08 Monacato
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08 Monacato
EL MONACATO PRIMITIVO
A pesar de los arduos debates sobre la teología trinitaria en la Iglesia del siglo IV, la
fecundidad y la acción del Espíritu generaron diversas manifestaciones de vitalidad y de vida
cristiana. Nos referimos fundamentalmente al surgimiento y expansión de una institución
nueva: el monacato cristiano.
Si en la época de las grandes persecuciones de Diocleciano (siglo III), el mártir
representaba el ideal de una vida cristiana vivida radical y plenamente; y más atrás aún en el
tiempo, si la virginidad consagrada era signo de ésta radicalidad cristiana en los inicios de la
Iglesia; el siglo IV fue el tiempo de los monjes.
Al llegar la paz constantiniana a la Iglesia, el cristianismo se sintió acogido en el
Imperio y en el mundo imperial y en cierta manera “se instaló” en ese ambiente, a veces
demasiado confortablemente. Pensemos, por ejemplo, en los obispos de la Iglesia
constantiniana, tratados como grandes funcionarios de la Corte, fácilmente deslumbrados por
el poder imperial. Sumemos la avalancha de conversiones, a menudo superficiales o
interesadas, tanto entre las masas como entre la elite; todo esto debió acarrear un relajamiento
de la tensión espiritual y un relajamiento del fervor al interior de la Iglesia.
El monacato cristiano aparece en Egipto a finales del siglo III. Sus primeros
representantes son los solitarios o anacoretas. El estilo de vida que adoptan no es del todo
una innovación: la anacóresis, literalmente la “subida al desierto”, era un recurso común en
el Egipto de aquel tiempo para todos los que tenían fundada razón para huir de la sociedad:
criminales, bandidos, deudores insolventes, contribuyentes perseguidos por el Fisco,
antisociales de todo tipo; durante la persecución hubo fieles que pudieron recurrir a este
camino, por ejemplo: San Basilio. Pero el monje va a escoger este camino por motivos de
orden espiritual.
No faltaron, sin embargo, quienes deseaban llevar una vida más exigente, y
“protestaban” por la nueva situación caracterizada por la relajación y cierta “tibieza” que
había traído a la Iglesia la paz constantiniana. Siempre en la plurisecular historia de la Iglesia,
en cada época y cada quicio histórico, el Espíritu ha suscitado hombres y mujeres que anhelan
vivir el Evangelio sin claudicaciones con el mundo. Estos movimientos a menudo han
originado notables corrientes espirituales, las que sin embargo, también suelen tener su rama
heterodoxa, que en la mayoría de los casos, termina por situarse fuera de la comunión
eclesial.
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En el caso del origen del monacato cristiano, estos santos rebeldes, que “protestaban”
contra una Iglesia instalada y arropada por el poder imperial, tradujeron su propuesta en un
estilo de vida concreto, que inició un gran movimiento espiritual que terminó siendo un
notable carisma para toda la Iglesia: el monacato. Cuyos pasos iniciales están dados por la
huida al desierto como “protesta” ante la comodidad urbana de la Iglesia imperial.
Abandonando todo cuanto poseían, optando por la pobreza, el despojo y la ascesis, huyen del
mundo y se van al desierto, para vivir sólo de Dios y sólo para Dios. ¡Es la radicalidad
evangélica, fruto de la acción del Espíritu que sigue enriqueciendo con nuevos carismas a la
Iglesia!
La vida de estos Padres del desierto debe ser interpretada como la reacción instintiva
del sentido cristiano contra una reconciliación indebida con los poderes del mundo, o como la
continuación del espíritu de aquellos cristianos que no habían dudado en enfrentarse con las
fieras para defender la integridad del Evangelio.
La paz y la masificación de la Iglesia y la consiguiente oleada de mediocridad que
penetró en Ella, contribuyeron en gran manera a engrosar las filas de los anacoretas, palabra
que viene de anachorein, “retirarse, irse al monte o al desierto”, y que significa la “fuga del
mundo”.
Los primeros monjes se sentían continuadores de la vida de los ascetas judíos 1.
Recordemos el lugar central ocupado por el desierto en la historia y en la formación del
pueblo judío. El desierto no era sólo un lugar de encuentro con Dios; sino también, de prueba,
tentación y lucha con los enemigos de Dios. Elías y Juan Bautista constituían dos modelos de
vida siempre presentes en los primeros siglos del cristianismo. Para muchos, este género de
vida se convirtió en un sucedáneo del martirio.
1ª. Primero se establece en las cercanías de su pueblo natal, para aprovechar los consejos de
una anciano más experimentado. Este punto es esencial: la vida del solitario o anacoreta es
una dura escuela y no se aprende sin un maestro más experimentado.
2ª. Luego y por casi veinte años, vive en un fortín romano abandonado.
3ª. Finalmente, se internará aún más en el desierto.
“El que se concede todo lo que está permitido llegará pronto a dejarse llevar y
cometer lo que no está permitido”.
Naturalmente, todo depende del contexto de civilización. Los primeros monjes eran
cristianos egipcios, rudos campesinos coptos, que solían excederse en reprimir la
concupiscencia y frecuentemente cometerán excesos, a nuestro juicio al menos, en la
privación de comodidades, de alimentos y de sueño. De una manera u otra el problema es
llegar al perfecto dominio de las pasiones, lo que el teorizante del desierto, Evagrio Póntico,
intentará designar recurriendo a una palabra equívoca, apatheia.
Los estoicos enseñaron que se debe vivir de acuerdo con la naturaleza, la cual es la
razón (logos) que penetra en todas las cosas. El sabio que sigue este consejo logrará la
apatheia, esto es, se librará del sufrimiento.
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Pero las ascesis del monje no se limita a aspectos interiores, psicológicos. El solitario
se va al desierto para enfrentarse allí con las fuerzas del mal y muy concretamente con el
demonio, sus tentaciones y sus asaltos.
El trabajo manual, la vigilia y la oración son las armas del monje. Recen sin cesar”,
decía San Pablo. “Vigilen y oren para no caer en la tentación”, nos dice Jesús en el
Evangelio. El monje, toma con seriedad estos consejos y los realiza a la letra, hasta llegar al
límite de una vida semejante a la de los ángeles. De aquí el papel que desempeña en su vida la
lectura recitada de los Salmos, de la Sagrada Escritura, repetida y aprendida de memoria.
En la vida del monje, la oración se prolonga en la contemplación, y ésta a su vez, abre
el camino a una experiencia más alta: la ascesis cristiana, prepara y orienta al hombre
entero a una experiencia mística de unión con Dios.
A los ojos de los paganos del siglo IV (y también a los ojos de los paganos de hoy), el
monje aparecía como un loco, un fanático, que ha olvidado que el hombre está hecho para la
sociedad y la vida civilizada; tal como opinaba el Emperador Juliano el Apóstata (361-363).
Pero el monje sigue siendo un hombre (o una mujer) y lleva consigo al desierto toda su
humanidad. Sigue siendo un cristiano y se siente solidario con la Iglesia entera a través de la
oración y la unión mística con el Señor.
Es significativo que San Antonio salió del desierto y marchó a Alejandría, la gran
metrópoli egipcia, dos veces en su vida:
1ª: Durante la persecución de Diocleciano, para dar ánimo a los cristianos, exponiéndose él
mismo al martirio.
2ª: La segunda, en lo más álgido de la polémica arriana, para llevar al obispo Atanasio su
apoyo y defender así la ortodoxia.
Los monjes desempeñaron desde sus inicios una función eclesial de notable
importancia. La santidad que Antonio y sus monjes buscaban en el desierto, es una santidad
que Dios confirma con la concesión del carisma propio de la vida monacal y actúa sobre los
demás cristianos como un polo de atracción y fermento de una vida cristiana sin concesiones.
Esta es la forma más antigua y elemental de organización monacal: los discípulos que
vienen a formarse en la escuela de un santo anciano, y que construyen cada uno su celda en
las proximidades de la del maestro. Su número puede llegar a ser más o menos grande. Surgen
así varios modos de vida anacorética que varían entre la soledad absoluta y la vida semi
comunitaria. En principio cada monje vive, trabaja y medita solo en su celda; se congregan
todos sólo para la oración en común a horas señaladas cada día o cada semana para la liturgia
solemne del sábado y del domingo, o con menos frecuencia aún si se trata de los que son
juzgados dignos y capaces de una anacóresis más total.
Este es el sistema imperante ya en vida de San Antonio. Desde el Medio Egipto en que
había nacido y vivido San Antonio, el movimiento se extendió por todo Egipto, al sur en la
Tebaida, al norte en las orillas del Delta del Nilo. La agrupación más célebre (que ha
subsistido hasta nuestros días) es la del desierto de Escitia y de Wadi-n-Natrún al oeste del
Delta. Fundada hacia el año 330 y hecha famosa por el gran Macario, Escitia acogió desde el
382 hasta su muerte en el 399, al curioso personaje que fue Evagrio Póntico. Lector de San
Basilio en Cesarea, diácono de San Gregorio de Nacianzo al que siguió a Constantinopla,
donde adquirió renombre en la predicación, Evagrio, a pesar de este doble patronazgo, era un
teólogo de dudosa ortodoxia. Discípulo de Orígenes, desarrolló exageradamente las
tendencias de su maestro. Su doctrina espiritual, en cambio, es de gran valor e influyó
notablemente en la enseñanza sistemática de los Padres del desierto. Su misión histórica fue
sistematizar esta enseñanza y elaborarla en un cuerpo doctrinal.
La sabiduría de los monjes de Egipto nos ha llegado también bajo una forma más
directa en las colecciones de Apophthegmata (“Dichos”), donde toda una espiritualidad se
resume en una anécdota de varias líneas, una frase, a veces una palabra, como este lema del
Santo Abad Arsenio: “Huye, calla, vive en paz” y cuyo núcleo original data de los siglos IV y
V. O también en grandes reportajes de viajeros que conservaron las conversaciones que
tuvieron con algún famoso solitario.
No existe una doctrina común en las colecciones de Dichos de los Padres del desierto.
Procedentes de medios y épocas diversas, tiene sin embargo características comunes,
especialmente el método y la actitud fundamental.
Hubo, sin duda, excesos y hasta contaminaciones de las doctrinas heréticas de maniqueos
y dualistas, en algunos casos, pero esto es la excepción. Asombra el buen sentido, la
normalidad cristiana, el optimismo antropológico, la visión de fe, de estos hombres
experimentados en las cosas de Dios. Verdaderos maestros del espíritu. El fin, que es el amor,
se realiza en la hesequía, la calma, el reposo espiritual.
Incluso para nosotros hoy, los Dichos de los Padres del desierto, son más allá de la
sorpresa, una fuente válida de enseñanza. Pues hablan de un radicalismo evangélico, de la
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seriedad con que se debe asumir el seguimiento de Cristo, de las cautelas en el discernimiento
espiritual. De las palabras del Evangelio a la doctrina del desierto, podemos observar la
continuidad exigente: quien no toma la cruz para seguir a Cristo, no puede ser su discípulo.
Veamos, a continuación, algunos Dichos de padres del desierto:
ABBA ANTONIO
Uno interrogó a Abba Antonio, diciendo: “¿Qué debo observar para agradar a Dios?”. El
anciano le respondió diciendo: “guarda esto que te mando: adondequiera que vayas, lleva a
Dios ante tus ojos; y cualquier cosa que hagas, toma un testimonio de las Santas Escrituras;
y cualquiera sea el lugar que habitas no lo abandones prontamente. Observa estas tres cosas
y te salvarás”.
Dijo Abba Antonio a Abba Pastor: “Este es el gran esfuerzo del hombre: poner su culpa ante
Dios, y estar preparado para enfrentar la tentación hasta el último suspiro”.
Preguntó Abba Pambo a Abba Antonio: “¿Qué debo hacer?”. Le respondió el anciano: “No
confíes en tu justicia, ni te preocupes por las cosas del pasado, y contiene tu lengua y tu
vientre”.
Dijo Abba Antonio: “Vi todas las trampas del enemigo extendidas sobre la tierra y dije
gimiendo: “¿Quién podrá pasar por ellas?”. Y oí una voz que me respondía: la humildad.
Dijo también: “La vida y la muerte dependen del prójimo. Pues si ganamos al hermano,
ganamos a Dios, y si escandalizamos al hermano, pecamos contra Cristo”.
Un hombre que estaba cazando animales salvajes en el desierto vio a Abba Antonio que se
recreaba con los hermanos y se escandalizó. Deseando mostrarle el anciano que es necesario
a veces condescender con los hermanos, le dijo: “Pon una flecha en tu arco y estíralo”. Y así
lo hizo. Le dijo: “Estíralo más”. Y lo estiró. Le dijo nuevamente: “Estíralo”. Le respondió el
cazador: “Si estiro más de la medida, se romperá el arco”. Le dijo el anciano: “Pues así es
tambien la obra de Dios: si exigimos de los hermanos más de la medida, se romperán pronto.
Es preciso pues de vez en cuando condescender con las necesidades de los hermanos”. Vio
estas cosas el cazador y se llenó de compunción. Se retiró muy edificado por el anciano. Los
hermanos regresaron también fortalecidos, a sus lugares.
Un monje fue alabado por los hermanos en presencia de Abba Antonio. Cuando éste lo
recibió, lo probó para saber si soportaba la injuria, y viendo que no la soportaba, le dijo:
“Pareces una aldea muy adornada en su frente, pero que los ladrones saquean por detrás”.
Dijo Abba Antonio: “Ya no temo a Dios, sino que lo amo. En efecto, el amor expulsa el
temor”.
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ABBA ARSENIO3
Cuando Abba Arsenio estaba todavía en el Palacio, oró al Señor diciendo: “Señor, dirígeme
por el camino de la salvación”. Y llegó hasta él una voz que le dijo: “Arsenio, huye de los
hombres y te salvarás”.
Decían del mismo Arsenio, que así como nadie llevaba en la Corte ropas mejores que las de
él, ninguno llevaba ropas más vulgares en la Iglesia.
Alguien dijo al bienaventurado Arsenio: “¿Cómo es que nosotros no tenemos nada, con toda
nuestra educación y sabiduría, mientras que estos campesinos y egipcios adquieren tantas
virtudes?”. Les respondió Abba Arsenio: “Nosotros no sacamos nada de nuestra educación
secular, pero estos campesinos y egipcios adquieren las virtudes por sus trabajos”.
Pidió un hermano a Abba Arsenio que le hiciera oír una palabra. El anciano le dijo: “En
cuanto de ti dependa, esfuérzate para que tu trabajo interior sea de acuerdo a Dios, y
vencerás las pasiones exteriores”.
Abba Daniel decía acerca de Abba Arsenio, que pasaba la noche entera sin dormir, y cuando,
al amanecer, la naturaleza lo obligaba a recostarse, decía al sueño: “Ven, servidor malo”.
Sentado, tomaba entonces un corto sueño, y se levantaba enseguida.
Cayó una vez enfermo en Escete Abba Arsenio. Le faltaba hasta un pedazo de tela de lino, y
como no tenía con qué comprarlo, lo recibió de otro por caridad, y dijo: “Gracias te doy,
Señor, porque me hiciste digno de recibir la caridad en tu nombre”.
ABBA TEÓDOTO
Dijo Abba Teódoto: “La carencia de pan mortifica el cuerpo del monje”. Pero otro anciano
decía: “La vigilia lo mortifica aún más”.
2. EL CENOBITISMO DE PACOMIO
Con San Pacomio aparece otro tipo de monacato que por reacción, pone el acento en la
“vida común” (κοινος βιος = koinonía), es el cenobitismo. Pacomio, después de haberse
ejercitado durante siete años en la vida solitaria, en el año 323 fundó su primera comunidad en
un pueblo abandonado, en Tabennisi, Alto Egipto. Esta comunidad se desarrolló pronto y
recibió de su fundador una estructura sólidamente construida: una regla, en primer lugar. Fue
3
Arsenio, alto funcionario de la Corte imperial de Constantinopla. Preceptor de los hijos del Emperador
Teodosio, dejó el mundo el 394 y se internó en Escete, bajo la guía de Juan Colobos. Vivió un tiempo en Petra,
más tarde en Cánopo. Murió cerca de El Cairo (Egipto) en el 449.
4
Citas tomadas de Los Dichos de los Padres del Desierto, Traducción de MARTÍN DE ELIZALDE, OSB.
Ediciones Paulinas, Buenos Aires, pg. 20-25.
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la primera regla monástica propiamente tal, cuyos 192 artículos determinaban con precisión el
ritmo de la vida diaria del monje, el trabajo, la oración en común, la disciplina.
El éxito del primer monasterio, hace que Pacomio funde un segundo monasterio del
mismo tipo en otro pueblo abandonado. Siguieron otras fundaciones. A su muerte, en el 346,
San Pacomio había establecido nueve conventos de hombres y dos de mujeres, el primero de
éstos fundado hacia el 340 por su hermana María. La expansión continuó bajo sus sucesores,
extendiéndose por todo Egipto. A fines del siglo IV encontramos un monasterio pocomiano
instalado en las puertas de Alejandría, el célebre monasterio de la Penitencia, Metanoia
(Μετάνοια).
El conjunto de estos monasterios formaba una Órden bajo la autoridad de un superior
general instalado en Tabennisi y luego en Pebou; éste nombraba los superiores de cada
monasterio. Un capítulo general los reunía en torno a él dos veces en el año; allí se rendía
cuentas de la marcha de cada monasterio ante el ecónomo general, que asistía al superior en la
gestión de los asuntos generales de la Congregación.
La importancia del aspecto económico de esta institución no cesó de crecer a medida
que se desarrollaba la vida monacal cenobítica. Los monasterios pacomianos llegaron a reunir
miles de monjes. Para la agricultura egipcia constituían una aportación económica importante
y un notable flujo de mano de obra temporal.
En la Antigüedad cristiana, Egipto es sin duda la patria de origen del monacato. Pero
pronto vemos monjes más allá del país del Nilo, extendidos por todo el Oriente cristiano.
Un progreso decisivo para el ulterior desarrollo del monacato, fue el realizado por San
Basilio que hacia el año 357, apenas recibió el bautismo, abrazó la vida monástica y, tras un
viaje de información a Egipto, se estableció en las montañas del Ponto (Asia Menor, junto al
Mar Negro).
Basilio agrupó en torno a sí a algunos amigos, entre ellos a San Gregorio de Nacianzo;
pero no pudo retenerlo por mucho tiempo. No obstante, logró reunir una verdadera comunidad
que debía servir de modelo a muchas otras comunidades monacales, especialmente en
Oriente.
La carrera monástica de Basilio fue muy breve. Ordenado presbítero para Cesarea de
Capadocia, se establece allí definitivamente el año 365, ascendiendo al trono metropolitano el
370. Su papel histórico fue considerable gracias a su obra de organizador y legislador: las
reglas monásticas que redactó son su gran aporte al desarrollo del monacato cenobítico.
Pronto la Regla de San Basilio fue asumida por la mayoría de los monjes cenobíticos de
Oriente, hasta el día de hoy. Efectivamente; Basilio aportó una concepción nueva de la vida
monástica, con una Regla bien construida, llena de sabiduría y que conservando el ideal
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monástico, superaba los excesos disciplinarios y ascéticos a los que eran tan dados los monjes
egipcios.
San Basilio reflexionó mucho sobre las relaciones fraternas como distintivo de la
espiritualidad cristiana en general; el amor a Dios exige el amor al prójimo. Y por el amor al
prójimo se llega al amor a Dios. Basilio, con su cultura griega, ve en esta exigencia evangélica
un desarrollo más perfecto de las mismas exigencias naturales: el hombre es zoon politicón,
un animal social, y por tanto no hay nada tan propio en la naturaleza humana como el
asociarse, tener necesidad de los demás porque nadie puede bastarse a sí mismo, y es preciso
amar a aquellos con quienes se comparte un mismo ideal humano y evangélico, porque la
caridad cristiana no busca el propio interés sino el bien de los demás.
De aquí saca San Basilio su ideal monástico, que no es por tanto, un camino solitario;
la comunidad se le presenta como la expresión de la comunión eclesial y como puesta en
común de los carismas personales recibidos de Dios. Es posible que el anacoreta o solitario
tenga alguno o muchos carismas; pero quien vive en comunidad goza no sólo de sus propios
carismas, que debe ponerlos al servicio de los hermanos, sino también de los carismas de los
demás. Así se va recreando en la comunidad monástica, la vida de la Iglesia primitiva, fresca
en carismas y presencia del Resucitado. Pero hemos de tomar en cuenta también, que la vida
de la Iglesia descrita en los Hechos de los Apóstoles, más que una descripción histórica de la
vida de esa comunidad, es también un ideal de lo que debe ser toda comunidad cristiana.
Recordemos que esta Regla basiliana es la que ha regido y aún rige a la mayoría del
monacato oriental. La Regla basiliana establece una normativa muy rigurosa para la admisión
de los candidatos y para las relaciones fraternales, que han de ser muy importantes. Ésta es la
razón por la que sus monasterios han de tener un número más bien reducido de monjes. Otro
motivo por el que prefería que sus monasterios tuvieran un número reducido de monjes, era el
sistema económico: una comunidad numerosa exigía un gran capital para mantenerse; lo cual
comportaba una intensificación del trabajo manual y unas relaciones económicas con la
sociedad que San Basilio no quería en modo alguno en sus monasterios. La comunidad debía
ser autosuficiente, pero nunca debía convertirse en un poder económico ni comercial.
San Jerónimo (c. 345-419), fue un erudito bíblico, Padre y Doctor de la Iglesia, cuya
obra más importante fue la Vulgata; es decir, la traducción de la Biblia al latín.
Eusebius Hieronymus, su nombre en latín, nació en Estridon, en la frontera entre las
provincias romanas de Dalmacia (en la actual Croacia) y Panonia (en la actual Eslovenia),
hacia el año 345.
De formación pagana, después de estudiar en Roma y viajar a Antioquía (donde se convirtió
al cristianismo), marchó al desierto y allí vivió como un asceta y estudió las Sagradas
Escrituras. En el 379 fue ordenado sacerdote. Pasó tres años en Constantinopla con San
Gregorio Nacianceno. En el 382 regresó a Roma, donde trabajó como secretario y consejero
del Papa Dámaso I, quien le encargó revisar la antigua traducción de la Biblia (de donde
surgieron el Salterio Romano y el Salterio Galo); allí empezó a ser muy influyente.
Ejerció como director espiritual de numerosas personas, entre las que se encontraba una
noble viuda romana llamada Paula y su hija, con las que peregrinó a Tierra Santa en el 385. Al
año siguiente estableció su residencia en Belén, donde Paula (más tarde Santa Paula) fundó
cuatro monasterios, tres femeninos y uno masculino, este último dirigido por el propio
Jerónimo. Allí continuó con sus trabajos (que darían como resultado la aparición de la
Vulgata) y polemizó, no sólo con los herejes Joviniano, Vigilantio y los seguidores del
pelagianismo, sino también con el monje y teólogo Rufino y con San Agustín de Hipona.
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A causa de sus conflictos con los pelagianos tuvo que vivir escondido durante dos años.
Regresó a Belén, donde falleció poco después.
Después de tres años de formación en el desierto de Calcis, cerca de Antioquía (375-377),
había venido a instalarse en Roma, como hemos visto, a la sombra del Papa Dámaso (Papa
366-384). Su propaganda a favor del ideal monástico encontró un éxito grande, especialmente
entre un cierto número de mujeres, viudas, vírgenes, pertenecientes a la aristocracia senatorial.
Pero esta nueva forma de vida también despertó no pocas reticencias en Roma. De aquí las
discusiones en que la vena de polemista de San Jerónimo se manifiesta en más de una
ocasión. Jerónimo debe abandonar Roma en el 385; pronto se le unen varias discípulas.
Sabemos que se establece finalmente en Belén junto al monasterio fundado por su discípula
Paula, a la que sucederá su hija Eustoquia.
Sam Martín de Tours implantó la vida monástica no sólo en su diócesis, sino por todas
las Galias. Entre todos los monasterios fundados por él, sobresale Marmoutier, junto al río
Loira. Era un monasterio clerical y laical a la vez; los clérigos ayudaban a San Martín en las
tareas pastorales y evangelizadoras de su diócesis. El biógrafo de San Martín, Sulpicio
Severo, relata que a la muerte del santo obispo (397), más de dos mil monjes acudieron a su
entierro.
Algo diferente y original aparece por primera vez en Occidente con Eusebio, obispo de
Vercelli en el Piamonte (norte de Italia), a partir del año 345. Ardiente partidario de la
ortodoxia nicena, Eusebio fue desterrado por el Emperador Constancio en el 355, esto le dió
5
Ver: Jesús Álvarez Gómez, Historia de la Iglesia, Tomo I: Edad Antigua, BAC, Madrid 2001.
6
San Martín (c. 316-397), obispo de Tours, fundador del monacato en la Galia y Santo patrón de
Francia. Hijo de un tribuno militar romano, se convirtió al cristianismo a los 10 años de edad. Para
librarse de ingresar en las legiones del Imperio romano, viajó a Poitiers, donde fue discípulo de San
Hilario, obispo de aquella diócesis y uno de los principales oponentes al arrianismo. Fundó en Ligugé el
primer monasterio de la Galia. En 371 fue nombrado, contra su voluntad, obispo de Tours. Fundó un
nuevo monasterio, en Marmoutier, que se convirtió en un importante centro religioso, y continuó su
trabajo misionero en Turena y por toda Galia. Se le atribuyen muchos milagros. Según la tradición, regaló
la mitad de su capa a un mendigo de Amiens y después experimentó una visión en la que Jesucristo
relataba su caridad a los ángeles.
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ocasión de visitar el Oriente. Sin dejar de ser obispo, Eusebio quiso ser también monje, y
agrupó en torno suyo a los miembros de su clero para llevar una vida de tipo ascético.
Pero será San Agustín quien fundará una vida monacal propiamente tal en la Iglesia
africana. San Agustín después de su conversión (387), hizo una larga experiencia ascética,
hasta que fundó su primer monasterio. Agustín quiso ser monje al bautizarse, pero la primera
comunidad que había agrupado en torno a sí en su ciudad natal de Tagaste (388), no logró
subsistir. Sí logró fundar una comunidad de clérigos con un estilo de vida monacal, cuando en
el año 395, como obispo de Hipona, organizó un monasterio episcopal, imponiendo a todo su
clero la renuncia monástica y particularmente el voto de pobreza.
La fundación de un monasterio clerical significaba que al estilo de vida monástica
agustiniana centrado en la oración, el estudio y el diálogo, ahora se le añadía el ministerio
pastoral. Recordemos que no fue San Agustín el primero en crear este tipo de comunidad de
monjes clérigos; tengamos presente la experiencia similar previa de San Eusebio de Vercelli
(Italia) y San Ambrosio en Milán, aunque estas comunidades no eran propiamente monásticas.
Después de las experiencias monacales de San Pacomio y San Basilio, parecería que
San Agustín no podría aportar caminos nuevos a la espiritualidad monacal cenobítica. Pero
Agustín aportó algo verdaderamente original. San Pacomio, partiendo de una iniciativa semi
anacorética, descubrió el valor del amor fraterno y de la vida comunitaria, que él añadió a
aquella visión esencialmente ascética del cristianismo, encarnada en el anacoretismo.
Ascetismo y cristianismo también tendían a confundirse en la comunidad evangélica de San
Basilio, aunque se trata de un ascetismo matizado y conducido en común en obediencia al
mandato del amor al prójimo y a la naturaleza social del hombre; pero siendo en todo caso
ascetismo.
San Agustín atenúa esa fuerte dimensión ascética para centrarse en el valor esencial de
la caridad fraterna: para él, el servicio de Dios se realiza esencialmente en la concordia
fraterna; es decir, la comunión no aparece ya como un elemento más, incluso importante,
entre los demás elementos ascéticos; sino que en cierto modo es lo esencial. El cristiano dirige
a Dios su culto a través del prójimo; lo cual no excluye la relación con Dios en la oración, en
la que Agustín ha descubierto el fundamento de la piedad verdadera; pero esto mismo hace
que las relaciones fraternas sean el criterio de veracidad de una piedad verdadera, del
verdadero culto tributado a Dios.
Es decir, el amor fraterno es esencial en la ascesis de Agustín, que él mismo explica
tomando como punto de partida el texto de San Pablo que hace referencia a los atletas que
corren en el estadio la buena carrera (1° Cor. 9, 29), y que Agustín aplica expresamente a sus
comunidades monásticas:
“Todos corren en el estadio, pero uno solo recibe el premio, y los demás se retiran
vencidos. Pero para nosotros no es así. Todos aquellos que corren, aunque sólo lo sea al
final, lo reciben, y aquel que ha llegado el primero espera al último para ser coronado con él.
Porque en esta lucha, se trata de caridad y no de codicia; todos los que corren se aman
mutuamente y es este amor lo que constituye nuestra carrera” (Agustín, Enarratio in Psalmun
9,12).
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