Anatomia de Una Enfermedad Norman Cousins

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Norman Cousins, redactor jefe del Saturday Review, cae

gravemente enfermo. Hospitalizado, los médicos le diagnostican un


tipo de enfermedad anquilosante con sólo una posibilidad sobre
quinientas de curarse. Cousins no se resigna y decide, con la ayuda
de su médico, encontrar en sí mismo la fuerza curativa. Se instala
en un hotel, se hace proyectar películas cómicas, descubre las
virtudes terapéuticas de la risa, recibe a sus amistades y reduce su
tratamiento a fuertes dosis de vitamina C. Así hasta que se cura.

Anatomía de una enfermedad es el libro que relata esta increíble


aventura junto con otras consideraciones que de ella se derivan.
Convertido hoy en un best-seller mundial es un texto del cual se han
ocupado apasionadamente las revistas médicas de una quincena de
países. Millares de médicos escribieron al autor contándole casos
parecidos y contribuyendo así al progreso de la llamada medicina
holística.

Anatomía de una enfermedad narra la historia de un caso particular,


pero remite a unos cuantos principios generales. Explica un modelo
de relación entre médico y paciente. El meollo de todo está en saber
cómo emplear las propias capacidades del paciente para superar el
mal. Es la esencia de la medicina integral: el concepto del cuerpo y
de la mente humanas como una unidad que posee el atributo natural
de la autocuración.

Norman Cousins, periodista y autor de una docena de libros, enseña


actualmente en la facultad de medicina de la Universidad de
California, Los Ángeles.
Norman Cousins

ANATOMÍA DE UNA ENFERMEDAD


O la voluntad de vivir
Introducción de René Dubos
Título original: ANATOMY OF AN ILLNESS
Traducción: David Rosenbaum Portada: Ana Pániker

© 1979 by W.W. Norton & Co.


© de la edición en castellano:
1981 by Editorial Kairós, S.A.

Primera edición: Enero 1982 Cuarta edición: Diciembre 2006


ISBN: 84-7245-287-5
Dep. Legal: B-44.481/2006

Fotocomposición: Catalana de Fotocomposición, S.A. Barcelona Impresión y encuadernación:


índice. Fluviá, 81-87. 08019 Barcelona
A mi hermano Robert y a mis hermanas
Sophie y Jeanne.
INTRODUCCIÓN

El tema fundamental de este libro es que toda persona debe aceptar una
cierta responsabilidad dentro del proceso de su propia recuperación de una
enfermedad o incapacidad. Por supuesto, esta noción de la responsabilidad
del paciente no es nueva, pero la filosofía general que se halla detrás de esta
noción rara vez ha sido mejor argumentada que en este libro. Si bien el
autor no pertenece a la profesión médica, sus ideas han logrado una amplia
aceptación entre los miembros de ésta. Sus descubrimientos sobre la
naturaleza de la tensión y acerca de la capacidad de la mente humana para
movilizar los poderes del cuerpo a fin de combatir la enfermedad,
concuerdan con importantes descubrimientos realizados en prestigiosos
centros de investigación médica.
Sin duda, cualquier libro que trate sobre el fenómeno de la curación
tendrá inevitablemente que abordar la cuestión de la longevidad.
Evidentemente este libro otorga una mayor importancia a la calidad de la
vida que a su prolongación. No obstante, este doble énfasis se inserta en una
de las tendencias más importantes de la sociedad moderna: a saber, el
aumento general de la esperanza de vida, que ahora se sitúa entre los setenta
y ochenta años. De hecho, según un informe de la Seguridad Social, en los
Estados Unidos había 10.700 personas que habían vivido más de cien años,
en 1976. El porcentaje de personas centenarias en relación con la población
total es, probablemente, similar a otros países.
Sin lugar a dudas, a menudo resulta difícil comprobar la edad exacta de
las personas muy ancianas, puesto que los registros de sus fechas de
nacimiento suelen ser inexactos o inexistentes. En los Estados Unidos, por
ejemplo, el número de centenarios debidamente comprobados posiblemente
no llega a los diez mil. Sin embargo, existen suficientes casos bien
documentados que demuestran que la longevidad puede alcanzarse bajo
condiciones climáticas y sociales sumamente diversas.
En 1635, un súbdito inglés, Thomas Parr, fue llamado a Londres para
presentarse ante el rey Carlos I debido a que éste había sido informado por
los registros eclesiásticos y otras evidencias circunstanciales que el «viejo
Parr» (como se le llamaba cariñosamente) tenía 152 años de edad. El viejo
Parr fue objeto de honores y festejos, pero murió poco tiempo después,
cuando aún se hallaba en Londres. El propio William Harvey llevó a cabo
su autopsia, llegando a la conclusión de que los órganos de Parr estaban
completamente sanos, «tan saludables como en el día en que nació».
Harvey atribuyó la muerte de Parr al empacho y a la contaminación del aire
de Londres.
Sin duda, el aire estaba tan contaminado en el París del siglo XIX como
en el Londres del siglo XVIII. Sin embargo, el ilustre químico francés
Michel-Eugéne Chevreul había alcanzado la edad de 103 años cuando
murió en 1889, tras más de 75 años de residir en la capital de Francia. Las
fotografías tomadas por Nadar con ocasión del centenario de Chevreul, nos
muestran a un anciano robusto y vivaz, tan lleno de joie de vivre como un
niño. Cuando se le preguntó cómo se sentía, poco antes de su muerte, se
quejó solamente de une certaine lassitude de vivre. Chevreul tenía 99 años
cuando publicó su último artículo científico.
Charles Thierry nació en 1850 y practicó su oficio de orfebre en
Cambridge, Massachusetts, hasta la edad de 93 años. Cada día daba largas y
vigorosas caminatas por el campo, hábito que conservó después de retirarse
de la vida activa. A los 103 años contrajo influenza y tuvo una tormentosa
convalecencia. Luego fue atendido por el doctor Paul Dudley White, quien
le urgió a que volviera a dar sus caminatas diarias, a pesar del estado del
tiempo. Thierry se recuperó, muriendo más tarde de pulmonía a la edad de
108 años, debido en gran parte a su negligencia.
En los años sesenta, un hombre muy viejo fue traído al Hospital de
Nueva York de un pueblo de las montañas de Columbia, no para recibir
tratamientos, sino para ser examinado por los científicos, como una
curiosidad. No cabe duda que tenía más de 100 años de edad y podría haber
tenido, según algunas evidencias circunstanciales, aproximadamente 150.
Había pasado toda su vida en condiciones primitivas; era bajo y vivaz, y
hablaba en español con volubilidad y gusto. En esos días, yo me hallaba
internado en el mismo pabellón donde él se encontraba como invitado, y
puedo dar testimonio de su vitalidad, que yo tanto envidiaba. Murió un
poco después, tras regresar a Colombia.
En su libro, Old Age, publicado en 1904, Elias Metchnikoff nos presenta
una alegre imagen de los numerosos ancianos que había estudiado en Rusia
y Francia. Según sus escritos, la mayoría de ellos permanecían activos hasta
el final de su vida, siendo su dolencia principal, como en el caso de
Chevreul, esa especie de morriña que uno siente después de un día largo y
lleno de actividad.
La existencia misma de centenarios saludables y vigorosos, nacidos
mucho antes de la llegada de la medicina moderna, prueba que la duración
potencial de la vida humana sobrepasa los setenta años bíblicos, y que se
puede lograr una gran longevidad sin necesidad de cuidados médicos. Es
probable que la capacidad de alcanzar una edad muy avanzada requiera
cierta constitución genética, pero también es cierto que la longevidad
depende aún más de los hábitos cotidianos. El doctor Alexander Leaf de la
Escuela de Medicina de Harvard, ha realizado recientemente amplias
observaciones clínicas y sociales de personas de edad muy avanzada en
diversas partes del globo. Sus estudios le han llevado a proponer que la
longevidad está directamente relacionada con una dieta bastante frugal pero
bien equilibrada, con la actividad física continua y vigorosa, y con la
participación en los asuntos de la comunidad hasta el final de nuestra vida.
Un retiro absoluto de la vida activa no parece ser una buena manera de
alcanzar una edad muy avanzada.
Los centenarios saludables que no necesitan cuidados médicos parecen
carecer de importancia, a primera vista, en las tesis de Norman Cousins
consistentes en que los enfermos deben compartir la responsabilidad de su
tratamiento. Yo creo, no obstante, que la gente solamente puede alcanzar
una edad muy avanzada si posee algunos de los atributos físicos y
psicológicos que contribuyeron a la recuperación de Cousins; estas personas
deben tener la voluntad de vivir que moviliza los mecanismos naturales de
resistencia a la enfermedad que posee el cuerpo.
Incluso en las condiciones urbanas más extremas conservamos la
constitución de nuestros ancestros de la Edad de Piedra y, por consiguiente,
nunca alcanzamos una adaptación biológica completa a los medios
ambientes en los que vivimos. Seamos lo que seamos y hagamos lo que
hagamos, como dice Cousins, no podemos evitar hallamos expuestos a una
multiplicidad de agentes patológicos, de carácter físico-químico y
biológico. Si logramos sobrevivir es gracias a que estamos dotados de
mecanismos biológicos y psicológicos que nos permiten responder
aptamente a una inmensa diversidad de desafíos. Esta respuesta de
adaptación es tan eficaz, que muchos de estos desafíos no llegan a
transformarse en enfermedades. Si se produce la enfermedad, la respuesta
de adaptación por regla general produce una recuperación espontánea sin
necesidad de intervención médica. Los médicos de la antigüedad conocían
tan bien este poder natural del organismo para controlar la enfermedad, que
para denominarlo inventaron la hermosa expresión vis medicatrix naturae,
«el poder curativo de la naturaleza».
En su libro, Anatomía de una enfermedad, Cousins identifica los
mecanismos naturales de recuperación del cuerpo con los procesos que
Walter B. Cannon denominaba respuestas homeostáticas; es decir, los
procesos naturales que permiten al organismo regresar al estado «normal»
en el que se hallaba antes de la intervención de una influencia nociva. En
realidad, el vis medicatrix naturae es mucho más complejo, poderoso e
interesante que la homeostasis de Cannon. La respuesta del organismo a los
trastornos no es, más que en raros casos, de carácter homeostático. Por lo
general, su resultado produce un cambio duradero que hace que el
organismo alcance una mayor adaptación a los desafíos futuros. Por
ejemplo, el desarrollo de tejidos en las cicatrices no es una verdadera
respuesta homeostática, sino que hace que la parte herida del cuerpo
adquiera una mayor resistencia ante el agente que la causó. Generalmente,
la recuperación de una dolencia infecciosa determinada va acompañada de
constantes cambios celulares que producen una duradera inmunidad contra
esa infección en particular. Las personas que han perdido una extremidad o
la vista tienden a desarrollar habilidades de compensación que se convierten
en parte de su nueva personalidad. En lugar de ser simplemente
homeostática, la respuesta del organismo más bien corresponde a una
adaptación creativa que es llevada a cabo mediante un cambio permanente
en el cuerpo o la mente.
Ya sean resultado de la homeostasis o de la adaptación creativa, los
mecanismos del vis medicatrix naturae resultan tan eficaces, que hacen que
la mayoría de las enfermedades desaparezcan por si solas. Una buena
atención médica, desde luego, hace que el proceso de curación, sea más
completo, rápido y cómodo, pero en última instancia, como señala Cousins,
la recuperación depende de la movilización de los mecanismos de
resistencia a la enfermedad del propio paciente. Aquí reside la explicación
al desconcertante hecho de que todas las sociedades primitivas y antiguas
hayan tenido curanderos eficaces, a pesar de que la medicina tenía poca
cosa que ofrecer en materia de terapias eficaces hasta hace unas cuantas
décadas.
Cousins hace referencia a la obra de William Osler, considerado el mejor
médico clínico del mundo anglo-sajón a finales del siglo pasado, quien
enseñaba a sus discípulos que la mayoría de las drogas y otros métodos de
tratamiento disponibles en su época eran esencialmente inútiles. No
obstante, Osler gozó de una enorme reputación médica mientras ocupó la
presidencia del Departamento de Medicina del Hospital John Hopkins de
Baltimore. En repetidas ocasiones expresó la opinión de que las curaciones
de enfermedades orgánicas que había logrado se debían esencialmente, no
al tratamiento empleado, sino a la fe del paciente en la eficacia del
tratamiento y a la comodidad brindada por los cuidados de las enfermeras.
Después de recibir el título de Profesor Regio en Medicina en la
Universidad de Oxford en Inglaterra, Osler volvió a manifestar su
convicción de que gran parte de su éxito como médico se debía a aspectos
de su personalidad y comportamiento que eran independientes de su
conocimiento científico de la medicina. En 1910, en un artículo titulado «La
fe que cura», decía con tono divertido: «Nuestros resultados en el Hospital
Johns Hopkins fueron muy satisfactorios. La fe en San John Hopkins, como
solíamos llamarlo, en una atmósfera de optimismo y las animadas
enfermeras, producían el mismo tipo de curaciones que Esculapio en
Epidauro» (cursivas del propio Osler). Cuando empleaba la expresión
«curación por medio de la fe», Osler se refería a las influencias psicológicas
que ponen en movimiento los mecanismos de recuperación del vis
medicatrix naturae, es decir, la autocuración.
La eficacia de la «curación por medio de la fe» de Osler fue reconocida
incluso por el doctor William Henry Welch, principal arquitecto de la
medicina científica en los Estados Unidos. Así, este escribía sobre su padre,
que había practicado la medicina en Norfolk: «En el mismo momento en
que entraba en la habitación del enfermo, éste se sentía mejor. El arte de la
curación parecía rodear su cuerpo físico como un aura; a menudo no eran
sus tratamientos los que curaban, sino su presencia». La famosa
observación de Francis Peadbody: «El secreto del cuidado del paciente
consiste en cuidar al paciente» constituye otra manera de decir que existe
un momento milagroso en el que la propia presencia del doctor constituye
la parte más eficaz del tratamiento…
Los éxitos terapéuticos de los curanderos no pertenecientes a la profesión
médica que han tenido lugar a lo largo de la historia deben ser evaluados a
la luz de la capacidad de autocuración que existe en toda forma de vida y
especialmente, en los seres humanos. Si bien aún no comprendemos
completamente los mecanismos de recuperación espontánea de
enfermedades orgánicas y mentales, podemos suponer que todos ellos
operan mediante unas cuantas vías orgánicas comunes y que el organismo
tan sólo posee un repertorio limitado de respuestas a agentes curativos tan
variados como las drogas atarácticas, la imposición de las manos, la
meditación trascendental, el empleo de técnicas de retroalimentación
(biofeedback), las prácticas del zen y el yoga, la fe en un santo, una persona
o una droga y, por supuesto, una adecuada relación entre paciente y médico.
Cousins afirma en repetidas ocasiones que las actitudes mentales de los
pacientes tienen mucho que ver con el desarrollo de sus enfermedades e
ilustra este tema con ejemplos provenientes de materiales clínicos. Desde
luego, sabemos que la mente influencia al cuerpo y viceversa, pero aún se
deben realizar más experimentos científicos sobre esta interrelación. Los
ejemplos que voy a citar corresponden a diferentes tipos de procesos
inmunológicos y fisiológicos que han sido estudiados experimentalmente y
que pertenecen a un tipo que puede afectar el desarrollo o la percepción de
una enfermedad.
Las defensas del cuerpo contra la infección dependen en gran parte de los
mecanismos de la inmunidad humoral y celular, pero estos mecanismos de
la inmunidad humoral y celular, pero estos mecanismos son influenciados a
su vez por el estado mental; como ha sido demostrado por el efecto de la
hipnosis en la prueba de Mantoux. Esta prueba consiste en una inyección
intradérmica de tuberculina, un extracto del bacilo de la tuberculosis. Se
emplea para evaluar las posibles respuestas del cuerpo ante una infección de
carácter tuberculoso. No obstante, un célebre inmunólogo inglés ha
establecido recientemente que la sugestión hipnótica puede anular las
manifestaciones vasculares de la prueba de Mantoux; lo que viene a
constituir la mejor demostración de hasta qué punto puede la mente influir
sobre el cuerpo. La reacción de la tuberculina de Mantoux pertenece al tipo
de respuestas corporales que los inmunólogos denominan «inmunidad por
mediación celular». Puesto que esta forma de respuesta inmunológica juega
un papel esencial en la resistencia contra las enfermedades infecciosas
importantes, como la tuberculosis, y probablemente también en la
resistencia al cáncer, existen buenas razones para creer que el estado mental
del paciente puede afectar el desarrollo de todos los procesos patológicos
que impliquen una reacción inmunológica.
La digestión de grasas después de una comida puede ser vista como un
proceso puramente bioquímico que solamente implica el desdoblamiento de
las partículas de grasa (cilomicros) mediante las enzimas adecuadas y la
asimilación de los productos resultantes de este desdoblamiento a través del
torrente sanguíneo y los órganos, pero una vez más, el proceso digestivo es
afectado por la mente. Un experimento realizado con un profesor de
anatomía de unos cuarenta años de edad reveló que la simple idea de tener
que dar clases a estudiantes de medicina disminuía la velocidad de
asimilación de las partículas de grasa en su torrente sanguíneo. Además se
descubrió que cualquier cambio en la rutina diaria retardaba la digestión de
las partículas de grasa. Así pues, los procesos mentales pueden afectar el
desarrollo de procesos fisiológicos en apariencia tan simples como la
digestión de la comida.
Desde hace mucho sabemos que los estados emocionales afectan la
secreción de ciertas hormonas; por ejemplo, las secretadas por las glándulas
suprarrenales y las tiroides. Recientemente se ha descubierto que el cerebro
y la glándula pituitaria contienen una clase de hormonas hasta ahora
desconocidas que están relacionadas entre sí y reciben el nombre genérico
de endorfinas. La actividad fisiológica de algunas endorfinas presenta una
gran similitud con la de la morfina, la heroína y otras sustancias opiáceas
que alivian el dolor, no solamente actuando sobre los mecanismos del dolor
en sí, sino también inhibiendo las respuestas emocionales que produce el
dolor y, por consiguiente, eliminando el sufrimiento. La acupuntura puede
provocar la secreción de endorfina pituitaria que, de alguna manera, llega
hasta las células de la columna vertebral, pudiendo así ejercer un efecto
parecido al de las drogas derivadas del opio sobre la percepción del dolor.
No resulta descabellado suponer que, al igual que en el caso de otras
hormonas, las actitudes mentales pueden afectar la secreción de endorfina y,
por consiguiente, la percepción que tiene el paciente de su enfermedad.
Cousins señala acertadamente que gran parte de las enfermedades se
curan por sí solas. Lo que nos puede llevar a suponer que gran parte de los
cuidados médicos resultan inútiles. En la práctica, no obstante, la mayoría
de los pacientes pueden ser ayudados por el médico debido a varias razones
diferentes. Sólo un diagnóstico exacto, realizado con perspicacia médica,
puede determinar si una enfermedad concreta acabará curándose por sí
misma o si es potencialmente peligrosa, requiriendo en consecuencia una
terapia en particular. Incluso en el caso de enfermedades que desaparecen
por sí solas, los cuidados médicos profesionales pueden acelerar el proceso
de recuperación y hacerlo más soportable. Además, existen muchas
enfermedades (la hipertensión o la artritis, por ejemplo) que no pueden
curarse, pero para las que existen métodos de tratamiento (médico o
quirúrgico) que permiten al paciente funcionar de manera más o menos
normal mediante la corrección de sus síntomas. La curación de la
enfermedad es solamente un aspecto de la medicina; a menudo, aliviar las
manifestaciones de la enfermedad constituye el papel más importante del
médico.
En vista de la diversidad de las intervenciones médicas, la frase «buenas
relaciones médico-paciente» puede interpretarse de varias maneras
diferentes. Puede significar que el paciente se somete a la autoridad del
médico, considerada como una figura patriarcal. Existen muchas
situaciones en las que este tipo de relación resulta necesaria, por ejemplo,
cuando se presentan graves problemas de diagnósticos o para la aplicación
de terapias específicas. Hace unos siete años, cuando sufrí una endocarditis
bacteriana subaguda, el único camino que me quedaba era aceptar el severo
régimen de terapia antibiótica que es lo único que puede curar esta
enfermedad, pues en caso contrario resulta letal. Probablemente, la
aceptación de la autoridad del médico facilita también el funcionamiento de
lo que Osler llamaba curación por medio de la fe, que viene a ser una auto-
curación.
La aceptación ciega y absoluta de la autoridad del médico, no obstante,
parece estar perdiendo terreno. Cousins no es el único que recomienda una
estrecha colaboración entre médico y paciente para encontrar un método de
curación. En la edición correspondiente al verano de 1977 de la revista Man
and Medicine, de la que actualmente Cousins es asesor editorial, el profesor
Eli Ginzberg de la Universidad de Columbia, nos dice: «Ninguna mejora
del sistema sanitario será eficaz a menos que el ciudadano asuma la
responsabilidad de su propio bienestar. Se pueden lograr importantes
mejoras relacionando al ciudadano individual con el sistema sanitario a
través de una educación más sofisticada». En general, la responsabilidad del
paciente se ha limitado a la práctica de modos de vida más sensatos: dejar
de fumar, tener cuidado con la dieta, realizar una mayor actividad física,
conducir más lentamente, aprender a vivir con una dolencia crónica, como
la artritis o las dolencias cardíacas. Pero Cousins tiene una perspectiva más
amplia de la relación entre médico y paciente. Según él, la responsabilidad
del paciente va más allá de la adopción de hábitos más saludables; de ser
posible, debe compartir con el médico la responsabilidad de la elección y
aplicación de la terapia. En mi opinión, actualmente muy pocas personas sin
formación médica pueden adoptar un papel tan creativo dentro del proceso
terapéutico, excepto siendo objetivos y sinceros al informar sobre los
efectos del tratamiento. Por otra parte, está totalmente comprobado que la
participación activa en el tratamiento, aunque sólo sea a través de la risa o
cultivando la voluntad de vivir, como en el caso de Cousins, sirve para
movilizar los mecanismos naturales de defensa del paciente, que
constituyen los agentes indispensables para la recuperación. Esto no sólo se
aplica a las curaciones de enfermedades orgánicas, sino también a los
procesos de recuperación encaminados a compensar incapacidades de
carácter innato o accidental. Al igual que la curación, la rehabilitación
implica la participación de la mente así como la del cuerpo, integradas
mediante la voluntad de realizar procesos creativos de adaptación.
Las observaciones presentadas por Cousins no deben ser consideradas un
cuestionamiento de la validez de la medicina científica. Cousins no propone
regresar a la medicina popular, si bien testimonia un gran respeto por el
antiguo médico familiar. Siempre he creído que el problema de la medicina
científica es que no es suficientemente científica. La medicina moderna
llegará a ser científica solamente cuando médicos y pacientes hayan
aprendido a controlar las fuerzas de cuerpo y mente que operan en el vis
medicatrix naturae. Este libro constituye un servicio a esa tradición
científica.
René Dubos
AGRADECIMIENTOS

Debo empezar por mi esposa, Eleanor, quien me puso en este camino y


me mantuvo en él.
En las páginas que siguen hago resaltar la deuda que tengo con el doctor
William M. Hitzig. Esta deuda no sólo se debe al episodio descrito en este
libro, sino también a toda una vida de amistad y atención.
Hans Selye ha sido fuente de ilimitada inspiración. No sólo como
investigador médico sino como filósofo, ha despertado la admiración de
todos los que le han leído o conocen. Su libro, From Dream to Discovery,
es una de las autobiografías intelectuales más excitantes que yo haya tenido
el placer de leer y refleja la inteligencia creativa en su esplendor. Quizá no
sea por simple coincidencia que me recuerde The Way of an Investigator de
Walter Cannon, quien tenía un gran respeto por el impulso que posee el
cuerpo humano para recuperarse por sí mismo y fue el maestro del propio
Selye. Siento un celo misionero semejante por las obras médicas de Hans
Zinsser, Dana Atchley y Oliver Wendell Holmes. Estoy muy agradecido a
Lawrence Kubie por los tesoneros esfuerzos que realizó, hace muchos años,
para inculcarme la esencia de que los mayores avances futuros de la ciencia
médica estarían ligados a un nuevo conocimiento sobre el funcionamiento
de la mente humana. Jerome Frank, también del hospital Johns Hopkins, ha
mantenido en vigor las enseñanzas de Sir William Osler sobre el papel de la
fe en la curación.
Susan Schiefelbein fue de gran utilidad, especialmente en el suministro
de materiales de investigación y la bibliografía de este libro. Los capítulos
«El misterioso placebo» y «Lo que aprendí de tres mil doctores» no habrían
sido posibles sin su colaboración.
En la preparación del manuscrito y corrección de pruebas, recibí la ayuda
de Emily Suesskind, Mary H. Swift, Shannon Jacobs y Caroline Blattner, a
quienes expreso mi sincero agradecimiento.
1. ANATOMÍA DE UNA ENFERMEDAD DESDE
LA PERSPECTIVA DEL PACIENTE

Este libro habla de una grave enfermedad que tuvo lugar en 1964. Sentí
cierta renuencia a escribir sobre ella durante muchos años, por miedo a
crear falsas esperanzas en otras personas que sufrían esa misma
enfermedad. Además, sabía que un caso único tiene muy poca relevancia en
los anales de la investigación médica, alcanzando apenas un valor
«anecdótico» o «testimonial». No obstante, en la prensa médica iban
apareciendo referencias a la enfermedad en cuestión, de cuando en cuando.
La gente me preguntaba si era cierto que había salido «riendo y cantando»
de una enfermedad mortal que los médicos consideraban irreversible. En
vista de estas preguntas, pensé que resultaría útil hacer una descripción más
completa que la aparecida en esos primeros informes.
En agosto de 1964, regresé a casa de un viaje al extranjero con una ligera
fiebre. El malestar, que tomó la forma de un dolor generalizado, se
profundizó. Una semana más tarde, apenas podía mover el cuello, los
brazos, las manos, los dedos y las piernas. Mi velocidad de sedimentación
sobrepasaba la marca de los ochenta. Entre todas las pruebas de
diagnóstico, la prueba de sedimentación es una de las más útiles para el
médico. Funciona de una manera hermosamente simple. La velocidad con
la que los glóbulos rojos se asientan en el tubo de ensayo (medidos en
mililitros por hora), por lo general está directamente relacionada con la
gravedad de una inflamación o infección. Una enfermedad normal, como la
gripe, puede producir una sedimentación de, digamos, 30 o incluso 40
mililitros por hora. Sin embargo, cuando la lectura sobrepasa los 60 o 70, el
médico sabe que se enfrenta a algo más que un problema casual de salud. A
mí me hospitalizaron cuando mi velocidad de sedimentación llegó a los 88
mililitros por hora. Una semana después se encontraba ya en 118, cifra que
generalmente es considerada como signo de una situación crítica.
Se realizaron otros análisis, algunos de los cuales me parecieron más una
demostración de las capacidades clínicas del hospital que una auténtica
preocupación por el bienestar del paciente. Me quedé sorprendido al ver
cómo cuatro técnicos de cuatro departamentos diferentes del hospital
tomaban cuatro muestras separadas y abundantes de sangre el mismo día.
Me parecía inexplicable c irresponsable que el hospital no se tomara la
molestia de coordinar los análisis, utilizando solamente una muestra de
sangre. Cuatro muestras abundantes de sangre el mismo día, incluso en una
persona saludable, resulta poco recomendable. Al día siguiente, cuando los
técnicos volvieron para llenar sus recipientes con sangre para ser procesada
en diferentes laboratorios, los despedí sin más e hice poner en mi puerta un
letrero que decía que sólo daría un espécimen de sangre cada tres días,
esperando que los diferentes departamentos utilizarían una sola muestra
para sus necesidades individuales.
Cada día me convencía más de que el hospital no era el mejor lugar para
una persona que está gravemente enferma. La sorprendente falta de respeto
de las normas básicas de higiene; la rapidez con la que los estafilococos y
otros organismos patogénicos pueden circular a través de todo un hospital;
el extendido y, en ocasiones, dudoso empleo del equipo radiográfico; la
aparente administración indiscriminada de tranquilizantes y poderosas
drogas sedantes, en ocasiones motivada más por la conveniencia del
personal del hospital al tratar con los enfermos que por auténticas
necesidades terapéuticas, y la regularidad con la que la rutina del hospital
pasaba por encima de las otras comodidades de los pacientes (el sueño, en
el caso de un enfermo, es una rara bendición y no debe ser interrumpido
inconsideradamente), éstas y otras prácticas me parecían graves defectos en
un hospital moderno.
Posiblemente, el peor defecto del hospital lo constituía la alimentación.
Las comidas no solamente estaban mal equilibradas; lo que me parecía
imperdonable era la abundancia de alimentos procesados, algunos de los
cuales contenían conservadores o colorantes nocivos. Todas las comidas
incluían pan blanco, con sus suavizantes químicos y su harina blanqueada.
Las verduras a menudo habían sido cocidas en exceso, perdiendo así gran
parte de su valor nutritivo. No resulta sorprendente que la Conferencia
Presidencial sobre Alimentos, Alimentación y Salud de 1969 hiciera la
melancólica observación de que el gran fracaso de las escuelas de medicina
es que prestan muy poca atención a la ciencia de la nutrición.
Mi doctor no se opuso a mis reservas acerca de los procedimientos del
hospital. Tenía la suerte de tener como médico a una persona que era capaz
de ponerse en el lugar del paciente. El doctor William Hitzig me apoyó en
las medidas que tomé para evitar los sanguinarios asaltos de los asistentes
de laboratorio del hospital.
Hemos sido amigos desde hace más de veinte años y él conocía mi
profundo interés por las cuestiones médicas. A menudo habíamos discutido
sobre artículos de la prensa médica, incluyendo el New England Journal of
Medicine (NEJM) y Lancet. Era muy franco conmigo acerca de mi caso.
Revisó los informes de los diferentes especialistas a los que había recurrido
en busca de consulta. Me dijo que no habían llegado a un diagnóstico
unánime. No obstante, había un consenso de que yo sufría de una grave
enfermedad del colágeno; una enfermedad del tejido conjuntivo. Todas las
enfermedades artríticas y reumáticas entran en esta categoría. El colágeno
es la sustancia fibrosa que une las células entre sí. En cierta manera, me
estaba desmenuzando. Tenía bastantes dificultades para mover mis
extremidades e incluso para darme la vuelta en la cama. Empezaron a
salirme nódulos en el cuerpo, sustancias con apariencia de grava bajo la piel
que señalaban la naturaleza sistemática de la enfermedad. En el punto más
grave de mi enfermedad, tenía las quijadas casi trabadas.
El doctor Hitzig llamó a unos expertos de la clínica de rehabilitación del
doctor Howard Rusk, en Nueva York. Estos confirmaron la opinión general,
agregando el diagnóstico, algo más particularizado, de una espondilitis
anquilosante, lo que significaba que el tejido conjuntivo de la columna
vertebral se estaba desintegrando.
Le pregunté al doctor Hitzig qué oportunidades tenía de recuperarme
totalmente. Él se puso a mi nivel, admitiendo que uno de los especialistas le
había dicho que tenía una oportunidad entre quinientas. El especialista
también había afirmado que nunca había presenciado una recuperación de
esta dolencia generalizada.
Esto me dio mucho en qué pensar. Hasta ese momento, había dejado que
los doctores se preocuparan de mi afección. Pero ahora sentía la obligación
de actuar. Me parecía evidente que si yo iba a ser ese caso entre quinientos,
debía hacer algo más que adoptar la actitud de un observador pasivo.
Le pregunté al doctor Hitzig cuál podía ser el origen de mi estado. Él me
dijo que podía provenir de cualquiera de un cierto número de causas. Podía
venir, por ejemplo, de un envenenamiento con algún metal pesado o ser el
efecto retardado de una infección de estreptococos.
Traté de pensar con todas mis fuerzas en la secuencia de acontecimientos
que precedieron inmediatamente la enfermedad. Había viajado a la Unión
Soviética en julio de 1964, presidiendo una delegación americana que iba a
tratar los problemas del intercambio cultural. La conferencia había tenido
lugar en Leningrado, tras lo cual fuimos a Moscú para sostener una serie de
reuniones complementarias. Mi habitación estaba en un segundo piso.
Todas las noches pasaba una procesión de camiones diésel que transportaba
materiales para una serie de edificios en cuya construcción se trabajaba las
veinticuatro horas del día. Era verano y dejábamos las ventanas abiertas. No
dormía bien y sentía un poco de náuseas al levantarme. El último día en
Moscú, en el aeropuerto, recibí de lleno los humos de un gran avión a
propulsión cuando éste giraba en la plataforma.
Al pensar en esa experiencia moscovita, me preguntaba si el hecho de
haber estado expuesto a los hidrocarbones de los escapes del diésel en el
hotel y en el aeropuerto tendría algo que ver con la causa de mi enfermedad.
De ser así, eso explicaría las especulaciones de los doctores que suponían
que podía deberse a un envenenamiento con metal pesado. El problema con
esta teoría era, no obstante, que mi esposa, que me había acompañado en
ese viaje, no presentaba ninguno de los síntomas, habiendo estado expuesta
a los mismos gases. ¿Qué posibilidad había de que sólo uno de nosotros
hubiese reaccionado adversamente?
Al pensar en ello, me parecía que había dos explicaciones posibles de la
diferencia de reacciones. Una de ellas estaba relacionada con la alegría
individual. La segunda era que tal vez mis glándulas suprarrenales se
encontraban exhaustas y, por ende, estaban menos preparadas para tolerar
una intoxicación que las de una persona cuyo sistema inmunológico
funcionaba normalmente.
¿Era la deficiencia suprarrenal un factor de mi propia enfermedad?
Una vez más pensé cuidadosamente. Las reuniones en Leningrado y
Moscú no habían sido informales. Tenía que trabajar en documentos hasta
tarde en la noche. Tenía responsabilidades de protocolo. Nuestra última
noche en Moscú había sido, al menos para mí, una experiencia frustrante. El
presidente de la delegación soviética daba una recepción en su casa, situada
a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. Se me había pedido que llegara
una hora antes, a fin de informar a los delegados soviéticos algunos detalles
de los americanos invitados a la cena. Los rusos tenían mucho interés en
complacer a sus invitados americanos y pensaron que esta información les
ayudaría a amenizar la reunión.
Me dijeron que un coche con chófer del parque móvil gubernamental de
Moscú pasaría a recogerme al hotel a las tres y media de la tarde. Esto me
daría suficiente tiempo para llegar a la dacha a eso de las cinco, cuando
todos nuestros colegas rusos estarían ya reunidos para esta conferencia
informal. El resto de la delegación americana llegaría a la dacha a las seis.
Sin embargo, a las seis me encontraba en pleno campo y en dirección
opuesta a mi destino. Había habido un error en la transmisión de órdenes al
chófer, con el resultado de que nos encontrábamos a unos cientos treinta
kilómetros de distancia de nuestro destino. Finalmente nos dimos cuenta de
ello y dimos media vuelta con dirección a Moscú. Nuestro chófer había
aprendido a conducir con prudencia; no estaba dispuesto a recuperar el
tiempo perdido. Yo deseaba tener un chófer que sintiera la obligación de
demostrar que las carreras de coches, al igual que el béisbol, venían
originalmente de la URSS.
No llegamos a la dacha hasta las nueve de la noche. La esposa de nuestro
anfitrión estaba muy decepcionada. Habían calentado la sopa una y otra
vez. La ternera se había secado. Yo me sentía bastante incómodo. Al día
siguiente, tuvimos un día muy atareado de regreso a los Estados Unidos. El
avión estaba repleto. Cuando llegamos a Nueva York, pasamos la aduana y
mientras conducíamos hacia Connecticut ya sentía una cierta incomodidad
en los huesos. Una semana más tarde entraba en el hospital.
Mientras pensaba en mi experiencia en el extranjero, sabía que
probablemente estaba en el buen camino en mi búsqueda de la causa de la
enfermedad. Estaba cada vez más convencido, como decía hace un
momento, que la razón por la que yo había respondido mal a los gases del
diésel y del jet y mi esposa no, era que yo tenía una deficiencia suprarrenal,
que había disminuido mi resistencia.
Suponiendo que esta hipótesis fuese correcta, debía hacer que mis
glándulas suprarrenales volvieran a funcionar correctamente, restableciendo
así lo que Walter B. Cannon, en su famoso libro: The Wisdom of the Body,
llama homeostasis.
Yo sabía que el funcionamiento integral de mi sistema endocrino (en
particular, mis glándulas suprarrenales) resultaba esencial para combatir la
artritis aguda o, para el caso, cualquier otra enfermedad. En un estudio de la
prensa médica había leído que las mujeres embarazadas frecuentemente se
recuperaban de los síntomas artríticos y otros síntomas reumáticos durante
el embarazo.
¿Cómo podía hacer que mis glándulas suprarrenales y mi sistema
endocrino, en general, volvieran a funcionar correctamente?
Me acordé que hacía unos diez años había leído la obra clásica de Hans
Selye, The Stress of Life. Selye mostraba con gran claridad que la
deficiencia suprarrenal puede deberse a tensiones emocionales tales como la
frustración o el enojo reprimido, detallando los efectos negativos de esas
emociones negativas sobre las funciones químicas del cuerpo.
La pregunta inevitable surgió en mi mente: ¿Y qué pasa con las
emociones positivas? Si las emociones negativas producen cambios
químicos negativos en el cuerpo, ¿no producirían las emociones positivas,
cambios positivos? ¿Es posible que el amor, la esperanza, la fe, la alegría, la
confianza y la voluntad de vivir tengan un valor terapéutico? ¿O los
cambios químicos sólo se producen en el aspecto negativo?
Obviamente, hacer funcionar las emociones positivas no era una cuestión
tan fácil de lograr. Pero incluso un cierto grado de control sobre mis
emociones podría tener un efecto fisiológico saludable. Simplemente
reemplazar la ansiedad por una buena cantidad de confianza podría resultar
útil.
Mentalmente, empecé a elaborar un plan para perseguir sistemáticamente
emociones saludables y también quería hablar de ello con mi doctor. No
obstante, eran necesarias dos condiciones previas para realizar el
experimento. La primera estaba relacionada con mi medicación. Si los
medicamentos contenían una sustancia tóxica, por leve que fuera, era muy
dudoso que el plan funcionara. La segunda condición previa estaba
relacionada con el hospital. Sabía que tenía que encontrar un lugar más
favorable para adoptar una actitud más positiva hacia la vida.
Consideremos estas condiciones previas separadamente.
Primero, los medicamentos. Se había puesto énfasis en las drogas
sedantes: aspirina, fenilbutazono (butazolidina), codeína, colquicina,
píldoras para dormir. La aspirina y el fenilbutazono eran anti-inflamatorios
y, por ende, estaban justificados terapéuticamente. Pero tampoco estaba
seguro de que no fueran tóxicos. Resultaba que yo reaccionaba
hipersensiblemente ante casi todos los medicamentos que recibía. En el
hospital se me administraban dosis máximas: veintiséis aspirinas y doce
fenilbutazonos diarios. No era sorprendente que tuviera calambres en todo
el cuerpo y sintiera como si millones de hormigas rojas me comieran la piel.
Resultaba irrazonable esperar que se produjeran cambios químicos
positivos en mi cuerpo, mientras se le saturaba e intoxicaba con sedantes.
Le pedí a uno de mis asistentes de la Saturday Review que buscara las
referencias pertinentes en las publicaciones médicas y descubrí que las
drogas como el fenilbutazono e incluso la aspirina imponían un fuerte
tributo a las glándulas suprarrenales. También me enteré de que el
fenilbutazono es una de las drogas más poderosas que se fabrican, pudiendo
llegar a causar coágulos sanguíneos, como resultado de su antagonismo con
el fibrinógeno. Puede provocar escozor e insomnio intolerables. Puede
deprimir la médula ósea.
La aspirina, por supuesto, goza de una reputación más benigna, al menos
entre el público en general. La impresión generalizada de la aspirina es que
no solamente es la droga más innocua de que disponemos, sino también una
de las más eficaces. Sin embargo, al estudiar las publicaciones médicas,
descubrí que la aspirina es bastante poderosa en sí misma y requiere
bastante cuidado en su empleo. El hecho de que pueda comprarse en
cantidades ilimitadas sin receta o recomendación médica me parecía inicuo.
Incluso en pequeñas cantidades puede provocar hemorragias internas. Los
artículos aparecidos en la prensa médica señalaban que la composición
química de la aspirina, al igual que la del fenilbutazono, altera la función
coagulante de las plaquetas, sustancias en forma de disco que contiene la
sangre.
Todo esto resultaba desconcertante. ¿Es posible, me preguntaba, que la
aspirina, aceptada universalmente desde hace tantos años, sea en realidad
nociva para el tratamiento de las enfermedades del colágeno, como la
artritis?
La historia de la medicina está repleta de casos de drogas y tratamientos
que fueron empleados durante muchos años antes de que se descubriera que
hacían más daño que bien. Por ejemplo, durante siglos los doctores
creyeron que la sangría era esencial para la rápida recuperación de casi
cualquier enfermedad. Más tarde, a mediados del siglo XIX, se descubrió
que la sangría sólo servía para debilitar al paciente. Se cree que la muerte
del rey Carlos II de Inglaterra se debió en parte a las sangrías que le
administraron. También la muerte de George Washington fue acelerada por
la grave pérdida de sangre que conllevaba este tratamiento.
Me di cuenta de que el hecho de vivir en la segunda mitad del siglo XX
no me confería una protección automática contra drogas y métodos
insensatos e incluso peligrosos. Cada época ha tenido que pasar por sus
propias monstruosidades. Afortunadamente, el cuerpo humano es un
instrumento extraordinariamente durable y ha sido capaz de soportar todo
tipo de ataques por prescripción médica a lo largo de siglos, desde la
congelación hasta el estiércol.
¿Supongamos que dejo de tomar aspirina y fenilbutazono? ¿Qué hago
con el dolor? Los huesos de mi columna vertebral y prácticamente todas las
coyunturas de mi cuerpo me dolían como si les hubiese pasado un camión
encima.
Sabía que el dolor puede verse afectado por las actitudes. La mayoría de
las personas caen presas del pánico al sentir el más mínimo dolor. Las han
bombardeado desde todos lados con anuncios sobre el dolor, así que toman
cualquier analgésico al más leve signo de malestar. No conocemos casi
nada acerca del dolor y por ello, rara vez somos capaces de tratarlo
racionalmente. El dolor es parte de la magia del cuerpo. Es la manera con la
que el cuerpo transmite al cerebro una señal de que algo anda mal. Los
leprosos suplican por tener la sensación de dolor. Lo que hace que la lepra
sea una enfermedad tan terrible es que la víctima, por lo general, no siente
dolor al hacerse daño en las extremidades. Pierden dedos de pies y manos,
debido a que no reciben la señal de advertencia.
Yo podía soportar el dolor siempre y cuando supiera que estábamos
avanzando hacia la meta básica. Esa meta, creía yo, consistía en restaurar la
capacidad del cuerpo de detener la continua desmembración del tejido
conjuntivo.
También se presentaba el problema de una grave inflamación. Si
suspendíamos la aspirina, ¿cómo combatiríamos la inflamación? Me acordé
de haber leído en las publicaciones médicas acerca de la utilidad del ácido
ascórbico para combatir un gran número de enfermedades; desde la
bronquitis hasta ciertos tipos de dolencias cardíacas. ¿Atacaría también la
inflamación? ¿Actuaba la vitamina C de forma directa o servía como
estimulante del sistema endocrino del cuerpo, de las glándulas suprarrenales
en particular? Me preguntaba si era posible que el ácido ascórbico tuviera
un papel vital en la «alimentación» de las glándulas suprarrenales.
Había leído en la prensa médica que la vitamina C ayuda a oxigenar la
sangre. Si una oxigenación defectuosa o inadecuada fuera un factor de la
destrucción del colágeno, ¿no sería esto una razón de más para administrar
ácido ascórbico? Además, según ciertos informes médicos, las personas que
sufren de enfermedades del colágeno también presentan deficiencias de
vitamina C. ¿Significaba esta deficiencia que el cuerpo empleaba grandes
cantidades de vitamina C para combatir la degeneración del colágeno?
Yo quería discutir algunas de estas cavilaciones con el doctor Hitzig. Este
me escuchó atentamente cuando le hablé de mis especulaciones acerca de la
causa de la enfermedad, así como de mis ideas de lego sobre las acciones
que podrían aumentar mis posibilidades de recuperación.
El doctor Hitzig me dijo que le parecía claro que no había nada de malo
en mi voluntad de vivir. Continuó diciendo que lo más importante era que
siguiera creyendo en todo lo que había dicho. Compartía mi entusiasmo
sobre las posibilidades de recuperación y le gustaba la idea de colaborar
conjuntamente.
Incluso antes de haber completado las gestiones para sacarme del
hospital, empezamos la parte del programa relacionada con un ejercicio
integral de las emociones positivas a fin de estimular las funciones químicas
del cuerpo. Tener esperanza, sentir esperanza y fe resultaba fácil, pero ¿y la
risa? No resulta nada gracioso estar acostado en una cama y que te duelan
todos los huesos de la columna vertebral y todas las coyunturas. Era
necesario llevar a cabo un programa sistemático. Pensé que lo mejor sería
empezar con algunas películas cómicas. Allen Funt, productor del programa
de televisión «Cámara Indiscreta», me envió algunas de sus mejores
escenas, junto con un proyector. La enfermera aprendió a operarlo. Incluso
pudimos echar mano de algunas películas viejas de los Hermanos Marx.
Corríamos las cortinas y proyectábamos la película.
Y funcionó. Hice el alegre descubrimiento de que diez minutos a
carcajada batiente tenían un efecto anestésico, permitiéndome dormir sin
dolor durante al menos dos horas. Cuando el efecto sedante de la risa se
terminaba, volvíamos a encender el proyector y, más de una vez, volvía a
producirme un período de sueño sin sentir dolor. En ocasiones, la enfermera
me leía libros de chistes, resultando sumamente eficaces Subtreasury of
American Humor de E. B. y Katherine White, así como The Enjoyment of
Laughter de Max Eastman.
¿Hasta qué punto resultaba científico creer que la risa (así como las
emociones positivas en general) estaba mejorando las funciones químicas
de mi cuerpo? Si era cierto que la risa tuviese un efecto saludable sobre las
funciones químicas del cuerpo, también sería probable, al menos en teoría,
que aumentara la capacidad del cuerpo para combatir la inflamación. Así
que decidimos hacer un análisis de sedimentación inmediatamente antes y
varias horas después de los períodos de risa. Cada vez se producía una
disminución de al menos cinco puntos. La disminución en sí misma no era
sustancial, pero continuó produciéndose y acumulándose. Estaba encantado
de descubrir que existía una base fisiológica en la antigua teoría de que la
risa es una buena medicina. No obstante, la risa presentaba un efecto
secundario negativo desde el punto de vista del hospital. Estaba molestando
a los otros pacientes. Pero esa objeción no duró mucho ya que todo estaba
listo para llevarme a una habitación del hotel.
Una de las ventajas incidentales de la habitación del hotel, como
descubriría más tarde, era que sólo costaba una tercera parte el hospital. Los
otros beneficios eran incalculables. No me despertaban para bañarme,
comer, darme los medicamentos, cambiarme las sábanas o para que me
examinaran los internos del hospital. La sensación de serenidad resultaba
deliciosa y estaba seguro de que contribuiría a una mejoría general.
¿Qué pasaba con el ácido ascórbico y su función dentro del programa
general de recuperación? Al discutir mis especulaciones sobre la vitamina C
con el doctor Hitzig, éste mostró una amplia disponibilidad al respecto, si
bien me advirtió de algunas cuestiones serias que habían aparecido en los
estudios científicos. También me advirtió que las grandes dosis de ácido
ascórbico encerraban cierto riesgo de dañar los riñones. En ese momento,
no obstante, el problema principal no eran mis riñones; me parecía que,
pensándolo bien, era un riesgo que valía la pena. Le pedí al doctor Hitzig
que me informara sobre algunas experiencias clínicas con dosis masivas de
vitamina C. Me respondió que en el hospital se habían dado casos de
pacientes que habían llegado a recibir hasta tres gramos por vía
intramuscular.
Mientras pensaba en las inyecciones, se me ocurrieron algunas cosas. Si
se introducía el ácido ascórbico directamente en el torrente sanguíneo, la
vitamina podría ser utilizada más eficazmente; pero me preguntaba si el
cuerpo tendría la capacidad de asimilar una dosis súbita y abundante. Sabía
que una de las grandes ventajas de la vitamina C es que el cuerpo solamente
absorbe la cantidad que necesita, eliminando el remanente. Una vez más,
pensé en la frase de Cannon: la sabiduría del cuerpo.
¿Existiría un coeficiente de tiempo en el empleo del ácido ascórbico?
Cuanto más pensaba en ello, más probable me parecía que el cuerpo
eliminaría una gran cantidad de vitamina debido a que no podría
metabolizarla con suficiente rapidez. Me preguntaba si no sería mejor
administrar el ácido ascórbico diluido en suero por vía intravenosa durante
un período de tres o cuatro horas, en lugar de emplear las inyecciones
intramusculares. De esa manera podríamos administrar mucho más de tres
gramos. Yo esperaba empezar con diez gramos y aumentar la dosis
diariamente hasta llegar a los 25 gramos.
El doctor Hitzig se quedó estupefacto cuando le hablé de los 25 gramos.
Esta cantidad se hallaba muy por encima de cualquier experiencia clínica
previa. Me dijo que tenía que advertirme de los posibles efectos, no sólo en
los riñones, sino también en las venas de los brazos. Además me dijo que
no tenía ninguna información que confirmara la suposición de que el cuerpo
podría asimilar 25 gramos durante un período de cuatro horas, a menos que
la eliminara rápidamente a través de la orina.
Al igual que antes, sin embargo, me parecía que era un riesgo digno de
ser tomado: la pérdida de algunas venas no revestía una gran importancia
comparada con la necesidad de combatir lo que estaba devorando mi tejido
conjuntivo.
A fin de saber si estábamos en buen camino, realizamos un análisis de
sedimentación antes de la primera dosis de diez gramos de ácido ascórbico.
Cuatro horas más tarde, repetimos el análisis. Este reveló que se había
producido una disminución de nueve mililitros por hora.
Pocas veces me había sentido tan entusiasmado. El ácido ascórbico
estaba funcionando. Al igual que la risa. La combinación de ambos estaba
atacando enérgicamente el veneno que destruía el tejido conjuntivo. La
fiebre cedía y el pulso ya no era tan precipitado.
Aumentamos la dosis. Al segundo día, empleamos una dosis de 12,5
gramos de ácido ascórbico, al tercer día, 15 gramos, y así hasta alcanzar los
25 gramos para el fin de esa semana. Mientras tanto, la rutina de risas
continuaba a todo tren. Ya no tomaba ninguna droga ni píldoras para
dormir. El sueño (el bendito sueño natural sin dolor) se hacía cada vez más
prolongado.
Al final del octavo día, ya podía mover mis pulgares sin que me doliesen.
Para entonces, la velocidad de sedimentación rondaba los ochenta mililitros
por segundo y continuaba disminuyendo rápidamente. No estaba seguro,
pero los nódulos de apariencia gravosa de mi cuello y del dorso de mis
manos parecían empezar a contraerse. No me cabía ninguna duda de que me
recuperaría totalmente. Podía funcionar y la sensación era
indescriptiblemente hermosa.
Esto no quiere decir que todos mis síntomas desaparecieron de un día
para otro. Durante muchos meses no pude levantar los brazos para coger un
libro colocado en un estante alto. Mis dedos no tenían suficiente agilidad
como para hacer lo que yo quería que hicieran sobre el teclado del órgano.
Mi cuello tenía un radio de acción limitado. Mis rodillas titubeaban un poco
y, de vez en cuando, tenía que llevar una abrazadera de metal en ellas.
Con todo ello, estaba suficientemente recuperado como para regresar a
mi trabajo en la Saturday Review, horario completo, y esto ya constituía un
verdadero milagro para mí.
¿Me he recuperado totalmente? Año tras año, la movilidad ha mejorado.
Ya no siento dolor, excepto en un hombro y las rodillas, aunque ya he
podido dejar las abrazaderas de metal. Ya no siento esa fuerte punzada en
mis puños cuando golpeo una pelota de tenis o de golf, como así fue
durante mucho tiempo. Puedo montar perfectamente a caballo y sostener
una cámara sin que me tiemblen las manos. Y he recuperado mi ambición
de tocar la Tocata y Fuga en D menor, si bien encuentro que voy más lenta
y bruscamente de lo que me esperaba. Puedo girar completamente el cuello,
a pesar de que los especialistas, incluso en 1971, me decían que la
enfermedad era degenerativa y que tendría que conformarme con un radio
de noventa grados.
No fue sino siete años después del inicio de la enfermedad que obtuve
una confirmación científica sobre los peligros que encierra emplear aspirina
en el tratamiento de las enfermedades del colágeno. En el número del 8 de
mayo de 1971 de la revista Lancet, apareció un estudio elaborado por los
doctores M. A. Sahud y R. J. Cohen en el que se mostraba que la aspirina
puede dificultar la retención de vitamina C en el cuerpo. Los autores decían
que los pacientes con artritis reumática debían tomar complementos de
vitamina C, ya que a menudo se había confirmado que tenían un nivel muy
bajo de esa vitamina en la sangre. Por consiguiente, no resultaba
sorprendente que yo hubiese podido absorber cantidades tan grandes de
ácido ascórbico sin sufrir complicaciones en los riñones u otros órganos.
¿A qué conclusiones me conduce toda esta experiencia?
La primera es que la voluntad de vivir no es una abstracción teórica, sino
una realidad fisiológica con características terapéuticas. La segunda es que
tuve mucha suerte de tener a mi lado a un doctor que sabía que su tarea
primordial era estimular al máximo la voluntad de vivir del paciente y
movilizar todos los recursos naturales del cuerpo y mente para combatir la
enfermedad. El doctor Hitzig decidió dejar a un lado el amplio, y en
ocasiones azaroso, arsenal de poderosas drogas de que dispone la medicina
moderna, cuando se convenció de que su paciente quizás tenía algo mejor
que proponer. También fue suficientemente sensato para saber que el arte de
curar aún es una ciencia pionera. Y aunque no puedo estar seguro de ello,
tengo el presentimiento de que él creía que mi implicación total en el
proceso era un factor de suma importancia para mi recuperación.
Algunas personas me han preguntado lo que pensé cuando los
especialistas me dijeron que mi enfermedad era progresiva e incurable.
La respuesta es sencilla. Como no acepté el veredicto, no quedé atrapado
en el ciclo de miedo, depresión y pánico que a menudo acompaña a una
enfermedad supuestamente incurable. Esto no quiere decir, sin embargo,
que yo no le diera importancia a la seriedad del problema o que estuviese de
un humor festivo a lo largo de la enfermedad. El hecho de que no podía
mover mi cuerpo era toda la evidencia que necesitaba para darme cuenta de
que los especialistas se enfrentaban a algo sumamente preocupante. Pero en
el fondo yo sabía que tenía una buena oportunidad y acariciaba la idea de
desmentir las probabilidades.
Adam Smith, en su libro Powers of the Mind, dice haber hablado sobre
mi recuperación con algunos amigos pertenecientes a la profesión médica,
pidiéndoles que le explicaran por qué la combinación de risa y ácido
ascórbico había tenido tan buenos resultados. La respuesta que obtuvo fue
que ni la risa ni el ácido ascórbico tenían nada que ver con ello y que,
probablemente, me habría recuperado aunque no se hubiese hecho nada.
Quizás eso sea cierto, pero los especialistas no eran de la misma opinión
en aquellos momentos.
En la obra de Adam Smith, dos o tres doctores comentaban que
probablemente yo me había beneficiado de un enorme riesgo con placebos
auto-administrados.
Esta hipótesis no me preocupa en absoluto. Nombres tan respetables en la
historia de la medicina como Paracelso, Holmes y Osler, han sugerido que
la historia de la medicación ha sido escrita por el efecto de los placebos y
no tanto por las drogas intrínsecamente valiosas e importantes. Los métodos
como la sangría (tan sólo en el año 1827, Francia importó 33 millones de
sanguijuelas tras haber agotado sus existencias domésticas), las purgas con
eméticos, el contacto físico con cuernos de unicornio, piedras de bezoar,
mandrágora o polvo de momia, todos esos tratamientos eran considerados
por los médicos como medicamentos específicos sancionados por la
experiencia. Pero actualmente la ciencia médica reconoce que, sea cual
fuere la eficacia de estos tratamientos (y existen indicaciones de que los
resultados a menudo concordaban sorprendentemente con las
expectaciones), esta eficacia probablemente estaba relacionada con el poder
del placebo.
Hasta hace relativamente poco, la literatura médica sobre el fenómeno
del placebo era más bien escasa. Pero en las dos últimas décadas se ha
producido un marcado interés por el tema. De hecho, tres investigadores
médicos de la Universidad de California en Los Ángeles han recopilado
todo un volumen bibliográfico sobre el placebo. (J. Turner, R. Gallimore, C.
Fox: Placebo: An Annotated Bibliography. Instituto de Neuropsiquiatría,
Universidad de California, Los Ángeles, 1974). Entre los investigadores
médicos que han destacado por su dedicación a estos estudios encontramos
a Arthur K. Shapiro, Stewart Wolf, Henry K. Beecher y Louis Lasagna.
(Sus obras son tratadas en el próximo capítulo.) En relación con mi propia
experiencia, me fascinó un informe que citaba un estudio del doctor
Thomas C. Chalmers del Mount Sinai Medical Center de Nueva York, en el
que se comparaban dos grupos utilizados para comprobar la teoría de que el
ácido ascórbico previene los resfriados. «El grupo que tomaba el placebo
creyendo que era ácido ascórbico, —dice el doctor Chalmers— tuvo menos
resfriados que el grupo que tomaba ácido ascórbico pensando que era un
placebo».
Durante el momento de mayor gravedad de mi enfermedad, estaba
absolutamente convencido de que las dosis intravenosas de ácido ascórbico
me serían de utilidad… y lo fueron. Es muy posible que este tratamiento (al
igual que todas las otras cosas que hice) haya sido una demostración del
efecto del placebo.
Por supuesto, en este momento abrimos una puerta muy amplia, quizás
incluso una caja de Pandora. Todas las célebres «curaciones milagrosas»
que tanto abundan en la literatura de todas las grandes religiones, hablan de
la capacidad que tiene el paciente, una vez adecuadamente motivado o
estimulado, de participar activamente en inversiones extraordinarias de
enfermedades e incapacidades. Lógicamente, resulta demasiado fácil elevar
estas posibilidades y especulaciones a un nivel generalizado, pues de
hacerlo, todo el edificio de la medicina moderna quedaría reducido a algo
más que una pequeña choza de curandero africano. Pero al menos podemos
pensar en la declaración de William Halse Rivers citada por Shapiro: «el
rasgo sobresaliente de la medicina actual es que estos factores psíquicos ya
no juegan su papel inintencionadamente, sino que se han convertido a su
vez en sujetos de estudio, de manera que esta era está echando las bases de
un sistema racional de psicoterapéutica».
Supongo que estamos hablando, esencialmente, sobre la función química
de la voluntad de vivir. En 1972, visité en Bucarest la clínica de Ana Asían,
quien goza de la fama de ser una de las mejores endocrinólogas de
Rumania. Ella me dijo que creía en la existencia de una relación directa
entre una determinada voluntad de vivir y los equilibrios químicos del
cerebro. Ella está convencida de que la creatividad (un aspecto de la
voluntad de vivir) produce los impulsos cerebrales vitales que estimulan la
glándula pituitaria, desencadenando efectos en la glándula pineal y en todo
el sistema endocrino. ¿Es posible que los placebos tengan un papel clave en
este proceso? ¿No merece este campo una atención seria y constante?
En mi opinión, diría que la principal contribución de mi doctor dentro del
control y, posiblemente, dentro de la curación total de mi enfermedad, fue
que me alentó a creer que yo era un colaborador respetable dentro de todo
el proceso terapéutico. Hizo que yo empleara todas mis energías subjetivas.
Quizá no podía definir o diagnosticar el proceso a través del cual la
confianza en mí mismo (azarosos presentimientos en los que yo creía fuera
de toda duda) había afectado los mecanismos inmunológicos del cuerpo,
traduciéndolos en efectos antimórbidos, pero actuaba, creo yo, siguiendo la
más auténtica de las tradiciones médicas, consistente en reconocer que, en
mi caso, tendría que echar mano de tratamientos fuera de lo normal. Y al
hacerlo seguía fielmente el dictado principal de su educación médica: antes
que nada, no hacer daño.
También he aprendido otra cosa. He aprendido a nunca subestimar la
capacidad que tienen el cuerpo y la mente humanos de regenerarse, incluso
cuando las posibilidades parecen nulas. Quizá la fuerza vital sea la fuerza
menos conocida de la tierra. William James decía que los seres humanos
intentan vivir demasiado tiempo dentro de unos límites que ellos mismos se
han impuesto. Es posible que estos límites se amplíen cuando respetemos
con mayor integridad el impulso natural de la mente y cuerpo humanos que
tiende hacia la perfección y la regeneración. La protección y estimulación
de ese impulso natural quizá constituya el ejercicio más delicado de la
libertad humana.
2. EL MISTERIOSO PLACEBO

Durante siglos, los doctores han sido acostumbrados por sus pacientes a
seguir el ritual de la receta. La mayoría de la gente cree que sus dolencias
no son tomadas en serio a menos que reciban una pequeña hoja de papel
con escritura indescifrable pero mágica. Para el paciente, la receta equivale
a un certificado de recuperación garantizada. Es el pagaré del doctor que
promete una buena salud. Es el cordón umbilical psicológico que constituye
una conexión floreciente y continua entre médico y paciente.
El doctor sabe que la receta en sí, más que lo que está escrita en ella, es a
menudo el ingrediente esencial que permite al paciente recuperarse de lo
que le aqueja. Las drogas no son siempre necesarias. La fe en la curación sí
que lo es. Y por ello, el doctor puede recetar un placebo en casos en los que
tranquilizar al paciente resulta mucho más útil que una píldora de nombre
famoso tres veces al día.
Esta extraña palabra, placebo, está llevando a la ciencia médica hacia
algo equiparable a una revolución de la teoría y la práctica de la medicina.
El estudio del placebo está llevando a conocimientos nuevos sobre la
manera en que el cuerpo humano se cura a sí mismo y sobre la misteriosa
capacidad que tiene el cerebro de producir cambios bioquímicos que
resultan esenciales para combatir la enfermedad.
La palabra placebo proviene de un verbo latino que significa
«complacer». En sentido general, un placebo es una imitación de
medicamento; por lo común, es una tableta innocua de azúcar y leche que
parece una verdadera píldora, y que se administra para calmar al paciente y
no con fines terapéuticos específicos. No obstante, en los últimos años el
placebo ha sido utilizado sobre todo para comprobar el efecto de nuevos
medicamentos. Los efectos de la droga en cuestión son comparados con los
obtenidos tras la administración de una «droga falsa» o placebo.
Durante mucho tiempo, los placebos no gozaron de muy buena
reputación entre la mayor parte de la profesión médica. El término, para
muchos doctores, tenía connotaciones de remedio de curandero o
«pseudomedicamento». También se creía que, en general, los placebos tan
sólo eran una excusa para los doctores que no se tomaban el tiempo o la
molestia de investigar la verdadera causa de los malestares de sus pacientes.
Sin embargo, el desprestigiado placebo actualmente está recibiendo una
seria atención por parte de eminencias médicas. Investigadores como el
doctor Arthur K. Shapiro, el difunto Henry K. Beecher, el doctor Stewart
Wolf y el doctor Louis Lasagna han descubierto sólidas evidencias de que el
placebo no solamente puede resultar un poderoso medicamento, sino que
también puede actuar como tal. No sólo es considerado como un truco
psicológico que emplea el médico para tratar a ciertos pacientes, sino como
un auténtico agente terapéutico que sirve para alterar las funciones químicas
del cuerpo y para ayudar a movilizar las defensas a fin de combatir
deficiencias o enfermedades.
Si bien no conocemos aún el funcionamiento del placebo dentro del
cuerpo, algunos estudiosos en la materia suponen que activa la corteza
cerebral, que a su vez estimula el sistema endocrino en general y las
glándulas suprarrenales en particular. Cualesquiera que sean las vías
precisas que utiliza a través de la mente y el cuerpo, existen suficientes
evidencias de que los placebos pueden ser tan potentes (y en ocasiones, aún
más potentes) que los medicamentos activos que reemplazan.
«Los placebos, —escribe el doctor Shapiro en un artículo parecido en la
revista American Journal of Psychotherapy—, pueden tener profundos
efectos en las enfermedades orgánicas, incluso en los tumores incurables».
Uno se pregunta si este hecho no explica el que muchos enfermos de
cáncer, según datos clínicos, se hayan curado tomando Laetril, a pesar de
que los principales centros de investigación de los Estados Unidos no hayan
podido encontrar ningún valor medicinal en esta sustancia.
No hace falta decir que resulta absurdo afirmar que los doctores no deben
recetar nunca medicamentos farmacológicos activos. Hay casos en los que
la medicación es absolutamente indispensable. Pero un buen doctor siempre
toma precauciones al utilizar su poder. No hay concepción más falsa sobre
la medicina que la de considerar que los medicamentos son como flechas
que se pueden dirigir hacia un blanco determinado. Su verdadero efecto se
parece más a una lluvia de espinas de puercoespín. Cualquier preparado (o
alimento, para el caso) pasa por un proceso en el que el sistema humano lo
divide para ser utilizado por el cuerpo en su conjunto.
Por consiguiente, no existe casi ninguna droga que no tenga algunos
efectos secundarios. Y cuanto más prestigiosa sea la receta (antibióticos,
cortisona, tranquilizantes, compuestos contra la hipertensión, agentes anti-
inflamatorios, relajadores musculares), mayor resulta el problema de los
efectos secundarios adversos. Los medicamentos pueden alterar o modificar
los equilibrios del torrente sanguíneo. Pueden hacer que la sangre coagule
más o menos rápidamente. Pueden reducir el nivel de oxígeno de la sangre.
Pueden estimular el sistema endocrino, aumentar el flujo de ácido
hidroclórico hacia el estómago, acelerar o disminuir el paso de sangre a
través del corazón, desequilibrar la producción de sangre del cuerpo
reprimiendo la médula ósea, reducir o aumentar la presión sanguínea o
afectar el intercambio entre sodio y potasio que juega un papel vital en el
equilibrio químico del cuerpo.
El problema que poseen muchas drogas es que producen estos efectos
aparte de la finalidad que persigue el médico. Por consiguiente, el doctor
siempre debe equilibrar una terapia en particular, tomando en cuenta los
peligros generales. Mientras más poderoso sea el preparado, menos
capacidad tiene el médico de equilibrar estos riesgos.
Lo que viene a complicar aún más el dilema de los doctores con respecto
a los medicamentos es el hecho de que muchas personas consideran los
medicamentos como si fueran automóviles. Cada año hay que producir
modelos nuevos y mientras más potentes, mejor. Son demasiados los
pacientes que consideran que su médico no cumple con su deber, a menos
que la receta incluya un nuevo antibiótico y otra droga milagrosa de la que
el paciente se ha enterado a través de algún amigo o de la prensa.
Debido a los auténticos peligros que presentan las nuevas preparaciones
de alto poder, la prudencia del médico moderno le aconseja hacer pleno uso
de su facultad de elección, recetando drogas potentes cuando cree que son
absolutamente necesarias, pero desechándolas, recetando placebos o nada
en absoluto, cuando no lo son.
La ilustración hipotética del funcionamiento del placebo sería el caso de
un joven ejecutivo que visita a su médico, quejándose de fuertes dolores de
cabeza y abdomen. Después de escuchar atentamente no sólo sus dolores
sino también sus problemas, el médico decide que este ejecutivo sufre de
una enfermedad muy común del siglo XX= tensión. El hecho de que la
tensión no sea producida por un germen o virus, no hace que sus efectos
sean menos graves. Aparte de producir una enfermedad grave, puede
conducir al alcoholismo, la drogadicción, el suicido, rupturas familiares,
desempleo. En casos extremos, la tensión puede causar síntomas de histeria
de transformación, una enfermedad descrita por Jean Charcot, el maestro de
Freud. Las preocupaciones y temores del paciente se convierten en
auténticos síntomas físicos que pueden llegar a ser terriblemente dolorosos
o incluso provocar incapacidades.
Preguntando con una actitud comprensiva, el médico se entera de que el
ejecutivo está preocupado por la salud de su mujer embarazada y por la
competencia que recibe por parte de algunos de sus compañeros de trabajo
que ambicionan ocupar su puesto. El doctor sabe que lo primero que debe
hacer es asegurar a su paciente que no existen problemas en su salud. Pero
tiene mucho cuidado de no sugerir que los dolores de su paciente no son
reales o no deben ser tomados en serio. Los pacientes tienden a pensar que
se les acusa de haber imaginado sus síntomas, de fingirse enfermos, si el
médico diagnostica que su dolencia tiene un origen psicogénico.
El médico sabe que su paciente, como de costumbre, no se sentirá
satisfecho si no recibe una receta. Pero el doctor también conoce los límites
de la medicación. Rechaza la idea de recetar tranquilizantes, debido a los
posibles efectos adversos en este caso en particular. Sabe que la aspirina
aliviaría los dolores de cabeza, pero también complicarían el problema
gastrointestinal, ya que incluso una sola aspirina puede provocar una
hemorragia interna. Descarta los auxiliadores digestivos porque sabe que
los dolores estomacales se deben a problemas emocionales. Así que el
doctor formula una receta que, ante todo, no pueda hacer daño a su
paciente, y segundo, que pudiera eliminar sus síntomas. Luego le dice al
ejecutivo que esta receta le va a hacer mucho bien y que se va a recuperar
completamente. Y después discute durante algún tiempo con su paciente las
maneras de arreglar sus problemas en casa y la oficina.
Una semana más tarde, el ejecutivo llama al doctor para decirle que la
receta ha hecho milagros. Los dolores de cabeza han desaparecido y los
dolores de abdomen han disminuido. Ya no está tan inquieto por el estado
de su esposa, después que ésta visitara al ginecólogo y las cosas parecen
haber mejorado en la oficina. ¿Cuánto tiempo debe continuar tomando el
medicamento?
El doctor le dice que probablemente no tendrá que repetir la receta pero
que, de cualquier manera, le llame si se vuelven a presentar los síntomas.
Las «píldoras milagrosas», por supuesto, no eran más que placebos, sin
ningún valor farmacológico. Pero tuvieron un efecto benéfico sobre el
ejecutivo ya que provocaron que el cuerpo empleara sus propias
capacidades de recuperación, gracias a un relajamiento razonable de la
tensión y a la completa confianza del paciente en la receta de su doctor.
Los estudios muestran que hasta un 90 % de los pacientes que recurren al
médico sufren desórdenes limitados que se encuentran dentro del campo de
acción de los poderes curativos del cuerpo mismo. Un buen médico (para el
paciente y para la sociedad) es aquel que sabe distinguir perfectamente
entre el amplio número de pacientes que pueden recuperarse sin
intervenciones heroicas y la cantidad mucho más pequeña de pacientes que
no pueden hacerlo. Esta clase de médicos no pierde el tiempo movilizando
todos los recursos y facilidades científicas que tiene a su disposición, sino
que se preocupa de no disminuir el proceso natural de recuperación de
aquellas personas que requieren de sus expertas palabras tranquilizadoras,
aún más que de los medicamentos. Para este tipo de personas puede recetar
un placebo, tanto porque el paciente se siente mucho más satisfecho con
una receta en la mano, como porque el doctor sabe que el placebo puede
servir a una finalidad terapéutica.
Así pues, el placebo no es tanto una píldora como un proceso. El proceso
comienza con la confianza del paciente en su doctor, extendiéndose a todo
el funcionamiento de su propio sistema inmunológico y curativo. El proceso
funciona no porque la píldora contenga alguna sustancia mágica, sino
porque el cuerpo humano es su mejor boticario y debido a que las recetas
más eficaces son aquellas que formula el propio cuerpo.
Berton Roueché, uno de los más talentosos reporteros médicos de los
Estados Unidos, escribió en 1960 un artículo en el New Yorker en el que
decía que el placebo obtiene su poder del «infinito poder que posee la
mente humana para engañarse a sí misma». Los estudiosos en la materia no
están de acuerdo con esta afirmación, pues creen que el poder del placebo
no proviene de un «engaño» al cuerpo, sino al hecho de que traduce la
voluntad de vivir en una realidad física. Y han podido documentar el hecho
de que el placebo provoca cambios bioquímicos específicos en el cuerpo. El
hecho de que el placebo no tenga ningún efecto fisiológico si el paciente
llega a saber que es un placebo, tan sólo confirma la capacidad del cuerpo
humano de transformar la esperanza en cambios bioquímicos tangibles y
esenciales.
El placebo demuestra que no existe una separación real entre cuerpo y
mente. La enfermedad es siempre una interacción entre ambos. Puede
comenzar en la mente y afectar al cuerpo, o puede empezar en el cuerpo y
afectar la mente, estando ambos irrigados por el mismo torrente sanguíneo.
Hay que considerar arcaicos a la luz de las nuevas evidencias sobre el
funcionamiento del cuerpo humano, los intentos de tratar la mayoría de las
enfermedades mentales como si se hallasen completamente libres de causas
físicas, al igual que los intentos de tratar la mayoría de las enfermedades
corporales como si la mente no tuviese implicación alguna en ellas.
Los placebos no son eficaces en cualquier circunstancia. Se cree que las
probabilidades de éxito están vinculadas con la calidad de la relación entre
paciente y médico. La actitud del doctor hacia el paciente, su capacidad de
convencerlo de que no lo está tomando a la ligera y su habilidad para
ganarse plenamente su confianza, constituyen factores esenciales no sólo
para sacar un máximo provecho de un placebo, sino para el tratamiento de
la enfermedad en general. En ausencia de una fuerte relación entre doctor y
paciente, el empleo de placebos resulta de poca utilidad. En este sentido, el
médico es el mejor placebo que existe.
Un ejemplo impresionante del papel del doctor en el funcionamiento del
placebo puede verse en un experimento en el que un cierto número de
pacientes con úlceras hemorrágicas fue dividido en dos grupos. Los
miembros del primer grupo fueron informados por el doctor de que se había
inventado recientemente un medicamento que seguramente produciría
efectos favorables. El segundo grupo fue informado por las enfermeras que
se les iba a administrar un nuevo medicamento, sobre el cual aún no se
sabía gran cosa. Un setenta y cinco por ciento de los pacientes del primer
grupo experimentaron una notable mejoría en sus úlceras. Tan sólo un 25
por ciento de los pacientes del segundo grupo tuvo un beneficio similar.
Ambos grupos habían recibido una «droga» idéntica: un placebo.
¿Cuánta información científica se ha acumulado sobre la eficacia del
placebo? La literatura médica de los últimos veinticinco años contiene un
impresionante número de casos:
El difunto doctor Henry K. Beecher, distinguido anestesista de la
Universidad de Harvard, tomó en consideración los resultados de quince
estudios sobre 1.082 pacientes. Descubrió que a todo lo ancho del espectro
de estas pruebas, un 35 por ciento de los pacientes experimentó una
«mejoría satisfactoria» al administrárseles placebos en lugar de
medicaciones regulares en el tratamiento de una amplia gama de problemas
médicos, incluyendo fuertes dolores postoperatorios, mareos, dolores de
cabeza, tos y ansiedad. Los investigadores médicos informan que entre los
procesos y desórdenes biológicos que han presentado una buena respuesta
al empleo de placebos se encuentran la artritis reumática y degenerativa, los
problemas sanguíneos, respiratorios, la función vasomotora, las úlceras
pépticas, la fiebre de heno, la hipertensión y la curación espontánea de
verrugas.
En sus escritos, el doctor Stewart Wolf decía que los efectos del placebo
«no eran imaginarios ni necesariamente producto de la sugestión en el
sentido general de la palabra». Sus comentarios estaban relacionados con
una prueba en la que ciertas células sanguíneas, llamadas eosinófilos, se
acumulaban en exceso, circulando a través de todo el sistema. La prueba
demostró que los placebos pueden cambiar las funciones químicas del
cuerpo. Wolf también describía una prueba efectuada por un colega, en la
que un placebo había reducido la cantidad de grasa y proteína de la sangre.
Un enfermo de mal de Parkinson, al recibir un placebo creyendo que se
trataba de un medicamento, experimentó una considerable disminución de
sus temblores. Al terminarse los efectos del placebo, se le administró la
misma sustancia en la leche sin que él lo supiera. Los temblores volvieron a
aparecer.
En un amplio estudio sobre la depresión mental ligera, los pacientes que
habían sido tratados con estimulantes sofisticados dejaron de tomarlos,
recibiendo en su lugar placebos. Los pacientes mostraron exactamente las
mismas mejorías que habían logrado con los medicamentos. En un
experimento relacionado con el anterior, los médicos administraron
placebos a 133 pacientes de depresión que aún no habían recibido ningún
medicamento. Una cuarta parte de ellos respondió tan satisfactoriamente al
tratamiento con placebos que fueron excluidos de las pruebas posteriores
con drogas reales.
Al administrar a un grupo de pacientes un placebo en lugar de un
antihistamínico, el 77,4 % de ellos experimentó mareos, característica de
los compuestos antihistamínicos.
En un estudio sobre las heridas postoperatorias realizado por Beecher y
Lasagna se administró alternativamente morfina y placebos a un grupo de
pacientes. Aquellos que tomaron morfina inmediatamente después de la
operación tuvieron un alivio del 52%; los que tomaron primero el placebo,
un 40%. El placebo resultó tener una efectividad equivalente al 77 % de la
morfina. Beecher y Lasagna también descubrieron que mientras más fuerte
es el dolor, más efectivo resulta el placebo.
Ochenta y ocho pacientes de artritis recibieron placebos en lugar de
aspirina o cortisona. El número de pacientes que se benefició de la
administración de placebos fue aproximadamente igual al número que se
beneficiaba con las drogas antiartríticas convencionales. Algunos de los
pacientes que no mostraron ningún alivio con las tabletas de placebo,
recibieron inyecciones de placebo. Un sesenta y cuatro por ciento de éstos
mostraron alivio y mejoría. Por lo que hace al grupo en su conjunto, los
beneficios no solamente incluyeron alivio del dolor, sino también una
mejoría general en el apetito, el sueño, la defecación e incluso en la
reducción de las inflamaciones.
Leslie señala que algunos morfinómanos que habían recibido placebos
(inyecciones de suero) no habían sufrido los síntomas de carencia hasta que
se les suspendieron las inyecciones.
Un grupo de estudiantes de medicina fue invitado a participar en un
experimento en el que se les informó que su propósito era comprobar la
eficacia de un sedante y un estimulante. También se les informó
detalladamente de los efectos, benéficos y adversos, que podían esperarse
de estas drogas. Lo que no se les dijo fue que tanto el «estimulante» como
el «sedante» eran placebos. Más de la mitad de los estudiantes manifestó
reacciones psicológicas específicas con los placebos. El pulso disminuyó en
un 66 % de los sujetos. También se observó una disminución de la presión
arterial en un 71 % de los estudiantes. Los efectos adversos incluían
mareos, tensión abdominal y ojos llorosos.
Algunos médicos del Instituto Nacional de Geriatría de Bucarest,
Rumanía, emprendieron un doble experimento para probar una nueva droga
destinada a activar el sistema endocrino y, por consiguiente, a reforzar la
salud y aumentar la esperanza de vida. Se dividió a un total de 150 rumanos
de sesenta años de edad, en tres grupos de cincuenta personas; todos ellos
vivían aproximadamente en las mismas condiciones, en el campo. El primer
grupo no recibió ninguna sustancia. Al segundo grupo se le administró un
placebo. El tercero recibió el tratamiento normal con la nueva droga. Año
tras años, los tres grupos fueron meticulosamente observados por lo que
respecta a su mortalidad y morbidez. Las estadísticas del primer grupo eran
muy similares a las de los otros campesinos rumanos de la misma edad. El
segundo grupo, que había recibido el placebo, manifestó una marcada
mejoría en la salud y una tasa de mortalidad considerablemente más baja
que el primer grupo. El tercer grupo, al que se le había administrado la
droga, mostró una mejoría sobre el segundo grupo, equiparable a la de éste
sobre el primer grupo.
Si bien el placebo puede hacer mucho bien, también puede hacer mucho
mal. La corteza cerebral estimula cambios bioquímicos negativos, al igual
que positivos. Ya en 1955, Beecher subrayaba en el Journal of the
American Medical Association, que los placebos pueden tener serios efectos
tóxicos y producir daños psicológicos. Un ejemplo lo constituye un estudio
sobre el efecto de la mefenesina sobre la ansiedad. En algunos pacientes
produce reacciones tan adversas como náuseas, mareos y taquicardia. Al
sustituirse la mefenesina por un placebo, éste produjo reacciones idénticas
en un porcentaje idéntico de dosis. Uno de los pacientes, tras tomar el
placebo, contrajo una erupción cutánea que desapareció tan pronto como se
suspendió la administración del placebo. Otra paciente sufrió un colapso
anafiláctico al tomar la droga. Un tercero experimentó dolores abdominales
y acumuló fluido en sus caderas, apenas diez minutos después de haber
tomado el placebo… incluso antes de tomar la droga.
En vista de lo anterior, sería razonable concluir que el efecto del placebo
se aplica a todas las drogas en diferentes grados. De hecho, muchos
estudiosos de la medicina creen que la historia de la medicina es en realidad
la historia del efecto del placebo. Sir William Osler subrayó este aspecto al
observar que la especie humana se distingue de los géneros inferiores por su
deseo de tomar medicamentos. Si tomamos en consideración la naturaleza
de las monstruosidades que se han administrado durante siglos, es posible
que otro de los rasgos característicos de la especie humana es su capacidad
de sobrevivir a la medicación. En diferentes épocas y lugares, las recetas
incluían cosas como excremento animal, polvo de momia, serrín, ojos de
cangrejo, raíces de hierbas, esponjas de mar, «cuernos de unicornio» y
sustancias nudosas extraídas de los intestinos de los rumiantes.
Hablando sobre este odioso tesoro de pociones y tratamientos, que en su
época fueron considerados tan médicamente respetables como cualquiera de
las célebres medicinas de nuestros días, el doctor Shapiro comentaba que
«uno puede preguntarse cómo mantuvieron los doctores su reputación a lo
largo de la historia tras miles de años de recetar medicamentos inútiles y
frecuentemente peligrosos.»
La respuesta es que sus pacientes podían vencer estas recetas nocivas, así
como las diferentes enfermedades para las cuales habían sido prescritas,
porque los médicos les daban algo mucho más valioso que las drogas: una
inquebrantable creencia en que estaban tomando algo bueno para sus males.
Habían recurrido al médico en busca de ayuda; creían que les iba a
ayudar… y así sucedía.
Algunas personas son más susceptibles al tratamiento a base de placebo
que otras. ¿Por qué? Antes se suponía que existía cierta relación entre un
alto grado de sugestibilidad y una baja inteligencia, que las personas con un
bajo coeficiente de inteligencia, por consiguiente, eran más aptas para el
tratamiento con placebos. Esta teoría fue refutada por el doctor H. Gold en
la Conferencia de Terapia de Cornell en 1946. A mayor inteligencia, dijo el
doctor Gold basándose en sus amplios estudios, mayor beneficio potencial
con el empleo de placebos.
Inevitablemente, la utilización de placebos implica contradicciones
intrínsecas. Una buena relación entre médico y paciente resulta necesaria
para este proceso, que ¿qué pasa con esta relación cuando uno de ellos
oculta al otro informaciones importantes? Si el doctor dice la verdad,
destruye el fundamento sobre el que reposa el placebo. Si no lo hace, pone
en peligro una relación basada en la confianza.
Este dilema supone una cuestión de ética médica: ¿cuándo se justifica
que el médico no sea completamente sincero con su paciente? En casos
extremos, el doctor puede considerar que es insensato e incluso
irresponsable añadir desamparo al dolor, así que se va dando rodeos. ¿Y en
el caso de la drogadicción? Actualmente algunos doctores emplean
placebos como sustitutos de drogas duras en un intento sistemático de alejar
a sus pacientes de la adicción. En estos casos, el paciente manifiesta los
mismos síntomas que con heroína o cocaína. El devastador deseo del
cuerpo por la droga se calma, pero no se cobra el precio psicológico de los
venenos de la adicción. ¿Deben los médicos rechazar este tratamiento
porque creen que, al no informar al paciente resulta necesaria para este
proceso?, pero ¿qué pasa con ética médica?
En un sentido aún más fundamental, podríamos preguntarnos si resulta
ético (o sensato, que en definitiva es lo más importante) que el doctor nutra
la creencia mística de su paciente en la medicación. Un buen número de
médicos creen que no deben estimular a sus pacientes en lo referente a
recibir recetas, ya que saben lo fácil que resulta provocar la dependencia
psicológica y fisiológica del paciente con respecto a los medicamentos… o
los placebos, para el caso. Este enfoque encierra el riesgo de que el paciente
vaya a consultar a otro doctor; pero si suficientes médicos rompen el ritual
en este aspecto, es posible que el propio paciente considere la receta de
manera distinta. El doctor Richard C. Cabot escribió en una ocasión que «el
paciente está acostumbrado a recibir un medicamento por cada uno de sus
síntomas. No nació con esta costumbre… Nosotros, los doctores, somos los
responsables de haber perpetuado ideas falsas sobre la enfermedad y su
curación».
Otro problema que surge en la ética médica se debe a que muchos
médicos creen que aún no se sabe suficiente acerca de los efectos del
placebo sobre las delicadas funciones y estructuras del sistema nervioso del
cuerpo. Por consiguiente, ¿habría que posponer los beneficios del placebo
hasta que se obtengan respuestas más satisfactorias?
Resulta dudoso que el placebo (o cualquier droga, para el caso) pueda dar
buenos resultados si el paciente carece de una vigorosa voluntad de vivir.
Ya que la voluntad de vivir es una ventana hacia el futuro. Le abre al
individuo toda la ayuda que puede recibir del mundo exterior y la conecta
con la capacidad que posee el cuerpo para combatir la enfermedad. Permite
que el cuerpo saque el mejor provecho de sí mismo. El placebo tiene un
papel que jugar en transformar la voluntad de vivir de una concepción
poética a una realidad física y una fuerza gobernante.
Finalmente, el mayor valor del placebo radica en lo que puede decirnos
sobre la vida. Al igual que un acompañante celestial, el placebo nos
conduce a través de los caminos desconocidos de la mente, dándonos una
sensación de infinitud mayor a si nos pasáramos toda la vida con los ojos
pegados en el telescopio gigante de Monte Palomar. Lo que vemos en
última instancia es que el placebo no es realmente necesario y que la mente
puede llevar a cabo sus difíciles e impresionantes misiones sin necesidad de
pequeñas píldoras. El placebo tan sólo es un objeto tangible que se ha hecho
esencial en una época que se siente incómoda ante lo intangible, una época
en la que se prefiere pensar que todo efecto interno debe tener una causa
externa. Puesto que tiene tamaño y forma, y puede tenerse en la mano, el
placebo satisface el ansia contemporánea que busca mecanismos y
respuestas visibles. Pero el placebo se disuelve ante el escrutinio, y nos dice
que no puede suplantamos de la necesidad de pensar en nosotros mismos.
Así pues, el placebo es un emisario entre la voluntad de vivir y el cuerpo.
Pero podemos prescindir de él. Si podemos liberarnos de lo tangible,
también podemos conectar directamente la esperanza y la voluntad de vivir
con la capacidad del cuerpo para enfrentarse a grandes amenazas y desafíos.
La mente puede efectuar, en última instancia, sus funciones y poderes sobre
el cuerpo sin la ilusión de una intervención material. «La mente, —decía
John Milton— es su propio lugar, y puede hacer un cielo del infierno, y un
infierno del cielo».
La ciencia está elaborando términos exóticos, como el biofeedback, para
describir el control que tiene la mente sobre el sistema nervioso autónomo.
Pero las etiquetas carecen de importancia: lo que resulta importante es saber
que los seres humanos no están encerrados dentro de límites fijos. La
búsqueda de la perfección no es una arrogancia o una blasfemia, sino la más
alta manifestación de un gran designio.
Sin duda, en la protección médica existen numerosos precedentes del
empleo de tratamientos o medicamentos que no han sido totalmente
comprobados. Los chocs eléctricos se emplean en el tratamiento de las
enfermedades mentales, si bien los doctores aún no saben exactamente lo
que sucede en el cerebro al recibir una descarga de alto voltaje. La droga
más utilizada en el mundo es la aspirina y sin embargo, aún no sabemos por
qué reduce la inflamación.
Es cierto que aún no se sabe todo lo relacionado con el placebo. Pero se
conoce lo suficiente para ponerlo entre uno de los principales focos de
investigación médica y humana. Saber más sobre el don de la vida no es
una mera forma de satisfacer una curiosidad inútil. De hecho, de eso se
ocupa la educación.
El problema sanitario más extendido de nuestro tiempo (y por lo que
sabemos, el más serio) es la tensión, que ha sido definida por Hans Selye,
decano de este concepto, como «la tasa de desgaste del cuerpo humano».
Esta definición incluye así todo tipo de requerimientos, ya sean
emocionales o físicos, que se hallen por encima de la capacidad real de un
individuo determinado.
La guerra contra los microbios ha sido en gran parte ganada, pero se está
perdiendo la lucha por la ecuanimidad. No es solamente la congestión
exterior (una congestión de personas, ideas y asuntos) sino también nuestra
congestión interior la que nos está haciendo daño. Nuestras experiencias
nos llegan en tal profusión y desde tantas direcciones diferentes que en
realidad nunca las clasificamos, por no hablar de asimilarlas. Esto produce
embotamiento y confusión. Nos tragamos los sentidos y matamos de
inanición la sensibilidad.
«Su salud se verá afectada —escribía Boris Pasternak en El doctor
Zhivago— si, día tras día, dice lo opuesto a lo que siente, si se regodea en lo
que le disgusta y se regocija en aquellas cosas que sólo le traen desgracias.
Nuestro sistema nervioso no es sólo una ficción; es parte de nuestro cuerpo
físico, y nuestra alma existe en el espacio y dentro de nosotros, como los
dientes de la boca. No podemos violarla eterna e impunemente. Me duele
oírle decir, Innokentii, cómo fue Ud. reeducado, convirtiéndose en una
persona madura, en la cárcel. Es como oír a un caballo contar cómo se
desfondó.»
Hace algunos años, tuve la oportunidad de ver a algunos brujos
curanderos en acción en las selvas de Gabón. En una cena en el Schweitzer
Hospital de Lamarene, me aventuré a decir que los nativos tenían mucha
suerte de tener acceso a la clínica Schweitzer, en lugar de depender del
supernaturalismo de los curanderos. El doctor Schweitzer me preguntó qué
sabía yo sobre los médicos-brujos. Me vi prisionero de mi ignorancia: y
ambos lo sabíamos. Al día siguiente, le grand docteur me llevó a un claro
en la selva, no lejos del hospital, donde me presentó a un de mes collègues,
un médico-brujo de edad avanzada. Tras un respetuoso intercambio de
saludos, el doctor Schweitzer sugirió que su amigo americano pudiese
presenciar un acto de medicina africana.
Durante las siguientes dos horas, nos pusimos a un lado y observamos al
médico-brujo en acción. Con algunos pacientes, el médico-brujo
simplemente ponía unas hierbas en una bolsa de papel marrón, indicando al
enfermo cómo utilizarlas. Con otros, no daba hierbas sino que entonaba
hechizos. A una tercera categoría de pacientes simplemente les hablaba en
voz baja, apuntando en dirección del doctor Schweitzer.
De regreso a la clínica, el doctor Schweitzer me explicó lo que sucedía.
Las personas que tenían diversas dolencias que el médico-brujo era capaz
de diagnosticar fácilmente, recibían hierbas especiales para hacer
infusiones. El doctor Schweitzer opinaba que la mayoría de esos pacientes
mejorarían muy rápidamente ya que tan sólo sufrían de desórdenes
funcionales, más que orgánicos. Por consiguiente, «la medicación» no era
un factor sumamente importante. El segundo grupo sufría de desórdenes
psicogénicos que eran tratados con psicoterapia africana. El tercer grupo
tenía problemas sustancialmente físicos, como hernias masivas, embarazos
extrauterinos, hombros dislocados o tumores. Muchos de estos problemas
requerían cirugía y, en ese caso, el médico-brujo enviaba a sus pacientes al
doctor Schweitzer.
«Algunos de mis clientes más regulares me los han enviado los médicos-
brujos, —me dijo el doctor Schweitzer tan sólo con la sombra de una
sonrisa— no espere que los critique demasiado.»
Cuando le pregunté al doctor Schweitzer cómo me explicaba él que
alguien pudiese esperar restablecerse tras ser tratado por un médico-brujo,
me respondió que lo que yo le estaba pidiendo era que divulgara un secreto
que los doctores habían guardado celosamente desde los tiempos de
Hipócrates.
«Pero le diré de cualquier manera —me dijo con el rostro aún iluminado
por esa media sonrisa—, que el éxito de los médicos-brujos depende de las
mismas bases de nuestros éxitos. Cada paciente lleva su propio doctor
dentro de sí. Lo mejor que podemos hacer es dar al doctor que reside dentro
de cada paciente la oportunidad de entrar en acción.»
El placebo es ese doctor interior.
3. CREATIVIDAD Y LONGEVIDAD

Lo que me impulsó a pensar sobre la creatividad y la longevidad y sobre


su relación, fueron los ejemplos de dos hombres que eran sumamente
parecidos en algunos aspectos vitales: Pau Casals y Albert Schweitzer.
Ambos ya eran octogenarios cuando yo los conocí por vez primera.
Ambos mostraban una plena actividad creativa, casi explosiva. Ambos se
dedicaban a tareas personales de alto valor para los otros seres humanos. Lo
que aprendí de estos dos hombres tuvo un profundo efecto en mi vida,
especialmente durante el período de mi enfermedad. Aprendí que entre las
principales materias primas de la existencia humana se hallan un propósito
altamente desarrollado y la voluntad de vivir. Me convencí de que estos
materiales tal vez representan la fuerza más potente al alcance del hombre.
Primero, algunas observaciones sobre Pau Casals.
Lo conocí en su casa de Puerto Rico, tan sólo unas cuantas semanas antes
de su nonagésimo cumpleaños. Quedé fascinado por su rutina cotidiana.
Alrededor de las ocho de la mañana, su encantadora y joven esposa Marta
le ayudaba a emprender el día. Sus diversas limitaciones le dificultaban la
tarea de vestirse. Juzgando por su dificultad al caminar y por la manera en
que sostenía sus brazos, supuse que sufría de artritis reumática. Su enfisema
se notaba en su trabajosa respiración. Entró en la sala del brazo de Marta.
Caminaba sumamente inclinado. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante y
caminaba arrastrando los pies. Sus manos estaban hinchadas y sus dedos
apretados.
Incluso antes de desayunar, Don Pau se sentaba al piano, lo que
constituía un ritual, como me enteraría más tarde. Se acomodaba con cierta
dificultad en la banqueta y luego, con evidente esfuerzo, elevaba sus manos
hinchadas y sus dedos apretujados sobre el teclado.
No estaba preparado para presenciar el milagro que estaba a punto de
ocurrir. Lentamente, los dedos empezaron a desentumecerse, alargándose
hacia las teclas, como los capullos de una planta hacia la luz solar. Enderezó
la espalda e incluso parecía respirar con mayor libertad. Luego los dedos se
colocaron sobre las teclas, después empezaron a sonar los primeros acordes
del Wohltemperierte Klavier de Bach, interpretados con una gran
sensibilidad y control. Había olvidado que Don Pau había dominado
completamente varios instrumentos musicales antes de dedicarse al
violoncelo. Tarareaba mientras tocaba y luego dijo que Bach le hablaba ahí,
colocando su mano sobre el corazón.
Después se hundió en un concierto de Brahms y sus dedos, ahora ágiles y
poderosos, se deslizaban sobre el teclado con una impresionante velocidad.
Todo su cuerpo parecía haberse fundido con la música; ya no era algo rígido
y forzado, sino una música sutil, graciosa y totalmente liberada de sus
limitaciones artríticas.
Al terminar la pieza, se puso de pie por sí mismo; parecía mucho más
erguido y alto que cuando había entrado en la habitación. Caminó hacia la
mesa sin arrastrar para nada los pies y comió abundantemente. Hablaba
animadamente, terminó la comida y luego se fue a dar un paseo por la
playa.
Cerca de una hora después, regresó a casa y se dedicó a trabajar en su
correspondencia hasta la hora de la comida. Luego hizo la siesta. Al
levantarse, otra vez estaba inclinado, arrastraba los pies y tenía las manos
apretadas. Ese día estaba programada una visita del personal de la televisión
para realizar un documental a media tarde. Anticipándose a la revista, Don
Pau dijo que le gustaría encontrar la manera de cancelarla; no se sentía muy
bien para el esfuerzo de las tomas, con sus innumerables e inexplicables
repeticiones, y el agobiante calor de los reflectores.
Marta, acostumbrada a este tipo de renuncias, calmó a Don Pau
diciéndole que estaba segura de que la reunión le estimularía. Le recordó
que le habían gustado los jóvenes de la última película y que probablemente
serían los mismos. Le recordó, en particular, la hermosa joven que dirigía la
filmación.
Don Pablo se animó. «Por supuesto, —dijo— me gustaría verlos de
nuevo.»
Al igual que antes, estiró sus brazos hacia delante y extendió los dedos.
Luego irguió la columna vertebral, se puso de pie y se fue junto al
violoncelo. Se puso a tocar. Sus dedos, manos y brazos manifestaban una
coordinación sublime al responder a las órdenes del cerebro a fin de
controlar la belleza del movimiento y el tono. Cualquier violoncelista con
treinta años menos que él se habría sentido orgulloso de tener semejante
control físico.
Ese mismo día presencié dos veces el milagro. Un hombre de casi
noventa años, aquejado de las enfermedades de la vejez, era capaz de
eliminar sus dolencias, al menos temporalmente, debido a que sabía que
tenía que hacer algo de extrema importancia. No había ningún misterio en
ello, ya que sucedía todos los días. La creatividad de Pau Casals era su
propia fuente de cortisona. Resulta dudoso que cualquier medicación
inflamatoria hubiese reflejado mejorías tan considerables y seguras, como
las sustancias producidas por la interacción de su cuerpo y mente.
El proceso no es extraño. Si hubiese sido presa de una tormenta
emocional, los efectos se habrían manifestado a través de un aumento del
ácido hidroclórico en el estómago, de un aumento de la actividad
suprarrenal, de la producción de corticoides, del aumento de la presión
sanguínea y de un aumento del ritmo cardíaco.
Pero Casals era presa de otra cosa. Era presa de su propia creatividad de
su propio deseo de lograr un propósito determinado y el efecto que esto le
producía era genuino y remarcable. Y los efectos sobre las funciones de su
cuerpo no eran menos pronunciados (si bien de una manera positiva) que si
hubiese pasado por una sacudida emocional.

***
Don Pau, a pesar de su complexión delicada, casi frágil, fue un gigante
entre los hombres de espíritu y estatura creativa. Era chispeantemente
simpático en sus maneras, logrando interesarse con gran rapidez en los
problemas o asuntos de sus amigos o visitantes. Sus respuestas eran
pausadas, genuinas e integrales. Me mostró algunos de sus manuscritos
originales de Bach, confiándome que Bach tenía una mayor significación
para él que cualquier otro compositor.
Esta era tan sólo una de las varias cosas como pude darme cuenta que
tenía en común con Schweitzer.
«Mi gran amigo Albert Schweitzer comparte mi opinión de que Bach es
el más grande de todos los compositores, —me dijo Don Pau— pero nos
gusta Bach por razones totalmente diferentes. Schweitzer ve a Bach en
complejos términos arquitectónicos; le aclama como el maestro que reina
sin rival sobre el gran y diverso reino de la música. Yo considero que Bach
era un gran romántico. Su música me agita, me ayuda a sentirme totalmente
vivo. Cuando me levanto, siento unas gamas irresistibles de tocar una pieza
de Bach. Una estupenda manera de empezar el día.»
Si Bach era su compositor favorito, ¿cuál era su pieza favorita?
«La pieza que tiene mayor significado para mí no fue escrita por Bach,
sino por Brahms —me dijo—. Mire, déjeme enseñársela. Tengo el
manuscrito original.»
Descolgó de la pared un manuscrito enmarcado; uno de los más
preciados que actualmente se encuentre en una colección privada: el
cuarteto en B menor de Brahms.
«Es curioso cómo lo adquirí —me dijo—. Hace muchos años conocí al
director de los Amigos de la Música de Viena, su nombre era Wilhelm
Kuchs. Una noche en Viena, antes de la guerra, invitó a algunos amigos a
cenar, entre ellos a mí. En mi opinión, tenía una de las mejores colecciones
de manuscritos originales de música del mundo. También poseía una
impresionante colección de exquisitos instrumentos musicales, entre ellos
violines Stradivarius y Guarneri. Era una persona rica, muy rica, pero era un
hombre sencillo y sumamente accesible.
«Después vino la guerra. Él tenía unos ochenta años y no tenía
intenciones de pasar el resto de su vejez bajo el yugo nazi. Así que se
trasladó a Suiza. Para ese entonces ya tenía más de noventa años. Yo tenía
muchas ganas de hacerle una visita. Tan sólo ver de nuevo a ese gran amigo
que había hecho tanto por la música me proporcionó un gran placer. Creo
que incluso lloramos juntos. Luego le dije cuán preocupado estaba por la
suerte que habían corrido sus manuscritos. Me preocupaba mucho que su
colección hubiese caído en manos de los nazis.
«Mi amigo me dijo que no había por qué preocuparse; se las había
ingeniado para salvar toda la colección. Después algunas piezas de la
colección: algunas composiciones de música de cámara de Schubert y
Mozart, para empezar. Y tras de ello, me puso delante el manuscrito
original del cuarteto en B menor de Brahms. No podía creerlo. Estaba
traspuesto. Creo que todo músico tiene la sensación de que existe una pieza
que tan sólo le habla a él, una pieza que, a su parecer, hace intervenir todas
las moléculas de su ser. Y eso era lo que yo sentía por el cuarteto en B
menor desde que lo había interpretado por primera vez. Y siempre sentí que
era mío.
»Kuchs se dio cuenta de ello, pues al tomar el cuarteto en B menor en
mis manos tuve una experiencia emocional muy especial y poderosa.
»—Es su cuarteto por derecho propio, —me dijo Kuchs—. Me gustaría
regalárselo». —Y lo hizo.
«No pude darle las gracias entonces como se merecía, pero le escribí una
larga carta en la que le decía lo orgulloso y contento que estaba gracias a su
regalo. En su respuesta, Kuchs me informó de muchos aspectos sobre la
historia del cuarteto en B menor que yo no conocía. Pero uno de ellos era el
más sobresaliente: Brahms empezó a escribir este cuarteto exactamente
nueve meses antes de mi nacimiento, tardando nueve meses en terminarlo.
Ambos nacimos el mismo día, del mismo mes, del mismo año.»
Con sus palabras, Don Pau parecía volver a vivir esa experiencia. Su
expresión, desprovista de todo fruncimiento, era tan expresiva que sus
palabras parecían simplemente confirmar su imagen. De hecho, su rostro
tenía el poder dramático de todo un reparto de Ibsen.
Le pregunté a Don Pau si alguna otra composición tenía un significado
especial para él.
«Muchas, —me dijo— pero ninguna me parecía tan mía y tan expresiva
para mí como el cuarteto en B menor. Sin embargo, cuando me levanto,
sólo puedo pensar en Bach. Siento como si el mundo volviese a nacer. La
naturaleza me parece más manifiesta durante la mañana.
«Existe otra pieza de la que me gustaría hablarle. También ésta tiene un
significado especial. Creo que es la pieza que más me gustaría oír durante
mis últimos momentos en la tierra. ¡Qué conmovedora y hermosa es! El
segundo movimiento del quinteto de clarinete de Mozart.»
Don Pau se puso a tocarla. Sus dedos eran delgados y la piel pálida y, no
obstante, pertenecían a las manos más extraordinarias que yo haya visto,
parecían tener sabiduría y gracia propias. Evidentemente era el intérprete y
no simplemente un instrumentista quien tocaba Mozart; no obstante,
resultaba difícil imaginar cómo podría tocarse de otra manera.
Después de levantarse del piano, se disculpó por haber pasado tanto
tiempo hablando de música, en lugar de discutir los asuntos del mundo. Le
respondí que tenía la impresión de que lo que había estado diciendo y
haciendo tenía una gran importancia para los asuntos del mundo. En la
charla que después sostuvimos, ambos estuvimos de acuerdo en que el
mayor problema para la paz mundial era que el individuo se sentía
indefenso.
«La solución para no sentirse indefenso no es tan complicada —me dijo
don Pau—. Una persona puede hacer algo por la paz sin meterse en política.
Todo el mundo tiene tras de sí una decencia y bondad fundamentales. Si las
escuchamos y obramos conforme a ellas, hacemos exactamente lo que el
mundo actualmente necesita. No es muy complicado pero se necesita ser
valiente. Hay que ser valiente para escuchar nuestra propia bondad y actuar
conforme a ella. ¿Nos atreveremos a ser nosotros mismos? Esa es la
pregunta clave.»
La decencia y bondad interiores de Pau Casals saltaban a la vista. Pero
tenía otros recursos (el propósito, la voluntad de vivir, la fe y el buen
humor) que le permitieron soportar sus incapacidades y actuar como
violoncelista y director de orquesta hasta bien pasados los noventa años de
edad.

***
Albert Schweitzer siempre creyó que el mejor medicamento para
cualquier enfermedad era saber que tenía un trabajo que hacer, así como
buen sentido del humor. En una ocasión dijo que las enfermedades le
abandonaban bastante rápido porque encontraban un ambiente muy poco
hospitalario dentro de su cuerpo.
Lo esencial del método del doctor Schweitzer era el propósito y la
creatividad. Un deseo torrencial de emplear su mente y su cuerpo llenaba de
energía sus múltiples capacidades e intereses. Observarlo trabajar en su
hospital de Lambarene era como ver el propósito humano sublimizado hasta
las fronteras de lo supranatural. Incluso con más de noventa años de edad,
en un día normal en el hospital realizaba sus tareas clínicas y hacía sus
rondas de enfermos, trabajaba muy fuerte en la carpintería, movía paquetes
pesados de medicamentos, respondía su correspondencia (innumerables
cartas cada día) y aún le sobraba tiempo para sus manuscritos inconclusos y
tocar el piano.
«No tengo intención de morir —le dijo en una ocasión a su personal—,
mientras pueda hacer cosas. Y si hago cosas no hay necesidad de morir. Así
que voy a vivir mucho, pero mucho tiempo.»
Y así fue: hasta la edad de noventa y cinco años.
Al igual que su amigo Pau Casals, Albert Schweitzer no dejaba pasar un
día sin tocar a Bach. Su pieza favorita era la Toccata y Fuga en D menor.
Esta pieza fue escrita para órgano, pero no había órgano en Lambarene.
Había dos pianos verticales y antiguos. El que se hallaba en el comedor del
personal era el más vetusto. El clima ecuatorial, con su saturante humedad,
se había cebado contra él hasta dejarlo irreconocible. Algunas teclas
carecían de cubierta, otras estaban amarillentas y rotas. La gamuza de los
martilletes se había desgastado, produciendo sonidos toscos y rasgados.
Este instrumento no había sido afinado desde hacía años e incluso si lo
hubiesen hecho, la mejora no habría durado mucho. Mientras me paseaba
por el hospital durante mi primera visita, entré en el comedor, y me senté a
tocar, retirándome abruptamente ante los tonos caricaturizados. No
obstante, lo sorprendente era que Schweitzer podía tocar himnos en él
durante la cena y el piano, de alguna manera, perdía su pobreza al contacto
de sus manos.
El otro piano estaba en su bungalow. Estaba en mucho mejor estado que
el del comedor, pero distaba mucho de ser un instrumento digno de la
reputación mundial de Schweitzer. Tenía un pedal de órgano que movía los
martilletes, pero tenía la enojosa costumbre de desengancharse en los
pasajes críticos. Incluso ese pedal fantasma le brindaba la oportunidad de
ejercitar sus pies.
Ya en un libro anterior he escrito sobre mi experiencia en el hospital de
Lambarene donde, una noche, cuando ya casi todas las lámparas de aceite
estaban apagadas, me fui caminando hacia el río. Era una noche húmeda y
no podía dormir. Cuando pasaba cerca de las habitaciones del doctor
Schweitzer, pude oír el raudo movimiento de piano de una tocata de Bach.
Me acerqué al bungalow del doctor y me quedé unos cinco minutos
fuera, tras la ventana con persianas por la que se podía ver su silueta al
piano en la habitación tenuemente iluminada. Sus poderosas manos
controlaban totalmente la composición, definiendo completamente cada
nota, como requiere Bach: cada una con su propio peso y valor, y al mismo
tiempo, íntimamente entrelazadas para crear un conjunto ordenado.
Tenía la sensación de escuchar el enorme órgano de la mayor catedral del
mundo. Un anhelo de alcanzar una belleza arquitectónica en la música, un
oficio artístico y disciplinado, y el deseo palpable de mantener vivo gran
parte de su pasado y la necesidad de expresarse y catalizarse; todas estas
cosas de su espíritu quedaban de manifiesto cuando tocaba el piano.
Cuando acababa de tocar, se sentaba con las manos reposando
suavemente sobre las teclas y su gran cabeza inclinada hacia delante como
si intentara capturar la dilatación de los ecos. Johan Sebastian Bach le había
permitido liberarse de las presiones y tensiones del hospital, de todas esas
formas que hay que llenar por triplicado. Ahora se encontraba de regreso en
ese mundo de esplendor creativo y ordenado que siempre había encontrado
en la música.
El efecto de la música era muy parecido en Schweitzer y en Casals. Al
levantarse ya no arrastraba los pies. La música era su medicina. Pero ésa no
era su única medicina, también lo era el humor. Albert Schweitzer utilizaba
el humor como una forma de terapia ecuatorial, como una manera de
reducir las temperaturas, la humedad y las tensiones. De hecho, la manera
como utilizaba el humor, era tan creativa, que uno tenía la sensación de que
él casi lo consideraba un instrumento musical.
La vida de los doctores y enfermeras jóvenes no era fácil en el Hospital
Schweitzer. El doctor lo sabía y se asignaba a sí mismo la tarea de nutrirles
el espíritu. A la hora de la comida, cuando se reunía el personal, Schweitzer
siempre tenía una o dos divertidas historias para acompañar la comida.
Probablemente, el plato fuerte de la cena era la risa. Resultaba fascinante
ver cómo los miembros del personal parecían rejuvenecer con la jovialidad
de su humor. En una comida, por ejemplo, Schweitzer informó al personal
de que «como todo mundo sabe, sólo hay dos automóviles en 120
kilómetros a la redonda. Esta tarde ha sucedido lo inevitable: han tenido un
accidente. Hemos tratado las heridas superficiales de los conductores.
Cualquier persona que tenga reverencia por las máquinas puede tratar a los
coches.»
La noche siguiente divulgó la noticia de que Edna, una gallina que tenía
su nido cerca del muelle, había tenido seis polluelos. «Ha sido una gran
sorpresa para mí —dijo solemnemente—, ni siquiera sabía que podía poner
huevos.»
Una noche durante la cena, tras un día particularmente atareado, le contó
al personal los detalles de su visita al Palacio Real de Copenhague, que
había tenido lugar unos cuantos años antes. Le habían invitado a cenar y el
primer plato era arenque danés. Sucede que a Schweitzer no le gusta el
arenque. Cuando nadie lo veía, deslizó discretamente el arenque fuera del
plato, colocándolo en la bolsa de su jaqué. Al día siguiente, en los
periódicos apareció un reportaje que hablaba de la visita del doctor de la
selva y de los extraños hábitos que éste había adquirido en Africa. El doctor
Schweitzer no sólo se había comido la carne del pescado, informaba un
diario, sino que también se había comido las espinas, la cabeza, los ojos…
¡todo!
Me di cuenta que esa noche los jóvenes doctores y enfermeras se
levantaron de la mesa con un magnífico estado de humor, refrescados tanto
por el espíritu de la ocasión como por la comida. La fatiga del doctor
Schweitzer, tan evidente cuando había entrado en el comedor, había dejado
lugar a una serie de planes sobre cosas que había que hacer. En Lambarene,
el humor era un alimento vital.
La Biblia nos dice que un corazón contento funciona como un doctor.
Resulta difícil decir lo que sucede exactamente dentro del alma y cuerpo
humanos a causa del humor. Pero las evidencias de que funciona han
estimulado durante siglos las especulaciones no solamente de los médicos,
sino también de filósofos y eruditos. Sir Francis Bacon llamaba la atención
sobre las características fisiológicas de la alegría. Hace casi cuatrocientos
años, Robert Burton en su obra Anatomy of Melancholy, sentó cátedra con
su observación de que «el humor purga la sangre, rejuveneciendo el cuerpo,
haciéndolo más vivaz y preparándolo para cualquier tipo de empleo. —En
general, Burton decía que la alegría es el artefacto principal para derribar
las murallas de la melancolía… y una cura en sí misma. «Hobbes describía
la risa como una «pasión de gloria repentina.»
Enmanuel Kant, en su Crítica de la razón pura, escribió que la risa
produce una «sensación de salud a través del estímulo de los procesos
vitales del cuerpo, la afección que mueve los intestinos y los diafragmas; en
una palabra, la sensación de salud que constituye la satisfacción que
sentimos, de manera que podemos llegar al cuerpo a través del alma y
utilizar esta última como médico del primero». Si Kant sugería con esto que
nunca había conocido una persona que se riese francamente y que, al mismo
tiempo, sufriese de estreñimiento, estaría totalmente de acuerdo con él.
Siempre me ha parecido que una risa abierta es una buena manera de hacer
jogging interior sin tener que salir fuera de casa.
La fascinación que sentía Freud por la mente humana no se circunscribía
solamente a sus enfermedades y tormentos. Sus investigaciones iban
dirigidas al misterioso y supremo status que ocupa el cerebro en el universo.
La gracia y el humor eran para él manifestaciones altamente diferenciadas
de la unicidad de la mente. Creía que la alegría era una manera sumamente
útil de contrarrestar la tensión nerviosa y que el humor podía emplearse
como una terapia afectiva.
Sir William Osler consideraba que la risa era la «música de la vida». Su
biógrafo, Harvey Cushing, comenta que Osler aconsejaba a los doctores que
se encontrasen agotados espiritual y físicamente al final de una dura
jornada, que buscaran su propia medicina en la alegría. «Existe la feliz
oportunidad —escribía Osler—, de que al igual que Lionel en uno de los
poemas de Shelley, podamos mantenernos jóvenes mediante la risa».
Posiblemente, las actuales investigaciones científicas sobre los beneficios
fisiológicos de la risa no sean muy abundantes pero, no obstante, son muy
significativas. William Fry de la Universidad de Stanford ha escrito un
artículo altamente revelador: «Los componentes respiratorios de la risa
alegre». Me imagino que se refiere a lo que comúnmente llamamos risa de
vientre. Al igual que Kant, Fry observa que todo el proceso de respiración
se ve positivamente estimulado por la risa. Otro artículo digno de atención
sobre el tema es «El efecto de la risa sobre el tono muscular», escrito por H.
Paskind y publicado en Archives of Neurology and Psychiatry en 1932.
Algunas personas, al reír desenfrenadamente, dicen que les duelen las
costillas. La expresión probablemente es exacta, pero se trata de un «dolor»
delicioso que deja al individuo relajado, casi como si estuviese acostado.
Además, es el tipo de «dolor» que todo el mundo debería experimentar cada
uno de los días de su vida. Resulta tan específico y tangible como cualquier
otro ejercicio físico. Si bien sus manifestaciones bioquímicas aún deben ser
determinadas y comprendidas de manera explícita, al igual que los efectos
del miedo, la frustración o la ira, estas manifestaciones son totalmente
reales.
En la prensa médica se publican cada vez más artículos sobre las grandes
desventajas de las emociones negativas. En particular se ha relacionado el
cáncer con intensos estados de duelo, furia o miedo. Resulta absurdo
suponer que las emociones solamente provocan calamidades y no confieren
beneficios. De cualquier manera, mucho antes de mi grave enfermedad, me
convencí de que la creatividad, la voluntad de vivir, la esperanza, la fe y el
amor tienen una importancia bioquímica y contribuyen de manera
considerable a la curación y el bienestar. Las emociones positivas son
experiencias que dan vida.
Las investigaciones científicas han establecido la existencia de
endorfinas en el cerebro humano; una sustancia sumamente parecida a la
morfina en sus efectos y estructura molecular. Constituye la anestesia del
propio cuerpo, un relajante que ayuda a que el cuerpo humano soporte el
dolor. Aún no sabemos exactamente cómo se activan las endorfinas ni cómo
entran en el torrente sanguíneo. Tampoco sabemos si pueden ser activadas
por las emociones positivas. Pero existen suficientes estudios que están de
acuerdo en que los individuos determinados a vencer una enfermedad,
tienden a tener una mayor tolerancia al dolor que aquellos que tan sólo se
preocupan mórbidamente. Los científicos chinos sostienen que el empleo de
la acupuntura en lugar de anestesia, ha sido posible gracias a que la
inserción de agujas en los «meridianos» del cuerpo activa las endorfinas.
En cualquier caso, la mente humana tiene un papel que desempeñar en el
control del dolor, al igual que constituye un factor clave en la lucha contra
la enfermedad. No necesitamos más que considerar el fenómeno del
placebo para reconocer que, tanto a nivel consciente como inconsciente, la
mente puede ordenar que el cuerpo reaccione o responda de ciertas
maneras. Estas respuestas hacen intervenir las funciones químicas del
cuerpo y no son tan sólo reacciones psicológicas.
En el primer capítulo hablaba de la capacidad que tenía la risa de reducir
la inflamación de mis coyunturas, fenómeno confirmado por la reducción
de la velocidad de sedimentación, tanto sostenida como acumulativa.
¿Significaba esto que la risa estimulaba las endorfinas? Un doctor de Tokyo
realizó un interesante experimento al respecto, incorporando la risa al
tratamiento de la tuberculosis. La descripción de este experimento decía que
había podido demostrar para su propia satisfacción que la risa era
terapéutica y figuraba como uno de los factores de la mejoría de sus
pacientes.
Se elaborarán otros estudios y experimentos científicos más diversos y
generales. A resultas de ellos aprenderemos mucho más de lo que
actualmente sabemos acerca del papel que juegan las emociones positivas,
la creatividad y la voluntad de vivir. Dentro de no mucho, los
investigadores médicos tal vez descubran que la mente humana posee un
impulso natural que sostiene al proceso vital y potencia todo el cuerpo en su
lucha contra el dolor y la enfermedad. Cuando se desarrolle ese
conocimiento, el arte y la práctica de la medicina ascenderán a un nivel más
brillante y totalmente nuevo.
4. EL DOLOR NO ES EL ENEMIGO EN ÚLTIMA
INSTANCIA

Los americanos son probablemente el pueblo más consciente del dolor de


la superficie de la tierra. Durante años, la prensa, la radio, la televisión y las
conversaciones cotidianas nos han inculcado que cualquier síntoma de dolor
debe ser eliminado como si fuese el mal en persona. A resultas de ello, nos
estamos convirtiendo en una nación dé hipocondríacos y adictos a las
píldoras que exageran el más mínimo dolor convirtiéndolo en una prueba
extenuante.
Sabemos muy poca cosa sobre el dolor y esta ignorancia lo hace aún más
doloroso. De hecho, la ignorancia más extendida y costosa en los Estados
Unidos es la ignorancia sobre el dolor: qué es, qué lo provoca, cómo
enfrentarse a él sin pánico. Casi cualquier persona puede recitar el nombre
de al menos una docena de drogas que pueden eliminar todo tipo de dolor,
desde la jaqueca hasta las hemorroides. Pocos saben que aproximadamente
un noventa por ciento de los dolores desaparecen por sí solos, que no
siempre indican mala salud y, con mayor frecuencia, que son el resultado de
la tensión, las preocupaciones, la inactividad, el aburrimiento, la
frustración, la ira reprimida, el sueño insuficiente, el abuso en las comidas,
las dietas mal balanceadas, fumar, beber en demasía, realizar ejercicios
inapropiados, el aire contaminado o cualquiera de los otros abusos a los que
se enfrenta el cuerpo humano en una sociedad moderna.
Lo peor es que también se ignora que la mejor manera de terminar con el
dolor consiste en eliminar el abuso. En lugar de ello, la mayoría de la gente
echa mano de los sedantes: aspirinas, barbitúricos, codeínas,
tranquilizantes, píldoras para dormir y docenas de otros analgésicos o
drogas antisensibilizantes.
La mayoría de los médicos se hallan profundamente preocupados por el
hecho de que la profesión médica se está convirtiendo en una industria
destinada a eliminar el dolor. Sus consultorios están llenos de personas que
están erróneamente convencidas de que algo terrible está a punto de
sucederles. Es evidente que la campaña encaminada a hacer que la gente
acuda apresuradamente al médico al primer signo de dolor, ha tenido el
efecto de un bumerang. Los médicos no pueden prestar una atención
apropiada a los pacientes que tienen necesidad de tratamiento y diagnóstico
expertos, porque pierden su tiempo con personas que no tienen nada en
realidad, de no ser una indisposición temporal o un malestar de carácter
psicogénico.
Los pacientes se sienten ofendidos si el médico les dice que no puede
encontrar ninguna causa orgánica de su dolor. Existe la tendencia a
interpretar el término «psicogénico» como si significase que los pacientes
se quejasen de síntomas inexistentes. Hay que divulgar el hecho de que
muchas formas de dolor carecen de causas físicas subyacentes, siendo
causadas, como se dijo antes, por la tensión o factores hostiles presentes en
el medio ambiente general. En ocasiones, el dolor puede ser una
manifestación de una «histeria de conversión», como se dijo antes, nombre
que dio Jean Charcot a los síntomas físicos que tienen su origen en
desequilibrios emocionales.
Obviamente resulta absurdo que un individuo ignore los síntomas que
pueden constituir una advertencia de una enfermedad potencialmente grave.
Algunas personas sienten tanto terror de recibir malas noticias del doctor
que dejan que sus enfermedades empeoren, a veces hasta un punto
irreversible. El descuido total no puede constituir una respuesta para la
hipocondría. La única respuesta posible es una mayor educación sobre el
funcionamiento del cuerpo humano, a fin de que un mayor número de
personas pueda adoptar una posición intermedia entre la medicación
excesiva y promiscua, y el descuido irresponsable de síntomas auténticos.
De todas las formas de dolor, la más importante para el individuo es el
dolor «límite». Casi todo el mundo tiene un dolor típico que aparece cuando
la tensión o la fatiga alcanza cierto nivel. Puede tomar la forma de
migrañas, de punzadas profundas en el abdomen, calambres, dolor en la
parte inferior de la espalda o incluso dolor en las coyunturas. Quien ha
aprendido la correlación existente entre estos dolores límite y su causa, no
se deja llevar por el pánico cuando éstos ocurren; sino que hace algo para
aliviar la tensión. Después, si el dolor persiste, a pesar de la ausencia de
causa aparente, consulta a su médico.
Si la ignorancia sobre la naturaleza del dolor está tan extendida, la
ignorancia sobre la manera que funcionan los sedantes lo está aún más. Lo
que generalmente no se comprende es que muchas de las alabadas drogas
analgésicas eliminan el dolor sin corregir la dolencia que lo provoca,
eliminando así el mecanismo del cuerpo que advierte al cerebro que algo
puede estar mal. El cuerpo puede pagar muy caro la supresión del dolor sin
tomar en consideración su causa fundamental.
En ciertas ocasiones, los atletas se ven perjudicados por sus entrenadores,
encargados de mantenerlos en forma. Cuanto más famoso es el atleta, más
riesgo corre de ser objeto de medidas médicas extremas al lesionarse. El
pitcher de un equipo de beisbol cuyo brazo se encuentra dolorido debido a
un músculo torcido o a daños en los tejidos necesita un prolongado
descanso más que cualquier otra cosa. Pero como su equipo está luchando
por lograr un lugar en las Series Mundiales, el entrenador o el doctor del
equipo, aplicando su magia, echa mano de una fuerte dosis de butazolidina
u otro poderoso medio para suprimir el dolor. El dolor desaparece
inmediatamente. El pitcher se coloca sobre el montículo y hace un partido
magnífico. Sin embargo, ese puede ser el último en que haya podido lanzar
la bola con toda su fuerza. Las drogas no rectificaron el músculo torcido ni
curaron el tejido dañado. Lo que hicieron fue disfrazar el dolor, permitiendo
al pitcher lanzar con fuerza, dañando así todavía más el músculo lesionado.
Por consiguiente, no resulta sorprendente que tantos grandes atletas vean
destruida su carrera en pleno esplendor, víctimas del exagerado tratamiento
de sus lesiones y no tanto por las lesiones en sí.
La reina de los sedantes es, desde luego, la aspirina. Las autoridades
sanitarias de los Estados Unidos permiten que la aspirina se venda sin
necesidad de receta, pero esta droga, contra la creencia popularizada, puede
ser peligrosa y, en fuertes dosis, potencialmente mortal. La droga que más
se autoadministra en el mundo es la aspirina. Algunas personas son adictas
a la aspirina, llegando a tomar diez o más diarias. Lo que ignoran es que
incluso una pequeña dosis puede provocar hemorragias internas. Aún más
serio resulta el hecho que la aspirina es antagonista del colágeno, que juega
un papel clave en la formación del tejido conjuntivo. Puesto que muchas
formas de artritis implican la desintegración del tejido conjuntivo, el uso
constante de la aspirina puede intensificar la dolencia artrítica subyacente.
La razón por la cual la aspirina es recetada tan ampliamente para la
artritis es que posee un efecto anti-inflamatorio, aparte de sus características
de analgésicos. En los últimos años, sin embargo, los investigadores
médicos han señalado la posibilidad de que el valor anti-inflamatorio de la
aspirina se vea contrarrestado por el daño que provoca sobre las funciones
químicas del cuerpo. Los doctores J. Hirsch, D. Street, J. F. Cade y H. Amy,
en el número de marzo de 1973 de la publicación profesional Blood,
demostraron que la aspirina evita la interacción entre la «producción de
plaquetas» y el tejido conjuntivo. En los Annals of Rheumatic Diseases, en
el mismo mes de marzo de 1973, el doctor P. N. Perry señalaba que los
pacientes que tomaban grandes dosis de aspirina sufrían grandes pérdidas
de sangre. (No es raro que un paciente de artritis reumática aguda tome
hasta veinticuatro aspirinas por día.)
Una vez más vuelvo a atraer la atención sobre el artículo del número del
ocho de mayo de 1971 de Lancet, publicación médica inglesa. En ese
ejemplar, los doctores M. A. Sahud y R. J. Cohen afirmaban que el empleo
sistemático de la aspirina por parte de los pacientes de dolencias reumáticas
produce una deficiencia del nivel de ácido ascórbico en el plasma. Los
autores informaban que la aspirina evita la «asimilación del ácido ascórbico
por parte de las plaquetas sanguíneas». Puesto que la vitamina C resulta
esencial para la formación del colágeno, su eliminación debida a la aspirina
parece oponerse directamente a la necesidad que tiene el cuerpo de
combatir la destrucción de tejido conjuntivo en las afecciones artríticas. El
artículo del Lancet concluye que, al menos, se debe administrar ácido
ascórbico junto con la aspirina a fin de contrarrestar sus efectos dañinos.
Desde luego, la aspirina no es el único analgésico que tiene efectos
peligrosos. El doctor Daphne A. Roe de la Universidad de Cornell, presentó
en una reunión médica en Nueva York evidencias contundentes de que los
sedantes y otros supresores del dolor podían causar toda una serie de
trastornos. Algunas de estas drogas impiden que el cuerpo metabolice
adecuadamente los alimentos, provocando desnutrición. En algunos casos,
incluso puede producirse una depresión de la médula ósea que impida que
el cuerpo produzca suficiente elemento sanguíneo.
Las drogas que eliminan el dolor constituyen uno de los mayores
progresos de la medicina. Utilizadas con prudencia, pueden constituir una
dádiva para aliviar el sufrimiento y para el tratamiento de las enfermedades.
Pero su empleo indiscriminado y promiscuo produce actualmente daños
psicológicos y dolencias crónicas en millones de personas. La interminable
publicidad que se hace de los sedantes, especialmente en la televisión, ha
provocado una auténtica neurosis entre las masas. Desde el momento en
que pueden ver la televisión, los niños son indoctrinados en el clamoroso y
mórbido mundo de la hipocondría. Por consiguiente, no resulta
sorprendente que mucha gente tema más al dolor que a la muerte.
No sería una mala idea que médicos y profesores elaboren conjuntamente
un programa educativo sobre el dolor para que formase parte de la
educación básica. Por lo que respecta al público en general, tal vez los
servicios públicos podrían emplear las mismas técnicas que se han utilizado
en la campaña contra el cáncer para contrarrestar el terror que se siente ante
el dolor y la enfermedad en general. La gente debe saber que no hay nada
más extraordinario en el cuerpo humano que su impulso hacia la
recuperación, siempre y cuando se le otorgue el debido respeto. Si las
radiodifusoras no pueden transmitir lo mismo que para dar respuesta a la
publicidad de los productos que eliminan el dolor, al menos podrían dedicar
algunos minutos diarios a los comentarios sobre el tema del dolor. Por lo
que respecta a las autoridades sanitarias de los Estados Unidos, cabría
preguntarse por qué un departamento estatal que tanto se preocupó por
advertir al público de los peligros inherentes a la autoadministración de
vitaminas, no hace casi nada contra la venta anual de millones de sedantes
sin necesidad de receta médica, algunos de los cuales pueden ser aún más
dañinos que el dolor que suprimen.

***
Si se escribiese la historia sobre los intentos de la profesión médica de
explicar el dolor, el nombre de Paul Brand tendría una especial importancia.
El doctor Brand ha trabajado con leprosos durante la mayor parte de su
carrera médica. Brand es un cirujano ortopedista inglés, célebre en todo el
mundo por su labor consistente en restablecer manos inválidas o paralíticas.
Era director del departamento de cirugía ortopédica en el Instituto de
Medicina de Vellore, India.
Paul Brand se trasladó a Vellore durante su juventud, en 1947. Su mujer,
que también era cirujano, se reunió con él un año más tarde. Juntos
formaron uno de los matrimonios médicos más extraordinarios de la
historia. Paul Brand devolvió el uso de manos y brazos a miles de leprosos.
Margaret Brand salvó a miles de leprosos de la ceguera. Ambos daban
clases en la escuela de medicina, efectuaban importantes investigaciones y
trabajaban en el hospital y la clínica.
El objetivo principal que perseguía Paul Brand en el Christian Medical
College and Hospital de Vellore era ver si podía aplicar sus sofisticadas
técnicas de cirugía reconstructiva a los problemas específicos de los
leprosos. Por lo general, los dedos de los leprosos tienden a «encogerse» o
cerrarse parcialmente debido a la parálisis de los nervios vitales que
controlan los músculos de la mano. Brand proyectaba reactivar los dedos
conectándolos a los impulsos nerviosos normales del antebrazo del
enfermo. Por supuesto, esto implicaba que el paciente debía reeducar su
cerebro a fin de transmitir las órdenes a la parte inferior del antebrazo y no
a la mano, para poner en acción los dedos.
Transcurrido un tiempo, no obstante, se dio cuenta de que en Vellore no
podía dedicar todo su tiempo a los problemas de las manos de los enfermos.
Simplemente tenía que enfrentarse con todo el problema de la lepra: qué
era, cómo se apoderaba del cuerpo humano, cómo podía combatirse. Así
que se dedicó a la investigación. A medida que iba aprendiendo se dio
cuenta que la mayor parte de su actitud hacia la lepra estaba tan anticuada
que rayaba lo medieval. Por ello se decidió a emplear el método científico
contra los antiguos misterios de la lepra.
Descubrió que las ideas generalmente aceptadas sobre el «tejido leproso»
estaban equivocadas. Tan equivocadas como la idea de que la pérdida de
dedos de pies y manos era un resultado directo o una manifestación de la
enfermedad misma. Quizás, el mayor de sus descubrimientos fue que la
lepra es una enfermedad marcada por la ausencia de dolor.
En tanto que director del departamento de investigación, Paul Brand
primero necesitaba saber todo lo posible sobre los tejidos afectados por la
lepra. Desde hacía largo tiempo, la medicina ya sabía que la lepra era
producida por un bacilo bastante similar al organismo que provoca la
tuberculosis. Este descubrimiento fue hecho por Gerhard Henrik Hansen
hace casi ciento cincuenta años; el término «enfermedad de Hansen» se
convirtió, por ende, en sinónimo de lepra. Al igual que en el caso de la
tuberculosis, el bacillus leprae producía tubérculos: Los tubérculos leprosos
varían desde el tamaño de un pequeño guisante hasta el de una aceituna.
Aparecían en el rostro, las orejas, y las extremidades del cuerpo. Se pensaba
generalmente que el bacilo provocaba, de alguna manera, la pérdida de
dedos de pies y manos, e incluso de manos y pies. No obstante, poca cosa
se había hecho en el campo de la investigación de tejidos. ¿Había algo en
los muñones de los dedos que se diferenciaba del tejido de las células
sanas? ¿Era el bacillus leprae un agente activo dentro del proceso de
atrofia? El doctor Brand puso a trabajar a los patólogos. Mediante diversas
investigaciones, éstos llegaron a la conclusión de que no existía ninguna
diferencia entre el tejido sano y el tejido de los dedos de un leproso.
No obstante, había un punto científico fuera de dudas: el bacillus leprae
mataba las terminaciones nerviosas. Esto significaba que el sentido del tacto
se encontraba ausente o, al menos, considerablemente disminuido. Pero el
doctor Brand se dio cuenta de que la carne misma no presentaba ninguna
otra diferencia comparada con el tejido normal.
Como resulta común en la investigación médica, algunos de los
descubrimientos más importantes de Paul Brand sobre la lepra no fueron
producto de una investigación sistemática sino de un accidente. Poco
después de su llegada a Vellore, había observado la prodigiosa fuerza de las
manos de los leprosos. Incluso un simple saludo de manos con un leproso
era como si le pusieran a uno la mano en una prensa. ¿Se debía esto a que la
enfermedad liberaba una fuerza manual desconocida en la gente normal?
La respuesta apareció cuando Brand no pudo hacer girar una llave en una
vieja cerradura. Al verle, un chico leproso de unos doce años le ofreció la
suya. Brand se quedó asombrado de la facilidad con la que el chico hacía
girar la llave. Luego examinó el pulgar e índice de su mano derecha. La
llave le había hecho una herida que llegaba hasta el hueso. El chico no se
había dado cuenta de nada de ello al girar la llave.
Inmediatamente, el doctor Brand encontró una respuesta. Debido a que
tenía las terminaciones nerviosas desensibilizadas, el chico había podido
continuar presionando la llave más allá del punto que habría causado un
dolor insoportable a una persona sana. La gente sana tiene una fuerza que
nunca utiliza porque precisamente la presión de resistencia le hace daño.
Las manos de un leproso no tienen una fuerza superior, se dijo a sí mismo;
simplemente carecen del mecanismo del dolor que les advierte en qué
momento deben dejar de aplicar presión. Y de esta manera se podía causar
grave daño a la carne y al hueso.
¿Era posible, se preguntaba el doctor Brand, que la razón por la que los
leprosos perdían dedos de pies y manos no fuese por la lepra en sí, sino
porque carecían de sensibilidad ante las lesiones? En breve, ¿era posible
que una persona no se diese cuenta que, durante un día normal de actividad,
estaba causándole un grave daño físico? Paul Brand analizó todas las cosas
que hacía durante el día: abrir grifos y cerraduras, operar palancas,
desplazar, tirar o empujar requerían presión. Y la cantidad de presión estaba
determinada por la resistencia del objeto y por la capacidad de tolerar la
presión en sus manos y dedos. Sabía que si le faltase sensibilidad seguiría
presionando a pesar de hacerse daño.
Observó a los leprosos en sus actividades cotidianas y se convenció de
que tenía razón. Empezó a enseñarles a calcular la tensión; diseñó unos
guantes especiales para proteger sus manos, y efectuaba exámenes diarios a
fin de que las lesiones no provocaran ulceraciones y desfiguración, como
había sucedido con anterioridad. Casi por milagro, la incidencia de nuevas
lesiones se redujo drásticamente. Los leprosos lograron una mayor
productividad. Así, Brand empezó a sentir que estaba haciendo progresos
fundamentales.
Sin embargo, persistían algunos misterios. ¿Cómo explicar la
desaparición de dedos enteros o parte de ellos? ¿Cómo era posible que
algunas partes de los dedos desaparecieran de un día para el otro? ¿Era esto
producto de un golpe? No había ninguna evidencia de que los huesos de los
leprosos fuesen más frágiles que los huesos de una persona normal. Si un
leproso perdía un dedo mientras trabajaba con una sierra o si era arrancado
de cualquier otra manera, debería ser posible encontrar el dedo faltante. Sin
embargo, nadie había podido encontrar un dedo que hubiese perdido. ¿Por
qué?
Brand se puso a meditar acerca de este problema. Y súbitamente la
respuesta apareció en su mente. Debían ser las ratas. Y tenía que suceder de
noche, mientras dormían los leprosos. Puesto que sus manos estaban
desensibilizadas, no se daban cuenta de que eran atacados y no ponían
resistencia alguna.
Brand organizó puestos de observación nocturna en chozas y pabellones.
Y sucedió exactamente lo que pensaba. Las ratas se subían en las camas de
los leprosos, olfateaban cuidadosamente y, al no encontrar resistencia, se
ponían a roer los dedos de pies y manos. Los dedos no se caían, se los
comían las ratas. Esto no quería decir que todos los dedos «perdidos»
hubiesen desaparecido de esta manera. También podían haber sido
arrancados durante accidentes, habiendo sido recogidos por ratas u otros
animales antes de que el paciente se diese cuenta de la pérdida. Pero ahora
se había identificado una de las principales causas de su desaparición.
Brand y su personal se pusieron manos a la obra, llevando a cabo un
doble ataque sobre las invasoras. El programa de desratización fue
mejorado varias veces. Se construyeron barreras alrededor de las patas de
las camas. Las propias camas fueron elevadas. Los resultados fueron
inmediatos: Se produjo una acusada disminución en la desaparición de
dedos de pies y manos.
Durante todo ese tiempo, Paul Brand había continuado su labor principal:
reconstruir manos, retrazar músculos y enderezar dedos. Si los dedos
estaban mutilados, las falanges restantes debían recobrar toda su
operatividad. Miles de leprosos pudieron volver a dedicarse a la actividad
manual.
Uno de los rasgos más tristes y comunes de los leprosos es la
degeneración de la nariz. ¿Por qué se les acortaba? Era muy poco probable
que la nariz sufriese el mismo tipo de lesiones constantes que afectaban
frecuentemente a las manos y pies desensibilizados. ¿Serían las ratas?
También parecía poco probable. En el rostro de un leproso, especialmente
alrededor de la boca, existe suficiente sensibilidad como para descartar la
posibilidad de un ataque por parte de estos roedores.
A medida que Paul Brand continuó sus investigaciones, se convencía
cada vez más que, en este aspecto, no intervenían las ratas ni las lesiones.
Finalmente encontró la respuesta al investigador el efecto del bacillus
leprae sobre las delicadas membranas del interior de la nariz. Estas
membranas se contraían considerablemente en los leprosos. Esto significaba
que el cartílago conjuntivo se encogía hacia dentro. Por consiguiente, lo que
sucedía no era que se produjese una degeneración o pérdida de estructura
nasal debido a una lesión, sino que la nariz se replegaba hacia dentro de la
cabeza.
Este fue un descubrimiento extraordinario que iba en contra de las ideas
médicas que habían prevalecido durante siglos. Pero ¿podía Brand
demostrarlo? Creyó que la mejor manera de proceder era realizando una
operación quirúrgica que restaurase la nariz en su lugar. Por lo tanto
reconstruyó la nariz desde adentro. Era un enfoque revolucionario.
También sabía que la operación no daría resultado en todos los casos. En
los casos en que la lepra se encontraba tan avanzada que casi no quedaba
nada con qué trabajar, era muy poco probable que la operación pudiese
tener éxito. Pero había buenas posibilidades de que, en los casos en que la
enfermedad pudiese ser atajada y el encogimiento no fuese extremo, la
nariz podría ser convenientemente restaurada.
La teoría funcionó. A resultas de ello, la operación de restauración nasal
desarrollada en Vellore ha beneficiado a un gran número de leprosos de
todo el mundo.
Por otra parte, existía el problema de la ceguera. Entre todas las
aflicciones de la lepra, quizás no haya ninguna más seria o característica
que la ceguera. A este respecto de la vista era una manifestación específica
de la lepra avanzada. En Vellore, esta suposición fue duramente criticada.
Un estudio intensivo de la enfermedad convenció a Paul Brand y a sus
compañeros de investigación de que la ceguera no era un resultado directo
de la lepra, sino un efecto secundario. Una grave deficiencia de vitamina A,
por ejemplo, podría ser una de las causas principales de la aparición de
cataratas y la subsiguiente ceguera. Era posible eliminar las cataratas
mediante cirugía en caso de que éstas ya estuviesen presentes.
Fue en este campo que la doctora Margaret Brand intervino activa y
eficazmente. En un solo día podría realizar hasta cien operaciones de
cataratas. Esta cifra podría parecer absurda a cualquier cirujano óptico
europeo o norteamericano para los que un máximo de doce operaciones
dirías ya es considerado un número formidable. Pero los cirujanos ópticos
de Vellore tenían que enfrentarse a miles de personas que esperaban la
operación para salvarse de la ceguera. A menudo trabajaban catorce o
dieciséis horas diarias, empleando técnicas que facilitaban la cirugía rápida.
La doctora Margaret Brand formaba parte de un grupo de médicos y
cirujanos que hacían visitas regulares en los poblados muy alejados del
hospital. Se levantaban tiendas de campaña con fines quirúrgicos. La
electricidad provenía de las baterías de los jeeps.
No obstante, las cataratas no constituían la única causa de ceguera entre
los leprosos. En Vellore, muchos leprosos que no sufrían de cataratas, no
obstante, perdían la vista debido a ulceraciones en los ojos. ¿Era el
cbacillus leprae lo que producía la infección y las consiguientes
ulceraciones y cegueras? O al igual que en el caso de los dedos, ¿era la
pérdida de la vista un producto secundario en el que había que identificar y
eliminar otras causas?
Este último razonamiento resultó sumamente útil. Los ojos humanos se
hallan constantemente expuestos a todo tipo de irritaciones causadas por el
polvo y la suciedad del aire. Los ojos se enfrentan a estas invasiones sin que
apenas nos demos cuenta del proceso. Los párpados se abren y cierran miles
de veces diarias lavando la superficie del ojo con un líquido salino
producido por las glándulas lacrimales.
Paul Brand y sus colegas creían que este proceso de lavado no tenía lugar
en los leprosos, debido a que estos habían perdido la sensibilidad de los
ojos a causa de la atrofia de las terminaciones nerviosas. Esta hipótesis fue
fácil y rápidamente confirmada. Se observaron los ojos de los leprosos
cuando se hallaban irritados. Como sospechaban, no había parpadeo; por
consiguiente, no había proceso de lavado. Así pues, el principal problema
radicaba en hacer que los párpados volviesen a funcionar.
¿Por qué no educar a los leprosos para que hiciese el esfuerzo consciente
de parpadear? Como no había ningún impedimento para que un leproso
cerrara los ojos, resultaba posible entrenarlo en este respecto. Sin embargo,
los experimentos pronto demostraron las desventajas de este enfoque. A
menos que el leproso se concentrara constantemente en parpadear, no se
producía ningún resultado. Y si lo hacía, no podía pensar en casi nada más.
No, era necesario producir un parpadeo que limpiara los ojos de manera
automática.
En el caso de los dedos de pies y manos, era posible educar a los leprosos
en la tolerancia de la presión y darles guantes y zapatos protectores. ¿Qué
hacer para evitar que el polvo y las basuras extrañas al ojo no entraran en
éste? Las gafas podían ser una respuesta, pero no eran a prueba de aire, eran
encombrantes, se empañaban debido a la intensa humedad y podían
perderse fácilmente. Había que encontrar algo más básico.
Una vez más, la respuesta yacía en la cirugía reconstructiva. Paul Brand
y su equipo idearon una manera de ligar los músculos de la mandíbula con
el párpado. Cada vez que un leproso abría la boca estos nuevos músculos
faciales hacían que los párpados se cerraran, lavando así la órbita ocular.
Así, los leprosos podían evitar la ceguera hablando y comiendo, por decirlo
así. Incontables leprosos gozan del sentido de la vista actualmente gracias a
esta ingeniosa utilización de la cirugía que facilita el empleo de los
mecanismos naturales que eliminan las basuras y polvos de los ojos.

***
Gracias a las investigaciones realizadas en Vellore y otros leprosarios de
todo el mundo, la terrible superstición negra sobre la lepra está cediendo
gradualmente. Al contrario de lo que se cree generalmente, la lepra no es
muy contagiosa; de hecho, resulta virtualmente imposible transmitir la lepra
a una persona sana. Al igual que la tuberculosis, las personas debilitadas
están expuestas al contagio en diferentes grados. La enfermedad no es
hereditaria; no obstante, el igual que otras enfermedades, se puede
transmitir una mayor susceptibilidad de padres a hijos.
Básicamente, la lepra es producto de la suciedad, la pobreza y la
desnutrición. No es, como se supone generalmente, una enfermedad tropical
y subtropical. Puede existir en cualquier lugar en el que haya condiciones
antihigiénicas, hambre o dietas mal equilibradas. Se han dado casos de lepra
incluso en un país nórdico como Islandia. Muy pocos países no han sido
afectados por ella. Pero lo importante es que es erradicable y que sus
víctimas pueden ser curadas o ayudadas y rehabilitadas considerablemente.
También resulta importante el hecho de que estos progresos han permitido
eliminar la ignorancia general y las supersticiones relacionadas con la lepra
durante siglos.
Los investigadores médicos han reconocido en toda su importancia los
descubrimientos sobre la naturaleza de la lepra realizados por el doctor
Brand y sus colegas; recibiendo éstos un gran sostén por parte de la
profesión médica, debido a su labor dentro de la cirugía de rehabilitación.
Brand ha sido capaz de transformar manos que durante muchos años habían
estado agarrotadas y rígidas debido a la atrofia nerviosa provocada por la
lepra y otras causas, en mecanismos funcionales. En la India se considera
casi legendario el caso de un abogado al que operó Brand. Durante muchos
años, este abogado se había visto desventajado en la corte. Sus gestos, tan
importantes dentro del campo de las cortes judiciales, le resultaban una
desventaja: tanto juez como jurado se distraían observando la horrible mano
deformada e inmóvil. Más tarde, el abogado levantó la mano para subrayar
sus palabras. La mano era suave, los dedos se movían, los gestos eran los
adecuados. Paul Brand lo había operado, ligando las conexiones de
músculos y nervios con el antebrazo y educando después al paciente a
gobernar sus impulsos de mando.
Paul Brand y su equipo realizaron miles de operaciones parecidas en los
pacientes de Vellore. Pero fueron mucho más allá de la cirugía, llegando
hasta lo que ellos mismos consideran una fase aún más vital del tratamiento
global. Se trata de la rehabilitación psicológica. En Vellore no se considera
que un leproso que haya sido mendigo durante veinte años se encuentre
totalmente recuperado sino hasta el momento en que se halla
completamente preparado, física y mentalmente, para convertirse en un
ciudadano útil y orgulloso de su sociedad. Los minusválidos de Vellore
reciben un tratamiento que les permite ser tan autosuficientes como sea
posible. Adquieren un gran respeto por las ilimitadas potencialidades y
adaptabilidades del organismo humano. Aprenden, que incluso tan sólo un
diez por ciento de movilidad puede ser utilizado para alcanzar un alto
rendimiento en términos de productividad efectiva. Y la confianza en sí
mismo crea respeto por un mismo, como decía Emerson.
Por supuesto, no resulta necesario hacer ningún tributo preciso a la
importancia relativa de las tres fases principales de la obra de Paul Brand:
eliminar la leyenda negra y las supersticiones asociadas con la lepra, la
cirugía reconstructiva y la rehabilitación personal y psicológica. Todas ellas
son importantes y se encuentran interrelacionadas entre sí. No obstante, un
aspecto de su labor quizás es más evocativo e impresionante que todos los
demás. Se trata de un médico que, de ser posible, movería cielo y tierra tan
sólo para devolver el don del dolor a la gente que carece de él. El dolor es el
sistema de alarma y el mecanismo protector que permite que un individuo
defienda la integridad de su cuerpo. Tal vez no siempre entendamos sus
señales de manera inmediata, pero al menos están ahí, permitiendo que el
individuo movilice su respuesta.
5. SALUD Y CURACIÓN INTEGRALES

Uno de los resultados del artículo publicado por el New England Journal
of Medicine fue permitirme observar el movimiento de salud integral
personalmente. Los líderes de este movimiento tuvieron la bondad de decir
que yo había pasado por una experiencia integral y que esperaban que yo
pudiese asistir a sus reuniones para hablar de mi experiencia a fin de
reforzar las creencias de sus miembros.
Sin embargo, tenía un problema: yo creía que ya había dicho todo lo que
había que decir sobre la enfermedad en sí. Además, me daba cuenta de que
existía una tendencia entre algunos miembros del movimiento que consistía
en oponerse abiertamente a la profesión médica, y yo no podía
solidarizarme con esta concepción. Si bien estaba de acuerdo con los
fundamentos básicos del movimiento integral, me daba cuenta de que
resultaba necesario tender puentes para unir a médicos y público en general.
Por otra parte, lo más importante en mi opinión, como se verá en el capítulo
siguiente, acerca de las miles de cartas que recibí de numerosos doctores en
respuesta al artículo publicado por el NEJM, era que sentía que había
nacido una nueva tendencia en la medicina de los Estados Unidos. Creí que
el movimiento integral se sentiría satisfecho ante la creciente evidencia de
que numerosos doctores estaban intentando diagnosticar y tratar a sus
pacientes tomando en cuenta todos los factores (trabajo, nutrición, familia,
personalidad, emociones, medio ambiente) que intervienen en una
enfermedad o crisis.
Por consiguiente, al aceptar estas invitaciones para hablar o participar en
las reuniones, pedí (y recibí) permiso para hablar sobre la necesidad de
evitar que se formara un muro divisorio entre pacientes y médicos. Es
verdad que la profesión médica había adoptado una actitud mistificadora,
incluso autoritaria, en sus relaciones con la comunidad en general. Pero
había también signos de un deseo de informar, y educar y no imponer. Los
médicos recomendaban a sus pacientes que hicieran todo lo posible por
conocer los aspectos de su salud. Lo que se estaba formado era, en mi
opinión, un amplio diálogo entre el público y la profesión médica sobre una
división adecuada de las responsabilidades entre ambos.
Yo estaba seguro de que este diálogo causaría una honda impresión en los
médicos sobre la seriedad y sensatez de intenciones de millones de personas
que creen que el papel primordial del doctor consiste en ayudar a la gente a
evitar las enfermedades y no sólo en combatirlas. También estaba
convencido de que los miembros del movimiento se verían impresionados
por el amplio número de doctores cuya filosofía y práctica se basaban en la
idea de que la mente y el cuerpo constituyen un organismo único, y que el
tratamiento de uno de ellos no debe realizarse sin tener en cuenta esta
totalidad.
Los grandes maestros de la medicina siempre han enseñado a sus
discípulos que es necesario precisar cuidadosamente todo lo que pueda
intervenir en las causas y desarrollo de una enfermedad. Hipócrates, el más
célebre médico de la Antigüedad, se dedicaba tanto a la teoría como a la
práctica. Su intención era eliminar la distancia que existe entre la
enfermedad y su tratamiento. Al insistir en que era natural que el cuerpo se
curase a sí mismo y que este proceso generalmente podía tener lugar sin la
intervención de un médico (vis medicatrix natura). Hipócrates adoptaba una
posición totalmente integralista. Creía que la función esencial del médico (y
en ello también adoptaba una posición integralista) consistía en evitar
cualquier tratamiento que pudiese entorpecer el proceso de curación o que
pudiera hacer daño (primum non nocere).
Hipócrates subrayó la importancia de la organización y aplicación del
conocimiento. Le preocupaba que muchos dogmas y supersticiones fueran
considerados como principios cuidadosamente comprobados de la práctica
de la medicina. Lawrence J. Henderson, uno de los maestros de la medicina
moderna que más amplia admiración ha merecido, describió la esencia de
estos principios en una de sus famosas conferencias en la Universidad de
Harvard.
Hipócrates no era un observador ordinario y casual, escribía Henderson,
sino un médico cuyas «habilidades dependían tanto de un don innato como
de una larga práctica… Tuvo un gran éxito y toda la historia de la ciencia
viene a confirmar que un procedimiento tan metódico resulta necesario para
desarrollar una ciencia que trata de fenómenos tan complejos y variados.»
Este principio integralista constituye una guía fundamental para la
práctica de la medicina y ha sido repetido en numerosas ocasiones. Hace
medio siglo, Arturo Castiglioni escribía en su Historia de la Medicina que
«por encima de todo, el médico debe tomar en consideración el bienestar
del paciente, las constantes transformaciones de su estado, no sólo en los
signos visibles de su enfermedad sino también las de su estado mental, que
necesariamente constituye un importante factor del éxito del tratamiento.
No podemos negar que antes e incluso después de la aparición de la
medicina científica moderna ha habido grandes curanderos que no eran
hombres de ciencia, pero que poseían la capacidad de calmar a sus
pacientes, favoreciendo con ello el desarrollo de la curación. También es
obvio que ha habido excelentes científicos que resultaron mediocres
practicantes de la medicina. Así pues, la historia nos enseña que cualquier
división entre la ciencia y el arte de la medicina va en detrimento,
necesariamente, de la práctica.»
Si bien los conceptos integralistas no son nuevos, ¿cómo podemos
explicar el reciente y extraordinario interés popular y su transformación en
un movimiento nacional, y de hecho, internacional? A ello han contribuido
al menos una docena de factores.
Desde que se descubrieron los peligros que encerraba la talidomida para
las mujeres embarazadas, miles de personas se han dado cuenta de que las
drogas modernas no sólo no deben ser consideradas como panaceas, sino
que pueden ser sumamente peligrosas, incluso siguiendo las instrucciones
del médico. Al hacer su aparición, los antibióticos fueron considerados una
droga milagrosa; puesto que podían destruir potentes microorganismos que
se hallaban fuera del alcance de otros tipos de medicación. Pero las
bacterias que no eran destruidas se inmunizaban contra el efecto del
antibiótico, requiriendo para ello formas aún más poderosas de antibióticos.
Esto a su vez hizo que el cuerpo humano quedase en una posición más
vulnerable ante los efectos dañinos de los antibióticos. La reacción en
cadena era costosa y destructiva. Por consiguiente, los médicos debían
sopesar cuidadosamente los peligros y beneficios relativos. Lo mismo
podemos decir de las drogas a base de esteroides. Las extraordinarias y casi
instantáneas mejorías producidas por las cortisonas, acarreaban desórdenes
en el sistema endocrino.
Se produjeron otras nuevas drogas, más eficaces que las anteriores, para
prevenir o combatir la hipertensión, para regular los latidos del corazón,
para restablecer los órganos con funciones deficientes o para combatir
formaciones anormales. Todas ellas eran sumamente poderosas y efectivas,
pero también imponían riesgos y efectos malignos. A menudo, estos
peligros eran tan grandes como sus beneficios o incluso mayores que éstos;
por consiguiente, su empleo fue puesto en cuestión.
La consciencia del público acerca de estos peligros aumentó
considerablemente en las últimas dos décadas, a medida que la consciencia
del consumo invadía el campo de la salud. El resultado fue una creciente
desconfianza no sólo de las nuevas drogas altamente sofisticadas, sino de
todos los medicamentos en general. El público empezó a interesarse en el
énfasis que hacía la medicina integral en la eliminación de las causas
fundamentales de las crisis de salud y las enfermedades, en lugar de
interesarse en el empleo de medicamentos peligrosos. Se creía que los
doctores tenían una tendencia hacia la medicación excesiva y que no
realizaban la vigilancia necesaria en pacientes que continuaban tomando
medicamentos muy potentes durante un período muy superior al que
resultaba recomendable, provocando a menudo problemas de salud incluso
más graves que aquellos para los que se había recetado la medicación en
primera instancia. La gente se olvidaba que gran parte de la presión que
soportaban los doctores con respecto a la administración de nuevas drogas
exóticas provenía del mismo público.
De cualquier manera, la reacción contra los medicamentos se convirtió en
una parte importante del atractivo de la medicina integral.
Inevitablemente, la desconfianza provocada por los medicamentos
poderosos fue uno de los factores que provocó el surgimiento de un nuevo
énfasis en una nutrición adecuada, que era tanto un requisito previo para
una buena salud, como un sustituto de las drogas en el tratamiento de
muchas enfermedades. Los libros sobre nutrición recibieron una calurosa
acogida. Un autor, Adelle Davis, escribió una serie de libros sobre nutrición
que durante media docena de años superó en ventas a todos los otros libros,
excepto la Biblia. El programa de radio sobre nutrición de Carlton
Fredericks encontró un auditorio de millones de personas. Una de las
revistas con mayor crecimiento en los Estados Unidos era Prevention, que
ponía su énfasis predominante en la salud a través de una alimentación
adecuada y que publicaba informes sobre el crecimiento del movimiento de
salud integral.
Mediante la Conferencia Presidencial sobre Alimentos, Nutrición y Salud
de 1969 y a través de las cada vez más numerosas publicaciones que se
oponían al empleo de medicamentos, el público se dio cuenta de que las
facultades de medicina no enseñaban nutrición o, al menos, le daban una
importancia menor dentro de los programas de estudios que a la fisiología,
la patología, la farmacología, la anatomía, la bioquímica, etc. En realidad, la
nutrición no había sido ignorada o relegada, sino que se enseñaba como una
parte integral de otras materias. Incluso así, el hecho de que no tuviera un
lugar propio en la mayoría de las escuelas de medicina iba en contra de la
convicción que tenía el público de que la nutrición era el factor principal de
una buena salud. Y mientras algunos doctores se oponían a esta concepción
(arguyendo generalmente que la compra diaria incluía todo lo necesario
para una dieta equilibrada), el público se convencía aún más que los
doctores habían adoptado una posición contraria a la suya en cuestiones de
nutrición. El hecho de que muy pocos doctores preguntaran en detalle a sus
pacientes cuáles eran sus hábitos alimenticios vino a confirmar esta
convicción.
Al mismo tiempo, los médicos generalistas no habían podido mantenerse
al día ante el relampagueante desarrollo de conocimientos, para no hablar
del amplio surtido de nuevas técnicas y tecnologías. No obstante, el público
se sentía molesto por los cambios introducidos por la especialización en la
práctica de la medicina, a pesar de hacer algunas concesiones al respecto, la
gente veía una contradicción entre la idea tradicional del doctor en tanto
que figura paternal que se encargaba de todas sus necesidades médicas, y la
pluralización de las relaciones entre doctor y paciente que acarreaba la
llegada de distintos especialistas encargados de partes separadas de su
anatomía. La medicación integral ha intentado contrarrestar esta tendencia
haciendo énfasis en los factores de integración.
El surgimiento de los especialistas estaba relacionado con la ebullición de
las nuevas tecnologías médicas, que daba la impresión al público de que el
doctor tan sólo era un auxiliar de la máquina. Los pacientes no se adaptaban
con facilidad a la nueva despersonalización impuesta por las nuevas
tecnologías. Además, las máquinas pronunciaban veredictos con una
finalidad que parecía oponerse a una de las más viejas reglas del
diagnóstico médico: siempre tomar en consideración que ciertos individuos
pueden tener todos los signos y síntomas de una enfermedad determinada y,
sin embargo, tener una variedad atípica o hallarse completamente libres de
dicha enfermedad. En cualquier caso, la medicina integral subraya la
importancia del contacto y calor humanos, considerando que la tecnología
médica es más bien fría y poco atractiva.
El país tenía necesidad de aumentar el número de doctores de servicio en
zonas rurales o en clínicas comunitarias urbanas; sin embargo, la gran
mayoría de los médicos recién graduados han preferido la práctica
especializada en las grandes ciudades. Se critica a los doctores por buscar
los grandes ingresos que les facilitan los grandes centros metropolitanos,
pero esta crítica no toma en consideración que un gran número de médicos
recién graduados tiene deudas de educación que a menudo sobrepasan los
cincuenta mil dólares. Sería erróneo dudar de la sinceridad de los
estudiantes que dicen que preferirían trabajar en una clínica rural de no
tener contraídas tan grandes deudas educativas. Sea cual fuere la
justificación, el hecho es que la gente que más necesita de un doctor no lo
tiene a su disposición y, de tenerlo, se encuentra con la dificultad de poder
solventar los altos niveles de honorarios practicados en la medicina privada.
El rápido aumento del nivel educativo de los americanos se reflejaba en
la posibilidad de tener un mayor acceso a la información sobre cuestiones
sanitarias. Muchos millones de americanos se acostumbraron a seguir con
interés los nuevos desarrollos de la medicina. En sus relaciones con los
médicos, ya no estaban dispuestos a aceptar las decisiones médicas
indiscriminadamente. Ahora tendían a evaluar a los doctores según la
disponibilidad del médico para entrar en un diálogo mutuamente respetuoso
con ellos.
Actualmente poseemos suficiente información comprobada sobre la
capacidad que tiene la mente humana para intervenir decisivamente en el
proceso curativo, como para hacer que todo este campo resulte
enormemente atractivo para el público en general. También es cierto que el
interés en estos aspectos sobrepasa los conocimientos sistemáticos; muchas
personas se arrebatan materialmente los nuevos descubrimientos
relacionados con el alcance de la mente. Y se desilusionan al descubrir que
sus doctores no están tan bien informados ni tan excitados sobre estos
desarrollos y sus perspectivas. Cada libro de amplia circulación sobre las
potencialidades de la mente humana o sobre su influencia sobre el sistema
nervioso autónomo ha ampliado el abismo que divide a médicos y público
en general. Desde luego, no todos los doctores desdeñan estas nuevas
tendencias. Las manifestaciones bioquímicas de los poderes mentales son
actualmente objeto de un profundo estudio. Observadores competentes han
escrito sobre los yoguis de India, por ejemplo, que se entrenan para reducir
su ritmo cardíaco a unos cuantos latidos por minuto o que pueden hacer que
su piel no se queme al contacto con superficies calientes. Yo he presenciado
personalmente dichas demostraciones en India, por lo que puedo afirmar su
veracidad. Pero el escrutinio sistemático de estos fenómenos no ha ido
paralelo al interés popular, a resultas de lo cual todo este campo de
conocimiento está repleto de teorías y afirmaciones extraordinarias. Sin
embargo, de todo esto ha surgido la innegable evidencia de que la mente
humana puede ser entrenada para jugar un importante papel tanto en la
prevención de la enfermedad como para combatirla cuando ésta se presenta.
El movimiento de retroalimentación (biofeedback) ha logrado un alto nivel
de desarrollo gracias a este tipo de nuevas investigaciones. De cualquier
manera, muchos miles de norteamericanos están pidiendo que se ponga un
énfasis equivalente (por parte de la profesión médica) en las interacciones
entre cuerpo y mente, así como en la lucha contra la enfermedad.
Sin duda, estos no son los únicos elementos que intervienen en el
extraordinario crecimiento del movimiento de salud integral. Pero
constituyen las principales bases estructurales y los puntos de acuerdo del
creciente interés que manifiesta el público educado. Por supuesto, debajo de
estas ideas se hallan los elementos esenciales y tradicionales de la salud que
siempre han tenido un lugar sumamente importante en los cánones médicos:
una alimentación adecuada, el ejercicio equilibrado, suficientes horas de
sueño, aire puro, moderación en las costumbres personales, etc.

***
En las diversas conferencias sobre salud integral a las que asistí, me di
cuenta de una preocupante contradicción. Un movimiento basado en el
concepto de integración se estaba desintegrando. Dos docenas o más de
escuelas o concepciones de diversa validez, no todas ellas compatibles y
algunas de ellas competitivas entre sí, se acumulaban en el centro de la
escena integral. Algunas de estas conferencias sobre salud integral más
parecían una acumulación de exhibiciones y teorías separadas que una
ocasión encaminada a articular una filosofía coherente. Por lo general se
incluían exhibiciones o presentaciones de acupuntura, astrología,
grafología, numerología, clarividencia, retroalimentación (biofeedback),
homeopatía, naturopatía, nutrición, iridiología, piramidología, cirugía
psíquica, yoga, curaciones por medio de la fe, terapia vitamínica, terapia a
base de hueso de albaricoque, encuentros de contacto, quiropráctica,
automasajes, ionización negativa y psicocalistenia, entre otras.
La inclusión de todas estas concepciones en el mismo párrafo crea la
impresión de que la acupuntura, por ejemplo, se haya al mismo nivel que la
astrología en el tratamiento de la enfermedad. Lo mismo sucede si se
incluyen ambas en una conferencia o en un salón de exposiciones.
Reconozco que mucha gente cree que la astrología es una guía válida para
el tratamiento de las enfermedades graves. Respeto su derecho a tener dicha
opinión, pero yo no tomaría la responsabilidad de aconsejar a alguien que se
encuentre seriamente enfermo que prescinda del mejor consejo médico que
pueda obtener. En cualquier caso, resulta difícil pensar en un principio de
unificación que pueda ligar la nutrición con la grafología dentro de una
concepción sistemática de la buena salud. De hecho existe el peligro de que
se produzca una fragmentación y difusión generales al intentar esta unión.
Cada sección se opone a un movimiento basado en la necesidad de elaborar
una concepción integrada de la salud. Uno de los peligros reside en que el
movimiento tiende a tomar el carácter de las secciones menos funcionales y
reputadas.
Por consiguiente, si bien resulta razonable esperar que los médicos tomen
en serio el concepto de la salud integral, no lo es esperar que adopten
concepciones que carecen de datos sistemáticos, comprobables y
constantes. Sin embargo, a medida que se realizan investigaciones,
estableciéndose evidencias, resulta razonable esperar que los médicos las
examinen total y cuidadosamente.
De manera similar, resulta razonable esperar que los médicos mantengan
un espíritu abierto en relación con los nuevos avances del diagnóstico y el
tratamiento, incluso si estos no están de acuerdo con su formación y
experiencia. Pero tampoco sería razonable esperar que proceda a realizar un
tratamiento determinado en ausencia de suficientes evidencias clínicas, que
demuestren su seguridad y eficacia. Ningún doctor responsable experimenta
con sus pacientes.
Es razonable esperar que los doctores sientan respeto por los poderes que
posee la mente para vencer a la enfermedad, especialmente ante las
evidencias clínicas y de laboratorio que muestran que las funciones
bioquímicas del cuerpo humano son afectadas por la fuerza de voluntad y
los estados emocionales. Pero resulta irrazonable esperar que otorguen a
esos enfoques un estatuto de monopolio dentro del cuidado de sus
pacientes, abandonando los otros métodos que saben eficaces en diferentes
grados.
Resulta razonable esperar que los doctores reconozcan que la ciencia tal
vez no tenga todas las respuestas a los problemas de la salud y la curación.
Pero es irrazonable esperar que abandonen su método científico para tratar a
sus pacientes. Lo más importante de la ciencia es el método científico: una
manera de pensar sistemáticamente, una manera de reunir evidencias y
apreciarlas, una manera de conducir experimentos a fin de predecir con
exactitud lo que sucedería en determinadas circunstancias, una manera de
determinar y reconocer nuestros propios errores, una manera de descubrir
las falacias de algunas ideas tenidas por válidas durante mucho tiempo. La
ciencia misma está cambiando constantemente, en gran parte debido al
método científico. Por lo tanto, resulta irrazonable esperar que los doctores
abandonen este método a pesar de la presión a la que se ven sometidos.
Resulta razonable esperar que los médicos den a la nutrición un lugar
muy importante dentro de la concepción y el tratamiento de la enfermedad.
También es razonable esperar que escuchen a sus pacientes cuando éstos
hablen de sus propios intereses sobre el tema, incluso si los médicos
observan faltas lógicas o reales en la disertación del paciente. El médico
cometería un grave error si pensara que sus conocimientos sobre cuidados
de la salud hacen superfluos todos los detalles que le pueda señalar una
persona sin formación médica. El argumento de la buena nutrición es el
mismo que el argumento de la buena medicina. Si la medicación puede
modificar las funciones internas de un ser humano, también lo puede hacer
la comida. Por lo tanto, es un grave error suponer que la medicación puede
lograr una finalidad determinada a pesar de todo lo demás que toma el
cuerpo humano, o que los alimentos correctos no pueden ser empleados
eficazmente para combatir la enfermedad en combinación con
medicamentos o sin ellos, dependiendo de la naturaleza de la dolencia. De
todas maneras, resulta irrazonable esperar que los médicos tomen todos los
antecedentes nutricionales de un paciente como parte esencial de cualquier
examen.
Sin embargo, resulta irrazonable esperar que los médicos crean que los
alimentos correctos, por esenciales que sean, son precisamente lo que
resulta necesario para curar cualquier enfermedad. Un doctor que no
empleara todos los medios a su alcance en aquellos casos que requieren una
intervención heroica, cometería una grave irresponsabilidad. Los alimentos
deben emplearse a fondo en la medida que sean necesarios; pero no
podemos esperar que un doctor se retraiga cuando es necesaria la
intervención total de la medicina. Si un paciente ha sufrido un ataque de
endocarditis bacteriana, por ejemplo, un tratamiento medicinal inmediato
puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. La buena comida
puede jugar un papel importante en el fortalecimiento del corazón, pero en
una situación de emergencia sería una locura abstenerse de tomar un
tratamiento medicinal drástico, teniendo en cuenta el alto porcentaje de
casos que se han recuperado con gran facilidad al ser tratados de esta
manera.
Resulta asimismo razonable esperar que los médicos acepten que es
necesario complementar la dosis de vitaminas en aquellas personas que se
encuentran bajo tensión o sujetas a presiones y dificultades ambientales. La
idea de que la dieta normal suministra una cantidad suficiente de todas las
vitaminas no tiene sentido; el empleo de la palabra «normal» en dichas
cuestiones resulta arbitrario y poco científico. Ciertas costumbres producen
deficiencias vitamínicas son un absurdo. Estas deficiencias son
completamente reales, especialmente debido a la larga dependencia de
alimentos procesados.
Sin embargo, resulta irrazonable esperar que los médicos consideren que
todas las enfermedades son una manifestación de la deficiencia de cierta
vitamina. Igualmente irrazonable resulta esperar que los médicos
recomienden a sus pacientes que gasten grandes cantidades de dinero en
vitaminas, sin tener en cuenta su necesidad y los posibles daños que puede
provocar un exceso de éstas.
Lo que es necesario en este caso, como en todos los demás, es un sentido
del equilibrio que no rechace las vitaminas a priori ni tampoco las considere
como la única manera de gozar de una buena salud. Este equilibrio es
posible si tanto médico como paciente adoptan una actitud razonable.
El movimiento de salud integral puede descubrir su mayor eficacia
intentando establecer este equilibrio. El movimiento no tiene ningún interés
en considerar a la profesión médica como un enemigo. Hablar de enemigos
no cabe dentro de un movimiento en que los factores espirituales no son
menos importantes que los prácticos. Integralismo significa
restablecimiento, no sólo del cuerpo sino también de las relaciones. Una de
las cosas más útiles que puede hacer este movimiento es unir a médicos y
público, estimulando el respeto mutuo por la capacidad que tiene el cuerpo
humano de potenciarse totalmente para mantener una buena salud y vencer
la enfermedad. El impresionante número de escuelas médicas que asisten a
las diferentes reuniones de salud integran que se celebran en el país,
confirma que los abogados de este movimiento han logrado su principal
objetivo, que consiste en poner un mayor énfasis en el conocimiento de los
seres humanos que sufren una enfermedad determinada, que en el
conocimiento de la enfermedad en sí.
La convención de 1978 de la American Medical Association fue un
auténtico espaldarazo para el movimiento de salud integral. En esa reunión,
los médicos del país escucharon charlas sobre los peligros de la medicación
excesiva y sobre la necesidad de no extender recetas en general; sobre la
importancia de ciertos factores psicológicos, como la compasión y el calor
humano, en el tratamiento de los enfermos; sobre el papel que juega una
buena dieta en la prevención y curación de las enfermedades, y sobre la
terapia con ácido ascórbico. Linus Pauling, quien hace apenas unos cuantos
años era severamente criticado por la profesión médica, hizo una importante
presentación en dicha convención, haciendo una descripción muy detallada
de su labor, a la que denominaba «medicina ortomolecular». Al parecer
tuvo un profundo impacto en todos los asistentes.
El mejor prospecto sería que el interés del paciente pueda ser
sensatamente aplicado conjuntamente con el respeto de la profesión médica
por la implicación responsable del paciente en concepciones integrales de la
salud.
6. LO QUE APRENDÍ DE TRES MIL MÉDICOS

Tras la publicación del primer capítulo de este libro en el New England


Journal of Medicine, recibí alrededor de tres mil cartas de médicos de una
docena de países. Lo más extraordinario y satisfactorio de estas cartas era la
evidencia de que muchos doctores estaban dispuestos a adoptar una actitud
más abierta en relación con los enfoques nuevos e incluso poco
convencionales del tratamiento de las enfermedades graves. Estas cartas
sostenían alentadoramente las medidas que habían intervenido en mi
recuperación: una desarrollada voluntad de vivir, la risa y grandes dosis
intravenosas de ascorbato sódico. Lejos de resentirse por la intromisión de
un lego en los problemas del diagnóstico y la terapia, los médicos que
habían respondido a mi artículo se manifestaban a favor de una cooperación
entre paciente y médico en la búsqueda de una cura.
Las cartas reflejaban la opinión de que una de las principales funciones
del médico consiste en hacer que el paciente emplee totalmente sus propias
capacidades para movilizar las fuerzas de mente y cuerpo a fin de hacer
retroceder la enfermedad. Había un acuerdo generalizado en estas cartas
sobre el creciente peligro que representa la medicación moderna, debiendo
el médico educar a sus pacientes a no depender en la medida de lo posible
de las drogas exóticas. Esta nueva tendencia subraya la importancia que
tiene comprender las poderosas fuerzas de recuperación y regeneración que
posee el cuerpo humano en condiciones de buena nutrición y bajo una
libertad razonable de tensión.
No todas las misivas provenían de médicos. Un episodio vivido por una
persona ajena a la profesión médica subraya muchos de los puntos claves
planteados por los doctores. Un abogado de Nueva York me habló por
teléfono para decirme que su hija de cuatro años estaba en estado comatoso
en el Lenox Hill Hospital. La niña sufría de encefalitis viral, enfermedad
contra la que los antibióticos carecen de utilidad. Este abogado no aceptaba
la idea de que no se podía hacer más de lo que se estaba haciendo. Deseaba
saber si, en vista de mi recuperación de una grave enfermedad del colágeno
mediante grandes dosis de ácido ascórbico, este mismo tratamiento podría
resultar útil en el caso de su hija.
Le dije que sería sumamente irresponsable que yo, un lego como él,
intentara dar consejo médico. Además, no había manera de determinar qué
parte de mi recuperación se había debido a la inyección intravenosa de
ascorbato y qué parte era el resultado de una movilización total de las
emociones saludables, incluyendo la risa o una fuerte voluntad de vivir.
Aconsejé al abogado que consultase con el médico de su hija sobre el
posible empleo de ácido ascórbico.
El abogado me dijo que temía que el doctor de la niña se mostrase
despectivo ante algo tan poco sofisticado y popular como la vitamina C.
Entonces le hablé de las numerosas cartas de médicos que había recibido en
respuesta a mi artículo, en las que se recomendaba el empleo de ascorbato
para una amplia gama de desórdenes fuera del alcance de los antibióticos u
otros medicamentos.
En particular le hablé de los trabajos de Irwin Stone, bioquímico de San
José, California, quien es una de las mayores autoridades del país por lo que
respecta a la eficacia del ácido ascórbico en el tratamiento de enfermedades
graves. Me ofrecí a enviarle copias de algunos artículos aparecidos en las
publicaciones médicas, sobre los trabajos de Stone y otros investigadores
acerca de las funciones del ascorbato en la química del cuerpo. Lo que me
parecía especialmente impresionante sobre estos artículos eran los datos
sobre la capacidad que tiene el ascorbato de activar y aumentar los
mecanismos de curación del cuerpo mismo. Le aconsejé al abogado que
pasara revista a esta información con el médico de la niña en caso de que
éste todavía no lo hubiese hecho.
Al día siguiente salí de viaje para asistir a una nueva ronda de
conferencias de Dartmouth en Latvia, en la U.R.S.S.; catorce años después
de la reunión de Dartmouth descrita en el primer capítulo de este libro.
Mientras me encontraba en el extranjero, hice algunas averiguaciones en
varios centros médicos y me enteré de que las inyecciones intravenosas de
ácido ascórbico habían sido eficazmente utilizadas en un cierto número de
casos de encefalitis viral.
De regreso a Nueva York, hablé con el abogado para preguntar por su
hija. Me dijo que se había puesto en contacto con Irwin Stone, quien le
había hablado de algunos experimentos recientes en los que se habían
solucionado algunos casos graves de encefalitis viral mediante grandes
dosis de ascorbato. Armado con esta información y con las copias de las
publicaciones médicas que yo le había enviado, el abogado había hablado
con el especialista de la niña, quien a su vez rechazó sus sugerencias.
Cuando le había ofrecido el material de las publicaciones profesionales, el
médico le había respondido que no necesitaba que un lego le instruyese
sobre cuestiones médicas.
Tras ello, el abogado había decidido elaborar un plan de acción. Unos
días después le preguntó al especialista si podría ofrecer un helado a su hija
cuando ésta saliese del estado de coma. El médico le recomendó que lo
hiciese. El abogado compró una libra de ascorbato sódico, que es más
soluble y menos amargo que el ácido ascórbico. Mezcló al menos diez
gramos de polvo con el helado y puso éste en un termo. Lo llevó consigo al
hospital donde se quedó permanentemente. Cuando su hija salió del coma,
le preguntó si quería un poco de helado. La respuesta fue un sí lleno de
entusiasmo. El abogado quedó encantado de ver cómo su hija se comía casi
todo el contenido del termo.
Al día siguiente, el abogado volvió a darle una gran porción de helado a
su hija, enriquecida esta vez con una dosis aún más fuerte que la anterior.
Continuó el proceso día tras día y, cada día, la niña podía permanecer fuera
de la cámara de oxígeno durante períodos más prolongados. La mejoría
continuó constantemente en los días siguientes, durante los cuales el
abogado dio a su hija un promedio de 25 gramos de ascorbato sódico al día.
Dos semanas después, la niña pudo abandonar definitivamente la cámara de
oxígeno.
En el teléfono, la voz del abogado vibraba de emoción al informarme de
la recuperación total de su hija y de la posibilidad de llevarla de regreso a
casa. Le pregunté si había informado al especialista de lo que había hecho.
—Claro que no —me respondió—. ¿Para qué iba a buscarme problemas?
Obviamente resulta vergonzoso (y peligroso) que un lego actúe a
espaldas de su doctor. No obstante, la actitud del especialista pudo haber
tenido algo que ver con esta situación. ¿Había rechazado toda consideración
seria de alternativas debido a un endurecimiento de sus categorías? ¿Había
reaccionado excesiva y negativamente ante lo que él consideraba una
intromisión? Uno de los rasgos más impresionantes de las cartas que recibí
de estos médicos es la evidencia de que existe un nuevo respeto por las
ideas de las personas que no pertenecen a la profesión médica. «No hay
nada más retrógrado que la noción de que los médicos no pueden aprender
de sus pacientes, —escribía el doctor Gerald Looney de la Facultad de
Medicina de la Universidad del Sur de California—. La gente está mucho
mejor educada en cuestiones médicas que hace apenas un cuarto de siglo.
En todo el campo de la nutrición, por ejemplo, los pacientes pueden hacer
valer sus opiniones ante sus médicos. Tal vez el nuevo espíritu del
consumismo ha llegado finalmente a sus pacientes, así como a los legos
interesados y bien informados. Una buena práctica médica comienza por
escuchar con atención.»
Una de las características más atractivas del ascorbato es que,
administrado adecuadamente1, no causa ningún daño, incluso en los casos
en que no presenta una gran utilidad. En estas circunstancias, ¿existía
alguna justificación para que el especialista de la niña se negase
rotundamente a considerar seriamente la propuesta del abogado? ¿Se
confina la responsabilidad del médico únicamente al paciente? ¿Y qué decir
de las legítimas necesidades emocionales de los parientes del paciente? La
relación del especialista con la niña estaba circunscrita al tiempo y las
circunstancias mientras que su padre tenía un compromiso que duraría toda
la vida.
Otro ejemplo de los problemas que surgen por la manera en que el
médico trata a un pariente del paciente, lo constituye el caso de una mujer
cuyo esposo agonizaba de cáncer en un hospital de Boston. La mujer me
llamó por teléfono, diciendo que su esposo había pasado por el tratamiento
normal (radiación, cirugía y quimioterapia) y que ella estaba muy
angustiada ante las perspectivas futuras. Ella había leído que Linus Pauling,
Premio Nobel de Química, había dicho que la vitamina C curaba el cáncer.
Este hecho le había dado nuevas esperanzas y deseaba saber si en base a mi
propia experiencia con una enfermedad supuestamente incurable, yo creía
que se debía intentar un tratamiento con ácido ascórbico.
Al igual que en mi conversación con el abogado, le dije que me parecía
sumamente improcedente que yo intentase dar consejo. No obstante, le hice
ver que las conclusiones del doctor Pauling se basaban en gran parte en las
investigaciones del doctor Ewan Cameron del Vale of Leven Hospital de
Loch Lomondside, Escocia. El doctor Cameron había tenido la prudencia
de no afirmar que el ácido ascórbico podía curar el cáncer. Sus estudios
indicaban que el ácido ascórbico podía prolongar el tiempo de vida de las
víctimas del cáncer, pero que no podía curar el cáncer. Sus investigaciones
se basaban en la observación de cien pacientes afectados por tumores
avanzados a quienes se había administrado amplias dosis de ascorbato
sódico durante varias semanas. Estos resultados fueron comparados con las
experiencias de mil pacientes de cáncer en condiciones semejantes que no
habían recibido ascorbato. La supervivencia promedio de los pacientes del
primer grupo era considerablemente más prolongada que la de los del
segundo. (Cabe señalar que el término «considerablemente» significa
semanas o meses, pero no años. Si bien el doctor Cameron considera que no
existe evidencia de que el ácido ascórbico pueda eliminar el cáncer, él cree
que la importancia de su labor radica en la clara indicación de que el
ascorbato tiene cualidades que retardan el avance del cáncer.)
Las células cancerosas, dice Cameron, producen hialuronidasa, una
enzima que ataca el cemento intercelular. «La proliferación continúa
mientras se produzca hialuronidasa; la proliferación se para al detenerse la
producción de hialuronidasa». Según el doctor Cameron, el ácido ascórbico
fortalece la infraestructura de los tejidos y, por consiguiente, contrarresta la
actividad de la hialuronidasa.
Ese era, al menos, el quid del material que me ofrecí a enviar a esta mujer
de Boston cuyo marido agonizaba de cáncer. Subrayé el hecho de que el
ácido ascórbico no puede considerarse como una cura comprobada del
cáncer ni de otras enfermedades avanzadas. Me preguntó si yo estaría
dispuesto a discutir estos temas con el doctor de su esposo. Le dije que
pensaba que no sería muy apropiado, pero le propuse que su doctor hablara
con mi médico, el doctor William Hitzig, quien me había apoyado
totalmente en mi decisión de suspender las aspirinas, butazolidinas,
colquicinas y píldoras para dormir (todas ellas tóxicas a diversos niveles),
intentando hacer retroceder mi enfermedad mediante un régimen global,
dentro del cual las dosis intravenosas de ascorbato administradas con
regularidad sólo habían constituido una parte.
La mujer telefoneó dos días más tarde para decirme que había intentado
hablar de la posible eficacia del ascorbato en el caso de su marido, pero el
doctor la había interrumpido haciendo «cuac, cuac» y diciéndole después
que todo ese tratamiento no era más que una «charlatanería».
La mujer y su esposo decidieron prescindir de los servicios del doctor, a
pesar de que había sido siempre un viejo amigo de la familia. También
decidieron dejar el hospital y regresar a casa, donde la atmósfera
proporcionaba un ambiente menos tenso y donde el doctor de la localidad
aceptó suministrar el ascorbato sódico.
Su acción produjo resultados similares a los descubrimientos del doctor
Cameron. El marido experimentó alguna mejoría, aumentó su apetito al
igual que su voluntad de vivir. Murió de cáncer seis meses más tarde, cuatro
o cinco meses después de lo estipulado por la prognosis inicial. Quizás lo
más importante fue que pudo pasar sus últimos días rodeado de un ambiente
familiar en compañía de su esposa.
La muerte no es la tragedia por excelencia de la vida. La tragedia por
excelencia es la despersonalización: morir en una zona extraña y estéril,
lejos de la ayuda espiritual que significa coger una mano amorosa, separado
del deseo de experimentar las cosas que dan valor a la vida, lejos de la
esperanza.
Actualmente existe una tendencia en la medicina moderna consistente en
abandonar la noción de que siempre es obligatorio hospitalizar a los
pacientes en estado grave. Los grandes avances tecnológicos del equipo
electrónico, representados por la unidad de cuidados intensivos de un
hospital, no carecen de desventajas intrínsecas. Los pacientes internados en
una unidad de cuidados intensivos reciben todo lo que es diagnósticamente
necesario para un caso de emergencia; todo excepto la sensación de
seguridad y comodidad, que el cuerpo necesita aún más que la vigilancia a
base de ruidos y señales electrónicas, creando una tendencia al pánico, que
es en sí uno de los multiplicadores más peligrosos de la enfermedad. Cada
día los médicos adquieren una mayor consciencia del círculo paradójico de
la unidad de cuidados intensivos. Esta pone a disposición mejores aparatos
electrónicos que nunca para tratar emergencias, que a su vez se ven a
menudo intensificadas, porque hacen sentir al paciente la inminencia de un
desastre, dramatizando la ausencia de un contacto humano entre médico y
paciente.
En 1975, el doctor Jerome D. Frank de la Facultad de Medicina de la
Johns Hopkins University, dijo a sus estudiantes que realizaban sus
ejercicios de graduación, que cualquier tratamiento de una enfermedad que
no tomase en cuenta el espíritu humano resultaba grotescamente deficiente.
Citó un estudio británico realizado en 1974 en el que se mostraba que el
período de supervivencia de los pacientes con afecciones cardíacas que
recibían tratamiento en una unidad de cuidados con afecciones similares
que recibían el tratamiento en casa. Su interpretación de este estudio era que
la tensión emocional producida al encontrarse rodeado de instrumentos
electrónicos de emergencia dentro de una atmósfera de crisis, contrarresta
cualquier hipotética ventaja tecnológica.
En esa misma conferencia inicial, el doctor Frank hizo referencia a un
estudio de 176 casos de cáncer que se habían restablecido sin necesidad de
cirugía, rayos X o quimioterapia. Lo importante de estos episodios era saber
si la profunda creencia de los pacientes en que iban a recrearse, así como la
convicción igualmente profunda de sus médicos en que iban a hacerlo,
podían haber constituido un importante factor en estas curaciones.
Una de las declaraciones más sucintas que he leído sobre la necesidad
que tiene el paciente de depositar su fe en el médico, fue escrita por el
doctor Robert R. Rynearson, en el ejemplar de junio de 1978 de la revista
Journal of Clinical Psychiatry. «La enfermedad» —escribía el doctor
Rynearson—, particularmente las enfermedades crónicas, pueden hacer que
el paciente adopte una relación de dependencia con respecto a la persona
que se ofrece a curarlo. Si la confianza no forma parte de esta relación, es
poco probable que se produzca una curación. Los médicos que ignoran la
importancia de la relación con el paciente a menudo son aquellos que tienen
una concepción sumamente simplificada de la enfermedad: es decir, que la
enfermedad es el enemigo al que el médico ataca con toda la habilidad y
tecnología que tiene a su disposición. Y siendo la tecnología lo que es
actualmente, el paciente puede sucumbir al tratamiento.
«Los médicos necesitan tener un contacto real con sus pacientes. Los
avances tecnológicos en medicina están alejando al médico del paciente. Si
el médico deja que la maquinaria se interponga entre él y su paciente, corre
el riesgo de anular poderosas influencias curativas. Un examen médico
profundo estimula la confianza a través de la imposición de las manos y una
actitud atenta. El paciente es tocado y comprendido. Más adelante se
permite al médico colaborar con el paciente para alterar el delicado
equilibrio entre enfermedad y salud.
»Los médicos deben desechar la idea de que algún día la tecnología
eliminará la enfermedad. Mientras los humanos se sientan amenazados e
indefensos, intentarán buscar el santuario que les suministra la enfermedad.
El distinguido científico y antropófilo, Jacob Bronowski, nos hizo una
advertencia a este respecto: “Debemos curarnos del ansia de alcanzar el
conocimiento y poder absolutos. Debemos acortar la distancia entre la
orden producida al apretar un botón y el acto humano. Debemos tocar a la
gente”.»
El doctor Bernard Lown, profesor de cardiología de la Facultad de Salud
Pública de la Universidad de Harvard, escribía en Modern Medicine (30 de
septiembre de 1978), que creía que era importante que el médico se hallase
presente en la sala de emergencia cuando llegara su paciente. «No hay nada
más decisivo —decía— en la determinación de las consecuencias de un
ataque cardíaco, que el hecho de que el paciente vea a su propio médico. El
médico puede calmar y dar apoyo psicológico en este momento crucial de
la vida del paciente.»
«Si observamos todo el espectro, un cuarenta por ciento de los pacientes
que han sufrido un ataque al corazón mueren. Los pacientes lo saben y
sienten que quizás están a punto de morir… Otro principio sumamente
importante es la imposición de las manos; práctica que se está atrofiando
con gran rapidez debido a que los médicos están demasiado ocupados
empleando herramientas. Tanto la presencia como el contacto físico sirven
para establecer una conexión de confianza con el paciente. Creo que los
médicos deben reconocer esta profunda verdad antes de recurrir a los
medicamentos como la lidocaína, la morfina, la quinidina y sustancias
similares. Así, cuando llego a la unidad de cuidados intensivos, digo al
paciente: “Sí, ha tenido un ataque cardíaco pero se va a recuperar”. Y soy
sumamente dogmático al respecto, incluso si el ataque ha sido tan extendido
que tengo serias dudas sobre la prognosis.»
Esto no significa que la tecnología médica no representa una gran ayuda
para el diagnóstico y el tratamiento. Actualmente resulta posible, por
ejemplo, ahorrar al paciente los sufrimientos provocados por la cirugía
exploratoria gracias a un aparato que permite al médico observar
directamente zonas del cuerpo que con anterioridad sólo eran accesibles
mediante procedimientos operatorios. Este mismo aparato puede adaptarse
para extirpar tumores malignos sin tener que realizar cirugía profunda para
llegar a ellos. Otras máquinas son igualmente benéficas.
El problema que presenta la nueva tecnología es que algunos médicos
olvidan que estas maravillas pueden resultar intimidantes para el paciente,
particularmente cuando lo único que él no necesita es otra cara extraña o
una experiencia rara. El contacto con aparatos electrónicos requiere una
cuidadosa preparación psicológica si no se desea aumentar el nivel de
aprensión del paciente. Por supuesto, todo esto necesita tiempo. Una de las
cosas que los pacientes necesitan más de sus doctores es tiempo, tiempo
para ser escuchados, tiempo para explicar las cosas, tiempo para calmarse,
tiempo para que el médico les presente personalmente a otros especialistas
o asistentes cuya mera existencia parece reflejar que hay algo nuevo y
amenazador. Sin embargo, demasiados doctores no tienen manera de
administrar convenientemente su tiempo. De hecho, muchos doctores
favorecen el empleo de las nuevas técnicas precisamente debido a que
carecen de suficiente tiempo para dejar que el diagnóstico surja de un
examen personal directo y exhaustivo, y de un intercambio extensivo con el
paciente.
En ocasiones se prescribe toda una serie de análisis como parte formal
del examen, incluso si su utilidad no resulta totalmente evidente. Esto puede
ser oneroso para el paciente. El doctor Grey Dimond, rector de la facultad
de Medicina de la Universidad de Missouri, en Kansas City, me envió una
copia de una factura por servicios médicos recibida por una mujer de edad
avanzada que él conocía. Cito aquí la carta del doctor Dimond:
«El doctor en cuestión no tuvo ningún reparo en cobrar 25 dólares por un
electrocardiograma, 20 dólares por un balistocardiograma (que resulta un
procedimiento inútil), 20 dólares por un apéndice-cardiograma (sin utilidad
alguna en la práctica clínica), 35 dólares por un vectocardigrama (sin
ninguna utilidad reconocida en medicina clínica), 15 dólares por una
fluoroscopia (que no debía haber practicado debido al riesgo que
representaba tanto para él como para el paciente), 35 dólares por un análisis
del metabolismo del baso (que ya no se realiza en los hospitales
universitarios) y finalmente, dos análisis de orina por 15 dólares (no pongo
en cuestión estos dos últimos procedimientos simplemente porque no sé por
qué fueron prescritos).
»Le envío esta factura, con la plena convicción de que una sola factura
médica de este tipo no significa nada. No obstante, he visto que esto sucede
constantemente en la medicina de los Estados Unidos y tanto Ud. como yo
sabemos que el público actualmente protesta y muestra su preocupación por
la desaparición de la atención por parte del médico y por la creciente
mecanización de los cuidados médicos… Cuando el médico se coloca en
una posición tarifaria mediante la cual puede justificar ganarse la vida
simplemente “por hacer algo”, inevitablemente se aleja de la finalidad
esencial del médico: el contacto humano.
»Al mismo tiempo se pone automáticamente a merced de la apreciación
de una computadora e, igualmente, permite que los procedimientos
quirúrgicos y la medicina mecánica primen dentro de una escala de
honorarios por servicio prestado. No ha habido una compensación
económica por el tiempo empleado en elaborar un historial detallado y
hacer un examen físico lento y bien guiado; y sobre todo, no ha habido
tiempo para hacer que el paciente comprenda lo que se hace, por qué se
hace y cuál es el programa de salud adecuado.»
El problema fundamental no reside en la utilidad de la nueva tecnología,
sino en el marco filosófico en el que la nueva tecnología entra en acción y
la manera en cómo es utilizada.
Quizás la consecuencia más seria de la nueva tecnología sea que está
poniendo fuera de moda el maletín negro del médico y, posiblemente, lo
elimine por completo. De hecho, una de las razones por las que numerosos
doctores se niegan a hacer visitas a domicilio no es solamente la falta de
tiempo, sino que tampoco se sienten muy cómodos trabajando con el
maletín negro. Han dejado que sus habilidades queden sujetas a
computadoras y exóticos equipos electrónicos de diagnosis.
Cientos de doctores reflejaban en sus cartas la opinión de que ningún
medicamento que pudiesen recetar a sus pacientes podía ser más potente
que el estado mental que el paciente adopta ante su enfermedad. En este
sentido, decían, el servicio más valioso que el médico puede prestar a su
paciente consiste en ayudarle a sacar el máximo provecho de sus
potencialidades de recuperación y curación.
En mi artículo aparecido en el NEJM dejé entrever la posibilidad de que
yo me hubiese equivocado rotundamente sobre la eficacia del ácido
ascórbico y que quizás me había beneficiado de un placebo auto-
administrado.
Los doctores Bernard Ecanow y Bernard Gold del Centro Médico de la
Universidad de Illinois, me escribieron diciéndome que yo cometía un
grave error al pensar que mi mejoría tras el empleo sistemático de
ascorbatos se debía meramente al efecto de un placebo. Habían realizado
profundas investigaciones sobre el tema y adjuntaban varios estudios que
mostraban que el ascorbato tiene un efecto de dispersión en los coágulos de
glóbulos rojos. Ellos afirmaban que mi velocidad de sedimentación había
descendido después de cada dosis intravenosa de ascorbato debido a que
«éste producía una dispersión de los glóbulos rojos coagulados mediante su
efecto de desintetización de la estructura del agua (desintetización
hidrofóbica), desintetizando la matriz macromolecular de la estructura del
agua de manera que los glóbulos rojos ya no se aglutinaban debido a dicho
efecto».
Yo supuse que esta explicación quería decir que el ascorbato resultaba
útil para restaurar los equilibrios químicos de la sangre o lo que Walter
Cannon denominaba homeostasis.
Los Lederle Research Laboratories también me proporcionaron
información que apoyaba la tesis de que mi mejoría se había debido al ácido
ascórbico. En un estudio realizado en sus laboratorios, los doctores Arnold
Oronsky y Suresh Kewar mostraban que el ácido ascórbico es esencial para
el buen funcionamiento de la prolhidroxilasa, que a su vez es esencial para
la síntesis del colágeno. Por consiguiente, no hay duda de la importancia
que tiene el ascorbato para el tratamiento de enfermedades del colágeno,
tales como la artritis.
En este capítulo ya he hecho referencia a la obra de Irwin Stone.
Exceptuando a Albert Szent-Gyorgyi, Stone es probablemente la persona
que más profundamente ha estudiado en este país, los fenómenos
relacionados con el ácido ascórbico.
Stone ha intentado explicar el hecho que la especie humana no sea capaz
de producir o almacenar ácido ascórbico, ingrediente vital del sistema
inmunológico que la naturaleza produce en todos los miembros del reino
animal excepto el hombre y algunas otras especies de mamíferos.
Fascinado por esta rareza, Stone prosiguió sus estudios en este tema tanto
antropológica como bioquímicamente. Elaboró una teoría que propone la
aparición de un defecto genético al principio del curso de la evolución: los
seres humanos perdieron su capacidad de producir ácido ascórbico y han
tenido que depender de los alimentos que contienen esta sustancia, que a su
vez juega un papel sumamente importante dentro del sistema inmunológico.
En las zonas donde había frutos cítricos y ciertas legumbres, la dieta regular
compensaba esta deficiencia natural. Sin embargo, en los climas nórdicos la
ausencia de cítricos no sólo provocó la aparición del escorbuto sino también
una mayor susceptibilidad a una amplia gama de enfermedades, tanto leves
como graves.
Irwin Stone subraya que, hablando estrictamente, el ácido ascórbico no
es una vitamina, sino un metabolismo hepático. No obstante, su reputación
inicial de vitamina le ha hecho heredar los sentimientos negativos de los
doctores, provocados a su vez por la atracción que sienten los pacientes por
las milagrosas curaciones a base de vitaminas. Stone espera que la
profesión médica haga una distinción entre el ácido ascórbico y las demás
vitaminas, no porque subestime la necesidad de ingerir una cantidad
adecuada de vitaminas, sino debido a las propiedades terapéuticas del ácido
ascórbico, que juegan un papel tan importante en los procesos curativos.
Por lo que respecta a las dietas deficientes, la polución ambiental de aire y
agua, la congestión, el ruido y la tensión, las propiedades antitóxicas del
ácido ascórbico no deben ser subestimadas.
Esto no quiere decir que el ácido ascórbico puede tomarse
indiscriminadamente o en dosis ilimitadas. En ciertas circunstancias puede
provocar irritaciones en el sistema digestivo. Estas irritaciones, de
producirse constantemente durante un largo período, pueden ser dañinas e
incluso peligrosas. El ácido ascórbico no debe tomarse entre comidas
especialmente en concentraciones muy potentes. Sus efectos son aún más
eficaces al combinarlo con bioflavinoides. Tiende a absorber la vitamina B,
por lo que requiere un complemento vitamínico de complejo B. También
tiende a eliminar los minerales del cuerpo. Estas características pueden ser
de gran antídoto para el plomo que hay en el ambiente. Pero las grandes
dosis de ácido ascórbico también eliminan de la sangre otros minerales
además del plomo.
Resulta comprensible la aprehensión que sienten los médicos ante la
noción de que las vitaminas constituyen la respuesta a todas las
enfermedades. No obstante, también es verdad que algunos doctores han
diseminado la idea errónea de que la compra normal constituye un seguro
contra las deficiencias alimenticias. Tomando en consideración los
conservadores, colorantes, aditivos y exceso de azúcares que contienen
numerosos alimentos procesados, cabe volver a señalar la conclusión a la
que llegó la Conferencia Presidencial sobre Alimentos, Nutrición y Salud,
celebrada en 1969: una de las grandes deficiencias de la educación de los
estudiantes de medicina es la ausencia de una instrucción adecuada sobre
nutrición.
En cualquier caso, el leer la correspondencia que me habían enviado
todos esos médicos, me sentí muy satisfecho al ver que cada día hay una
actitud más equilibrada con respecto a la nutrición en general y hacia el
ácido ascórbico en particular. Las opiniones negativas que tenían muchos
doctores a este respecto hace apenas unos cuantos años han dejado su lugar
a un examen decidido de los nuevos descubrimientos y a su aplicación en
proporciones equilibradas.
También resulta muy alentador saber que la profesión médica pone cada
día un mayor énfasis en la inmunología y en el impulso natural que tiene el
cuerpo para curarse a sí mismo. Este proceso aún está rodeado de muchos
misterios. Como decía en el capítulo anterior, una de las vías de
investigación que actualmente está recibiendo mayor atención es la función
que realiza el ácido ascórbico dentro de los procesos inmunológicos y
curativos. A este respecto, cabe señalar que numerosos hospitales británicos
administran dosis intravenosas de ácido ascórbico en lugar de antibióticos,
como medida rutinaria contra las infecciones post-operatorias.
Cierto número de doctores reflejaban que mi énfasis en las emociones
positivas se identificaba con una nueva tendencia de gran importancia
dentro de la medicina. Decían que yo tenía razón, científicamente hablando,
al afirmar en mi artículo aparecido en la NEJM que, al igual que las
emociones negativas producen cambios químicos negativos en el cuerpo,
las emociones positivas están relacionadas con cambios químicos positivos.
Varios médicos me recomendaban la lectura del estudio realizado por el
doctor O. Carl Simonton sobre la tensión emocional como causa de cáncer
y del artículo publicado por los doctores J. B. Imboden y A. Canter que
mostraba que los estados depresivos desequilibran las funciones
inmunológicas del cuerpo.
***
Más de una docena de médicos me telefonearon para decir que habían
comentado mi artículo con algunos pacientes cuya voluntad de vivir no era
muy robusta. Estos médicos me pidieron que hablara con sus pacientes para
darles ánimos, cosa que hice con todas mis fuerzas. Un caso en particular
vale la pena ser mencionado. Un médico me habló de una de sus pacientes,
una joven de veintitrés años que estaba perdiendo gradualmente el
movimiento en las piernas debido a una enfermedad relacionada con el
colágeno. La chica vivía en Atlanta con su familia. Uno de los principales
problemas psicológicos de la situación era que toda la familia se hallaba
presa de preocupación y desesperación. Había que desechar la idea de
hospitalizarla, ya que el seguro de enfermedad había caducado hacía
mucho.
El médico me dijo que su presencia en casa producía una atmósfera de
aprehensión y tensión. Su parálisis progresiva se traducía en una angustia
evidente en todos los afectados. Por consiguiente resultaba indispensable
encontrar una manera de que la familia no se desintegrase. El doctor creía
que un cambio positivo en los sentimientos de la hija era necesario para
mejorar la situación no sólo de su enfermedad, sino también la salud
colectiva de toda la familia. Le había mostrado mi artículo y ella había
respondido tan favorablemente que el médico opinaba que una muestra
directa de interés por mi parte podría resultar útil. Así que llamé por
teléfono a la chica, a la que llamaremos Carole. Hablaba lenta pero
convincentemente al contarme lo difícil que le resultaba creer, tras dos años
de enfermedad, que su parálisis no seguiría avanzando, hasta dejarla
totalmente inválida. Su doctor hacía todo lo posible para que ella no
perdiese la esperanza. Le había dicho que la medicación y los ejercicios
funcionarían mucho mejor si ella tuviese metas por alcanzar en la vida y
pusiera todo su empeño en continuar viviendo.
Le pregunté si ella creía que esto tenía sentido.
«Suena bien en teoría —me dijo—, pero creo que mi médico nunca ha
estado enfermo, es decir, gravemente enfermo. No sabe lo largos que se
pueden hacer los días, lo difícil que es tener metas en la vida cuando no
sucede nada, lo fácil que resulta pensar en las cosas que uno no debe, como
que uno no está mejorando en absoluto y cómo pasan las semanas sin que
se produzca ningún proceso. Ud. debe comprenderlo pues pasó por la
misma situación. ¿No se sentía sumamente desalentado?»
Le dije que sí, sobre todo al principio, cuando esperaba que el doctor
reparase mi cuerpo como si fuese un motor de automóvil, como si se tratase
de limpiar el carburador o conectar la bomba de gasolina. Pero luego me di
cuenta de que el ser humano no es una máquina; que solamente el cuerpo
humano tiene un mecanismo incorporado para repararse a sí mismo, para
satisfacer sus propias necesidades y para comprender lo que le sucede. Las
fuerzas regeneradoras y restauradoras son precisamente la característica de
los seres humanos. En ocasiones, esta fuerza se bloquea o se halla poco
desarrollada. Una de las cosas más importantes que puede hacer un médico
por su paciente es afirmar que cada individuo tiene la capacidad necesaria
para hacer funcionar al máximo estas fuerzas. El doctor de Carole le estaba
dando un consejo muy importante al decirle que su tratamiento funcionaría
mejor si lo combinaba con el impulso natural que posee el cuerpo para
reestablecerse.
También le dije que yo había tenido mucha suerte de tener un doctor que
creía que mi voluntad de vivir podría poner la base para la mejoría; y que
me había apoyado en todo lo que yo había hecho.
Carole me dijo que sentía bastante curiosidad por la manera en que había
funcionado la risa. ¿Había sido tan importante en mi recuperación como lo
indicaba el artículo?
Lo importante sobre la risa, le dije, no sólo era el hecho de que había
representado un ejercicio interior para una persona totalmente postrada (una
especie de jogging interior), sino que también había creado las condiciones
necesarias para que las otras emociones positivas entraran a su vez en
acción. En suma, había permitido que pasaran cosas buenas.
Carole deseaba saber cómo podía encontrar cosas que le hicieran reír. Le
dije que tendría que trabajar en ello, al igual que tendría que trabajar en
cualquier cosa que valiese la pena. Le aconsejé que los miembros de su
familia fueran a la biblioteca, por ejemplo, a fin de buscar libros que
hicieran verdaderamente reír. No sólo pensaba en colecciones de chistes
como las de Bennet Cerf (aunque dudo que conozca a otra persona que
consiga tan sistemáticamente buenos chistes como Bennet, quien alguna
vez tuvo una columna fija en la Saturday Review, en la que nunca faltaban
una o dos historias dignas de contar entre amigos). Le recomendé a Carole
escritores como Stephen Leacock, Ogden Nash, James Thurber o Ludwig
Bemelmans. También le aconsejé libros como Enjoyment of Laughter de
Max Eastman y Subtreasury of American Humor de los White. De cualquier
manera, estaba seguro de que tanto ella como sus familiares se divertirían
buscando estos y otros libros; también esperaba que ella echase un vistazo
al humor de otras culturas.
Carole se animó mucho al oír estos consejos. Luego le dije que también
podía hacer algo por mí. Podía escoger uno de los chistes y contármelo. Le
propuse que me telefonease todos los días a las nueve de la mañana y me
contase lo que ella y su familia consideraran lo mejor de la cosecha de la
víspera.
Después hablé con la madre de Carole, quien se mostró de acuerdo con la
idea. Me dijo que elaboraría un plan para que cada miembro de la familia
fuera a la biblioteca o a la librería para buscar material que luego
examinaría toda la familia. Así, todos tendrían derecho de voto para elegir
la historia que Carole me contaría por teléfono.
Dos días más tarde, el plan ya funcionaba plenamente. Carole me llamó
por teléfono. Su voz vibraba y se echó a reír aún antes de terminar su
primera frase.
«No sé si voy a poder contarle éste —me dijo—. He estado ensayándolo
para no reír antes de llegar a la parte graciosa, pero no pude hacerlo. Creo
que voy a mojar la cama antes de terminarlo. Hemos estado investigando un
poco qué tipo de chistes le gustan. Usted juega golf, ¿no? Al menos en
alguna parte leí que de vez en cuando Ud. juega golf con Arnold Palmer y
que ha escrito algunos chistes sobre golf en la Saturday Review.»
Tuve que confesar que jugaba muy mal este deporte.
«Bueno, había un cura jugando al golf —me dijo—, que no podía pasar
la bola por encima de una pequeña roza. Tras haber perdido cinco bolas en
ella, titubeó antes de dar el golpe y le dijo a su caddy: “Ya sé lo que he
hecho mal. Me he olvidado de rezar antes de pegarle a la bola, eso es todo”.
Así que se puso a rezar y golpeó la pelota. Esta voló unos veinte metros y
volvió a caer en el agua. “Padre”, le preguntó el caddy, “¿puedo darle un
consejo?” “Por supuesto” —dijo el cura—. “Mire, padre”, le dijo el caddy,
“la próxima vez que se ponga a rezar, mantenga la cabeza inclinada hacia
abajo”.»
Era uno de los chistes más viejos que yo haya oído sobre golf, pero
Carole no lo conocía y me uní a sus desenfrenadas carcajadas. Luego ella
me dijo que lo más divertido había sido la noche anterior cuando toda la
familia había discutido sobre qué chiste me contaría al día siguiente. «Fue
maravilloso —me dijo Carole—. Mi madre trajo una docena de libros de la
biblioteca y se divirtió como una loca contándonos algunos de los chistes.
Siempre quiso ser actriz. Bueno, cuando acabó de contarlos, cada uno votó
por su chiste favorito. Hoy le ha tocado a mi hermano ir a la biblioteca.
Tiene una inclinación más literaria que el resto de nosotros, así que
probablemente regresará con algún pasaje de O. Henry o de Mark Twain o
un cuento corto, así que prepárese para una sesión larga la próxima vez que
llame.»
Lo que más me gustaba de este incidente era que la familia había
encontrado una conexión nueva y más agradable con Carole. El hecho de
que pudieran intervenir en una actividad divertida junto a Carole era tan
importante para ellos como para ella. Dos días después, el doctor de Carole
llamó por teléfono para decirme que lo que más le había agradado de la
nueva situación era el cambio de actitud entre la familia. Me dijo que se
había quedado sorprendido al entrar en la casa, pues las caras ya no
traducían angustia y sufrimiento, sino que se mostraban abiertas y
expectantes. Los miembros de la familia se interrumpían entre sí para
contarle lo que estaban haciendo e incluso le hicieron intervenir en la
votación de la siguiente historia.
Dos semanas más tarde, el médico volvió a llamar y me dijo que el
mayor éxito lo constituía la nueva calidad de vida que gozaba toda la
familia. Aún era demasiado pronto para decir algo sobre la enfermedad
física de Carole, pero le parecía evidente que ella tenía mucha más energía
y, sin duda, estaba mucho más optimista.
Merece la pena subrayar el comentario que hizo el doctor acerca de la
calidad de la vida. No toda enfermedad puede curarse, pero muchas
personas dejan que la enfermedad desfigure sus vidas más de lo debido. Se
encierran en sí mismas sin ninguna necesidad. Ignoran y debilitan las
fuerzas que aún tienen para mantenerse erguidos. Siempre existe un margen
dentro del cual la vida puede tener sentido e incluso acarrear alegrías, a
pesar de la enfermedad. No todas las enfermedades graves e incluso
mortales van acompañadas de fiebres altas y dolores constantes. Por
consiguiente, resulta posible poner tanto énfasis en la calidad de la vida
como en el tratamiento.
Este principio me fue explicado rotundamente por un doctor de Nueva
York que me habló por teléfono para decir que tenía un cáncer mortal. Me
dijo que mi artículo de la NEJM le había decidido a sacar el mayor
provecho de la vida mientras aún pudiera moverse y ser capaz de tomar
contacto directo con todas las cosas que le daban placer.
«No creo que me atreviese a recomendar a otras personas lo que estoy
haciendo —me dijo—. Actualmente se acostumbra a combatir con tanto
vigor el cáncer, con toda la tecnología y quimioterapia que tenemos a
disposición, que en contadas ocasiones tenemos el tiempo o el valor
necesarios para hacernos otras preguntas importantes, preguntas
relacionadas con los valores. ¿Está justificado, por ejemplo, que hagamos
pasar a un paciente de cáncer incurable por un tratamiento a base de
quimioterapia y radiación que le producirá todo tipo de complicaciones
molestas, tan sólo porque posiblemente podamos, hipotéticamente, añadir
unos cuantos meses a su vida? ¿O es mejor que ese individuo utilice cada
uno de los instantes que le quedan de vida para hacer cosas que le
satisfagan y le hagan sentir que está vivo? Yo no tuve dificultades para
elegir. Ahora hago muchas de las cosas que siempre quise hacer. No puedo
hacer mucho ejercicio, por supuesto, pero me sorprendo de lo activo que
puedo estar en comparación con la inmovilidad que me temía.
«Lo que estoy haciendo, lo hago por mi filosofía, no por mis
conocimientos. Una vez alejado de la ciencia y del tratamiento de los
demás, me hallo en un campo totalmente diferente, un campo en el que los
sacerdotes y los psicólogos se encuentran más calificados, sin duda, que yo.
Para mí es una especie de dilema, pero intento, incluso dentro del contexto
del tratamiento tradicional, elevar el estado de ánimo de mis pacientes. He
tenido mucha suerte al poder hacerles tomar el humor seriamente —y se rió
ante la gracia de la frase—, y pensé que quizás a Ud. le interesaría saber
que funciona muy bien. No vacilo ni un momento en decirles que tengo el
mismo problema que ellos. Y al verme reír, casi se avergüenzan si no
pueden hacer otro tanto. Mis sesiones con mis pacientes no son nada tristes.
Quiero que tengan ganas de venir a verme, pues yo tengo ganas de estar con
ellos. Y tan sólo quería decirle que estoy totalmente de acuerdo con lo que
Ud. dijo sobre la risa en el NEJM.»
Lo más impresionante de este caso era que el concepto que tenía este
doctor sobre su deber como médico se oponía a sus convicciones filosóficas
sobre al arte de vivir. Su educación le obligaba a confinarse al tratamiento
de la enfermedad. Sin embargo, su propio problema y el problema de sus
pacientes trascendía en cierto punto la enfermedad, implicando los valores
fundamentales de la vida. La solución que dio a su problema personal fue
anteponer la calidad de la vida al tratamiento científico que generalmente se
recomienda en casos como el suyo.
Numerosos escritores de todas las épocas han hecho diferentes
interpretaciones de este dilema general: Tolstoy, Dostoyevsky, Molière y G.
B. Shaw entre ellos. ¿Debe prolongarse la vida bajo condiciones de grave
sufrimiento? ¿Tiene el médico la obligación de combatir la enfermedad con
todas las armas que tiene a su disposición, incluso si estas armas causan un
grave daño a los sentimientos de su paciente?
Existen otros dilemas en los que el médico debe decidir qué vida debe
salvar, si solamente puede salvar una, como en el caso de madre e hijo. El
dilema del médico con el que hablé es, quizás, el más contrariante de todos.
¿Hasta qué punto trasgrede su disciplina al aplicar lo que él personalmente
cree ser cierto?
¿Existe en ciertas ocasiones un conflicto entre el tratamiento de la
enfermedad y el tratamiento de los seres humanos?
Actualmente, muchas escuelas médicas se enfrentan a cuestiones como
ésta. En la década de los setenta hemos presenciado al surgimiento de una
nueva e importante consciencia sobre la necesidad de preparar a los futuros
médicos no sólo para practicar la profesión médica sino también para
enfrentarse con las cuestiones abstractas que crean continuamente los
nuevos conocimientos y el rápido desarrollo de la tecnología. El Fondo
Nacional para las Ciencias Humanas, creado por el Congreso, ha recibido
muchos millones de dólares para desarrollar cursos sobre ética médica. Al
menos cincuenta facultades de medicina se han beneficiado de concesiones
de este fondo en este campo. Quizás ninguna otra organización privada ha
realizado estudios tan extensos y profundos sobre la ética médica como la
Fundación Hastings. Cierto número de personalidades de la educación
médica han formado una organización, la Sociedad de la Salud y los
Valores Humanos, que no sólo sirve como centro para el desarrollo de la
ética y los valores dentro de los programas de estudios de las facultades de
medicina, sino también como centro de intercambio de información y
opinión entre las personas que se encuentran dentro y fuera de la profesión
médica. Otro importante paso en este campo lo constituye la fundación de
la revista trimestral Man and Medicine, dedicada a las cuestiones éticas y
los valores humanos, que edita la Facultad de Medicina y Cirugía de la
Universidad de Columbia.

***
En este mismo capítulo ya he hablado sobre la aprehensión que sentía
Carole de que su doctor no comprendiese lo que era estar gravemente
enfermo y sumamente decaído. Merece la pena extendemos a este respecto.
En su libro, Out of My Life and Thought, Albert Schweitzer hablaba de la
grave enfermedad que tuvo al principio de su madurez y de la convicción
que tenía en esa época de que, en caso de recuperarse, nunca olvidaría los
sentimientos que tuvo durante dicha enfermedad; como médico, trataría de
prestar tanta atención a la psicología del paciente como al diagnóstico.
Existe una «camaradería entre aquellos que llevan la marca del dolor»,
escribía Schweitzer en su obra. Las personas que no pertenecen a este grupo
tienen grandes dificultades para comprender lo que hay detrás del dolor.
En 1964, durante mi enfermedad, mis compañeros de hospital hablaban
de cuestiones que nunca habrían mencionado a sus doctores. La psicología
de los enfermos graves pone una barrera entre nosotros y aquellas personas
que tienen los conocimientos y el don de ayudarnos.
Antes que nada había una sensación de encontrarse indefenso: una grave
enfermedad en sí misma.
Había el miedo inconsciente de nunca poder volver a funcionar
normalmente, y esto producía un muro de separación entre nosotros y el
mundo de los movimientos abiertos, de los sonidos abiertos, de las
esperanzas abiertas.
No queríamos aumentar la desolación que ya sentían nuestras familias y
esto aumentaba nuestro aislamiento.
Éramos víctimas del conflicto entre el terror de sentirnos solos y el deseo
de que nos dejaran en paz.
Carecíamos de auto-estima, sentíamos inconscientemente que quizás
nuestra enfermedad era una manifestación de nuestra falta de adaptación.
Teníamos miedo de que se tomaran decisiones a nuestra espalda, de que
no nos dijeran todo lo que deseábamos saber y, no obstante, teníamos miedo
de saberlo.
Sentíamos un temor ante la intervención de la tecnología, miedo de ser
transformados en simples datos, de nunca recuperar nuestra personalidad.
Estábamos resentidos con todas esas personas extrañas que venían a
nosotros portando agujas y frascos, algunos de los cuales se suponía que
contenían sustancias mágicas que traspasaban a nuestras venas y otros que
nos sacaban más sangre de lo que creíamos conveniente. Nos sentíamos
sumamente desanimados al ser conducidos a través de corredores albos
hacia laboratorios para encontramos con todo tipo de máquinas compactas,
luces intermitentes y discos giratorios.
Y también experimentábamos ese vacío que crea el ansia (irradicable,
constante y penetrante) del calor que proporciona el contacto humano. Una
sonrisa amical y una mano extendida tenían mucho más valor que todo lo
que nos ofrecía la ciencia moderna, pero el acceso a esto último era mucho
más fácil que a las primeras
Quedé convencido que el hospital, a pesar de todas sus maravillas
tecnológicas, era incapaz de darnos lo que más necesitábamos: una
atmósfera compasiva. Al igual que tener contacto con el mismo personal.
Generalmente, los pacientes adinerados pueden protegerse contra la larga
procesión de rostros diferentes; pueden contratar al personal médico que
más les convenga y acomode. Pero para la mayoría de las personas, la vida
del hospital significa falta de continuidad, cuidados parciales y una
protección muy poco adecuada contra las sorpresas. La gente va y viene, y
uno tiene que arreglárselas como pueda.
La cuestión principal sobre los hospitales (o sobre los doctores, lo que
viene a ser lo mismo) es saber si inspiran al paciente la confianza de que se
halla en el lugar correcto; saber si le permiten tener confianza en aquellas
personas que tratan de curarle; en suma, saber si espera que pase algo
bueno.

***
Varios médicos me escribieron para saber si mi decisión de utilizar
grandes dosis de ácido ascórbico había sido influenciada por las
declaraciones y escritos de Linus Pauling. Mi experiencia tuvo lugar en
1964. La primera obra de importancia del doctor Pauling sobre el ácido
ascórbico (Vitamin C and the Common Cold) apareció en 1970. Escribí al
doctor Pauling describiéndole el episodio. Desde entonces, hemos sostenido
una correspondencia regular y he seguido sus investigaciones en este campo
con gran interés.
En algunas cartas, los médicos me preguntaban si en mi historial médico
había habido algo que me hubiese preparado psicológica y filosóficamente
para sostener una «cooperación» con el doctor Hitzig en el diagnóstico y el
tratamiento de mi enfermedad ocurrida en 1964. En realidad, hubo dos
episodios de este tipo.
Cuando tenía diez años de edad, tuve que enfrentarme por primera vez
con un diagnóstico médico poco alentador, al ser hospitalizado en un
sanatorio para tuberculosos. Yo era sumamente frágil y estaba muy delgado,
y todo hacía suponer que sufría de una enfermedad grave. Más tarde se
descubrió que los doctores habían interpretado signos normales de
clasificación, como síntomas de tuberculosis. En esa época, los rayos X no
constituían un fundamento completamente fiable para realizar diagnósticos
complejos. De cualquier manera, pasé seis meses en el sanatorio.
Lo que me pareció más interesante de esta temprana experiencia fue que
los pacientes se dividían a sí mismos en dos grupos: aquellos que estaban
seguros de que vencerían la enfermedad y regresarían a su vida normal, y
aquellos que se resignaban a pasar por una enfermedad prolongada e
incluso fatal. Los optimistas nos hicimos buenos amigos, participábamos en
actividades creativas y casi no teníamos nada que ver con los pacientes que
se resignaban a lo peor. Cuando llegaban nuevos pacientes, hacíamos todo
lo que podíamos para reclutarlos en nuestro campo, antes que la brigada de
pesimistas tuviera ocasión de hacerlo.
No podía menos que sentirme impresionado por el hecho de que entre los
chicos de mi grupo había un porcentaje mucho más alto de «altas» que entre
los chicos del otro grupo. Incluso a la temprana edad de diez años, ya estaba
recibiendo un condicionamiento filosófico; me daba cuenta del poder que
posee la mente para vencer a la enfermedad. Las lecciones sobre esperanza
que recibí en esa época jugaron un importante papel en mi recuperación
integral y en los sentimientos que desde entonces tengo sobre el valor de la
vida.
A los diecisiete años de edad ya había dejado atrás mi debilidad infantil.
Me gustaban mucho los deportes vigorosos; año tras año, mi cuerpo se
endurecía y crecía. Siempre he conservado esta afición por el deporte.
También he tenido la ventaja de haberme casado con una mujer dotada de
una gran alegría y que cree profundamente en las ventajas de una buena
nutrición.
El segundo episodio sucedió en 1954, cuando tenía treinta y nueve años
de edad. Al aumentar mis responsabilidades familiares, pensé que sería
prudente aumentar la cobertura de mi seguro. Los médicos de las
compañías de seguros rechazaron mi solicitud, diciendo que los
cardiogramas mostraban que yo tenía una grave oclusión coronaria. Mi tía,
que era el agente de la compañía, fue completamente franca conmigo acerca
de los descubrimientos de los doctores. A pesar de la falta de evidencias
irrefutables, habían diagnosticado una afección «isquiónica», caracterizada
por un engrosamiento de las paredes del corazón y un ritmo cardíaco
irregular. Me dijo que se me recomendaba dejar casi todo y meterme en la
cama durante varios meses. Este informe demolió mi ánimo. Me parecía
inconcebible que tuviese que abandonar mi trabajo, mis viajes y mi vida
deportiva. Pero ahí tenía a mi tía diciéndome que los doctores de la
compañía de seguros afirmaban que si abandonaba toda actividad, tal vez
podría vivir un año y medio más.
Decidí no decirle nada a mi esposa sobre el veredicto de los doctores de
la compañía de seguros. Esa noche, cuando llegué a casa, mis hijas
pequeñas vinieron a recibirme. Les gustaba que las arrojase al aire y dejarse
caer de mis hombros al diván. Durante una fracción de segundo, miré en
dos direcciones. Una de ellas era el «camino cardíaco». Si aceptaba el
diagnóstico de los especialistas, nunca más podría arrojar a mis hijas al aire.
La otra vía consistía en trabajar a todo tren en la Saturday Review y hacer
todo lo que me gustaba de la vida. La segunda vía podía durar unos cuantos
meses, semanas o incluso minutos, pero ese era mi camino. Fue una
decisión muy fácil. Cogí a mis pequeñas y las lancé hacia arriba, más alto
que nunca. Al día siguiente jugué un partido de tenis que duró entre 45 y 50
juegos.
El lunes siguiente llamé por teléfono al doctor Hitzig para informarle del
poco halagüeño veredicto de los doctores de la compañía de seguros. Me
pidió que fuera a su consultorio inmediatamente, llevándome luego a ver al
jefe del departamento de cardiología del Mount Sinai Hospital. Los
cardiogramas del hospital confirmaron los informes de la compañía de
seguros. Regresamos al consultorio de Bill Hitzig. Tuvimos una buena
charla. Le dije que tenía intenciones de hacer exactamente lo mismo que
hasta entonces había hecho y que dudaba que ningún cardiograma en todo
el mundo pudiese saber, todo lo que hay que saber sobre lo que hace latir a
mi corazón. Hitzig me dio una palmada en la espalda y me dijo que estaba
totalmente de acuerdo conmigo.
Tres años más tarde conocí a Paul Dudley White, afamado especialista
del corazón. Este escuchó atentamente la descripción de lo que había
sucedido, diciéndome luego que había hecho lo único que podía salvarme la
vida. Él estaba convencido de que el ejercicio vigoroso y constante era
necesario para que el corazón humano funcionase correctamente, incluso
cuando se había diagnosticado una insuficiencia cardíaca como la mía.
También me dijo que, de haber aceptado el veredicto de los especialistas en
1954, probablemente lo habría confirmado.
Ese encuentro con Paul Dudley White fue una especie de punto crucial
en mi vida. Me dio confianza en mis relaciones con mi cuerpo. Reforzó mi
convicción de que la mente humana puede disciplinar el cuerpo, puede
fijarse metas a sí misma, puede de alguna manera comprender su propia
potencia y moverse resueltamente hacia adelante.
Al citar este episodio, no quiero decir que los pacientes que tienen graves
enfermedades cardíacas deben oponerse a los consejos de su médico. Yo
tenía el apoyo del doctor Hitzig. Además, había algunos factores en mi caso
que tal vez no se apliquen a los demás.
¿Ha disminuido mi respeto por la profesión médica a resultas de estos
tres episodios? Al contrario. Las miles de cartas de médicos que ha recibido
han destruido totalmente la noción de que los médicos se resisten a viento y
marea a tomar en consideración los factores psicológicos, morales o
espirituales que intervienen en el proceso curativo. La mayoría de los
médicos reconocen que la medicina es tanto un arte como una ciencia y que
el conocimiento más importante en medicina es la manera en que la mente y
cuerpo humanos pueden echar mano de recursos internos para hacer frente a
los desafíos más extraordinarios.
Algunas cartas me preguntaban si yo sería capaz, en caso de caer una vez
más gravemente enfermo, de efectuar el mismo tipo de respuesta total que
antes ya había producido.
Mi respuesta es que no sé honestamente cuántos esfuerzos semejantes
son posibles durante una vida. Pero sé que sin duda lo intentaría.
Sé que he tenido suerte. Mi cuerpo me ha llevado mucho más allá de lo
que precedían los expertos médicos en 1954. Según mis cálculos, mi
corazón ha latido 876.946.280 veces más de lo que esperaban los médicos
de la compañía de seguros.
Por simple coincidencia, en el décimo aniversario de mi enfermedad de
1964, me encontré en una calle de Nueva York a uno de los especialistas
que había hecho el melancólico diagnóstico de la parálisis progresiva. Se
sorprendió mucho al verme. Le tendí la mano y él me la estrechó. No me
apresuré a retirarla, tenía algo que decirle y pensé que la mejor manera de
hacerlo era saludándolo con firmeza a fin de causarle una gran impresión.
Seguí apretando su mano hasta que hizo un gesto y me pidió que le soltase.
Me dijo que en vista de mi apretón de manos ni siquiera tenía que
preguntarme por mi estado de salud, pero estaba ansioso por saber cómo me
había convencido de que algunos expertos no saben suficiente como para
hacer un pronunciamiento que condene el destino de un ser humano. Y le
dije que esperaba que tendrían más cuidado acerca de lo que decían a los
demás; en caso de que les creyesen, podía ser el principio del fin.

V.1. jun. 2021


NOTAS

1 Los problemas de una administración inadecuada son descritos más


adelante en este capítulo.

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