Compinches Hagel BCN

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Lectura: Compinches de Jaime Hagel

Jaime Hagel Echeñique nació en Santiago en 1933. Sus estudios primarios los realizó en colegios alemanes de
La Serena, Villa Alemana y Viña del Mar. Los secundarios en el Liceo de Punta Arenas, en el Internado Nacional
Barros Arana y los terminó en el Liceo San Agustín. Se tituló de Profesor de Estado en la Universidad de Chile
en 1966. Es magíster en Letras de la Universidad Católica de Chile. Fue becado dos veces en Alemania por el
Instituto Goethe y desde 1963 hasta la década del 2000, fue profesor de Literatura del Instituto de Letras de
la Universidad Católica.

Ha vivido en diferentes partes del mundo, ejerciendo los oficios más diversos para ganar su sustento y en el
intertanto ha publicado las siguientes obras: Cuentos bárbaros y delicados (1959), En los más espesos bosques
(cuentos, 1980), Con la lengua afuera (cuentos, 1982), ¿Y tú, qué crees, pichón? (novela), ¡A quemarropa!
(cuentos, 1990), El amor de Noemí (cuentos, 1993), Saber y contar (ensayo, 2000). Es autor de más de
cuarenta ensayos y estudios sobre literatura, publicados por diferentes revistas de la especialidad. Además
sus cuentos han sido incluidos en seis antologías nacionales e internacionales y ha sido traducido al alemán y
al francés.

Su obra de creación ha obtenido innumerables premios literarios, tanto a nivel nacional como internacional:

- La fuga, Primer Premio Concurso Internacional Andrés Bello (1986) y Primer Premio Concurso
Internacional CICLA, Perú.
- El pailón, Mención en Concurso Pigafetta y Premio CICLA.
- Un día, tu bruja vendrá, Segundo Premio Los mejores cuentos de mi país (1987).
- La narraciones El día en que desaparecieron las calugas Titán y El pueblo recibieron el Primer Premio
en el Concurso Internacional CICLA, 1988.

Con su primer volumen de relatos, Cuentos bárbaros y delicados (1959), el cuentista y novelista Jaime Hagel
Echeñique, dio a conocer su escritura desenfadada y un tono irónico donde cada situación transgresora
esconde un inesperado desenlace. Sin embargo, tuvieron que transcurrir veinte años para que su obra,
cargada de humor negro, lograra consolidarse. Cada una de sus creaciones trasluce los elementos
característicos de su imaginario, que transita desde lo grotesco a lo intimista, con una vehemencia que desata
la comicidad.

Títulos del autor a los que se puede acceder libremente:

Cuentos bárbaros y delicados / Hagel Echeñique, Jaime


Santiago de Chile, 1959
http://www.memoriachilena.gob.cl/archivos2/pdfs/MC0068833.pdf

Con la lengua afuera /Hagel Echeñique, Jaime


Santiago de Chile, 1982
http://www.memoriachilena.gob.cl/archivos2/pdfs/MC0068834.pdf

¡A quema ropa! / Hagel Echeñique, Jaime


Santiago de Chile, 1990
http://www.memoriachilena.gob.cl/archivos2/pdfs/MC0068835.pdf

El amor de Noemí / Hagel Echeñique, Jaime


Santiago de Chile, 1993
http://www.memoriachilena.gob.cl/archivos2/pdfs/MC0068836.pdf
COMPINCHES
*Soñaba mucho con el mar y con tener un traje de baño. Fue un alarido. La cocinera me contaba
que la gente se ponía ropa especial para meterse al agua salada cuando hacía calor. Según mi mamá,
yo había visto el mar varias veces cuando más chico, pero yo ya no me acordaba. Era muy pequeño
entonces. Me sonrió con los dientes ensangrentados.

Desde el corredor, veía, allá abajo, las casas de los trabajadores, y a los niños pobres jugar con sus
autos que ellos fabricaban con tarros y alambres ayudados por sus mayores. Eran carros que se
manejaban con un volante de alambre grueso conectado al eje delantero. Los conducían desde el
manubrio de modo que el auto iba adelante, no como los camiones que vendían en la juguetería
que era necesario remolcar mediante una lienza sin poder mover sus ruedas fijas. Estar al volante
de uno de estos autos de tarro era una sensación fenomenal, sonaban con estrépito y uno los veía
rodar. Las ruedas delanteras, más chicas y anchas, eran de tarro de salsa de tomates, las de atrás,
grandes y delgadas, de conserva de choritos. Se los guiaba observando tanto el coche como el
camino a seguir. En las noches, ponían papeles impregnados con petróleo en el tarro que hacía de
motor cuya abertura quedaba hacia adelante y así alumbraban la ruta.

* Una mañana salí a vagar por los cerros. Debe de haber sido en otoño, pues el viento levantaba
nubes de polvo amarillo que el sol hacía fulgurar. Entonces, escuché el monótono estrépito de tarros
rodantes y, al despejarse la polvareda, me encontré frente a frente con una muchacha andrajosa
que se detuvo en seco al verme. Sus ojos enormes quedaron fijos en mi cara y los míos en su auto
de tarros. Permanecimos inmóviles, despeinados por la ven tolera, solos entre cerros y quiscos,
hasta que ella me preguntó.

— ¿Cómo tellamaí?

Pero yo me reventaba de ganas de manejar el auto y no pude contenerme. Me coloqué detrás del
volante de aquel formidable cacharro. Ella me dejó.

— ¿Me lo prestas?

* Se encogió de hombros. Comencé a caminar empujando desde el volante, el auto que iba delante
de mí y cuyas ruedas giraban produciendo ese ruido como de motor y sentí ganas de orinar de puro
gusto. Ella caminaba a mi lado mirando fascinada la expresión radiante de mi rostro. Yo manejaba
embelesado rumbo a casa esquivando piedras y quiscos, girando el volante. El eje delantero
obedecía a la perfección. Las ruedas doblaban como yo quería. Y comencé a reírme y ella también.
En la loma, frente a la casa, nos detuvimos un rato.

— ¿Cómo te llamas?
— Ana. ¿Y vos?
— Alfonso.

Era tal mi arrobamiento por el auto que la contagiaba.

* Continuamos descendiendo hasta mi casa donde hicimos una aparición triunfal. La sonajera de
tarros hizo que mi mamá, la cocinera y el Florián salieran al corredor. Se quedaron estupefactos al
ver mi rostro enteramente distorsionado por una feroz sonrisa, el carricoche estrepitoso que
manejaba con una euforia no brindada jamás a ningún otro juguete y a mi acompañante descalza
que sonreía con no menos entusiasmo que yo. La cocinera se puso a reír, el Florián a ladrar y a mover
la cola alrededor del auto y mi mamá se llevó una mano al corazón. Desfilamos por el corredor cuyas
baldosas resonaban bajo las ruedas de tarro. El Florián se incorporó a nosotros. Manejé derecho a
mi pieza. A los dos minutos aparecieron mi mamá y la cocinera en el umbral.

— Ven acá, niñita.

* La llevaron al baño y, ante mis ojos, la desnudaron y la metieron a la ducha. Ana, demudada y
tiesa, no profirió una sílaba al sentir el agua tibia, el jabón y el shampoo. La vistieron con pantalones,
polera y sandalias sacadas de mi closet. Le hicieron trenzas con el pelo.

— Ahora, vayan a jugar —dijo mi madre.

Pero Ana salió corriendo, entró a mi pieza, cogió su auto y con él bajo el brazo corrió, entorpecida
por las sandalias, al cerro mientras a mí me sujetaban las dos mujeres, una chillando, mi mamá, y la
otra riendo a gritos.

Cuando me calmé y dejé de tironear, ya Ana había desaparecido. Me soltaron.

— Mierda—grité, causándole un soponcio a mi mamá y la admiración de la cocinera.

Pasé el resto del día encerrado en mi pieza, en medio de payasos, caleidoscopios, soldados de
plomo, camiones de madera y toda una sarta de juguetes insípidos. Tendido en el suelo, soñé con
el mar y las playas.

* Días después, nos volvimos a encontrar en el cerro. Lo que pasaba era que su casa no estaba en
el campamento, sino que en una loma detrás de la nuestra. A modo de saludo, nos miramos y luego
nos reímos. Esta vez no llevaba el auto, sino que un artefacto hecho con elásticos de cámara de auto
con el cual tiró piedras a la copa de un cactus con excelente efecto. Era una honda. Jamás había
visto nada igual. Me enseñó a usarla. Dijo que andaba cazando lagartijas a lo que respondí con un
"vamos". Ni el mejor revólver a fulminante se podía comparar con esa arma auténtica cuyo efecto
devastador quedaba a la vista. Iba descalza y creo que con el mismo vestido que la vez anterior, que
nuestra cocinera le había llevado de vuelta después de lavarlo. Conversamos. Ella no había visto
nunca el mar. Se lo describí. Ella vaciló, pero luego no pudo creerlo y no le interesó más y a mí
tampoco. ¡A quién le podía interesar el mar ahí! ¡En esos cerros, con esa honda! Regresé a casa
escoltado por Ana. Yo llevaba la honda, lista, tensa e inmóvil en mis manos. Así, honda enristre,
hicimos nuestra desafiante entrada. El Florián, no bien vio aquello, apretó a perderse. Pero cuando
aparecieron mi mamá y la cocinera, la que corrió como alma que se lleva el diablo fue Ana. Arrebató
con un hábil manotazo la honda de mis manos y echó para el monte.

— ¡Conchaetumadre! —les grité, la palabra que Ana me había enseñado.

* Y ya casi no hubo día en que no nos encontráramos. Según ella éramos compinches. Me enseñó
a hacer bombas de carburo con tarros viejos, una experiencia formidable. Premunidos de velas,
entrábamos a socavones abandonados. Subíamos cerros desde cuyas cumbres llamábamos a la Lola
y luego arrancábamos corriendo y gritando cerro abajo. Hacíamos caminos y puentes para el auto.
Llegaba a deshora a comer. La cocinera me servía en la cocina. Los silencios de mis padres se hicieron
más largos, pero no me inquietaron en lo más mínimo. No era castigado, pero mamá me frotaba
con agresividad en la tina refunfuñando contra la mugre, la cochinada, la basura. Tiraba mi ropa
sucia con asco al rincón de la sala de baño. Mi papá hizo un viaje extra a Vallenar y volvió cargado
de trenes con cuerda, naipes, ludos, rompecabezas y otras cajas con juguetes que dejé tirados en el
suelo de mi pieza para salir al cerro.

El agua de la vertiente la repartía el viejo, don Aníbal, en un carretoncito tirado por un burro. Lo
vimos pasar y Ana me propuso abordar la carreta por atrás. Me subí antes que ella, Aníbal se dio
cuenta y le imprimió un trote inesperado al burro. Ana tropezó y se pegó en la boca con el canto de
la carreta. Cayó al suelo y me sonrió, me sonrió desde el suelo, con los dientes ensangrentados, feliz
porque yo había logrado subirme.

* Nunca más volvió a mí casa, pero una vez me llevó a la suya. Entramos por la ventana de su pieza.
Me mostró el rincón donde tenía dos autos de tarros, la honda y una piedra de carburo junto a una
veintena de tapas de botellas de cerveza.

— Te los regalo —me dijo mirándome a los ojos.

Me dio todos sus juguetes, es decir, los dos autos, la honda y el carburo. Salté hacia afuera por la
ventana y ella me los pasó con el mayor sigilo. Nos despedimos con risitas. No cabía en mí. Dos
autos, dos, y carburo para bombas, y esa arma incomparable cuyas municiones estaban botadas en
el suelo. Creo que tropecé y caí para volverme a levantar sin sentir dolor alguno, tal era mi euforia.

* La reacción en mi casa fue triste. Ante la sonrisa aprobadora de mamá, mi papá, a manotazos y
patadas, hizo añicos los regalos de Ana. Dobló los alambres, aplastó las ruedas, rompió la honda y
arrojó todo al tarro de la basura.

Prohibición absoluta de salir de la casa. Contrataron a una niñera para que jugara al ludo conmigo y
me vigilara de cerca.

Poco tiempo después, vestido de terno y corbata, vi como cargaban el auto con maletas. Me
llevaban a un internado en Vallenar. Al partir, el auto no había recorrido aún los primeros diez
metros, apareció Ana, descalza, con su vestido andrajoso y una enorme costra cubriendo su rodilla,
que gritó al auto en movimiento:

— Chao, Alfonso. ¡Que te vaya bieeen!

* La miré en silencio. Mientras el auto se alejaba, volvió a gritar a todo lo que daban sus pulmones.
— Chaoo, Alfoonsooo —fue un alarido.

Mi papá aceleró. Las ruedas levantaron una nube de polvo amarillo tras la cual desapareció la
pequeña silueta de Ana. Pero aquel alarido siguió retumbando en el auto y afuera, en los cerros
desolados, durante todo el viaje.

Al año siguiente, nos trasladamos a Viña del Mar donde me compraron un traje de baño.

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