Metáforas - Aceptación y Resiliencia

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Las olas rompiendo en la playa…

El objetivo de esta metáfora es brindar la posibilidad de considerar la aceptación como una


alternativa al control. Distinguir la aceptación del mero hecho de tolerar.

Para comprender la aceptación, pensemos en una gran playa de arena en la que las olas del mar
acaban rompiendo paulatina y mesuradamente unas tras otras. Tengan la altura o fuerza que tengan,
siempre acaban deshaciéndose como si nunca hubieran sido tan enormes. Para ello sólo debemos
estar dispuestos a tener una gran playa que acoja todas las olas mientras no tratamos de
controlarlas, sino que “vemos las olas como si estuviéramos en el paseo marítimo o en un muelle”
y nos implicamos en lo que nos importa en la vida.

Hacer espacio para ver las olas desde el paseo, tanto las más pequeñas como las que se ven
“amenazantes”, es justo lo contrario a luchar o soportar los pensamientos, las sensaciones y otros
eventos privados. Esto último sería como bajar a la playa a tratar de controlar el curso de las olas,
sería hacer algo para interrumpir el proceso de disolución natural, intentando eliminarlas,
sujetándolas o rompiéndolas. Implicarse en tales acciones es como estar en el corazón de la ola, es
peligroso, la ola envuelve, y desde ahí no podemos ver nada, sólo quedar a sus expensas.

Sin embargo, haciendo el hueco preciso, o sea, sin intentar nada para controlarlas, todas las olas
entran en la playa y terminan por deshacerse con más o menos dulzura mientras uno se ocupa, por
ejemplo, del cuidado de las plantas de su jardín, es decir, de construir las cosas que son importantes
para uno en su vida.
El granjero y el asno…

Había una vez un granjero que tenía un asno muy viejo. Un día, mientras el asno estaba caminando
por un prado, pisó sobre unas tablas que estaban en el suelo, se rompieron y el asno cayó al fondo
de un pozo abandonado.

Atrapado en el fondo del pozo el asno comenzó a rebuznar muy alto. Casualmente, el granjero oyó
los rebuznos y se dirigió al prado para ver qué pasaba. Pensó mucho cuando encontró al asno allí
abajo.

El asno era excesivamente viejo y ya no podía realizar ningún trabajo en la granja. Por otro lado, el
pozo se había secado hacía muchos años y tampoco tenía utilidad alguna.

El granjero decidió que enterraría al viejo asno en el fondo del pozo. Una vez tomada esta decisión,
se dirigió a sus vecinos para pedirles que vinieran al prado con sus palas.

Cuando empezaron a palear tierra encima del asno, éste se puso aún más inquieto de lo que ya
estaba. No sólo estaba atrapado, sino que, además, lo estaban enterrando en el mismo agujero que
le había atrapado.

Al estremecerse en llanto, se sacudió y la tierra cayó de su lomo de modo que empezó a cubrir sus
patas. Entonces, el asno levantó sus cascos, los agitó, y cuando los volvió a poner sobre el suelo,
estaban un poquito más altos de lo que habían estado momentos antes. Los vecinos echaron tierra,
tierra y más tierra, y cada vez que una palada caía sobre el asno, éste se estremecía, sacudía y
pisoteaba.

Para sorpresa de todos, antes de que el día hubiese acabado, el asno apisonó la última palada de
tierra, y salió del agujero a disfrutar del último resplandor del sol.

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