Nacimiento y Desarrollo de Los Movimientos Asceticos

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LA VIDA CONSAGRADA

NACIMIENTO Y DESARROLLO
DE LOS MOVIMIENTOS ASCÉTICOS
Y EL MONACATO HASTA EL SIGLO XIII
Fr. José Ignacio González Villanueva osb*

Fecha de recepción: noviembre de 2014


Fecha de aceptación y versión final: diciembre de 2014

Resumen
Los primeros ensayos de ascetismo, las vírgenes que en su hogar se consagraban a
Dios y generaciones de monjes y monjas en sus muchas variantes atestiguan que
emprendieron su opción de soledad, celibato, obediencia, oración litúrgica y per-
sonal, ascesis corporal y espiritual solo en seguimiento de Cristo, y por eso pu-
dieron perpetuarse hasta nuestros días.
PALABRAS CLAVE: seguimiento de Cristo, soledad, celibato, obediencia, ora-
ción, ascesis, hesicasmo.

Founding and growth of ascetic movements


and monasticism up to the 13th Century

Abstract
The first expressions of asceticism, the virgins who in their homes devoted them-
selves to God, and the generations of monks and nuns in their many different
forms bear witness to choosing the path of solitude, celibacy, obedience, liturgi-

* Abadía Santa Cruz del Valle de los Caídos. <[email protected]>.

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cal and private prayer, and bodily and spiritual asceticism with the sole desire
of following Christ, explaining why this tradition has lasted through the ages.
KEYWORDS: following Christ, solitude, celibacy, obedience, prayer, asceti-
cism, hesychasm.
–––––––––––––––
Presentar los diversos movimientos ascéticos y el monacato cristiano co-
mo un representante más dentro de un fenómeno universal puede pare-
cer lo más lógico cuando se estudia este fenómeno espiritual de modo
enciclopédico, según las pautas de la cultura ambiental. Pero a pesar del
paralelismo externo con otros monacatos antiguos, debemos romper el
molde enciclopédico sin temor a que nos etiqueten de cualquier cosa.
Sobre todo, si aspiramos a algo más: a convencernos los religiosos de que
somos herederos de un carisma que, por sus raíces cristológicas, sobre-
pasa los carismas particulares que recibieron nuestros fundadores, y a
sensibilizar a toda la Iglesia para que cuide y promueva las vocaciones a
un estilo de vida sin el cual la Iglesia disminuiría muy notablemente en
vida y santidad.

1. Raíces cristológicas del monacato cristiano


Hay algo evidente que está en la base de este fenómeno, aunque tenga
muchos contradictores: su cristocentrismo. No se puede explicar la fuer-
za que cobra la expansión del monacato si no es inspirado y provocado
por el seguimiento de la vida y enseñanza de Jesucristo. Si se estudia el
legado escrito y arqueológico del monacato1 en cualquiera de sus etapas,
no se puede llegar a otra conclusión. El enigma de su tardía aparición,
después de tres siglos en que no hay rastro seguro de su existencia –algo
aparentemente contradictorio, si se admite su fundamento en la figura

1. Cf. G. M. COLOMBÁS, El monacato primitivo, BAC, Madrid 19982; A. MASOLIVER,


Historia del Monacato cristiano, 3 vols., Encuentro, Madrid 1994; M. CANTERA –
S. CANTERA, Los monjes y la cristianización de Europa, Arco Libros, Madrid 1996;
J.. LABOA (ed.), Atlas histórico de los monasterios: el monacato oriental y occidental,
San Pablo, Madrid 2004 (este Atlas ofrece un arsenal arqueológico importante).

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de Cristo–, podría tener su explicación en la economía de la salvación:


para no interferir con la estructura sacramental de la Iglesia. La figura de
un monje podría ser para muchos más relevante y atrayente que la de un
obispo, como sucedió con San Juan Bautista, que por su riguroso asce-
tismo poseía más peso moral para muchos que el mismo Jesucristo.
Jesús hizo y enseñó muchas cosas que iban a contracorriente del modo
de vida y de lo que era doctrina recibida en los rabinos de Israel. No hay
en el Antiguo Testamento una invitación a vivir consagrado a Dios en
una vida célibe. Más bien se consideraba una desgracia el que un hom-
bre careciese de una descendencia que prolongase su nombre y el que
una mujer viese truncada su plena realización por no ser madre. Jesús re-
vela que en su Reino habrá «eunucos» que, ni por defecto de la natura-
leza ni por vicio, sean consagrados a Dios (Mt 19,21). No se ha de en-
tender que en el judaísmo no se valorase la castidad, pues en ciertos pe-
ríodos era exigida aun estando casado.
En el momento culminante de la Pascua que precedió a su muerte, Jesús
rompe con la tradición mosaica y cena con sus apóstoles (cf. Lc 22,7-11;
Jn 13,1), en vez de enviarlos a sus familias, según lo prescrito en la Ley.
La vida comunitaria de los consagrados es, pues, herencia directa del
Maestro. Otro tanto cabe decir de las exigencias tan radicales sobre la po-
breza (Mt 19,21; Lc 12,33), que, aunque no se haga explícita la salvedad
de que solo a sus consagrados era exigible, la tradición ha sabido darle la
interpretación correcta.
San Pablo reconocía no ser mandato del Señor que todas las vírgenes tu-
vieran que permanecer sin casarse (1 Co 7,25). Pero tampoco obliga el
Señor a casarse (ibid. 7,6). Desde el principio se ha considerado que la
vocación monástica es libre, puesto que sus exigencias radicales no las
puede asumir el conjunto de los fieles. San Pablo comprendió que, dado
que no todos son capaces de una renuncia efectiva a los bienes materia-
les y al matrimonio, queda como solución que los que viven en el mun-
do vivan como si no poseyeran, como si no tuvieran mujer, etc. (ibid.
7,29-31). Un carisma debe ser provocación para la comunidad eclesial.
En el Nuevo Testamento se hallan numerosas indicaciones que apuntan
a una excelencia de la vida ascética y que en San Pablo están destacadas

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(1 Co 9,24-27; Rm 6,6; 2 Co 4,11). Y también en el Apocalipsis hay una


tendencia favorable a la virginidad (Ap 14,1-5).
Cuando, a finales del siglo III y comienzos del IV, aparece ya documen-
tada la existencia de monjes cristianos, tienen como referencia primor-
dial a Jesús; pero a su lado están otras figuras bíblicas del Antiguo y el
Nuevo Testamento: Moisés, Elías, los profetas, Juan Bautista, los Após-
toles. En Hebreos (11,38) se hace alusión a personajes bíblicos que an-
duvieron «errando por los desiertos y cavernas de las montañas», texto
que muchos ascetas tomarían como punto de referencia.
Sin duda, fue la comunidad apostólica de Jerusalén (Hch 2–4) la que sus-
citó mayores imitadores, dando a la expresión apostólica no el sentido
que hoy nos parece obvio, sino el de vida semejante a la que llevaron los
Apóstoles, donde se compartían los bienes, la oración y la enseñanza.

2. Precedentes históricos del monacato cristiano


Además de los escritos del Nuevo Testamento, en los que en numerosos
lugares se invita y justifica la vida cristiana como una lucha para deste-
rrar al hombre viejo y recibir el nuevo en el bautismo, también en escri-
tos posteriores se da cuenta de la existencia de ascetas que llevaban una
vida que tomaba distancias muy precisas con respecto al matrimonio, a
las posesiones y a toda sensualidad corporal como pasos previos para al-
canzar una relación con Dios más personal y constante. No hay muchos
datos sobre comunidades que llevasen esta vida ascética, pero es un rastro
que nunca se pierde desde los primeros cristianos. Puede que sea Siria el
lugar donde se documenta la existencia más temprana de comunidades
afines a lo que será el monacato, y en otros lugares hay movimientos de
pobres que apuntan al desprendimiento de los bienes temporales para vi-
vir en comunión con Dios.
Orígenes, escritor prolífico que vivió en Alejandría (185-252/253) y cu-
yo padre fue mártir, es uno de los eslabones que nos unen a tantos testi-
monios muy sucintos de lo que pudo ser una rica y extensa vivencia de
un ideal todavía no muy definido y carente de organización. Su vida, en-
tregada a la docencia catequética, no se limitó a transmitir unos conte-

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nidos, sino que enseñaba a vivir según una regla de vida en la que la Pa-
labra de Dios ocupaba el centro. La ascesis y el desprendimiento de los
bienes eran mostrados a los alumnos que compartían su misma vida de
forma directa, pero basados en la enseñanza que les proporcionaban los
libros sagrados.
Para Orígenes la oración es una participación en la vida de Dios. Y al-
canza su cima en la oración continua, que no puede separarse de la prác-
tica de la virtud. Al hilo de sus comentarios espirituales a muchos de los
libros bíblicos, va delineando una vida entregada a la búsqueda de Dios
siempre en éxodo hacia el paraíso. La travesía del desierto del pueblo ju-
dío es para él paradigma de la vida cristiana, desde el catecumenado has-
ta el bautismo (paso del Jordán) y la muerte como entrada en la tierra
prometida.
La vida mística de contemplación y de unión con Dios solo se alcanza
pasando por una larga vida ascética de purificación y de renuncia que in-
cluye la renuncia al matrimonio y a la familia, la práctica del ayuno y la
limosna y el esfuerzo nunca abandonado de crecer en todas las virtudes,
y especialmente en la humildad.
Orígenes, de palabra y por escrito, forjó una enseñanza espiritual de la
que se alimentarían los futuros monjes del desierto y obispos que antes
fueron monjes y obispos que impulsaron la vida monástica: Evagrio Pón-
tico, San Basilio, San Gregorio Nacianceno, san Gregorio de Nisa y otros
muchos.
Vírgenes y viudas consagradas fueron la opción más extendida como imi-
tación de la vida ascética y las enseñanzas de Jesús y sus seguidores, en-
tre los que también se encontraban mujeres. Durante mucho tiempo, se
trataba de opciones individuales vividas, bien en el marco doméstico más
inmediato, bien con una cierta dependencia del mismo. El reconoci-
miento del papel que desempeñaban en las Iglesias locales es el primer
paso en la consolidación de un modo de vida reconocido como auténti-
ca vivencia y riqueza derivada del Evangelio. A partir de esa progresiva
integración en la vida de la Iglesia adquirieron libertad para vivir su con-
sagración celibataria sin ser molestadas y pudieron dedicarse a la oración,
al ayuno y a trabajos en consonancia con su vida retirada.

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La integración no fue fácil ni por parte de las vírgenes, que en ocasiones


acudieron a un hombre que las defendiese y ayudase a mantener su reti-
ro, ni por parte de los fieles, que vieron en ello un escándalo y el peligro
muy cierto de no ser coherentes con la opción tomada. Los obispos tu-
vieron que denunciar a estas virgines subintroductae, cuya situación no
contaba con su aprobación. Y en ocasiones eran perseguidas por los pro-
pios padres, frustrados por no poder disponer de sus hijas para sus con-
ciertos matrimoniales.
Viudas ricas dispusieron de sus propiedades para abrir algún monasterio.
Pero antes de dar este paso del ámbito doméstico a un monasterio inde-
pendiente, hubo que vencer mil obstáculos sociales y económicos que se in-
terponían. En los primeros tiempos, en el hogar o cerca del mismo, pode-
mos imaginar tantas decisiones heroicas para poder vivir este compromiso.
El signo de su consagración tarda en llegar. Ciertamente, el velo, propio
de las mujeres casadas no es distintivo, pero ya era un paso, pues había
algo en común con las casadas: también las vírgenes habían hecho una
opción de por vida y no estaban a disposición de posibles pretendientes.
Más tarde incluso, cuando ya se institucionalice la ceremonia litúrgica de
imposición del velo y tengan las vírgenes su lugar reservado en la iglesia,
un obispo que valoraba en sumo grado la virginidad consagrada, San
Ambrosio de Milán, tuvo que sufrir los airados ataques de los padres que
no se resignaban a dejarlas liberarse de su potestad paterna.
Desviaciones ascéticas forman parte nada desdeñable de este conjunto de
preparaciones y obstáculos que favorecen y dificultan la aparición del mo-
nacato propiamente dicho. Las desviaciones quizás haya que atribuirlas no
tanto a religiones o grupos gnósticos que se caracterizan por su dualismo
metafísico, sino más bien a corrientes pietistas judías, a las que pertenecie-
ron muchos de los primeros cristianos. Su énfasis consistía en restringir ali-
mentos, el vino y la carne, así como en el aprecio incontrolado de la virgi-
nidad, que les llevaba a despreciar el matrimonio, y, en su vertiente faná-
tica, a exigir con el bautismo la virginidad y a prohibir dicho matrimonio.
Los verdaderos ascetas tenían siempre dificultades para que se reconociera
su ortodoxia y, a la vez, reclamaban la licitud de sus prácticas ascéticas,
aunque no fueran comunes a todos los cristianos.

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El martirio era la forma más excelsa de entrega a Dios en una Iglesia per-
seguida, y a ello aspiraban los cristianos más fervientes. Pero cuando de-
jó de arreciar la persecución y se tendió a vivir la fe compaginándola con
una vida acomodada al mundo, surgió también el carisma de una entre-
ga total a través de una vida cristiana vivida con todas sus exigencias no
solo externas, sino hasta llegar al apartamiento de la vida social y vivir en
castidad, renunciando a muchos placeres lícitos para alcanzar la pureza
del corazón. De ahí que la Iglesia, si bien no tenía ahora el respaldo in-
mediato de sus mártires, sí podía presentar a sus vírgenes y continentes
como un testimonio oculto, pero sumamente impactante, de amor in-
condicional a Dios.

3. El monacato del desierto en el Oriente cristiano:


Egipto, Siria, Capadocia, Palestina

Los monjes se retiran al desierto como lugar de encuentro con Dios. Ni


las personas ni las cosas pueden ser obstáculo para el encuentro con
Dios. Eso buscan los que se retiran al desierto. Pero también se encuen-
tran allí con el diablo, que apenas encuentra resistencia en las ciudades y
trata de vencer a los monjes en el desierto.
En los relatos de los monjes del desierto o en la biografía del padre por
excelencia del desierto, San Antonio Abad, es esta una realidad indiscu-
tida y omnipresente. Evagrio Póntico dará la razón de por qué es tan du-
ro el desierto: no por el clima o lo rudimentario de su celda, sino por-
que se trata de una lucha inmaterial que se produce en el pensamiento.
Pero también son conscientes de que el monje no vive para sí mismo:
«monje es el que está separado de todos y unido a todos».
Desde el Egipto de finales del siglo III, el fenómeno monástico se exten-
derá por todo el orbe cristiano, y en la Edad Media ya ocupa en la vida
de la Iglesia un lugar privilegiado que se mantendrá a lo largo de los si-
glos. San Jerónimo († 347), de cuya historicidad dudan algunos, cita a
San Pablo como «Primer Ermitaño». San Antonio Abad († 356) es con-
siderado como «Padre del Monacato» en torno al cual se reunieron otros
anacoretas. La biografía que de él escribió San Atanasio de Alejandría no

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solo hace su historicidad indiscutible, sino que ya en su tiempo se ex-


tendió incluso en Occidente y suscitó imitadores por todas partes. Di-
versos monjes habitaron los desiertos que se encontraban cerca del Nilo:
Escete, Las Celdas y Nitria. Su modo de vida tan retirado no impedía
que tuviesen un encuentro semanal para celebrar la Eucaristía, orar jun-
tos y recibir alguna enseñanza espiritual compartiendo sus experiencias,
pues la mayoría de ellos no eran sacerdotes. En realidad, se puede decir
que la vida solitaria o anacorética en sentido absoluto nunca se ha dado,
sino que, más propiamente, habría que llamarla semianacorética. Cono-
cemos los nombres de algunos monjes que sobresalieron por su santidad
y cuyo nombre ha quedado recogido en un tipo de escrito totalmente
original de este entorno: los apotegmas, sentencias breves que pueden
contener una pequeña circunstancia en la que se produjo el hecho y que
responden en general a la necesidad de consejo ante una dificultad que
le surge al discípulo y en la que acude a su padre espiritual. La respues-
ta es breve, pero tan incisiva y desprovista de oropeles literarios que hoy
día deja sorprendidos a quienes los leen. Macario (dos monjes se llama-
ban así), Poemen, Arsenio, Paladio y una larga lista de nombres de los
que no se conoce su biografía, son sus autores.
San Pacomio (ca. 286-346) se convirtió en el primer organizador y le-
gislador del cenobitismo, los monjes que vivían en comunidad. La pri-
mera comunidad se estableció en Tabennisi, con ciertas reminiscencias
de un campamento militar, pues Pacomio había sido soldado. Los mo-
nasterios estaban muy poblados de monjes, pero dentro del recinto mo-
nástico vivían en casas diferentes en grupos más reducidos. Cada grupo
aseguraba un determinado servicio doméstico al conjunto. Tenían con-
ciencia de vivir una koinonía espiritual en torno al Padre del monasterio,
al que confiaban sus vidas para alcanzar la perfección. Se exigía a los can-
didatos aprender a leer y a escribir, así como memorizar muchos fragmen-
tos de la Sagrada Escritura para repetirlos durante el trabajo. Pacomio lle-
gó a fundar ocho monasterios vinculados entre sí, dos de los cuales eran
femeninos, aunque dirigidos por monjes nombrados por Pacomio.
La obra de Pacomio tuvo continuidad en Orsesio y Teodoro, pero su in-
fluencia llegó a otros monasterios independientes.

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Siria abarca en su tradición cristiana amplios territorios, además de Si-


ria, tales como Fenicia, Mesopotamia y Edesa. En esta tradición se desa-
rrolló un cristianismo muy exigente, con un rigorismo que en algunos
casos se hizo extremo, y hasta la virginidad y la pobreza estaban exten-
didas como actitudes y formas de vida comunes. Se especula acerca de
las influencias que pudieron llegar, o bien de Persia y de la India, o in-
cluso de la secta judía de los esenios. Escritores como Gregorio Na-
cianceno o el mismo Teodoreto de Ciro, que hubo de intervenir direc-
tamente, nos confirman los extremos a que llegaban algunos monjes:
ayunar durante veinte días, encadenarse con grilletes de hierro, o bien
orar de pie frente a la lluvia, la nieve o el viento. Otros permanecían
siempre de pie o en los árboles, siempre orando y meditando las Escri-
turas, o incluso se hacían pasar por dementes.
San Efrén (306-372), diácono, aunque solo durante su formación vivió
como monje, sí que conservó contacto con ellos y fue un propagador del
ideal monástico con sus escritos. Nos ha transmitido las enseñanzas de
los monjes que conoció y del solitario que anhelaba ser.
Simeón Estilita es el monje más popular, y su fama de santidad se ex-
tendió por todas partes. Se retiró a morar en una columna inaccesible,
después de vivir diez años en comunidad y no poder llevar vida común,
debido a sus penitencias extremas, insoportables para los otros monjes.
Pero, a pesar de este aislamiento, las gentes acudían de todas partes y de
cualquier clase social para pedir oraciones o consejo. También predicaba
dos veces al día, combatió a herejes y paganos y estimuló el celo religio-
so de las autoridades civiles y eclesiásticas. Su ejemplo cundió, y otros
adoptaron su forma de vida.
Capadocia o Asia menor tiene una referencia documental segura en
cuanto al enorme influjo de Eustacio de Sebaste, quien en la primera mi-
tad del siglo IV extendió su peculiar modo de entender la vida cristiana
llevando él una vida ascética muy rigurosa, lo que le hizo muy popular.
Su radicalismo tiene raíces gnósticas, y su dualismo no admite que un
cristiano pueda disponer lícita y honestamente de las cosas materiales y
pueda estar casado. San Basilio (329/330-379) tuvo relación con él, pe-
ro pronto vio que era insostenible su doctrina. En seguida, y a su pesar,

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se convirtió en la figura más sobresaliente del monacato oriental. Naci-


do en Cesarea de Calcedonia en el seno de una familia noble, recibió una
gran formación intelectual, y en 357/358 se retiró a la vida monástica.
Unos años después, tuvo que acudir como consejero del obispo de Ce-
sarea, Eusebio, a quien sustituyó en el cargo en el año 370. Además de
filósofo y teólogo destacado, fue también autor de un Asceticón en dos
ediciones y que posteriormente se llamarían Reglas, contra su voluntad,
pues para él la única Regla es la que ofrece la Sagrada Escritura. Con su
Asceticón definió un modelo monacal que se extendería por Oriente y
cuyos rasgos principales son la visión del monje como cristiano íntegro,
la acentuación de la vida comunitaria y no una mera agrupación de so-
litarios, la obediencia al superior y la combinación de la dedicación a la
lectio divina y la liturgia con el ejercicio de la caridad y de la beneficen-
cia social. El éxito de este modelo monástico en Oriente se debe a la
atracción por la propia personalidad de San Basilio, su obra y su doctri-
na teológica y monástica; pero se explica, asimismo, por el apoyo recibi-
do del poder bizantino. Todo ello hizo que los basilianos se convirtieran
en los monjes por excelencia de este ámbito a partir del siglo VI.
Palestina se va a convertir en la región oriental que enlace el monacato
oriental con el occidental. San Jerónimo († 420) será, por su traslado a
Tierra Santa y por comprometerse a dirigir en su implantación en la tie-
rra de Jesús a unas nobles romanas, uno de los que contribuirán a dar a
conocer en Occidente el ideal monástico. Sus obras latinas fueron muy
leídas, y la propaganda que hizo surtió efecto.
Pero no podemos determinar si había monjes y vírgenes autóctonos an-
tes de otros muchos que de diversas partes acudían a Palestina por ser la
Tierra Santa en que habitó Jesús y escenario de todas las narraciones bí-
blicas. Allí ocuparon lugares emblemáticos monjes nacidos en aquella re-
gión y otros llegados de lejos que hablaban y rezaban en sus lenguas res-
pectivas. Eran generalmente pequeñas celdas para uno o cuatro monjes.
San Jerónimo asegura ser San Hilarión el origen de todos ellos. No se
embarcó en la vida monástica este monje nacido en Gaza hasta que, for-
mado en Egipto, siendo discípulo de San Antonio y vuelto a Majuma,
agrupó a discípulos después de muchos años de vida solitaria. Para ser
fiel a su vocación eremítica huyó a Chipre, donde murió († 371).

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Cuando Egeria visitó Palestina en 390 se encontró por todas partes con
solitarios, que en Jerusalén desempeñaban un papel importante en la vi-
da litúrgica. San Cirilo de Jerusalén amonesta paternalmente como obis-
po a los monjes y vírgenes, encomiando su ayuno y castidad, pero sin
despreciar a quienes se alimentan de carne, beben vino y son fieles en el
matrimonio. El monte de los Olivos fue un lugar muy poblado de en-
claves monásticos, donde vivieron las nobles romanas Melania la Vieja y
Melania la Joven y fue significativa la estancia del célebre historiador Pa-
ladio. En fin, en el desierto de Judá aparecieron las peculiares lauras,
agrupación de cuevas o construcciones de celdas de solitarios que lleva-
ban vida solitaria con una discreta convivencia semanal, con la depen-
dencia de un superior y de un monasterio donde se formaba a los can-
didatos que se iban incorporando. Allí dejaron huella perenne San Cha-
riton, que sería su fundador hacia el 330, y San Eutimio († 473), con
quien colaboró Teoctisto para proporcionarle solitarios bien formados.
San Sabas acude desde Capadocia a la tierra de promisión, donde llegó
a ser archimandrita del patriarcado de Jerusalén († 523).

4. El monacato occidental: herencia de Oriente y originalidad

La vida de San Antonio escrita por San Atanasio de Alejandría († 373)


tuvo una expansión muy rápida y sorprendente en Occidente.
En Italia, en los siglos IV y V aparecen los primeros monjes notables Eu-
sebio de Vercelli († 371) y San Paulino, nacido en Burdeos y obispo de
Nola († 431). En la Galia sobresalen los focos de Tours, a partir del obis-
po San Martín († 397; originario de Panonia, actual Hungría), la isla de
Lerins, fundación de san Honorato y de la que saldrían otros importan-
tes personajes, como Salviano y san Cesáreo de Arlés, y el núcleo de Mar-
sella, enraizado en la figura de San Juan Casiano.
San Agustín (354-430), el gran teólogo occidental, desarrolló la vida
monacal en su África natal durante unos años y dejó algunos escritos en
los que quedaba plasmada su doctrina monástica. Estos textos serían la
base de la más tarde denominada Regla de San Agustín, que acentúa mu-
cho el valor de la vida en comunidad.

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En Hispania, a partir de unos orígenes anteriores, el monacato tuvo gran


auge en la época visigótica, de la mano de santos como Martín y Fruc-
tuoso de Braga († 580 y 665 respectivamente) e Isidoro de Sevilla († 636;
aunque no parece claro que hubiera sido monje), autores estos dos últi-
mos de unas Reglas monásticas que se sumaron a algunas otras.
En Irlanda fue San Patricio, el evangelizador de la isla, quien introdujo
este género de vida y le dio un carácter misionero muy particular.
Ahora bien, la piedra angular del monacato occidental como texto legis-
lativo es la Regla de San Benito, escrita por este abad italiano nacido en
Nursia hacia el año 480 y muerto en el 547 en su monasterio de Mon-
tecassino. La Regla, aunque muy fundada en textos anteriores, sobre to-
do en la Regla del Maestro, es original y tiene fuerza por sí misma, y ello
explica en buena medida su éxito. Rasgos notables de ella son el cristo-
centrismo, la humanidad, la discreción, la prudencia, el valor de la vida
en común hasta prometer estabilidad en el monasterio, y el ofrecer un
camino asequible para los que, siendo imperfectos, quieren ascender ha-
cia Dios a través de una vida de oración y trabajo, bajo la autoridad del
abad y de una regla.

5. Arraigo y expansión del monacato oriental


Desde el siglo IX, la península del Athos comenzó su larga andadura de
ser reserva espiritual del monacato oriental durante el segundo milenio
de la cristiandad. Con San Atanasio Athonita († ca. 1004) cobra inde-
pendencia la isla y adquiere un gran desarrollo en cuanto al número de
monjes y monasterios, que en adelante se rigieron por la Regla de San
Teodoro Estudita († 826). La intervención de los emperadores en los si-
glos X y XI fue muy acertada y se ha conservado durante siglos en su tra-
dición. La autoridad del protos o superior general, y del consejo de cin-
co a diez superiores de los monasterios, los ha mantenido unidos.
Bulgaria gozó de la herencia de San Cirilo y San Metodio, que la lleva-
ron sus discípulos, quienes crearon focos de cultura cristiana e introdu-
jeron el culto en lengua eslava. San Juan de Rila (876-946) fue el primer
monje eremita y acabó siendo venerado en toda Bulgaria.

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Serbia tiene una tradición monástica que le vino de Grecia, debido so-
bre todo a la influencia de san Clemente y san Nahún de Ohrid. Ya a fi-
nales del siglo XII tuvo un gran impulso cuando Esteban Nemanja, fun-
dador del estado serbio, levantó el monasterio de San Nicolás. Incluso,
con su hijo monje, obtuvo del emperador Alejo III la reconstrucción del
monasterio de Chilandari, en el monte Athos, para ser habitado por
monjes serbios. San Sabas, ya antes de ser arzobispo de Serbia, constitu-
ye oficialmente en 1219 el monacato serbio y le provee de tres typika
o Reglas por las que se rigieron los monasterios. Estas Reglas son a la
vez manuales de culto y disposición de la vida monástica por la que se
regían los monjes.
Armenia ya era cristiana a finales del siglo III. Consta que una embaja-
da griega que llegó a principios del siglo III consiguió algunas conver-
siones, y acabaron en persecución y martirio. A partir de entonces, los
monjes se establecen donde había memorias martiriales; y es que en rea-
lidad se asociaron martirio y monacato como dos formas diferentes de
confesar la fe con radicalidad y eficacia.
Ya en el siglo IV, el primer concilio armenio establece fundar monaste-
rios y lauras para los anacoretas. No será un monacato estrictamente
contemplativo, sino que comprende una fuerte componente misionera y
asistencial. El mismo concilio les invitaba a fundar hospitales, hospicios
y asilos para los pobres.
Los monjes fueron en Armenia un estímulo para la santidad de los lai-
cos, y por su preparación y su celibato pusieron las bases de su cultura,
que estará siempre inspirada por la fe cristiana, pues desde el siglo V los
monjes San Mesrob y San Sahak inventaron el alfabeto armenio y tra-
dujeron la Biblia y obras de los Santos Padres. Es algo que expresa la ori-
ginalidad e idiosincrasia de su ser monástico.
El monacato procedente de Georgia tuvo su expansión no solo en su te-
rritorio, sino que una de sus características fue la generosidad con que
llevó su savia a otros países. Sus monasterios se implantaron en Palesti-
na, en el mismo Jerusalén, junto a la columna de san Simeón Estilita y
en el monte Athos.

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78 fr. josé ignacio gonzález villanueva, osb

El monacato ítalo-griego establecido en la Magna Grecia (Italia meri-


dional y Sicilia), y obligado a resituarse tras invasiones, persecuciones y
conquistas, fue testimonio de pobreza, oración, ayuno y penitencias cor-
porales. Fueron profetas y obraron milagros. El pueblo les admiró, al
margen de la política de amparo o de rechazo.
La Rusia de Kiev fue a la vez cristiana y tierra de monjes. Cuando Rusia
se hace oficialmente cristiana con el bautismo del príncipe Vladimir y
sus súbditos en el 998, se establece a la vez un monacato bizantino. Al
lado del monacato oficial, arropado por los gobernantes, hubo otro de
cuño eslavo, sin medios, que, sobre todo a partir de Antonio de las Gru-
tas (1051), insiste en la pobreza.
El hesicasmo y la oración del nombre de Jesús han constituido la mística
en que converge todo el Oriente monástico y la han mantenido hasta
nuestros días en continua renovación y vitalidad.

6. Mayoría de edad del monacato occidental


y nuevas ramas de un tronco centenario
La Regla de San Benito se fue extendiendo paulatinamente de tal mane-
ra que dio origen al fenómeno del benedictinismo en Occidente, es de-
cir, la expansión de la Regla y su adopción por parte de numerosos ce-
nobios occidentales; algo que además se vio impulsado por la reforma
realizada a partir de los años 816-817 por San Benito de Aniano y bajo
el patrocinio del Imperio Carolingio.
En efecto, el benedictinismo conoció en distintos lugares y momentos
toda una serie de reformas cuando amenazaba la relajación de las cos-
tumbres monásticas. Y así surgió también, en el 910, el monasterio de
Cluny (Borgoña), que se convertiría en la cabeza de toda una Orden de
gran relevancia en los siglos X y XI. Sus abades más destacados fueron
los santos Odón y Máyolo en el siglo X, y Odilón en el XI, así como Pe-
dro el Venerable (no canonizado) en el siglo XII.
La Orden de Cluny se distinguía, en cuanto a la organización, por su
centralismo y por su gran dedicación a la oración litúrgica, que incluso
se hacía abrumadora.

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nacimiento y desarrollo de los movimientos ascéticos... 79

En el siglo XI surgieron los institutos de Valumbrosa, fundada por san


Juan Gualberto, la Camáldula, por los desvelos de San Romualdo, y la
Cartuja, debida a San Bruno. Estos dos últimos institutos combinaron
la vida cenobítica y eremítica, pero la Cartuja cobró mayor auge.
Hubo comunidades de canónigos regulares que seguían la Regla de San
Agustín. A comienzos del siglo XII, San Norberto funda la Orden Pre-
mostratense, que combina vida monástica y apostolado.
La Orden del Císter marcó una pauta diferenciada y se impuso durante
los siglos XII y XIII. Los «tres monjes rebeldes», Roberto, Alberico y Es-
teban Harding, plantaron los cimientos en el bosque de Cîteaux, de-
seando dar nueva vida a la Regla de San Benito. Pero cuando se daba por
muerta la reforma, llegó en 1112 el joven que acabaría siendo abad de
Claraval, San Bernardo, quien daría tal vitalidad a la fundación que lle-
nó Europa de monasterios cistercienses. San Esteban Harding († 1134)
le dio al Císter la Charta Caritatis, que se añadía a la Regla de san Beni-
to; pero solo gracias a San Bernardo pudo afianzarse, extenderse y enri-
quecerse con una espiritualidad renovada, centrada en la devoción a la
humanidad de Jesucristo y a su Madre, la Virgen María. Espiritualidad
que traspasó felizmente los muros del claustro.

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