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Teodicea

Etimológicamente considerada, la Teodicea (theos dike) significa la justificación de Dios.


El término fue introducido en filosofía por Leibniz, quien, en 1710, publicó una obra
titulada: "Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine du
mal". La finalidad del ensayo era mostrar que el mal en el mundo no está en conflicto
con la bondad de Dios, que, de hecho, no obstante sus muchos males, el mundo es el
mejor de todos los mundos posibles (ver OPTIMISMO). El problema del mal (ver MAL)
ha absorbido desde las épocas más antiguas la atención de los filósofos. El bien
conocido escéptico Pierre Bayle ha negado en su "Dictionnaire historique et critique” la
bondad y omnipotencia de Dios por los sufrimientos experimentados en esta vida
terrena. La "Théodicée" de Leibniz se dirigía principalmente contra Bayle. Imitando el
ejemplo de Leibniz otros filósofos llamaron entonces a sus tratados sobre el problema
del mal “teodiceas”. Como en un tratamiento completo de la cuestión las pruebas tanto
de la existencia como de los atributos de Dios no pueden ignorarse, todo nuestro
conocimiento de Dios fue gradualmente introducido en el dominio de la teodicea. Así la
teodicea llegó a ser un sinónimo de teología natural (theologia naturalis), esto es, la
parte de la metafísica que presenta pruebas positivas de la existencia y atributos de
Dios y resuelve las dificultades que se le oponen. La teodicea, por tanto, puede definirse
como la ciencia que trata de Dios mediante el ejercicio de la sola razón. Es ciencia
porque ordena sistemáticamente el contenido de nuestro conocimiento sobre Dios y
demuestra, en el sentido estricto de la palabra, cada una de sus proposiciones. Pero
apela a la naturaleza como única fuente de pruebas, mientras que la teología explica
nuestro conocimiento de Dios en cuanto sacado de las fuentes de la revelación
sobrenatural.

La primera y más importante tarea de la teodicea es probar la existencia de Dios. Se


presupone, por supuesto, que se puede conocer lo suprasensible y que se pueden
trascender los límites de la pura e inmediata experiencia. La justificación de esta
presunción debe ser suministrada por otras ramas de la filosofía, por ejemplo, la
criteriología y la metafísica general. El carácter naturalmente demostrable de la
existencia de Dios fue siempre aceptado por la mayoría de los teístas. Hume y Kant
fueron los primeros en despertar en las mentes de los aspirantes a teístas serias dudas
sobre este punto. No es que estos filósofos presenten ninguna sólida razón contra los
largamente probados argumentos a favor de la existencia de Dios, sino porque en sus
sistemas es imposible la prueba científica de la existencia de un ser sobrenatural.
Entonces se buscaron nuevas vías de fundamentar el teísmo. La escuela escocesa
dirigida por Thomas Reid enseñaba que el hecho de la existencia de Dios se acepta por
nosotros sin conocimiento de razones sino simplemente por un impulso natural. Que
Dios existe, decía esta escuela, es uno de los principales principios metafísicos que
aceptamos, no porque sean evidentes en sí mismos o porque puedan ser probados,
sino porque el sentido común nos obliga a aceptarlos. En Alemania la escuela de Jacobi
enseñaba que nuestra razón es capaz de percibir lo suprasensible. Jacobi distinguía
tres facultades: sentido, razón y entendimiento. Tal como el sentido tiene inmediata
percepción de lo material, la razón tiene inmediata percepción de lo inmaterial, mientras
que el entendimiento lleva estas percepciones a nuestra conciencia y las une una con
otra (Stöckl, "Geschichte der neueren Philosophie", II, 82 y ss.). La existencia de Dios,
entonces, no puede probarse – Jacobi, como Kant, rechazaba el valor absoluto del
principio de causalidad – debe sentirse por la mente. En su “Emile”, Jean-Jacques
Roussseau afirmaba que cuando nuestro entendimiento medita sobre la existencia de
Dios no encuentra nada sino contradicciones; sin embargo, los impulsos de nuestro
corazón son de más valor que el entendimiento, y estos proclaman claramente para
nosotros las verdades de la religión natural, por ejemplo, la existencia de Dios, la
inmortalidad del alma, etc. La misma teoría fue defendida en Alemania por Friedrich
Schleiermacher (muerto en 1834), que daba por supuesto un sentido religioso interior
por medio del cual sentimos las verdades religiosas. Según Schleiermacher, la religión
consiste solamente en esta percepción interior, y las doctrinas dogmáticas no son
esenciales (Stöckl, loc. cit., 199 y ss.). Casi todos los teólogos protestantes que aún no
se han hundido en el ateísmo siguen los pasos de Schleiermacher. Generalmente
enseñan que la existencia de Dios no puede demostrarse; la certeza sobre esta verdad
sólo se nos suministra por experiencia interior, sentimiento y percepción.

Como es bien sabido los modernistas también niegan que sea demostrable la existencia
de Dios. Según ellos sólo podemos conocer algo de Dios por medio de la inmanencia
vital, esto es, en circunstancias favorables la necesidad de lo Divino que duerme en
nuestro subconsciente se hace consciente y despierta ese sentimiento religioso o
experiencia en la que Dios se revela a nosotros (ver MODERNISMO). En condena de
esta opinión, el juramento contra el Modernismo formulado por Pío X dice: "Deum ...
naturali rationis lumine per ea quae facta sunt, hoc est per visibilia creationis opera,
tanquam causam per effectus certo cognosci adeoque demostrari etiam posse,
profiteor", esto es, declaro que a la luz natural de la razón, Dios puede ser ciertamente
conocido y por tanto demostrada su existencia a través de las cosas creadas, esto es, a
través de las obras visibles de la creación, como la causa es conocida por sus efectos.

Hay, sin embargo, otra clase de filósofos que afirman que las pruebas de la existencia
de Dios presentan en realidad una probabilidad bastante amplia, pero no certeza
absoluta. Siempre queda, dicen, un cierto número de puntos oscuros. Para vencer estas
dificultades es necesario o bien un acto de la voluntad, o una experiencia religiosa, o el
discernimiento de la miseria del mundo sin Dios, de tal modo que finalmente el corazón
es el que toma la decisión. Esta opinión es mantenida, entre otros, por el destacado
estadista inglés Arthur Balfour en su libro, muy leído, “Los fundamentos de la fe” (1895).
Las opiniones expresadas en esta obra fueron adoptadas en Francia por Brunetière, el
editor de la “Revue des Deux Mondes”. Muchos protestantes ortodoxos se expresan de
la misma manera, como por ejemplo, el Dr. E.

Dennert, presidente de la Sociedad Kepler, en su obra "Ist Gott tot?" (Stuttgart, 1908).
Indudablemente debe concederse que para la percepción de las verdades religiosas la
actitud mental y la disposición son de gran importancia. Como las cuestiones aquí
consideradas son de las que penetran profundamente en la vida práctica y sus
soluciones no son claramente evidentes, la voluntad puede adherirse a las dificultades
que se oponen y así impedir al entendimiento llegar a una reflexión objetiva y tranquila.
Pero es falso decir que el entendimiento no pueda eliminar toda duda razonable sobre la
existencia de Dios, o que la inclinación subjetiva del corazón es una garantía de la
verdad, incluso aunque no haya evidencia que se base en hechos objetivos. Esta última
opinión abriría ampliamente la puerta a la extravagancia religiosa. No es, por tanto, un
exceso de intelectualismo pedir que las verdades que sirvan como fundamento racional
de la fe se prueben de manera estricta.

Incluso en las épocas más antiguas hubo quienes negaban que la existencia de Dios
pudiera probarse de manera absoluta por el entendimiento solo, y buscaban refugio en
la Revelación. En su "Summa contra Gentiles" (I, c. xii), Santo Tomás se refiere a tales
razonadores. En una fecha posterior esta opinión fue encabezada por los nominalistas
Guillermo de Occam y Gabriel Biel, tanto como por los Reformistas; los Jansenistas
exigían la ayuda especial de la gracia. En el siglo XIX los Tradicionalistas (ver
TRADICIONALISMO) afirmaban que sólo cuando algunos vestigios de la revelación
original alcanzaban al hombre éste podía deducir con certeza la existencia de Dios. El
Dr. J. Kuhn, antiguo profesor en Tübingen declara que el reconocimiento neto de la
existencia de Dios requiere un alma pura sin mancha de pecado. El Ontologismo se
colocaba en el otro extremo y afirmaba el conocimiento inmediato de Dios. San Anselmo
ofreció una prueba a priori de la existencia de Dios. Esto, sin embargo, se ha rechazado
siempre y correctamente por la mayoría de los filósofos católicos, pese a las
modificaciones mediante las que Duns Scoto, Leibniz y Descartes pretendieron salvarlo
(cf. Dr. Otto Paschen, "Der ontologische Gottesbeweis in der Scholastik", Aquisgrán,
1903; M. Esser, "Der ontologische Gottesbeweis und seine Geschichte", Bonn, 1905).
Con respecto a las diversas pruebas a posteriori de la existencia de Dios véase el
artículo aparte.

Recientemente se ha suscitado una disputa sobre si hay un cierto número de pruebas


de la existencia de Dios o si todas ellas no son sino meramente partes de una misma
prueba (cf. Dr. C. Braig, "Gottesbeweis oder Gottesbeweise?", Stuttgart, 1889). Es cierto
que siempre llegamos a Dios como la causa, el fundamento último de toda existencia, y
así sigue constantemente como guía el principio de razón suficiente. Pero el punto de
partida de las pruebas individuales varía. Santo Tomás las llama acertadamente
(Summ. theol., I, Q. ii, a.3) Viæ, esto es, caminos para la aprehensión de Dios, que
desembocan todos en la misma carretera principal.

Después de demostrar la existencia de Dios, la teodicea investiga la cuestión relativa a


su naturaleza y atributos. Estos últimos son en parte absolutos (quiescentia) y en parte
relativos (operativa). A la primera clase pertenecen la infinitud, la unidad, la
inmutabilidad, la omnipresencia y la eternidad; a la segunda clase el conocimiento, la
volición, y la acción de Dios. La acción de Dios incluye la creación, el mantenimiento y el
gobierno del mundo, la cooperación de Dios con la actividad de la criatura, y la
realización de milagros. El entendimiento nos proporciona abundante conocimiento
sobre Dios, aunque nos permite sólo débiles destellos de su esencial grandeza y
belleza. Pues no se debe olvidar una cosa, a saber, que todo nuestro conocimiento de
Dios es incompleto y análogo, esto es, se forma a partir de nociones que hemos
deducido de las cosas creadas. De ahí que mucho siga siendo oscuro para nosotros,
como por ejemplo, cómo la inmutabilidad de Dios se armoniza con su libertad, y cómo
conoce Él el futuro. Pero la inadecuación de nuestro conocimiento no justifica la
aserción de los agnósticos de que Dios es incognoscible y que por consiguiente
cualquier intento como el de la teodicea no da razón sobre sus atributos y nuestras
relaciones con Él están condenadas al fracaso (ver AGNOSTICISMO).

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