La Estética de La Violencia Mario Rivero

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La estética de la violencia

Escribe: MARIO RIVERO

Para dilucidar el significado de un tipo de arte como el que


proponen al país, Pedro Alcántara en la década del 60 y Gusta-
vo Zalamea en la del 70, se hace necesario emplear los paráme-
tros del arte político. En ellos se encuentra la prescripción de
una actitud artística de protesta. Un lenguaje de inquietantes
resonancias, que toma mucho de su eficacia, del choque genuino,
intenso, con acontecimientos abrumadores de la realidad social.
Dicho de otro modo: en estas obras los valores estéticos han
quedado inextricablemente fundidos en una trama de juicios y
de emociones referidos a verdaderos y reales problemas sociales
y a un contexto social y político definido.

Alcántara irrumpe hacia 1962 en la posición nueva de ar-


tista militante. Encara directamente el tema tabú de la violencia
que le fue contemporánea de 1946 a 1958. Un arte en conexión
con el caso patológico-social del país y cuyo contenido se trans-
fiere a la ferocidad del enfrentamiento partidista entre liberales
y conservadores. 10 o 14 años después el realismo fantástico de
Zalamea toca como argumento la sobre-estructura de la sociedad
clasista, constituída por las élites políticas, eclesiásticas y mili-
tares, que forman el tejido conjuntivo jerárquico de las llamadas
Instituciones.
No cabe duda que la gran afirmación de Alcántara, según
se desprende de sus imágenes, está en la lucha, en la resistencia.
El esfuerzo por el derecho a la vida y a la libertad de vivir ; li-
bertad que incluye la voluntad de actuar de manera excéntrica,
de permanecer como un resistente frente al caos disfrazado de
normalidad social. Su mensaje nos dice que el hombre debe sa-
ber arriesgarse en la sociedad. Elegir la vida como un magnífico

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ascenso al valor. Con el poder suficiente para superar la ignomi-
nia y conquistar , en conjunto, la liber tad.
El mensaje de Alcántara se lanza pues persuasivame nte al re-
ceptor, en una visión apocalíptica, tensa de significados de inin-
terrumpido aliento épico. Cumpliendo con criterios semánticos
de la representació n artística habla de la necesidad de la lucidez
como equivalente de la necesidad de sobrevivir. Mientras Zalamea
nos trae, por su parte, una información nueva y no agotada por
la furia casi erótica de las imágenes de Alcántara. A la vez que
una variante formal respecto al "monstruo", al que conduce ya
"desenmascar ado", a un verdadero nivel de elaboración creadora.
El triunfo sobre lo bello se cumple en los dos casos, Alcán-
tara y Zalamea, por el ábsurdo. El fustigante grotesco que el
tema impone y recomienda, en cuanto lenguajes que son en sí
mismos un intento por apresar algo que está más allá de las
redes de la lógica, (la de la imagen o de la palabra ). Pero a llí
donde Alcántara pone la rabia, la vil·ilidad, marcando el momen-
to de la humillación, Zalamea pare.ce opon€r más bien, antagó-
nicamente, una frustración social permanente. Donde Alcántara
documenta las garras, los tendones, los huesos, al impulso casi
exultante de la figura-monstr uo, pero que ratifica con toda una
realidad humana, la forma histriónica de Zalamea desrealiza,
diluye, oponiendo la ambigüedad al conocimiento y situando su
figura-símbolo en el plano de la idea suprema, absoluta, que
consigue destacar cómo el ma ltrato continuo y el quebrantamie n-
to de toda resistencia, es la condición de vida en una sociedad
proclive a los horrores del totalitarismo. Iglesia, jefes militares,
empresarios n1anipuladores, dirigentes políticos, se funden así
en una omnímoda fuerza abstracta que Zalamea bautiza las Ins-
tituciones y que se constituye en el núcleo de estas imágenes
nunca objetivables del todo. De estas visibilidades manifiestas e
indiscernibles a la vez, en donde se adivina a través del frío si-
lencio de los colores "acromáticos " del blanco y negro, casi un
porvenir inevitable: el que niega cualquier concepto de afirma-
ción, como opuesto a la afirmación todopoderosa de la grotesca
figura uniformada que se amplía y se extiende en proporciones
delirantes, hasta casi adquirir las proporciones del continente.
La negra mole ominosa y fúnebre que arroja su sombra contra
el horizontE:, sobre el cual se ejercita la devastación y el incendio.
De un modo contrario a Alcántara, cuya obra se involucra
conmovedora mente en una pluralidad, con una palpitación en

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última instancia siempre colectiva, Zalamea se concentra unila-
teral, pesimistamente y casi desamparado, sobre una cosa en de-
finitiva: el poder como fuerza ineluctable, que se oculta detrás
de las máscaras (los uniformes) y que él redefine como la muer-
te, el incendio, la crisis. Una cosa que lleva tras sí a los Pinochet,
los Somoza, los Videla, los Rojas, la "cosa" en fin, por la cual
los hombres y las mujeres de Alcántara mueren.
Porque lo trágico en Alcántara es casi reducido a la ame-
naza física, a la tortura, la aniquilación, mientras el sentido que
destila la imagen de Zalamea es más soterrado y elíptico. Nace
desde luego, también de una vivencia social, pero permite que
se olvide en algún momento que una extraordinaria arenga está
"predicándose", ya que se trasciende la connotación proselitista
de discurso, en favor de una insurrección privada. Y aquí, habría
que tener en cuenta, que si el escenario del realismo de Alcánta-
ra fue una violencia sub-urbana, rural, con el espectáculo de los
300 mil muertos en holocausto fratricida a una lucha meramente
partidista, el que corresponde a las "ficciones" de Zalamea es la
violencia urbana que presupone ya una verdadera lucha de cla-
ses. En la ciudad evocada desde sus telones y dibujos están pre-
sentes asuntos y motivos que van desde los paros cívicos y las
luchas sindicales hasta las mafias y los secuestros.
De aquí que puedan reconocerse, si nos lo proponemos, la
cúpula o la bestia, síntesis de la cruz y la espada, en el intrinca-
miento de esta línea errática, activa, que aparece como un fluir
que se detiene y divide intermitentemente en núcleos de energía,
en movimientos de pasión y clausura, dentro de una apasiona-
da tensión en la búsqueda de su propia identidad, que conlleva
ya en sí el peso del estilo. La mole informe, resulta así erosio-
nada, revuelta por este expresionismo que trastoca irreverente
el ordenamiento sacralizado y lo lleva a una mascarada mons-
truosa.
Se pensaría que el lenguaje, como el monstruo, lleva en sí
mismo un principio interior de proliferación. Una informe pu-
lulación en negro-blanco venida de lo hondo. La superficie titu-
bea ante el flujo de la línea tensa enfática, que gesta la forma
a la par y en función de mensaje en un mismo impulso genera-
dor. El contenido es la voluntad de abyección. El clima ominoso
de la composición viene a representar así el clima biológico o
biográfico de un mundo en que la máscara es el rostro, calcula-
damente prostituído por la parodia.

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Ineficaz en cuanto se intente detener sus rasgos, -cada
rostro lo introduce Zalamea en el lienzo como i1nagen, como pre-
texto para el laberinto de la línea que no quiere definir de nin-
gún modo una identidad. Cada uno como un ejen1plar fungible
o un rostro más que ha de borrarse en la historia, lo cual sirve
para remachar la permanencia del sistema y su inn1utabilidad-,
pero susceptible de ser identificado con un Inundo f ascista de
pesadilla. Una imagen que congenia magnífican1ente con la reac-
ción en cadena producida por el terror: la expansión, el desbor-
de, seguido por la involución del terror en sí mismo, y después
por algún aterrorizado recurrir a la fantasía, como el canal na-
tural y único por donde drenan la humillación y la represión.
En la virulenta retórica de Alcántara la figura se "arma",
se trenza en hibridaciones de cuerpos que contravienen subver-
sivamente lo real verificable, dentro de un irracionalismo fre-
nético, pero que lo deja continuar siendo, con todo, un pintor que
construye de un modo realista, o con detallismo macabro un
tipo de imagen que expresa la apariencia física y sensorial. Mien-
tras Zalamea desarma y desmorona la integridad física de su
fantasma a f in de que no se resuelva en una representación con-
creta. Hay el propósito de identificar el ser concreto con el ser
abstr acto, arquetípico, y esta vez el fantasma es realmente fan-
tasmagórico: una silueta que se abate como un hongo negro con-
tra el escenario de la ciudad, en una inflación funambulesca.

A través de estos dos hitos vemos cón1o se ha venido per-


f ilando en el país durante dos décadas toda una estética de la
violencia, o sea la estética de una ética. Son ambos, estrictamente
hablando pintores testimoniales. Artistas que sienten el peso se-
mántico de la línea y la forma como signo integrante de un men-
saje socia l. Si los mutilados, son la respuesta de Alcántara, a la
aterradora indiferencia del país ante una barbarie, que fuera
la expresión caótica del sufrimiento de los dominados, los dic-
tadores, son la respuesta de Zalamea a la violencia instituciona-
lizada; como uno de los pintores más representativos de las úl-
timas generaciones, que han cob1·ado conciencia de la época en
que vivimos, con abierta sensibilidad a las modernas corrientes
de ideas y las nuevas inquietudes que surgen en el campo del
arte y de la política, y dentro de una personal e interesante ex-
presión, que parece surgir de una desconfianza doble : desconfian-
za de la investidura, la máscara que reemplaza los rostros . Pero
también desconfianza del rostro que en cuanto se pretende dete-

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ner por la línea se vuelve máscara. El arte de Gustavo Zalamea
señala la misma confusión y nos recuerda, ya en el plano del
lenguaje escrito, las espurias divinidades y esa duplicidad hirien-
te, en juego de caretas, de máscaras, de aquel falso y des-ve-
lado profeta del apólogo de Jorge Luis Borges.

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