Los Caballeros: Raul de Veer
Los Caballeros: Raul de Veer
Los Caballeros: Raul de Veer
LOS CABALLEROS
RAUL de VEER
LOS CABALLEROS
de Arancibia Hnos.
en Santiago de Chile
Impreso en los talleres
LOS CABALLEROS
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—jSi no estoy triste! —le decía yo, y me mar-
chaba corriendo.
Los niños tienen el arte de crearse ion mundo
propio e impenetrable, conformado de atisbos, de
retazos de vida real y otros de fantasía, donde
todo cabe y se transforma y donde hasta el dolor
se transfigura. Desgraciadamente para mí, tal
mundo me estaba vendado a causa de un mal in-
curable y terrible de que padecía: yo no era un
niño, ¡yo era un hombre!, ¡tenía conciencia!.
¡Qué no hubiera yo dado por estar dormido!
Sin embargo, mi naturaleza parecía encadenada
al sufrimiento de una eterna vigilia, de un regis-
tro minucioso de las contradicciones de la vida y
de los tormentos del ser humano. Pero no se crea
que la reflexión agotadora y constante debilitaba
mi voluntad de luchar, de no ser de los últimos.
Había en el salón de mi casa, cuarto con olor
a gato y a encierro destinado a las visitas que
nunca llegaron, un cuadro antiguo que represen-
taba a un militar. ¿Qué quién era él? ¡Quién sabe!
Nadie conocía su origen. Para mí sin embargo,
que había llegado a darme clara cuenta de lo ne-
cesarios que son a un caballero los antecedentes,
aquella ennegrecida y noble figura tenía un sen-
tido, representaba concretamente un pasado y
una tradición. Por un curioso fenómeno de su-
plantación de lo que a uno le falta llegué a consi-
derarle como a un miembro distinguido de mi es-
tirpe, acaso el fundador de ella. Entraba yo muy
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a menudo y silenciosamente en aquel salón a con-
templarle, y en su presencia, ¡lo que son las co-
sas!, me sentía como acompañado y como más
seguro de mí.
Pasó mi madre, a todo esto, por un período de
inquietud y abatimiento. Se lamentaba de lo lar-
gos que eran los días y los meses, y decía sentir-
se envejecer y declinar en salud. La vi acecharme
continuamente con mirada horrible y amarga,
tratando al parecer de madurar en mí, prematu-
ramente, el rostro del adulto que asomaba ape-
nas esperando su momento. Hubiera querido yo
escapar de aquellos ojos que me hacían desfalle-
cer como si me arrancasen la misma substancia
da la vida, pero eso era imposible. Yo no tenía
otro mundo que el de ella, que el de sus palabras,
que el de sus gestos y deseos y, en fin, que el de
su terrible amor. Hasta en la obscuridad de cier-
tas noches advertí la rara luz de sus pupilas fijas
en mí, y en su boca una sonrisa casi impercepti-
ble y amarga que me aterraba.
—Lo único que lamentaré —me dijo un día
tristemente— si Dios se acuerda pronto de mí, se-
rá el no haber llegado a verte triunfar en la vida.
Me eché a llorar a sollozos al instante, con un
dolor profundo en mi alma. Buena como era ella
después de todo, corrió a abrazarme.
—¡No llores, mi hombrecito! —exclamó con
emoción— ¡Qué hombrecito! ¡Digo mi hombrona-
zo! jMírame a los ojos! ¡Ay, todo un caballero!
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Ignoro lo que Uds. pueden ver en mí, esas co.
mo palabras secretas del alma que amanecen en
los rostros cada día y que imprimen carácter,
que desaparecen o quedan para siempre en algún
gesto o en el brillo de la mirada. Yo veo en mí se-
ñales extrañas que semejan arrugas, y tristezas
que parecen cansancio. Y para colmo, como algo
postizo añadido a mi semblante, un rictus enér-
gico y despreciativo entre mi nariz y mi boca, úni-
co signo de distinción que logré adquirir ensayan-
do innumerables veces, y del cual ningún caba-
llero tomó jamás debida consideración.
Yo sé que a Uds. les causa hilaridad lo que les
cuento. ¡Qué más puedo pedir! Sé bien que la
desgracia ajena exita muchas veces la risa, y sé
también que la muerte misma, con lo trágica que
es, tiene sin duda sus contornos risibles. ¡Pero
créanme! La burla de Uds. no me daña, antes
bien podría divertirme. No teman ser implacables
ni se muestren piadosos conmigo, porque son no-
bles pero innecesarios gestos que ya no sé apre-
ciar. Hubo en mi vida muchas miserias, pero en
revancha he conseguido la plenitud, ¡la libertad!
Para ello no he debido sino vivir, y estrellarme
muchas veces contra los muros naturales de mis
propios errores. Otros hay que continúan hasta
la muerte dando con la cabeza en ellos, sin escu-
char eso que juiciosamente la sabiduría popular
ha llamado "la voz de la experiencia". ¡Sí señor!
Conquisté el derecho a la soledad, a la propiedad
absoluta de mi persona sin dependencia. Amo tier-
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namente a la humanidad, a esa humanidad in-
quieta y vocinglera de mis noches voluptuosas, pe-
ro en particular no quiero a nadie. Ese amor al
individuo, inmediato, anhelante, que pide recipro-
cidad, ¡destruye, mi amigo!. Y para afectos fri-
volos, superficiales, ¡no! ¡yo no estoy hecho para
eso!
Hace algunos años hubiera enrojecido de ver-
güenza si me hubiese visto obligado a confesar mu-
chos detalles lamentables de mi existencia. Pero
todo ha cambiado, y ahora llego a experimentar
cierto gozo en abrirme el pecho y mostrarme al
desnudo. Digan Uds. lo que quieran, ¡y no me im-
porta nada! Digan que soy un derrotado, digan
que he caído en el cinismo, ¡digan lo que quieran!
Yo tan solo puedo afirmar que he trascendido.
No quiero con ello decir que me encuentre más
arriba ni más abajo, porque eso jamás se puede
saber. Yo afirmo que he trascendido y nada más.
¿Conocen Uds. el Club de la Unión? ¡Es induda-
ble! Casi todos lo han visto en la Avenida prin-
cipal de la ciudad, o lo conocen por lo menos de
nombre. El Club de la Unión reúne a los caballe-
ros más respetables de nuestra sociedad. De en-
tre todos nosotros apretujados en forma de un
mar humano, difícilmente se hallaría uno que tu-
viera la posibilidad de ser seleccionado . . . ¿Uds.
se sonríen afectando indiferencia? ¡No les creo
nada! ¡Basta ya de hipocresías! Uds. saben que
el Club de la Unión es inaccesible, y pretenden
simular que lo ignoran poniéndome cara de sor-
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presa. ¡Para que les voy a pedir sinceridad! La
mentira envuelve al hombre como en un capullo, en
tanto que la verdad lo deja a la intemperie.
¿Pero qué iba yo diciendo? Yo quería llegar a
ser un caballero, pero en el Club de la Unión
acabaron todas mis ilusiones. Como una fortaleza
se interpuso en mi ascención, detuvo el ímpetu
de mis aspiraciones, y me arrojó fuera por la puer-
ta de servicio. Por primera vez la realidad se puso
en mi camino con la más aplastante majestad, y
me señaló el límite de mis posibilidades. Como
si me dijera: "¡Hasta ahí no más! Por allá, por
acá, por donde quiera... ¡pero hasta ahí no más!"
¡Bien saben Uds., los cazurros, lo terrible que es
la verdad! Por eso no les exijo que sean since-
ros.
Pero, ¿conocen Uds. a mi madre? ¿Se han da-
dado cuenta de cómo era ella? ¿Han logrado cap-
tar su compleja personalidad a través de mis pa-
labras? Lo que les voy a contar la retrata de
cuerpo entero.
—¡Levántate! —me dijo una mañana, abrien-
do las ventanas con prisa— ¡Levántate m'hijito
porque... ¡pero por Dios! ¡Si ya estás atrasado
para ir al colegio!
Salió ella de la pieza, y yo eché pie a tierra sal-
tando de la cama. Me puse los calcetines y los
zapatos, y de pronto, ¡qué veo! En el respaldo
de la silla, como si lo hubiese yo dejado la no-
che anterior, había un lindo traje nuevo. No era
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un traje cualquiera, porque yo no había visto
nunca otro igual. El pantalón era de paño gris
y de franela la chaqueta, listada a rayas verdes,
rojas y negras. Un golpe de felicidad se me vino
al cuerpo y me apresuré en colocármelo. Era sin
duda elegante, pero una idea tenía yo, metida
entre ceja y ceja, de que el traje de los caballe-
ros debía ser necesariamente negro.
—¡Ni que pintado! —exclamó mi madre con
gesto teatral, entrando en ese instante como por
casualidad— Te queda pero... ¡al cuerpo! ¿A ver?
¡vuélvete! ¡Perfecto!
Perfecto no era porque me quedaba grande, co-
mo de costumbre.
—¿No se podría arreglar esto? —le pregunté,
mostrándole una de las mangas. Apenas se me
ven los dedos de las manos.
—¡No, te queda perfecto! —exclamó— ¡Ya ve-
rás cómo pegas el estirón! ¡Te ves elegantísimo!
¡Tela importada de la mejor! ES el mismo mo-
delo que usan los jóvenes en las universidades
Inglesas!
Me sacó una pelusa, hizo una pausa, y agregó
con gravedad:
—Sólo te voy a pedir un favor. Que no te en-
sucies, y que no te metas con cualquiera. Bien
sabes, mi niño, que no me gustan las malas
juntas.
¡Qué orgullosa era! A mí se me hacía duro he-
rir a ninguno de mis compañeros. ¿Por qué había
de apartarme eternamente de niños que no fuesen
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da mi condición? En lo tocante a la caballero-
sidad, era ella absolutamente intransigente. Por el
contrario, yo era bastante moderado.
¡"Todo un caballero! —pensé, mientras cami-
naba por una de las viejas calles del barrio Re-
coleta— Pero . . . ¿por qué he de aislarme, dejar
de jugar con mis compañeros"?
Y al recordarlos, todos alegres, semejantes en-
tre sí y que hasta se me parecían, ¡Dios Santo!
me entristecí, y hubiera querido ser el último
de ellos. ¡Créanmelo! Me parecían injustas aque-
llas leyes especiales que me encumbraban sobre el
plano del común de las gentes.
¿Fueden Uds. imaginarse lo que ocurrió en la
escuela? ¡Ah, felicidad la mía, ahora que puedo
recordar aquellos días infantiles sin estremecer-
me! Al ver mi chaqueta, mis compañeros se apar-
taron de mí. Grupos cobardes reían con toda su
alma desde la sombra acogedora de los jóvenes
plátanos del patio, y hubo algunos que me grita-
ron ¡mamarracho! ¡chaqueta de loco! y no sé
cuantos otros improperios. Creo buenamente que
no merecí tanta crueldad. Al fin, caballero y to-
do, yo no era fuerte, yo era un sentimental, hu-
biera querido jurarles de rodillas que yo estaba
de parte de ellos. ¡Fué inútil! Les daba ver-
güenza juntarse conmigo, y hasta el hijo del
carpintero, mi camarada de banco, prefirió es-
conderse a fin de no herirme con su desprecio.
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Fue un gesto amistoso que comprendí, y que to-
davía recuerdo con gratitud.
Y vean Uds. hasta qué punto yo era de aque.
líos que no aciertan, de los que se equivocan un
mayor número de veces y por más largo tiempo.
Al verme escarnecido pensé en los sacrificios de
mi madre, hallé que tenía razón en apartarme
de aquellos elementos plebeyos, y mis ojos se pa-
searon por todos aquellos rostros con un pensa-
miento indigno que asaltó a mi espíritu ofendi-
do. "¡Ah —me dije— ya verán éstos, que no com-
prenden de puro miserables que son! Un día se
verán obligados a mirar hacia muy arriba mi
chaqueta a rayas de color, o mi sombrero hongo
o sea lo que fuere que lleve sobre mí".
¡Ah, si me vieran! No imaginaba yo por en-
tonces que aquella reflexión soberbia habría de
volverse un día contra mí. Tampoco imaginaba que
ellos vivirían eternamente felices en la condición
simple y natural de sus espíritus, y que yo me
vería arrojado indignamente del lugar que pa-
recía corresponderme. Ignoraba a la vez, que un
terrible sentimiento de soledad y desencanto aguar-
da, para no separarse más de ellos, a quienes vi-
vieron en tan horrendo equívoco.
Es menester que intercale aquí algunas obser-
vaciones útiles a la comprensión de mi proble-
ma, para que se vea hasta qué punto ni ye ni mi
madre entendíamos nada de lo que atañe a un
caballero de verdad. A fuerza de preocuparme del
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asunto, si no se cumplieron mis aspiraciones, lo-
gré convertirme, sin quererlo, en un teórico de la
caballerosidad. ¡Pero no se crea por ello que yo
sea un caballero ni que esté en condiciones de
serlo! ¡En absoluto! Ya lo dije y lo repito. He
llegado a un punto en la vida, en que nada me
toca ni me hiere. Verifico fríamente los confines
de mi persona, sin poner jamás énfasis en aque-
llo que podría ensalzarme. ¡Pero sigamos! Con-
trariamente a lo que muchos creen, no son los
trajes ni los guantes de gamuza, ni los elegantes
sombreros los que caracterizan al caballero. A los
caballeros pertenecen singulares rasgos y moda-
les nada fáciles de describir, e imposibles de
aprender o imitar. Una palabra, un solo gesto que
apenas sí difiere de otro que hiciera cualquiera
de nosotros, basta para que entre ellos se reco-
nozcan y seleccionen. Ese gesto revelador es tan
imperceptible, difiere tan poco de aquellos que
nosotros hacemos a diario, que no puede ser ad-
vertido sino por aquellos a quienes ccmpete, a los
que poseen el don, el secreto instinto. Y no ol-
videmos, en fin, aquello de que "caballero se nace
y no se hace".
Decía que el gesto del caballero podía diferir
apenas de uno nuestro, ello en la forma exte-
rior, el ademán elegante, casi natural. Y sin em-
bargo, lo que verdaderamente no está a nuestro
alcance es el espíritu que preside la actuación de
los caballeros. Parecen mesurados y fríos, algo
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inhumanos, pero es que en ellos todo está regido
por una disciplina esencial, disciplina; que emana
de su naturaleza misma, que tiende y aspira a
lo superior. Se trata sin duda, de una forma de
sacerdocio en que es fundamental el sacrificio de
sí mismo, a fin de exteriorizar ese fruto perfecto
de una bella forma de vida, sin mostrar en ab-
soluto los resortes secretos, las trastiendas dolo.
rosas del constante alerta, del no olvidarse.
¡Pero qué pasa! ¿Se aburren? ¿Por qué mu-
chos de Uds. se retiran y abandonan la lectura?
Bien se ve que están hambrientos de anécdotas
superficiales, que el menor esfuerzo les fatiga.
¡Esto no es un cuento, mis amigos! ¡Esto es vi-
da!... Y bien, a pesar de mis explicaciones se
van. Y no me digan que nó porque los veo dejar
mis confesiones, consumidos por el tedio. ¡Allá
Uds.! Yo continúo con los pocos que todavía me
acompañan.
¡Hay muy pocos caballeros! ¿No voy a saber-
lo yo, que ocupo un lugar en el Inmenso y con-
fuso tumulto del hombre medio, donde unos es-
calan alguna altura a expensas de otros, para vol-
ver a rodar una y mil veces en el hervidero inno-
ble? Lo comprendo sin embargo, porque la vida
es así. Comprendo por qué los crustáceos y los
moluscos se defienden con sus corazas, por qué el
hombre es desleal en su lucha diaria, ruin, amar-
go, por qué somos todos resentidos, no de nuestra
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miserable bajeza que ni siquiera tratamos de di-
simular, sino de aquellos que la superaron.
¡Pero volvamos al asunto! Al hablar de mí,
antes, decía yo que había en mi rostro señales
que semejaban arrugas y tristezas que parecían
cansancio. ¡Bonita manera de confesar que, en
realidad, descubro en mí las huellas de mis pro-
pios actos funestos del pasado! Son las ambicio-
nes tortuosas las que han hecho carne en mí, y
los fracasos y resentimientos los que llevo expues-
tos inequívocamente. Un hombre como yo, no pue-
de mirar a otro cara a cara, con la mirada pura,
serena. ¡Y qué feliz soy, sin embargo, cómo ha
purificado a mi alma el hábito del licor!
¡Pero qué! ¿Que Uds. no creen en la caballe-
rosidad? Bien se ve que han entendido harto
poco todo lo que he dicho! ¿Alguno de Uds. me
advierte que los caballeros son tan humanos y
ruines como nosotros? ¿Y cuándo he dicho lo
contrario? ¡Por cierto que no! En el plano moral
son canallas como nosotros si no más, capaces
de las peores villanías. ¿Pero no lo ocultan con
una especie de bondad, de refinamiento, con algo
que parece casi distracción, con un aire de infinita
pureza en la mirada? ¡Ahí está el secreto, mis
amigos! A los ideales morales pertenecen los san-
tos, pero a los ideales estéticos pertenecen del to-
do los caballeros. Ellos nacen con el encargo mis-
terioso de ocultar al hombre sus deformidades,
sus bajas pasiones, sus monstruosos arrebatos. Se
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hallan más arriba que el tiempo y la destrucción,
permanecen inalterables —¡ellos, que manejan
sentimientos tan delicados¡— y las generaciones
van recibiendo en silencio el cetro de las prece-
dentes. Flotan como flores en el pantano, disi-
mulan y presentan al mundo ese brillo, esa apo-
línea, espléndida forma que es la belleza, efímera
en cada instante, y la señalan como posibilidad
de todos, una meta difícil pero alcanzable. Pa-
rece que es su vida una necesidad, callada y cons.
tante, de ocultar para siempre la fealdad del
hombre.
Como decía, hace ya muchos años que perdí
a mi madre. ¿A ver? He creído escuchar alguna
voz que me censuraba. ¿Es que he dicho algo malo
de ella? ¿He profanado en algún instante su me-
moria? Sépanse que jamás he sentido mayor si-
lencio que el que dejaron sus labios al cerrarse.
Cuando la recuerdo, Dios sabe que no la culpo
de lo desdichado que he sido. Con ese amor que
desea lo más alto para el hijo, amor que no se
detiene en obstáculos de ninguna especie, ciego si
se quiere, ella cultivó en mí la deliciosa idea de
que yo era un caballero. Y fui feliz, lo confieso.
Era una mentira, era una Ilusión, no era más que
un anhelo suyo que se había transfigurado en ver-
dad dentro de su corazón, pero fue sin duda, al
mismo tiempo, el único cuento de hadas que ilu-
minó mi infancia. Jüntos los dos, gozamos feli-
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ees de aquel sueño que participaba por igual de
la soledad y de la locura.
Mi actual rostro de viejo ha adquirido cierto
carácter, pero en mi adolescencia mis rasgos se
definieron torpemente y parecían enigmáticos a la
simple vista. Este rostro lamentable se desarrolló
sin tropiezos, y parece ser que no se le dio impor-
tancia, en consideración a que mi cuerpo era fino
y estilizado. Bien se ve pues, que mi madre supo
aprovechar muy bien, a su idea, el raquitismo que
me tuvo postrado en la infancia con peligro de mi
vida. Porque la verdad, yo no era más que un
enclenque. De naturaleza débil y enfermiza, re-
cuerdo que en mi niñez solía preocupar a las
buenas gentes con mis períodos de buena salud.
¡Ya lo veo! Veo dibujarse en el rostro de to-
dos Uds. una sonrisa de conmiseración. ¡Creo no
equivocarme! ¡Por fin Uds. descubren la razón
de mi equívoco! La descripción de mi fragilidad
física les hace suponer que sufro de un comple-
jo múltiple de inferioridad, y que, por lo tanto,
Uds., se hallan a salvo de todo pensamiento sus-
picaz. ¡Falso, les digo yo! Yo enfermo y Uds.,
sanos, hemos intentado de mil y una manera
traspazar la frontera fatal de nuestra condición.
Cual más cual menos, conscientes de nuestra in-
ferioridad pero incapaces de confesarlo, hemos
querido disfrazarnos y entrar furtivamente, des-
lizamos por una grieta olvidada, hasta el grupo
de los escogidos. Incapaces de comprender el es-
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píritu y esencia de la caballerosidad, echamos ma-
no del único recurso de que somos capaces: el
barniz, la pompa exterior, la simple aparien-
cia.
¿Cuántos me escuchan? ¿Cuántos quedan toda-
vía que guarden la debida compostura frente a
mis papeles? ¡Qué frágiles somos! A los pocos
qus todavía me acompañan les repito: ¡Esto no
es un cuento! ¡Esto es vida!
¡Vida! No bien pienso en ella, recuerdo las
mil sendas que se me presentaron a cada instan-
te o lo largo de mi existencia. Eran caminos obs-
curos y enigmáticos entre los cuales debía optar,
decidirme cada vez. Y cada vez que elegí, me fui
perdiendo más y más en un laberinto del cual
no podía escapar, y en el que fueron desapare-
ciendo aventados todos los fervores y las ilusio-
nes de mi edad juveniL Llegó entonces el mo-
mento en que por fin los fracasos me doblegaron
y me dejé conducir pasivamente al capricho de las
corrientes de la mediocridad, sin la menor ilusión
ni rebeldía.
Pasaban los años, y llegué a la edad madura
atendiendo público en una obscura sala de la Mu-
nicipalidad. Mi madre envejecía con rapidez, sola
en nuestra casa. No se hablaba ya de nuestra ca-
lidad, y hasta llegué a olvidarme de que algo se
nos debía, en fin, de consideración. Todo había
cambiado. Las costumbres se habían alterado pro-
fundamente en el correr del tiempo, y nos pa-
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recia que el concepto de caballerosidad era algo
que quedaba para siempre atrás, que se desvalo-
rizaba en medio de turbas nuevas surgidas de la
noche a la mañana, desconocidas y pechadoras.
Cierta vez sin embargo, tuve la sensación de que
todo había de cambiar, de que un mundo nuevo
se abría ante mis ojos, de que los valores eternos
v o l v í a n a sobreponerse y a> reinar sobre la vul-
garidad ambiente. Me hallaba cierto día, como
de costumbre, trabajando en el departamento de
Aseo y Jardines, cuando se me aproximó un se-
ñor de alto y distinguido porte, con aire de no
entender el teje y maneje de los asuntos terre-
nales, y al parecer con el propósito de hacerme
una consulta. Dejó el sombrero sobre mi escri-
torio y el bastón apoyado en el muro, sacó unos
lentes de su bolsillo, me miró, y sostuvo conmigo
una pequeña conversación. ¡Eso fue todo!
No bien llegada la hora de salida del traba-
jo, fui el primero en hallarme en la calle. Ca-
minaba de prisa, confundido entre la gente, y
volví feliz a mi casa, a ver a mi madre.
—Mamá —le dije— el señor X, socio del Club
de la Unión, me ha invitado mañana a comer
en el Club. Dice que le ha interesado vivamente
la profundidad de mis conocimientos, y que desea
cambiar ideas conmigo.
Tengo la impresión de que la voz me salió algo
temblorosa, a causa del esfuerzo que hacía por
aparentar cierta indiferencia. Piensen Uds. que
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no podía satisfacerme el ser reconocidamente ca-
ballero en mi casa. ¡Sentía una verdadera hambre
de alcanzar un reconocimiento menos local!
Mi madre por el contrario, no trató en abso-
luto de ocultar sus sentimientos. Los calcetines
míos que zurcía se le cayeron de las manos, y se
quedó mirándome con una expresión entre in-
crédula y dichosa. En el fondo, ¡nos habíamos
vuelto tan inseguros!
—¡Tú! —exclamó— ¡Siempre lo dije! ¡Una ma-
dre no se equivoca jamás!
Me costó convencerla de que no era necesario
un traje de etiqueta y de que por lo tanto, no se
empeñara en adquirir uno en alquiler. Que tam-
poco era de rigor el color negro, que esta invita-
ción era informal y que, en fin, me iba a servir
meramente de introducción.
¡Dios mío! La nerviosidad de aquellas horas
felices estuvo a punto de destruir aquella misma
noche toda nuestra dicha. Al bajar apresurada-
mente de mi dormitorio rodé en la escalera, y al
incorporarme sentí un dolor tan agudo en el
pie, que a duras penas logré dar unos pasos has-
ta alcanzar el respaldo de un sillón. Acudió pre-
surosa mi madre, y al verme en aquel estado,
maldijo al destino. Preparó rápidamente una por-
ción de agua tibia y vinagre, y de rodillas, con
infinito amor y paciencia, comenzó a tratar mi
lesión en un lavatorio. Mi suerte estaba en sus
manos, y quién sabe cuánto debió atormentarla
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el pensamiento de que yo amaneciese imposibi-
litado para andar.
A la mañana siguiente comprobé con placer
que el pie apenas sí me dolía y que podía cami-
nar, bien que cojeando. Nada más que por fór-
mula, según creo, aseguré a mi madre que no
podría ir a la cita en aquel estado, con aquella
horrible venda en e¡ tobillo, a lo que ella res-
pondió como convenía a nuestra condición: "No
veo ningún inconveniente en ello, hijo mío".
Yo no la censuro. Es cierto que se puede ser
un caballero cojo, y en la historia tenemos ejem-
plos notables de Señores afectados de invalidez. Pe-
ro yo no era un caballero, y eso me perdió.
De pronto, no sé por qué, sentí una secreta di-
cha de hallarme en aquel estado y justamente pa-
ra aauella ocasión. Imaginé como algo casi pro-
videncial este accidente, pensando, en mi desvarío
que podía agregar a mi triunfo esta pequeña in-
validez, llevarla a conciencia con cierta malicia,
y provocar, a más de admiración, un algo de ter-
nura.
Desde mucho antes de la hora convenida, esperé
en la esquina que me había señalado mi anfitrión.
El frío arreciaba, y sin ir lejos comencé a pasearme
en torno del lugar, atento a los rostros que iban
y venían a lo largo de la calle. Por fin, a la hora
exacta, le vi abandonar un coche de alquiler. Al
saludarme se alarmó por el estado de mi pie, que
yo alcancé a levantar en un acto irrefrenable de
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vulgaridad. Me pareció percibir en él una desazón,
paro no estoy de seguro de ello. "¡Claro es que de-
bí quedarme en casa!" —pensé. Pero sentía tal de-
seo de hallarme dentro de esos salones a los que
mi lujuriosa imaginación poblaba de esplendor,
que por ningún motivo hubiera faltado a la cita.
¡No! Por nada del mundo hubiera yo perdido esa
oportunidad de hallarme junto a los caballeros. En
mis torpes propósitos, imaginaba yo que al sólo
contacto, como si se tratase de una regia epidemia
transmisible, iba a adquirir el sello definitivo, iba
a ser aceptado sin vacilaciones.
"¿Qué ocurre? —pensé alarmado— ¿Se habrá
equivocado este señor?" Todavía, sorprendido aun-
que sin perder la esperanza, volví la cabeza para
mirar la impresionante entrada del Club, que ha-
bíamos dejado atrás como por un lamentable error.
Ahí, sobre una rica y espesa alfombra roja que
llevaba recto hacia arriba por las escalinatas de
mármol, un caballero y una dama ascendían a lo
alto, hacia la cumbre de mis deseos en donde, ade-
lantándose a mi cuerpo, mi espíritu esperaba ya
desde mucho antes.
Rápidamente sin embargo, iba a tener que ba-
jar, y con dolor. El caballero parecía afanado en
ayudarme a caminar, pero más bien me arrastraba
por una callejuela desierta lateral al cuerpo del
edificio. Ni una palabra brotaba de sus labios, y
yo le seguía intimidado, enceguecido por la con-
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fusión, apresurando el paso con mi pie que ape-
nas podía tocar el suelo.
Habíamos dejado atrás la luz, la espléndida luz
que me atraía, la luz de los frontispicios, y los úl-
timos caballeros, en magníficas y bien delineadas
siluetas, emergían hacia ella desde las sombras de
los alrededores. Ibamos por una callejuela obscura,
sin rostro, orillando siempre los muros sólidos y
altivos del club. Una por una fuimos dejando atrás
las ventanas con vidrios de color encendido, tras
los cuales se escuchaba un rumor, la voz entona-
da y los gratos sonidos que rodean a los caballe-
ros. Una melodía ni trágica ni alegre, el justo
medio para aquietar los espíritus allí dentro, me
produjo a mí, por el contrario, la mayor de las
angustias. De pronto desapareció ante mí la nie-
bla de la calle, y me vi llevado al interior de un
pasadizo más oscuro aún, en el cual, poco a poco,
fui distinguiendo luces tristes y mortecinas. Perci-
bí en aquel callejón, del cual vi su extremo ilumi-
nado, corrientes vacilantes de aire caliente y vicia-
do. Tropecé con mi pie enfermo en ese mismo
instante, y advertí la presencia de tarros colma-
dos de esperdicios que, en línea, hallábanse lis-
tos para ser evacuados al amanecer.
Yo cojeaba lamentablemente. Me sentía fatigado
y mi espíritu se negaba a continuar. Miré al caba-
llero, quise preguntarle algo, pero no pude hablar.
Apenas sí mis ojos se expresaron en una lágrima
de sufrimiento. El caballero me sostenía con soli-
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citud al parecer sin conmiseración. En momento
alguno me dirigía la vista, pero estoy seguro de
que me veía, de que nada podía escapar a su per-
cepción oculta tras un enigmático rostro de hom-
bre de mundo.
—A los socios antiguos nos gusta entrar por la
puerta de servicio —me dijo de pronto, con la ex-
presión de hallarse atento a un lugar precioso, a
un ensueño lejano perdido allá, al final del pasa-
dizo—. Recuerdo que a don Emiliano Figueroa,
siendo Presidente de la República y en la imposi.
bilidad de echarse a todo trapo, se le veía entrar
por aquí con mucha frecuencia.
Precisamente la venda de mi pie se había aflo-
jado, y no era cosa de ponerse a enrollarla de nue-
vo en tales circunstancias. ¿Fue su frase una su-
til, una diabólica alusión? Es cosa que no sabré ja-
más. Sonreía, y en sus ojos dulcemente sombrea-
dos había un aire de serenidad que me dañaba.
—Era —continuó— de todo su gusto este calor
de las cocinas, este recibimiento de los manjares
a punto. Los cocineros llegaban en tropel a salu-
darle, felices, entusiastas.
"Don Emiliano Figueroa era Presidente al fin
—pensé en ese instante—, y entraba glorioso por
este callejón, y con sus dos piernas buenas y sanas".
La marcha proseguía, pero a mí se me hacía ca-
da vez más dificultosa.
—Señor —dije, detenido ya y con mi pie en alto—
¡me duele! Sí, el pie me duele.
30
Se inclinó gentilmente.
—¡Hombre! —exclamó con súbita alarma— ¡Pe-
ro si Ud. viene enfermo del pie!
¡A quién se lo decían!
Recuerdo que en ese instante desperté como de
un sueño. Comprendí, iluminado por el aspecto ge-
neral de esta horrible escena que nunca olvidaré,
que mi cojera no debía entrar por la puerta prin-
cipal del club, que no debía mostrarse. No consti.
tuía mi invalidez, ella misma, una falta, pero sí
el espíritu con que yo la llevaba y quería exhibir
Recordé como en imágenes de pesadilla, a los me-
nesterosos que por unos pocos centavos exponen
hasta sus llagas más íntimas. Comprendí que los
caballeros las ocultan o disimulan, que se resis-
ten a dar paso triunfal al infortunio del hombre,
que trata de aplastarlo todo. Comprendí además
—mientras trataba de retener algo de aquel es-
plendor y música preciosa que desbordaba del in-
terior del club, aunque no fuese más que un des-
tello olvidado—, comprendí que yo no cojeaba só-
lo de mi pie, comprendí que cojeaba yo entero, que
una cojera había llevado siempre dentro de mí,
y que mi espíritu avanzaba renqueando por los
obscuros pasillos de mi existencia.
Resentido y angustiado, me detuve definitiva-
mente. Yo nunca llegaría a ser como él, yo no era
un caballero. Yo iría mostrando toda la vida mis
imperfecciones, acentuándolas, haciendo de ellas
un espectáculo.
31
Ms despedí con excusas, y salí del club cojeando
ya sin pudor, con el pie en alto. "¿Es que estoy
solo o es que me siento solo?" —me pregunté. La
calle estaba desierta, y aquí y allá la niebla se
arremolinaba con fuerza. Sin buscar nada miré a
lo alto, de cara a la luz nocturna, bajo una fina
llovizna que me bañaba el rostro, purificándolo.
Entonces incliné la cabeza, protegí mi cuello con
un trapo negro, y emprendí la marcha.
Desde entonces, lo único que quiero es calor. Al-
go misterioso hay en los pasos que me conducen
por las calles y me introducen en los bares. Mi
figura pequeña debe parecer triste y solitaria en
los pasillos, en medio de las salas en que los bo-
rrachos parecemos buscar eternamente a alguien
sin descanso. Yo miro a las mesas, me detengo
cerca de los rostros y les sonrío, pero en realidad
no busco nada. Me gusta caminar y perderme entre
los espejos y las estatuas de yeso dorado. Todos
los aposentos me parecen fastuosos, pero sobre to-
do me fascina el mesón. Mientras bebo, contem-
plo largas horas mi cara pálida reflejada por en-
tre las pintorescas botellas de licor. Salgo de los
últimos, cuando casi todas las sillas han ido a pa-
rar arriba de las mesas. Luego me echo a caminar
por las calles, deteniéndome muchas veces. En las
fantasías de la iluminación nocturna, en medio de
ese espacio vacío que me rodea, me gusta ir descu-
briendo los vaivenes deleitables de un vino insegu-
ro, escurridizo, que se derrama en mi sangre.
¿Que qué fue de mi madre? Le hablé de mi triun-
fo, de cómo había obtenido la valiosa amistad de
caballero.-, reconocidos y respetables. ¡Comprendan
Uds.! ¡La hacía tan dichosa! Me vi obligado a pro.
meterle que muy pronto la llevaría conmigo a una
de aquellas reuniones fastuosas, y desde entonces...
desde entonces comencé a desearle la muerte des-
pacito, sin apenas rozar tan horrible pensamien-
to, tratando de no dañarla. Lo hice por piedad
¡lo prometo! Y quizá Dios escuchó este rumor
pues, pasado poco tiempo, tuvo la más dulce y
cristiana de las muertes. En mi opinión, Dios es-
cucha hasta las peticiones más ruines si provie-
nen de la desesperación, y concede.
¡Pero no me pregunten más! Hace ya muchos
años que estoy solo. Bebo para olvidarlo todo, pa-
ra olvidarme hasta de mí mismo, y a las luces que
me siguen y a los rostros que escapan furtivamente
les grito, levantando mi mano afectuosa: ¡¡Epaü
33
Todo me había salido bien aquella mañana, y
tenía muchas razones para sentirme feliz.
Había una pileta grande en mi casa, rodeada
de viejos y frondosos árboles frutales, y un am-
plio jardín que mi padre nos había parcelado y de-
35
limitado a mi hermano y a mí, pues de continuo
teníamos encuentros fronterizos cuando se trataba
de jugar a los jardineros. Hacia el mediodía el
agua se calentaba con el sol, y entonces nos des-
nudábamos y permanecíamos algunas horas meti-
dos en ella, alborotando como unos enajenados.
Aunque de costumbres absolutamente secas y te-
rrestres, el perro de la casa caía siempre en la
tentación de aproximarse peligrosamente a la ori-
lla, agitando su cola. El aspecto del agua en mo-
vimiento y su oleaje le exitaban, sin que pudiera
apartar la vista de aquel elemento inquietante. En-
tonces le cogíamos de sorpresa y le arrojábamos
violentamente en él. Alborozados con su desespe-
ración le dábamos falsas oportunidades para esca-
par, y cuando jadeante, apoyado en la orilla sobre
sus blancas patas delanteras, se aprestaba para
saltar, volvíamos a zambullirlo sin descanso. Al fin
le dejábamos ir, y juntos todos nos tendíamos a
secarnos al sol.
—Ahora podemos dedicarnos a la pesca —dijo
mi hermano con entusiasmo.
Yo miré la pileta. El agua se veía ya tranquila,
y las sombras de los árboles la cubrían en la mi-
tad de su extensión, cayendo en ella de vez en
cuando, hojas secas que partían a navegar como
minúsculos barquichuelos.
Insensiblemente, como siempre, había caído la
tarde, y el sol proyectaba su luz oblicuamente
sobre nuestro jardín. Yo no quería pescar en esta
36
oportunidad, a pesar de que me tentaba echar el
a n z u e l o en la pileta. Nuestro juego favorito con-
sistía en sacar ensartados a los pescaditos de co-
lor, sin trampas, con la sola y honorable treta de
la caña de pescar de los profesionales, meterlos en
un tarro parafinero y, al fin, volverlos de nuevo a
sus aguas.
Pero en ese momento deseaba hallarme solo, y
yo mismo desconocía la causa de mi desasosiego.
Pensé en mi hermano, el cual jamás se resignaba
a quedarse sin mi compañía. ¿Por qué habia de
seguirme, de pegárseme como una lapa?
El día se estaba concluyendo, y me preocupaba
el paso de las horas. Muchas veces no quedaba
tiempo para nada. Esa como dormida tarde de vera-
no, el aire absolutamente tranquilo y la placidez
de los árboles sin el familiar rumor de sus hojas
en agitación, poco tenían que ver con mi exaltado
espíritu, con esa extraña impaciencia que crecía
en mí con imperativa fuerza.
Miré mi casa, esa enorme casa donde pasé los
años de mi infancia y juventud, de un piso, con
gran cantidad de vidrios que en ese momento, co-
mo resplandecientes espejos de color, reflejaban
aumentados los últimos destellos débiles y amari-
llentos del sol del ocaso. Sin relacionar con la obs-
curidad mi estado de inquietud, la gran sombra
anticipada de la noche me pareció cargada de
atractivas insinuaciones. ¡Ah, cuando jugábamos a
37
las escondidas y nos llenaban de terror los cucos
en la soledad!
Eché a correr sin sentido, como un loco. Me de-
tuve junto a mi hermano.
—Me gustaría saber —le dije— si serías capaz de
comerte cien duraznos. Sí, de los priscos.
Echó él un vistazo al gran árbol cargado de fru-
tas maduras. Se sonrió con aire de triunfo, mas,
sin decidirse.
—Me castigarían —reflexionó atinadamente—.
Pero tú, ¿qué me darías en premio?
La lentitud con que se llevaba el asunto me tras-
tornó, y le ofrecí mucho más de lo que hubiera
podido en épocas normales.
—Te regalo el rifle —le contesté— con las mu.
niciones. Y no te lo pediré prestado.
—Pero algún día me lo pedirás —me dijo, luego
de reflexionar, haciendo un hábil sondeo.
jNunca! —le respondí con seguridad— No te lo
pediré jamás. De ello te doy mi palabra de hom-
bre.
A poco pensarlo se levantó del suelo lentamente,
y yo le seguí. Esperé con impaciencia que se ins-
talase a horcajadas en la copa del árbol y que, a
modo de prueba, se echase a la boca el primer du-
dazno, que rezumó dulce jugo entre sus blanquí-
simos dientes.
—Tendrás que guardar los cien huesos chupados
para muestra —le advertí, a fin de precaverme—,
porque tú
38
Y me eché a correr de nuevo. Entré en la casa
por uno de los extremos —pues era alargada—, don-
de había una¡ extensa y amplia galería de vidrios.
—¿No te cansas de correr?
Me detuve bruscamente en medio de la puerta.
Mi prima Carlota me sonreía, apoyada! en el muro.
Yo creía hallarme solo con mi hermano en la ca-
sa, y aprovechando la libertad de poder recorrer-
la libremente me había echado a correr. Me sentía
inquieto, contrariado.
—¡Estás aquí! le dije.
Y al instante reanudé mi carrera a lo largo del
pasadizo. Me entregaba a la facilidad del aire con
una alegría que, en ausencia de mi madre, nadie
podría reprimirme, la ausencia múltiple de mi ma-
dre, repetida en toda la casa. Porque cuando ella
estaba presente hallábasela en todas partes al mis-
mo tiempo, todo le pertenecía y todo le quedaba
sumiso y prendido, tomaba posesión hasta del nom-
bre de las cosas. Pero aquel día de soledad me sen-
tía dueño de todos los espacios, de todos los ob-
jetos y aún del misterioso contenido de los cajones
que ella cerraba cuidadosamente con llave, porque
yo estaba en el secreto de las chapas y de los ce-
rrojos.
Atraído por estos objetos me detuve de pronto,
eché una ojeada rápida en torno mío, vi a través
de un vidrio la figura de mi hermano en actitud
de golpear una rama del árbol en que se hallaba,
y penetré lentamente en la habitación de mis pa-
39
dres, como si fuera un santuario. Nada nuevo, el
mismo objeto de vidrio con perilla de goma que
tantas veces había tenido en mis manos, ocupó mi
imaginación.
"¿Que será lo que mi mamá hace con él?" —me
había preguntado tantas veces. Por algo es que,
cuando no está bien escondido en el cajón, me lo
encuentro en la sala de baño".
¡Qué no había hecho por descubrir su secreto
sentido! Algo me decía que estaba estrechamente
relacionado con el cuerpo, pero a mí, por más que lo
probé, no me vino a parte alguna ni esta investi-
gación produjo ningún resultado que me satisficie-
ra. Era delicioso, sin embargo, darle vueltas entre
los dedos, soplarlo por el ancho de su boca y sen-
tir, a su contacto, un vago y dulce despertar.
""Hacia mucho tiempo que no lo visitaba, de modo
que al meter la llave en la cerradura vacilé, sobre-
cogido por una intensa emoción. En su presencia
me abandonaban las fuerzas, me sentía irresistible-
mente atraído por una voluntad caprichosa que pa-
recía emanar desde el fondo del cajón del mueble.
Metí la mano con seguro instinto por entre la
seda de ciertas prendas de mi madre, y extraje
aquel objeto en cuya familiaridad no me sacia-
ba. Lo cubrí del vaho de mi boca, y tibio lo llevé
a mi cuerpo. ¡Cómo me gustaba aquel rincón en
penumbras donde nadie, nadie podría destruir en
mitad de camino aquellos momentos de soledad en-
tera y ardiente!
40
Todo ocupado y algo alerta junto a un viejo
San Antonio de yeso, de pronto me sobresalté. En
ocasiones felices me limitaba a cerrar la puerta
sin atender a los ruidos exteriores, pero ahora me
encontraba peligrosamente bloqueado. La presen-
cia de mi prima Carlota no era nada tranquiliza-
dora, y con respecto a mi hermano me sentía muy
inseguro. Cierto que era capaz de comerse los
cien duraznos, pero a lo mejor lo hacia con extre-
ma rapidez, violentando toda prudencia.
De repente sentí ruido de pasos. Esperé todavía
un momento antes de tomar medidas de seguridad,
pero muy pronto no me cupo la menor duda. Al-
guien se acercaba, y por el modo de pisar y por
la suavidad de las pisadas, tratábase por cierto, de
mi prima Carlota. La llave cayó rápida en el fondo
de mi bolsillo. La guardé, anhelando la soledad y
la penumbra para volver a recuperar ese objeto
que parecía hallarse vivo dentro del cajón.
Carlota entró sonriendo extrañamente, de un mo-
do que me hizo vacilar en mi firme propósito de
no revelar mi secreto.
"Andate. Andate" —pensé imperativamente.
Pero ella se había medio echado al borde de la
cama, apoyada atrás sobre los codos. Me sonreía
misteriosamente, como si lo supiera todo.
"Ella sabe ella sabe algo, ella sospecha" —
pensé con inquietud.
Entonces, con agradable entonación, me pregun-
tó:
41
—¿Qué haces aquí, tan solito?
Yo no hallaba qué responder.
—Vine por eso de las moscas —dije con increíble
sangre fría.
Por fortuna pasó por alto aquella frase que no
tenía fácil explicación. Sin embargo no había pa-
sado el peligro.
—Supe —comenzó a decir— que casi mataste a
nuestra tía con un revólver.
¡Dios santo! Tampoco quería que eso se supiera,
y ahora me parecía que todo el mundo debía es-
tar enterado puesto que ella lo sabía. No obstante,
me pareció que se hallaba lejos de abrigar sospe-
chas acerca de aquello que me retenía en esa ha-
bitación, y me consideré a salvo.
—No fue con un revólver —protesté—. Hice pun-
tería nada más que por broma hacia una venta-
na, y en eso la tía grita. "No, ¡no por favor!" Y
entonces se pone delante abriendo los brazos, y
todo aquello me da risa. En ese momento, ¡pum!,
y se me heló la sangre. Si no es que ella da un
salto
Se me fueron las ideas y guardé silencio. Desde
hacía un momento, mi prima sonreía misteriosa-
mente. Era notorio que la historia del disparo no
le interesaba.
"Entonces es que lo sabe todo" —pensé con so-
bresalto.
De pronto me habló en voz baja, casi susurrante:
42
¿Sabes que las mujeres somos diferentes de los
hombres?
Yo recordé que lo sabía. Sí, yo había pensado
en esto mismo. Le dije:
—No me gustan los zapatos con taco alto que
usan las mujeres.
Ella insistió con premura:
—¡Pero no! Me refiero a
Evidentemente yo me había equivocado, la di-
ferencia debía tener algo que ver con el objeto de
vidrio con perilla de goma.
—¡Ah, si tú quisieras venir! —exclamó con voz
apenas perceptible.
Entonces, sin apenas darme cuenta de lo que
hacía, cerré la puerta.
La habitación quedó en penumbras y el corazón
comenzó a latir apresuradamente en mi pecho. El
golpe de la puerta cerrada tras de mí quedó pene-
trante sonando en mis oídos, como una lápida caí-
da sobre algo extraordinario que no podría revelar
jamás. Un obscuro temor, el sentimiento de que
eso era el mal mismo, de que un peligro inminen-
te me acechaba, me detuvieron en medio de un si-
lencio que me pareció eterno. Pero un murmullo
mágico, unas palabras apenas pronunciadas y ese
perfume nuevo para mí, extraño y penetrante que
trastornaba la atmósfera y que me tomaba entero,
me hicieron avanzar, me hicieron desear saber
"eso".
Me miró Carlota un instante y sostenidamente
43
con sus grandes ojos, y volvió su rostro hacia la
obscuridad del rincón. La vi llevar sus manos a la
falda del vestido, y arremangarla con ademán len-
to y vacilante. Detuvo el gesto, y permaneció luego
silenciosa, como dormida.
Un súbito temblor se apoderó de mí. La sangre
me ardió en las mejillas, y me sentí por un mo-
mento sin fuerzas para sostenerme.
—Yo no tengo como tú —me dijo.
¡Yo lo sabía! Yo lo sabía desde hacía mucho
tiempo. O no, quizá no. Nadie me lo había dicho
nunca. Sin embargo lo sabía, sí, lo sabía, sólo que
no se me había pasado por la cabeza.
— ¡No tienes como yo! —balbucée, desfalleciente.
—Las mujeres somos diferentes de los hombres
—cuchicheó.
—¿O quizá lo ocultas, sí, por aquí?
—¡No! ¡Te prometo que no! Soy así, así como
tú me ves. Pero dime, ¿de verdad no lo sabías?
Traté de recordar. Me vi hurgando con ansias
en un diccionario inmundo. Pero no, eso no era
más que un montón de palabras cochinas.
—Mi hermano ha visto bañarse a mi mamá —le
dije— La ha visto por el ojo de la cerradura, pero
dice que no se ve más que humo. El humo del
agua caliente.
—¡Y si viniera ella! —exclamó Carlota, irguién-
dose de súbito— ¡Si llegara de pronto!
— ¡No te vayas! ¡No tengas miedo! —le pedí—.
Ahora y nunca más.
44
—¿No le dirás nada, por Dios?
—¡Nunca! Ni a ella ni a nadie, ¡pero no te vayas
todavía! —le supliqué con vehemencia— ¡Déjame
verte! ¡Un poquito más, tan sólo un poquito!
Debió serenarse ante mi ruego. Reclinó su cuer-
po, buscó una mano mía sin mirarme, y con la su-
ya la llevó junto a sí.
¡Que obscuro enigma de seducción tan indecible!
Quería preguntarlo todo y saberlo todo hasta lo in-
finito. Y mientras descubría el secreto, aquello por
lo cual tendría que mentir, negar, ser acorralado,
sentí que una horrible distancia crecía entre mí y
el resto de la humanidad. Y mientras hacía una y
otra pregunta, otra, otra más eternamente insa-
tisfecho, sentía que no era dueño del espacio, de
la libertad ni de las cosas bellas que había para
todos. Me pareció que el mundo se me estaba ce-
rrando, y que yo me quedaría solo en este encierro,
con mi secreto y todas aquellas cosas prohibidas
y endiabladas como el objeto de vidrio con perilla
de goma que había en el cajón del ropero.
¡Era aquello, sin embargo, tan diferente al rigor
y tan extrañamente dulce! Me perdía en su bús-
queda, indagando, aprendiéndomelo que no se me
fuera a olvidar. Muy pronto quizá, vendría mi ma-
dre y nunca, ¡nunca más volvería a encontrarlo!
Perdería con ella esa tibia penumbra, y volvería
quizá para siempre la luz clara, fría y vigilante.
Fue poco después cuando sentimos los pasos, y
vimos abrirse la puerta con violencia. Estaba ahí
45
mi hermano, agitado por la carrera, y al verme se
iluminó su rostro inmundo de fruta y polvo.
—¡Me tienes que entregar el rifle! ¡Tú me lo
prometiste! —me dijo.
Y tomándome de una mano y alejándome de
Carlota, me arrastró por el pasillo donde, no sé si
a causa de la poca luz, iba tropezándome y cayén-
dome. .
46
SOLO LA MUERTE
68
El traslado de los restos se había fijado para
las cuatro de la tarde. Entre las gentes que se
hallaban en la casa había parientes y amigos,
ex compañeros de oficina y muchos desconocidos.
Conversaban en voz baja, dentro y fuera de las
habitaciones. Sólo una vez se entraba a mirar por
el cristal del ataúd la tez pálida e indefensa, y ahí
encima habíase pensado sucesivamente: "Hace dos
semanas estuve con él". "Tiene las pestañas suel-
tas sobre los ojos". "¿Y su alma?". "¡Pobrecito!
Descanza en paz". "¿Me guardaría rencor? ¿Qué
diría si me estuviese mirando?".
Y todo eso caía como polvo de mármol sobre
el cuerpo que era menos, menos cada vez.
Al entrar en la pieza, una mujer encinta sen-
tada cerca del ataúd, rezaba y se interponía.
Las dos tías acompañaban a la madre. Otras mu-
jeres se habían acercado a ellas, pero perma-
necían fuera de toda comunicación. Una de las
dos viejas se apartó del grupo y se dirigió a Juan.
Nosotras vamos a ir con tu mamá a mi casa.
Porque si se queda aquí.,. ¡Tú sabes cómo es!
Va a darse vueltas como alma en pena por toda
la casa. ¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
Los caballeros se agrupaban en silencio, se bus-
caban, se atraían unos a otros. Algunos que ya
69
se marchaban iban bajando furtivamente por la
escalera, y hasta conversaban y sonreían con des-
preocupación.
Cuando llegó la hora de la partida, los pies de
la gente comenzaron a arrastrarse, a raspar sua-
vemente el piso. Juan cogió el primero el ataúd
y al otro lado su hermano Domingo, que pare-
cía no tener las fuerzas suficientes. Otros cuer-
pos, otros trajes, también negros, fueron colo-
cándose detrás.
Se pudo ver personas con pañuelos en los ojos
al paso del féretro, y otras que se aprestaban pa-
ra ayudar en la bajada. Los ruidos del piso se
multiplicaban al paso de tanta gente, se multi-
plicaban los rumores y las voces, y la casa se iba
quedando más vacía que nunca, con todas sus
puertas abiertas, con los espacios abandonados,
donde resonaban los ecos como huérfanos hu-
yendo de la desolación.
Al bajar por la escalera alguien abrió las dos
hojas de la puerta de calle, y la luz de afuera
entró plenamente con el aire frío. Ahora se en-
tregaba el cadáver al viento, se sacudía por úl-
tima vez su inmovilidad. Los empleados de la em-
presa tiraban las coronas como objetos inútiles
hasta en el techo de la carroza, y aguardaban con
sus mejillas extrañamente sonrosadas el momen-
to de iniciar el cortejo.
Dos latigazos cayeron sobre los lomos de los
caballos, y la caravana inició la marcha. Los ca-
70
ballos trotaban a un ritmo a veces parejo, a ve-
ces dispar. A momentos las patas golpeaban el
pavimento de cuatro en cuatro, o de una en una.
U n c a b a l l o o un tropel de caballos. Los árboles
agitaban sus ramas pausadamente, y por entre
ellos el cortejo se internaba como en un bosque.
La carroza, negra y con una cúpula rematada
en cruz, parecía inmóvil. Avanzaba a un ritmo
tan estricto, tan soberbio, que esa cúpula parecía
extática contra el cielo. Como si los árboles fue-
sen los que marcharan en sentido contrario, las
casas, los niños. Esto no recordaba un término,
el fin de una existencia. Era como si se tratase
s o l a m e n t e de un paseo alrededor de una plaza
de provincia, sin ver, sin contemplar. Mirar sin
ver, simplemente.
77
INDICE
LOS CABALLEROS 5
CARLOTA 34
SOLO LA MUERTE 46
LOS CABALLEROS
de Raúl de Veer
se terminó de imprimir el día
veintisiete de diciembre de mil
novecientos sesenta y dos, en los
Talleres de Arancibia Hnos., ca-
lle Coronel Alvarado 2602, San-
tiago de Chile.