La Noche Del Naufragio - Oct19
La Noche Del Naufragio - Oct19
La Noche Del Naufragio - Oct19
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había puesto nada encima, pero sentía tensión en todo mi cuerpo, no tenía
frío, estaba totalmente en tensión, alerta. Alguien tenía que estarlo. Había
que resolver, romper la situación. Desde la ventanilla veía a mi izquierda el
parque de los ficus centenarios, árboles desmelenados que echaban raíces
aéreas que tejían con su sabia su propia maraña. Y qué decimos, me
preguntaba mi madre con los ojos muy abiertos, que vergüenza y tan
temprano despertar a la familia. Dije, coja la desviación por la calle
Cardenal Herrera Oria y bajé la ventanilla. Se me iba secando el pelo y el
sudor mientras el coche iba aminorando y el olor de los jazmines nos recibía,
aún vigilante, en la noche. Empezaba a clarear mientras nos abrieron la
puerta de la casa mata del nº 8. A partir de ahí mis recuerdos se aceleran
hasta el vértigo. Mientras mi tía le ponía paños de agua fría en la frente a mi
madre, la abrazaba fuerte y yo, sentada en un sillón de la entrada, sentía la
tensión en mis mandíbulas encajadas, y, desde ahí, podía observar a mi tío
con el pelo revuelto, con su camiseta interior que apretaba su abultado
estómago, como se movía de acá para allá, se rascaba la cabeza y hacia
llamadas, parecía que daba órdenes, pero también que suplicaba. Despertó a
sus dos hijos mayores y rápidamente se pusieron en marcha. En el viaje de
vuelta, ya todos juntos en el Simca 1000 de mi tío, las imágenes congeladas
en mi casa se me venían como fotogramas rápidos. Mi tío no paró de hablar.
Pues la gata ha parido ya, son siete los gatillos y qué vamos a hacer con ellos,
pues como siempre, a repartirlos. Mudas, extasiadas, centradas en el
momento de la vuelta. En casa habían quedado los gritos en la noche. La
noche del naufragio. Mis tres hermanos mayores y mi madre en una
habitación que ya había dejado de ser un dormitorio para convertirse en el
camarote de un barco a punto de hundirse en un mar oscuro y revuelto. Los
dos chicos de pie, sujetando a nuestro padre, que intentaba zafarse,
quitárselos de encima, como en un cuadrilátero de boxeo y que, con una
fuerza superior y desconocida, con los ojos muy abiertos y sin mirar a
ninguna parte, les hacía dar vueltas, agachados, para evitar los puñetazos,
mientras decía cosas disparatadas con una voz desconocida, que le salía del
más adentro. Mi capitán Benítez, emboscada, todos al suelo. Tenía una
fuerza inusual, todos sus músculos en tensión. Se había estado entrenando y
no habíamos sido conscientes. Mi hermana gemía pegada a la pared. Mi
madre le daba órdenes inútiles a su marido, que se estuviera quieto, que
parara, que eran sus hijos. En ese momento él, que se había estado
entrenando para la ficticia emboscada en esa su Batalla del Ebro, acertó un
puñetazo a uno de mis hermanos, que cayó al suelo, mientras de su boca salía
un gemido y sangre. Ahora todos gritábamos a la vez y se mezclaban los
No, papá, para, con los Sí, mi capitán. A la orden. Hacía ya mucho tiempo
que él había dejado atrás su papel de marido y padre. Pero esto era diferente.
Había caído en el abismo. Él ya estaba en otra parte, en la otra. Detrás
quedaban las noches de sueño intermitente. De día, con los efectos de la
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medicación y el cansancio, sus movimientos eran más tranquilos. De noche
esos movimientos mecánicos se hacían más rápidos, pero eran los mismos.
Una especie de ritual que consistía en una seudo gimnasia que lo entrenaba,
que lo retroalimentaba. No éramos conscientes de eso. Tumbado en la cama,
levantaba una pierna y la dejaba en el aire, luego la otra y así se incorporaba,
haciendo unos verdaderos abdominales y al mover la manta con sigilo, para
hacer el amago de salir de la cama, mi madre le chistaba o el que estuviera
de guardia a su lado y entonces volvía a tumbarse, para volver a empezar.
En el rato que estaba quieto, que cada vez era menor, se pellizcaba en brazos
y piernas y se daba manotazos sobre las chinches imaginarias de su trinchera.
Algo balbuceaba que no se entendía bien pero que eran frases que venían del
pasado, de épocas de frío y terror. Cuando llegamos la ambulancia estaba en
la puerta y papá entraba en ella, envuelto en una sábana blanca, sin brazos
ya para defenderse, como una momia, con los ojos desorbitados. Era
conducido por dos hombres grandes, vestidos también de blanco, mientras
gritaba frases sobre traición y muerte al traidor y, mis primos y mis hermanos
se metían en el coche de tito Antonio, mamá y yo corríamos por el pasillo
interminable del portal y cuando por fin, llamamos a la puerta de casa, nos
abrazábamos a mi hermana que, como una superviviente, nos mostró el
escenario del naufragio.
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