EL Celibato

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El celibato clerical

Es claro que la Iglesia no tenía ninguna prevención contra el sexo ni contra la mujer, ni
en sí mismos ni en relación con el ministerio eclesiástico.

Pero en el siglo II van apareciendo tendencias – y posturas – de cuestionamiento y


rechazo a la carne – entendida como corporalidad – al sexo, a la mujer, y al
matrimonio.
El extremo encratita fue combatido por todos los Padres de la Iglesia, incluso por los
más rigoristas.

Pero en el conjunto del pueblo de Dios se fue estableciendo la idea de cierta


inconveniencia del sexo conyugal para la vida espiritual…
“Por consiguiente, hay que tener muy bien en cuenta que, en la Iglesia primitiva, no se
planteaba problema alguno entre ministerio eclesial y celibato, sino, más
profundamente, entre bautismo y vida conyugal”. (Álvarez Gómez, 274)

En los siglos III y IV reaparece con fuerza el encratismo, motivando una intensa
reflexión de algunos santos Padres sobre el matrimonio y el celibato. En consecuencia,
se afirma que el matrimonio es bueno, pero el celibato es mejor.

Desde luego, este planteamiento acabó en un cierto menosprecio del matrimonio,


manifiesto en la condena del rigorismo encratita en un concilio regional del 340-341.
Ya el Concilio de Nicea había rehusado imponer a los clérigos el celibato o la
continencia conyugal, precisamente afirmando la dignidad del matrimonio frente a
estos rigoristas.
Pero a lo largo del siglo IV van aumentando los escritores eclesiásticos que abogan por
el celibato clerical contra la postura de Nicea.

En el mundo antiguo se pensaba que la renuncia sexual en la madurez no era algo


imposible o dramático… se imaginaba que los “vapores” de la sexualidad se gastaban
con el tiempo, y que hacia los 30 años podía estar cerca el agotamiento de todas las
pasiones.
En esta línea encajaba la continencia posible continencia de los clérigos después de
años de matrimonio.
En Oriente, en el siglo IV, se hace común elegir obispos entre los monjes (célibes), pero
aún en el siglo V hubo obispos casados hasta que Teodosio II impuso el celibato para
los obispos célibes en el momento de su consagración, y la continencia perfecta a los
obispos que ya estuvieran casados, aunque aún pudieran hacer vida común con sus
esposas. El código de Justiniano confirmó esta disposición a mediados del s. VI.

El Concilio Trulano II (692) fijó la disciplina oriental sobre la materia:


El obispo debe vivir en continencia; y por tanto separarse de su esposa si estuviera
casado.
Los presbíteros, diáconos y subdiáconos si estuvieran casados antes de su ordenación
podían seguir teniendo relaciones conyugales, pero no casarse por segunda vez en
caso de viudez.
De todas formas, la praxis oriental admitió excepciones a la norma de la prohibición de
matrimonio para el clero después de la ordenación.

En Occidente el Concilio de Elvira (305), recogiendo legislación ibérica anterior, impuso


la continencia clerical.

Para la Iglesia Universal, en concreto, para Occidente, el papa Siricio aconsejó a los
presbíteros y diáconos el celibato en el sínodo romano de 385. Pero luego él mismo lo
convirtió en obligatorio en cartas a obispos de Hispania y del norte de África. En 390 el
sínodo de Cartago asumió la postura de recomendarlo del sínodo romano.

En Galia, después de una carta de Inocencio I (404), la Iglesia impuso el celibato a


presbíteros y diáconos en los sínodos de Orange (441) y Arlés (524).

El papa León Magno autorizó a los clérigos que ya estuvieran casados antes de su
ordenación a cohabitar con sus esposas, pero de modo continente. Él mismo extendió
el celibato a los subdiáconos.

En suma:
Esta normativa no imponía el celibato, sino la continencia si eran solteros o casados.
El matrimonio de los clérigos era ilícito, pero válido.
Recién el Concilio de Letrán II (1139) estableció la nulidad de los matrimonios de los
clérigos (presbíteros, diáconos y subdiáconos).
Más adelante hubo intentos contra el celibato en la Iglesia latina, cosa que se planteó
en los Concilios de Constanza y Trento.

Peter Brown subraya lo extraordinario de la incorporación de la abstinencia sexual en


el modo de vida cristiano en un contexto de “naturalismo”, incluso actuante en el
judaísmo rabínico que opta por la exaltación del matrimonio como línea de realización
humano-religiosa.
Pero rechaza la explicación común que explica este aspecto del radicalismo cristiano
como un alejamiento del entorno judío en que surge y un sumergirse en el estoicismo
pagano y su desprecio del cuerpo.
Señala que el cristianismo primitivo surgió del judaísmo radical que precisamente
apoyaba la búsqueda de la “sencillez de corazón” en la renuncia sexual.

Para Brown la pregunta no es por qué pudo levantarse tanto recelo contra el cuerpo
en la Antigüedad tardía, sino más bien por qué se presenta el cuerpo de modo
consistente y en términos sexuales, como lugar de motivaciones perversas y como
campo de definición de estructuras y entornos comunitarios enunciados en términos
sexuales… virginidad / actividad sexual; celibato / matrimonio.
En suma, ¿por qué se impuso sobre la corporalidad una carga tan intensa de
significación y definición existencial?

En el cristianismo se consideraba posible la supresión de la sexualidad según el grado


de compromiso del individuo con la fe y la praxis eclesial… y se pensaba que esa
transformación – objetiva – expresaba de modo más significativo que cualquier otra, la
existencia de cualidades necesarias para el liderazgo religioso.
“La eliminación de la sexualidad – o, más humildemente, el apartarse de la sexualidad
– era visto como un indudable estado de disponibilidad para Dios y para los propios
compañeros, en un estado que se encontraba ligado al ideal de la persona “sencilla de
corazón”.” (Brown, 258)

La Iglesia como espacio público, pudo así marcar su entorno y perfilar su presencia
pública, al elegir hombres célibes como sus representantes / dirigentes, en contraste
con una sociedad – “mundo” en el que el pecado y las pasiones personales y colectivas
hacían estragos sin ningún control.
“De este modo el celibato señalaba inequívocamente la existencia de una clase de
personas que eran fundamentales para la vida “pública” de la Iglesia, precisamente por
estar apartadas ya para siempre de lo que era tenido por lo más privado de la vida del
lego cristiano medio en el “mundo”. (Brown, 259).

El monacato oriental y el primer monacato occidental

A principios del siglo IV tuvo lugar un proceso aparentemente menor, pero también de
gran importancia: el que llevaría a la existencia del monaquismo en Oriente y
Occidente.
Ya sabemos que antiguamente existió un cierto ‘orden’ de las vírgenes y viudas… (que
fueron absorbidas por las primeras), pero sin que experimentasen el impulso de
‘abandonar el mundo’.

En el siglo IV este impulso de la fuga mundi se convirtió en presupuesto necesario para


la purificación interior y la santificación. Los primeros maestros de la espiritualidad
monástica fueron Evagrio Póntico (346-399) y Juan Casiano (360-433, aprox.). El
segundo fue el mayor, e influyó por siglos en la espiritualidad monástica occidental.

Como antecedente, en la primera mitad del siglo IV aparecieron formas de vida


monástica en Egipto, sobre todo bajo la guía de san Antonio Abad (251-356) y de san
Pacomio (286-346). Más tarde, bajo la enseñanza de san Basilio, el monacato tendría
alcanzaría sus perfiles definitivos.

Eran anacoretas – vivían en soledad y silencio en el desierto – que habitaban cuevas o


cabañas, aislados o en grupos de dos o tres, dedicados plenamente a la oración, la
penitencia y el trabajo manual. Se juntaban el domingo para la Eucaristía y otros
sacramentos, y para la enseñanza de los maestros.

También vivían en cenobios… en vida comunitaria y bajo la obediencia a un superior.


A veces eran grandes como pueblos, con poblaciones de centenares de monjes. Se
regían bajo una regla, elemento esencial del monacato.

En algunos lugares – sobre todo en Siria – los monjes anacoretas se destacaron por
extraordinarias penitencias que alimentaron la imaginación y la admiración popular…
la santidad se convirtió en fenómeno análogo al del atletismo o el heroísmo: abandonó
el horizonte de la vida ordinaria. (San Simeón el Estilita).

En las ciudades del Imperio proliferaron los monasterios… como ejemplo, en la


Constantinopla de Justiniano había unos 80.

En Occidente, recogiendo la tradición de Casiano y otros autores y fundadores de


monasterios – como san Agustín y san Martín de Tours, surgió el más grande – el
Fundador de Europa, se ha dicho: san Benito (480-547).
Bajo la regla benedictina,
“…la vida comunitaria era más intensa, la dirección del abad más inmediata, y la
existencia de los monjes, perfectamente regulada, se dividía entre la oración litúrgica,
la lectio divina y el trabajo manual”. (Orlandis, 120)

En realidad, los monachoi (hombres solitarios) significaron el desarrollo de una línea


de vida y realización cristiana apartada del anterior patrón único del cristianismo
urbano.
No vida social – soledad – origen de una nueva forma de socialización / sociedad
(monástica).
Cambio de contexto – lo urbano por lo “natural” (entendido de modo nuevo).

El prestigio del monje – ideal de hombre que alcanzó la “sencillez de corazón” – se


asentaba en dos elementos: una renuncia viable del mundo (anacoreta) / una
presencia social que en los confines del “desierto”, testimoniaba a los de la “ciudad”
que otra vida era posible.
A la vista de la gente común, se convirtieron rápidamente en sus héroes y guías
espirituales.

El paradigma monástico no era nuevo… existía el antecedente de cierto radicalismo


filosófico pagano, así como el de ciertas formas de vida judeocristianas antiguas.
La novedad está en el cambio de punto de vista:
El “mundo” es la sociedad presente, tal como es… y remite al futuro escatológico del
que habla el estado original de inocencia adánica, como un preanuncio al que hay que
volver en el umbral de la consumación en la Resurrección.
La sociedad y la naturaleza humana, tal cual es vista y vivida en la coyuntura de la
historia, no son más que realidades accidentales, efímeras. Todo lo humano y social,
toda realización personal y comunitaria, familiar, intelectual, artística o tecnológica,
quedará resuelta en al eterno presente de la unión con Dios, aquí y en la consumación.

El monaquismo tiene también que ver con la sensación del fin del mundo antiguo
desde la crisis de una de sus principales instituciones: la ciudad helenística antigua. El
monje y sus admiradores abren horizontes de realización más allá de la ciudad, en el
campo.
Como expresión de este cambio está la apertura de la caridad / filantropía de los ricos
de la ciudad a los pobres de fuera de la ciudad (y ya no solo a los ciudadanos de
dentro): las nuevas comunidades de “pobres voluntarios”, que, a su vez, ayudaban a
los pobres que tenían alrededor.

Otro tema vinculado al monaquismo es su constitución como nuevo espacio de


socialización y educación de los hijos de las elites… de los demás.
En el mundo antiguo, la ciudad era el espacio de educación y formación en cultura y
valores conformados tradicionalmente y transmitidos por ella. De alguna manera, la
ecuación pertenecía más a la ciudad y poco a los padres.

Los monasterios aparecieron como alternativa de educación plenamente cristiana


desde la adolescencia, y – desde luego – como vehículos de penetración del ideal
monástico de vida.

La Iglesia, desde las familias + los monasterios, va cerrándose sobre los jóvenes,
sustrayéndolos a la educación / formación cívico – pública.
Aunque de hecho se forman en la cultura clásica, y adquieren las habilidades y
conocimientos tradicionales, para los hogares cristianos, se trata de una cultura
“muerta”, aún necesaria, pero sin relación con la vida de las personas.
Desde luego, la ciudad de la Antigüedad tardía, todavía mantuvo en este aspecto su
vigor en muchos lugares…, pero incluso en estos, es claro que aparece una grieta entre
la ciudad y las familias cristianas.

Sin embargo, los monasterios y la posibilidad de educación y realización personal que


suponían, atrajeron no solo a miembros de la elite sino también a otros de nivel social
inferior, que pasaron a integrar una nueva elite finamente diferenciada de la doble
sociedad civil (la ciudad) y religiosa (la Iglesia).

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