Está preocupado, y
también un poco avergonzado por haber sido abandonado junto a esa extraña
que, aunque su apariencia sea bastante convencional, podría mostrar en
cualquier momento una perturbadora excentricidad. La señorita Swanson lo
examina con una mirada que, pese a todo, tras el disimulo de las gafas de sol,
es lo suficientemente inteligente. No parece tranquilizarle su aspecto. Abre
inmediatamente la sombrilla que había cerrado durante su conversación con
Freda y comienza a marcharse. Pero entonces, un impulso repentino, muy
extraño para su contenido corazón de solterona, la hace volver y dirigirse al
autoritario hombre:
«Señor Rushwood, ¿me permitiría decirle algo que en realidad no tengo
ningún derecho a decirle? Podría replicarme que el futuro de su mujer no es
asunto mío y yo le respondería que lo único que me invita a interferir en sus
asuntos, que no me incumben, es el tremendo y genuino afecto que le tengo.
He llegado a conocer muy bien a Freda durante las últimas semanas; ella ha
confiado en mí y entiendo su carácter. Quizá, discúlpeme que se lo diga, la
entiendo mejor de lo que la entiende usted. Desconozco, por supuesto, qué

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planes tiene para ella, señor Rushwood, pero le pido encarecidamente que
considere muy cuidadosamente si este es el lugar adecuado para ella, si no
sería mejor llevársela de aquí, un ambiente en el que siempre se siente sola y
triste, donde está abocada a ver y a escuchar cosas que le resultarían
traumáticas a cualquier chica joven, y mucho más a una chica tan sensible y
tan nerviosa como ella. Si cuando se marche la deja aquí, tengo miedo de lo
que le pueda pasar. Tengo miedo de que se le rompa el corazón».
Esta es la demostración del amor de la señorita Swanson, que es capaz de
acelerar el curso de las cosas, tan opuestas a sus propios intereses, puesto que
su existencia, sin Freda en la clínica, perdería su último reducto de valor.
La incomodidad del visitante ha ido creciendo durante el largo discurso
que, aunque pronunciado en una voz perfectamente calmada, ha impactado en
él como si estuviese cargado por alguna peligrosa emoción. Muestra algún
signo de emotividad, por primera vez, mientras con una expresión, medio
irritada medio aprensiva, mira como si buscase ayuda. «¡Esto es
insoportable!», piensa, indignado; «¿por qué no viene alguien y se lleva a esta
mujer de aquí?» Pero no hay nadie a la vista y se ve obligado a contestar:
«Mi querida señorita, incluso aunque considere que no entiendo en
absoluto a mi mujer, al menos debería aceptar las opiniones de los médicos»;
empieza de un modo frío justo en el momento en que ocurren dos cosas al
mismo tiempo, que lo salvan de una vergüenza posterior: un coche toma la
curva de la carretera privada y Freda atraviesa corriendo la puerta de la clínica
y se precipita escaleras abajo.
Dirigiéndole a su compañera el más breve de los saludos, Rushwood se
acerca al coche en el que la joven está ya esperando. La señorita Swanson
mueve lentamente su mano en respuesta al pañuelo ondeante de Freda.
Observa cómo el coche se aleja y después, totalmente desanimada, camina de
vuelta al taller y a la pantalla que está decorando con motivos florales. Ya
sabe que su día será deprimente.
Para Freda, por el contrario, las horas vuelan cual pájaros felices. Como
una niña que acaba de volver del internado a pasar las vacaciones, quiere
verlo todo, hacerlo todo de inmediato. El pequeño pueblo junto al lago es un
paraíso para ella; corre a toda velocidad de una tienda a otra, comiendo
pasteles y chocolates, comprando baratijas absurdas, hablándole a su marido
todo el rato, cuya actitud corresponde más a la de un padre que es al mismo
tiempo indulgente, distraído y, de algún modo, impaciente. A la hora de la
comida, en la terraza del hotel, no lo soporta más y critica duramente a la
joven por su indecoroso comportamiento que, eso cree él, está atrayendo la

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atención de la gente de alrededor. Freda está desanimada y apagada durante
unos minutos, pero se le olvida pronto la reprimenda y vuelve a reír y a hablar
tan inconteniblemente como antes.
Al marido se le está acabando rápidamente su reserva de tolerancia. Esto
se añade al enfado que le genera el hecho de que los camareros tomen a Freda
por su hija y que se dirijan a ella como mademoiselle. Está cansado y
preocupado, le empieza a doler la pierna y es incapaz de ver algo más allá de
las faltas de comportamiento de Freda. Le parece que su irresponsabilidad
infantil y su exuberancia serán menos notorias en el barco.
Desde el punto de vista del marido, la tarde es más satisfactoria que la
mañana. En primer lugar, sin duda su mujer está entusiasmada con el barco,
va corriendo de un lado a otro, apoyándose con entusiasmo sobre el
pasamanos del muelle para ver embarcar a la gente y lanzando luego pan a las
gaviotas que, misteriosamente, siguen al barco como estelas blancas, tan lejos
de cualquier mar. Pero hacia el final del viaje ella se vuelve más callada y se
sienta junto a él en el banco de madera, con su mano enroscada cariñosamente
entre sus dedos. Él extiende el abrigo sobre sus rodillas para que nadie pueda
ver que le está dando la mano.
A la hora de la cena recupera su energía febril. Es una noche fresca, por lo
que en vez de cenar en la terraza lo hacen en el comedor. Sus grandes,
brillantes y prominentes ojos observan rápida y traviesamente las mesas,
mientras que su voz infatigable y aguda hace comentarios sobre los
comensales. Rushwood se ve obligado a reprenderla de nuevo:
«De verdad, Freda, te estás comportando como una colegiala maleducada.
¿No te das cuenta de que hacer comentarios personales no solo no es
entretenido sino que también es desagradable?»
«Pero ellos no entienden lo que decimos…»
El dejo de enfado casi inaguantable, resonando a través del deliberado
tono tranquilo con el que él ha hablado, penetra en su corazón de niña como
una cruel aguja de hielo. Le cambia la cara por completo, le tiembla la boca y
las lágrimas, las repentinas y desesperadas lágrimas de una niña dolida,
rebosan en sus ojos.
«Está bien, está bien, no hay por qué llorar», dice apresuradamente,
amedrentado por montar una escena.
Afortunadamente, el camarero le concede un descanso trayendo un
helado. Rushwood apoya su mandíbula en sus manos y observa, al otro lado
de la mesa, a la joven, que está ahora concentrada en la sustancia rosa y
congelada de su plato. Se llena de amargura. Aunque es de naturaleza fría e

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insensible, no es un hombre particularmente desagradable y no le desea
ningún mal a su mujer; simplemente, es incapaz de mostrar empatía o
tolerancia hacia ella. Su amargura se debe al destino, que lo ha utilizado de un
modo tremendamente malvado. No entiende por qué se le inflige este castigo
tan desproporcionado por haberse enamorado en su momento de una cara
bonita. «Pero ¿quién podía imaginar que terminaría así?», recapacita, agotado.
Se alegra de que la cena haya terminado y de que el largo y complicado día
llegue a su fin, de que sea la hora de devolverla al cuidado del médico.
El coche les espera fuera del hotel. Él está profundamente aliviado porque
Freda no ponga objeción alguna a volver a la clínica. Agradecido, se mueve
más cariñosamente hacia ella de lo que ha hecho en todo el día; en la oscura
privacidad del coche, él le toca la mano.
«No llegaste a enseñarme tu habitación del hotel», exclama de repente
mientras empiezan a subir la empinada y curvada carretera desde el lago.
Ha llegado la hora, el peligroso momento que tanto teme. Pero cuando ve
las luces de la clínica sabe que está salvado.
«Me temo que no puedo quedarme», dice finalmente. «Tengo que volver a
la oficina. En estos momentos me resulta muy difícil marcharme, aunque sean
solo unos días».
Hay un silencio mortal en el coche. Incluso él, tan poco imaginativo e
introvertido como es, percibe el peso del silencio. «¿Por qué no dice nada?»,
se pregunta, mirando de cerca la blancura de su cara. El coche toma la última
curva con brusquedad y lanza el cuerpo de ella contra el de él.
De repente, le agarra de los hombros con ambas manos; a él le sorprende
la fuerza de sus dedos y nota cómo las puntas de estos agarran su carne a
través de su chaqueta y su camisa.
«No puedes dejarme aquí… ¡Tienes que llevarme de vuelta contigo!»,
grita estridentemente contra su pecho.
«Freda, intenta ser razonable. Sabes muy bien que no puedo hacerlo, que
los médicos dicen que debes quedarte aquí por ahora».
Intenta desembarazarse de sus dedos pero no acierta a cogerla de las
manos que, como golondrinas desesperadas, están golpeándolo, agarrándolo
de la manga, de las solapas, de la corbata e incluso de la cara. No puede hacer
nada más que defenderse, en silencio, de los golpes que le está propinando;
sus oídos han ensordecido, horrorizados, por los agudos, interminables e
incoherentes lamentos que llenan el interior del coche.
Acaban de llegar a la entrada de la clínica. El chófer abre la puerta del
coche y mira al interior y, en cuanto lo hace, cierra nuevamente la puerta y

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murmura: «Un momento, señor». No parece en absoluto sorprendido por lo
que ve dentro del coche: está habituado a esas cosas, probablemente. Vuelve
casi de inmediato con dos enfermeras: «Si puede salir, señor, será lo mejor»,
le dice al confuso marido, de un modo eficiente y prosaico.
Las enfermeras se preparan para sujetar a Freda en caso de que intente
detenerlo. Sin embargo, como si al ver a la autoridad hubiese perdido,
automáticamente, toda esperanza, ya ha cesado de protestar, ha dejado de
agredirle y está en una esquina, acurrucada, sumisa, blanda como una
muñeca, mientras las lágrimas le corren por las mejillas.
El señor Rushwood sale del coche, con movimientos mecánicos, mientras
se arregla la vestimenta. El coche desaparece rápidamente.
«¡Serás tonta!», le dice una de las enfermeras, bastante amablemente, a la
sollozante muchacha. «Esto hará que te quedes en “La Pinéde”».
Llegan a la casa en el pinar y esperan a que les abran la puerta. La mujer
de blanco sostiene a Freda, que está llorando y temblando tan violentamente
que apenas puede tenerse en pie. Se enciende una luz sobre la puerta, lo que
revela su brillante rostro lleno de lágrimas, como si acabase de salir del agua.
El chófer observa con un aire imparcial mientras los tres entran y la puerta se
cierra tras ellos.
En la entrada, que está vagamente iluminada, alguien aparece de entre las
sombras y se acerca al grupo. Es la señorita Swanson, que ha esperado
pacientemente este momento durante mucho tiempo. Lleva ahora un vestido
de punto azul de exactamente el mismo estilo que el malva que llevaba ese
mismo día; se acerca a la joven, ignorando por completo a las enfermeras, y la
envuelve en un abrazo compasivo y triunfante.

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EL FINAL ESTÁ A LA VISTA

Hace tres días recibí la notificación oficial de mi condena; tres días que han
pasado como sombras, como sueños.
La carta llegó por correo ordinario en el reparto vespertino. Curiosamente,
esa tarde me sentía más alegre de lo que me había sentido en mucho tiempo.
Brillaba el sol, era un día tranquilo y encantador, uno de esos días prematuros
de primavera que llegan a veces para darnos ánimos hacia el final de un largo
y duro invierno. El fantástico clima hizo que decidiera salir; parecía realmente
deshonroso quedarme encerrada en casa, con mis preocupaciones, cuando ahí
fuera el mundo estaba lleno de luz y de vida. Caminé por el campo en
dirección al bosque de la colina. Este siempre ha sido mi camino favorito y
mientras lo recorría me sorprendió pensar en cuánto tiempo había pasado
desde la última vez que lo había transitado, y en cómo habían mudado mis
hábitos, en cómo había cambiado yo desde que empezó el caso contra mí.
Los colores del paisaje parecían puros, como lavados y verdaderos, bajo
aquella luz transparente y tranquila; en los setos habían aparecido, por aquí y
por allí, nuevos y vividos brotes, como llamas distantes; las ramas de los
árboles estaban como nevadas de capullos purpúreos. Sin duda importunados
por mis pasos, desde el viejo tejo de la ladera emergieron con su silencio
extraño y su vuelo seguro dos búhos marrones, a los que observé como si
fuesen viejos amigos. Caminando de vuelta a casa tomé la decisión de salir
más a menudo, de no quedarme entre cuatro paredes pensando sin descanso,
sino sacar el máximo provecho posible a la naturaleza e identificarme con
objetos inanimados, puesto que ellos no suponen una amenaza para mí.
Oh, ¡si hubiese sabido lo que iba a encontrarme al salir por la puerta! Pero
no hubo ninguna premonición que me avisase de lo que estaba a punto de
llegar, más bien al contrario. Como he dicho, me sentía más optimista de lo
que me había sentido desde Dios sabe cuándo. Recuerdo que mientras
cruzaba el jardín desde la verja del campo estaba pensando en un hombre
llamado David P., al que había conocido poco tiempo antes; un hombre que
estaba en la misma situación que yo, a la espera del resultado de su caso, y

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cuyo comportamiento, callado y valiente en esas circunstancias de estrés casi
intolerable, había despertado mi admiración. «¿Cómo te las arreglas para estar
tan tranquilo todo el tiempo?», le pregunté, creyendo en parte que poseía
cierta información de dentro o que quizá tenía alguna influencia en el
estamento oficial. Y subrayé también el hecho de que él era el único, de entre
todos los acusados que conocía, que tenía una expresión relajada, casi feliz.
«Oh, bueno, uno no gana nada preocupándose, ¿verdad?», me contestó.
«Puedes estar segura de que todas las preocupaciones del mundo no van a
afectar a nuestro problema. De hecho, me inclino a pensar que cuantas menos
vueltas le demos a nuestros casos, mejor. Si uno confía en su psicólogo puede
dejarlo todo tranquilamente en sus manos. Y en cuanto a lo de parecer alegre,
aún queda mucho en esta vida que podemos disfrutar. El gran secreto, en mi
opinión, es concentrarse en aquellas cosas que no nos pueden robar: el
pasado, por ejemplo, los árboles, la poesía…» Por supuesto que había
pensado a menudo en aquella conversación, pero solo entonces —y qué
irónico que me diera cuenta justo en este momento— me percaté de la
utilidad personal de lo que David había dicho.
Entré en casa con estos pensamientos ocupando mi mente. Había llegado
el correo de la tarde y las cartas aún estaban tiradas en el suelo, justamente
donde habían caído cuando el cartero las había deslizado por la ranura de la
puerta. Me agaché para recogerlas. Al principio parecía que no había nada de
interés, solo una circular y una o dos facturas o recibos. Pero entonces, medio
escondido en un catálogo de bombillas, vi el sobre oficial azul pálido y noté la
rigidez familiar del papel en la mano, y se me aceleraron los latidos del
corazón.
Hasta ese momento no tenía ninguna sospecha de lo que la carta podía
contener. De tanto en tanto, desde que había comenzado mi caso, estos
documentos azul pálido habían llegado a mí, en ciertas ocasiones con un
formulario para rellenar, otras veces con un mensaje ambiguo o con un
extracto de algún libro azul incomprensible y yo, ignorante, la tomé por una
comunicación de ese estilo. Incluso cuando ya había rasgado el sobre y había
leído el papel, no entendí el significado de las palabras en un primer
momento.
«No puede ser verdad, alguien me está gastando una broma», pensé,
mientras la impronta de las frases comenzaban a penetrar en mi mente
lentamente. «Seguro que esto no lo hacen así, por correo, de un modo tan
informal. Seguro que, al menos, mandarían a alguien, a un mensajero». Pero
entonces una vibración curiosa, como la del agua que corre, pareció irradiarse

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por las paredes, como si estas se juntasen, como si supiera muy bien, aunque
inconscientemente, que la carta no era una broma; me alegré de estar sola en
la entrada, donde solo las paredes podían verme la cara.
Eso es lo que ocurrió hace tres días. Desde ese momento el tiempo ha
pasado a un ritmo irreal. A lo mejor hoy, a lo mejor mañana, me asestarán el
último golpe; sé que tengo como mucho una semana, diez días. ¿Cuál es el
comportamiento correcto para alguien que está condenado? ¡Las autoridades
nunca me han enviado un folleto con la información que necesito! A veces me
siento casi aliviada de que todo haya acabado, de que el suspense se haya
terminado por fin. En otras ocasiones, me parece que soy casi incapaz de
percatarme de que es el final. Miro los olmos en los que los numerosos
capullos han desarrollado unas suaves flores moradas y parece increíble que
no vaya a ver siquiera crecer las hojas, tan grandes como las orejas de los
ratones. No, no, es simplemente absurdo, no puede ser verdad… Es otra
persona la que ha recibido la fatal notificación azul pálido, quizá David él
sabría cómo comportarse en estas circunstancias; él soportaría con filosofía y
fortaleza la sentencia que yo ni siquiera soy lo suficientemente valiente como
para contemplar.
Todo el tiempo soy consciente de que hay un corazón que me late en el
pecho, fuerte y resueltamente, y que bombea la sangre por mis venas. En
cierta ocasión leí que cuando la sangre es poco espesa significa que quiere
volver por donde ha venido. Pero mi sangre no es fina, mi sangre no quiere
emprender la retirada. ¡La insoportable reticencia de la sangre que no quiere
replegarse! Cuántos de aquellos que murieron en el cadalso debieron sufrir
ese horrible castigo que no ha sido corroborado por ningún código penal.
Ayer por la tarde me quedé tumbada en el sofá de mi salón. La noche
anterior apenas había dormido y sentí que debía descansar un poco. Pero
apenas había apoyado la cabeza en los cojines cuando una voz pareció
gritarme al oído: «Qué, ¿vas a malgastar una hora con los ojos cerrados
cuando quizá esta sea la última hora que tengas para ver cosas?»
Me levanté de un salto y, como una demente, como alma que lleva el
diablo, corrí por las habitaciones de la casa, por el jardín y por el campo,
forzando la vista para apreciar cada detalle, para grabar en mi mente la
imagen de todas esas cosas que dentro de muy poco se me van a ocultar para
siempre. Más tarde, casi exhausta, entré a tomar algo en la taberna, pero en
cuanto tuve el vaso en la mano sentí el impulso de tirarlo, reacia incluso a
borrar con una simple gota de alcohol la punzante visión de lo que podría ser
la última escena que quizá viese en mi vida.

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Allí había gente a la que conocía. Se reían y hablaban entre ellos sobre el
incipiente verano y sobre lo que harían en los largos días por venir. ¿Cómo
podía quedarme allí y escuchar su charla sabiendo que mientras ellos llevaban
a cabo sus planes, organizados tan descuidadamente, yo estaría lejos de toda
actividad? ¿Y cómo puedo quedarme en casa, por otro lado, contestando las
preguntas del jardinero sobre semillas para el verano y escuchando la
cháchara de mi niña pequeña, que desconoce lo que me está ocurriendo, y que
también me habla del futuro, del verano y de lo que haremos juntas?
Pasan las horas, algunas lentamente, otras como suspiros, pero cada una
de ellas me lanza inexorablemente más cerca del final. Incrédula, veo las
horas pasar sin esperar ninguna prórroga. «Entonces, ¿nadie va a hacer
nada?», quiero gritar. «¿No va a ocurrir nada que me salve? No pueden
permitir que me destruyan de esta manera. Debe llegar un mensaje que me
diga que todo ha sido un error. Alguien tiene que hacer algo».
Pero nadie de mi entorno sabe lo que está ocurriendo. Solo el perro parece
notar que no todo me va bien. Y cuando justo ahora, incapaz de soportar mis
sufrimientos en silencio por más tiempo, le he susurrado: «Oh, Tige, pronto
tendré que dejarte, esto tan horroroso está a punto de sucederme, nada me va
a salvar», he visto, en sus brillantes ojos marrones, una penumbra de
lágrimas.

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NO HAY FINAL

¿A dónde me alejaré de tu espíritu?


¿A dónde huiré de tu presencia?
Si asciendo a los cielos, allí estás.
Si en el infierno hago mi lecho, allí estás.
Si tomara las alas del alba, incluso allí estaría tu mano para guiarme.

Llevo días sin poder pensar con claridad. Me resulta difícil recordar, pero
supongo que esas palabras las escribieron sobre Jehová, aunque podrían
aplicarse perfectamente a mi enemigo, si es que puedo llamarlo de esa
manera.
«Si en el infierno hago mi lecho, allí estás». Esa es la frase concreta que
retumba en mi cabeza con un acierto horroroso, porque es verdad que he
construido mi cama en el infierno y que él está allí conmigo. Él está cerca
todo el tiempo, aunque no lo vea. Solo a veces, muy temprano por la mañana,
antes de que haya luz, parece que consigo ver la mitad de una cara familiar
mirando por la ventana; pero siempre se aparta tan rápido que no me da
tiempo a reconocerla. Y solamente una vez, una tarde, se abrió de repente un
poco la puerta de mi habitación y alguien observó por entre el hueco, miró
dentro y después se esfumó rápidamente fuera de mi vista, por el pasillo.
Quizá era él.
¿Por qué no me quita el ojo de encima ahora que ha logrado su propósito
y que ha provocado mi destrucción? No puede ser para asegurarse de que no
me escapo; oh, no, no es en absoluto posible, no debe de tener el más mínimo
miedo. ¿Es solo para regodearse de mi ruina? Pero no, no creo que ese sea el
motivo tampoco, porque, si así fuera, vendría más a menudo y en momentos
que fuesen más humillantes para mí, como cuando me hallo en mi
desesperación más absoluta.
Por las veces que he conseguido ver algo de su cara, tengo la impresión de
que no tiene una apariencia vengativa sino más bien semejante, casi como si
estuviéramos íntimamente relacionados por alguna similitud de mente o de
sangre. Y últimamente me ha sobrevenido la idea —lo suficientemente
fantástica, lo admito— de que después de todo, probablemente, no sea mi
enemigo personal sino una especie de proyección de mi persona, una
personificación de mí misma con la crueldad y destructividad del mundo. ¿En

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un planeta en el que hay tanto conflicto natural no sería posible que existiese,
en algunos individuos, una arrolladora afinidad entre la frustración y la
muerte?
He pensado mucho sobre estos temas últimamente, aquí sentada mientras
miro por la ventana. Por muy extraño que parezca, en este lugar hay ventanas
sin rejas y puertas que ni siquiera están cerradas. Al parecer, no hay nada que
me impida salir cuando quiera, si en algún momento lo siento así. Pero
aunque no haya una barrera visible, sé muy bien que estoy rodeada de paredes
invisibles e infranqueables que se elevan hasta las más altas cúpulas del cénit,
y que se hunden muchos kilómetros por debajo de la superficie de la tierra.
Así que el destino, tanto tiempo esperado, por fin ha dado conmigo, el
final sin final, el discreto triunfo del enemigo que, después de todo, resulta ser
tan próximo como un hermano. Ahora mismo me parece que me he pasado
toda la vida en esta habitación estrecha cuyas paredes seguirán observándome
en secreto durante interminables existencias. ¿Es la vida, entonces, o es la
muerte la que se prolonga como un arroyo incoloro detrás y delante de mí?
Aquí no hay amor, ni odio, ni lugar alguno donde se acumulen los
sentimientos. En este lugar sin nombre nada parece vivo, nada está cerca,
nada es real; me persigue el aroma del polvo esparcido con la lluvia del
verano.
Al otro lado de mi ventana hay un jardín por el que nunca camina nadie;
un jardín sin estaciones del año, pues todos los árboles son perennes. En
algunos momentos del día puedo escuchar el estrépito de los pasos en los
caminos cubiertos de cemento que cruzan el césped, pero el jardín siempre
está desierto, dispuesto para la apreciación fortuita de los extraños, o para la
remota y solitaria contemplación de unos ojos igual de derrotados que los
míos. En ese jardín impersonal, todo pulcritud y vacuidad, no hay ningún
cenador donde los amigos puedan demorarse, sino solo caminos de cemento
sobre los que la gente camina apresuradamente, ajena al cantar de los pájaros.

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Helen Woods (Cannes, 1901 - Londres, 1968), conocida como Anna Kavan,
fue una escritora inglesa.
Helen Woods, conocida por Anna Kavan, nombre que adoptó legalmente tras
una crisis mental, nació en Cannes en 1901 y murió en Londres en 1969. Hija
de padres británicos fue educada entre Europa y Estados Unidos. Su padre se
suicidó cuando la autora era todavía adolescente. Viajó a Birmania en donde
comenzó a escribir novelas y relatos de una singular belleza y profundidad.
Contrajo matrimonio en dos ocasiones y perdió a su hijo en la Segunda
Guerra Mundial. Su exquisita naturaleza la acercó también a la pintura y a las
artes decorativas, pero su desequilibrio emocional la obligó a ingresar en dos
ocasiones en un psiquiátrico. Hizo varios intentos de suicidio y fue adicta a la
heroína los últimos treinta años de su vida. Dejó escritos numerosos relatos y
novelas, entre ellas: "Hielo", "Mi alma en China" y "Mercury".

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