A la hora de los monstruos
Por Jota Perrico
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A la hora de los monstruos - Jota Perrico
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Letrame Editorial.
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© Jota Perrico
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1114-452-0
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Para Eli y Didier.
HUIDA
Las luces del paseo marítimo resaltan el mar a oscuras.
Ha llegado hasta los límites. Ante sus ojos se extiende una tundra negra y móvil que parece burlarse de él. Desplegadas en la orilla hay una veintena de barcas cubiertas con lonas, como cadáveres de una tragedia colectiva.
Ismael apoya su espalda contra la popa de una de ellas, de cara al mar. Necesita tiempo para pensar. El agua le lame los pies, penetra en sus zapatos. No le molesta. Le hace sentir vivo.
Tiene que actuar con rapidez. No es momento para ponerse contemplativo, se dice. Debes escapar de esta isla, se apremia. Solo hay dos maneras de huir. Ante la imposibilidad de que le salgan alas, la opción es evidente.
Salvo una breve experiencia en kayak, hace ya bastantes años, en su vida ha conducido una barca. Ni siquiera sabe si al hecho de llevar una barca se le llama conducir. La ocurrencia le hace esbozar una sonrisa que pronto se desvanece. Oye el ladrido de un perro y, por instinto, pega con más fuerza su espalda a la madera de la barca, carcomida por la humedad. Escucha con atención, con el objeto de detectar cualquier sonido que pudiera surgir de las calles empedradas, pero desde donde está, tan cerca de la rompiente, le resulta imposible oír otra cosa que no sea el mar.
Su interés regresa a la barca. Es tan buena como cualquier otra, decide, estudiando la hilera de embarcaciones, dispuestas en la playa como ofertas en un mercado. Se encoge un poco más y mira hacia la proa. Ve la cuerda extendida que acaba en un nudo que constriñe un sólido pilar anclado con firmeza en la arena. Nunca ha sido bueno con los nudos. Ni haciéndolos ni deshaciéndolos. Y la cuerda es gruesa. Aun así, titubeando, se obliga a salir de su escondite. Antes de hacerlo barre con la mirada el ancho del paseo marítimo y más allá; hacia el pueblo. La sensación de ser observado le eriza la piel.
Oculto tras la lancha, se arrastra con la cabeza hundida contra la arena. Su respiración provoca remolinos y los granos se introducen en su nariz y rebozan su boca, reseca tras una huida que ya dura varias horas. El tramo hasta el principio del cabo se le hace eterno y la maniobra de desatar la cuerda del poste le puede hacer visible, vulnerable. En parte, desearía seguir escondido. No puede evitar la sensación..., la certeza, de ser observado.
Vuelve a oír el ladrido de un perro. Un coche gira la rotonda y encara el paseo. Al verlo, se detiene; la arena abraza su contorno. Desearía hundirse bajo ella. El coche avanza con lentitud. Sus faros, como los focos de una prisión, iluminan parte de la playa y las paredes encaladas de las casas que se encuentran en primera línea de mar. Frena.
Se arrima de forma dolorosa contra el costado de la barca hasta casi colarse bajo ella. Se pregunta si su presencia se evidencia desde la cabina del vehículo, detenido frente a él. Tal vez con un poco de precisión, enfocando la vista, puedan verlo. Aguanta la respiración. No distingue a sus ocupantes, fagocitados por la oscuridad que reina en el pueblo a pesar de la luz de las farolas del paseo. Los imagina oteando la playa. El coche permanece varios —¿segundos, minutos?— inmóvil en la calzada. Durante ese tiempo no se da cuenta de que ni siquiera oye ya el rumor del mar a su espalda. Cierra los ojos y espera, deseando que el conductor decida arrancar. Está convencido de que lo han visto. Que saborean ese momento del felino que, sin prisa y sabiendo a su presa atrapada, decide regalarle unos instantes.
Por fin, el coche arranca. Lo ve desaparecer con la misma parsimonia con la que apareció. Lo ve tomar la segunda rotonda al final del paseo. Observa cómo lo devora la oscuridad al volver al interior del pueblo. Como prueba de su existencia, el reflejo de las luces traseras, que pierden intensidad hasta acabar extinguiéndose como la llama de un hornillo al que se le acaba el gas.
Durante unos segundos permanece hundido entre la arena y la quilla de la barca, incapaz de mover un músculo. Observa la calle que ha tomado el vehículo. Hace acopio del poco valor del que dispone y vuelve a deslizarse hacia el nudo de proa. Cuando llega a su altura, con precaución, asoma la cabeza por encima del borde de la barca escrutando el paseo para asegurarse de que nadie merodea. Por primera vez es consciente de la brisa que mece los plataneros y las palmeras de la avenida cuyas ramas fustigadas parecen entablar una discusión con el rumor de las olas. También es consciente del olor a sal y a algas. Todo parece tranquilo. Pero es una calma engañosa. Extiende los brazos hacia el nudo y sus manos comienzan a trabajar en él y echa de menos algún instrumento cortante porque sus dedos se muestran torpes, entumecidos por la humedad, la inexperiencia y el miedo. Por fin, logra aflojarlo. Sus movimientos se vuelven frenéticos con el objeto de acabar cuanto antes la tarea. Esos segundos se le hacen eternos. Introduce la punta de los dedos entre los huecos del lazo. El nudo cada vez más flojo pero reticente aún a deshacer el abrazo que lo une al agarradero de la barca. El lazo es duro, está húmedo y lleno de arena y se atora y se encalla. Al fin, el cabo capitula y cae al suelo, como una serpiente sin cabeza.
Una vez deshecho el nudo, cae en la cuenta de que no ha comprobado en qué estado se encuentra la barca. Sin dejar de vigilar el paseo, comienza a deshacer los nudos que fijan la lona. Se resisten menos, pero su tensión va en aumento al igual que el enfado consigo mismo por creer que ya estaba todo hecho. Desata la lona de las agarraderas sin dejar de lanzar miradas inquietas al paseo que continúa abandonado y silencioso. Conforme van quedando menos nudos, la brisa levanta la tela y puede ver lo que esconde: dos remos, un cesto sin tapa y lo que parece un resto de red. Una vez apartado el cobertor comprueba el suelo de la barca. Parece en buen estado. En todo caso, si no lo estuviera, morir ahogado le resulta un destino más apetecible que el que lo espera en tierra. No tiene tiempo que perder. No quedan opciones. Quedarse en la isla significa la muerte segura. Está convencido. Lo sabe. Lo ha visto. Rafael está muerto, piensa. Y su madre. Y Adrián, puede que también... Como lo estarás tú si no sales cagando leches de este trozo de roca.
Una vez comprobado el interior de la barca, impelido por una urgencia que le insufla valor, comienza a empujarla desde proa. La arena retiene el avance. Empuja con todas sus fuerzas, se muerde los labios ahogando los gemidos provocados por el esfuerzo que pugnan por salir de su garganta. Se mueve unos centímetros. Un descanso. Empuja de nuevo. Esta vez la barca se desplaza el doble de espacio, liberada del cimiento de arena que la anclaba. Sigue empujando, la barca se detiene. Vuelve a empujar. No se mueve. Pasa a popa. Casi cae al tropezar con la tensa cuerda atada a las boyas que conforman los carriles de salida al mar. Se incorpora como puede. Estira. No se mueve. Vuelve a estirar. No se mueve. Vuelve a estirar. Su cuerpo doblado casi en arco. Su cabeza rozando la arena. La resistencia de la barca cede. Descansa. Nuevo vistazo al paseo, oculto tras la popa. Nuevo estirón. Esta vez la barca se mueve tanto que la inercia le hace caer. La orilla está muy cerca. El agua salpica su base, ya llega a la mitad. Pasa a proa. Empuja. Se mueve, despacio debido al peso de la estructura, pero la resistencia es mínima.
De espaldas, no puede ver cómo el enorme grupo emerge de la oscuridad. En silencio, de camino a la playa. Varias calles dan al paseo y de todas ellas se derrama una multitud. Cuando está a punto de caerle encima, una intuición lo obliga a mirar por encima de su hombro.
Un enorme rugido coral ahoga el rumor de las olas. Segundos antes de ser atrapado, Ismael se pregunta, una vez más, en qué momento se jodió su vida.
UNA ISLA
La gaviota aterrizó con suavidad y elegancia sobre la arena. Una vez en tierra, sacudió un par de veces las alas, las mantuvo desplegadas un segundo y volvió a plegarlas alrededor del cuerpo. Ismael estaba tumbado sobre una toalla, desnudo.
No era la primera vez que la gaviota se encontraba con él. El hombre llevaba varios días visitando la zona y pasado el natural periodo de recelo se acostumbró a su presencia. Mientras caminaba con fingido aire de despreocupación, lanzando miradas de reojo, Ismael se dio la vuelta y le sonrió.
El gesto le pareció poco tranquilizador, por lo que decidió desviarse y volar hacia un montículo de arena próximo para observarlo con más atención y calcular las posibilidades de sufrir un ataque.
El hombre tomó un libro que estaba a su lado, lo hojeó y al momento lo lanzó con negligencia sobre la arena, lo que provocó que, por instinto, diera un pequeño brinco y aleteara un par de veces sin remontar el vuelo.
Su orgullo le impedía abandonar la cala. Había nacido ahí. Formaba parte de sus dominios y el hombre era un intruso. Debería agradecerle que le permitiera estar en su casa.
Ismael estuvo un rato tumbado boca abajo con el cuello erguido mirando el paisaje. Cuando se cansó de esa posición, hundió la cabeza en el hueco de su brazo izquierdo.
La gaviota tomó nota de sus movimientos, concluyendo que no conocía a su rival lo suficiente como para descifrarlos. Decidió no acercarse demasiado a pesar de la curiosidad que le provocaba. Como no se había mostrado en exceso agresivo, optó por hacer ostentación de un comportamiento igual de mesurado pero elocuente. Así que emitió un graznido, desplegó las alas e hinchó un poco el pecho. Se quedó así unos segundos, volvió a su estado de reposo inicial y alzó la cabeza con arrogancia.
Su altivez transmutó en decepción al comprobar que sus maniobras habían sido ignoradas por su oponente, que permanecía ajeno a ellas. Por fin, se convenció de que no valía la pena dar tanta importancia a la presencia de un ser tan insignificante. Bajó el montículo de un salto, y volvió al nivel inicial, en tierra, muy cerca del agua, maniobra que pareció provocar una respuesta en el hombre, que se dio la vuelta y se incorporó para sentarse de cara al mar. Apartó sus ropas descubriendo una mochila. La gaviota volvió a tensar sus nervios mientras le observaba trasegar en el interior de la bolsa. Graznó al ver que extraía algo de ella. Sabía que los de su especie poseían herramientas que empleaban para dañar, pero el maldito orgullo de gaviota la obligaba a permanecer en su sitio, monolítica y expuesta. El vientre se le aflojó. La resaca de una pequeña ola actuó como eficiente servicio de limpieza, recogiendo el excremento para diluirlo al volver al mar.
Ismael encendió un cigarro, guardó el paquete de tabaco y el mechero en la mochila y se tumbó sobre la espalda, exhalando el humo.
Para la gaviota, ver al hombre bocarriba, mostrándose vulnerable, era una clara señal de claudicación. Aquella nube que salía de su boca tal vez fuera una manera de pedir clemencia. Y así lo entendió. Emitió varios graznidos celebrando su victoria, desplegó sus alas y se elevó, dejando atrás a su rival, vencido e inerte.
Y ascendió sobre la gran extensión de pinos y matorrales que rodeaban la cala. Planeó sobre el mar, liso como una sábana, bajo un sol que teñía el agua con temblorosos reflejos dorados semejantes a monedas en el fondo de un pozo. Sobrevoló los pequeños islotes que emergían sobre la superficie, luciendo las cicatrices de sus minúsculas grutas que les proporcionaban el aspecto de enormes esponjas. Y no fue consciente de que en ese momento Ismael se incorporó sobre la arena y que al mirar esos mismos islotes imaginó un bajel pirata atiborrado de aguerridos filibusteros bañados en ron.
La gaviota viró hacia tierra y observó las pequeñas granjas aisladas y los chamizos solitarios que se esparcían aquí y allá y sobrevoló el pueblo blanco y su paseo marítimo y, con un vuelo rasante, volvió al mar para planear sobre las barcas, con su pintura gastada y sobre los pescadores, que faenaban con sus redes, a los que graznó con severidad, advirtiéndoles que no les convenía rondar su coto. Y se alzó y se alzó y contempló la isla; una ballena varada en medio del océano. Su reino.
EL PUEBLO
Dos horas después, Ismael se preparó para volver al pueblo. Escaló, con la mochila al hombro, la pedregosa pared que llevaba al pinar donde había dejado la bicicleta. Desató la cadena con la que tenía anclada a un árbol una de las ruedas y, agarrado al manillar, observó la bahía natural que se abría ante él. La arena blanca contrastaba con el tono verdoso del agua en calma. Aspiró el aire, llenando sus pulmones con la esencia del mar. Sentía en su piel la suave caricia del sol, de la brisa marina y la sal. Subió a la bicicleta y ascendió por la pendiente que conducía a un sendero cubierto por una densa moqueta de agujas de pino. Mientras pedaleaba escuchaba el espeso sonido de las ruedas al girar sobre la pinaza que contrastaba con el tenue deslizar líquido al circular sobre la arena cuando el camino se despejaba. Este finalizaba de forma abrupta en la carretera de curvas que conducía al pueblo. Comenzó el descenso. El tráfico casi era inexistente. Los pocos vehículos que vio hicieron sonar sus cláxones a modo de saludo que él devolvía, alzando una mano y llevando perfecta cuenta de todo aquel con el que se cruzaba.
Al girar un recodo de la carretera, la visión del pueblo se abrió ante él. Pequeñas edificaciones amontonadas en el interior de la bahía como embarcaciones a la deriva que se apiñaban alrededor de la colina donde se erigía la iglesia, guiadas por el faro de su campanario.
La carretera serpenteaba con una serie de curvas que hacían que el pueblo apareciera y desapareciera con una cadencia de espejismo. Había algo musical en ese descenso hacia las entrañas del pueblo cada mañana que volvía a él procedente de sus vagabundeos.
El trayecto desembocaba en el paseo marítimo, única concesión burguesa que se permitía la comunidad, limitado por dos rotondas, hábitat natural de una colonia de gatos que eran la causa principal de los escasos atascos de tráfico que se producían. No era raro el día en que los conductores tenían que salir del interior de sus vehículos para espantar a los animales y poder dejar la calzada despejada. Enmarcaba el paseo una pequeña playa. La arena socavada por el peso de las barcas de los pescadores, cuyo lecho esperaba su vuelta. Una playa huérfana de bañistas pues bien sabido es que, en una localidad pesquera, el mar solo significa trabajo. Incluso los más jóvenes, cuyo sustento no estaba relacionado con el mar, parecían vivir de espaldas a él y solo los turistas, pocos, usaban la arena como diván para olvidar sus problemas. La gente del lugar observaba con una mezcla de curiosidad y extrañeza condescendiente las escasas ocasiones en que un recién llegado se tumbaba al sol o braceaba en el agua, y solo el que lo dejaba de hacer era aceptado. Ismael, uno de esos recién llegados, consciente de ello, siempre se iba a otro sitio cuando le apetecía tomar el sol y bañarse. Y aunque todos en el pueblo sabían lo que había estado haciendo, el hecho de no mostrarse en público de forma tan indigna era motivo de respeto. Así lo pensaba Pedro, el alcalde, que hablaba con el vigilante de las plazas de parking del paseo marítimo, función innecesaria puesto que apenas llegaban turistas y los vecinos no solían aparcar en la pequeña explanada marcada con franjas que para lo único que servían era para delimitar el aire entre ellas. Al pasar a su lado, los dos hicieron una pausa en sus planes de optimización de tan deslustrado espacio para saludarlo con un nosequé de compinches y luego volvieron a enzarzarse en la discusión que tan difícil cuestión provocaba.
También lo saludó el único barrendero del pueblo que a su paso cubrió con su escoba las colillas y las hojas caídas de los árboles, protegiéndolas con el celo de una oca que guareciera a sus crías bajo su ala. La mujer que, en el pórtico de su casa, abría la hornacina de una virgen del mar para cambiar unas flores marchitas, le sonrió. Al verlo pasar, el camarero del bar de la plaza agitó un trapo húmedo con el que se disponía a limpiar las mesas de la terraza. Sentado en una de ellas, Thierry lo conminó a que se detuviera para tomar un café, elevando su propia taza con una sutil indicación. Ismael rechazó con cortesía la invitación proponiendo otra a cambio: «¡Nos vemos a la hora de comer!», le gritó sin dejar de pedalear mientras Thierry asentía levantando un pulgar.
Por fin llegó a la librería. Se bajó en marcha, frenando con las suelas de las chanclas, dejando la bicicleta apoyada en la pared y extrayendo las llaves del bolsillo de su pantalón, todo en un único movimiento. La mayoría de los comercios estaban abriendo y mientras levantaba la persiana del local se sucedían los saludos y las bromas referentes a su turisteo en la cala, resaltando lo evidente de su condición de adoptado adaptado. Bromas y chascarrillos replicados por Ismael con equivalente buen humor.
El haz de luz procedente de la calle taladró la oscuridad del interior de la librería. Lo primero que sintió fue el olor de los libros dándole la bienvenida. Encendió las luces del local y entró. Estanterías abarrotadas se elevaban a un lado y a otro. Arrastró la bicicleta hasta el fondo de la tienda y, con el muslo, chocó contra la mesa de recomendaciones, volcando unos cuantos volúmenes que se encontraban en varios atriles, prometiéndoles a los autores que volvería a colocar sus obras en cuanto dejara la bici en su sitio. Apartó una cortina que daba a una escalera que conducía a su domicilio. En su hueco, una puerta con un cristal esmerilado daba a un pequeño patio. Como el foco que iluminara el escenario vacío de un teatro, una franja de luz natural delataba su existencia. Frente a la escalera, otra puerta conducía a una habitación que utilizaba de almacén. Introdujo la bicicleta en su interior. Subió al piso. Un salón con una cocina americana. La estancia era luminosa gracias a una puerta acristalada que daba a un balcón. A mano derecha se accedía a la habitación, una pequeña suite con lavabo, con un armario y una minúscula ventana. Y eso era todo, no necesitaba más. Salvo algún cuadro, no tenía adornos. A no ser que se considerara como tal la vieja perra tuerta que bajó del sofá con aire de fastidio. Adormilada, se sacudió la pereza de la cabeza al rabo y trotó hacia él para saludarlo con la evidente y penosa carga de la artrosis en cada una de sus patas.
—Ziggy, rebosas vida —saludó Ismael, acariciándola con la vana esperanza de desprender, como si fueran pulgas, los años acumulados sobre su lomo.
THIERRY
Thierry, como Queequeg, era el mejor amigo de Ismael y la primera persona con la que entabló una relación estrecha al poco de desembarcar en la isla. Había sido un trotamundos hasta que decidió que ese trozo de tierra en medio del mar se iba a convertir en su particular cementerio de elefantes. Como le dijo un día con su acento francés, desidí que aquí moguiguía. Se sentía muy orgulloso de sus raíces, hasta el punto de hacer sospechar a Ismael que, tal vez, forzaba su acento un poquito más de lo necesario.
Eran unos amigos extraños. Apenas coincidían en sus gustos u opiniones; discutían casi por cualquier motivo pero, a pesar de todo, siempre llegaban a acuerdos en torno a aquello que los dos consideraban importante. De esta forma, la sangre nunca llegaba al río.
Nadie sabía con exactitud a qué se dedicaba Thierry, ni de dónde venía. Había quien aseguraba que se encontraba oculto en la isla después de haber delatado a su antigua banda de traficantes. También circulaba una variación de esa misma historia que mutaba el exilio voluntario por un acuerdo con la Policía, que lo había convertido en un testigo protegido después de traicionar a sus compinches. Debido a ciertos comentarios que hacía y que podían interpretarse realizados bajo la influencia de una latente misoginia, se comentaba entre susurros que llegó a la isla huyendo de un crimen pasional cuando perdió la cabeza al descubrir a su mujer con un amante. Incluso se rumoreaba que su nombre no era el que constaba en su partida de nacimiento.
Aunque no tenía ningún rubor a la hora de explicar con todo lujo de detalles ciertos capítulos de su pasado, Thierry prefería esparcir la duda y las conjeturas en lo concerniente a su presencia en la isla y nadie sabía la verdad. Ni siquiera su círculo de confianza, que incluía a Ismael. Una parte de esa realidad resultó ser mucho más prosaica pues pocos podían imaginar que era el producto de una familia adinerada con un futuro blindado. Una oveja negra a la que los suyos consideraron agradecerle que se mantuviera alejado de ellos con la asignación de una buena dote a cambio de que evitara a toda costa seguir manchando su apellido.
Cuando hablaba, todo el mundo callaba. Su historia estaba llena de recovecos y huidas hacia adelante, una historia explicada por cada uno de los tatuajes y cicatrices que lucía en su cuerpo. Su vida había sido azarosa, comenzando su andadura delictiva como un ratero callejero de tres al cuarto, traficante de hachís después, ladrón de bancos más tarde y guardaespaldas de un narcotraficante turco al final. Solo cuando, como suele decirse, sus huesos dieron a parar a prisión, hizo acto de contrición y se prometió a sí mismo que nunca volvería a estar entre rejas. Tras una breve estancia en Chile, donde recaló siguiendo la estela de una prostituta de la que se había enamorado —y a la que ingenuamente intentó llevar por el buen camino pero que a punto estuvo de provocar que él perdiera el suyo—, decidió regresar a casa, resolviendo por fin quedarse a medio camino y echar raíces en la isla. Sin duda, su familia, respiró aliviada.
—¿Y cómo te va con tu novia? —preguntó Thierry, sin disimular una sonrisa.
—Que no es mi novia. —Ismael lanzó desmañadamente sobre el plato vacío la servilleta que estaba utilizando al tiempo que contestaba con el aire hastiado de quien ya ha tenido que lidiar antes con esa misma cuestión.
—¿Cómo tienes la tapa del váter? Si sueles tenerla cerrada es que la ves demasiado, luego es tu novia —aseguró, con la mirada retadora del que espera la osada negación de una evidencia.
—De acuerdo —concedió Ismael, derrotado—, la tapa siempre está cerrada.
—Qué gilipollas eres. ¡Pero si le pediste que vivierais juntos! – rio, volviendo su atención a los escasos transeúntes que frecuentaban la plaza—. Tiene un culo de infarto, eso hay que reconocerlo.
Al otro lado de la plaza, un ciclista hizo sonar el timbre y levantó un brazo. Los dos devolvieron el saludo alzando una mano.
— Allá va —indicó Thierry—. Va detrás de Rosa. Ella entra a trabajar ahora en la perfumería. El tío pasa por aquí cada tarde, puntual. Podrías poner en hora tu reloj.
Los dos observaron cómo el ciclista desaparecía tras una esquina.
Desde los bafles instalados en la terraza, Bob Marley cantaba Stir it up mientras cada uno centraba su atención en puntos diferentes de la plaza, moviendo la cabeza al ritmo de la música.
—Por cierto —recordó Ismael—, estoy pensando hacer otra noche arty en la librería. Creo que el viernes que viene.
—¿Quieres que toquemos? —preguntó Thierry, de repente interesado. Ejercía de cantante en un grupo local.
—Lo había pensado. Leire me ha sugerido el grupo del panadero, Supersuckers o Superfuckers o algo así. Podríamos hacer un programa doble.
—¡Vete a la mierda! —bramó el francés, dando el último sorbo a su café con hielo—. No pienso compartir escenario con nadie que se llame así. Suena a grupo punki surfero californiano.
—De acuerdo —concedió—, el nombre no invita mucho, ni siquiera para tocar en la librería, pero tampoco es que os salgan muchos bolos. No creo que estéis en condiciones de rechazarlo.
Esta vez le tocó a Thierry transigir con la realidad en forma de callada por respuesta. A través de los bafles, Marley atacó con los primeros compases de No More Trouble.
—¡Eh, Isma! —los dos giraron la cabeza—, ayer acabé el libro que me recomendaste. ¡Muy bueno! Esta tarde paso por la tienda para comprarte otro.
—Vale —aprobó Ismael, tratando de recordar el libro al que hacía referencia el cliente satisfecho. No lo consiguió—. Te dije que te iba a gustar. Pásate cuando quieras.
— ¡Adiós, Thierry!
Saludaron alzando el brazo, sin dejar de mover la cabeza al ritmo de Bob.
—Tenemos nuevas canciones —anunció Thierry, Bob Marley dio la alternativa con brusquedad al insistente riff de contrabajo de Step Right Up. Al escuchar a Tom Waits, a Ismael le apeteció un cigarro—. Tienes que escucharlas, hemos mejorado mucho.
—Estoy seguro.
El grupo de Thierry hacía una mezcla de Blues-Jazz-Rock que a Ismael le entusiasmaba y, aunque como cantante no pasaba de ser voluntarioso, su amigo le parecía un estupendo frontman que compensaba sus carencias vocales con una muy buena presencia sobre las tablas. Le divertía el grupo y le gustaba su música. Durante una época llegó a considerar, incluso, la posibilidad de representarlos, repartiendo sus maquetas por varios locales del Continente y negociando alguna actuación. Nunca tuvo demasiada suerte y sus aspiraciones fueron diluyéndose al mismo tiempo que la ilusión de los músicos. Ahora tocaban para divertirse, objetivo que chocaba con las aspiraciones de Thierry de hacer algo destacable en el circuito de clubs. Este conflicto de intereses estuvo a punto de llevarlos a la ruptura, pero Thierry transigió porque el grupo había acabado siendo una de las pocas cosas buenas que había tenido en su vida. Y por su bien, Ismael deseaba que continuara.
—Bueno —anunció Ismael, desperezándose y dejando un billete sobre la mesa—, tengo que marcharme, he quedado con Leire antes de abrir la tienda.
—Te acompaño. Necesito dar una vuelta para bajar la comida —dijo Thierry, conteniendo a duras penas un eructo. Después escupió sobre el suelo de la terraza.
—¡Mira que eres cerdo!
—¿Te ha salpicado? ¡Ay, Dios! —añadió, propinándole un palmetazo en la frente que sin duda consideraba necesario—. Cada día que pasa te vuelves más maniático.
Salieron de la plaza. Thierry extrajo un porro de marihuana de su paquete de tabaco.
Pilar pasó por su lado con la mirada fija en los adoquines de la acera. Thierry se detuvo. Ismael, sorprendido por la brusca frenada de su amigo, se paró unos metros por delante. Observó cómo escupía en las piedras que la mujer acababa de pisar con sus sandalias deslustradas. Después, el francés retomó la marcha para volver a ponerse a su altura.
—¿Qué? ¿Dando una limosna a los pobres? —preguntó Ismael, señalando el espeso esputo que ya se filtraba por las juntas de los adoquines.
—Es lo único que merece esa zorra.
Sonrieron al unísono —Ismael se preguntó por qué— y reanudaron juntos el camino hacia la librería como dos recién llegados a Nantuquet para enrolarse en el Pequod. Ismael no pudo evitar pensar en lo irracional de todo odio aprendido. Él mismo despreciaba a esa mujer por simple asimilación. Conocía algo de su historia —todo de oídas— y una pequeña porción de los motivos por los que gran parte de la gente la odiaba. No vivía en el pueblo cuando los hechos ocurrieron, pero actuaba como todo el mundo. Desde luego, Pilar le producía un intenso rechazo, tal vez provocado por su mutismo ante los saludos, por su evidente mala educación, por la férrea obcecación en concentrar todo su interés en los adoquines de la calle al paso de cualquier ser vivo racional y, en fin, por su aparente excentricidad. Lo cierto es que la detestaba. Pero no estaba seguro si aquel cúmulo de impresiones eran suficientes para hacerlo porque, ¿qué puede esperarse de una persona cuando sus vecinos escupen el suelo que pisa?
Al pasar de largo la perfumería y la bicicleta apoyada en su entrada, ya había olvidado a Pilar.
LEIRE
Leire ojeaba un libro mientras Ismael escuchaba la maqueta en casete de los Mothersuckers. De vez en cuando desviaba su atención del texto, pendiente de posibles gestos de aprobación o de rechazo por su parte. Consciente de ello, él mantuvo su cara de póker durante la audición. Quería hacerla sufrir un poco. Para su sorpresa, el grupo era aceptable. Una mezcla de la Credence con Sigue Sigue Sputnik –si algo así era posible—, salida de una realidad alternativa.
Ismael conoció a Leire al poco de abrir la librería. Entró una tarde en la tienda con su cámara al cuello, con más curiosidad que interés literario. Él se encontraba en esos momentos colocando una remesa de libros en las estanterías. Nunca olvidaría la silueta de su cuerpo recortada contra la luz de la calle.
Tras una torpe presentación por su parte y una insulsa conversación sobre los gustos literarios de cada uno, a ella le brillaron los ojos cuando le explicó su modelo de negocio.
—Me parece muy bien que quieras hacer conciertos en el local —observó, mostrando una sutil delicadeza al no hacer referencia a las veladas musicales, término que, por el brillo de sus pupilas y el casi imperceptible mohín de sus labios, había estado a punto de provocar su hilaridad. Temió que se diera la vuelta y desapareciera por donde había entrado al tomarlo por el típico cretino de ciudad con aires de grandeza que creía indicado, en el marco de una comunidad rural, referirse a un concierto como una velada musical—. Aunque es una comunidad pequeña, te sorprendería la cantidad de gente joven, y no tan joven, que tiene su grupito para combatir el aburrimiento. Si la cosa va bien no te va a faltar personal que quiera tocar en el local. Si quieres puedo correr la voz —se ofreció, con entusiasmo.
Y así fue como en una librería se acabó hablando de música.
Hacía un buen rato que Leire había perdido el interés por el libro elegido al azar de una de las estanterías. Observaba, divertida, la forma con la que Ismael fingía no darse cuenta de que esperaba su opinión, impostando lo que él creía que era una gélida mirada de jugador de póker. Desde hacía un buen rato sabía que la maqueta le estaba gustando y aguardaba con paciencia que verbalizara una opinión favorable. Ese empeño fatuo de hacerla sufrir solo despertaba su ternura.
Cuando se conocieron, ya hacía unos años que ella había vuelto a la isla. Sus padres la habían enviado al Continente con la hermana de su madre, que se ofreció a acogerla cuando apenas contaba quince años. Su vida podría haber sido diferente si lo que ocurrió durante su adolescencia no les hubiera afectado hasta el punto de verse obligados a desprenderse de ella. Estaba enamorada del pueblo y le costó aceptar que la obligaran a abandonarlo. Salvo alguna visita esporádica y obligatoria —para Navidad o algún funeral—, la mantuvieron alejada de la isla y de sus vidas. Sentía que la ocultaban, que la movían sobre el tapete con la premura de un trilero mareando una bola, ahora está, ahora no está. Acabó sus estudios en el Continente y consiguió un trabajo como fotógrafa. Después conoció a Blas, al que enterró tras fallecer en una colisión de tráfico que a punto estuvo de quitarle la vida a ella también.
Leire era adoptada. Había sido una niña muy querida. A menudo sobreprotegida, hasta el punto de malcriarla. Su educación resultó difícil. Era rebelde y descarada.
Tras el fallecimiento de su novio, sus padres se sintieron culpables por la supuesta responsabilidad que ellos hubieran podido tener en todo lo ocurrido. Nunca habían logrado domarla. Siempre había sido una niña difícil y su paso a la madurez no logró dulcificar, ni mucho menos, su carácter. Algo que causaba consternación en un hogar tan católico, apostólico y romano como aquel.
La relación con su tía tampoco fue fácil. La mujer llamaba en numerosas ocasiones a su hermana para quejarse. Un mero desahogo, porque la decisión de mantenerla alejada de la isla era firme por parte de la familia al completo. Lo que ocurrió les pasó factura a todos ellos.
Un profundo manto de dolor, de silencio y de vergüenza se cernió sobre el hogar de sus padres desde el mismo momento en que lo abandonó. Se dieron cuenta de que, a pesar de su esfuerzo por proteger y comprender a su hija, habían fracasado. Sintieron que su pequeña había muerto, tal y como demostraba el afán supersticioso por mantener intacto su cuarto. El cuarto de una niña de quince años muerta.
Su padre acabó desarrollando un cáncer de páncreas. Su madre siempre pensó que la enfermedad guardaba relación con lo que les pasó a Leire y a sus amigas. Cuando el cáncer lo mató, ella se suicidó tras consumir una sobredosis de antidepresivos. No distó más de un mes y medio entre una muerte y la otra.
Todo el mundo coincidió en que semejante cadena de acontecimientos fueron tristísimos y que en aquella casa parecía haberse instalado la tragedia.
En el funeral de su madre, Leire se refugió tras unas gafas de sol, aunque sus ojos estaban secos. Jamás les perdonó que la desarraigaran.
Pero, por fin, podía hacer lo que se le antojara. Se despidió de su tía, volvió al pueblo y se recluyó en la casa donde se crio. Al abrir la puerta por primera vez, notó el aire viciado, no porque la casa hubiera estado cerrada a cal y canto sin airear durante demasiado tiempo. El ambiente exudaba tristeza. Se podía palpar.
Una vez instalada, decidió tirar todas sus pertenencias de adolescente al cubo de la basura. Arrancó de las paredes de su antigua habitación los pósteres de sus ídolos de juventud, se deshizo de varios peluches descoloridos. Quemó varios escritos pueriles que encontró y gran parte de sus primeras fotografías como aficionada; solo conmutó la pena a dos de ellas en las que aparecían Inés y Natalia. Los Ángeles de Isla Encanta.
Ismael detuvo la reproducción de la maqueta al ver cómo el rostro de Leire se ensombrecía por momentos. Su ánimo, por algún motivo, se vino abajo. Le ocurría a menudo y en esas ocasiones costaba mucho hacerla volver a su estado previo.
—Bueno, están bastante bien —concluyó.
— Te dije que te gustarían —le contestó ella, despertando de su letargo con la resaca de una expresión aturdida en el rostro.
—¿Hablas tú con ellos o lo hago yo?
—Iré a buscar a Álex y lo traeré para aquí.
—¡Quién iba a decir que el panadero iba a cantar tan bien! Lo han tenido muy escondido, no sabía que esta gente tocara.
—Llevan tocando unos siete u ocho meses —apuntó, dirigiéndose a la puerta del local y mirando al exterior—. Ensayan por la noche, mientras hace el pan. Les sobra tiempo, y el horno, al estar en un sótano, está bastante insonorizado.
—Es un milagro que no despierten a los vecinos con esa mezcla de tecno-cyberrock-androll-steam-punk que hacen. Si surge alguna tribu urbana en torno a ellos me gustaría saber qué aspecto tendrá. ¿Te lo vas a llevar? —preguntó, mostrándole el libro que había dejado boca abajo sobre la silla donde estaba sentada.
—No, tengo varios todavía para leer, solo incrementaría el montón.
Ismael miró su reloj.
—Bueno, vamos al bar a tomar un café. Te invito —dijo, sacando de debajo del mostrador la caja metálica donde guardaba la recaudación. Cogió un billete y se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
—¿Cierras?
—¿Para qué? Desde la terraza puedo ver si alguien entra.
Leire alcanzó el pequeño bolsito de tela colgado del respaldo de la silla. Tenía dudas en torno a Ismael. Nunca había sentido la pasión que sí había experimentado con Blas. Se podría decir que su relación era más madura y serena. Adjetivos que le parecían meros eufemismos usados para no herir