Nacimiento y Desarrollo de Los Movimientos Asceticos
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LA VIDA CONSAGRADA
NACIMIENTO Y DESARROLLO
DE LOS MOVIMIENTOS ASCÉTICOS
Y EL MONACATO HASTA EL SIGLO XIII
Fr. José Ignacio González Villanueva osb*
Resumen
Los primeros ensayos de ascetismo, las vírgenes que en su hogar se consagraban a
Dios y generaciones de monjes y monjas en sus muchas variantes atestiguan que
emprendieron su opción de soledad, celibato, obediencia, oración litúrgica y per-
sonal, ascesis corporal y espiritual solo en seguimiento de Cristo, y por eso pu-
dieron perpetuarse hasta nuestros días.
PALABRAS CLAVE: seguimiento de Cristo, soledad, celibato, obediencia, ora-
ción, ascesis, hesicasmo.
Abstract
The first expressions of asceticism, the virgins who in their homes devoted them-
selves to God, and the generations of monks and nuns in their many different
forms bear witness to choosing the path of solitude, celibacy, obedience, liturgi-
cal and private prayer, and bodily and spiritual asceticism with the sole desire
of following Christ, explaining why this tradition has lasted through the ages.
KEYWORDS: following Christ, solitude, celibacy, obedience, prayer, asceti-
cism, hesychasm.
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Presentar los diversos movimientos ascéticos y el monacato cristiano co-
mo un representante más dentro de un fenómeno universal puede pare-
cer lo más lógico cuando se estudia este fenómeno espiritual de modo
enciclopédico, según las pautas de la cultura ambiental. Pero a pesar del
paralelismo externo con otros monacatos antiguos, debemos romper el
molde enciclopédico sin temor a que nos etiqueten de cualquier cosa.
Sobre todo, si aspiramos a algo más: a convencernos los religiosos de que
somos herederos de un carisma que, por sus raíces cristológicas, sobre-
pasa los carismas particulares que recibieron nuestros fundadores, y a
sensibilizar a toda la Iglesia para que cuide y promueva las vocaciones a
un estilo de vida sin el cual la Iglesia disminuiría muy notablemente en
vida y santidad.
nidos, sino que enseñaba a vivir según una regla de vida en la que la Pa-
labra de Dios ocupaba el centro. La ascesis y el desprendimiento de los
bienes eran mostrados a los alumnos que compartían su misma vida de
forma directa, pero basados en la enseñanza que les proporcionaban los
libros sagrados.
Para Orígenes la oración es una participación en la vida de Dios. Y al-
canza su cima en la oración continua, que no puede separarse de la prác-
tica de la virtud. Al hilo de sus comentarios espirituales a muchos de los
libros bíblicos, va delineando una vida entregada a la búsqueda de Dios
siempre en éxodo hacia el paraíso. La travesía del desierto del pueblo ju-
dío es para él paradigma de la vida cristiana, desde el catecumenado has-
ta el bautismo (paso del Jordán) y la muerte como entrada en la tierra
prometida.
La vida mística de contemplación y de unión con Dios solo se alcanza
pasando por una larga vida ascética de purificación y de renuncia que in-
cluye la renuncia al matrimonio y a la familia, la práctica del ayuno y la
limosna y el esfuerzo nunca abandonado de crecer en todas las virtudes,
y especialmente en la humildad.
Orígenes, de palabra y por escrito, forjó una enseñanza espiritual de la
que se alimentarían los futuros monjes del desierto y obispos que antes
fueron monjes y obispos que impulsaron la vida monástica: Evagrio Pón-
tico, San Basilio, San Gregorio Nacianceno, san Gregorio de Nisa y otros
muchos.
Vírgenes y viudas consagradas fueron la opción más extendida como imi-
tación de la vida ascética y las enseñanzas de Jesús y sus seguidores, en-
tre los que también se encontraban mujeres. Durante mucho tiempo, se
trataba de opciones individuales vividas, bien en el marco doméstico más
inmediato, bien con una cierta dependencia del mismo. El reconoci-
miento del papel que desempeñaban en las Iglesias locales es el primer
paso en la consolidación de un modo de vida reconocido como auténti-
ca vivencia y riqueza derivada del Evangelio. A partir de esa progresiva
integración en la vida de la Iglesia adquirieron libertad para vivir su con-
sagración celibataria sin ser molestadas y pudieron dedicarse a la oración,
al ayuno y a trabajos en consonancia con su vida retirada.
El martirio era la forma más excelsa de entrega a Dios en una Iglesia per-
seguida, y a ello aspiraban los cristianos más fervientes. Pero cuando de-
jó de arreciar la persecución y se tendió a vivir la fe compaginándola con
una vida acomodada al mundo, surgió también el carisma de una entre-
ga total a través de una vida cristiana vivida con todas sus exigencias no
solo externas, sino hasta llegar al apartamiento de la vida social y vivir en
castidad, renunciando a muchos placeres lícitos para alcanzar la pureza
del corazón. De ahí que la Iglesia, si bien no tenía ahora el respaldo in-
mediato de sus mártires, sí podía presentar a sus vírgenes y continentes
como un testimonio oculto, pero sumamente impactante, de amor in-
condicional a Dios.
Cuando Egeria visitó Palestina en 390 se encontró por todas partes con
solitarios, que en Jerusalén desempeñaban un papel importante en la vi-
da litúrgica. San Cirilo de Jerusalén amonesta paternalmente como obis-
po a los monjes y vírgenes, encomiando su ayuno y castidad, pero sin
despreciar a quienes se alimentan de carne, beben vino y son fieles en el
matrimonio. El monte de los Olivos fue un lugar muy poblado de en-
claves monásticos, donde vivieron las nobles romanas Melania la Vieja y
Melania la Joven y fue significativa la estancia del célebre historiador Pa-
ladio. En fin, en el desierto de Judá aparecieron las peculiares lauras,
agrupación de cuevas o construcciones de celdas de solitarios que lleva-
ban vida solitaria con una discreta convivencia semanal, con la depen-
dencia de un superior y de un monasterio donde se formaba a los can-
didatos que se iban incorporando. Allí dejaron huella perenne San Cha-
riton, que sería su fundador hacia el 330, y San Eutimio († 473), con
quien colaboró Teoctisto para proporcionarle solitarios bien formados.
San Sabas acude desde Capadocia a la tierra de promisión, donde llegó
a ser archimandrita del patriarcado de Jerusalén († 523).
Serbia tiene una tradición monástica que le vino de Grecia, debido so-
bre todo a la influencia de san Clemente y san Nahún de Ohrid. Ya a fi-
nales del siglo XII tuvo un gran impulso cuando Esteban Nemanja, fun-
dador del estado serbio, levantó el monasterio de San Nicolás. Incluso,
con su hijo monje, obtuvo del emperador Alejo III la reconstrucción del
monasterio de Chilandari, en el monte Athos, para ser habitado por
monjes serbios. San Sabas, ya antes de ser arzobispo de Serbia, constitu-
ye oficialmente en 1219 el monacato serbio y le provee de tres typika
o Reglas por las que se rigieron los monasterios. Estas Reglas son a la
vez manuales de culto y disposición de la vida monástica por la que se
regían los monjes.
Armenia ya era cristiana a finales del siglo III. Consta que una embaja-
da griega que llegó a principios del siglo III consiguió algunas conver-
siones, y acabaron en persecución y martirio. A partir de entonces, los
monjes se establecen donde había memorias martiriales; y es que en rea-
lidad se asociaron martirio y monacato como dos formas diferentes de
confesar la fe con radicalidad y eficacia.
Ya en el siglo IV, el primer concilio armenio establece fundar monaste-
rios y lauras para los anacoretas. No será un monacato estrictamente
contemplativo, sino que comprende una fuerte componente misionera y
asistencial. El mismo concilio les invitaba a fundar hospitales, hospicios
y asilos para los pobres.
Los monjes fueron en Armenia un estímulo para la santidad de los lai-
cos, y por su preparación y su celibato pusieron las bases de su cultura,
que estará siempre inspirada por la fe cristiana, pues desde el siglo V los
monjes San Mesrob y San Sahak inventaron el alfabeto armenio y tra-
dujeron la Biblia y obras de los Santos Padres. Es algo que expresa la ori-
ginalidad e idiosincrasia de su ser monástico.
El monacato procedente de Georgia tuvo su expansión no solo en su te-
rritorio, sino que una de sus características fue la generosidad con que
llevó su savia a otros países. Sus monasterios se implantaron en Palesti-
na, en el mismo Jerusalén, junto a la columna de san Simeón Estilita y
en el monte Athos.