Espiritualidad Monástica - Orígenes
Espiritualidad Monástica - Orígenes
Espiritualidad Monástica - Orígenes
Índice
Los recabitas. Grupo radical extremista observante. Protestaban por la instalación sedentaria
del pueblo de Israel adoptando por lo tanto un estilo de vida nómada. Pues el ideal del pueblo de la
antigua alianza ha sido siempre el desierto. Las semejanzas con algunas formas de monacato
cristiano son que en los siglos IV y V, no faltaron los monjes nómadas, llamados pastores.
Los esenios. Movimiento ascético radical heterodoxo. Sus orígenes se remontan a los años
135-104 a.C., y perduran hasta la guerra con Roma en los años 68-70 después de Cristo. Los esenios
eran regidos por tres documentos: la Regla de la Comunidad, la Regla de la Congregación y el
Documento de Damasco.
Este grupo ascético presenta un rasgo muy particular que los separa de los grupos anteriores
radicales, y es la tensión hacia un futuro escatológico mesiánico. Se autocomprende esta comunidad
como el pequeño resto fiel y de estar viviendo ya los últimos tiempos.
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En el Nuevo Testamento, no hay antecedentes monásticos, tan sólo mencionar que este
peculiar estilo de vida lo encontramos en Juan Bautista, de la comunidad mencionada de los esenios,
pero no fue ni siquiera discípulo de Jesús; y el otro caso es san Pablo, que tal vez conoció a los
esenios en su estancia en Damasco.
Una característica de Jesús, que lo diferencia del resto de los mortales de su época, fue el
celibato. No obstante, su virginidad fue asumida por una opción personal, que no ligaba a ninguna
asociación ascética.
Tampoco las primeras comunidades cristianas asumieron un estilo de vida monástico. Ellas
estuvieron conformadas por una clase social muy pobre, que incluyeron a los esclavos. San Lucas,
presenta brevemente la experiencia comunitaria: todos se sienten hermanos; experimentan hasta
una comunión en los bienes materiales y una solidaridad en el corazón y en la mente.
La novedad del monacato se presentó a finales siglo III de acuerdo a las recientes
investigaciones de la Historia de la Iglesia. ¿Por qué no hay ni existe vida monástica en los primeros
siglos del cristianismo?
La Vida Religiosa es “don y carisma” otorgados por el Espíritu Santo a la Iglesia según las
enseñanzas de la Lumen Gentium en la perspectiva del Concilio Vaticano II, y si no hay expresiones
de la misma en los inicios de la vida eclesial, tenemos que concluir simple y sencillamente, como lo
dice Álvarez Gómez, que no era necesaria para la comunidad cristiana.
Los escritos de Tertuliano y la Carta a Diogneto, intentan describir el estilo de vida del
cristianismo de una manera bella y sin complicaciones con las autoridades del Imperio romano. Los
cristianos son unos ciudadanos ejemplares: frecuentan los mercados, los foros, los baños públicos, las
tiendas, participan de las costumbres del lugar donde viven y radican. Son trabajadores, soldados,
comerciantes. La presentación de los cristianos en los citados autores, no hace más que describir una
soñada aspiración. Un oculto deseo de ser miembros iguales al resto de los ciudadanos que
conformaban el Imperio.
Si observamos con mucha atención el modo de vivir de los creyentes, constataremos que son
más las diferencias que las similitudes con respecto a los ciudadanos romanos. Marcadas realidades y
opuestas tendencias encontramos entre los cristianos en relación al resto de los habitantes de las
ciudades y en los poblados del Imperio romano. Esto explica claramente por qué se inició una tenaz
persecución en este período de la Iglesia, primero desde las autoridades religiosas judías y después
romanos. Los conflictos y los problemas aparecen por doquier en el contexto de la primigenia Iglesia,
que negarlos sería una falta a la fidelidad histórica ante los evidentes hechos, que rodearon a los
hombres comprometidos con la novedad cristiana hasta dar la vida por el Señor Jesús.
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Presentemos, pues, las numerosas divergencias de los cristianos con el mundo del Imperio.
Ante la ausencia de una expresa libertad religiosa, los cristianos están en franca posición de
desventaja frente a la política religiosa del Estado. Si los judíos eran tenidos como de segunda
categoría, a los pioneros de la fe cristiana eran considerados de tercera categoría. El punto de
conflicto eran los deberes de los fieles a Cristo y las obligaciones propias de los ciudadanos. Esto
llevaba consigo una separación y una segregación moral inevitable.
La ausencia de los cristianos en el Circo romano, que tanto motivaba a las masas paganas con
el consiguiente desorden moral de todo tipo; la libertad de los creyentes frente a los bienes
materiales, que los llevaba repartirlos entre los pobres y necesitados, dejándose lo necesario para
subsistir; las observaciones que se realizaban a las relaciones fuera del matrimonio junto y a los
perversiones deshonestas en el orden de la sexualidad; hizo de los cristianos un grupo social
marginado, encerrado, enclaustrado. Su estilo de vida diferente recibía no menos que ataques,
rechazo, odio, desprecio; era blanco fácil de acusaciones y hostilidades desde un ambiente libertino y
moralmente degradado.
Es más, los cristianos hacen de su vida diaria una oración permanente, fijando sus horarios
para la oración personal y comunitaria. La eucaristía, la “fracción del pan”, está preñada de
significados de ofrecimientos y abandonos, de renuncias y desapegos, en una palabra, de un
verdadero culto comunitario-sacrificial. Atentos a las palabras de Jesús en el evangelio de Mateo,
todos y todas se dedican a la oración personal, al ayuno, a la mortificación corporal, a la limosna.
Existen datos que los cristianos de los primeros siglos ayunaban dos veces por semana: el
viernes en recuerdo de la Pasión del Señor y el miércoles en recuerdo de la traición de Judas. Cada
miembro de la comunidad está al servicio de los demás y en cumplimiento de este precepto va desde
la limosna que ayuda a no morir de hambre, pasando a la hospitalidad, hasta el martirio mismo.
El distintivo de los cristianos era el amor fraterno, que tanta admiración causaba a las mentes
paganas, y su conducta intachable, e inocentes de todo crimen que se les imputaba, fueron los
aspectos más eficaces para la expansión del Evangelio. Pero tenemos que decirlo que en ese
contexto socio político y socio cultural de la Roma Imperial de los siglos I y II, el simple nombre de
cristiano era el motivo de su condena que podía ir desde la confiscación de los bienes hasta la muerte
misma pasando por el destierro y la tortura.
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Desde el año 64 hasta 313 d.C., en el Imperio romano se sucedieron las persecuciones a las
comunidades cristianas, sólo con breves intervalos de paz. Se necesitaban veinticuatro horas para
juzgar y ejecutar públicamente a los seguidores de Cristo. En medio de este clima de violencia e
inseguridad, surgió en el seno de la comunidad cristiana el ideal, el prototipo del cristiano, el mártir.
Y junto a los mártires nace la espiritualidad del martirio.
Cuando cesan las persecuciones y no se concede a todos la gracia del martirio, poco a poco,
en las comunidades cristianas se abre camino la idea de que la vida cristiana vivida con generosidad y
abnegación es una confesión de fe, un martirio incruento. Por lo tanto, a los cristianos que llevaban
una vida más perfecta y sacrificada, más desprendida de las cosas del mundo y más dedicada a la
imitación del Señor, se les dieron varios nombres; los más corrientes fueron el de vírgenes para las
mujeres y el de continentes para los hombres. Son vocablos que señalan la nota esencial de su estilo
de vida: el celibato. Aunque en las Iglesias de oriente prevaleció más el nombre de ascetas.
Al principio las vírgenes vivían en sus hogares y no llevaban hábitos ni distintivos especiales, y
formaban parte de la vida social. La virginidad era considerada con una profesión estable y definitiva
para quienes abrazaban libremente, con conocimiento de la comunidad y previa la aprobación del
obispo. Pero durante el siglo IV, el número de vírgenes crece y las cosas cambian. Abrazan su estado
en una ceremonia litúrgica y se les concede un lugar de honor en los oficios litúrgicos.
Finalmente, debido a los peligros y ciertas desviaciones en este estilo de vida, los obispos
empezaron a fomentar la agrupación de las vírgenes entre sí, hasta formar con ellas comunidades
bajo la tutela del propio obispo o de un clérigo especialmente indicado y la solicitud vigilante de una
diaconisa. De este modo nacieron los primeros monasterios femeninos.
La existencia de los ascetas varones se remonta a los orígenes de la Iglesia, puesto que la
Didaché menciona a “apóstoles” itinerantes o misioneros, que llevaban una vida de pobreza absoluta
y probablemente observaron el celibato. Su ideal y su modo de vida se parecían mucho a los de las
vírgenes. Tal vez algunos insistían bastante más en el estudio de las Escrituras y las lucubraciones
espirituales. Como las vírgenes, vivían en el mundo, conservaban la propiedad de sus bienes y cierta
libertad de movimiento, no llevaban ningún vestido especial.
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Al igual de lo acontecido con las vírgenes, los ascetas varones fueron agrupándose, y de una
organización muy rudimentaria pasaron a verdaderos monasterios, cuando el monacato cenobítico
se fuera imponiendo en todas partes.
Veamos ahora las causas determinantes de la aparición del fenómeno monástico cristiano:
1. La explicación más común es lo que acontece después de la paz constantiniana. Los ascetas
se sintieron incómodos viendo menguar fatalmente el nivel religioso-moral de las
comunidades cristianas. El movimiento monástico surge protesta heroica y silenciosa contra
el relajamiento de la vida cristiana; como un esfuerzo por reintegrarse al puro y primitivo
espíritu de Pentecostés.
2. En ese sentido, el monacato del desierto, primera manifestación de la vida monástica, nace
como denuncia profética. La Iglesia, con la euforia de la libertad conseguida, no se dio cuenta
de la trampa le está tendiendo al que denominan el Nuevo Moisés del Pueblo de Dios: el
emperador Constantino. La entrada de tantos convertidos en masa se acabó la época de
“bienaventurados los perseguidos” y dio comienzo a un enfriamiento en la vida cristiana.
Constantino llenó de honores a Obispos y presbíteros. Agradó a los cristianos, pero los
neutralizó.
3. Una segunda explicación atribuye los inicios monásticos a los cristianos que se refugiaron en
los montes y desiertos durante las persecuciones y se acostumbraron a vivir en la soledad.
4. La tercera opinión dice que los fundadores del monaquismo cristiano pretendían infligirse un
martirio que el Imperio ya no les proporcionaba. La vida monástica, según esto, se presenta
como sucedáneo del martirio, un martirio incruento. Es una idea muy corriente en la
literatura cristiana de la antigüedad.
En realidad, las causas y las motivaciones son muchas. Pero, la mayor parte de los primeros
solitarios cristianos, simplemente deseaban servir a Dios. Sin embargo ¿qué movió al primer monje?
La respuesta resulta imposible, pues no sabemos quién fue el primer monje. Lo que sí sabemos es
que san Atanasio nos presenta la vocación de san Antonio como la vocación típica del anacoreta. El
móvil que originó el monacato, según los estudios recientes, es la necesidad que impele a las almas a
huir del mundo para consagrarse más libremente al servicio de Dios. Quieren romper de un modo
aún más decisivo, que por la simple profesión de virginidad, con el ambiente profano disolvente o
demasiado absorbente.
El siglo III, fue un período de la historia del Imperio extremadamente violento. Imperaba una
corrupción moral y crímenes impunes, verdaderas calamidades y sufrimientos. Instalada la
burocracia, cerraba el camino al progreso político y al espíritu de nuevos emprendimientos.
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El empobrecimiento era generalizado con todas las consecuencias que ello acarrea:
hambruna, enfermedades, delincuencia, desesperación, etc. entre los ciudadanos. En suma, la
humanidad parecía afectada de una irremediable decadencia. Ninguna esperanza terrestre iluminaba
la vida. Se propaga la idea del fin del mundo.
En todo este trágico panorama ¿qué refugio quedaba al hombre sin el de la religión, la
esperanza de un mundo futuro en qué todas las injusticias del presente serían reparadas?
En esta coyuntura histórica, las religiones orientales seducían a las turbas. Surgían en todas
partes grupos gnósticos que solían predicar un ascetismo excesivo. El encratismo se hacía
presente no sólo grupos cismáticos y heréticos, sino dentro de la Iglesia. Es significativo que
por este tiempo aparezca el maniqueísmo, la más extraña de las herejías, con su aristocracia
espiritual de los elegidos y su dualismo esencial, irreductible. Los filósofos, especialmente los
neoplatónicos, muestran un profundo sentido religioso en sus enseñanzas, predicando la
práctica de la ascesis, la contemplación y la experiencia mística.
- Todo esto flotaba en el ambiente y no pudo menos de influir en la aparición del monacato.La
paz de la Iglesia y el ingreso de neófitos mal preparados y poco convencidos, contribuyó a
engrosar las filas de los anacoretas. El monacato cristiano antiguo está casi obsesionado por
el ejemplo de la comunidad apostólica de Jerusalén, siente una profunda nostalgia de la
Iglesia primitiva.
- Ahora bien, ¿qué atraía a los monjes en la Iglesia de los orígenes? Su fe inquebrantable, su
santidad de vida, su fervor y entusiasmo, la íntima unión de los corazones, la comunidad de
bienes, la perseverancia en la oración. Es decir: una serie de valores que faltaban o se
hallaban bien adulterados en las Iglesias de este tiempo.
Paladio, autor de la Historia Lausíaca, afirma que eran muchas las mujeres que había
abrazado la vida monástica, a quienes Dios otorgó para la lucha idénticas gracias que a los hombres.
San Juan Crisóstomo decía no sólo entre los hombres triunfa esta vida (anacorética), sino también
entre las mujeres; y añadía: no menos que aquéllos filosofan éstas. Común les es con los varones la
guerra contra el diablo. Muchas veces las mujeres han luchado mejor que los hombres y han obtenido
más brillantes victorias.
Pero las monjas solitarias (anacoretas) fueron más escasas, quizá por las dificultades,
especialmente por la inseguridad, que comporta la vida solitaria para una mujer. Los Padres del
desierto no consideran a la mujer incapaz de llevar una vida monástica rigurosa, tan rigurosa como la
de los monjes más exigentes. Sin embargo, constituye todo un género literario el hecho de que las
mujeres se disfrazaban de hombres a fin de poder llevar una vida ascética en el desierto como los
monjes.
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El magisterio de las madres revela una gran sabiduría: no absolutizaban su forma de vida.
Una abadesa dijo en una ocasión: muchos de lo que estaban sobre los montes perecieron, porque sus
obras eran del mundo. Es mejor vivir con mucha gente y llevar, en espíritu, una vida solitaria, que
estar solo y vivir, en espíritu, con la multitud.
La mayoría de los apotegmas de las madres son atribuidos Sinclética. En ellos refleja una
espiritualidad profundamente anclada en la Escritura, un recurso pedagógico a las imágenes y una
contextura espiritual muy sólida. Exhortaba a sus hermanas, y a todos, a vivir así: A los pecadores que
se convierten les esperan primero trabajos y un duro combate y luego una inefable alegría. Es lo
mismo que ocurre a los que quieren encender fuego, primero se llenan de humo y por las molestias
del mismo lloran, y así consiguen lo que quieren. Porque está escrito: “Yahvé tu Dios es un fuego
devorador” (Dt 4, 24). También nosotros con lágrimas y trabajos debemos encender en nosotros el
fuego divino…
Si vives en un monasterio con otros, no mudes de lugar. Te sería perjudicial. Porque así como
una gallina, si deja de calentar y cubrir sus huevos, se quedará sin pollitos, de la misma manera, el
monje o la monja dejan enfriar y morir su fe trasladándose de un lugar a otro.
De lo expresado podemos afirmar, que el monacato primitivo asumió sin trauma la igualdad
de comportamiento entre las monjas y los monjes. Otra de las enseñanzas es que aunque los monjes
del desierto huían de la presencia femenina, fuese o no monja, es un hecho el que admitieron su
condición de madres o maestras de espíritu en igualdad con los padres o maestros del espíritu, sin
tener muy en cuenta la advertencia de San Pablo (1 Tim 2, 12; 1 Cor 14, 34) de que las mujeres no
tienen voz en la Iglesia.
Las Madres o Ammas del desierto tenían los mismos privilegios y prerrogativas que los Padres
o Abbas del desierto, excepción hecha de todo aquello para lo que se requería la ordenación
sacerdotal; pero este hecho no tenía gran importancia, porque la mayor parte de los monjes y de los
grandes maestros del espíritu no eran sacerdotes, sino laicos.
Y hay que tener en cuenta que las Madres del desierto no sólo ejercían su maternidad
espiritual sobre las monjas, sino también sobre los monjes. Un estudio comparativo de los
apotegmas de las Madres con los apotegmas de los Padres demuestra cómo aquellas destacan por su
penetración psicológica, por su delicadeza, frente a la rudeza e incluso las extravagancias de muchos
de los apotegmas de los Padres.
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El centro de los apotegmas de las Madres es siempre Dios, Jesucristo, las palabras de la
Escritura, mientras que las sentencias de los Padres se centran mucho más en la austeridad, en la
renuncia, en la ascesis necesaria para ser un buen monje.
Los apotegmas o los dichos de los padres y de las madres del desierto es uno de los textos
más vitales y seductores que emergen del primitivo mundo cristiano. Eran enormemente populares
entre los primeros monjes, que relativamente pronto comenzaron a coleccionarlos. Aunque parezca
paradójico, lo más importante de los dichos de los padres y de las madres del desierto son sus
silencios. Ellas y ellos eran muchos más reservados de lo que podemos imaginarnos. Se entregaron al
silencio, a la humildad, y no fueron al desierto para construir frases hermosas, ni escribir libros.